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Caza de brujas en la infancia.

Los chicos viven hoy con crecientes exigencias. Los que no se adaptan a ese ritmo suelen ser tratadas con
fármacos. El peligro es partir de un mal diagnóstico y tapar el problema de fondo silenciando los síntomas.

Por Silvia Bleichmar *

Si se midieran las expectativas que una sociedad tiene acerca de su futuro por el proyecto que sostiene
para la generación siguiente, se haría evidente que los niños de esta época, en su mayoría, no son receptores de
ninguna esperanza sino sólo de una propuesta de supervivencia que da cuenta del desaliento y la fatiga histórica
que empapa a los adultos a cuyo cuidado se encuentran. Que aprendan lo más rápido posible la mayor cantidad
de cosas, que hablen lo menos posible, que no irrumpan con ideas descabelladas y que se sometan a un régimen
de vida que implica una jornada de 9 horas de trabajo efectivo más la labor extra a ser realizada en la casa
parece ser el modelo de vida cotidiana con la cual se desplazan por la ciudad arrastrando mochilas y carritos
repletos de libros, cuyas afirmaciones dejarán de ser eficaces en gran medida cuando pasen de la escolaridad
primaria a la secundaria, ya que el conjunto de conocimientos técnico-científicos ha acelerado su carácter
perecedero y se renueva cada cinco años.

Y por supuesto todo esto es imposible de ser llevado a cabo ante la menor falla del interesado. El
taylorismo educativo no admite fracasos; no tolera demoras; ninguna distracción es posible: si un niño es
desprolijo o no termina su tarea; si habla demasiado con los demás; si por alguna razón que se desconoce tiene
dificultades para vincularse con el resto de sus compañeros; si no presta atención por un período prolongado de
tiempo; si se mueve demasiado, ahí está la medicación lista para resolver la "falla genética" de esta unidad que,
con sus dificultades, da cuneta de que algo ha venido mal de fábrica; algo que debe ser modificado para lograr
un encaje adecuado en este hormiguero en el que no caben zánganos ni espacio para quienes no ocupen su
cabeza, constante y eficientemente, en las tareas propuestas.

Pero el pensamiento de un ser humano puede estar habitado por muchas más cosas que las que se aceptan,
y su psiquis, más desorganizado de lo que se sospecha. Hemos visto en estos años niños medicados a partir de
un diagnóstico poco riguroso que culmino en la afirmación de un supuesto ADD (Attention deficit disorder, o
trastorno de la atención como se lo llama vulgarmente), cuya dificultad para concentrarse era efecto de
padecimientos importantes de todo tipo, desde cuadros de angustia pasajeros producidos por preocupaciones
actuales hasta traumatismos severos, llegando, en el extremo, a cuadros de desorganización psíquica de
consecuencias graves para el futuro de su evolución. La medicación, en estos casos lo único que hizo fue
disimular el síntoma, calmar los efectos, permitiendo que la perturbación productora del cuadro siguiera
larvadamente su camino desencadenando consecuencias de mayor calibre de la adolescencia.

Padres cómplices

Quienes conozcan la bibliografía pertinente sabrán, como lo indica incluso el Manual de diagnóstico de la
Sociedad Norteamericana de Psiquiatría en el cual se basa el diagnóstico, que no existen pruebas de laboratorio
que certifiquen el carácter biológico de la multiplicidad de síntomas que incluye el ADD y que la medicación es
siempre sintomática y no curativa, lo cual da cuenta de que estamos ante un cuadro descripto pero no explicado,
cuya causalidad permanece no resuelta. Cuadro que incluye una gama muy diversa de síntomas y que presenta
modos diversos de evolución en la adolescencia, lo cual da cuenta de que no abarca una patología sino más bien
un malestar generalizado que puede estar determinado desde distintas vertientes y cuyo desenlace va desde la
desaparición espontánea lisa y llana hasta la evolución franca hacia patologías graves cuyos síntomas son
predecibles, incluso tratables, desde la primera infancia, si se toman los recaudos adecuados despojándose del
facilísimo que posibilita una etiquetación tan reasegurante como ineficaz.

Pero más allá de estas cuestiones de carácter específico en el campo terapéutico, a lo que asistimos es una
verdadera caza de brujas en el campo neurológico-psiquiátrico de la infancia: una farmacologización de los
tiempos de constitución del sujeto cuyos alcances se muestran descarnadamente cuando asistimos al hecho de
carácter delictivo de que una población entera de niños de una guardería se ve presuntamente sedada por los
directivos en aras de mantenerlos tranquilos -inmovilizados -, o cuando padres y docentes, acosados por la
realidad, dejando de lado convicciones y experiencia acumulada, por cansancio o debilidad, devienen cómplices
de este verdadero silenciamiento del malestar que se oculta tras el empleo masivo de modificadores
bioquímicos.

Si el maltrato físico ha cedido como modo represivo en la infancia, la medicación no puede ser el relevo
sofisticado que maniate toda manifestación de la diferencia; no olvidemos que, después de todo, la vejación
más terrible que padecieron los disidentes soviéticos en el archipiélago Gulag no consistió en los castigos
corporales sino en su aislamiento y psiquiatrización, una forma de descalificar la razón cuando ésta no coincide
con la del establishment de turno. En el caso de los niños, más que de la condena biológica se trata de buscar el
modo de reconocimiento de las singularidades y sufrimientos en juego, estando atento a los síntomas sociales
que hacen retornar periódicamente la ilusión de automatización exitosa con la cual la postergación de la
felicidad deviene sofocamiento de toda posibilidad creativa.

* Psicoanalista y Ensayista

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