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HORACIO RAÚL CAMPOS

JOAQUÍN V. GONZÁLEZ. LA CIVILIZACIÓN EN LAS RODILLAS DE LA BARBARIE

CAMPOS, HORACIO RAÚL


JOAQUÍN V. GONZÁLEZ: LA CIVILIZACIÓN EN LASRODILLAS DE LA BARBARIE. - 1A ED. - BUENOS AIRES: LAJOUANE, 2010. 176 P.;
23X16 CM. -(COMUNICACIÓN / ALEJANDRO STORNELLI)

ISBN 978-987-1286-59-1

1. NARRATIVA ARGENTINA. 2. ENSAYO CRÍTICO. I. TÍTULO CDDA863

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Libro de edición argentina.

A la Agencia Universitaria de Noticias (AUNO) de la Facultad de Ciencias Sociales de la


Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ).

EL TIEMPO DE LAS NARANJAS AMARGAS

Esto es un ensayo sobre Joaquín V. González. ¿Cómo era La Rioja durante su vida
(1863-1923)? Este escritor fu ministro del Interior, de Relaciones Exteriores, y de
Justicia e Instrucción Pública durante las presidencias de Julio Argentino Roca y de
Manuel Quintana; rector de la Universidad de La Plata, gobernador de La Rioja,
diputado y senador; docente y político. González actúa en pleno auge de la inserción de
la Argentina como país exportador de materias primas dentro de lo que se conoce como
la ‘división internacional del trabajo’, cuyo taller es Inglaterra y también en plena
decadencia espiritual y material de La Rioja.
Eduardo Galeano escribe que la división internacional del trabajo, diseñada por
Inglaterra para las colonias y semicolonias (como la Argentina), “consiste en que unos
países se especializan en ganar y otros en perder”.1
La etapa de González se caracteriza por el fraude electoral, durante su infancia La
Rioja es invadida por ejércitos unitarios y ocurre la infausta guerra contra el Paraguay
(1865-1870); se registran una creciente inmigración de europeos, luchas obreras y la
1
Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, Buenos Aires, Catálogos, 2005, p.15. Dice el
escritor uruguayo: “(…) La región sigue trabajando de sirvienta, porque continúa existiendo al servicio de
las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro; el cobre y la carne; las frutas y el
café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan, consumiéndolos,
mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos”.
matanza de indios llamada conquista del desierto; xenofobia política y literaria;
represiones a manifestaciones de trabajadores, las revoluciones radicales, la pelea por el
voto secreto y universal; los fastuosos festejos por el Centenario y fusilamientos de
obreros y de peones en la Patagonia por pedir mejoras salariales y jornada laboral de
ocho horas.
Escribe el doctor José María Rosa que los inicios del siglo XX estuvieron signados
por “la crisis de la economía mundial: los excedentes de lana saturaban el mercado
internacional y las tasas de interés sufrían un fuerte aumento en Estados Unidos y
Europa. La estructura dependiente de la economía argentina hizo que los efectos de la
crisis golpearán al país, agravados por factores de orden interno: Cumplido el primer
quinquenio, el alza del costo de vida encareció los alimentos, los mismos que la
Argentina exportaba, que se tornaron escasos en el mercado interno y aumentaron los
conflictos laborales”.2
Rosa habla de la matriz económica, que deber ser vista como una de las causas de la
deformación económica, social, política y cultural que padece la Argentina desde hace
dos siglos y que, en esencia, posee una dramática vigencia, tanto en la realidad
económica como en el plano simbólico.
Cuando González nace, la provincia es invadida por el ejército enviado por los
dictadores Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. Ese luctuoso hecho
significa para los riojanos asesinatos, degüellos, torturas e incendios. Un terrorismo de
Estado que nos habrá de asolar también en buena parte del siglo XX. Pero la peor
derrota para el país y, en particular, de La Rioja, no fue ni es militar ni económica, sino
espiritual.
El historiador riojano Ricardo Mercado Luna escribe acerca de esa invasión: “El
tiempo es el estrecho quinquenio que va de 1862 a 1867. Se inicia con la invasión
decretada por el presidente Mitre y culmina con las correrías montoneras, después de la
batalla del Pozo de Vargas”, ocurrida el 10 de abril de 1867.3 La Rioja, tras esa última
batalla entre federales y unitarios, ingresa en una etapa oscura de la que, en esencia,
todavía no se recuperó. De esa manera, en la Argentina queda liquidado el proyecto
federal proteccionista y el mitrismo se embarca en golpes de Estado en varias
provincias para acabar con aquellas administraciones provinciales todavía en manos de
dirigentes opositores y así queda abierta la posibilidad para que unos años después haga
su entrada en escena el general tucumano Julio Argentino Roca, jefe del PAN.
Felipe Pigna asegura que Roca “consolidó el modelo económico agro exportador y el
modelo político conservador basado en el fraude electoral y la exclusión de la mayoría
de la población de la vida política. Se incrementaron notablemente las inversiones
inglesas en bancos, frigoríficos y ferrocarriles y creció nuestra deuda externa”.4 Es
decir, más de cien años después las cosas no sólo no han variado demasiado, sino que
esa política, por otras vías, con otros métodos y un discurso ideológico más sofisticado
que la fundamenta, se ha profundizado.
En 1890 explota es modelo económico. Desastre que conmueve al país y que queda
registrado en novelas como La Bolsa (Julián Martel), Quilito (Carlos María Ocantos) y
Horas de fiebre (Segundo Villafañe), obras que más tarde la crítica denominó ‘el ciclo
de la Bolsa’. La Rioja, por su parte, tuvo sus propios cimbronazos locales hacia fines del
siglo XIX y principios del siguiente. Por un lado, un terremoto enlutó los hogares de la
provincia en 1894, pero también se registraron temblores políticos y rebeldías en 1898 y
en 1913, como parte de la pelea que a nivel nacional encabeza el radicalismo con sus
avances y retrocesos.
Este es el país y la aldea nativa que encuentra (y luego ayuda a realizar) González en
la experiencia de mundo real. Su proyecto narrativo, como se verá, no da cuenta del

2
José María Rosa, ‘El Centenario, la economía agro exportadora’, La Historia de Nuestro Pueblo,
Buenos Aires, Video, 1984, p. 241.
3
Ricardo Mercado Luna, Los coroneles de Mitre, Buenos Aires, Plus Ultra, pp. 13-14.
4
Felipe Pigna, “La república conservadora”, Historia Argentina, en
http://www.elhistoriador.com.ar/historia argentina.
estado menesteroso de la región y lleva a cabo la sublimación de la fauna, flora y
personajes. Su ficción le huye a la urbanidad y los conflictos sociales y políticos.
Sobre González circulan lugares comunes que contribuyeron a deshumanizarlo tales
como que fue ‘gran pedagogo’, ‘enorme poeta’, ‘pensador destacado’, ‘sublime
patriota’, ‘eminente jurista’, ‘calificado escritor’ y ‘político progresista’, entre otros de
ese mismo tenor, que también ayudaron a inmovilizar su obra literaria y a oscurecer su
participación política en los más altos cargos nacionales y provinciales. La pregunta
clave es qué dice en su literatura o en sus ensayos.

LA RIOJA VISTA POR BIALET MASSÉ

González, ministro del Interior de la segunda presidencia del general Roca,


encomienda a Juan Bialet Massé, por decreto del 1 de enero de 1904, la redacción de un
informe sobre el estado de la clase obrera en el país. El régimen de entonces, sin dudas,
quería saber dónde estaba parado y qué ocurría en el resto del territorio nacional. Quiere
corroborar con un estudio sistemático lo que su olfato político o conocimientos parciales
le indicaban.
Bialet Massé era un médico socialista de origen español amigo de González y de
otros personajes del sistema político del PAN que dirigía el país. El 30 de abril de ese
mismo año presenta el informe de 1.200 páginas con estadísticas, estudios
comparativos, exámenes de suelos, climas, producciones y situación de los trabajadores;
señala abusos y describe las penurias de mujeres y hombre y excluidos de la Argentina.
La obra se denomina Informe sobre el estado de la clase obrera, que sirvió de base para
el proyecto de ley nacional del Trabajo presentado por González.5
Ese médico, que ya había estado en La Rioja en 1878, advierte sobre el estado de la
provincia: “Hace treinta años que tengo la más profunda convicción de que es fácil
restaurar a esta provincia, antes riquísima y hoy reducida á pedir subvenciones á la
Nación para poder sostener una vida rayana en la miseria”.6
Cuando dice que La Rioja era “antes riquísima”, quizá se refiere a cuando él estuvo
antes, hacia fines de la década del ’70 de ese siglo, o es posible que contara con
información acerca de la economía riojana de los primeros 50 años del siglo XIX,
porque de otra manera no podría revelar una fuerte confianza en las posibilidades de la
provincia cuando dice: “Tengo la más profunda convicción de su recuperación”. En
torno del discurso de ese médico al referirse a La Rioja en particular denota cierta
simpatía por el lugar.
El médico catalán ya conocía la provincia y seguramente en esa visita le posibilitó
contar con información no sólo sobre temas relacionados con su especialidad, sino con
datos económicos y políticos, en los que se respalda, para reafirmar su confianza en que
otro destino le cabe a la provincia. En el Informe se describe el creciente destierro de
riojanos a raíz de la aguda crisis por la que atraviesa la provincia: “La población no está
aumentada y sí más bien disminuida. Su aumento vegetativo, que es mucho, lejos de
arraigarse se desparrama por toda la República, siendo ésta una de las principales causas
de su estancamiento, y de su retroceso económico”.7
El abandono de la provincia, por propia voluntad o en forma forzada, a raíz de
persecuciones políticas, penurias económicas y despojos de bienes –tierra, casas,
ganado- a lo largo de los siglos XIX y XX es un tema poco abordado por la
historiografía y la ensayística. Desde la literatura, la temática es abordada por el
periodista y poeta riojano Héctor David Gatica.8
5
Juan Bialet Massé, Informe sobre el estado de la clase obrera, Buenos Aires, Hyspamérica, 1985, 2 v.
6
Ibíd., p. 235.
7
Ibíd., p. 235.
8
Héctor David Gatica, Los fundadores del olvido, Buenos Aires, Legasa, 1989. Se trata de una obra que
consta de 7 cuentos y la edición está prologada por el escritor Daniel Moyano, quien dice: “Los hechos
que cuenta Gatica participan a la vez de la verdad de la realidad y de la que surge de la ficción. Verdad y
ficción se convierten así en la misma sustancia, por eso convencen y conmueven”. Este libro de Gatica,
sin dudas, está a la altura de El llano en llamas del mexicano Juan Rulfo y, especialmente, de los relatos
Escribe al respecto: “Sus hijos más preclaros y activos se habían ido a naciones
extrañas a dictar códigos, dejando los tribunales en manos de legos; ó se habían asilado
en otras provincias y la capital de la República, a la que se habían ido en espera de un
porvenir mejor”.9 Los asilados, se entiende, eran los perseguidos por la dictadura de
Mitre y Sarmiento.
Ese preocupante estado de la provincia, que arrastraba desde finales del siglo XIX, no
sólo que no se había revertido hacia al Centenario, sino que tendía a agravarse y a
profundizarse, consolidándose, por lo tanto, el aspecto de aldea estacionada que habría
de presentar durante casi todo la centuria siguiente.
El imponente Informe elaborado por ese médico sobre la situación social y laboral de
todo el país está repleto de rigurosas verdades. A pesar de que se trataba de un socialista
afecto a la historiografía oficial y empleado por el poder, no puede ocultar el lamentable
estado en que estaba sumida toda la Argentina. Pero como el trabajo fue encargado por
un riojano que a su vez ocupaba un alto cargo en el Poder Ejecutivo Nacional y que ya
había sido gobernador de la provincia, el autor atribuye a la acción de las Montoneras el
estado calamitoso de La Rioja.
Con la lamentable intención de acomodarse al tiempo político, diagnostica: “Esa
provincia ha sido la víctima más atrozmente asolada por la guerra civil. En ella el Tigre
de los Llanos [Facundo Quiroga] y las Montoneras más feroces de todos los colores se
cebaron (…)”10. Quiroga había sido asesinado el 16 de febrero de 1835. Es decir, que
habían pasado casi 70 años a la fecha de redactar ese trabajo.
Como sabemos, la última resistencia Montonera fue mandada a degollar y despalmar
por Mitre y Sarmiento en la década del ‘60 del siglo XIX. Hacia fines de éste siglo y
mucho menos al principio del siguiente ya no existían. Quedaba sólo una tradición oral
y el revisionismo después habría de fijar una tradición escrita. Efectivamente, cuando
Bialet Massé va a La Rioja por segunda vez, las Montoneras ya eran un vago recuerdo y
sus hazañas habían entrado en los relatos orales de los puesteros que luego de la cena se
arrimaban a tomar los últimos mates del día a orilla de la cocina o de las latas con
brasas, en esas frías y secas noches invernales de las aldeas sureñas de Los Llanos
riojanos.

DE SOL A SOL

Por tanto, el desastre en que se encontraba el país -y La Rioja en particular-se debía a


los gobiernos nacional y provincial que a partir de Caseros (1852) dominaron en la
Argentina y en particular en La Rioja. Esas administraciones respondieron a las
gestiones de signo oligárquico que se habían impuesto en el país cometiendo toda clase
de fechorías. No obstante, la cruda realidad que se le presenta al médico en cada rincón
del país que visita no puede ser soslayada y los principios del médico se sobreponen a
cualquier otra conducta.
Así fue como describe que “en La Rioja y Catamarca parece que se hubiera tenido el
propósito de arrasarlas; montoneros y no montoneros cometieron desmanes neronianos
(…)”.11
Los desmanes neronianos que refiere no son otros que los incendios de casas y
personas que hicieron los coroneles de Mitre y Sarmiento cuando invaden esa provincia
en la fecha antes señalada y que el historiador Mercado Luna da cuenta en una
esclarecedora obra de historia que no debiera estar ausente en ningún programa de los
diferentes niveles educativos de la Argentina.12

de Antón Chejov, entre otros.


9
Bialet Massé, cit. p. 238.
10
Ibíd., p. 235.
11
Bialet Massé, cit., 236.
12
R. M. Luna, cit. p. 69 y ss. Dice este historiador: “El fuego puede convertir la vida en cenizas, en
carbón, en ira, o también en una gran pasión capaz igualmente de alzarse en llamas. El mitrismo, en su
choque con la montonera, prendió todos estos fuegos. Redujo a cenizas viviendas y edificios, carbonizó
seres humanos, alentó los ardores del odio, modeló y avivó pasiones por la liberación. Penetró a fuego y
Mientras el régimen bovino triguero se prepara para festejar el Centenario, seis años
después de ese pedido a Bialet Massé, y González habrá de escribir el Juicio del siglo
para el diario La Nación como parte de esa misma fiesta, la explotación de los
trabajadores de su provincia (y en todo el país) era moneda corriente. Por otra parte, el
Informe es un escrito silenciado, poco conocido y escasamente reeditado porque
describe con severidad la realidad nacional.
La obra desmiente en forma rotunda el mito del bienestar general, del país del ‘ganado
y las mieses’ y la tontísima zoncera de país ‘granero del mundo’, todos mitos
fundacionales que empiezan a consolidarse definitivamente en esa etapa y que González
aparece como uno de sus inspiradores desde la narrativa y desde la experiencia de la
política. Una realidad económica que en esencia mantiene una dramática vigencia.
Bialet Massé asegura en el Informe que “estudiando ahora el estado actual de las
clases trabajadoras en La Rioja, encontramos: que ellas se encontraban en un estado
deplorable; que sienten ya los efectos de la alimentación insuficiente; que sus brazos
van á ser pocos para la minería misma, por la inmigración que produce el actual estado
de cosas (…)”.13
Como parte de las recorridas por el interior de la provincia, el médico también da
cuenta de la explotación de trabajadores y de las extenuantes jornadas laborales a que
son sometidos en diferentes actividades, que choca en forma brutal con cierto infantil y
cómplice nativismo folclórico que le canta con notas idílicas a una provincia ‘apacible’
o perfumada por azahares de naranjos de las plazas o las huertas.
Una digresión. En La Rioja, como en otras provincias, también florece y tiene
vigencia desde hace varias décadas lo que se podría denominar un ‘tradicionalismo
folclórico conservador’, que se puede observar o escuchar en diferentes manifestaciones
artísticas. Esa mirada ideológica del mundo se la puede encontrar en la música, la
plástica, en festivales folclóricos, poesías, novelas y cuentos; en los centros
tradicionalistas y en eventos como los desfiles de gauchos, que suelen aparecer para las
fechas patrias o aniversarios de ciudades o localidades.
En la plástica argentina realizadas por artistas riojanos, por ejemplo, se tiende a dar
cuenta de un indeterminado paisaje: cerros bajos al fondo, una casita, un horno de barro
y unos álamos o quizá algún algarrobo al lado de un enclenque rancho. Así se logra un
paisaje estático y apacible totalmente despojado de personas, de animales domésticos y
silvestres. Esto cabe para una determinada corriente artística de la Argentina de
indudable cuyo nativista, que tuvo su vigencia por lo menos hasta mediados del siglo
XX, aunque ello no significa que no tuviera exponentes en la actualidad.
La plástica que hizo suya la ideología estética del nativismo también utilizó a los
caudillos federales riojanos e incluso al indio. Esos sujetos sociales ya no eran molestos
para la sociedad monótona de la primera mitad del siglo XX e incluso se los utiliza
como exponentes provincianos frente al centralismo porteño, en el mismo sentido en
que González cuenta en sus relatos sobre huertas, rosales, cóndores y montañas, frente a
los centros urbanos de la inmigración, de las diferentes lenguas, el ruido y las
movilizaciones.
Escribe Bialet Massé: “Me voy a Cochangasta (a poco kilómetros de la capital
provincial) y gano quebrada arriba. Encuentro que los conchabados en las quintas ganan
de 40 á 50 centavos con comida (…) y se trabaja de sol á sol, con descanso de media
hora para el mate y dos para comer en el verano, y una en invierno”.14
A pesar de esa realidad, que González conoce muy bien, se dedica a sublimar las
montañas y la fauna de la provincia.

LA RIOJA TUBERCULOSA

sangre sembrando la muerte y la desolación. Echó fuego por los ojos. Atizó el fuego de la destrucción”.
13
Bialet Massé, cit., p. 250.
14
Bialet Massé, cit., 253.
Bialet Massé, para redactar el Informe, recorre todo el país, conversa con trabajadores
de todos los oficios, se interna en todos los rincones donde se trabaja, camina la
campaña en todas las direcciones, se traslada en tren y a pie; utiliza el caballo, la mula y
embarcaciones; visita tolderías, obrajes, minas, estancias y es testigo directo de los
abusos que se cometen en las proveedurías.
Las proveedurías son almacenes instalados en los mismos lugares de trabajo o en las
cercanías, donde el trabajador es obligado a comprar más caro. Es decir, que el
trabajador no era libre de gastar su miserable jornal donde más le conviniere. La
provincia de González que visita el médico no sólo está castigada y destrozada por el
éxodo y otros males, sino que sus habitantes, tanto pobres como acomodados, ¡son
víctimas de la tuberculosis!
Dice que cuando va a La Rioja dialoga con mujeres que sobreviven lavando ropa: “Le
pregunto por el ama de uno de mis niños, murió tísica, y la hermana murió tísica y la
madre también; tres niños se le murieron y queda una muchacha recogida y ya está
tísica también. Una familia acabada por la tuberculosis”.15 Lejos de los preparativos por
el Centenario en el país granero del mundo, las víctimas de esa terrible enfermedad
consultadas para realizar el trabajo no sólo que no tienen esperanzas de una vida mejor,
sino que denuncian que cada día les va peor.
Escribe Bialet Massé que una mujer con la que habló le dijo: “No se extrañe, señor,
aquí ha entrado esa mala peste, porque ya es peste, no es como antes y esto va cada día
peor… (…)” Y agrega: “Voy a otra y otra y siempre es lo mismo: flacuras y miserias y
hambre”.16 El médico no puede creer que esa enfermedad castigue a la población riojana
y realiza un llamado a las autoridades nacionales y provinciales para atender a los
afectados y frenar el mal.
Es decir, apela a los niveles del Estado para combatir el mal: “Ese déficit se traduce en
miseria y hambre, en alimentación insuficiente, con todas sus consecuencia; pero no
puedo menos de llamar la atención a V.E., como no pude menos de llamársela al señor
Gobernador y á las distinguidas damas de aquella sociedad, sobre la propagación de la
tuberculosis en un país que reúne las más favorables condiciones como estación curativa
de dicha enfermedad”.17
Observa que la ignorancia de las familias acomodadas de la provincia, sobre el modo
de contagio de la enfermedad, es otra de las causas para que la peste se enseñoree con el
los pobres. Explica en el Informe que la enfermedad “ahora ataca á todas las capas
sociales; los ricos mezquinan el pan á los pobres, y éstos les devuelven el tiro con los
tubérculos (…) Cuando muere un tísico, las familias pobres siguen usando la cama,
ropas y no se hace la desinfección en las piezas; cuando el muerto pertenece á las clases
acomodadas, una caridad mal entendida hace que se den las ropas de limosna y junto
con ellas el germen matador”.18
Bialet Massé clama la intervención del Estado nacional para socorrer a la provincia
con el propósito de conseguir obras de infraestructura como la construcción de diques
que ayuden a mitigar la escasez de lluvias. Por ese motivo, escribe: “Yo no veo otro
remedio para levantar á ese pueblo del estado de postración en que vive, sino que la
Nación le dé ó le preste lo necesario para hacer sus diques, para aprovechar sus
riquísimos terrenos, entrando en el movimiento económico de la Nación (…)”.19
El enviado por González a recorrer el país destaca especialmente que La Rioja se
encuentra aislada económicamente respecto del resto de la Nación y no pide una ayuda
monetaria circunstancial o de coyuntura, sino grandes emprendimientos hidráulicos. El
médico no entendía, o no quería hacerlo, que el estado de La Rioja era la consecuencia
lógica de medio siglo de políticas nacionales anglo porteñas librecambistas.
El médico catalán, al solicitar la participación de los Estados nacional y provincial no
está pidiendo la intervención a funcionarios desconocidos para él, sino a sus amigos; le
15
Ibíd., p. 253.
16
Bialet Massé, cit., p. 253.
17
Ibíd., p. 254.
18
Ibíd., p. 254.
19
Ibíd., p. 257.
reclama ayuda a quienes le encargaron la redacción del informe, luego de constatar la
penosa realidad del país creada por los gobiernos de entonces, en los que González toma
parte.
La realidad golpea de tal manera la conciencia de quien lo escribe, después de haber
visto en el terreno la dura realidad social y laboral, que el informe no se limita sólo a
describir lo observado, sino que propone soluciones y los destinatarios reales de los
pedidos tienen una doble condición: son sus amigos y además gobiernan.
La literatura de González tiene como espacio primordial su provincia, pero la estética
de su prosa le impide dar cuenta de ese entorno. Y el proyecto político al que adhiere no
revierte aquella realidad descripta.
Como se verá, la búsqueda del sosiego en la literatura de González se corresponde con
los propósitos perseguidos por el PAN y su lema de ‘paz y administración’.
El Informe, aunque contiene claros pincelazos nativistas y sólo en ese sentido se
vincula con los propósitos simbólicos y políticos del grupo gobernante, tiene un fuerte
tono a novela social de la desdicha y la pobreza, porque quienes le encomendaron el
trabajo a ese médico querían saber realmente dónde estaban parados, para lo cual habría
obrado la sagacidad de González y Roca.
Ese realismo político de González comienza a consolidarse apenas comienza el siglo
XX y ello tiene una fuerte incidencia hacia el Centenario cuando escribe el Juicio del
siglo. El riojano siguió escribiendo después de esa fecha, pero ésta obra puede
considerarse como uno de esos textos ensayísticos cumbres, donde expone sus ideas
definitivas sobre el país en general y sobre sujetos colectivos del siglo XIX y de su
contemporaneidad.20

EL HOMBRE SUBLIMADO

Hay dos cosas que el investigador no puede hacer. Sublimar al sujeto o a los sujetos
de la investigación, y visualizar sus vidas, o de la sociedad en su conjunto, en blanco y
negro o por medio de alguna otra fórmula binaria deficiente. La escritura de González
se encuentra reunida en sus Obras Completas, en la Biblioteca del Congreso de la
Nación, contenida en 25 volúmenes y dividida en Políticas, Jurídicas, Literarias y
Educativas.
Entre su amplio trabajo literario figuran dos libros de relatos: Cuentos (1894) e
Historias (1900), que son absolutamente desconocidos y tampoco existen nuevas
ediciones. Casi la totalidad de la crítica de la obra de González recayó sobre los textos
pedagógicos, políticos y jurídicos. Los literarios merecieron estudios parciales a
excepción de escasos análisis de Fábulas nativas (publicadas en 1916 en la revista
Caras y Caretas) y La Tradición Nacional (1888), las que junto a Mis montañas (1893)
son sus textos más conocidas.
Esas últimas tres obras de González no son un clásico de la literatura riojana
provincial o regional como dicen algunos, incurriendo en una insólita reducción de su
importancia, sino obras canónicas de la literatura hispanoamericana; sus temas son
universales. Quizás el afán por sublimar a González condujo a querer ver en sus textos
literarios a meras expresiones de una literatura local.
Esas escrituras son las más famosas; las más recordadas, quizás también las menos
estudiadas. Mucho menos los relatos contenidos en aquellos dos libros, que permanecen
ignorados por la crítica, por la academia y por los lectores riojanos y de otras zonas.
González se encuentra plenamente ubicado dentro de la estética nativista. La mayoría de
las breves referencias sobre la inclusión dentro de esa corriente se encuentra contenida
en prólogos de antologías sobre el cuento argentino o en ensayos sobre la poesía popular
argentina.21

20
JVG escribe en 1920 otro ensayo fundamental: Patria y Democracia.
21
Eduardo Romano, El cuento argentino 1900-1930, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina
Centro Editor de América Latina, 1980. También en el trabajo de ese mismo autor: Sobre poesía popular
argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983.
También es mencionado en ensayos críticos sobre la inmigración en la literatura
argentina, obras en que el eje prioritario es otro y no los textos literarios en particular de
ese escritor y, como se dijo, muchos menos sus relatos.22 O se encuentra apenas referido
en escrituras sobre el criollismo.23
González, político del PAN, se encuentra incluido dentro de una elite de escritores que
trabajaron dentro del núcleo estético e ideológico que es el nativismo, como dijimos,
una corriente que se puede observar en cuentos, teatro, ensayos y poesías. Se verá que
se trata de una opción utilizada para hacer frente al fenómeno inmigratorio y crear ideas
fundaciones que aún nos acompañan a los argentinos.
La popularidad de González quizá se debe más a motivos extra literarios que
específicamente a asuntos de la estética. En La Rioja, como en otros lugares del país,
González es motivo de veneración y homenajes; se lo nombra en discursos y actos
escolares; hay calles, municipios, cátedras y escuelas que llevan su nombre, pero hay
escasas noticias sobre sus obras literarias o sobre qué dicen sus relatos y poesías.
Logrado un González de culto, sublimado, de museo y de actos oficiales, se tiende a
no examinar sus obras literarias, salvo, como se dijo, en escasas excepciones. Como
ocurre con otros escritores argentinos, goza de una popularidad más vinculada con sus
adhesiones y/o condenas a un determinado sector político, que a la valoración de su
literatura.
Pero en este aspecto, el problema, obviamente, no es González, sino quienes se erigen
en vigilantes de la trayectoria del escritor. Este trabajo, por tanto, no se propone otra
meta que analizar aspectos de algunos de sus relatos de ese gran escritor, que sin duda
lo era.
La historiografía oficial, los ritos escolares, los relatos, las poesías, los ensayos, las
oraciones a la Bandera, los cuadros de las paredes de las escuelas y las ilustraciones de
los libros de relatos de colegio primario fueron eficaces herramientas que ayudaron a
conformar identidades fundacionales en un determinado momento político, económico y
social de la Argentina. Algunos de los imaginarios fundacionales se los puede leer en
los textos de González.
La lectura de González sufrió un encierro porque quizá se omitió analizar los aspectos
supuestamente inconvenientes a su prestigio, aunque la crítica de su literatura, por más
que presente aristas poco convenientes, lo que hará en definitiva es acrecentar al
personaje, porque González es un enorme y rico polígrafo y el examen de algunas partes
de su monumental escritura no persigue otro propósito que conocer más lo que escribió,
ir más allá de las frases comunes que giran en torno a su figura.

