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Traducción de Pablo Hernández Lillo

DIALOGO QUE CONMUEVE Y TRANSFORMA, EL. EL TERAPEUTA DIALOGICO


Autor:
BERTRANDO, PAOLO
Editorial: PAX
Formato: PASTA BLANDA
Año: 2011
ISBN: 9786077723387
No. páginas: 261 páginas
Introducción

Las primeras preguntas que uno tiene que responder al decidir escribir un nuevo libro sobre
psicoterapia, son: ¿por qué debería escribir un nuevo libro sobre este tema? y ¿por qué,
específicamente, otro libro sobre terapia sistémica, habiendo cientos de ellos ya disponibles?

La respuesta no viene fácilmente. Para mí, fue el simple hecho que existen muchos libros
buenos sobre el entendimiento sistémico en terapia, unos pocos sobre entendimiento dialógico, pero
ninguno que intente unir la brecha entre estas dos visiones de mundo, las cuales tienen algunas
similitudes pero también variadas diferencias. Lo más sorprendente es el punto de vista desde el
cual observa cada una. De acuerdo a la teoría sistémica, existimos sólo dentro y a causa de una red
de relaciones en la cual estamos inmersos; en tanto, en la teoría dialógica, habitamos en mundos
diferentes y necesitamos el diálogo – necesitamos entrar en la difícil lucha que es el diálogo mismo
– para que esos mundos se comuniquen entre sí.

Puede ser un problema juntar estas visiones, pero al mismo tiempo es un buen ejercicio
dialógico. Cada vez me siento más incómodo con las versiones más convencionales de la sabiduría
sistémica de Bateson (que he aceptado en años anteriores) y, al mismo tiempo, no me siento
convencido de algunas ideas nuevas sobre el diálogo, que requieren abandonar todo lo que uno
considera valioso en el entendimiento sistémico. Me pareció necesario encontrar un puente. No
había ninguno disponible, así que tuve que pensar en cómo construir uno – el primero de todos, para
mí mismo.

Al hacer esto, debí hallar nuevas directrices teóricas; no fue una tarea difícil, debido a
algunas características del pensamiento terapéutico sistémico1. Una objeción que se podría hacer al
campo de la terapia sistémica -aunque podría extenderse al narrativo y al conversacional, así como a
todo el espectro de terapias postmodernas- es su indulgencia respecto a la llamada “filosofía de
butaca”: que se refiere a un argumento filosófico fácil y poco profundo, que termina por justificar
una muy convencional práctica cotidiana. Esto ha llevado en ocasiones a resultados bochornosos,

1
Lo que, por supuesto, no coincide con todo el pensamiento sistémico. Para evitar malentendidos, me gustaría,
preliminarmente, especificar lo que quiero decir cuando hablo de “terapia sistémica” o, más bien, cuando hablo del
tipo de terapia sistémica que practico y sobre la cual teorizo a veces: su modelo básico evolucionó a partir del
pensamiento de Gregory Bateson (1972), y fue desarrollado por sus colaboradores (ver Jackson, 1968a, 1968b;
Watzlawick, Jackson & Beavin, 1967). Éste fue tomado por el grupo de Milán (Selvini Palazzoli, Boscolo, Cecchin
& Prata, 1978a, 1980a), en el trabajo de Luigi Boscolo y Gianfranco Cecchin (Boscolo, Cecchin, Hoffman & Penn,
1987), finalmente ofreciendo la oportunidad de confrontar la terapia individual (Boscolo & Bertrando, 1996).
Aunque reconozco que varios modelos -dentro y fuera del campo terapéutico- merecen la definición de
“sistémicos”.
como la afirmación constructivista que supuestamente había logrado resolver, de una vez por todas,
el problema de la representación de la realidad, que había complicado a las mejores mentes e la
humanidad por 25 siglos, o las afirmaciones equivalentes de los construccionistas sobre la
conciencia y la subjetividad2. Yo personalmente hago uso -lo confieso- de algunos pensadores no
clínicos en este libro. He intentado evitar esos riesgos, primero, al limitarme sólo a algunos de ellos
-principalmente Gregory Bateson, Michel Foucault y Mikhail Bakhtin- y segundo, intentando no
hacer alarde del conocimiento de sus trabajos después de una lectura superficial de pequeñas partes
de su producción, sino que yendo a través del cuerpo de sus trabajos originales y las principales
interpretaciones de ellos. Aún así, la interpretación de sus ideas en este libro y el uso que hago de
ellas, son totalmente de mi responsabilidad. El hecho es que tuve la sensación que esos tres
pensadores tenían algo profundo y significativo en común. En primer lugar, ellos son lo que
Foucault llama “fundadores de discurso”3:

