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Luis M. Sánchez Cerro (1889-1933) se levantó en Arequipa el 22 de agosto de 1930 contra Augusto B. Leguía
acabando con su “oncenio” (1919-1930). El 25 de ese mes, el presidente depuesto huyó rumbo a Panamá en el
Crucero Grau. Ese mismo día, Sánchez Cerro llegó a Lima, y tomando provisoriamente el control de la
situación, ordenó desembarcar a Leguía.
En tanto, la multitud canalizó furiosamente su repudio y hartazgo contra la fenecida administración a través
de diversos desórdenes que incluyeron el saqueo e incendio de la casa de Leguía y las de sus más próximos
colaboradores. Leguía fue encarcelado –tenía la salud quebrantada- en la isla San Lorenzo y, posteriormente,
en la Penitenciaría Central de Lima. Finalmente, Leguía moriría en la Clínica Americana de Bellavista el 6 de
febrero de 1932.
Sánchez Cerro afrontó una serie de disturbios -básicamente promovidos por oportunistas de izquierda- y
dimitió, seguro del respaldo popular tras unas elecciones. Entregada la dirección del país a una junta de
“notables” estos, tras fallidos tanteos sobre a quién entregarle el mando, recalaron en la figura de David
Samanez Ocampo, quien convocó a elecciones generales para 1931.
De ribetes fascistas -en boga por entonces-, pero por encima de ello nacionalista (recuérdese su lema: “El Perú
sobre todo” y los lineamientos de su ideario), el partido que se formó para apoyar a Sánchez Cerro: “La Unión
Revolucionaria”, tuvo como uno de sus nortes ante los comicios detener a las “masas comunistas” agazapadas
tras el problemático partido Aprista. Sánchez Cerró aplastó en las urnas a su principal rival, Haya de la Torre.
Como era previsible, dado el carácter de tal partido, los apristas denunciaron fraude electoral. La violencia
callejera y el sabotaje desde el Congreso contra la administración de Sánchez Cerro no se hicieron esperar. El
derrocador de Leguía, que había asumido la presidencia el 8 de diciembre de 1931, afrontó en 1932 –conocido
como “el año de la barbarie”- una violenta oposición por varios frentes a los que respondió con la máxima
represión. Ya para este año el Presidente Sánchez Cerro salvó de un atentado contra su vida cuando el aprista
José Melgar Márquez le disparó por la espalda.
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ASESINATO DEL PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA
GENERAL DE BRIGADA DON LUIS M. SÁNCHEZ CERRO
El Atentado
Abelardo Mendoza Leyva, el asesino, murió en la siguiente forma, según el testigo presencial
Ángel Millán: "Un soldado de la Guardia Republicana se abalanzó sobre el asesino, incrustándole
la bayoneta, pero casi simultáneamente cayó fulminado por un balazo en la frente.
-Yo no sabría decir -agrega Millán- si fue el propio asesino quien mató a este soldado, o si la bala
partió de otro sitio. Sólo recuerdo la violenta contorsión que hizo [Mendoza Leyva] al recibir el
bayonetazo, cayendo de espaldas y con la pistola empuñada en la diestra. Desde luego no estaba
muerto sino malherido, pero los edecanes que bajaron a la carrera del auto de inmediato
dispararon sobre él ultimándolo. Todo esto fue velocísimo. Sucedió con tal rapidez que si se
volviera a repetir, tampoco nadie podría impedirlo".
En la primera versión de El Comercio se dice: Presentaba una herida de lanza en el costado
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derecho, huellas de sangre sobre la camisa y también a la altura de la tetilla izquierda, lo mismo
que en el vientre y el ojo tumefacto.
Había concluido el desfile. Sánchez Cerro descendió desde la tribuna oficial. Estaba de uniforme.
Sonreía, agradecía los aplausos, caminaba pausadamente. Tras él, igualmente sonrientes, iban el
presidente del Consejo de Ministros, José Matías Manzanilla, y el coronel Antonio Rodríguez,
jefe de la Casa Militar.
El oficial del estribo, teniente Elías Céspedes, tieso y elegante, miró a su alrededor, picó espuelas
levemente e hizo caracolear a su caballo. El Presidente acababa de abordar el reluciente Cadillac
descubierto, y el oficial dio la orden de avanzar. El regimiento escolta se puso en marcha, con las
lanzas en alto, abriendo el cortejo presidencial (…).
Raúl Rodríguez Martínez, chofer del Presidente, conducía lentamente (…).
En esos momentos, el aprista Leopoldo Pita estrechaba la diestra de un joven vestido de negro
llamado Abelardo Mendoza Leiva y le deseaba buena suerte (…).
Román Morales, un fornido moreno de Supe, aplaudía y lanzaba vivas al dictador. Era un
fanático sanchezcerrista y quería ver de cerca de su caudillo.
Al llegar a la puerta del Hipódromo, Sánchez Cerro agitó una mano, respondiendo al saludo de la
multitud. El chofer Rodríguez Martínez pisó freno (…).
Abelardo Mendoza Leiva se infiltró entonces entre los soldados, corrió junto al automóvil como si
quisiera estrechar la mano del dictador y disparó (…).