LA INVENCIÓN DE UN DISCURSO

En los relatos de González aparece el proyecto de nacionalizar al inmigrante y queda


al descubierto una xenofobia sazonada con insistentes procedimientos: el ataque al Otro,
la ironía, la burla y la historia, entreverados en el ensayo o los relatos, donde las
fronteras entre realidad y ficción se tornan difusas, como parte de un programa
consciente de la elite a la que pertenece.
En realidad, el desprecio por el Otro no es una invención de González. Las
expresiones y la escritura de Sarmiento están llenas de discriminación, racismo,
xenofobia e incluso antisemitismo. Como las obras de Cortázar, Borges, Viñas y otros y
otras.

22
Gladys Onega, La inmigración en la literatura argentina (1880-1910), Buenos Aires, Centro Editor de
América Latina, 1982.
23
Alfredo Rubione, En torno al criollismo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983, p. 16.
Este investigador asegura que a partir de 1898 se inicia una “apología de Rosas y de los valores
hispánicos preinmigratorios, que se fue produciendo en [Ernesto] Quesada y en otros, por ejemplo, el
Facundo de D. Peña” y que esto “debe comprenderse como una formación ideológica destinada a
interpelar a la masa inmigratoria que percibieron caótica y babélica”. Es decir, usaron a Rosas y a los
valores hispánicos para oponerse a la inmigración, pero no para rechazar a Inglaterra, que colonizaba (y
coloniza) a la Argentina y al resto de Hispanoamérica.
Eso no se analiza en el sistema educativo. Hay dos opciones que motivan esa
conducta: o nadie se da cuenta y se incurre en una inocente omisión, o en realidad todos
se dan cuenta, pero como piensan igual que sus escritores de cabecera, no sólo no dicen
nada, sino que se complacen en leerlos. Quizás por eso es muy inquietante la siempre
latente intención de querer eliminar al Otro o a los Otros que se incuba y sobrevive en
un determinado sector de la sociedad argentina de todas las épocas. Latente o
manifiesta.
El propósito aquí es analizar los aportes de González a la creación de un discurso que
tenía como propósito fundamental enfrentar la creciente inmigración e inventar
imaginarios e identidades fundacionales, porque González es consciente que pertenece a
un grupo de hombres de la oligarquía argentina, sin serlo él, que supuestamente estaba
‘fundando’ la Patria. Se trata de hacer frente a trabajadores que traen a la Argentina no
sólo su fuerza física laboral, sino también ideas y formas de luchas sindicales y
políticas.
González en sus relatos crea un narrador displicente, pasivo y desapasionado. Estiliza
sujetos, fauna y flora regionales. La escritura no tiene un propósito en sí mismo, sino
que se inscribe dentro de un espacio nacional y funciona dentro de una empresa mayor,
de vastos alcances. Por eso es erróneo ver en sus obras como clásicas de la literatura
provincial y nada más.
Sin embargo, entre quienes generaron un discurso nativista-conservador para aquella
finalidad, durante una etapa compleja teñida por la falsificación de la historia, existen
diferencias y coincidencias. González, como Rafael Obligado, el autor del Santos Vega
(1872), tiene como referente a Echeverría y su Cautiva (1837), a quien atribuyen la
creación de la “verdadera” poesía argentina. De esa forma, González y Obligado barren
con toda la poesía gauchesca desde el uruguayo Bartolomé Hidalgo hasta José
Hernández.
La gauchesca les genera incomodidad, a pesar de que varios nativistas saben muy bien
que, para el momento en que escriben, los gauchos molestos ya no existen, aunque sí
son una realidad otros sectores molestos: inmigrantes y obreros organizados, que ahora
están bajo la mirada del régimen político. La gravedad del caso es que no sólo estaban
bajo la mirada del poder, sino que ese poder manda a la policía o al ejército a fusilarlos
por hacer huelgas.
El trabajo artístico desde donde se hace frente a la inmigración, no obstante, es
complejo y heterogéneo y por ese motivo habrá quienes se dedican a sublimar y estilizar
al gaucho; poetizar las actividades pastoriles, reivindicar a héroes federales y legitimar
el Martín Fierro; cantar al paisaje, a los animales y a las huertas; y componer oraciones
a los símbolos patrio.
Por eso, el nativismo de González, en tanto discurso generado para reafirmar o crear
nacionalidad desde el poder y hacer frente a la inmigración, fenómeno al que atribuían
propósitos disgregadores, tiene una gran diferencia, por ejemplo, con la obra de David
Peña, quien con su Juan Facundo Quiroga (1906) fue el primero que reivindica al
caudillo riojano como parte también del ambiente contra los inmigrantes, cuando
asomaba el siglo XX.24
La diferencia básica radica en que para el escritor riojano que nos ocupa, Quiroga es
el enemigo que execra y demoniza, mientras que Peña, quizá sin proponérselo, da
comienzo al movimiento revisionista alrededor de la figura de ese político federal de la
primera mitad del siglo XIX, que a su vez también fue sublimado por cierto
revisionismo a ultranza o por algunas expresiones políticas de la segunda mitad del
siglo XX.
González, con su nativismo, elabora una estética que busca el sosiego frente al
bullicio que generan los inmigrantes. Tampoco se priva de utilizar la historia desde la
24
David Peña, Juan Facundo Quiroga, Buenos Aires, Emecé, 1999, p. 14. Dice ese autor: “Estas páginas
apenas aspiran a ser la vindicación de una personalidad simpática y grandiosa, velada hasta hoy en un
claroscuro de una leyenda aterradora”. Peña apela a la reivindicación del caudillo riojano para hacer
frente a la inmigración y de paso instala las bases del revisionismo en torno a los políticos federales del
siglo XIX.
ficción, informado por la sombría disyuntiva ‘civilización o barbarie’. Para ello escribe
relatos cortos o fábulas para narrar la historia o burlarse ante determinados
comportamientos de sus contemporáneos.
Otro aspecto fundamental, siempre dentro de esa dicotomía institucionalizada y
atizada hasta límites extremos por Sarmiento en el Facundo, es la función que cumplen
los animales nativos. González utiliza animales como mudos personajes literarios,
varios de los cuales presuntamente calzan justo, porque esa es su intención, con
personajes del mundo real, como lo son sus contemporáneos o los caudillos federales de
su provincia.
La relación animales-caudillos federales funciona como reafirmación del nativismo
conservador de González. La condena política y social contra los caudillos nacionales
oriundos de su provincia funciona como metáfora de un fenómeno que ocupa en la
experiencia de mundo real toda la geografía de la patria. Veremos si es así. También
contribuye a su proyecto nativista la confrontación entre naturaleza bucólica e
idealizada y naturaleza invadida, en los espacios localizados en una misma zona de la
realidad provincial.
En Mis montañas, en Fábulas nativas y en otros relatos aparecen espacios agradables
y sosegados invadidos por los bárbaros caudillos federales y su gente. Sin embargo,
conseguida la paz, avizora otro enemigo que llega para romper con el sosiego: los
inmigrantes. Gladis Onega advierte que la masa de inmigrantes llegada de Europa
meridional se concentró “en las ciudades, sobre todo en las del litoral y, más aún, en
Buenos Aires, que adquirió el aspecto de verdadera cosmópolis; esto fue la
consecuencia de un hecho económico: el régimen de la tierra. Cuando los inmigrantes
llegaron, la tierra ya tenía dueños”.25
En los relatos ‘Los reptiles, ‘La maestra de palotes’ y ‘El Huaco’, publicados en
Historias (1900); ‘El festín de don Baltasar’ y ‘Los cuervos’, del libro Cuentos (1893);
y en ‘El coronel Nicolás Dávila’ y ‘El Huaco’, incluidos en Mis montañas (1893), se
pueden leer a partir de la ideología estética del nativismo. En ellos se encuentra la más
completa visión de mundo de González.

EL NATIVISMO

¿Qué es el nativismo? Esta corriente estética nace hacia 1837 con la poesía La
Cautiva, de Esteban Echeverría, a quien los nativistas tienen como guía. El nativismo
rioplatense, en general, estiliza aspectos del hombre de la campaña bonaerense y exalta
lo pintoresco, en contraposición a la gauchesca, que canta acerca de la persecución y las
humillaciones del gaucho por parte de las tropas de línea y los regímenes oligárquicos.
Eduardo Romano precisa que “el nativismo narrativo surge con posterioridad,
íntimamente vinculado, creo, con el proyecto del presidente Julio A. Roca, para
concertar, aunque en forma subordinada, a las minorías dirigentes provinciales con la
porteña. Algo que en el plano cultural tendrá su propio mentor: el varias veces ministro
de Roca, Joaquín V. González”.26
González claramente no escribe para ensalzar al gauchaje en su proyecto nativista,
sino que lo hace con las montañas riojanas, su pueblo natal, el vuelo y la caza de los
cóndores; los pastores solitarios en la quietud de los valles, las huertas y las plantas
frutales de su comarca natal. También exalta héroes guerreros de la Independencia y de
las luchas civiles entre federales y unitarios. Su escritura es plenamente nativista.
Rubione escribe que el “nativismo es un concepto que se refiere por una parte al
proceso de estilización del género gauchesco producido en el Río de la Plata entre 1895
y 1915 y que culminaría en el movimiento nativista uruguayo de vanguardia de la
década del veinte. Sin que hallemos exacta correspondencia en la literatura argentina del

25
Gladys Onega, cit., p. 11.
26
Eduardo Romano, ‘Hacia un perfil de la poética nativista argentina’, Anales de Literatura
Hispanoamericana, Universidad de Buenos Aires, 185, N: 0210-4547, 1998, nf. 27: 73-88,
Publicado en: http://www.ucm.es/BUCM/compludoc.
mismo período, es decir a fines del siglo XIX, desearíamos hacer notar el impacto que
ejerció sobre la vanguardia argentina de los años veinte el nativismo uruguayo”.27
González, igual que Obligado, tiene como referente máximo a Echeverría e incluso el
escritor riojano escribe en 1885, en Córdoba, Rimas. He ahí una estrecha vinculación
con aquel iluminista de la Generación de 1837, que también escribió una obra poética
con ese mismo título, que incluyó en La Cautiva.
Entonces, el nativismo, ideología estética, desacredita la voz del gaucho en función de
un proyecto ideológico opuesto a la denuncia de la gauchesca, porque aquella intenta
despolitizar el género gauchesco. Se trata de una etapa que arranca con Echeverría y se
prolonga bajo diferentes formas y con otros propósitos hasta mediados del siglo XX,
lapso en el que coexisten otras estéticas y movimientos literarios. Incluso, como
dijimos, llega hasta la actualidad.
González lanza su proyecto narrativo con la Tradición Nacional (1888) y unos años
después, en algunos de sus relatos incluidos en Historias (1900), condena e ironiza las
luchas políticas federales desde la ficción. Se trata de una estética producida por la elite
de los grupos dominantes por cuyo proyecto narrativo intentan rescatar las tradiciones
frente a la inmigración. Para los nativistas pertenecer a la tierra y ser propietario de ella
tienen una importancia fundamental.
El gaucho, que ya no está, es convertido por Rafael Obligado en héroe mítico e
idealizado. Para otros esa corriente de la literatura argentina “asume la misión de
configurar selectivamente la tradición nacional; realiza la apología del campo frente a la
ciudad al generar una imagen idealizada del gaucho como arquetipo moral, valorado por
su ética, su valentía y su hombría de bien, contrapuesto a la figura del inmigrante
percibida como negativa”.28
Esa definición vale para el nativismo rioplatense porque en el caso de González no
hay idealización del gaucho, ni valorización de la poesía gauchesca. Éste escritor se
dedica a atacar a las Montoneras federales y a cantar a los “lugares agradables” de los
valles serranos y a las huertas del oeste riojano. Incursiona en cierta manera en un relato
arcaizante al homologar la quietud de esos espacios riojanos con rasgos pastoriles de la
literatura europea.
Luego veremos cómo los espacios riojanos deliciosos de sus antepasados son
invadidos por la Montonera, tras lo cual recobran la condición de agradables, pacíficos
y quietos, tal como los vergeles de la literatura pastoril. Así es como encontramos que
“tanto el costumbrismo, el regionalismo y el provincialismo presentes en la poética
nativista responden a una mirada nacionalista que se vuelve hacia el interior, para
mostrar los valores culturales propios de cada zona del país, valorizada como
auténticamente nacional en contraposición a la urbe cosmopolita porteña”.29
González lo que hace es huir de la urbanidad, de los ruidos, de las movilizaciones de
obreros en el corazón de Buenos Aires y de las múltiples lenguas de la ciudad. La huida
es a unos tiempos y espacios mejores, que serían algo así como huir hacia los supuestos
orígenes de la nacionalidad. La rápida urbanización de Buenos Aires “mostraba uno de
los tantos claroscuros que la inmigración empezaba ahora a develarle. En una clave
clásicamente positivista, aunque tardía, González postularía la íntima asociación entre
urbanización y delitos, entre urbanización y transgresiones a la ley”.30

27
A. Rubione, Algunas categorías usuales en discursos sobre la cultura nacional argentina: Moreirismo,
Criollismo, Nativismo, Gauchesca. Aporte para su clasificación bibliográfica, Buenos Aires, 1997,
Boletín de la Sociedad de Estudios Bibliográficos Argentinos, Nº 3, p. 114. En este trabajo se realiza una
clarificación de esas categorías y escribe: “En definitiva nativismo es: a) una línea de la literatura
caracterizada por el ocultamiento estetizante de un conflicto social que está en la base de la literatura
gauchesca; b) un conjunto de obras cuyo rasgo general pareciera ser la estilización de los procedimientos
de un género, adecuándolos para tal propósito, en muchas ocasiones, a los imperativos estéticos de
autores de la línea culta como la de Rafael Obligado; c) una estética vanguardista uruguaya con fuerte
predicamento en la vanguardia literaria argentina”.
28
Laura Mogliano, El teatro nativista como configurador de la tradición nacional, Universidad de
Buenos Aires, (sin fecha).
29
L. Mogliano, cit.
El ministro roquista del PAN lleva a cabo un doble movimiento simultáneo porque,
por un lado, desde la realidad, aplica las políticas nacionales desde Buenos Aires, donde
palpa de cerca el bullicio y los supuestos peligros de la inmigración y, por otro lado,
encarrila su ficción hacia los valles de la montañas de su comarca ‘nativa’, que lo
resguardan de los ‘peligros’ de la urbanidad.
En la poesía y prosa de González se lee la necesidad nacionalista –por medio del
nativismo- de encontrar en la paz, la sencillez y el sosiego provinciano un modelo de
país; una nación construida desde el poder, sin la presencia de lo popular. La elite de la
que formaba parte interpreta que existe una “invasión” cultural, pero se narra también
para advertir sobre los peligros que la inmigración puede acarrear para la ‘nacionalidad’
del grupo gobernante del PAN.
El mismo sector que unas décadas atrás había sublimado al europeo ahora ve sólo
peligros e invasión, y por eso ensalza un nacionalismo ideado desde el poder, tanto
desde el punto de vista político como simbólico y por eso también la imagen del
inmigrante en la sociedad argentina se va transformando.
“De la simpatía por los extranjeros, juzgados más trabajadores, ahorradores y cultos
que los nativos, se pasa a la desconfianza. Las virtudes se transforman en defectos: los
recién llegados pasan a ser ávidos, materialistas, introductores de ideas peligrosas. Este
vuelco se percibe en la prensa, la literatura, la ensayística y en los debates
parlamentarios".31
Al menos las advertencias parten del sector más lúcido de intelectuales del sistema, en
el que se encuentra el escritor riojano. En esa actitud, una parte de la crítica oficial de la
obra del riojano quiso ver un cierto ‘progresismo’ del ministro de Roca.
En efecto, el nativismo es una invención plenamente histórica que utilizan las elites
intelectuales de la sociedad argentina de fines del siglo XIX y comienzos del XX para
reaccionar frente el fenómeno de la inmigración europea, aunque a la inmigración
también se le hace frente desde el naturalismo. Así es como el nativismo rioplatense se
dedica a exaltar a un gaucho ideal, sin existencia histórica y social, y el nativismo
regional de González sublima a la geografía, animales y sujetos políticos riojanos.
Álvaro Yunque escribe que “hay un gauchismo exterior, descriptivo, tradicional,
pintoresco y costumbrista, hecho por literatos para literatos. Este gauchismo oculta en
su fondo una idea conservadora, ya que levanta culto a un ayer superado por nuevas
expresiones de civilización y se opone a lo foráneo, ridiculiza al gringo (…)”.32 Yunque
se refiere así a obras como Lázaro de Ricardo Gutiérrez, Santos Vega de Obligado y
Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, entre otras.
Ese mismo investigador asegura que, en cambio, “la gauchesca es poesía popular que
se entronca con el acervo poético anónimo de nuestro pueblo. Es poesía para pintar con
indignada justeza la explotación y la injusticia que sobre el gaucho pesaban. La poesía
nativista, por el contrario, es culta, ha falseado al gaucho, lo ha trajeado de
romanticismo, ha ocultado las penurias de su vida”.33

EL NATIVISMO Y LA MUSA POPULACHERA

A los nativistas -y obviamente también a González-, les cae muy mal la poesía
gauchesca, reniegan de ella, y prefieren a Echeverría y su Cautiva, como dijimos. Por
eso, el proyecto narrativo del nativismo lleva a cabo una estilización del gaucho –o de
los paisajes y los animales como en el caso de González- para hacer frente a los nuevos
“bárbaros”: los inmigrantes. La sublimación del gaucho no es obra sólo de los nativistas
rioplatenses, porque ese procedimiento se lo puede encontrar en una obra de otro
rioplatense. Se trata de Eduardo Gutiérrez, que publicó Juan Moreira como folletín en
30
Darío Roldán, Joaquín V. González, a propósito del pensamiento político-liberal (1880-1920), Buenos
Aires, Centro Editor de América Latina, 1993, p. 115.
31
Eugenia Scarzanella, Ni gringos, ni indios: Inmigrantes, criminalización y racismo en la Argentina.
1890-1940, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2004, p. 11.
32
Álvaro Yunque, Poesía gauchesca y nativista rioplatense, Buenos Aires, Periplo, 1952, p.16.
33
Ibíd., p. 16.
el diario La Patria entre el 28 de noviembre de 1879 y el 8 de enero de 1880. Es decir,
cuando era presidente Nicolás Avellaneda y muy pronto habría de serlo Roca.
En esa obra encontramos un gaucho perseguido por las autoridades. Viste con las
ropas más caras, está dotado de especiales cualidades humanas y materiales y se
encuentra plenamente integrado a la “civilización”. Ya es un pequeño empresario que
lleva sus frutos a la estación ferroviaria, los campos están alambrados, va a un café y
recurre a los servicios de un barbero. Se trata de un ser individualista y semiurbanizado.
Es un gaucho totalmente idealizado, cuyas desgracias se generan a partir de un
inmigrante que le niega una deuda al personaje ‘Juan Moreira’.
Eduardo Romano pone el acento en que el nativismo busca la idealización del gaucho:
“La gauchesca parece ceder al impulso del gauchismo en ascenso (…), que en el pasaje
del siglo XIX al XX y como reacción frente a los efectos, que ellos consideraban
exclusivamente disgregadores de la inmigración masiva, salen en defensa de un perfil
gaucho totalmente idealizado”.34
Participan en tal proyecto los escritores de sectores cultos, señores aristócratas, que
desde la prosa, el cuento, el teatro, la poesía y el ensayo salen a demonizar a la masa
recién llegada de Europa. Romano incluso va más allá y realiza precisiones en torno al
origen social de autores que escribieron desde la estética nativista al asegurar que “es
obra de señoritos pertenecientes a la oligarquía ganadera, como Elías Regules, en el
Uruguay, o Martiniano Leguizamón, en la Argentina, que optan por una poesía nativista
que reconoce su modelo en la línea poética que va de La Cautiva echeverriana al
SantosVega de Rafael Obligado”.35
También es muy claro Ernesto Quesada quien escribe: “Durante la época de Rosas, la
musa guerrera y populachera fueron forzosamente gauchescas. Pero el poeta nacional
que resalta de entre todos los rimadores es Esteban Echeverría, quien, en su Cautiva,
entona un himno a nuestras pampas, en estilo eminentemente literario y sin recurrir al
dialecto popular”.36 Como se ve, a Quesada y al resto de sus aliados nativistas la poesía
de la gauchesca no les cae bien. La elite en la que se cuenta a González tiene como
poeta de referencia a Echeverría y no a José Hernández y su Martín Fierro.
El escritor riojano adopta una postura diferente a, por ejemplo, Leopoldo Lugones,
que persiguiendo fines idénticos logra, a partir de 1913, que el Martín Fierro sea
aceptado por las clases acomodadas de Buenos Aires.37A partir de ese impulso dado por
quien era el máximo escritor argentino y faro intelectual del momento, el Martín Fierro
habría de convertirse en la obra indiscutida de la Argentina.
González se cuenta entre “los principales propulsores del movimiento [nativista], se
pronuncia allí [en La tradición nacional] por una literatura tradicional de base
legendaria, como la más sana y la más propia; consecuentemente, prefiere a Obligado y
a [Estanislao] del Campo, no a los gauchescos”.38 González se pronuncia contra nuestra
literatura gauchesca porque a su entender este tipo de poética venía a perturbar el
‘sosiego’, una búsqueda tan cara al político González, la que podía encontrar al pie de
una montaña, en el hogar o debajo de un molle y en la soledad de su aldea, tal como
ocurre en alguna de las poesías de Fábulas nativas.39
34
Eduardo Romano, Sobre poesía popular argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1983, p. 43.
35
Ibíd., 43-44.
36
A. Rubione, En torno al criollismo, cit., p.126.
37
Jorge A. Ramos, “Ida y Vuelta de José Hernández”, en El Gaucho Martín Fierro, México, Ed.
Embajada Argentina en México, 1991, p. XIII y ss. Ese historiador asegura: “Fue en la noche del 9 de
mayo de 1913. Toda la flor de la canela se había reunido en el elegante Teatro Odeón. En un palco se
encontraba nada menos que el conquistador del Desierto, por dos veces Presidente, el general Julio
Argentino Roca (…)” Fue el día en que Lugones “proyectó una luz tan vivísima sobre ese gaucho
olvidado y harapiento, que transformó, en dos horas, y para siempre, la escala de valores en la historia de
la literatura argentina y americana”.
38
E. Romano, Sobre poesía popular argentina, cit., p. 44.
39
J. V. González, ‘Preludio’, en Fábulas nativas, Buenos Aires, Kapelusz, 1980, pp. 49 y ss. Estudio
preliminar y notas de Susana López Merino de Oteriño. Esa primera fábula empieza así: “Rendido por la
sed y la fatiga / el autor de las fábulas, de viajes / por las altas montañas de la patria, / bajo un frondoso
molle de la cumbre / que un cristalino manantial sombrea, / detúvose a buscar reposo y sueño”.
Allí el autor/narrador busca deliberadamente huir del mundanal ruido de la
inmigración, con epicentro en Buenos Aires, para refugiarse un una suerte de locus
amoenus medieval y pastoril riojano.
González fija su posición con respecto del proyecto de su escritura cuando aboga por
una literatura nativista porque es “(…) la verdadera literatura del hogar, que lo mantiene
unido y feliz, porque aleja las meditaciones positivistas que conducen a realidades y
ambiciones perturbadoras del sosiego (…)”.40 El ministro de Roca huye del
cosmopolitismo moderno y se esconde en su aldea.
No sólo se refugia en la ficción ante el horror que le provoca la inmigración, sino que
esa operación también la lleva a cabo en la experiencia de mundo real. En sus
momentos de ocio González juega a las cartas en un sótano de su casa de la capital
riojana, donde ahora funciona el Archivo Histórico de la provincia, como una forma de
estar doblemente alejado de los ruidos urbanos. El sótano, cualquier sótano, es el lugar
por excelencia para resguardarse del peligro exterior e ideal para ponerse a salvo de los
embates de la realidad.
En Mis Montañas (1893) González evoca sin mayores rubores la figura idealizada de
los servidores negros (esclavos) que poseía su familia, aunque su prosa cansina y
despreocupada no ataca a ellos. Pero unos años después, en el Juicio del siglo, González
ya aparece abiertamente racista. En ese sentido, la investigadora Gladis Onega analiza:
“La idea de la superioridad de la raza blanca que vimos desarrollada por los sociólogos
positivistas es compartida [ahora] por González para fundamentar su actitud”.41
Aquel ensayo político fue escrito por González con motivo del centenario para el
diario La Nación y publicado en libro en 1913. La Argentina, entonces, ya no era la de
1893. Mientras González busca la tranquilidad bucólica en las montañas riojanas, los
radicales encabezan rebeliones contra el régimen conservador. El país –y en particular
Buenos Aires- era el gran escenario de la explosión inmigratoria y de luchas obreras y
movilización política, un verdadero calvario para el régimen político-agro-bovino.
Onega asegura que “hacia el Centenario el país presenta fases muy dispares cada una
de las cuales completa y contradice a su vez a la otra, con una economía agropecuaria
dependiente de la política imperialista británica; clases sociales estructuradas y
enfrentadas en profundos conflictos sociales, que se tradujeron en constantes huelgas
obreras y en una violenta represión policial; y un panorama político basado en el fraude
y en la digitación de candidaturas oligárquicas”.42
Así como la reacción de Sarmiento ubica a los gauchos y a los hombres sencillos de
trabajo de la campaña pastora en el lugar de la barbarie, frente a la civilización europea
y la ciudad, González desde el nativismo sale a ‘defender’ el sistema ante la presencia
masiva de los inmigrantes y vuelve su mirada hacia la aldea nativa ya estacionada en el
tiempo, y el vergel de su terruño pasa a ser el espacio de la civilización.