Me refiero a que ellos hicieron posible no sólo un cierto número de analogías, sino que
además (e igualmente importarte) un cierto número de diferencias. Ellos crearon la
posibilidad para algo más que su discurso, algo que pertenecía a lo que fundaron. Decir que
Freud fundó el psicoanálisis no significa (simplemente) que encontremos el concepto de
líbido o la técnica de análisis onírico en los trabajos de Karl Abraham y Melanie Klein;
significa que Freud hizo posible un cierto número de divergencias -con respecto a sus
propios textos, conceptos e hipótesis- que surgieron todas del discurso psicoanalítico mismo
[Foucault, 1984, pp. 114-115].

Lo que Foucault dice sobre Freud –otro autor, a propósito, cuyas ideas tienden a repetirse en ese
libro- puede ser dicho de ellos tres. No sólo eso, todos ellos se refieren al espacio entre las personas
más que a la esencia individual pero de un modo diferente (relacional, político, discursivo):

El discurso primero aparece y se desarrolla en el proceso de interacción social de


organismos, para poder entrar después dentro del organismo y llegar a ser discurso interno
(...) La psyche goza de un status extraterritorial en el organismo [Voloshinov/Bakhtin: 1929,
citado en Holquist, 2002, p. 134]4.

2
Para ejemplos ilustrativos de tales afirmaciones, ver von Foerster (1982), Watzlawick (1984) y Gergen (1999).
3
Y que Roland Barthes (1980) llamó logotetas: “personas que crean y definen un logos, un modo de hablar, para
todos los demás.
4
Los estudiosos de Bakhtin debatieron largamente sobre el status de algunos de los trabajos tempranos que tienen una
clara impronta de Bakhtin, pero que fueron firmados por otros autores cercanos a él (sobre todo Voloshinov y
Medevdev). Aquí sigo la opinión de atribuir esos trabajos a Bakhtin y a sus colegas. (Para visiones contrastadas de
este problema, ver Holquist, 2002; Morris, 1994).
Y finalmente, ellos investigan el proceso por el cual producimos y damos forma a nuestras
herramientas para el conocimiento (creación) de los demás, de la realidad, de nosotros mismos, no
sólo en los libros sino que también en la vida cotidiana:

Kant en la Crítica del Juicio (...) afirma que en un trozo de tiza hay un infinito número de
hechos potenciales. El Dich an Sich, el trozo de tiza, no puede entrar en una comunicación o
en un proceso mental, debido a su infinidad. Los receptores sensoriales no pueden aceptarlo;
ellos lo filtran. Lo que hacen es seleccionar algunos hechos del trozo de tiza, el cual se
vuelve, en terminología moderna, información [Bateson, 1970, p. 453].