Román Morales aplaudía a su Presidente cuando sonó el primer disparo. Entonces distinguió a
Mendoza Leiva que seguía apretando el gatillo. Se arrojó sobre él, por la espalda, y lo cogió de los
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brazos, inmovilizándolo.
Rodríguez Martínez enganchó en segunda y aceleró violentamente. Decidió ir a la Clínica
Delgado, quizá porque a ese sitio lo había conducido después del atentado de Miraflores.
Jadeante, los ojos vidriosos, Sánchez Cerro había enmudecido.
- ¡No, no, no! –exclamó el presidente del Consejo-, ¡al Hospital italiano, pronto, se está
muriendo! (…).
El cabo Rodríguez se abalanzó sobre Mendoza, que se debatía impotente entre los fornidos
brazos de Román Morales, y le descargó un feroz culatazo en la cabeza. En ese momento estalló
el tiroteo y el cabo Rodríguez cayó muerto.
Ahora Román Morales sostenía al inerte Mendoza, privado del conocimiento por el golpe. Alzó la
vista y vio a un investigador que descerrajaba un tiro en la frente del aprista. Lo dejó caer y
observó cómo los soldados seguían disparándole al cadáver y hundiéndole sus bayonetas y
lanzas.[2]
Asesinado Sánchez Cerro, el Congreso impuso al general Óscar R. Benavides a fin de que termine el período de
gobierno. El tristemente célebre general Benavides firmó en Río de Janeiro (mayo de 1934) un protocolo que
confirmó el lesivo tratado Salomón-Lozano. Así, el Perú perdió miles de kilómetros cuadrados de Selva
Amazónica. Alberto Hidalgo descargó contra este “bravo de cartón” dos memorables libelos: el primero figura
en su Jardín Zoológico, y el segundo, en su interesantísimo Diario de mi sentimiento.[3]
Finalmente, y a manera de balance sobre Sánchez Cerro, el celebérrimo historiador peruano, Jorge Basadre,
escribió lo que sigue en su efigie:
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muchedumbres lo acompañaron en su nacimiento político, en las horas en que fue llamado a
ocupar por dos veces el primer cargo del Estado y en su entierro, aunque aquel se sintió
transfigurado porque luchaba contra el invasor extranjero. Por otra parte, como ocurriera en
estas dos ocasiones y también durante el Virreinato, con personajes como el conde de Lemos y el
marqués de Castelfuerte, el temple de este país es el de no armonizar, a la larga, con personajes
demasiado rotundos y preferir, en cambio, otros más cazurros, moderados o tranquilos.
La protesta de, por lo menos, un sector de la “derecha económica” contra la ley sobre impuestos
dedicados al camino de Pucallpa y contra otras leyes o proyectos hacendarios discutidos en el
Congreso Constituyente, así como el desapego íntimo de dicho grupo, en algunos círculos, ante la
política exterior, invalidan la tesis de que Sánchez Cerro, como gobernante, no hizo sino estar a
su servicio.
El crítico objetivo halla, con la perspectiva de los años, discutibles o censurables muchos actos de
Sánchez Cerro. Está a punto de suscribir un veredicto adverso. Pero, en el fondo del error o del
acierto, asoma la imagen sincera de un hijo del pueblo que llegó a la dirección de la República, de
un niño grande, de un hombre muy hombre y de un peruano muy peruano.[3]
Álvaro Sarco
__________
Notas
[1] Pedro Ugarteche. Sánchez Cerro. Papeles y Recuerdos de un Presidente. Tomo IV. Editorial Universitaria.
Lima-1970, pp. 161-163.
[2] Thorndike, Guillermo. El año de la barbarie. Perú 1932. Lima: Mosca Azul Editores, 1973 (3° edición), pp.
271-275.
Óscar, el pequeño
[3] Escribió Alberto Hidalgo sobre general Óscar R. Benavides en su Diario de mi sentimiento:
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está temblando él mismo. Tiene apariencias de energía, mas en rigor es instrumento de sus
miedos. Por miedo come, de miedo respira, vive en el miedo.
La historia lo reconocerá como el inventor de la legalidad que atropella la ley. Si yo fuera dictador
y me diese por los abusos, pondría mis glándulas en la mesa para escribir mis decretos.
Benavides tiene vacía la entrepierna, y por eso prefiere escudarse en la legalidad. No engaña a
nadie, y se ha de ver cómo una bala de justicia deposita su vida, al lado de otras excrecencias, en
el más recóndito amor de las cloacas. Óscar R. Benavides es una resta, el producto más ínfimo de
resta, lo que de ella queda cuando se descarga sucesivamente sus cantidades hasta el uno, es
decir, el cero. Es el arquetipo del casi-hombre, del pseudo-hombre. Por eso desciendo hasta su
nombre y lo escupo.
[4] Jorge Basadre. Historia de la República del Perú [1822-1933]. Empresa Editora El Comercio S. A. Lima,
diciembre de 2005, pp. 59,61.
Publicado por Unknown en 20:06 Etiquetas: Alberto Hidalgo, Benito Mussolini, Jorge Basadre, Sánchez Cerro
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