EL DERECHO INNEGABLE DE LA SANGRE

González, como se dijo, idealiza las montañas, los valles, las costumbres y los
cóndores, en una tierra donde habían nacido, crecido y peleado las Montoneras
federales. Allí, en ese espacio primordial de su provincia y desde el ensayo-ficción,
elabora una ideología de la propiedad y de los orígenes, como una forma de refrendar su
pertenencia a un lugar.
En Mis montañas es de suma importancia el panegírico que González hace del coronel
Nicolás Dávila, de quien dice: “Era el patriarca que gobernaba la grey con el derecho
innegable de la sangre, y con el poder temido de un carácter que no doblaron jamás los
reyes, ni los déspotas de cuchillo, ya se llamaran Fernando VII, ya Facundo Quiroga”.43
40
J. V. González, La tradición nacional, Buenos Aires, Hachette, 1957, p. 104.
41
Gladys Onega, cit., p. 134.
42
Ibíd., p. 132.
43
J. V. González, ‘El coronel don Nicolás Dávila’, Mis Montañas, La Rioja, Nexo Ediciones, 2005, p.
113 y ss. En esta edición se encuentra la famosa Carta prólogo de Rafael Obligado, el amigo nativista de
JVG.
Allí exalta al coronel Dávila como un héroe guerrero ya anciano que ha dejado hace
tiempo las armas, que ya no influye en la política doméstica y que está dedicado a podar
sus plantas y a corretear a sus bisnietos por su huerta que ahora es un lugar apto para el
reposo y el anecdotario familiar.
Dávila, según nos lo pinta allí, es una especie de ‘Néstor’ de la Ilíada, el anciano y
elocuente orador de Pilos, que da consejos a los aristócratas del mando supremo del
ejército aqueo, en el campamento instalado ante las murallas de Troya. Dávila aquí
también es un anciano reconcentrado en sus consejos y la sabiduría que le otorgaron los
años y su participación en los conflictos políticos y bélicos.
Dávila está presentado como la contraparte de los caudillos federales. Lo describe
como “duro, inflexible y áspero como las montañas que le vieron nacer”. El narrador
informa acerca de una serie de propiedades que atribuye a las montañas para calzárselos
a su coronel favorito. Por un breve instante, en su prosa las montañas dejan de estar
sublimadas.
En realidad, sincera desde la ficción la realidad de una montaña y los calificativos
pasan al personaje destinatario de la lisonja, cuya meta es engrandecerlo. Sin embargo,
ese propósito se logra a medias porque son rasgos que a nadie le gustaría poseer. Esos
rasgos a nadie se le ocurriría endilgárselos seriamente en la vida real a, por ejemplo,
Felipe Varela. No recuerdo que algún historiador haya calificado a Varela como “duro,
inflexible y áspero como las montañas que le vieron nacer”. Convengamos que Dávila
no es el único a quien las montañas lo vieron nacer.
El narrador escribe que en su casa Dávila usaba un “gorro celeste con un sencillo
bordado de oro”. Ocurre que la asimilación de la naturaleza con el personaje descrito, en
este caso, persigue el propósito de legitimar el discurso nativista. No es un gaucho
sublimado contra los inmigrantes, sino un guerrero de la Independencia, que luego
participa en las disensiones civiles, pero del lado unitario, es decir, en el bando de la
civilización, según la visión del narrador. Respecto del gorro del viejo guerrero, hay una
doble observación. Ese color, dentro de la época relatada en que el personaje lo usa,
connota violencia, porque es el color unitario, aunque en el relato está planteada una
apropiación de los colores de la Bandera argentina. El gorro se asemeja a la Bandera: es
celeste, está cocido con hilo blanco y está bordado con oro, que representa al Sol de la
enseña patria.
Su familiar guerrero forma una unidad indivisible en el que participan su propio
cuerpo, la propiedad donde vive, las montañas que los vieron nacer y los colores de la
Bandera argentina expresados en su gorro. Don Nicolás Dávila es “duro e inflexible”
como las montañas que lo vieron nacer. Así también se recrea el mito de la propiedad,
donde el paisaje forma parte del mismo personaje o, al menos, tiene sus propiedades.
El propio narrador/autor lleva a cabo la misma operación con el título del libro “Mis
Montañas”. El grupo gobernante se sentía el dueño de la patria. Mejor dicho, no se
sentían los dueños, eran los dueños de una gran ‘estancia’, que para ellos es sinónimo de
patria, tanto en la faz real como simbólica.
El escritor reclama para su coronel Dávila una jerarquía muy parecida a la de los
héroes de la épica castellana, algo así como un Rodrigo Díaz de Vivar, bien humano y
terrenal, pero retirado de las contiendas, sazonado con rasgos de la épica aristocrática
homérica. Los héroes guerreros aqueos cantados por Homero en la Ilíada, que poseen
inocultables rasgos aristócratas, son casi todos envidiosos, celosos, malos, poseen un
linaje y las mejores armas; tienen derechos a las mejores porciones de carne, a los
mejores botines de guerra (mujeres), al mejor vino y a las camas bien mullidas. Por ese
motivo, algunos escritores de la aristocracia argentina admiran tanto a la épica (en este
caso la griega) y no ven con buenos ojos la novela burguesa, en la que abundan héroes
plebeyos.
Como González a todo le encuentra un símil con algún animal, también el coronel
Dávila a veces “rugía” como una fiera cuando los bisnietos atacaban sus plantas
frutales. A pesar del ensalzamiento de su familiar, no puede ocultar ciertos rasgos poco
convenientes del personaje: “En un tiempo empuñó la vara de alcalde, allá por los años
de la Revolución, manteniendo tiesos y en compostura al pueblo y cabildantes”.44
Es decir, que cuando su bisabuelo gobernaba la provincia con métodos de matón y
patrón de estancia, se trataba sólo de mantener en “compostura” al pueblo. Seguramente
que si un caudillo federal hubiera llevado a cabo algo parecido, habría sido calificado,
sin vueltas, como ‘bárbaro’.
Por lo que acabamos de leer, por medio de la ficción González también escribe
historia incluyéndose en la facción unitaria, perdiéndose la oportunidad de superar esa
antinomia que, por medio de diferentes denominaciones, habrá de seguir trágicamente
fructificando y dividiendo a los argentinos durante el siglo XX.
Para González, la “sangre”, no cualquier sangre sino la de la aristocracia propietaria,
es un título que habilita a su poseedor a gozar de “innegables derechos” para gobernar y
mandar; también para poseer esclavos a su servicio y poner a sus adversarios fuera de
las leyes. Asimila la “sangre”, su sangre y la de su sector social, a una suerte de
‘constitución’ no escrita y hereditaria. Se trata de una ley que no se encuentra impresa
en ningún papel, sino que parece tratarse de una herencia dada sólo por la tradición
impuesta, que en el caso de González se trata en definitiva de una ‘tradición nacional’.
González, electo diputado nacional antes de los 25 años por el voto de sus
conciudadanos, “sabe que en una democracia la fuente del poder proviene de una
delegación de la voluntad mayoritaria”.45 Sin embargo, en un caso de literatura
xenófoba ejemplar, defiende el derecho de la “sangre” aristocrática a mandar, a
gobernar y a ser propietaria, contra la sangre esclava, cuyo único deber (y sin derechos a
nada) es ser esclava y que tiene como meta sólo la servidumbre.
En ese sentido, González escribe: “¡Cómo reinaba el bullicio y la vida en aquella
aldea habitada por una aristocracia de limpio pergamino, por familias que habían
ilustrado su nombre en la historia local (…)! Todos los años rebosaban los graneros (…)
Allí el tronco venerable de todas las familias propietarias (…).46
González argumenta en Mis montañas que existe un solo tronco familiar con derechos
a gobernar, con linaje, y que el resto son ramas o descendientes de esa única raíz, de un
mismo origen, que también son acreedoras de esos mismos derechos. Aquí aparece esa
falsa ideología de la genealogía de los orígenes. Así es como el político riojano y
escritor porta “una visión aristocratizante de la sociedad, con hombres nacidos para
mandar, y hombres nacidos para obedecer, con clases diferenciadas en cuanto a sus
funciones; una visión fundada y legitimada en netos distingos de sangre”.47
Es decir, que todos aquellos que quedan afuera de los “derechos” que otorga el linaje
(la gran masa de inmigrantes, los criollos pobres, obreros) podrán ser objeto de
hostilidades, en el mejor de los casos. Así se llega a la estigmatización del ‘Otro’. Ello
también conduce a una reubicación de espacios respecto de la fórmula civilización o
barbarie, porque el primer elemento de la dicotomía, con el nativismo de González, está
ubicado en el terruño nativo y el segundo ahora se encuentra en las ciudades,
principalmente en Buenos Aires.
Notablemente desde el mismo poder ese eje cultural se invierte, pero para designar o
defender lo mismo. Para Sarmiento, la campaña y en especial La Rioja son los lugares
por excelencia de la barbarie y la ciudad, Buenos Aires sobre todo, el espacio de la
civilización. Con González, en cambio, los paisajes de su aldea nativa son los lugares
agradables de la civilización para huir de la inmigración, que ahora son los nuevos
bárbaros.
Hábilmente parece contradecir a Sarmiento, pero sólo desde el punto de vista espacial,
porque ahora ya hay nuevos sujetos sociales que actúan y se movilizan en otros
espacios. Las Montoneras ya no están más, pero sí son utilizadas por la escritura de

44
J. V. González, ‘El coronel don Nicolás Dávila’, cit., p. 110.
45
Adolfo Prieto, La literatura autobiográfica argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1982, p.183.
46
J. V. González, ‘Las cosechas’, en Mis Montañas, cit., p. 110.
47
A. Prieto, cit., pp. 184-185.
González como adversarios objeto de condena, y Buenos Aires ahora es un foco de
permanentes luchas sociales que son duramente reprimidas por la policía.
González ve claramente la realidad política que lo rodea y que tiene ante sí. Las
necesidades tanto simbólicas como políticas, a la sazón, reclaman una revisión y una
reubicación de los civilizados y los bárbaros. Se registra un astuto reordenamiento muy
funcional a la hegemonía política de la que el escritor de Nonogasta forma parte activa.

LAS ETERNAS HORAS DEL PASTOR

Otro punto de importancia es la comparación con animales o la asimilación a algunos


rasgos particulares de alguno de ellos. En su jardín zoológico abundan las víboras,
aunque también se pasean las aves carroñeras y los escuerzos, entre una abundante
cantidad de animales. Por medio de los animales, que tienen jerarquías, apela a una serie
de recursos colmados de ironía política y violentas comparaciones.
Es en las Fábulas nativas (1916) donde hay un pródigo desfile de animales. Esa obra
de González está colmada de simbología y de burla política. Allí también se pronuncia
sobre algunos de sus gustos literarios y reafirma su pertenencia al nativismo, en una de
sus últimas e importante escrituras de ficción. Algunos de los animales que intervienen
en ella son asimilados a los bárbaros, a los rasgos físicos de los caudillos federales y a
sus presuntos perfiles y comportamientos otorgados por la arcaica prédica de la historia
oficial.
Aunque también en otros relatos, es en las fábulas donde saca a pasear a los animales
por el cuerpo de su escritura. Los textos de las fábulas “son muy breves y son
indiscutiblemente argentinas, no sólo porque los animales que hablan y razonan en ellas
pertenecen a la fauna del país, sino porque pertenecen a él la crítica moral y la sátira
política que encierran”.48 En esa escritura “hay fábulas en prosa, otras en versos. No
tienen acción (…) pero están llenas de una ironía que destila amargo jugo. Expresión de
un momento y de un pueblo, son asimismo testimonio de un hombre. En ese libro
[Fábulas nativas], como en Historias, Joaquín V. González se da entero: pensamiento
de político, agudeza de jurista, vocación de maestro y voz de poeta”.49
También en el relato ‘La selva de los reptiles’, del libro Historias, aparece el motivo
de los animales comparados con los caudillos federales. Especialmente con alguno de
ellos. El que se hayan reunido bajo el nombre de ‘Historias’ no es una mera casualidad
porque se encuentra en línea con el aporte tendiente a la elaboración de una determinada
historia, a pesar de que ese relato tiene un sesgo de literatura destinada al público
infantil. También sus relatos pueden ser leídos como ‘historias’ de su terruño, que aquí
equivale a relatos costumbristas ubicados dentro de su proyecto nativista.
Su grupo, como el que lo precedió, hizo una política de la historia, inventó una
historia y un modo de saber. Que así haya resuelto denominar al conjunto de relatos no
es el capricho del autor, ni de una determinada política editorial. Se propone contar ‘la
historia’, pero no de cualquier forma. Se trata de textos moldeados por el fondo de la
política de la historia oficial de la Argentina, esa que todos consumimos en los
insoportables programas escolares.
Ese cuento se estructura en torno a la ‘historia’ de un chico pastor que lleva sus cabras
al pie de la montaña. El lugar, impreciso en el relato, puede ser la zona de montañas del
oeste riojano. El pastor, en la soledad de los valles, termina enloquecido por tres reptiles
que lo persiguen y abandona su rebaño.
Dice el narrador: “Pedro el pastor montañés, era un hábil fabricante de flautas rústicas.
Obligado a pasarse solo en los campos, entre los bosques tupidos de talas, algarrobos y
garabatos, las horas eternas en pos de su rebaño sin otra compañía que su perro, se
habituó a entretenerse con las melodías nativas”.
En ese fragmento están contenidos y potenciados casi todos los lugares esenciales de
la prédica nativista de González: el campo como lugar agradable (otra vez el lugar

48
Antonio Pagés Larraya, Sala Groussac, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982, p. 63.
Ibíd., pp. 63-64.
49
sosegado pastoril), en el que abundan los árboles nativos, debajo de los cuales se busca
un sosiego que no puede ser perturbado por nadie, un lugar que conduce a la eternidad o
es la eternidad misma.
El pastor ejecuta: “melodías nativas”. Se trata de la música local como símbolo de
civilización. Allí el personaje está aislado, casi encerrado en un bosque de talas, y a
buen resguardo del ruido, que podría provenir de centros urbanos, de concentraciones
de personas. Se trata, según el relato, de una musicalidad inmóvil, que finalmente habrá
de romperse a raíz de los “invasores”, pero que luego es recuperada.
Los Llanos de La Rioja fue el espacio por antonomasia de la resistencia de las
Montoneras federales a las políticas anglo porteñas, que también incluían dirigentes
políticos del interior. Sin embargo, ese espacio está ausente en la obra de González. Es
decir: ese relato no tiene por espacio Los Llanos del sur provincial. En cambio, sí
aparecen en su poesía y prosa los pliegues de las montañas, pero como un espacio apto
para dormir la siesta. Ahora las montañas ya no tienen invasores bárbaros ni obligan a
nadie a cruzar los Andes por la fuerza.
El sosiego es una meta deliberado de la poética de González. Es uno de los principios
que estructuran su narrativa. ‘En La Selva de los reptiles’, González cuenta por medio
de la ficción y muy tamizada, hábilmente, una historia en miniatura de los conflictos
políticos y sociales. El narrador lleva a cabo una sublimación de la naturaleza andina y
la ‘soledad’ con sus “praderas tapizadas de gramilla”, escribe. Naturaleza pintada como
“exacta y sincera hasta la rigidez”.
La naturaleza sublimada que presenta el narrador está desprovista de seres humanos y
tampoco transita por ella gente perseguida ni se guarecen los perseguidos. El único que
se encuentra en ese espacio es un pastor y su perro. Un pastor que es un símbolo del
quehacer nativista. Sí hay una serie de personificaciones, por ejemplo, el “canto de los
nidos” o las montañas y las faldas serranas que devuelven un grito transformado en eco.
El relato tiene una “apariencia” maravillosa, con tópicos tradicionales: “Refieren las
gentes de la aldea montañosa”, dice el narrador, y posee pasajes de una cautivante
ingenuidad, que luego se pierde totalmente. El relato fácilmente podría integrar una
colección destinada al público infantil.
Sin embargo, mientras avanza, se produce un viraje y se da lugar a una
argumentación, que refuta la tesis maravillosa. El narrador primero cuenta que Pedro y
su perro fueron espantados en la soledad de las montañas por “tres serpiente enormes” y
luego las tres serpientes pasaron a ser muchas: “Veía a los reptiles arrastrándose veloces
en una multitud famélica”. Cuenta que “tres serpientes enormes, de piel abigarrada y
caprichosa y de miradas fascinadoras, se agitaban en contorsiones violentas sobre la
cabeza del pastor-artista”. Acerca de serpientes y contorsiones, escribe en Mis montañas
que las Montoneras de su provincia “eran los miembros palpitantes, desparramados en
toda la República, que se revolvían aún amenazantes en las últimas pero terribles
contorsiones, como los fragmentos de la serpiente rota por el puñal campesino”.50 Por
tanto, se advierte que las “tres serpientes” son asimiladas en forma muy sutil con los
caudillos federales riojanos. Luego el narrador informa que en general se creía que los
motivos del susto y su posterior trastorno mental del pastor, se debían a alguna “visión
maligna” o a la presencia del “diablo”.
Pero como al narrador le preocupa contar la historia política, cuyos actores reales no
son de de ficción, deja de lado el tema de las serpientes y las creencias populares sobre
el episodio y pasa a dar su propia versión. En el pueblo indeterminado “creían todos que
el pobre muchacho [el pastor] hubiese sido víctima de alguna visión maligna; que el
diablo se le hubiera aparecido en la soledad de la siesta”.
Sin embargo, “los más expertos del lugar pensaron en algo más verosímil, en la
presencia de alguna fiera, un león, un tigre, cebados, que hubiesen llevado su ataque
sobre el rebaño dormido”.

J. V. González, Mis Montañas, cit. p. 63. Esa comparación aparece en el capítulo VI titulado: ‘El
50

Huaco’, donde González fija claramente su postura política respecto de los partidos Federal y Unitario.
Pedro es perseguido por algo más verosímil, que puede ser equiparado con algo más
“real”; en realidad, con algo que habita en la experiencia de mundo real: con un “tigre
cebado”. En la oposición zoológica que se articula entre “tigre cebado” contra “rebaño
dormido”, el narrador opta por éste último. Nuevamente opera, por medio de la
admirable maestría literaria de González, la fórmula zoncera de civilización ó barbarie.
La civilización en este relato está representada por el inocente rebaño dormido, por las
verdes praderas de las faldas de las montañas y la soledad; también por Pedro, que
además ejecuta música, símbolo de la civilización, en una flauta nativa, que es el fruto
de sus propias habilidades manuales, que a su vez se contraponen a los productos
lanzados alocadamente desde grandes industrias urbanas.
Frente a todo ello, están las serpientes y el tigre cebado, en representación de la
barbarie. Precisamente, en la práctica social y política Facundo Quiroga tenía como
apodo ‘El tigre de los Llanos’.
Aparece en ese relato la asimilación de los tres reptiles que persiguen al pastor con
Quiroga, Peñaloza y Varela. Así nos lo muestra el episodio del solitario pastor
perseguido. El relato tiene dos metas básicas: se narra la historia reciente de La Rioja y
el país cuyos protagonistas tenían dimensión nacional, y por otro lado se dirige a
sosegar el ruido y el desorden generado por la inmigración, aunque ella se encuentre
elidida en el relato. Se realiza una conjunción entre naturaleza y pastor, entre paisaje y
personaje. Nuevamente se trata de una huida hacia un sosiego de horas eternas.
El cuento posee estatismo, como condición necesaria para lograr el sosiego y la
quietud. En el caso de González, no es para negar la historia, sino para condenar a un
determinado sector social plenamente ubicado en la política real y por medio de su
trabajo simbólico. Los caudillos federales riojanos están allí aludidos como reptiles. Son
por lo tanto, en el relato, animales. González postula que sus adversarios literarios lo
único que tienen de humano es las sangre, vieja consigna atizada por Sarmiento.
Se propone, por tanto, reafirmar desde la estética nativista una postura contraria a la
inmigración y de paso dar una vuelta más de tuerca y condenar a los propios caudillos
federales: A los coterráneos del autor/narrador. Realiza un doble juego: hacia atrás y
respecto del presente.

FACUNDO REDUCIDO A CUERVO

“Para Juan no era el cóndor el señor de la montaña, sino el guanaco”. Héctor David
Gatica (Los fundadores del olvido).

Como leímos, el escritor riojano realiza una fuerte apuesta por el procedimiento de la
animalización. Decíamos que en su diversificado jardín zoológico hay varios animales.
Entre ellos también hay cóndores y cuervos. Los personajes de la jaula literaria de
González no sólo están al servicio de un discurso colmado de ironía y burla política,
sino también que por medio de ellos se establecen jerarquías.
Algunos de los animales que intervienen en ellas son asimilados a los bárbaros, a los
rasgos físicos de los caudillos federales y a sus presuntos perfiles y comportamientos
otorgados por la vieja y gritona historia oficial. El relato ‘El cuervo’ pertenece al libro
Cuentos publicado en 1894, pero que González había escrito originalmente dos años
antes.
"He presenciado en medio del desierto que guarda la memoria de Facundo (…)". Así
comienza ese cuento, donde aparece la oposición entre un cuervo y un cóndor en
representación de sujetos colectivos e individuales. Desde el inicio parece tratarse de
una narración para chicos de la escuela primaria, los personajes mudos son los cóndores
y los cuervos. Dice el narrador sobre estos últimos que "son los espíritus sombríos del
desierto", y que "simbolizan los elementos persistentes aún de un pasado miserable".
Los cuervos aquí son claramente asimilables a quienes integraban las Montoneras
federales porque "son inmundos espías de la muerte", "asesinos" y de "ojos amarillentos
por la anemia". Evidentemente, no son animales con los cuales uno quisiera compararse.
Forman parte de "un pasado miserable", dice.
Comprueba que en los Llanos riojanos, nombrado como "desierto", hay elementos
"persistentes". El relato comienza con la aseveración de que la zona "guarda la
memoria" de Facundo. Describe los Llanos riojanos como una "inmensa necrópolis".
Esto bien puede ser el resultado de lo que en la experiencia de mundo real había
ocurrido con la invasión militar mitrista en la década del '60 del siglo XIX. Ve el
narrador en esa región una "silenciosa llanura horadada de tumbas y salpicada de cruces
piadosas". Obviamente, la ficción no se presta para ahondar en las causas de la
existencia de tumbas individuales y colectivas.
Para González no todos los espacios que pueden ser asimilados con la geografía de la
realidad regional o provincial tienen la misma jerarquía ni representan simbólicamente
lo mismo en su proyecto de ficción nativista. Allí delimita entre los espacios agradables
y sosegados de los valles montañoso y las huertas y los Llanos que representan la
muerte y el escenario de la barbarie, porque son un inmenso cementerio horadado de
tumbas y cruces.
Los juegos zoológicos del narrador incluyen al cóndor, un animal considerado
"inmortal", que aparece identificado con la "epopeya". Frente a él está el cuervo "de
impotentes alas", que es la "caricatura" de aquel. Una caricatura "repugnante, raquítica,
despreciable", dice. Resulta así una perfecta fórmula en la que fácilmente se pueden
atribuir las mejores cualidades al cóndor y las peores al cuervo. Un claro ejemplo de una
civilización o barbarie zoológica.
El título del relato parece indicar que el tema será el cuervo ó los cuervos. Pero este
animal está puesto en el peor de los lugares y se las tiene que ver con el cóndor, que
aquí simboliza también el "pensamiento", es decir, la civilización, según la ideología
estética puesta en práctica.
Los dos protagonistas, uno con ventaja y el otro hambriento y en desventaja, también
participan en el tradicional eje vertical y simbólico de la literatura latinoamericana,
puesto de relieve hasta el hartazgo por los profesores de literatura, en el que aparecen
seres o cosas arriba (cóndor) y abajo (cuervo). El cóndor, allá en lo alto, "anuncia las
colosales cumbres donde se presienten las del pensamiento”, escribe. Dice que el cuervo
tiene por espacio "los bajíos pantanosos y áridos, los charcos mefíticos y los panteones
repletos por el hambre y la sed".
El cóndor, en cambio, "vuelta sereno y olímpico", es como un Dios animal, que se
despliega por el éter como un "cometa". Su feo contrincante, en cambio, "tiene
movimientos irregulares y nerviosos, guiños de payaso inhábil, miradas torcidas”. El
cuervo en cambio apenas puede desplazarse por medio de los matorrales o subirse a un
seco y escuálido algarrobo desgajado desde donde espera lanzarse a la carroña dejada
por otros carnívoros.
El cóndor es presentado también con otras cualidades, que recuerdan los derechos de
quienes se apropian de lo ajeno haciendo valer la fuerza como único derecho. El cóndor
exhibe en sus garras de acero "la presa viva arrancada por el derecho de la fuerza
soberana". Todo el relato es un planteo de lo que el narrador/autor tiene como credo en
su experiencia de mundo real. Allí aparece de nuevo la ideología del suelo y de la
sangre, al servicio de un proyecto que justifica el avasallamiento.
El cóndor "se apropia de lo que cree suyo, en ejercicio de su poder imperial
proclamado en los amplios y espléndidos espacios bañados del sol meridional". El
cuervo, por su parte, se dedica al "robo sigiloso y astuto, velado e hipócrita", también es
un "pordiosero que logra los restos de un banquete opíparo". Una perfecta disyuntiva
entre ricos y pobres del mundo animal, fácilmente trasladable al universo social de la
vida real. También fácilmente se les puede asignar espacios según las jerarquías
nativistas establecidas por el escritor: para el cóndor, las montañas y para el cuervo, los
bajíos, es decir, los Llanos riojanos.
El cóndor ocupa un lugar agradable y "espléndido", muy similares a los espacios
reales y de la ficción que el narrador/autor estiliza en Fábulas nativas o Mis montañas.
Hay algo más para el cuervo, quizás el punto clave del relato: "Tiene el cuervo
costumbres y modales que recuerdan los de ciertas criaturas humanas".
Finalmente lo dice: los cuervos "parecen la parodia grotesca y repugnante del
hombre". Pero no está pensando en cualquier hombre (no piensa en él), sino en los
Otros, a quien él enfrenta. "Recuerda este pájaro, aislado aún en la sociedad, á aquellos
amigos que suelen tener los gobernantes mientras manejan caudales y distribuyen
favores”.
González así lleva a cabo una doble maniobra discursiva. Por un lado, ataca a los
“amigos” de los poderes políticos, que él seguramente conocía muy bien y que por eso
los alude porque son contemporáneos. Y por otro, intenta asimilar las prácticas del
cuervo a figuras políticas del siglo XIX argentino. Realiza una salida del mundo de la
ficción para entrar en el ensayo y la crítica política en torno a lo que ocurre en la
práctica social.
Esa es una de las características fundamentales de su narrativa que aparece en varios
relatos: estilización de paisajes, localidades y de animales nativos, por un lado, y ataque
político o alusión irónica a un sector social determinado. Este juego, a veces con
diferencias de matices, está en varias escrituras de González.
Apuesta también a huir de la plebeya y molesta realidad cercana, porque el cóndor
vuela alto, lejos de la realidad terrenal. Y quizá allí está la clave de por qué González
adhiere a la estética nativista. En ese cuenta que el cóndor "anuncia las colosales
cumbres donde se presienten las del pensamiento”. Mientras que el pensamiento de
González está en las cumbres, lo que equivale a decir en las nubes, en la tierra se
encuentran los cuervos molestos, que se oponen al orden social del PAN.

SANGRE DE CÓNDOR, SANGRE DE CUERVO

Con semejantes características endilgadas al cuervo es obvio que nadie optaría por
defender a ese animal o imitar algunas de sus conductas. En cambio, todos quisiéramos
ser cóndores. El relato no deja opciones.
El cóndor, según el credo de González, tiene todas las características atribuidas a un
guerrero aristocrático épico. Es un símbolo de la epopeya, tiene sus garras como "acero"
y vuela alto. Desde lo alto puede observar y elegir las mejores presas porque además
ello le está permitido en virtud de su poder "imperial". También se traslada por el cielo,
puede estar en cualquier lugar del éter rápidamente porque tiene "un vuelo sereno y
olímpico".
La sublimación nativista de este animal tiene como propósito asimilarlo a un dios,
pero no a cualquier dios, sino a algunos de los dioses de la épica antigua. El cóndor así
descripto puede protagonizar sin demasiados esfuerzos un personaje de la épica. El
cuervo, en cambio, a lo único que podría aspirar es a un papel secundario en una novela
social de la pobreza, según la visión de mundo de González.
Aparece aquí la central cuestión del poder y los derechos que da ser distinto, porque
tener sangre de cóndor (aristócrata) no es lo mismo que tenerla de cuervo (chusma,
inferior, bárbara, según la visión oficial de González). De acuerdo con las opciones
políticas e ideológicas del narrador y la utilización que hace de la fórmula civilización o
barbarie en la ficción, el cóndor es el animal que le correspondería al coronel Dávila,
héroe guerrero sublimado en Mis montañas, mientras que el cuervo le sería asignado a
Facundo, héroe federal execrado en esa misma escritura.
Lo que el narrador escribe en ese relato es que el cóndor, guerrero, y que se eleva a las
cumbres del "pensamiento", es el animal de la civilización que puede gobernar desde las
alturas a los demás animales que se deslizan por los matorrales o que reptan, es decir, a
los bárbaros. El cóndor, en fin, tiene "sangre azul", puntualiza el narrador. Otra vez
aparece el falso mito de los orígenes vinculados a la tierra, una invención antigua hecha
suya por el nativismo.
El derecho de la sangre funciona como proyecto autobiográfico y de propaganda para
justificar la apropiación. Eso es argumentar a favor del derecho a ser únicos propietarios
ante el destierro y el desplazamiento de los Otros.
En el centro del relato opera, como dijimos una civilización o barbarie zoológica, que
se corresponde con la disyuntiva aplicada en el campo social y político. Aquí la ficción
y la realidad se acercan, se tocan; y sus fronteras tienden a opacarse. Esto es
fundamental. Es lo que básico en ese relato.
Aparece claramente un planteo maniqueo que desde la ficción se proyecta hacia
comportamientos políticos sociales de la práctica de la vida real, aunque es necesario
aclarar que González no se encuentra inscripto en la corriente realista al modo del siglo
XIX. Sobre la “sangre azul” del cóndor, en el contexto del nativismo de González, se
conecta con el azul de la Bandera.
Ese mismo color es el exaltado por el movimiento literario del modernismo, que
coexiste con el nativismo de González, pero el escritor riojano no tiene nada que ver con
el modernismo, aunque en algunos textos encontramos tules, cines y azules, elementos
trillados del modernismo.
En el escritor riojano ese color, sobre todo, es un símbolo aristocrático. La nobleza
medieval es la que tenía sangre azul, quizá porque ese sector social no trabajaba y la
blancura de su piel le daba a sus venas un color azulado, en contraposición a la
pigmentación de los siervos y vasallos castigados por el sol.