El movimiento hacia el diálogo no fue sólo teórico. Por más amor que tenga por la teoría,
probablemente no me hubiera embarcado en este viaje si no fuera por la necesidad que ha surgido
desde mi práctica cotidiana. No estoy seguro que mi paciente me haya preguntado por más diálogo
(nuevamente, ¿qué quiere decir “más diálogo”? No se puede medir la cantidad de diálogo en una
conversación). Fue, más bien, que, día tras día, participé en diferentes tipos de diálogos con ellos, lo
que me llevó a nuevas lecturas y reflexiones, conduciéndome a otras diferencias al hablar con los
clientes.
Cuando comencé a hacer terapia sistémica (alrededor del año 1986), mi posición en la
relación con el cliente aún era bastante autoritaria. Puedo recordar el primer ritual que prescribí a la
familia de una joven diagnosticada con esquizofrenia. El ritual era muy excéntrico y yo lo prescribí,
sin ninguna justificación o discusión. Ellos, para mi asombro, simplemente lo ejecutaron. Debo
hacer una confesión: estaba convencido de que sólo los terapeutas carismáticos podían realmente
prescribir rituales. Bueno, hoy en día, puedo prescribir algunos rituales (no tan frecuentemente, pero
aún hay ocasiones en las cuales es razonable hacer que la gente realice alguna tarea), pero antes
discuto el hecho con los pacientes y les doy algún fundamento, para prevenir las objeciones. Y no lo
hago sólo por una elección ética solamente. Lo hago porque no me dejarían comportarme como si
estuviera dotado de tal autoridad. Cada vez más, encuentro clientes que quieren explicaciones, que
están listos a entrar en una discusión conmigo, que mantienen sus opiniones sin ser abiertamente
hostiles o confrontacionales. Simplemente los clientes han cambiado, las relaciones terapéuticas -a
nivel social- han cambiado, y estoy obligado a aceptar esto y actuar en consecuencia.
Es así que mi elección por una actitud dialógica tiene dos caras. De hecho, ella proviene de
dos tipos de diálogo: el primero entre modelos diferentes y a veces en conflicto, y el segundo entre
la acción práctica y la reflexión teórica, ambos estimulándose, modificándose y contextualizándose
recursivamente.
El hecho de que intento relacionar el entendimiento teórico con una acción práctica puede,
sin embargo, traer también algunos efectos secundarios. Un filósofo del lenguaje o un teórico
sistémico, viendo mis páginas sobre Bateson o Bakhtin, podría probablemente verlas como muy
fáciles y superficiales. Y los colegas de mentalidad más práctica podrían encontrarlas muy cargadas
de teoría, sin mucha atención puesta en los problemas pragmáticos. El hecho es que, para mí, el
diálogo entre teoría y práctica siempre ha sido fundamental. En mi entendimiento de la terapia, la
teoría y la práctica están entrelazadas (no es posible separarlas sin matarlas). Para mí, la teoría es
inútil (o superflua) si no está inserta en la práctica, y la práctica es superficial (o al menos
irreflexiva, aunque a veces sea eficaz) si no se basa en la teoría. Toda teoría que no pueda estar
presente de inmediato en la práctica puede ser un enriquecimiento cultural para el terapeuta, pero no
es relevante para la práctica real de hacer terapia. Este es el modo en que he intentado “usar” (no
puedo encontrar una palabra mejor) las ideas de Bateson, Foucault y Bakhtin a través de este libro.
Uno podría decir, desde un punto de vista práctico, que sólo estoy describiendo lo que hago
y, por lo tanto, este libro sólo podría ser interesante para mí. A pesar de todo lo parcial que pueda
ser conmigo mismo, no creo que sea el caso. Por supuesto, esta clase de práctica es una en la cual
me siento cómodo; pero además pienso que refleja un tipo más amplio de cambio, que ha sido muy
visible en la década pasada, hacia una actitud diferente de parte del terapeuta (que ha sido llamada
actitud colaborativa, no-jerárquica, o dialógica). Así es que hago uso además de un conjunto de
autores clínicos, además de lo que he ido aprendiendo al intercambiar puntos de vista con mis
colegas al asistir a sus seminarios y actividades, o simplemente viéndolos trabajar. Espero poder
hacer justicia a su contribución, aunque creo que a veces sus lecciones han llegado tan
profundamente en mi práctica que simplemente me las he apropiado como que fueran mías. Además
tanto ha sido hecho, pensado y escrito que sería extremamente presuntuoso pensar que uno es
original en estos días. Como Richard Rorty dice, podemos sólo tener ideas porque las personas nos
las dieron antes a nosotros. Al mismo tiempo, creo que es particular a la posición que aquí intento
describir, la atención a ambos lados de la posición del terapeuta: su conocimiento, sus habilidades
profesionales, su experticia (para usar una palabra casi prohibida, al menos en algunos círculos) y,
al mismo tiempo, su humildad, al saber de no saber (sobre la vida de los clientes). Pienso que para
promover una relación con los clientes en términos igualitarios, no necesito renunciar a lo que he
aprendido (del mismo modo que los otros en el diálogo no deberían renunciar a sus opiniones,
ideas, hipótesis, ni a sus sentimientos). Nuestro encuentro en ese terreno es lo que constituye un
diálogo. Acá propongo otro tipo de diálogo, el que para mí es el más básico de los diálogos
terapéuticos: el diálogo ente mis propias ideas y emociones con las ideas y emociones del cliente.
No puedo dar por hecho que renunciando -o intentando renunciar- a mi experticia, sería más útil
para ellos. De este modo, este tercer diálogo puede ser complejo, con opinión, e incluso lleno de
conflicto, exactamente como los otros dos. Y puedo afirmar -y no simplemente de manera retórica-
que he aprendido muchísimo de mis clientes y tal aprendizaje es una parte esencial de lo que he
escrito en este libro.
Pienso -espero- que todos esos diálogos están reflejados en las páginas siguientes. Lo que he
intentado hacer realmente, al escribir estos capítulos, es mantener el balance -el diálogo- entre las
historias y las conversaciones por una parte, y la discusión teórica por otra. Preferí evitar separar
unas de otras. La idea, para mí, ha sido siempre que la teoría surja de material de casos clínicos,
mostrando historias para presentar algunas ideas. Antes pensaba que la teoría y la práctica eran una
sola cosa y lo mismo. Ahora prefiero pensar que están en diálogo.
Existe, por cierto, aún otro nivel de diálogo en un libro. José Luis Borges escribió, a modo
de prefacio para una de sus antologías poéticas, que era sólo mera coincidencia que él era el autor
de los poemas y la otra persona el lector. Lo que importaba, después de todo, era la relación entre
los dos, una relación -un diálogo- que nace cada vez que alguien abre un libro para leerlo. Sin
lectores, un libro es solo papel y tinta o bytes electrónicos inútiles; sin libros, no hay lector. Así que
este libro no está pensado para ser una mera exposición de mi pensamiento, o de líneas de acción
prácticas (si es que las hay), o ejemplos pasados de trabajo clínico. Éste tiene sentido si, y sólo si,
alguien llega a sentir que leyéndolo pueda estimular su pensamiento o su trabajo –o, mejor aún,
ambos- Este libro, como cualquier otro, existe sólo en el diálogo con sus lectores; espero que tal
diálogo pueda terminar abriendo alguna ruta clínica nueva para al menos alguno de ellos. Así que
depende de ellos (de usted). Inicialmente yo quería explicar el sentido de la estructura del libro, dar
un recuento de los capítulos, etc., pero esto hubiera significado imponer mi opinión sobre la del
lector, un tipo de enfoque paternalista. Si escribo un libro, debo confiar que cada vez que alguien
elige leerlo, éste vivirá una vida propia. Así es que el entendimiento de este libro depende de usted,
el lector: lo dejo en sus manos, para dialogar con él e interpretarlo como usted elija.
CAPÍTULO UNO

