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RGE 565/23

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que-a-la-enfermedad-nid15032023/

Radiografía de un país que le teme más al remedio que a la enfermedad


La historia indica que pueden estar larvados procesos imperceptibles de virtuosismo insospechado;
también, claro, de los otros, como lo prueba nuestra trayectoria del último siglo.

Jorge Ossona
La Nación
15/03/23

Cuando, en 1869, el entonces presidente Sarmiento dispuso el primer censo nacional, sus
resultados fueron desalentadores. Con 1.800.000 habitantes, la Argentina era todavía una
utopía. Una mirada realista hubiera aconsejado prudencia: el país se había reunificado por
primera vez desde la emancipación solo siete años antes y las perspectivas lucían dudosas.
Veintiséis años después, un nuevo inventario demográfico daba cuenta de que las cosas
habían cambiado pese a estar recién recuperándonos de la crisis financiera de 1890. El
siguiente censo, en vísperas de la Gran Guerra Europea de 1914, volvía a duplicar los
guarismos de 1895: 8 millones. La Argentina era no solo un hecho, sino que ostentaba el
sexto producto bruto per cápita del mundo.

Pero esa coronación estadística del optimismo desplegado durante el primer centenario se
nubló al compás de las pesadillas incubadas por el nuevo siglo que llenaron de estupor a
nuestras elites. La recuperación de su confianza luego de la primera posguerra volvió a
desplomarse tras la segunda catástrofe: la Gran Depresión de 1929 y sus secuelas durante
los 15 años siguientes, incluyendo una nueva conflagración mundial peor que la primera. El
desconcierto y la necesidad de mantener las cuentas públicas en orden tal vez expliquen las
causas del apagón estadístico hasta el censo dispuesto por el entonces presidente Perón en
1947.

Este marcaba varias torsiones nuevamente eclipsadas por la euforia ulterior de la Segunda
Guerra que, no obstante, disimulaba un interrogante acuciante: ¿la recuperación de nuestras
exportaciones tradicionales continuaba la saga de fines del siglo XIX reduciendo a la
depresión como una mala racha compartida por el mundo? ¿O, por el contrario, era solo un
repunte efímero que exigía seguir contemplando con atención a un futuro menos lineal que
el prometido por el positivismo decimonónico?

Más allá de toda especulación, había dos datos significativos en favor de la segunda opción:
las sociedades rurales de nuestras pampas no habían hecho más que drenar peones y
chacareros hacia las grandes urbes litoraleñas desde el colapso, convirtiéndose, en el curso
de solo una generación, en trabajadores de una industria protegida muy intensiva y poco
competitiva. Fue lo que permitió preservar el carácter excepcionalmente integrado de
nuestra sociedad en el concierto regional, aunque a un enorme costo fiscal con su
concomitante inflación.
El redistribucionismo peronista se alineaba más bien en la primera; aunque ulteriores
investigaciones han dado cuenta de que, en su fuero íntimo, el presidente albergaba más
dudas que certezas sobre el curso de los acontecimientos. El otro dato era la parálisis de
nuestro crecimiento poblacional a instancias de contingentes ultramarinos que explicaban
los saltos registrados en 1895 y 1914. Hacia 1947, es decir, treinta y tres años después,
nuestros casi 16 millones evidenciaban un crecimiento más moderado durante los 20 que se
paralizó en los 30. La segunda posguerra estaba aportando saldos marginales y solo por
unos pocos años más, continuados desde los 60 por los de países vecinos.

Los 7 censos siguientes (1960, 1970, 1980, 1991, 2001, 2010 y 2022) confirmaron
definitivamente la segunda opción. Cada uno advirtió nuevas flexiones peligrosas poco
atendidas por gobernantes urgidos por un cortoplacismo exasperante, y que habrían de
yuxtaponer problemas de muy difícil resolución. Por caso, ya el de 1947 exhibía una
tendencia a la macrocefalia de la hoy denominada área metropolitana de Buenos Aires
(AMBA), que, según el censo del año pasado, concentra a 14 de los 46 millones actuales
(36%) en menos de 1% de la superficie nacional.