EN LA SANGRE DE DON BALTASAR

Si En la Sangre de Eugenio Cambaceres51 es una novela xenófoba ante el horror a los


inmigrantes escrita en clave naturalista, en ‘El festín de don Baltasar’ también se pueden
leer aspectos de aquel estado de ánimo. La diferencia fundamental radica en que
González no recurre al naturalismo basado en la medicina, pero sí hace hincapié en el
tema de la “herencia”, una cuestión que desvelaba política y socialmente a esa
generación, tanto en la experiencia real como en la ficción.
En cierta medida “los textos de Cambaceres podrían servir para mostrar una actitud de
los ilustrados hombres del 80, respecto de los inmigrantes como fenómeno social que va
del desprecio inicial a una prevención llena de temores”.52
En ese relato, incluido en el libro Cuentos, aparece la burla y la crítica social hacia el
“Otro” por “advenedizo”. Se trata de un texto escrito con violenta ironía. González aún
está en la etapa de sublimar al negro y al indio, estado ánimo que muy pronto
abandonará. Como los negros no son una fuerza social y política que implique riesgos
para el modelo roquista, y los indios que sublima son los anteriores a Juan Ramírez de
Velazco, entonces resulta harto cómodo pasearlos por sus relatos. Los que no le resultan
cómodos son los nuevos “indios” o “negros” representados por los inmigrantes, que se
organizan sindicalmente y ponen en serios aprietos al régimen conservador, autoritario y
fraudulento del PAN.
González abandona el discurso elogiador de los servidores y esclavos mientras se
acerca la fiestita por el Centenario. Ingeniosamente visualiza que aparecen nuevos
problemas para la República pastoril y bovina, ante lo cual no se quedará de brazos
cruzados.
El riojano realiza un salto dentro del mismo sistema porque “el autor [González] que
en 1890 evocaba con nostálgico deleite las figuras idealizadas de los antiguos servidores
negros, es ahora [En el Juicio del siglo] el publicista que expone en un ensayo un

51
EugenioCambaceres, En la sangre, Buenos Aires, Colihue, 1991. La novela empieza así: “De cabeza
grande, de facciones chatas, ganchuda la nariz, saliente el labio inferior, en la expresión aviesa de sus ojos
chicos y sumidos, una capacidad de buitre se acusaba”. Así describe al personaje central, Genaro, que es
hijo de inmigrantes. La condición de bestia atribuida al Otro está también en relatos de Cuentos, Historias
y Mis Montañas de JVG.
52
Susana García y Jorge Panesi, ‘Introducción’, a En la sangre, cit., p. 23.
aspecto de la situación social que él mismo contribuyó a crear desde la función
pública”.53
El ‘Festín de don Baltasar’ es un relato repleto de burlas que pertenece al González
que todavía no tiene planeado ese violento trabajo de 1910 convertido en libro en 1913.
Es un ejemplo de xenofobia literaria y un intento por naturalizar un orden vigente y la
esclavitud; se encuentra allí también la opción por el nativismo en tanto estética de la
aristocracia propietaria.
Está también una confesión de un fracasado proyecto de novela, un género burgués
cuyos personajes suelen ser malignos, defectuosos, criminales, temerosos, etc.,
contrapuestos, como se dijo, a ciertos héroes de la épica, porque no todos los héroes de
la épica son iguales en todos los tiempos.
González insertó debajo del nombre de este relato el siguiente texto entre paréntesis:
(Capítulo inédito de una novela que no he escrito ni pienso escribir). Lo que finalmente
resultó un relato costumbrista iba a ser un capítulo de una novela, que iba a tener
seguramente como personaje principal a ‘Don Baltasar de la Peña’. El nativismo
argentino optó mayormente por la poesía, el teatro, el ensayo y el relato costumbrista.
Curiosamente, el texto entre paréntesis es el proyecto que González pretendía encarar
y que finalmente reprimió, quedando su escritura trunca, quizá por prejuicios hacia el
género novela. El nombre del personaje principal, que le da el nombre al relato,
recuerda a San Baltasar, un santo venerado por los negros de Buenos Aires. Se trata,
obviamente, de un santo negro. También es uno de los famosos Reyes Magos que,
guiados por la estrella, encontraron el camino a Belén, donde adoraron a Jesús Cristo
recién nacido, según la tradición.
Se cree que “en la mayoría, por no decir en todas las ciudades, donde hubo
concentración de mano de obra negra, casi siempre nucleada en las iglesias respectivas,
hubo culto a San Benito, a San Baltasar y a las vírgenes negras. Todos esos santos y
santas tienen la particularidad de ser parte de los ritos y la fe católica, y además el color
de piel oscuro, prieto, de ébano o sencillamente negra”.54
Pero la elección del nombre, al parecer, no tiene que ver con aquellas cuestiones
religiosas, sino con algo bastante más cercano y terrenal: la inmigración. Muchos
‘turcos’, es decir los árabes sirios y libaneses, que llegaron a La Rioja tenía como
nombre de pila ‘Baltasar’.
Don Baltasar, en efecto, es un inmigrante español con ascendencia mora. Es un
“ricacho de la Provincia” –así lo califica el narrador-, que tenía que “demostrar á la
sociedad” que podía realizar una fiesta y “abrir sus salones con todo el esplendor de la
moda y del buen tono” para el baile de carnaval.
El título del relato habla de un “festín”, es decir algo más degradado que una fiesta.
Claro que “festín” es un festejo, con baile y música, pero esa palabra también designa
una fiesta degradada, muchas veces utilizada despectivamente y para caracterizar
episodios donde se verifica derroche de dinero, ya se trate de plata de un particular o
despilfarro de fondos públicos por parte de un gobierno.
El personaje no es un aristócrata, sino un “ricacho”, con toda la carga despectiva que
contiene también esa palabra en el relato -y fuera de él-. Se trata de un nuevo rico, un
“advenedizo”, por lo tanto, no es, por ejemplo, un Nicolás Dávila porque no es de la
tierra y no tiene un origen determinado en la “distinguida” sociedad de La Rioja.
Don Baltasar, además, “de la noche a la mañana hallase convertido en hombre
importante; manejaba muchos miles”. Se trata de un personaje que, según el narrador,
no tiene un pasado que le permita mostrar pergaminos o títulos de propiedad.
El personaje principal, por tanto, tiene así un “humilde, obscuro y desconocido
origen” y posee defectos físicos y morales. Es en este aspecto en que el narrador no
vacila en asociar defectos físicos con presuntos defectos morales del personaje: una
asociación claramente discriminatoria, que aún sigue vigente en vastos sectores de la

Gladys Onega, cit., p. 133.


53

Carlos Coria, ‘Aportes de los negros a la religión’, Pasado y presente de los Negros en Buenos Aires,
54

Buenos Aires, Educar-Argentina, octubre 1997. http://www.educar-argentina.com.ar/CORIA/coria.htm.


sociedad. Quizá ya estemos ante la presencia de un González imbuido de positivismo
universitario.
Se registra una unión entre títulos de propiedad y tierras, con lazos de sangre y linaje.
Por tanto, no bastaba con ser nuevo rico (“ricacho”), sino que había que demostrar
linaje, tener pergaminos, para ser admitido en los cerrados círculos cercados con
mármoles importados. El personaje don Baltasar, avanzado de edad, es el único del
relato que posee nombre y apellido. Los demás son sus empleados y algunos de ellos
sólo son mencionados por su nombre de pila.
Tienen nombres que suenan burlescos, cuya única función que cumplen es la de
generar risa: “Sinforoso” o “Sinforiano”. Esos dos hombres, que llevan la impronta de
la desdicha, son sólo útiles para los mandados.

DEFECTOS FÍSICOS Y MORALES

Don Baltasar se casó con una mujer mucho más joven que él (una adolescente que
tiene quince años), pero como era “corta de vista” no pudo ver “los defectos físicos, ni
morales, que, -al fin y al cabo- alguna relación guardan entre sí, del que iba a ser su
esposo para toda la vida”. Esta es una irrefutable perla de la discriminación y la
xenofobia literaria argentina.
¿De qué manera los defectos físicos y los morales guardan relación entre sí? Aquí es
donde aparece un cercano olor al tratamiento que recibe el personaje de Cambaceres de
su novela En la sangre.55 Sin embargo, insistimos en que ello no significa que González
escribe afiliado a la estética realista-naturalista de aquel escritor, sino que esa increíble
vinculación es fruto del positivismo.
Las imposibilidades a que está sometido Don Baltasar son varias y de diferente índole.
Se trata de un personaje que, a pesar de tener recursos económicos, está inmovilizado y
rodeado; depende de otros para llevar a cabo algunas metas. De alguna manera, es un
inmigrante fracasado, a pesar de haberse hecho de recursos materiales.
Pareciera ser que ganar dinero está reservado para un núcleo selecto: para aquellos
que poseen la ‘tradición’ sobre sus espaldas y que cuentan con un linaje, aunque no sean
exactamente propietarios de vacas y trigo, porque contar con un pasado de ‘héroe
guerrero’ ya basta, como es el caso del coronel Dávila.
Don Baltasar ni por asomo es un coronel Dávila. Es todo lo contrario. Es un personaje
degradado que tiene ‘prohibido’ el ascenso social. Y aunque tiene la capacidad
económica para convocar a gente ‘decente’ de la ciudad a un “festín”-incluso va el
gobernador-, termina ridiculizado y muy solo.
El narrador, no obstante, dice que don Baltasar sólo tiene capacidad para hacer un
“bailecillo” y no una fiesta como se debe. Organiza un “festín”. Él hace la fiesta y
espera que los invitados, por aclamación, postulen su candidatura a la Presidencia, lo
que no ocurre nunca, porque llegan, se muestran, bailan, comen y toman, pero los
pedidos para que sea candidato no se producen. También, como inmigrante, fracasa
políticamente: “El ruido, la algazara, el parloteo finales de toda reunión que se
concluye, sonóle á don Baltasar á despedida eterna de sus ilusiones políticas”, dice el
narrador.
Aunque se atribuye a otros haberle cerrado el paso hacia el crecimiento y la
gobernación, también hace suya la decisión de “proscribir” a don Baltasar e incluso
hunde profundamente la ironía y la burla sobre el personaje. Siempre con ironía, al
narrador no le parece extraño que en “países tan democráticos, donde no hay uno malo”
don Baltasar se pueda postular a gobernador o a presidente, tramo que revela una
profunda nostalgia por el pasado, porque de alguna manera avizora el derrumbe del
sistema conservador, del que el narrador/autor en la vida real forma parte.
55
S. García y J. Panesi, cit., p. 37. En esa misma novela de Cambaceres, el personaje principal, Genaro,
como el padre de éste, don Esteban, son animalizados. El primero es como un ‘buitre’ y el segundo se lo
compara con un ‘buey’ o cuando está enojado semeja a ‘un gato que se encrespa’”. González, informado
por un anacrónico positivismo, animaliza también a ‘Don Baltasar’ y pretende, de una manera
incomprensible, asociar defectos físicos con fallas morales.
La nostalgia por el pasado, por otra parte, es un claro indicio de que algo cambió y por
eso la parálisis nativista, que propone en otros relatos, es una elaboración artificial fruto
de esa ideología estética. “El [don Baltasar] había sonado ya muchas veces como
candidato y siempre lo desairaron, fundados en no haber nacido de sangre azul”.
Como se ve, aparece la cuestión de la herencia y el linaje, tan caro a la aristocracia
civil y militar argentina, especialmente del siglo XIX, pero también en buena parte de la
centuria siguiente.
Don Baltasar, además, no piensa, porque “no se le había pasado por la imaginación
esta vez la revolución”, sino que sólo se proponía organizar un “bailecillo”. Pero tenía
otros impedimentos, “porque don Baltasar era de esos que lo piensan y no sabe
expresarlo”. Por tanto, está impedido para llevar su pensamiento a la escritura o a emitir
un discurso. Es decir, es un completo bárbaro. Como si fueran pocos los impedimentos,
don Baltasar no sabe escribir.
Tenía que redactar las tarjetas para los invitados y “como no tenía la costumbre de
escribir, llamó á su mujer y á su secretario para que escribiesen”. Además, ignora las
nuevas incorporaciones al lenguaje. El narrador no dice que Don Baltasar es analfabeto,
pero lo sugiere abiertamente. Tampoco está acostumbrado a organizar fiestas para la
aristocracia.
Esa imposibilidad también le cierra el camino para leer porque su esposa “le leía todos
los periódicos de Buenos Aires, las cartas y todo papel escrito que Debiera leer él si
tuviese la costumbre de leer”.
El narradora socia el aprendizaje de la escritura y de la lectura a la “costumbre”. “Don
Baltasar no tenía la costumbre de escribir, y la costumbre, ustedes saben, es el todo en
ciertos oficios”. Es decir, que sólo podía escribir y leer aquel que tuviese la “costumbre”
de hacerlo. El narrador no cree que se pueda aprender a leer y a escribir, y llevar a cabo
esas prácticas cuando la ocasión se presente, aunque no se tenga la costumbre.
Para el credo de González, esas dos prácticas se llevan a cabo por “costumbre”, que
equivale a afirmar que provienen de alguna ‘tradición’ que a su vez se transmite en el
interior de las familias con linaje y que de ningún modo tiene don Baltasar.
El narrador llama “oficio” a la ‘costumbre’ de leer y escribir, los dos oficios que don
Baltasar no tiene la “costumbre” de practicar. Ocurre que la Argentina contemporánea
de González todavía tenía demasiados analfabetos y las metas de la ley 1.420 de Roca
aún no tenían efectos, porque no todos podían acceder a la escuela.
Por tanto, sólo aquellos que tenían la “costumbre” de leer y escribir lo podían hacer
cuando les tocara la ocasión de hacerlo. Y aquellos que podían escribir y leer por
“costumbre” eran quienes habían tenido la oportunidad de aprender sistemáticamente
esos “oficios”, en una escuela: es decir la aristocracia conservadora también poseía el
dominio de esos saberes.
Pero como leer y escribir es un “oficio”, ello equivale a pensar que leer y escribir está
reservado para ciertos elegidos, para eruditos que se sólo se dedican a eso. Y ello
también está asociado a una idea elitista acerca del dominio de esos saberes, que son
calificados como “oficios”.
Acerca de la casa del personaje, tampoco es la de un aristócrata e incluso posee
características de un hombre tonto porque “á don Baltasar, con cualquier cosa se le
engaña, se decían todos”. Vive en una casa grande, pero derruida. Con motivo de los
preparativos para la fiesta, “entraban y salían albañiles á cerrar los agujeros de las
paredes y de los pisos, carpinteros y herreros, blanqueadores y hasta un pintor de brocha
gorda, un italiano llegado á la provincia entre una camada de inmigrantes”. El pintor de
brocha gorda es un inmigrante italiano sin nombre, un extraño y, obvio, ‘bárbaro’, uno
más de la masa de inmigrantes.
El italiano de la brocha gorda “fue llamado para que pintase por lo menos la sala de
baile, y si no tenía tiempo para hacer grandes cosas, aunque fuesen unas cuantas rayas
celestes y blancas, y unos escudos nacionales en cada centro de las cuatro paredes”. He
aquí la propuesta nacionalista de la mano de la simbología patria que tiene como
función esencial ‘nacionalizar’ al recién llegado.
La tarea de pintar los símbolos patrios es para que el italiano de la brocha gorda se
vaya ‘aclimatando’ o, mejor, ‘nacionalizando’, rápidamente, que era el propósito del
grupo del que formaba parte González, como parte de una política destinada a los
inmigrantes.
La casa de don Baltasar es acondicionada, pintarrajeada, y las costureras que contrató
remiendan las cortinas de la casa. Como está totalmente rota, la casa debe ser
“remendada” y sólo hace hincapié en lo externo, para vista de las familias copetudas
que habían sido invitadas. Además, era la primera vez que abría “sus salones á la
sociedad”. En ese contexto, el inmigrante pinta rápidamente símbolos patrios, los que
habrían de ser fuerzas fundacionales simbólicas de la nacionalidad de tipo escolar.

LOS CUERPOS ANIMALIZADOS

A las imposibilidades de linaje y de sangre, don Baltasar posee otros obstáculos


intelectuales y hasta es descripto como una persona deforme porque a raíz de la
organización de la fiesta, coincidente con carnaval, andaba en mangas de camisa todo el
día “arrastrando su voluminosa persona”. Aquí, de manera implícita, aparece la
comparación con un animal. Don Baltasar, no camina de aquí para allá, atendiendo los
detalles del “festín”, sino que arrastra su cuerpo como una serpiente.
La ridiculización a la que es sometido el personaje también alcanza a su joven mujer,
que se pasea ridículamente vestida y aprovecha la ocasión para ocultar sus manos con
guantes: “En cuanto a las manos, no había cuidado, porque se pondría guantes y no se
notarían las durezas de la piel”.
A la esposa no le alcanza con ser demasiado joven con respecto a él. También tiene
aspectos de animal porque en su piel tiene “durezas”. Es un personaje sin nombre y
pintada como inservible, timorata y enclenque. La mujer, a pesar de su juventud, tiene
sus “defectos” al simple alcance de la vista porque posee cabellos toscos, excesivos y
duros, que sólo pueden ser dominados por medio del hierro: “Desde muy temprano la
señora sometió á hierros su cabellera copiosa y excesiva”.
Son numerosos los pasajes en el relato en los que los personajes tienen algunas de sus
características físicas asimiladas a la de algunos animales. En este caso, la joven mujer
tiene cabellos que sólo pueden ser dominados por el “hierro”. Es decir, que no eran
cabellos humanos, sino crines o alambres. La esposa de don Baltasar pone tanto esmero
por “parecer” linda que al final termina “disfrazada”.
No era para menos, ya que la excusa para dar la fiesta es justamente para carnaval. A
ella la ayudaban a ‘disfrazarse’ tres sirvientas y alguna amiga íntima “para todo lo que
era vestirse y adornarse y ponerse linda, hasta desconocida del mismo don Baltasar”.
La burla acerca de la estructura de trabajo doméstico de don Baltasar está vinculada
con que el derecho a tener sirvientes y negros esclavos –en el relato trabaja una “negra
Petrona” para don Baltasar- sólo está reservado para las familias de la aristocracia.
También caen bajo la burla del narrador los nueve hijos del matrimonio: “A cual más
alhajita de los nueve”. Los hijos, sin nombres en el relato, no podían tener otra conducta
para el narrador porque carecen totalmente de linaje y de una descendencia de sangre
azul. En el noroeste y en otras partes de la Argentina a alguien se lo califica como
‘alhajita’ o ‘alhaja’ en forma irónica, para decir indirectamente que es un sinvergüenza
o un ladrón.
Todo lo que utiliza la esposa y don Baltasar está descrito con ironía, con lo que se
consigue dar forma final a la degradación de ambos. Son tanto los objetos ridículos con
los que “adornan” sus cuerpos que terminan “disfrazados”, como lo están también los
invitados.
Cuando don Baltasar se estaba vistiendo, la banda de música del Gobierno “hizo su
primer estallido” -como se ve, no tocan música, sino que estallan- y don Baltasar “dio
un salto de nervios y se le escapó de las manos el chaleco blanco que iba á ponerse, el
cual sonó en el piso de las tablas con gran ruido, pues tenía en uno de sus bolsillos un
inmenso cronómetro amarrado con una cadena maciza de oro bruto, para que en su buen
andar no se escapase”.
Don Baltasar aparece aquí además de animalizado, grotesco. Lleva atado a su cuerpo
un objeto de “oro bruto”, que también está animalizado porque el cronómetro está atado
de una cadena para que no se escape, como si fuera un animal salvaje.
Después de completar su ‘disfraz’, don Baltasar recibe en la puerta de su casa los
invitados que comienzan a llegar. Su figura aparece totalmente deforme: “Era la primera
vez que su vientre pantagruélico, fajado por su chaleco blanco, se adelantaba una
cuantas pulgadas de los filetes de un frac”. El narrador pinta a don Baltasar -con
aspiraciones políticas- tan poco aristócrata que ni siquiera con una faja puede disimular
su enorme vientre.
Es imposible que pueda tener proyectos políticos porque su imagen es pésima por
donde se lo mire, según dice el narrador, porque siquiera podía manejar los gestos de
galantería. El se movía con una “galantería desbordante, apresurada”.
El narrador también aplica la misma justicia para los invitados de don Baltasar porque
“los coches iban y venían cargados de concurrentes, señoronas remilgadas y niñas de
trajes vaporosos y de raros caprichos”. El cuadro de los invitados también merece gran
atención porque se trata de aristócratas, un tanto venidos a menos.
Para ellos, que llegan en masa y no tienen nombres, también hay dosis de escarnio y
crítica costumbrista. Se parecen al anfitrión. Plantea, con respecto a los invitados, una
nostalgia por una ‘Edad de Oro’ de las familias acomodadas de La Rioja, aunque
también reconoce modas “atrasadas” en la provincia.
Los invitados están tan venidos a menos económica y socialmente, que no pudieron
comprar su ropa, sino que es “obra meritoria de sus propias habilidades” y por esos los
trajes son de “raros caprichos”. Para el narrador, son “raros” porque son hechos en
forma casera y también son “vaporosos” o tenues, lo que le provoca cierta contrariedad.
Igual que don Baltasar, las familias invitadas también tienen ciertas inhabilidades
porque, a pesar de saber leer, cada uno interpretó el texto de la tarjeta de invitación
como quiso o como pudo.
Habíamos señalado que don Baltasar se había servido de su mujer y un secretario para
redactar el texto de las tarjetas de invitación. Entre los tres -don Baltasar dictaba lo que
debían escribir- produjeron un texto ambiguo o que se prestaba a diferentes
interpretaciones porque ninguno tenía el “oficio” o la “costumbre” de leer ni escribir.
A la fiesta “venían en trajes de fantasía carnavalesca, con antifaz, máscaras”, porque
en la tarjeta decía “con motivo de ser día de Carnaval”, mientras que otros fueron a la
fiesta “con sus trajes diarios ó de dentro de casa porque interpretaron el texto por sus
palabras a una tertulia casera”.
El autor ideológico del texto, que es don Baltasar, no interpretó que había que vestirse
con antifaz y, aunque es descripto ridículamente, él se preparó para lanzar la
candidatura a la Gobernación, pese a que el propio gobernador lo postula para la
“Presidencia de la República”.
Con esa última candidatura el personaje queda todavía más ridiculizado porque se
llega a esa instancia del relato –y de la fiesta- luego de que el narrador contó que no
sabe leer ni escribir; que es grotesco, equiparado a un animal, timorato y deformado
físicamente (esto último también asociado a presuntas fallas de tipo moral).
Así fue como la fiesta “resultó una mezcla curiosa de caracteres en aquella exposición
de vestidos y modas, un tanto atrasadas”. Como no podía ser de otra manera, plantea
“atrasos” con respecto de la moda. Por fuera de la ficción, corre un estado social,
económico y político provincial también degradado y grotesco, con pujas, avances y
retrocesos.

UNA MÁQUINA ANIMAL

En este relato, González aprovecha los tipos de ropa de los invitados a la fiesta, que se
derivan de las tarjetas de invitación que poseen un texto involuntariamente ambiguo: los
caballeros también habían realizado una “interpretación divergente” de la invitación. En
la fiesta “al lado de muy pocos frac, abundaban las formas democráticas”, en tanto se
asocia aquel tipo de ropa a la aristocracia y otras menos ostentosas a la forma
democrática, popular ó sencilla.
Se puede leer en ese pasaje del relato un cambio en los tiempos políticos y sociales y
por eso los pasajes de nostalgia del narrador por una época ya ida. La mayoría
democrática de la fiesta convive con la escasa aristocracia: ‘Muy pocos frac versus
formas democráticas’. La ropa de los invitados claramente va mostrando, en el espacio,
también ‘democrático’, austero y remendado, los nuevos tiempos sociales y políticos
ubicados fuera del relato de ficción. Es decir, en el relato se puede leer el trabajoso
advenimiento de nuevos conflictos, la crisis de un sistema y, dentro de ella, la pelea por
el voto secreto, universal y obligatorio.
El narrador no trata de la misma forma a la esposa joven que a don Baltasar. Aquella
hará una entrada “teatral” a la fiesta y aunque está excesivamente “arreglada”, sonríe
“dispensando gracia y felicidad”. Pero don Baltasar, al ver entrar a su joven cónyuge
“sintió un rápido reblandecimiento en toda su máquina animal”. Aquí aparece la
conocida y trillada fórmula del ser/parecer. Tanto de los anfitriones como de los
invitados. El anfitrión es un “animal” y su esposa una inútil y débil, tanto, que ésta se
debe “disfrazar” para parecer otra cosa, como ocurre con un personaje teatral. Al fin, es
un personaje de ficción que realiza una entrada “teatral”, dentro de la ficción.
Desde la parte inicial, el narrador venía endilgándole ciertas características que ponían
en ridículo al personaje central y que se asemejaban a las de un animal. El narrador va
realizando acercamientos y rodeos, hasta que finalmente se sincera y lo califica
directamente como “animal”. Es la estocada directa y final contra don Baltasar.
La violencia y la discriminación con que es tratado don Baltasar culmina con aquella
calificación porque a partir de allí –aún le restan seis páginas al relato- se hace blanco
en los invitados, quienes de tanto esperar terminan por irritarse con el Gobernador y su
esposa, que llegan últimos y muy tarde. Los invitados comienzan a cansarse de tanto
bailar y ya quieren que se abra el comedor.
La comparación con los animales o con algún aspecto de algún animal es una
obsesión permanente, porque ni siquiera los músicos escaparán a ella: “Los músicos
apenas arrancaban uno que otro rugido de desesperación ó de fatiga”.
Los comensales tenían tanta hambre -en realidad era una turbamulta hambrienta- que
“hablaban más los platos que la gente”. Esta descripción busca generar comicidad.
Como nadie escapa a las burlas del narrador omnisciente, los animales que pronto serían
engullidos por los invitados también son descriptos de una forma que busca provocar
risa: estaban en las mesas “coronados de ramas de albahacas y adornados con moños de
papel prendidos en sitios inconfesables”.
A la fiesta del “ricacho” y las familias bien venidas a menos, no podía faltar la
actuación del resto de la gente del pueblo, que no fue invitada. Como no podía ser de
otra manera, este sector de la comunidad está descripto como si fueran perros
merodeadores. Se acercan a la casa de don Baltasar y a partir de allí van ganando
posiciones poco a poco, como el perro que quiere agarrar un pedazo de comida tirada
por allí.
La lectura obvia: es una advertencia de que el pueblo le va ganando posiciones al
régimen conservador del PAN. Están representados los cambios políticos que se van
operando en el país: “La muchedumbre del pueblo, aglomerada en la calles, fue
ganando posiciones poco á poco hasta atravesar el zaguán”. De a poco fueron
arrimándose hasta que “una pareja se dio el lujo de zapatear un gato en las alfombras del
salón de baile, mientras los señores de la aristocracia rendían culto á los lechones”.
Episodio fácilmente trasladable a la vida real, el narrador advierte claramente que
mientras la muchedumbre del pueblo avanza políticamente para desplazar a un régimen
harto agotado, la aristocracia come lechones. Lo que advierte en la ficción a fines del
siglo XIX, lo vuelve a advertir con más fuerza y en términos políticos en el Juicio del
siglo. En esta última escritura, como se verá, el escritor riojano propone la ley para
aquellos que se movilizan y se dan el lujo de zapatear en la alfombras del régimen
oligárquico.
Este pasaje del relato, sin dudas, sugiere los cambios que en la experiencia de mundo
real se están registrando en el país. Quizás sea el mismo carnaval el que otorga esas
licencias: zapatear sobre la alfombra del “ricacho” del pueblo y en las narices de los
invitados come-lechones. De todos modos, el “ricacho” del pueblo no es un aristócrata
y, a pesar de su plata, no deja de estar más ceca de los que zapatean en las puertas
mismas de su casa, que de los pocos aristócratas de frac que comen lechones.
El narrador también pronostica gobiernos “imperfectos” en el caso de que don
Baltasar de la Peña lograse sus objetivos políticos. Esa cualidad de administración está
reservada, según parece, a las gestiones de origen democrático, pero no a las prácticas
conservadoras de la aristocracia. La fiesta era “un colmo de fraternidad entre las clases”
y auguraba para el pueblo “muy buenos tiempos bajo el futuro imperfecto gobierno del
señor de la Peña”. Aparece aquí nítido el conocido lema roquista ‘Paz y
administración’, que está en línea con el nativismo del narrador/autor, que propone
‘sosiego’ frente al aluvión de inmigrantes.
La preocupación de un personaje tonto, la rapidez con que actúa y la obsesión para
llevar a cabo una serie de tareas -para lograr una buena fiesta, devenida en “festín”-son
las características que conducen a su degradación y ridiculización final. Es la
imposibilidad del inmigrante para gobernar y es por eso que la aristocracia que invitó le
termina dando la espalda, aunque ella esté también ridiculizada. El narrador, en este
relato, se ríe de la mascarada y el esfuerzo que hacen los danzarines y los inmigrantes.
Se trata de una comedia involuntaria, donde no hay intención moralizadora, sino burla.

EL OTRO NO ES HUMANO

En el libro Mis Montañas, González expone su posición con respecto del


enfrentamiento político entre federales y unitarios, en el que el narrador toma parte por
los últimos. El tono general de la obra contiene un eco de nostalgia por las montañas, las
faldas de los cerros y los poblados vecinos de su pueblo natal. Así como Bartolomé
Mitre compara la Tradición Nacional con el Facundo de Sarmiento, Rafael Obligado
equipara Mis montañas con la Cautiva de Echeverría, en la famosa carta incluida como
prólogo en ediciones de aquel libro.
Con la excusa de buscar reposo en las faldas de las montañas, González incursiona y
fija su postura política respecto de las luchas políticas entre federales y unitarios, en las
que el propio padre estaba enrolado buscando milicianos para hacer frente al
“caudillaje”.
Ese libro se abre con el relato ‘Cuadro de la montaña’. Allí el narrador escribe:
“Buscando reposo, después de rudas fatigas que rinden el cuerpo y envenenan el alma,
quise visitar las montañas de mi tierra natal”. Como se lee, busca la paz en las montañas
de su provincia natal. Mientras buscaba reposo, el PAN era jaqueado por el naciente
radicalismo popular y sus revoluciones armadas.
Reposar es estar quieto, sosegado, sin movilidad: he aquí una de las obsesivas
búsquedas del nativismo de González. El tema aparece tamizado en el texto. “Las rudas
fatigas que rinden el cuerpo y envenenan el alma”, obviamente, son metas no buscadas
que sólo se consiguen en espacios como Buenos Aires, el lugar donde
fundamentalmente está la barbarie inmigratoria, el ruido, la manifestación y el bullicio,
según la ideología del poder.
Por tanto, las montañas son el lugar de la salud, el espacio donde el alma y cuerpo se
curan. Buenos Aires, la metrópoli, cosmopolita, el espacio de la ‘enfermedad’. Esta idea
fundacional aún está vigente en el siglo XXI. Todavía se visualiza al campo o a los
pueblos del interior argentino como lugares ‘virginales’ o ‘inocentes’, donde se busca
oxigenar el cuerpo y el espíritu para combatir el envenenamiento que producen las
grandes concentraciones urbanas.
Ese imaginario, el del espacio rural y el de pueblos y ciudades del interior argentino
como lugares propicios para el descanso y la reparación del alma y el cuerpo, tiene su
violenta contrapartida en los regímenes sociales, políticos y económicos que imperan en
las provincias, los cuales han registrado escasas reformas desde fines del siglo XIX.
Pero Buenos Aires es a la vez el espacio desde donde el grupo gobernante que
controla el país genera sus políticas y proyectos que empobrece a las aldeas del interior,
a los lugares donde se ha de ir para conseguir el reposo, según el credo del autor de Mis
montañas. Políticas impartidas desde el espacio que para González representa la
enfermedad.
La estilización de la naturaleza llevada hasta las últimas consecuencias, que se
entiende dentro de la escritura nativista de González y de un régimen político que la
reclamaba, se contrapone a La Rioja de la vida real con tuberculosis. Es realidad
enferma y degradada contra espacios riojanos de las ficciones presentados como ideales
para oxigenar el alma envenenada.
El capítulo VI de Mis Montañas lleva como título ‘El Huaco’, el relato fundamental
que concentra todo el ideario nativista y político de su autor. Allí, el narrador, que se
corresponde con ese hombre que la historiografía escolar y algunas instituciones
moldearon como el ‘inocente’ cantor a las cumbres y la fauna nativas, descarga su furia
contra los caudillos federales de su provincia, a los que obviamente llama “bárbaros”,
“soldadesca torpe” y “hordas”.
Los viejos y anacrónicos calificativos inventados por Sarmiento, son refrescados por
González, que los utiliza sin revisarlos, cuando está al borde del siglo XX.
La comparación con animales, especialmente víboras, no se demora demasiado en el
relato. Aquí utiliza otra vez la comparación para dar forma a un personaje hasta pintarlo
del todo. El narrador/autor, sin rodeos, hunde su daga literaria en el cuerpo de los
‘Otros’.
Escribe que las Montoneras federales “eran los miembros palpitantes, desparramados
en toda la República, que se revolvían aún amenazantes en las últimas pero terribles
contorsiones, como los fragmentos de la serpiente rota por el puñal campesino”. He aquí
de nuevo la comparación de los enemigos políticos con animales.
En el relato, la ficción y una ‘política de la historia’ se encuentran entreverados,
ensamblados que torna confusas las fronteras entre ‘historia’ o experiencia de mundo
real y ficción. En la superficie de la narración encontramos por un lado, al narrador
despreocupado y cachaciento y por el otro, el furor y la violencia cuando condena a un
determinado sector político y social.
Esta forma de presentar su escritura es una característica fundamental y particular de
la narrativa de González: naturaleza, espacios y sujetos sociales y políticos idealizados,
por un lado, y condena a los adversarios políticos, por el otro. Allí las familias
aristocráticas y “distinguidas” perseguidas por las Montoneras están pintadas como
inocentes seres indefensos y parece ser que son las únicas que tienen el ‘derecho’ a
armarse y pelear por ‘su’ tierra. Porque “las montoneras a cuchilla” no tienen ese mismo
derecho, según la prosa nativista, con olor a discurso sarmientino.
Escribe allí: “Mis padres y otros patriotas de la provincia, descendientes de las más
distinguidas familias que pudieron escapar a las hordas de Facundo, trasmontando los
Andes en 1828, eran el blanco, la presa codiciada de las turbas desenfrenadas”. Las
Montoneras son “hordas” y “turbas” descontroladas, no un sector alzado en armas. El
relato, que sólo da cuenta de un hecho puntual, no indaga en las raíces y los motivos
profundos de la pelea.
Se trata de una técnica pedagógica para que, a modo de relato escolar básico, quede
fijado en la mente del escolar acerca de saber quién era quién en esa disputa: “familias
distinguidas” perseguidas por “turbas desenfrenadas”. ¡Quién se va a poner del lado de
unas turbas violentas que persiguen a inocentes familias!
¿Qué escolar primario podría poner en duda lo que se narra en un inocente relato,
cuyo autor, como si ello fuese poco, es el mismo que escribió la Oración a la Bandera,
que a viva voz y con el pecho henchido de patriotismo entona antes de entrar al aula?
Ninguno.
El motivo del inocente perseguido y el “malo” perseguidor lo retoma unos años
después en el relato ‘La selva de los reptiles’ que habíamos examinado. Aparece la
negación del adversario político porque están ubicados, en forma maniquea, por la
pluma del narrador y político en el lugar de los ‘malos’.
Las Montoneras no tienen derecho a alzarse en armas y, si lo hacen, son, según la
ideología estética del narrador, asaltantes comunes ubicados fuera de la ley. Por tanto, el
Estado, en definitiva el poder de las armas, tiene el derecho a eliminarlos haciendo
efectiva la fórmula civilización o barbarie’.
El relato también describe las actividades del padre real del autor, donde vuelve a
aparecer el procedimiento de la ficción mezclada con la historia. En la escritura
interviene ficción, historia, denuncia, sociología y condena social a un sector. Todos
géneros en una misma escritura que no son creaciones originales de González, porque el
Facundo ya tiene todo eso.
Dice: “Muy pocas veces he visto a mi padre durante aquel tiempo, y muy tarde supe
que aquella ausencia era porque vivía lejos, sobre las armas, ya reclutando los soldados
bisoños para hacer la guerra al caudillaje, ya huyendo por las montañas lejanas de la
persecución a muerte de la soldadesca triunfante” .
En primera instancia, el relato tiene un sesgo de queja porque su familia es perseguida
por las Montoneras con “lanza” y luego reclama el derecho a ‘pelear’ para las familias
unitarias de la provincia. Claro que el padre del escritor tenía que ser el blanco, según la
recreación de González, porque era un enemigo político que se dedicaba a la logística
de la guerra al servicio de los unitarios. Porque los ‘Otros’ los identifican como
adversario político a combatir.
González, tal como lo hace Sarmiento en el Facundo y en cartas a Mitre, lo que hace
es reutilizar la vieja tesis según la cual los integrantes de las Montoneras no son
adversarios políticos sino “vandalaje” y, en cambio, los invasores y los que practicaban
el vandalaje, seres inocentes perseguidos.
En efecto, la prédica de González va en ese mismo sentido: al no considerar a sus
coterráneos como adversarios políticos, lo que hace es avalar el exterminio del ‘Otro’.
Precisamente, porque la fórmula ‘civilización i barbarie’ lleva intrínseco ese propósito:
la eliminación física de los adversarios, que es una idea fundacional de nuestra
nacionalidad, que aun posee una dramática e inquietante actualidad.
José Pablo Feinmann escribe que “el que ejerce la violencia, para justificarse, debe
demostrar que el que padece no pertenece a la condición humana. (…) El violento, para
ejercer la violencia comienza por negarle al Otro su condición de ser humano”.56
González, precisamente, ubica al ‘Otro’ en el lugar de los animales. No son seres
humanos. Su texto está informado por la premisa sarmientina según la cual quienes
están enfrente (gauchos, montoneras, rivales políticos) lo único que tienen de humano es
la ‘sangre’. Esta caracterización, aunque elidida en el relato de Mis Montañas, también
se hace extensiva a los inmigrantes.

LOS DUEÑOS DE LA PATRIA

González escribió El Juicio del siglo, con motivo del Centenario para el diario La
Nación. Después se publica en libro, en 1913.En esa escritura ya desaparece totalmente
quien sublimaba a los indios y negros, a los esclavos de sus antepasados, quienes, según
él, estaban contentos de ser esclavos, cuando unos años había escrito Mis montañas.57
56
José Pablo Feinmann, ‘Fanon: el lenguaje zoológico del colonizador’, en La sangre derramada. Ensayo
sobre la violencia política, Buenos Aires, Planeta, 2006, p. 44.
57
J. V. González, ‘El Huaco’, Mis Montañas, cit., p. 64. Escribe allí refiriéndose al acoso de las
Montoneras: “No teníamos más custodia que los negros criados en las casas, descendientes de los
antiguos esclavos, quienes por gratitud a la libertad que se les dio en homenaje a la Revolución de 1810,
se esclavizaron más por el amor a sus antiguos amos, hasta dar la vida por defenderlos”. En realidad, la
guerra entre federales y unitarios es un enfrentamiento entre “proteccionistas” y “librecambistas”.
González en la segunda parte ese texto, que lleva como título “Ciclo de la
Constitución”, introduce la cuestión de la pureza de la sangre y descalifica a indios y
negros por entender que poseen “sangre inferior”. Los mestizos tampoco escapan a la
incomodidad del autor, en un incomprensible ataque racista. Veamos los que dice
González hacia los nada sosegados momentos del Centenario:

Extinguido el indio por la guerra, la servidumbre y la inadaptabilidad a la vida civilizada, desaparece


para la República el peligro regresivo de la mezcla de su sangre inferior con la sangre seleccionada y pura
de la raza europea, base de nuestra étnica social y nacional.58

En primer lugar, habría que hacer algunas precisiones sobre lo escrito allí por
González. Los indios básicamente fueron “extinguidos” por quien lo había nombrado
ministro del Interior, es decir, por el hombre a quien se le erigió, por esa excelsa tarea,
un dilatado y afrentoso monumento ubicado en el centro de la Ciudad de Buenos Aires.
Lo que el político González no explica muy bien es cómo un grupo social, en este caso
los indios, fueron extinguidos a raíz de la “inadaptabilidad a la vida civilizada”. ¿Cómo
uno puede perecer si no se adapta a la vida civilizada de un lugar? Se puede interpretar
lo allí escrito como una penetrante contradicción, pero también como una brutal
confesión.
Lo más lógico es que un sector social de una determinada comunidad o país, en este
caso de la Argentina, sucumba a raíz de condiciones políticas pocos propicias o porque
lo que está vigente es un régimen bárbaro que genera, no una vida civilizada, sino
bárbara y hostil. Por lo tanto, una “vida civilizada” se supone que contiene todos
aquellos elementos que contribuyen a que un determinado grupo prospere material y
espiritualmente, más allá de presuntas diferencias raciales. Un contexto de bienestar
civilizado, según el propio programa teórico sarmientino hecho suyo por González,
suponía la existencia de escuelas, derechos, trabajo. ¿A esto el indio no pudo adaptarse?
¿O es que debe interpretarse que lo que quiere decir allí González es que los indios
fueron ‘extinguidos’, porque estaban plenamente ubicados en el corazón de la pampa
húmeda y había que matarlos o echarlos de esa región?
Lo menos que se puede decir es que es una extraña paradoja que un grupo social no se
pueda adaptar a la vida civilizada que proyecta la propia comunidad a la que pertenece.
Al revisar esa aseveración: ‘Extinguido el indio por la inadaptabilidad a la vida
civilizada’, se concluye que es una deplorable zoncera que contribuye a falsear la
realidad y que fortalece una contradicción con sus propias posturas que había expuesto
apenas unos años antes en La Tradición Nacional, donde se dedica a sublimar al mundo
indígena, ya no presencial, mientras que hacia el Centenario encontramos a González
totalmente informado por un anacrónico positivismo universitario.
En el Juicio del siglo, como su nombre lo indica, es un examen que va de la
Revolución de Mayo hasta 1910, en el que González dice que las Montoneras, los
negros y los indios ya están bien ‘extinguidos’; que hay una Constitución, pero que con
eso no basta y que hay que explorar otras soluciones.
Dice que ahora existe una determinada realidad -y que a partir de ella hay que hacer
otras cosas-, introduce el inconcebible concepto de ‘pureza racial’ y propone una
legislación acorde a los nuevos tiempos, además de expresar la descarriada y absurda
creencia sobre la supuesta ‘sangre seleccionada y pura de la raza europea’. ¿Se le puede
atribuir a Joaquín V. González inocencia, desconocimiento o superficialidad? Creemos
que no. Y después nos extrañamos por vivir en medio de una sociedad racista y
discriminadora.
Varios de los presuntos próceres, cuyos cuadros nos vigilan desde las paredes de las
escuelas, y promocionados escritores argentinos de los siglos XIX y XX, eran racistas y
violentos. Lo que sí es inquietante es observar que una importante franja de la sociedad

Ganaron los últimos y por ese hecho fundamental Argentina no es Canadá, ni Inglaterra, ni Estados
Unidos, ni Alemania, que han aplicado a su debido tiempo un fuerte proteccionismo en todos los órdenes.
58
J. V. González, El Juicio del Siglo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1979, p. 141.
argentina celebra esos trozos de literatura o ensayos donde se dejó por escrito el odio al
Otro político, la incomprensión, el desdén, la discriminación, el racismo y la xenofobia.
Es en el contexto político, social y económico de principios de siglo XX, no sólo de la
Argentina, sino también europeo, cuando arrecian esos tipos de prejuicios raciales, que
van a servir de soporte ideológico al clima represivo y autoritario de la década del ’30,
mientras que en el corazón de la Europa occidental se impondría lo peor.
Luego, González sigue escribiendo: “(…) Eliminados por diversas causas del tipo
común nacional, los componentes degenerativos o inadaptables, como el indio y el
negro, quedaban sólo los que llamamos mestizos por la mezcla del indio y del blanco.
Pero a su vez la evolución de un siglo, obrando sobre una porción mínima de estos
elementos, los elimina sin dificultad, y deja como ley de composición del tipo étnico
nacional la de la raza europea, pura por su origen y pura por la selección operada en
nuestro suelo sobre la sangre criolla, que es también sangre europea”.59
En ese párrafo, lamentable, claro, el escritor y político riojano insiste con el concepto
de la ‘inadaptabilidad’ del indio, pero también del negro. Si un negro podía tomar brasas
con la mano, como él mismo lo confiesa apaciblemente, cómo no habría de poder
adaptarse a una ‘vida civilizada’.

UN PRODUCTO DE PURA SANGRE BLANCA

Es más fácil para un grupo social, qué duda cabe, soportar un cruel régimen político
que lo persigue, que sostener brasas en sus manos, por más callosas que estuviesen las
manos de los negros, como fruto de duros y fatigados trabajos al servicio de un
determinado amo, a quien ellos mismos se ataban aún más (como dice González),
aunque aquí no estamos estableciendo jerarquías entre esas posibilidades, porque lo
segundo es una anécdota, quizá producto de lo primero. Es posible que un régimen cruel
agarre a los negros para hacerlos agarrar brasas con las manos.
González ensaya así una justificación de la eliminación de indios y negros porque
constituyen “componentes degenerativos o inadaptables” en la ‘Patria Blanca’ que
contribuye a establecer desde la ficción y la ensayística y, sobre todo, a partir de la
experiencia de mundo real.
Evidentemente, hacia el Centenario las cosas cambiaron rotundamente desde aquellos
lejanos años de la década del ’80 del siglo XIX y, perspicaz, González como miembro
prominente de la constelación gobernante, es plenamente consciente de las nuevas
tormentas y de los nuevos problemas que debe afrontar el sistema político y económico
exclusivo del PAN.
¿Puede calificarse como ‘progresista’ a un hombre que conscientemente, y desde la
tranquilidad que le otorgaba ser un dirigente político perteneciente al sector dominante,
escribe sobre razas inferiores y superiores, y presuntas purezas raciales? Creemos que
no.
Escribe en el Juicio del Siglo: “La enorme ventaja económica de esta evolución, no
necesita acaso inventario o prueba: suprimidos los elementos de degeneración o
corrupción, que significan debilidad, agotamiento, extinción, y en otro orden ineptitud y
falta de resistencia para el trabajo creador y reproductivo, quedaba, pues, un producto
selecto de sangre blanca pura o depurada, cuyo coeficiente o ‘ratio’ de potencia mental,
de labor, de energía y voluntad y cuya asimilación a las más altas formas de cultura se
encuentran demostradas por los resultados históricos de las más grandes nacionalidades
contemporáneas”.60
Para González hay unas razas mejores que otras. Unas son ‘superiores’ y otras
“inferiores”. No precisó nunca cómo llegó a semejante conclusión porque está escrito
candorosamente, quizá poseído por las fastuosas festividades del Centenario, aunque
ello, claro, no lo exime de semejantes posturas.

59
J. V. González, El juicio del siglo, cit., p. 147.
60
Ibíd., p. 147-148.
González no explica como arribó a esas lamentables conclusiones porque
sencillamente no hay forma de medir esas desacertadas comparaciones. ¿Se trata de
buscar una raza apta al servicio de un modelo de economía? Un racismo inconcebible.
Otra vez la cuestión de la “pureza de la sangre” que opera en un contexto muy
diferente con respecto de los años en que había escrito, por ejemplo, el panegírico al
coronel Dávila.
Se trata de un momento -los primeros años del siglo XX-, en el que González
propone, antes que la represión policial directa a obreros y contra todo aquello que se
moviese, la ley para regular o penar a quien desafiase el modelo oligárquico, en peligro
de derrumbe, aunque siempre parece que está en peligro de derrumbe y no cae nunca.
E incluso va más allá con una idea fundacional y matriz discriminatoria que todavía
está vigente en el imaginario de la sociedad de fines del siglo XX y principios del XXI.
González señala que “la fuerza y la belleza son dos ideas y hechos que se completan e
integran esencialmente en todo organismo normalmente educado; y así, en nuestro
medio ya es proverbial la mejora estética del tipo criollo primitivo” (…)”.61
¿Será a partir de eso que la policía tiende a pedirles documentos a algunos por portar
un determinado aspecto que no coincide con el modelo estético oficial? Sólo se puede
entender eso a partir de ideas que informan un deleznable prejuicio racial.
González apunta a establecer un temerario canon de belleza, informado por un tardío
positivismo. Propone la fórmula civilización o barbarie en la decantación racial que
según él se registra en el país. Lo grave es cuando la incomodidad que generan los Otros
se convierte en política de exterminio o represión llevada a cabo o instigadas por
aquellos que se sienten incomodados.

LA LEY CONTRA LA PROTESTA

Con notable agudeza González observa que el modelo estancia-granero del mundo
atraviesa por una profunda crisis. Y para no perder todo le dice a su elite que no es
suficiente lo hecho hasta el momento. Que hay una Constitución, que los elementos
portadores de sangre inferior (gauchos, indios, negros) fueron extinguidos, pero que no
basta con ello porque hace falta algo más para evitar el derrumbe, y les dice que se
presentaron “problemas nuevos”, a los que hay que superar de otra forma.
González escribe: “(…) Y a medida que las ignorancias y prejuicios de las clases
superiores cedan su lugar a una conciencia más ilustrada sobre las fases científicas de la
vida colectiva, su rigor desaparecerá, y en vez de medidas de exclusión o represión
violenta a manera de castigo o exterminio, se buscarán las soluciones jurídicas y las
formas de la justicia que se avienen con todas las situaciones y conflictos entre los
hombres y las clases”.62
Este pasaje del Juicio del Siglo es el que dio pie a quienes sublimaron al personaje
para definirlo como la “cara progresista” del PAN. Piénsese cómo los diferentes
regímenes actúan al momento de reprimir o eliminar al Otro. Los dictadores Mitre y
Sarmiento colocan fuera de la juridicidad a las Montoneras y sólo cabe eliminarlos,
hechos que ya no se discuten más por las sobradas pruebas que ambos dejaron por
escrito.
Para el Centenario, González visualiza que el modelo exportador de materias primas
baratas, del que formaba parte, peligra y que la única manera de ponerlo a salvo es
otorgando una salida. Detecta que se necesita un mínimo de racionalidad por parte del
régimen: la ley. Ahora es necesario combatir a todo aquel que se movilizase por medio
de la fuerza que otorga la legislación que, a su vez, dará cobertura legal a las fuerzas
represivas.
Esa propuesta legislativa de González, escrita hacia 1910, ya estaba en el Informe de
Bialet Massé que había redactado seis años antes. Bialet Massé, que actúa en el mismo
contexto político, económico y cultural que González, también deja trazos nativistas en
61
J. V. González, El juicio del siglo, cit., p.148.
62
Ibíd., p. 151.
su relato de las miserias que padecen los trabajadores argentinos, y pone por escrito la
presunta superioridad del trabajador nativo por sobre la fuerza laboral del inmigrante,
una visión que estaba claramente alineada con quien le había pedido el informe.
Dice ese médico en ese informe: “Se ha puesto sobre el tapete desde hace algunos
años la cuestión de la reglamentación de la inmigración extranjera”. (…) Puede
limitarse, restringirse y gravarse la entrada á los que vengan con objetos distintos de los
expresados, á los que vengan con objetos contrarios, es decir, á dificultar la labranza y á
empeorar las industrias, y, á mayor abundamiento, a los que vienen á fomentar las
inmoralidad y el vicio”.63 En realidad, lo que empeoraba la industria (situación vigente)
era y es la práctica de la libertad de comercio, que beneficiaba a Gran Bretaña, madre
del proteccionismo.64
Uno de los tantos contenidos del Informe es la exaltación del obrero criollo por sobre
la mano de obra inmigrante, en consonancia con el nativismo de González. El
historiador riojano Roberto Rojo, en su obra El divino Joaquín, describe la
convulsionada situación laboral y social de la Argentina durante los primeros años del
siglo XX y la actitud que adopta frente a ello el ministro del Poder Ejecutivo Nacional.
Rojo escribe: “González era enemigo del desborde que se origina en la lucha social
incontrolada, pero estaba convencido de que el problema debía ser abordado con la
norma jurídica acorde a los nuevos tiempos que se vivían”.65
Que se haya intentado judicializar la protesta social de entonces no es un tema que
vaya en beneficio de González, sino más bien lo contrario. Reafirmamos la idea central
de que aquellas iniciativas están todavía plenamente vigentes en la Argentina de
principios del siglo XXI. Nótese la decadencia y el retroceso que a un siglo de aquellos
sucesos no se pide la ley, sino la represión lisa y llana contra expresiones parecidas.
Rojo escribe que “Miguel Cané, senador por la Capital Federal, había presentado el
proyecto de ley que se transformó en la Ley de Residencia, por la que el Gobierno podía
expulsar a todo extranjero que comprometiese la seguridad nacional o perturbarse el
orden público. Desde luego que González defendió esta ley, era el ministro del Interior,
y fue criticado por eso”.66
Las luchas obreras comprometían la seguridad nacional: Suena a dramática
actualidad. La dictadura que desguazó mental y materialmente a la Argentina entre 1976
y 1983 también se propuso defender la “seguridad nacional”, como parte de una
doctrina internacional diseñada afuera y puesta en práctica adentro. González y la elite
gobernante se sentía dueños de la patria y los gendarmes de la “seguridad nacional”.
Feinmann asegura que “el fascista –todo fascita- se siente dueño de la patria y de su
tradición. Cree que el otro, siempre, viene a arrebatarle el presente y así mismo es la
negación del pasado”.67 He aquí las ideas fundacionales que aún siguen vigente en la
sociedad argentina. Son argumentos y fundamentos para la xenofobia asfixiante que se
vive durante la “fiesta” del Centenario, pero que ya está presente en las últimas décadas
del siglo XIX.
Ese sector dominante se propone mostrar a los “ilustres” extranjeros visitantes de
Buenos Aires que llegan a una “ciudad europea” de América Latina, que no está llena
de inmigrantes, anarquistas, conventillos hacinados y obreros movilizados, porque los
indios y los negros ya no están.
63
J. Bialet Massé, cit. p. 129. Este médico socialista propone allí medidas de fondo como la reforma de la
Constitución para regular la inmigración: “No entendieron los Constituyentes que con sus disposiciones
abrían de par en par las puertas del país a los enfermos contagiosos, a los criminales, a los mendigos, y
menos a los que con sus entrada condenarán a los hijos del país a la ruina, a la miseria y al hambre, y lo
que es peor a una lucha sangrienta, encarnizada, de exterminio”. Esa parte es lamentable.
64
Véase José María Rosa, Defensa y pérdida de nuestra independencia económica, Buenos Aires, Peña
Lillo, 1986. Este gran historiador desarrolla con precisión la cuestión del proteccionismo y el libre
cambio.
65
Roberto Rojo, El divino Joaquín, La Rioja, Nexo Ediciones, p. 211. La obra de este autor es una
completa y recomendable biografía de J. V. González, en la que se incluye la tarea política, educativa y
legislativa; aspectos de la vida íntima, los gustos literarios, peripecias familiares y confidencias.
66
Ibíd., p. 212.
67
J. P. Feinmann, cit., p. 26.
EL PAÍS ESTANCIA