El politólogo Andrés Malamud le suma a ese macrocefalismo una notable hipertrofia. Casi
18 millones habitan la provincia de Buenos Aires, que constituye solo un 4% de la
extensión total del país. Y un 65% lo hace en el 5% configurado en el conurbano
bonaerense. Algo así como el desenlace trágico de la “atlantización” del Río de la Plata
comenzada en 1810. Con el agravante de que hoy ese polo detonado solo ofrece pobreza o
regímenes de explotación importados de países limítrofes de cuya lejanía nos
enorgullecíamos.

¿Hay otras novedades ofrecidas por el censo del año pasado? Sí, y ni buenas ni malas: todo
depende de cómo se las gestione durante los próximos años. El renacimiento agropecuario
comenzado en los 60 y disparado durante el ciclo de crecimiento entre 1991 y 2011 –más
allá de su interrupción brutal en 2001-02– ha devuelto la prosperidad no solo a la pampa
húmeda y “gringa”, pues los avances tecnológicos borraron sus fronteras instalando
enclaves en distritos como Chaco, Santiago del Estero, Salta y Tucumán. No obstante, se
trata de desarrollos focalizados.

En las llanuras del este el incremento demográfico luce retenido: en Buenos Aires, tal vez
por su inviabilidad política, y en Santa Fe, por su novedosa situación estratégica en los
circuitos del narcotráfico internacional. La gran excepción la depara Córdoba por sus
satisfactorios niveles de continuidad y racionalidad de su gestión pública.

Otras sorpresas las ofrecen Neuquén, por las posibilidades del shale gas de Vaca Muerta, y
Tierra del Fuego, un poco por el turismo y otro por su retrógrado régimen promocional.
Hasta los privilegios indebidos a veces deparan sorpresas. El Chaco, Formosa, La Rioja
Santiago del Estero y Catamarca manifiestan un crecimiento bajo, señal de que siguen
expulsando población hacia los grandes conurbanos.

Aun así, el bonaerense está perdiendo su fuerza gravitacional (solo creció dos millones en
12 años), salvo en su tercer cordón, por causas que abarcan desde la radicación de
importantes sectores de las clases más acomodadas en nuevas urbanizaciones cerradas en
los bordes semirrurales hasta la extensión de las granjas periurbanas; pasando por la
expansión de una pobreza estructural que ya alcanza a más del 40% de nuestros
compatriotas. Otra tragedia indetenible desde el último medio siglo que perturba nuestro
imaginario histórico.

Hay otros dos datos novedosos subrayados por el economista y demógrafo Rafael Rofman:
el desplome de nuestro índice de fecundidad desde mediados de los 10 y la extensión del
promedio de vida. Una mirada demasiado ortodoxa supondría un porvenir tan gris como
aquel ofrecido por el censo de 1869, pero no constituye un destino inexorable en tanto se
emprendan de una vez reformas sobrediagnosticadas desde hace décadas pero
subejecutadas por un país que le teme más al remedio que a la enfermedad.

Rofman lo plantea con palmaria claridad: si tendremos menos chicos, requeriremos menos
docentes primarios y secundarios, pero mucho más calificados de modo de incrementar la
productividad indispensable para sostener a nuestros veteranos. Un cambio que exige,
asimismo, reordenamientos institucionales en el plano laboral y previsional para que el
crecimiento le gane la carrera al envejecimiento de la población. La baja densidad
demográfica facilitaría, de ese modo, la reintegración social extraviada. ¿Difícil?, sin duda.
¿Imposible? No, como lo indican la madurez de nuestro complejo agroindustrial, las
posibilidades del turismo global, la incipiente nueva minería, la potencia de varias
economías regionales y la ralentización del GBA.

La historia indica que pueden estar larvados procesos imperceptibles de virtuosismo


insospechado. También, claro está, de los otros, como lo prueba nuestra trayectoria durante
el último siglo. Al cabo, la Argentina nació de una utopía improbable.

Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos

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