González también escribe en el Juicio del siglo: “El aislamiento interprovincial ya no


existe, las llanuras del litoral y sus ricas zonas bañadas por los grandes ríos o por las
lluvias del cielo en periodicidad maravillosa, constituyen un granero y una inmensa
estancia donde el mundo se provee de cereales y frutos (…)”.68
En ese libro se propone hacer un balance de lo hecho y esboza proyectos de lo que
falta por hacer. Considera a la Argentina como un granero y una inmensa estancia. Esto
contribuyó a fijar al menos tres ideas fundacionales que nos acompañarán hasta nuestros
días y que nadie, al menos seriamente, pudo revertir, aunque ello no significa que no
haya habido intentos.
Lo que les dice a sus contemporáneos es que la Argentina ya está inserta en la división
internacional del trabajo -diseñada y ejecutada por Inglaterra-, cuyo destino es la de ser
un mero exportador de materias primas y un mediocre importador de manufacturas, las
cuales se industrializan con las mismas materias primas que mal vende. Porque “el
mundo se provee de cereales y frutos”.
Le cuenta a su elite que “el aislamiento interprovincial ya no existe”. Ciertamente, si
la Argentina provee materias primas -principalmente a Europa-, se entiende que en su
momento se llevaron a cabo todas las obras de infraestructura para realizar tal cometido:
caminos y vías férreas, que convergen en el puerto de Buenos Aires para sacar los
“cereales y frutos”.
De ningún modo esa infraestructura servía a un proyecto de industrialización de todo
el país. Se trata de una inserción que es parte de una de las tantas globalizaciones de la
historia, con sus respectivos globalizadores y globalizados. El “litoral es una inmensa
estancia”. Esto equivale a decir que la Argentina, con sus vacas, sus cereales, sus frutos
y sus tradiciones nativas, es ‘nuestra’, es decir, de ellos.
El destino del país es la de ser un exclusivo “granero” del mundo. Y los ingresos por
ser granero son, obvio, para los dueños de la estancia, que es inmensa. Pero la estancia
está circunscripta a una parte del país: “el litoral y sus zonas aledañas”. Es decir, la
Pampa Húmeda. El país ya está configurado de esa forma, aunque también se extraigan
materias primas de todo el país.
Pero quienes disfrutan de los ingresos por ser un país granero, están ubicados en ese
espacio primordial construido y fundado por un proyecto político histórico. Se trata, por
tanto, de una construcción fundacional de la Argentina que aún no se pudo revertir.
Así fue que la ‘patria’ es asimilada a la ‘pampa húmeda’ o a sus equivalentes de
‘campo’, ‘agro’ y otras denominaciones. El problema, obviamente, no es su existencia,
sino su reclamo de exclusividad. Se cuentan por centenares los investigadores nativos
que intentaron dar con la clave y analizaron en profundidad a ese sector social que
usufructúa los ‘granos’, con los correspondientes cambios y disfraces que adoptó a
través de dos siglos.
El doctor José María Rosa escribe que “oligarquía [subrayo de él] es el gobierno de
un grupo social ajeno y opuesto a la comunidad, que no la interpreta, se maneja con sus
propios intereses y se vive a sí mismo como si fuera toda [destacado del autor] la
comunidad. Lo decisivo no es su carácter de minoría, sino su condición opuesta al
pueblo”.69
Luego escribe: “No se trata de un grupo cerrado, fundado exclusivamente sobre la
sangre y la fortuna. El dinero era importante, pero no decisivo (sí lo era la apariencia de
poseerlo). Tampoco importaba la cultura. En cambio, era imprescindible la total
identificación con sus intereses, sus prejuicios, sus mitos y sus idearios”.70
Sin embargo, la idea fundacional de que la Argentina es un “país estancia” no es una
invención de González. Dos hombres en el siglo XIX contribuyeron a ello. Incluso se

68
J. V. González, El juicio del siglo, cit., p. 142.
69
J. M. Rosa, La Historia de Nuestro Pueblo, cit., p. 247.
70
Ibíd., p. 247.
trata de dos hombres presentes y reivindicados en las escrituras del revisionismo
histórico: Juan Manuel de Rosas y José Hernández.
Micialdes Peña escribe: “Cada aspecto de la política de Rosas demuestra el claro
propósito de poner todo el país al servicio de la acumulación capitalista de la industria
estanciero-saladeril”.71 Por lo que se lee, esa idea de país estancia ya estaba instalada o
prefigurada desde hacía por lo menos 70 años y lo que hace el escritor riojano es darle
fuerza simbólica a una realidad política y económica ya totalmente consolidada en su
tiempo.
Dice ese historiador en ese mismo sentido: “Pocos recuerdan que fueron Rosas y la
industria saladeril quienes, interesados en vender a buen precio en el extranjero,
encarecieron la carne destinada al consumo, dirigiendo todo el ganado hacia los
saladeros, acta de nacimiento del sistema colonial vigente hasta el día, por el cual la
carne consumida en el país se encarece para que el consumidor extranjero no tenga que
privarse de carne argentina o pagarla más cara”.72 Rosas entre 1835 y 1852 realiza un
proyecto proteccionista y además evita la balcanización de la Confederación en la época
del ataque anglo francés, en 1845.
Ese mismo escritor, por otra parte, destaca sobre la escritura de Hernández: “Pocos
parecen haber advertido que Martín Fierro no contiene ningún ataque explícito ni
implícito a la clase estanciera. Por el contrario, pinta idílicamente las relaciones entre
gaucho y patrón estanciero”.73 Está claro que esa obra no se agota allí. Por algo el
nativismo conservador no la tiene en cuenta.

CUANDO LA RAZA INFERIOR VA A LA GUERRA

González nunca abandonó la estética nativista. Ella se puede observar en La Tradición


Nacional, su primera obra de importancia, donde hay rastros de romanticismo, hasta en
las Fábulas Nativas. Hacia el Centenario estamos lejos del González de aquel libro, una
obra que no le cae bien a Mitre y que incluso se lo hace saber por medio de una carta.
Está lejos también de algunos de los relatos de Mis montañas, donde festeja las
andanzas del ‘Indio Panta’, un personaje sumiso que va candorosamente, según el
relato, a dejar sus huesos en la absurda guerra contra el hermano pueblo del Paraguay.74
En esa contienda totalmente impopular donde la Argentina fue detrás de las decisiones
brasileñas.
Sin embargo, la escritura de Mis montañas ya está informada por la fórmula
civilización o barbarie y ese principio básico de su narrativa habría de profundizarse en
el libro Historias (1900) y. en particular, como se verá más adelante, en un relato que es
una acabada muestra de su visión de mundo: ‘La maestra de palotes’. En 1905 aparece
la segunda edición de Mis montañas y, en esa ocasión, publica como prólogo la famosa
carta del nativista rioplatense Rafael Obligado.75 Este escritor bonaerense, en la carta, se
declara “afectísimo amigo” de González, incluye con toda razón a la escritura del
riojano dentro de la estética nativista y se deshace en elogios y celebraciones por la
aparición del libro. La carta lleva fecha del 5 de abril de 1892, es decir, mientras el país
ardía políticamente y el radicalismo estaba embarcado en revoluciones armadas contra
el régimen del PAN.
Le dice a su amigo en la carta que “la propiedad artística de la cordillera argentina
pertenece a usted de hoy para siempre, como la de la llanura al poeta de La Cautiva”.
Como se lee, aparece el insistente tema de la ‘propiedad’, tan caro a la visión de mundo
de la aristocracia intelectual argentina del ’80, pero también de otras épocas, forjadora

71
Milcíades Peña, El paraíso terrateniente. Federales y unitarios forjan la civilización del cuero, Buenos
Aires, Ed. Fichas, 1975, pp. 61.
72
Ibíd., p.62.
73
M. Peña, De Mitre a Roca. Consolidación de la oligarquía anglocriolla, Buenos Aires, Ed. Fichas,
1975, p. 49.
74
J. V. González, ‘El Indio Panta’, en Mis Montañas, cit., cap. IV, pp. 49 y ss.
75
Ibíd., Carta de Rafael Obligado, pp. 13 y ss.
de ideas fundacionales que aún nos acompañan y que en general siguen moldeando el
pensamiento de la elite dirigente de la Argentina.
Porque había que ser propietario no sólo de interminables estancias y de ganado
bovino, sino también de los espacios solidificados en la poesía, en el ensayo, en la
plástica, en el teatro y en la música folclórica.
En la misma carta le remarca a González: “¡Bienvenida sea la musa montañesa a
hacerse conocer de los porteños, a caer en brazos de su hermana, la de las Pampas, hija
de Echeverría y dueña única hasta ahora del arte naciente en nuestra tierra!”. Como se
lee, otra vez aparece la cuestión de la propiedad, pero esta vez para destacar que la
poesía argentina tiene un ‘dueño’ y que ese ‘propietario’ es Echeverría. De paso se
ignora a la gauchesca, que como dijimos, el nativismo desdeña.
Introduce además el parentesco entre una obra y otra poniéndolas en pie de igualdad e
indica que esa hermana de la escritura de González, la musa de las pampas, es “hija” de
Echeverría, que a su vez es “dueña” del arte de la Argentina. Un perfecto entramado
genealógico y de apropiaciones que propone Obligado.
Obligado, fecundo en ardides nativistas, astutamente plantea la unión de los espacios
que le proporcionan las escrituras de Echeverría y de González. La llanura del primero y
las montañas del segundo le vienen como anillo al dedo para realizar esa maniobra de
apropiación de los espacios, que no sólo se reduce a los meros lugares (geográficos y
reales) demarcados por la ficción de uno y otro autor, sino que ese ideario tiene plena
correlación con la experiencia del mundo real político y económico, a la vez que
confronta con los inmigrante movilizados.
No sólo espacios geográficos reales aparecen referidos en la carta, que es una perfecta
síntesis donde se delimita, fija y aclara la estética ideológica del proyecto aristocrático
nativista de Obligado, compartido por González, sino que también aparecen referidos
algunos sujetos sociales.
Como no podía ser de otra manera, Obligado también fija su postura en la carta acerca
de lo que le parecen ciertos sujetos sociales como los indios y los mestizos. Los juicios
y prejuicios que deja por escrito, quizá como fruto del extraviado credo nativista y
posiblemente también sazonado con el positivismo en auge, alcanzan a los indios.
Escribe Obligado: “La verdad sea dicha: ni los españoles ni nosotros hemos hecho del
indio cosa que valga ni para la sociedad ni para el arte”. El tono tiene un inocultable
sabor a sincerar los planteos que hasta ese momento venía realizando acerca de los
mismos sujetos sociales. Lo que Obligado le comunica allí a González es que si bien se
podía sublimar a los indios, a la sazón asesinados por Roca en la llamada conquista del
desierto, como una forma de sumar sujetos nativos para hacer frente a la inmigración de
clase baja europea, había que buscar otras formas u otros sujetos sociales para esa meta
y para ponerlos como ejemplo de nacionalidad a seguir.
Agrega con respecto de los indios que “sus creencias, costumbres y tradiciones son de
tal modo diversas de las nuestras, tan exóticas nos parecen y, lo diré claro, tan bárbaras,
que no existe quien soporte de buen grado un trozo de elocuencia araucana, así lo parlen
Caupolicán o Lautaro”. Obligado, de esa forma, también aplica a rajatabla la vieja
fórmula racista sarmientina y es así como escribe que pertenecen a culturas “exóticas” y
“bárbaras”, aparentemente contra de lo que González pensaba por ese mismo momento
sobre los mismos sujetos sociales.
Obligado de paso barre con la obra épica poética La Araucana de Alonso de Ercilla y
Zúñiga, en la que figuran esos héroes araucanos en su lucha contra los españoles,
aunque ese texto fue escrito también para destacar la trabajosa conquista española y
justificar así la incursión conquistadora.
Obligado no está de acuerdo con el procedimiento consistente en sublimar o exaltar a
un sector social, en este caso lo indios, con el propósito de utilizarlo como ariete
cultural contra los inmigrantes. Hay que recordar que él optó por la estilización del
gaucho y no de los indios como parte de su estética nativista, a partir del cual el gaucho
deja de ser un sujeto para convertirse en una “sombra doliente”, tal como aparece en su
Santos Vega.76
Obligado le realiza esas descarnada aclaraciones racistas a González cuando éste aún
está en la etapa de la sublimación de los indios y lo negros, porque el escritor riojano
sabe perfectamente que los indios y lo negros ya no configuran un peligro para el
sistema del que forma parte activa, tanto en las letras como en la política, y que, por lo
tanto, no hace falta descargar furia alguna contra ellos y sí cabe tenerlos como sujetos a
sublimar en el ensayo o en la ficción.
Por lo tanto, es posible aseverar que Obligado deja por escritos esos prejuicios raciales
a destiempo y que González ya se da cuenta de que no hace falta agarrárselas contra ese
sector social que en la vida real ya habían sido diezmados por los rifles de Roca y que
estaban disminuidos y plenamente derrotados.
La otra posibilidad es que Obligado dice eso porque tempranamente hace suyo el
positivismo. La carta de Obligado seguramente obró como una fuerte influencia en
González, quien dirá lo mismo sobre los indios en el Juicio del siglo, casi veinte años
más tarde desde sus primeras escrituras y también como fruto de un extraviado y tardío
positivismo.
Efectivamente, bajo la influencia de modelos universitarios europeos, “la positivista fe
en que a través de la ciencia una elite intelectual podría alcanzar el conocimiento que
permitiera resolver los principales problemas de la humanidad, había conformado un
pensamiento ampliamente difundido desde la segunda mitad del siglo XIX y del que en
nuestro país Joaquín V. González fue uno de sus más fervorosos adherentes”.77
El doctor Alejandro Korn también hecha luz sobre las influencias filosóficas en
nuestro que hacer nacional. Dice sobre la llamada generación del ’80, en el que se suele
incluir a González, que “en general, acogieron con simpatía la doctrina agnóstica y
evolucionista de [Herbert] Spencer (…) Siguieron de cerca la fase psicológica del
positivismo, siempre más interesados en las aplicaciones políticas, jurídicas, sociales o
pedagógicas que en la dilucidación de los principios abstractos (…). Espíritus movidos
por el anhelo de una alta cultura nacional, tuvieron la visión clara de la pecaminosa
realidad”.78
Korn da con la clave acerca del pensamiento de ese momento y es también en el
positivismo donde debemos buscar en González su opción por el sosiego y la huida de
la “pecaminosa realidad” hacia las montañas de la patria, una de las fundamentales
metas del nativismo del escritor riojano.
La carta de Obligado es un compendio de racismo literario inconcebible. Obligado, al
final, se termina sincerando acerca de lo que realmente piensa sobre el tema. El
desprecio está escrito en plural y por eso Obligado prefiere al Indio Panta que González
sublima y celebra en Mis montañas. “Mejor estamos con los mestizos, porque al fin y al
cabo algo nuestro deben tener, y sin duda por eso me ha interesado su indio Panta,
músico de las procesiones y bailes, héroe popular, decidor y bullanguero”.
Claro, es preferible un mestizo con sangre india, individual y alborotador, en tanto
configura un sujeto pasivo y nada peligroso, a la vez desorganizado e incapaz de poner
en jaque al sistema político y económico o de liderar acaso una fugaz revuelta contra el
orden establecido.

76
Rafael Obligado, ‘Santos Vega’, en Carlos Guido y Spano. Rafael Obligado. Poesías (antología),
Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1993, p. 101 y ss. Comienza esa poesía de Obligado:
“Cuando la tarde se inclina/ Sollozando al occidente, / Corre una sombra doliente/ Sobre la pampa
argentina”.
77
Gustavo Vallejo, ‘El culto de lo bello’, La universidad humanista de la década del ´20. Este capítulo
reúne ideas anteriormente expuestas en: Gustavo Vallejo, ‘La incorporación del arte a la enseñanza
universitaria. La UNLP en la década de 1920’, Jornadas La Universidad como objeto de investigación,
UBA, setiembre/1995 (mímeo); y Gustavo Vallejo, ‘La belleza en la Universidad’, revista Block Nº 1,
Centro de Estudio de Arquitectura Contemporánea de la Universidad Torcuato Di Tella, Buenos Aires,
agosto/1997, pp.43-53. Disponible en http://www.iib.unsam.edu.ar/.
78
Alejandro Korn, ‘El positivismo’, Influencias filosóficas de la evolución nacional, Buenos Aires, Solar,
p. 244.
Si Panta hubiera optado por encabezar una revolución o liderar las Montoneras, otros
hubieran sido los calificativos y jamás hubiera merecido un altar en la literatura
nativista del escritor riojano. El personaje Panta es eso, sólo un ser individual, con
características casi bufonescas, que tenía por finalidad hacer divertir y bailar a las niñas
pacatas del pueblo. Lo describe con perfiles sumisos y una conducta de chico escolar,
estático y servil; atento a los reclutamientos, sean éstos para las guerras de la
Independencia, “la guerrilla casera” o para ser llevado a la infausta incursión contra el
pueblo Paraguayo.
“Predominaba en él la sangre indígena”, escribe el narrador en Mis Montaña, acerca
de las cualidades del indio Panta. Y luego: “Era, pues, de esa raza criolla que tuvo en
sus manos y nos salvó la libertad de su suelo”. Esa misma raza, unos años después,
habría de convertirse en “inferior” para González. En su ensayística hacia el Centenario
realiza un giro fundamental, clave, porque quedó muy lejos de sus posturas de fines del
siglo XIX.
Debiéramos recordar cómo veía hacia el Centenario a ese sector: “Extinguido el indio
por la inadaptabilidad a la vida civilizada...”. Es atinado preguntarse si González
realmente da un giro fundamental en torno a la visión que tenía sobre esos sujetos
colectivos, porque quizá las posturas que brotaron hacia el Centenario ya estaban
presentes, aunque sea apenas delineadas, en su anterior escritura.

EL MARTÍN FIERRO Y EL SANTOS VEGA

González, como sabemos, echa a rodar su narrativa nativista con una de sus obras más
importantes: La Tradición Nacional. Allí ya lleva a cabo un fuerte panegírico del Santos
Vega, de Rafael Obligado, quien habrá de hacer lo propio unos años después cuando el
riojano publica Mis Montañas, como ya vimos. Se trata de gentilezas entre nativistas. La
fábula XVII de Fábulas Nativas tiene como título “Lugones, Obligado y Martín
Fierro”.79
Como se ve, el título de la obra de José Hernández y el personaje principal de la
misma, según la visión de González, funcionan a la vez como el nombre y el apellido o
el pseudónimo de ese poeta. El reemplazo en términos jerárquicos está ubicado a la
altura de Leopoldo Lugones y Rafael Obligado. Lo que se observa allí es el reemplazo
de José Hernández por ‘Martín Fierro’.
De esa manera evita nombrarlo. Al ponerlo al lado de esos dos escritores realiza una
maniobra tendiente a ignorarlo. Tenía al menos dos opciones para el título de la fábula
que, por otra parte, no es una fábula: Nombrar a José Hernández o reemplazar a
Lugones y a Obligado con alguna de sus obras famosas: Hubiera titulado: ‘El Payador,
Santos Vega y Martín Fierro’, que hubiera sido un título más fuerte, musical y
ecuánime. ¿Por qué sólo omitió a José Hernández?
El escritor riojano de esa manera dejó una idea fundacional, como tantas otras, que es
la de reemplazar a José Hernández por el nombre de su obra o el del personaje principal
del poema. Esa maniobra en definitiva constituyó por mucho tiempo una política de la
crítica literaria, que fue seguida por comentaristas de la obra, aunque Lugones realizó la
misma maniobra cuando en 1913 eleva a la categoría épica la obra de Hernández.80 En
realidad, la marginación de Hernández como autor de Martín Fierro y el reemplazo de
su identidad, designándolo con el nombre de su propia creación, se comenzó a realizar
en diarios y comentaristas de la obra apenas muere el poeta, periodista, guerrero y
político, ocurrida el 21 de octubre de 1886.
El escritor Adolfo Prieto da cuenta de esa maniobra al comentar el comportamiento de
los diarios La Nación y El Diario que “no vacilaron en identificar la fama de Hernández
con la del personaje protagónico del poema. La Nación, inclusive, tituló ‘Martín Fierro’
a la nota necrológica publicada el 22 de octubre” de ese año.81
79
J. V. González, ‘Lugones, Obligado y Martín Fierro’, Fábulas Nativas, cit. p.p. 104 y ss.
80
Véase la nota 36.
81
Adolfo Prieto, El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, Buenos Aires, Siglo
XXI, 2006, p. 87.
Con respecto del último de los diarios dice Prieto: “Y El Diario decía en la parte final
de su elogio fúnebre: ‘Por donde quiera en nuestra campaña el nombre de Hernández,
sustituido por el de Martín Fierro, por la admiración de nuestros gauchos, recibirá el
acatamiento de una gloria sancionada por los años’”.82
Ese último diario no se arroga para sí esa maniobra, sino que intenta transferirla a los
gauchos de la campaña bonaerense. Prieto también asegura, al comentar la obra de
Sebastián C. Berón, quien con su libro La muerte de Martín Fierro (1899) contribuyó a
crear lo que se podría denominar una tradición de un sector de la crítica de la poesía de
Hernández, aunque también creo que se apuntaba a otros propósitos.
Dice Prieto: “Es curioso que Berón, como los autores de las notas necrológicas citadas
anteriormente, tendiera a identificar la imagen de Hernández con la del héroe de su
poema, y aunque la identificación en este caso se reclamaba como un soporte de un
sentimiento de nacionalidad integrada y no como recurso de transferencia simbólica de
una parcialidad sobre otra, parece evidente que su propuesta vino a consolidar el triunfo
de ese juego de parcialidades”.83
Por tanto, las maniobras desde el periodismo y desde la crítica literaria para marginar
a Hernández como autor de su obra no fueron inventos de Lugones, ni de González. Esa
manera de presentar el tema apunta a dos frentes: Crear un sentimiento de nacionalidad,
como acertadamente dice Prieto, contra la cada vez más creciente inmigración europea,
y de paso se separa a Hernández como autor de su poema, porque en definitiva lo que
les molestaba era su pasado federal y las duras críticas contra la oligarquía comercial
anglo porteña.
La marginación de Hernández consiste en señalar que el Martín Fierro es una
excelente obra, pero quien la escribió no está a la altura de su propia creación. Ello
equivale a afirmar que Hernández era un escritor menor y hasta se llegó al despropósito
de señalar que era una imitación de Los tres gauchos orientales del oriental argentino
Antonio Lusich.84 En realidad, es al revés porque este escritor corrigió su escritura
cuando apareció el poema de Hernández.
Borges escribió en 1953, en colaboración con Margarita Guerrero, una obra que se
llama Martín Fierro, que está destinada a examinar críticamente el poema de
Hernández. Es cierto que Borges no simpatizaba con Hernández. Dice del poema de
éste: “Menos asombrosamente podría decirse que los diálogos de Lusich son un
borrador ocasional, pero indiscutible, de la obra definitiva de Hernández”.85
Como se ve, los intentos por opacar al autor de aquel poema continuaron durante casi
el todo el siglo XX. Borges, sin embargo, en forma definitiva, no ignora ni la obra ni al
autor de la misma, porque acertadamente le dedicó un libro al que le puso el mismo
nombre de la escritura criticada y que tuvo una fuerte repercusión al momento de su
publicación.
No sólo eso, sino que Borges asegura: “La palabra epopeya tiene, sin embargo,
[subrayado de los autores] su utilidad en este debate. Nos permite definir la clase de
agrado que la lectura de Martín Fierro nos da; ese agrado, en efecto, es más parecido al
de la Odisea (…) En tal sentido es razonable que el Martín Fierro es épico”.86 Borges,
en su conclusión, enfatiza: “Si no condenamos a Martín Fiero es porque sabemos que
los actos suelen calumniar a los hombres. Alguien puede robar y no ser ladrón, matar y
no ser asesino (…)” Y luego escribe que “expresar hombres que las futuras
82
Ibíd., p. 87.
83
Ibíd., p. 88.
84
J. A. Ramos, cit., p. XVIII. Ese historiador asegura que Antonio Lusich publicó su obra en junio de
1872 y Hernández en diciembre de ese mismo año y que “de tal cronología, tanto Tiscornia como Borges
deducen que algunos versos del Martín Fierro serían meras paráfrasis o inevitables ecos del poema de
Lusich (…), de no ser por un fatal eclipse informativo de ambos comentaristas (…), Borges y Tiscornia
confrontaron el texto de Martín Fierro con las ediciones posteriores de Los tres gauchos orientales, en
lugar de hacerlo con la primera edición (…) Lusich, bajo el poderoso influjo del Martín Fierro, corrigió
después de la aparición del poema de Hernández su propio poema”. Una chapucería de Borges y
Tiscornia.
85
J. L. Borges y Margarita Guerrero, Martín Fierro, Barcelona, Alianza, p. 29.
86
Ibíd., p. 101.
generaciones no querrán olvidar es uno de los fines del arte; José Hernández lo ha
logrado”.87

BIBLIA INFORME

Volviendo a nuestra fábula, allí González lisonjea a sus amigos Lugones y Obligado y
deja para el final su parecer sobre el Martín Fierro: “Ese insondable océano de ciencia y
poesía”, dice sobre esa obra. Es decir, que para el escritor riojano la obra no se puede
sondear, que también quiere decir que es imposible encontrarle su fondo o que no es
accesible para averiguar de qué trata.
Quiere ver en el Martín Fierro “ciencia y poesía”. Que haya observado poesía es una
obviedad que no requiere comentarios, pero que también haya leído “ciencia” en ese
libro sólo puede ser explicado a partir de su positivismo universitario.
Parece ser que en esa escritura, no le interesó emprender un análisis más amplio del
poema, como sí lo hacen sus amigos y contemporáneos, porque apenas le bastó una
exigua cantidad de versos para referirse al mismo. González reclama que la obra de
Hernández, a quien no nombra en ningún lugar, es “de la gente nativa, biblia informe”.
Al calificar al Martín Fierro como “biblia informe” está dando su opinión definitiva
sobre ese poema, porque después no volvió a abordar esos temas.88 Llamar “biblia” a
una obra poética puede estar animado al menos por dos motivos: uno de ellos podría
estar destinado a realzarla y el otro, a descalificar el objeto sobre el que recae tal
aserción. La primera está descartada y es posible que González haya querido
menospreciarla porque consideraba que es muy grande y por eso quizá también la llamó
“insondable océano”.
La expresión “biblia informe de la gente nativa” tiene un inocultable sabor a
menosprecio, a pesar de que utiliza un concepto que lleva a su estética nativista. Quiso
decir que no es una obra universal. Y que él, González, no se encuentra entre esa gente
nativa. Califica y delimita los alcances del Martín Fierro. Ese desdén que el escritor
riojano muestra hacia la obra de Hernández está informado por su profundo rechazo
hacia la poética gauchesca y por ese motivo es que en el título de la fábula omite al
autor.
El escritor riojano, sin embargo, se deshace en halagos hacia el personaje central de la
obra de Obligado. Dice sobre Santos Vega que es: “trovador sin par”, “Aedo y augur”,
“sacerdote de la llanura”, “oráculo infalible”, cantor de “hondas profecías”. Y a
Lugones, que escribió El imperio jesuítico (1904) por encargado del mismo González,
lo llama “Buonarroti de la pluma”, el pintor renacentista italiano conocido popularmente
como Miguel Ángel, que trabajó empleado por las máximas jerarquías de la Iglesia
Católica. Celebra que el autor de Yzur (Lugones) haya cambiado su lira por la “flauta
pastoril”, es decir por una obra más en consonancia con el paisaje o la fauna nativa, en
línea con el credo nativista del escritor riojano.
En la fábula, González alude al Libro de los Paisajes de Lugones, donde éste escritor
cordobés canta a los pájaros de la Argentina. Decíamos que esa fábula no es una fábula,
si nos atenemos a la ajustada definición del género dado por la Real Academia
Española: “Breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica
frecuentemente manifestada en una moraleja final, y en el que pueden intervenir
personas, animales y otros seres animados o inanimados”.
Como se vio, González trata la obra de Hernández con un tono displicente, de
compromiso, como al pasar y carece del énfasis que sí tienen las partes destinadas al
Santos Vega o acerca de la creación de Lugones.
González incluso podría haber elogiado la segunda parte o la Vuelta del Martín
Fierro, porque está más en consonancia con el lema Paz y Administración de la gestión
de la que él participa: “Optimista y conciliatorio, el final de la Vuelta no hace más que

Ibíd., pp. 101-102.


87

88
J. V. González escribió hacia 1920 tres libros más: el mencionado Patria y Democracia, Patria Blanca
y Mitre.
expresar la fraternal unión de Buenos Aires, el Litoral y los grupos liberales del Interior
mediterráneo bajo la presidencia de Roca”.89
En definitiva, lo que González hace en 43 versos es ratificar su pertenencia al
nativismo y expresar su hostilidad por la gauchesca, el Martín Fierro y José Hernández.
Esa maniobra de realzar el Martín Fierro y de rebajar o ignorar a quien lo escribió, con
lo años, tal como se vio, habría de convertirse en una tradición, porque varios críticos de
la obra de Hernández trabajaron con un procedimiento similar, aunque sin los resultados
esperados.

LA MANO BÁRBARA EN EL ROSTRO DE LA CIVILIZACIÓN

González, como sabemos, escribió en forma abundante y abordó diferentes géneros y


temas, pero hay un relato que concentra una enorme riqueza, es peculiar y nos presenta
unos motivos fundamentales, que permiten ubicar (ratificar) a este escritor en el
nativismo y a la vez que insiste en trabajar plenamente instalado en la disyuntiva
civilización o barbarie.
Se trata del relato ‘La maestra de palotes’, publicado en el libro Historias (1900), una
obra que ya habíamos mencionado cuando leímos ‘La selva de los reptiles’. El texto,
por sus características, temas, ambigüedades, fórmulas, oposiciones y simbología, es la
joya del libro y, quizás, de toda la literatura de González.
Cualquiera que quisiese empezar a examinar los escritos literarios de González
debiera empezar por este relato, que es el paradigma de la escritura del riojano, y que
permanece olvidado e ignorado por la crítica, la cátedra, los lectores y las empresas
editoriales. Se trata de un relato que ocupa 12 páginas, que presenta un compendio casi
completo de la ideología estética y social de González, con incidencias nacionales y
locales y matizadas con pincelazos de lengua modernista.
En el texto aparecen la sensualidad, la violencia, lugares agradables y motivos
pastoriles. Esta escritura también tiene como fondo básico un conflicto político, social e
histórico: la guerra entre federales y unitarios; entre proteccionistas y librecambistas.
El inclasificable texto que nos ocupa, de allí derivada su riqueza, es también
historiografía oficial, ficción literaria, denuncia social con resonancias sarmientinas,
memorias y autobiografía idílica de la infancia del narrador. Hasta incluye una
preceptiva sobre pintura nativista.
El relato que nos ocupa está contado en primera persona por un narrador infante,
testigo y protagonista de los hechos, en la ficción. Comienza con los momentos previos
a una batalla entre las tropas de Varela y elementos unitarios, enfrentamiento en el que
resultan vencedores los primeros, en el oeste riojano, durante la infancia del narrador.
Las Montoneras triunfantes, luego, llegan a Nonogasta y acampan por los alrededores
del pueblo y Felipe Varela se aloja en la casa donde la maestra Augusta está enseñando
las primeras letras a los niños del pueblo, aunque no a todos los niños, como se verá,
entre los que se encuentra el narrador, testigo y protagonista. El relato contiene
claramente cuatro partes. La primera está compuesta por una introducción, las
presentaciones de Augusta, la maestra que le enseña al narrador/autor las primeras letras
y de las Montoneras de Felipe Varela.
La segunda contiene descripciones de la casa donde se encuentran los niños, el papel
de la maestra, el trabajo con los palotes y una preceptiva sobre pintura nativista. La
tercera presenta la entrada de las Montoneras y una descripción de la fisonomía del
personaje Varela. La cuarta está integrada por la vuelta del narrador/autor, ya adulto, a
la aldea de su infancia y a la casa donde aprendió a escribir.
González, cuando ya asomaba el siglo XX, insiste en seguir aferrado a la fórmula
civilización o barbarie y por ese motivo en este relato aparecen varias oposiciones
dramáticas que responden claramente a ese esquema que guió y guía a buena parte de la
cultura argentina. El fondo histórico en el que se afirma el relato es el potente

89
J. P. Feinmann, ‘¿Es Martín Fierro el Anti-Facundo?’, en Filosofía y Nación. Estudios sobre el
pensamiento argentino, Buenos Aires, Seix Barral, 2004, p. 258.
enfrentamiento político, social, económico y cultural entre los ejércitos de las
Montoneras federales y la facción unitaria (Desde Artigas hasta Varela). Entre
proteccionistas y librecambistas.
Otra oposición en ese relato está compuesta por quien sabe escribir o está aprendiendo
a escribir y por quien no sabe escribir. González, como vimos en el relato de ‘El festín
de don Baltasar’, vuelve a retomar el tema apenas unos años después, pero no ya en un
relato de tono burlesco como en ese caso, sino que aquí aparece alimentado por esa
dicotomía zoncera, que es la madre de otras zonceras.90

TORRENTE DE BÁRBAROS EN EL PUEBLECILLO POÉTICO

De esa disyuntiva se desprende otra no menos importante como es la de la invasión


por parte de las Montoneras de la aldea nativa. “Revueltos, intranquilos, sobresaltados
eran aquellos días”, cuenta el narrador. Parece ser que esos días vinieron a reemplazar a
otros que habrían correspondido a algo así como a una edad de oro idílica, que fue
interrumpida por “las turbas ebrias de sangre, de rapiña y de brutalidades”, como
escribe, que recorrían “los valles y las llanuras sembrando el espanto, la desolación y el
oprobio”, es decir, invadiendo la bucólica naturaleza de su terruño.
La aldea del narrador, especialmente la casa donde se encuentran los “niños cultos”
que ignoraban por qué estaban reunidos en una sola casa, es amenazada por “una horda
que acababa de vencer” en las cercanías. Enfrente a las Montoneras ubica “a los
desgraciados defensores de la civilización, y en la cual formaban parte todos los dueños
aristocráticos y feudales del poético pueblecillo de las rosas y los viñedos trepadores y
fecundos”, dice.
Nos llevaría muy lejos analizar la categoría feudal aplicada a la realidad de La Rioja y
del resto de Hispanoamérica. Sólo diremos que feudal no es una categoría que se pueda
aplicar a nuestra realidad porque pertenece a la Europa medieval.
González pinta su aldea como un pueblecillo integrado por aristócratas feudales, pero
a la vez el lugar es poético, es decir, merecedor de la civilización, cuyos vecinos además
se hacen acreedores de pertenecer a ese bando porque, aunque de manera
“improvisada”, tienen que enfrentar a las tropas de Varela que los vencen “en batalla
desigual”. Es la falsificación de la historia en la ficción.
Es interesante notar cómo el narrador describe a los sectores en pugna. El ejército de
Varela da la sensación de ser el mejor organizado, el más numeroso y en regla con las
tácticas militares civilizadas, mientras que los defensores del pueblo, presumiblemente
unitarios, son improvisados, lo que equivale a señalar que son desorganizados. Son las
características tradicionalmente endilgadas a las Montoneras. No aparecen jamás las
palabras ‘ejército unitario’. Es decir, las tropas equipadas con fusiles Remington
enviadas por Mitre y Sarmiento.
La descripción de la aldea nativa con vecinos feudales, que viven en el poético
pueblecillo de las rosas y los viñedos, es un típico procedimiento de la literatura pastoril
porque se trata de nada más y nada menos que de un lugar agradable (un locus
amoenus). El lugar de los pastores o las pastoras en este relato son ocupados por los
niños cultos del pueblecillo, que están encerrados en una casa aprendiendo a escribir. El
lugar agradable es invadido por un “torrente de bárbaros”.
El narrador además, como ocurre en otros relatos que ya examinamos, identifica y
pretende unir los bandos de la civilización, con la naturaleza y con los cultivos, con el
propósito de lograr una unión a la tierra, cuya meta no es otra que identificar a su sector
con la propiedad de la tierra y con la pertenencia al solar nativo, otro lugar común de la
prosa literaria de González.
Astutamente no sólo que trabaja informado por la fórmula civilización o barbarie
como desgraciada visión dominante, sino que la estilización que lleva a cabo en el texto

90
Véase Arturo Jauretche, Manual de Zonceras Argentinas, Buenos Aires, Peña Lillo, 1985. La primera
edición es de 1968. Este escritor ubica en segundo lugar a la zoncera “El mal que aqueja a la Argentina
es la extensión”, que la escribe Sarmiento en el Facundo como propuesta para balcanizar el país.
al servicio de la estética nativista lo conduce, incluso, a invertir los términos espaciales
que reclama aquella violenta disyuntiva: “¡Era toda la magnanimidad del insigne
bandido, lanzado de su tierra propia para ensangrentar la ajena!”, dice el narrador en
torno al lugar de origen del ejército de Varela.
Así fue como lleva a cabo un ingenioso cambio de los lugares y reubica los bandos de
la barbarie y de la civilización. Las tropas de Varela, como los bárbaros de la Grecia
clásica, vienen de afuera, aunque una y otra no tienen los mismos ingredientes.91
El relato contiene dos maniobras con respecto a los lugares en que se encuentran los
bárbaros y los civilizados. Para Sarmiento, como se dijo, los bárbaros están en la
campaña pastora, en La Rioja. Los gauchos malos para el sanjuanino son Quiroga y
Artigas, entre otros. En González, la civilización se ubica en las montañas y los huertos
nativos y no en Buenos Aires.
La escritura de González huye de la urbanidad, de las ciudades, y busca refugio en los
espacios nativos lejos de Buenos Aires, alejados de toda conflictividad social y sindical.
Son los lugares aptos para la salud y la oxigenación de los cuerpos, como ya leímos en
Mis Montañas. A ello se suma el dato de que las tropas de Varela vienen de afuera,
porque a la barbarie la ubica afuera de su aldea poética, aunque haya plena coincidencia
con el planteo sarmientino al momento de designar qué sujetos sociales son los malos y
cuáles los buenos. El personaje central que lidera las Montoneras viene a “ensangrentar”
la tierra ajena y es así como no se sabe de dónde es o de dónde son los invasores, porque
lo primordial no es buscarle un lugar de origen al invasor, porque basta con que son
‘ajenos’ a la tierra que ahora pisan.
Escribe: “Imitando a la estrategia de sus cultivos, formaron una muralla de hombres
contra un torrente de bárbaros; pero las aguas despeñadas arrasan los improvisados
diques, y la ruina se esparce sobre los campos”. El narrador utiliza una comparación
para destacar a los contendientes. El torrente de bárbaros alude a esos madrejones o ríos
que bajan de las sierras y arrasan con lo que encuentran.
Por su parte, los defensores de la civilización son “improvisados diques”, es decir los
lugares donde el agua reposa con tranquilidad, con sosiego, que es otro de los polos del
maniqueísmo narrativo de González. Ello no sólo se encuentra en esta pieza, sino que
también está en otras escrituras del riojano, como se vio, a la vez que se trata de una
búsqueda política del PAN del que el autor en la vida real forma parte.
Para dejar muy mal parado a los Otros, los defensores civilizados del “pueblecillo
feudal” no parecen ni siquiera constituir un ejército unitario, sino todo lo contrario, se
trataría, en la ficción, ya que no en la vida real, de defensores improvisados,
organizados para el momento, porque aparecen como una fracción pueblerina integrada
por civiles casi desarmados, aunque fuesen aristócratas, tal como el narrador los
presenta. Una contienda desigual entre civiles casi desarmados e improvisados, contra
un torrente de bárbaros bien pertrechados y organizados, tal la presentación escolar del
narrador.

UN FACUNDO EN MINIATURA

No es en el único relato en que González juega con el nombre de su creación. Ya en


‘El festín de don Baltasar’, como vimos, tiene un subtítulo en el que da cuenta que lo
que va a escribir es el capítulo de una novela que no piensa escribir. En este caso, inicia
el relato de la siguiente manera: “Podía haber bautizado estas memorias que voy a
contar, con el título más poético de ‘el cerco de rosas’”, tras lo cual aclara que ese
fallido título hubiera tenido relación con el epígrafe en inglés que encabeza el texto.
Lo primero que habría que señalar es que González, pícaramente, clasifica su
escritura como “memorias” y no como un cuento, ni un relato, ni denuncia social,
aunque hay que destacar que está contenido en un libro que se llama Historias. Es decir,

91
Véase Fermín Chávez, Historicismo e iluminismo en la cultura argentina, Buenos Aires, Centro Editor
de América Latina, 1982, cap.: ‘El concepto greco-latino de barbarie’, pp. 39 y ss.
que habrá cosas recordadas por la memoria y la nominación que realiza, muy sagaz,
tiene verosimilitud.
Es posible que un título como ‘cerco de rosas” hubiera tenido más musicalidad o
hubiera sido más poético como el propio autor lo confiesa, aunque hubiera sido menos
inocente que ‘La maestra de palotes’. Sin dudas que el título del relato se compadece
con la totalidad de la escritura, es cautivante, tiene un sabor escolar y calza justo con la
violenta fórmula dramatizada hasta lo indecible por el sanjuanino.
El fallido título ‘cerco de rosas’ no hubiera tenido la potencia de unos de los
elementos, una maestra que enseña a escribir, en este caso correspondiente a la
civilización, para oponerse a lo que correspondiere con la barbarie. En cambio, ‘La
maestra de palotes’, desde el vamos forma parte de uno de los elementos de la falsa
oposición fundamental que aparece en el texto: escuela-escritura-lectura contra la
barbarie.
Por otra parte, el relato ‘La maestra de palotes’ es casi como un Facundo en miniatura
y también como aquella obra de 1845 encierra una profusión de géneros discursivos. Si
el propio autor dudaba, al principiar el relato acerca de qué nombre ponerle a su
creación, quizá debió llamarse ‘Varela’, que hubiera sido un nombre más potente que el
débil ‘cerco de rosas’, como había pensado, y habría tenido, como lo tiene el título por
el que finalmente optó, una enorme fuerza dramática, porque también habría integrado
uno de los elementos dicotómicos, obviamente maniqueo, con que González insiste en
el alba del siglo XX.
Las “memorias”, género en el que incluye su relato, están compuestas principalmente
por un narrador omnisciente, todavía niño, en primera persona. Es obvio que el material
también proviene de confidencias, obtenidas al momento de escribir, que le aclaran
cosas que para el infante le resultaban complejas de entender.
“Están fijos con líneas más claras los incidentes de esta confidencia”, dice el narrador,
al explicar los motivos por los que se encontraban en la quinta encantada de las rosas y
los viñedos, un hecho que durante su infancia no tenía en claro o no podía entender del
todo. También aparecen como fuentes la historia, la historiografía oficial, claro, pero
también la tradición oral y los propios recuerdos de niño “que hoy después de treinta
años reaparecen al poder de la evocación, desvanecidos, difusos, y como salvados de
entre los huesos de un sepulcro”.

UNA PRECEPTIVA DE NATIVISMO

González escribe también una preceptiva de pintura nativista para regocijo de esa
tendencia que, desde el poder, estuvo vigente al menos durante la primera mitad del
siglo XX, conviviendo con otras corrientes. Escribe el narrador: “Si fuese pintor
representaría en la tela un cielo de azul y de rosa, muchos árboles llenos de pájaros
cantores y cubiertos de pasionarias simbólicas y de racimos, y por ahí bajo los parrones
sombríos y fecundos, o por las calles de naranjos bordados de jazmines, dalias, claveles,
camelias y rosas, y más rosas, de variedades, colores y matices innumerables, la amiga
adorada de los niños, cortando para ellos los mejores frutos, llenándoles los rostros de
caricias y las manos dulces de su inagotable alacena, provista de su propia fabricación”.
Como se lee, una preceptiva para una acabada pintura nativista, esos excelentes
cuadros estilizados, idílicos y fríos, en los que casi nunca aparecen personas y sólo un
horno, que no tira humo, un rancho vacío, unos álamos atrás y unos cerros bajos al
fondo, como ejemplo de paisaje regional fosilizado y detenido en el tiempo. El sosiego
y la inmovilidad son las búsquedas del nativismo.
Se trata de una opción que también tiene consonancia con el tiempo roquista, con ese
tiempo fijo que se estaciona en las aldeas provincianas una vez derrotados los opositores
políticos, volviéndose apacibles, estáticas, porque entraron al tiempo suave de los
perfumes diseminado por los azahares de las naranjas, amargas, que suplantó al olor a
caudillos, soldados, montoneras y caballos.
El narrador propone en un cuadro sobrecargado de simbología y bucolismo, Hubiera
pintado un lugar agradable, totalmente consustancia con la prédica nativista, en la que
también iban a intervenir pincelazos de modernismo (iba a utilizar el azul, uno de los
colores favoritos de ese movimiento).
En el relato mismo González introduce algunos elementos de la cantera modernista,
porque interviene varias veces el cisne, el animal trillado de la escritura de esa estética
que, por otra parte, es coetánea del nativismo de González, como así también el azul y
los tules.
El cuadro que hubiera querido pintar también nos ofrece un rico juego con un jardín
simbólico, que se ubica más allá de la existencia real o no de la pintura. La descripción
de su cuadro recuerda a la descripción de la tienda de Alejandro en la obra española
medieval Alexandre, un procedimiento que contribuye a medievalizar la figura del
general Macedonio.

TROPELES DE CABALLERÍA EN LA QUINTA ENCANTADA

En el relato, por orden de aparición, ya que no por jerarquía cultural y política,


aparecen varias oposiciones, que se derivan todas de ‘civilización i barbarie’. Así
tenemos a “residencia deliciosa” contra “soldadescas criollas”, “muro de flores” o
“cerco de rosas” contra “desolación y oprobio”, “Augusta, alma serena y bondadosa”
contra “turbas ebrias de sangre” y “días tranquilos” contra “días revueltos, intranquilos
y sobresaltados”.
También “niños cultos” contra la elidida contraparte que serían los niños incultos o
hijos de los montoneros de Varela, “defensores de la civilización” contra “hordas,
rapiñas y brutalidades”, “pueblecillo poético” contra “bárbaros invasores”, “muralla de
hombres” contra un “torrente de bárbaros” y “aguas despeñadas” contra “improvisados
diques”.
Otras oposiciones son “”alaridos y blasfemias de los vencedores” contra “montañas,
naranjos y olivos”, “montoneros de Felipe Varela” contra “Nonogasta”, “familias,
padres, hijos y servidumbre” contra “la amenaza terrible”, y “venerables viviendas”
contra las “hordas”.
La maniquea narración binaria también propone “tristezas” contra “cosas amables y
tranquilas”, “nuestros padres en campaña” contra “la montonera invasora” y “quinta
encantada” contra “la lanza ó el sable”. Además, “alegría” contra “dolor”, una oposición
relacionada al sentimiento contradictorio que experimenta el propio narrador, cuyo
proceso de aprendizaje de la escritura, a cargo de Augusta, en la casa encantadas,
también genera disyuntivas compuestas por no escritura-escritura, “mano indómita”
contra “posición escolar” y “lápiz” contra “resistencia primitiva y salvaje”.
Entre las esquemáticas contraposiciones también se encuentran el “idilio delicioso”
contra “una nube de polvo” levantada por los montoneros, “finca” contra “la catástrofe”,
“rostros sonrientes” contra “rostros de miedo”, “sueño fantástico” sacudido por “una
mano torpe”, “estridores de clarines” contra “dianas de victoria”, “tropeles de
caballería” contra “cerco de rosas”, “estrépitos de sables y herraduras” contra “el patio
de la casa” y “comandante Varela” contra “nuestra casa”, donde se estaba aprendiendo a
escribir.
Por tanto, hay oposiciones que involucran a sujetos sociales e individuales; espacios,
épocas, plantas y sentimientos. González también le otorga estatus de civilización al
“naranjo”, una planta que luego ingresará a las letras del folclore nativista de la
provincia natal de aquel escritor y político.
El motivo de los naranjos también proseguirá en la literatura posterior, aunque con
otra estética y alejada del nativismo de González. También se encuentra entre las
plantas ubicadas en la finca de la civilización nada más y nada menos que el olivo, que
es símbolo de paz (y administración), de la sexualidad, que está en la Biblia, y que los
antiguos lo creían sagrado. Es el árbol respetado porque se pensaba que era eterno a raíz
de su gran longevidad.
En tanto, la oposición fundamental que aparece en el relato protagonizada por los
espacios es la de “tierra propia”, la de Varela, bárbara, contra la “tierra ajena”, que no le
pertenece a las Montoneras. Están los espacios que les pertenecen a los aristócratas
feudales, la maestra, a los labriegos y al propio narrador cuando era niño.

LA MANO DE UN GIGANTE, COMO EN LOS CUENTOS

En este paradigmático relato, tal vez uno de los más logrados del escritor riojano,
González utiliza cierta simbología medieval al servicio de su escritura nativista. Hay
temas y lugares comunes tratados por alguna literatura medieval que aparecen en la
escritura del escritor riojano.
Un papel importante en el relato lo ocupa la oposición entre sujetos individuales y es
entre el personaje Varela y el narrador/protagonista/niño culto, y por extensión al autor,
cuando siendo un infante se encontraba en la casona encantada y deliciosa haciendo
palotes con la maestra Augusta.
El narrador dice que al aparecer el “insigne bandido” Varela, los niños y él mismo, no
pudieron resistir el encierro donde estaban haciendo palotes y salieron a conocer al
invasor que se iba a hospedar en la casa encantada junto a sus lugartenientes y al que
imaginaban “como los gigantes de los cuentos”. Cuenta el narrador: “Ya no pudimos
resistir el encierro, sin ver ese aparato marcial y conocer de cerca al hombre que, para
nuestra imaginación, era como los gigantes de los cuentos”.
Como se lee, el narrador no puede sustraerse del todo de la tradición oral, cuya visión
del guerrero federal iría seguramente contra la versión de la historia oficial y que
influyó al momento de escribir el texto porque, a nuestro entender, aquí aparecen dos
juicios contrapuestos acerca de Varela. Por un lado, duda sobre las reales cualidades del
caudillo montonero: “¡Era toda la magnanimidad del insigne bandido!”. El adjetivo
‘insigne’ debilita de una manera fenomenal a ‘bandido’, y además se trata de un
personaje que aparece en la casa con “toda magnanimidad”.
Un bandido a lo único que tiene derecho siempre, según la mirada del narrador, es a
ser buscado por la ley, porque los bandidos no son guerreros ni integran una oposición
política, sino todo lo contrario, porque la legalidad discursiva, y sobre todo la del
Estado, los pone al margen de la ley. Sin embargo, el narrador tiene una mirada
ambigua sobre el personaje central del texto.
El narrador infante y sus compañeros de palotes ven al recién llegado como “un
hombre” que es como “los gigantes” de los cuentos, es decir como los personajes de
ficción. Los chicos al ver al personaje real en la propia casa encantada, lo que se registra
en ellos es un deslumbramiento, porque es el gigante guerrero de los cuentos en
persona, que ahora está al alcance de la mano.
La maestría de la escritura de González saca un personaje del mundo de la ficción
para ‘pasearlo’ por la realidad del cuento, dentro de la ficción del relato, con el
agregado de que se trata de un personaje que tiene una correlación exacta con el hombre
real, histórico, Felipe Varela.
Escribe el niño/narrador que él se guareció entre los brazos de la maestra y que
Augusta se acercó al corredor “y saludó al jefe”. Por tanto, además de insigne, gigante y
magnánimo, se le reconoce jerarquía de “jefe”, que “en ese instante podía disponer de
todas las vidas y haciendas”, pero no lo hace. He allí la ambigüedad.
Por tanto, el personaje Varela se acerca al bando de la civilización, porque Augusta es
la representante sin mácula de esa parte de la dicotomía y también lo es porque sabe
escribir, leer y enseñar, que son las premisas del ideario maniqueo con las que el
narrador/autor trabaja.
En el relato también aparece una escritura vinculada a cierta simbología medieval: “Y
como yo me escondiese entre las faldas y me encogiese de miedo, advirtió mi presencia,
y puso en mi cara su mano rugosa y ennegrecida en la campaña: -‘No tenga miedo,
amigo; venga; luego nos vamos juntos, eh?’”, cuenta que le dijo el bandido.
Lo que primero se lee en esas líneas es que Varela aparece muy lejos de ser un
bandido y bárbaro, porque trata al narrador/protagonista con cordialidad y también
como “amigo”, luego de haberle acariciado la cara, proceder que está muy lejos de
pertenecer a la barbarie, a sabiendas que ninguno de los que allí se ocultaban, incluida la
propia maestra, no tenía demasiadas simpatías por las Montoneras de Varela.
En la casa-escuela estaban todos los niños cultos, hijos de los “aristócratas feudales”,
que habían sido derrotados hace unas pocas horas. En el sistema de la simbología
corporal, “la mano adopta en la Edad Media un lugar excepcional, representativo de las
tensiones ideológicas y sociales del período. En primer lugar es signo de la protección y
del mando, pero también es el instrumento de la penitencia, del trabajo inferior”.92
Efectivamente, el cuerpo del personaje Varela es representativo de las tensiones
ideológicas y sociales del tiempo histórico sobre el que se desliza el relato. La mano, en
tanto “instrumento de ambigüedad” también representa “el gesto simbólico del
vasallaje, el homenaje, que se sitúa en el corazón del sistema feudal. El vasallo coloca
sus manos en las del señor en señal de obediencia, pero también de confianza”.93
El narrador no puede condenar totalmente al personaje del relato y por ese motivo
lleva a cabo una doble mirada, incluso como parte de la simbología medieval que
utiliza. La “la mano rugosa” de Varela podría ser ubicada cómodamente en el lugar de
la barbarie y tendría como contraparte, elidida aquí, una ‘mano suave’, aunque sí tiene,
como se verá, una mano representativa de la civilización.
La “mano rugosa” del personaje, jefe de las Montoneras, es símbolo de trabajo, es una
mano trabajadora, y quizá se trata de una mano que podría sostener una brasa sin
inmutarse como el personaje esclavo que aparece en Mis Montañas, aunque difícilmente
Varela se sometería a semejante prueba porque esa es una práctica de esclavos y el
caudillo federal, en la experiencia de mundo real y también en la ficción, está muy lejos
de esa condición. Como se registra un desvanecimiento entre las fronteras de la realidad
y la ficción, en el relato aparece como vencedor Varela, una posición que se
corresponde con la realidad histórica en el caso particular de esa batalla que refiere la
escritura.
La misma simbología ya había sido escrita por González en el relato ‘El Huaco’ de
ese popular libro del riojano. Recordemos que allí habla del esclavo ‘Joaquín’ que se
ponía quejoso cuando le prohibían sostener brasas en la mano, práctica que no le
producía el menor dolor porque la tenía encallecida de tanto servir: es la mano en gesto
de vasallaje.
Por tanto, la “mano rugosa” que le acaricia la cara al niño indica claramente que por
un lado es símbolo de mando, el personaje es calificado como “jefe”, y quizá también se
puede extender hasta de protección, toda vez que el caudillo se encuentra en la casa en
son de paz, no ataca a nadie, sino todo lo contrario: Varela comparte el espacio de la
civilización.
Por otro lado, parece ser que esa mano extendida hacia el rostro del niño, es decir,
sería hacia el rostro de alguien que representa a la civilización, es señal de vasallaje. El
narrador dice que la “mano rugosa” le acaricia la cara, en este caso sí en señal de
vasallaje de quien está en una categoría inferior respecto del señor, hacia el rostro del
amo, que en este caso es el niño culto. Como dice Le Goff: “El vasallo coloca su mano
en las del señor”. Aquí Varela es como el vasallo medieval que coloca una de sus manos
en la cara del señor/niño hijo de un aristocrático propietario.
La “mano rugosa”, sin embargo, tiene su contraparte exacta, una vez que evolucione
la mano del propio niño que coincide con la del narrador durante su infancia. El niño
culto que aprende con Augusta también tiene una “mano indómita” que rechaza toda
posición escolar. Tenía la mano del niño una “resistencia primitiva y salvaje que ojalá
nunca hubiese vencido mi maestra”, dice en forma concesiva para destacar el papel

92
Jacques Le Goff y Nicolás Troung, ‘La mano, instrumento de ambigüedad’, en Una historia del cuerpo
en la Edad Media, Buenos Aires, Paidós, 2006, p. 134.
93
Ibíd., p. 135.
desempeñado por Augusta y con los trabajos que habrá de desempeñar cuando adulto,
en la vida real.
Es significativo señalar que el narrador al autodenominarse como “niño culto” o estar
incluido entre los “niños cultos” del “pueblecillo poético” parece hacerlo como algo ya
dado de antemano, antes de haber aprendido la dos prácticas básicas que, según la
visión del narrador, son requisitos para pertenecer al bando de la civilización: saber
escribir y saber leer.
La escritura se muestra casi obvia. ¿Quién sino la maestra, en tanto personaje
representante cabal de la civilización, va a vencer a la mano salvaje del niño que está
aprendiendo a escribir? El trabajo de Augusta, como no podía ser de otra manera,
consigue finalmente “que empuñase en forma correcta el funesto buril”, a pesar de la
invasión a la casa, aunque en el relato llegaron para descansar.
Por tanto, la “mano rugosa” de Varela tiene su oponente en la mano indómita vencida
por la maestra, es decir, en la mano salvaje que deja de serlo, porque ahora ingresó al
bando de la civilización, y porque ya empezó a dominar los rudimentos de la escritura.
“Fue en aquella casa donde aprendí los primeros rudimentos de la escritura”, recuerda
el narrador. El tema de la escritura en esos términos también aparece, como se vio, en
‘El festín de don Baltasar’. A raíz de esa ambigüedad de la simbología que representa la
mano “rugosa y ennegrecida” del personaje, es como aquí tiene su contraparte
inmediata que es la cara del niño culto acariciado, que se supone que es blanco, aunque
ello esté elidido como en el caso de otros elementos de las oposiciones como niños
bárbaros o mano suave.
¿Y qué hace la mano del caudillo en la cara del niño? La mano representativa de la
barbarie en la cara de la civilización lo único que hace es acariciar y no matar o castigar.
Además, el personaje Varela trata de “amigo” al niño culto acariciado, a pesar de que se
trata de un jefe de tropas “ebrias de sangre y de vino”. La mano se posa sobre la cara del
niño civilizado en señal de cariño.
Como parte de ese mismo juego ambiguo, la “mano rugosa” se posa también en señal
de respeto de la barbarie hacia el rostro de la civilización, de vasallaje medieval hacia el
noble, en definitiva hacia uno de los hijos de uno de los dueños “aristocráticos y
feudales del poético pueblecillo”, como escribe el narrador acerca de su aldea nativa.
Al hacer un uso político con la introducción de partes del cuerpo de Varela en la
escritura, González lleva a cabo, quizá fruto de un enfrentamiento o tironeo entre
tradición oral e historia oficial, devaluaciones y valorizaciones; una mirada ambigua
acerca de uno de los personajes centrales del relato.

EN LAS RODILLAS DEL DIABLO

El bandido jefe de las Montoneras y el niño culto narrador entablan un breve diálogo,
carente de dramatismo a raíz de la adormilada prosa nativista, en la misma casa: “Y
como yo, casi magnetizado, no quitase los ojos de los suyos, brillantes y pequeños, y me
atrajeran sus prominentes facciones y su gran bigote –de los que allí se comparan con
las ‘astas del diablo’”- creyó el sanguinario invasor que debía hacerme mayores
agasajos, y alzándome sobre sus rodillas, me habló varias cosas entre las cuales sólo
recuerdo que me dijo: -‘¿Quiere irse conmigo?’”. El personaje central tiene los bigotes
como “astas de diablo”, una comparación que si bien en el texto no está explicitado, se
extiende a toda su fisonomía. Varela es el diablo en persona, no sólo por “sus
prominentes facciones y su gran bigote”, sino porque pertenece al bando de la barbarie
y dirige a las Montoneras federales y estos son como diablos.
El uso en la literatura del motivo del diablo no es patrimonio de una determinada
región ni época ni de un determinado autor, sino que pertenece a la literatura universal
de todas las épocas y González tampoco es el único que utiliza el tema en la literatura
argentina y muchos menos en la generada por riojanos.94

94
Rosa Bazán de Cámara, Pozo de balde, La Rioja, Canguro, 1999, p. 42. Esta novela está ambientada en
la década del ’60 del siglo XIX, durante el conflicto político entre federales y unitarios. Dice la narradora
Los cuentos orales de todas las épocas tienen como protagonistas a diablos o
demonios, incluso las leyendas folclóricas argentinas y particularmente las del noroeste.
También la tradición oral sobre luces, aparecidos y ruidos en el monte de la zona rural
del sur de La Rioja suele incluir al diablo o a un conjunto de diablos. Los cuentos
narrados a orillas de brasas nocturnas que ayudaban mitigar el frío, en los puestos,
también contemplaban descripciones del diablo muy parecidas a la fisonomía de Varela.
La tradición oral que circulaba entre los mayores, en El Puesto El Alto o Santa Lucía,
en la zona sur riojana, cuando las horas de la noche ayudaban con una suerte de puesta
en escena natural y tenebrosa, reclamaba para el diablo una figura masculina montada a
caballo, alta, de sombrero negro y aludo y con un gran bigote. A veces el personaje de la
ficción oral, en un cambio de roles, solía ser quien enfrentaba a los demonios que se
divertían dentro de una cueva, en las oscuridades de las faldas de la sierra.
Una botella de vino tinto solía intervenir en esas narraciones como arma letal contra
los diablos, quienes a su vez pedían la entrega del alma como peaje al recién llegado
para poder entrar al bailongo de los demonios, con la participación de músicos, todos
personajes masculinos.
La puerta de entrada a la cueva dibujaba en el relato un límite de los espacios y la
posibilidad de ingresar o no al territorio diabólico. También se verificaba una
cristianización del relato, porque en la puerta de entrada a la milonga el demonio de la
vigilancia exigía, además de entregar el alma, escupir una cruz instalada al efecto.
Un valiente no demonio, también pintado con rasgos parecidos a la fisonomía de
Varela, simulaba ser atraído por los agradables sones nocturnos de los
músicos/demonios, que era el arma que utilizaban para sumar o atraer adeptos hasta la
cueva de la fiesta. Al llegar a la puerta de la cueva, el demonio de custodia, también con
características parecidas al ‘nuevo cliente’, le impedía entrar o le planteaba aquellas
exigencias.
El recién llegado tenía una opción: comprar la entrada mediante la entrega de su alma
y participar en la fiesta o arrojarle vino al rostro al custodio, bebida con la que lo vencía,
y así entraba por la fuerza a la cueva y los vencía a los restantes diablos del lugar. Se
trata de una de las tantas versiones orales de la cueva de la Salamanca.
Volviendo al relato de González, es evidente que aquí el narrador se comporta como
un niño culto, porque lejos de bajar la mirada o agachar la cabeza, lo que hace es
mantener la mirada a los ojos de su oponente y así hacer valer su condición social. En
línea con el procedimiento literario de los opuestos, aquí también aparece la mirada de
la civilización contra la mirada de la barbarie, porque son sus ojos contra los del
bandido, que tiene ojos brillantes y pequeños; ojos enfermos y ebrios, casi
imposibilitados para derramar lágrimas.
Una lectura opuesta reclama que el infante protagonista no le quita sus ojos de encima
al jefe porque en realidad no siente miedo ante la presencia del gigante de los cuentos,
que lo levanta en las rodillas, un fuerte gesto de cariño expresado hacia el niño
protagonista, un comportamiento que está alejado de las conductas bárbaras, porque un
bárbaro con lanza, cuchillo o espada lo que hubiera hecho, aunque sea en la ficción, es
proceder a lastimarlo o a darle muerte.
No sólo que no mata al niño culto, sino que entabla un breve diálogo con él. Lo invita
a irse con él. ¿Hacia dónde lo invita a irse? Aquí aparece de nuevo el tema del ‘invasor’.
Como las Montoneras y, obviamente Varela, no son del pueblecillo se tienen que
marchar de allí. Entonces, como son ajenos del lugar, invitan al niño culto a irse con
ellos. El pequeño alumno de Augusta se siente atraído, en realidad queda magnetizado
por la figura del jefe de las Montoneras, cuyo bigote es comparado con una planta
nativa, que por otra parte posee efectos curativos: ‘astas del diablo’.
Diablo se hace extensivo al resto del cuerpo de Varela y lo más curioso, aunque no se
realiza por nuestra parte una lectura psicoanalítica del caso, es que casi el mismo tipo de

sobre los primeros: “(…) de manera que Mabel creció en este ambiente, siempre angustiada y miedosa,
creyendo ver, con los ojos espantados, la gran nube de polvo en que llegaban los bandoleros entre gritos y
carcajadas, golpeándose en la boca, como bandadas de diablos sueltos”.
bigote será el utilizado por el escritor en la vida real. González en la vida real, si a esa
fisonomía que presenta, con grandes bigotes, también como astas del diablo, se le
agrega un sobrero negro y aludo y alguna otra prenda de fines del siglo XIX, queda
pintado como un perfecto jefe de Montoneras.
Cuenta que el “sanguinario invasor” creía que debía hacerle mayores agasajos porque
en sus rodillas tenía nada más y nada menos que al representante de la civilización. El
narrador suma una nueva mirada ambigua sobre el personaje central. ¿Cómo leer ese
acontecimiento colmado de cariño, sea en la ficción o en la experiencia real? ¿Cómo un
ebrio de sangre y de vino, un sanguinario, sienta en sus rodillas al representante de la
civilización?
Sólo puede ser leído a partir de otro dato que abona una mirada ambigua del narrador
sobre uno de sus personajes, que coincide totalmente con el personaje real de la historia
política y social, con el personaje que le toca actuar especialmente en la década del ’60
del siglo XIX, que combate contra Rosas primero y contra el mitrismo y el imperio
británico después. Así es como de nuevo aparece el acercamiento entre los bandos, entre
la civilización y la barbarie, porque el anterior contacto, el primer acercamiento, había
sido cuando Varela le estrecha la mano a la maestra Augusta, como dijimos páginas
atrás.
En el pueblecillo no hay conflictos ni tensiones, sino cuando aparecen las Montoneras,
porque uno de los temas fundamentales de la escritura de González, como ya vimos en
otros relatos, es la ideología de los orígenes, la tierra nativa y de la sangre, que a sus vez
son los fundamentos que sostienen el presunto derecho a la propiedad: de las montañas
y los huertos, en la ficción; y de la tierra, en el mundo social real.
Escribe Theodor Adorno: “Pienso que tras este ideal de lo primero en cuanto suelo
hay algo así como el autoctonismo en cuanto figura conductora (…), que ha
sobrevenido a la filosofía de modo irreflexivo una representación que procede de la
sociedad: el que ha sido primero en cualquier lugar, el que ha poseído el primero, es el
de mejor natural, el de calidad, frente al recién llegado o al inmigrante”.95

LA VUELTA A LA ALDEA NATIVA

La vuelta al suelo de los orígenes, presentado como una llegada a la civilización,


luego de haber residido un tiempo en los espacios de la barbarie bulliciosa, es otro de
los motivos trillados en la ficción de González. Mis Montañas, precisamente, comienza
con ese tema: “Buscando reposo, después de rudas fatigas, quise visitar las montañas de
mi tierra natal (…) que son los parajes donde transcurrió mi primera edad”.
Como se lee, la prosa escolar y amodorrada del narrador cuenta que vuelve al lugar
del reposo, que en su ideario es el de la civilización, un tema que ya habíamos
abordado, y que aparece de nuevo en ‘La maestra de palotes’. González vuelve a
realizar un reordenamiento de los lugares de la barbarie establecidos por la gritona prosa
de Sarmiento. Los espacios de su aldea nativa dejan de ser el territorio de la barbarie
para pasar a ser lugares de la salud, donde se puede curar el alma.
Si va a los parajes de su niñez es porque estuvo en otro lado, es decir, que antes tuvo
que haber ocurrido la salida de ese espacio sublimado y dejar su aldea nativa para irse a
la ciudad, ya sea para estudiar o para desempeñar un cargo nacional cuando adulto o por
algún otro motivo.
El narrador cuando vuelve a su aldea natal encuentra todo como estaba, a pesar del
tiempo transcurrido entre su salida y su vuelta, a pesar de los cambios políticos y
sociales, a pesar de los programas económicos, el fraude, las revoluciones y la crisis de
todo orden, a pesar de las movilizaciones y los efectos de un orden político y social
determinado, fenómenos que se registran en la vida real en forma paralela a su prosa,
pero que González excluye de sus prosas y poesías.

95
Thedor W. Adorno, Terminología filosófica (traducción de Ricardo Sánchez Ortiz de Urbina, revisada
por Jesús Aguirre), Madrid, Taurus, 1983, Tomo I, pp. 114-128. Adorno realiza allí una profunda crítica
a ¿Por qué permanecemos en las provincias?, un escrito de Martín Heidegger del 10 de marzo de 1934.
El narrador huye de la violenta realidad que lo circunda (que es también el espacio
desde donde escribe y como autor y dirigente político es además desde donde gobierna)
hacia el idílico mundo riojano que construye en la ficción. González, por lo tanto,
invierte los términos de las experiencias del mundo real con respecto del desterrado
clásico. Lleva a cabo una estilización totalmente artificial y conservadora que funciona
al servicio de su proyecto nativista y al servicio del proyecto que se impone en la vida
real, con el PAN.
Quien abandona por algunos años su lugar de origen, la aldea del interior del país o su
pueblo o ciudad, para ir a los grandes centros urbanos, el regreso lo hace ya no en
calidad de simplemente nativo que vuelve, porque quien regresa lo hace en calidad de
ajeno del lugar.
Los árboles, los jardines, las plazas, las casas, los edificios, las calles y las personas,
ya no son como antes, jamás podrían serlo, cambiaron, llevan puestos el paso del
tiempo, que no es ni horroroso ni fatal. Al recién llegado o al recién vuelto casi nadie lo
conoce, porque es prácticamente un desconocido, y sólo atina a saludar a aquellos que
lo saludan primero y que para no quedar mal él también los saluda, aunque no recuerde
muy bien quiénes son y dude sobre si realmente lo saludaron porque creen que es la
persona que es o porque lo confundieron con otro.
“Y volví entonces a la aldea nativa, por la calle única de árboles entretejidos con el
rosal añoso que al viajero inglés sorprendiera por su pompa y magnificencia”, dice hacia
el final del relato ‘La maestra de palotes’.
El narrador, ahora protagonista adulto, regresa al lugar idílico de los orígenes, porque
son los espacios primeros, que están desde antes, que preceden a las Montoneras y al
fenómeno de la masiva inmigración hacia la Argentina, pero es un pasado o Edad de
Oro, sin fecha precisa, porque se trata sólo de un ideal conservador.
El protagonista no sólo cuenta con la posibilidad de volver a su terruño nativo, sino
que vuelve y encuentra todo como estaba: inmóvil, estático y a resguardo de cualquier
degradación o contingencia política y social. Son procedimientos que cooperan en la
sublimación de los espacios que también coinciden con lugares reales, pero no con el
estado real de los espacios. La aldea nativa se encuentra igual a como la había
observado el viajero inglés hacia fines de la década del ’20 del siglo XIX, cuyas
descripciones el riojano utilizó como epígrafe del relato.96
El narrador/protagonista adulto entra a la fase final de su relato y confiesa: “Quiero
olvidar lo que después supe de ella por la historia y la tradición de los testigos, y velarlo
todo con la espesa neblina que enturbia mis propios recuerdos de infancia”. Con
respecto de las fuentes que le ofreció la historia, se trata de la historiografía oficial que
también utilizó y reutilizó un procedimiento tendencioso y maniqueo de la historia de la
Argentina, ya totalmente superado, pero que todavía sigue enajenando la cabeza y el
espíritu de los argentinos.
Esa inmovilidad que encuentra el narrador la cuenta de la siguiente manera: “(…)
retoños diez veces renovados me ofrecían sus flores inmortales; nidos y cantos nuevos
respondieron á los silenciosos latidos de mi corazón”. Es decir que no sólo estaba todo
como entonces, sino que los objetos de la sublimación lejos de haberse degradado por la
acción del tiempo y del ser humano, se renovaron. La renovación, que debiera suponer
un cambio, aquí está al servicio del inalterable vergel pastoril.
La pretensión de inmovilizar lo que no se quiere perder también es un tema de la
literatura medieval, cuyos políticos y escritores nobles, aristócratas, reaccionan, desde la
96
J. V. González, Historias, Buenos Aires, Félix Lajouane Editor, 1900, p. 135. Entre el título y el
comienzo del primer relato González introdujo un fragmento en inglés de una descripción de un viajero
inglés (quizás un espía) que hacia fines de la década del ’20 del siglo XIX pasó por su pueblo natal y dejó
unas líneas que tienen un regusto muy similar a la prosa del escritor riojano. Dice el epígrafe: “(…) la
aldea de Nonogasta, donde, como consecuencia de las facilidades para la irrigación, la vegetación mejora
una vez más. Aquí, lo primero que atrapa al ojo del viajero, si arriba en temporada, como lo hice yo, es un
brillante cerco de rosas de 5 metros de alto y 225 metros de largo. Este cerco, el cual limita un viñedo y el
camino constituyendo la entrada sur de la aldea está cubierto con abundantes y magníficas flores como la
rosa común de jardín, y conforma un encantador objeto (…)” (En la Provincia de La Rioja, en Sud
América, para acompañar un mapa. Por J.O”. (Traducción de Raúl Roberto Campos).
política y también desde la literatura, ante la inminente quiebra del orden feudal y el
surgimiento de la burguesía. Nosotros no abjuramos de la Edad Media.
El narrador/personaje cuenta que al volver a la aldea nativa lo salió a recibir la señora
de la heredad que ahora moraba en la “vivienda que nos asilara en los días sangrientos
que quiero olvidar (…)”. El motivo del regreso aparece luego de los días infelices que
quedaron atrás, en la ficción.
“Y como la madre y gentil castellana, señora de la heredad, notase en mis nubladas
pupilas una lágrima empeñada en regar el umbral de su santuario”, dice el narrador al
contarnos acerca de su entrada a la casona-escuela donde se encontraba para aprender
los primeros palotes, el mismo lugar abrigado por Augusta.
El regreso casi siempre está acompañado por el derramamiento de lágrimas que
pareciera ser que tiene el propósito de otorgarle valor al dolor. Un procedimiento que se
encuentra en la Biblia.
Escribe Jacques Le Goff con respecto a ese punto: “De las lágrimas de Cristo a los
llantos proféticos de Juan, el Nuevo Testamento proporciona una materia importante
para conferir a las lágrimas una positividad que la Iglesia explotará ampliamente. El don
de las lágrimas se convertirá incluso en un criterio de santidad a partir del siglo XI.
Mérito o don, virtud o gracia, habitus (es decir, según Tomás de Aquino, una
‘disposición habitual’) o carisma, los hombres píos van en busca de lágrimas”.97
Las lágrimas son expresión de dolor ante una pérdida, que puede ser de muy variada
índole. También las lágrimas aparecen a causa de la alegría o de la risa. Aquí el
personaje, innominado, aunque se trata del narrador/protagonista, derrama lágrimas
porque vuelve a su aldea después de algunos años. Al llegar, le vienen recuerdos de un
pasado feliz que había sido alterado por las Montoneras de Varela.
Hay una ambigüedad con respecto de las reales causas de las lágrimas del
protagonista, aunque aquí nos inclinamos a pensar que en realidad ellas riegan el umbral
del santuario porque al volver encuentra su aldea tal como está. En ella encuentra
“retoños diez veces renovados” que le ofrecían “sus flores inmortales” y también porque
“una naciente generación de niños y de pájaros” salían a recibirlo.
Esa Paz y administración (el lema del PAN), que encuentra González a su regreso,
contribuyen a la búsqueda del sosiego del roquismo.

VERGEL PASTORIL Y REALIDAD VIOLENTA

Ese motivo reutilizado del regreso y la nostalgia por un pasado presuntamente mejor
también lo leemos en el relato ‘El patrono del Huaco’, que continúa a ‘La maestra de
palotes’ en el libro Historias.98 El texto trata de cómo en ‘El Huaco’ adoptaron a San
Isidro como patrono y en el transcurso del mismo se hace intervenir a un esclavo como
narrador del suceso milagroso, tras lo cual ese santo finalmente se convierte en patrono
del lugar.
“Tengo en el alma algo como una vaga tristeza que no sé de donde viene ni por qué
razón: pero cuando pasa uno por estos momentos, siente deseos de remontarse en alas
de su memoria á tiempos mejores, que siempre son los que han pasado”, escribe
González. Se trata de la nostalgia por una Edad dorada perdida, que en este relato está
conectada a sus antepasados, la tradición legendaria de las culturas indígenas, el fuerte
militar de ‘El Huaco’ y quizás también de la conquista española, un lugar que luego se
convertirá en el refugio de su familia ante las embestidas de las Montoneras, tal como
ya vimos en el relato que lleva ese nombre en Mis montañas.
Uno de los eslabones del espacio es la propia familia feudal y poética del narrador,
que es la heredera de esos orígenes, por tanto, sus antepasados, y también el mismo
narrador/personaje de la vida real).99
97
J. Le Goff y N. Troung, cit., p. 63.
98
J. V. González, ‘La maestra de palotes’ y ‘El patrono del Huaco’, en Historias, cit., pp.135 y ss. Y
pp.215 y ss.
99
Aclaramos que el concepto “feudal” no es una categoría de análisis para problemáticas de América
Latina, siendo que el feudalismo fue un fenómeno europeo.
En ‘El Huaco’, escribe, sus antepasados se entregaron “con labor infatigable al arte
que Virgilio cantó en églogas inmortales, en aquellas planicies cubiertas de verdura,
donde la flauta rústica de Teócrito congrega los rebaños al caer la tarde”. Nombra a dos
poetas: romano del siglo I a.C. e íntimamente vinculado al poder, el primero, y poeta
griego de fines del siglo IV y cultor de la poesía bucólica, el segundo. Los dos
escribieron sobre pastores y labores campesinas. He ahí datos claros sobre las
influencias literarias de González.
El investigador húngaro Arnold Hauser escribe sobre la literatura pastoril:

Ya los Idilios de Teócrito no deben su existencia a un auténtico arraigo en la naturaleza y a una relación
inmediata con la vida del pueblo, sino a un sentimiento reflexivo de la naturaleza y a una romántica
concepción del pueblo, es decir a sentimientos que tienen su origen en una nostalgia de lo lejano, extraño
y exótico. El campesino y el pastor no se entusiasman ni por la naturaleza ni por sus ocupaciones diarias.
El interés por la vida del pueblo sencillo no hay que buscarlo ni en la proximidad social de los
campesinos ni en la proximidad local; no surge en el pueblo mismo, sino en las clases superiores; no
aparece en el campo, sino en las ciudades y en las cortes, en medio de una vida agitada y de una sociedad
supercivilizada y desilusionada. 100

El lugar de las agradables labores pastoriles, sin embargo, es invadido. “¡Ah, durante
las calamitosas épocas en que el sable de los caudillos dominó mi tierra nativa, ese
hogar pobre pero querido fue azotado por el robo y la matanza, y mis padres desterrados
de él, vagaron sin rumbo ni reposo, sin tener donde reposar su cabeza!”.
Es indudable el eco a prosa sarmientina que proviene de ese párrafo.101 González
insiste aquí con otro de los motivos que ya está en los relatos de Mis montañas: el lugar
idílico invadido por las Montoneras federales llegadas desde afuera. De nuevo aparece
el tema de la tierra propia ‘dominada’ por otros que no son de esa tierra.
Como el narrador informa que una de sus fuentes para su escritura es la tradición, en
la vida real el mitrismo difunde el rumor, obviamente ridículo, de que Varela no es
argentino sino chileno y de allí que este escritor riojano presenta en su ficción a los
guerreros de las Montoneras como “invasores” que vienen desde afuera.102
La mayor parte del texto es ocupada por el relato de la aparición milagrosa que hace
que se tome la decisión de adoptar a San Isidro como patrono del lugar. El cuento
dentro del relato está referido por un esclavo de los antepasados del narrador. Es aquí
donde leemos claramente la artificialidad: un “hogar pobre” con esclavos al servicio de
los amos o propietarios “feudales”.
El escritor riojano también instaura allí, como vimos en otros relatos, la intención
conservadora por naturalizar la esclavitud. La estilización en la narrativa nativista de
González es tan fuerte que nos propone la pobreza como condición intrínseca de los
propietarios feudales de su aldea, la pobreza como condición esencial del bando de la
‘civilización’, un recurso que indudablemente mueve a la compasión a raíz de la
desdicha de alguien que es “pobre” y encima perseguido. Un recurso que apunta a
conmover los corazones de los lectores escolares.
Insiste con la temática del invasor que, obviamente, proviene desde afuera, es ajeno al
lugar, por lo tanto el espacio y la tierra no le pertenecen. Los bárbaros incursionan en la
aldea nativa, que hasta ese momento fatídico está fuera del alcance de los conflictos

100
A. Hauser, Historia social de la literatura y el arte II, Barcelona, 2004, Debolsillo, cap. ‘La disolución
del arte cortesano’, pp. 9-44. La primera edición en inglés, 1951.
101
D. F. Sarmiento, Recuerdos de Provincia, Barcelona, Editorial Sol, 2001, p. 165. Un lamento parecido
al de González es el siguiente en esta escritura del sanjuanino: “al pasar desterrado por los baños de
Zonda, con la mano y el brazo que habían llenado de cardenales el día anterior, escribí bajo un escudo de
armas de la república (…)”.
102
Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, Felipe Varela contra el imperio británico, Buenos
Aires, Schapire, 1975, pp. 19-20. En la nota 4 dicen los autores: “El nacimiento de Felipe Varela en
Catamarca fue negado por el diario de los Mitre. En el artículo publicado por La Nación del 28/VI/1959
titulado ‘Pozo de Vargas’, de Francisco Castellano Esquiú, se le atribuye nacimiento chileno ‘por la
tradición’. Al tratar de presentar a Varela como chileno, La Nación procura convertir en ‘nacional’ la
acción política desplegada por Mitre y como ‘extranjera’ la de Felipe Varela, en una fraudulenta
tergiversación de la verdad”.
sociales y políticos, que es la búsqueda fundamental de la escritura nativista de
González.
La artificialidad llevada hasta las últimas consecuencias por la prosa narrativa
nativista del riojano genera una escritura cachacienta y llorona, por un lado, y agresiva
contra un sector político, por el otro. Ella se contrapone totalmente con la experiencia
del mundo real violentamente contada por su íntimo amigo Bialet Massé.
Insistimos en que los relatos que leímos contienen básicamente dos núcleos narrativos
perfectamente diferenciados. El vergel idílico y delicioso, por un lado, y las diatribas
contra los invasores de la naturaleza encantada, por el otro. El escritor riojano escribe
informado por la literatura pastoril.
Las Montoneras de Varela en la narrativa nativista de González provienen de afuera,
provocan desórdenes en la aldea feudal, es decir, a la nación toda, ponen obstáculos a la
construcción de esa nación, ellas pertenecen al bando de los ‘bárbaros’ y la puesta en
escena funciona como metáfora contra los inmigrantes que sí son contemporáneos en la
vida real y adulta del escritor.

Por una escritura abierta

De ningún modo queda agotado el análisis de esa escritura de González. Cada uno de
los relatos contiene abundante material para seguir leyendo y cuya meta fundamental es
conocer más a fondo las opciones estéticas e ideológicas de ese escritor y político del
PAN. Una sola de las obras de González –Mis montañas, Fábulas nativas o El juicio del
siglo- por la diversidad y por la variedad de temas tratados demandaría extensos
análisis.
Ya no basta decir que González fue un grande o que era un gran pensador. Ahora lo
que hace falta es saber porqué fue un grande. Y si era un gran pensador es atinado
pensar sobre lo que escribió. No se pueden entender por qué un polígrafo de la magnitud
de González permanece ignorado por la academia, por los programas de las carreras de
letras de las universidades públicas del país e incluso por los proyectos de las
principales empresas editoriales.

El autor

Nació en Puesto El Alto, Departamento Chamical, La Rioja, Argentina. Estudio periodismo y letras en
la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas Zamora. Trabajó en medios de la
Capital Federal y de la provincia de Buenos Aires. Publicó junto al ingeniero Américo Oyola el libro:
https://es.scribd.com/document/474839111/Jose-Santos-Salinas-El-ministro-yrigoyenista-de-las-escuelas.
Y Horacio Quiroga. El hondo destino americano, Fabro, Buenos Aires, 2016, con el historiador Luis
Launay. Correo electrónico: losfundadores@gmail.com

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