Entendiendo e influenciando

Un cliente llega a mi oficina. Una familia, quizás, un cliente individual o una pareja: no
importa mucho. Asumamos, para ser claros, que es una pareja, una pareja heterosexual, ambos de
unos 35 años. Un diálogo -necesariamente- comienza: escucho, hago preguntas, obtengo respuestas,
hago afirmaciones, me hacen preguntas también. De esto está hecha la terapia, y no parece cambiar:
podría haber sido lo mismo veinte años atrás, excepto quizás por la forma de vestir o por algún
modismo en el lenguaje. Pero la terapia, de hecho, sí cambia y ha cambiado muchísimo en estos
últimos años. Si bien a veces estamos muy concientes de este hecho, incluso en extremo concientes
de tales cambios, otras veces éstos no son tan notorios para que nos demos cuenta. Creo que en los
últimos años han sido de los más desafiantes en términos de transformación de mi (nuestra) práctica
cotidiana. Dejaré a esta pareja descansar un momento. No presentaré sus problemas ni los míos
trabajando con ellos. Antes de ir al centro de la acción, necesitamos establecer el escenario,
entrando en una perspectiva histórica.

Epigénesis

La historia de las terapias familiares es discontinua. Nuevos modelos han estado


constantemente emergiendo, mientras otros han ido desapareciendo en el trasfondo. Cada vez los
defensores de los nuevos modelos han invocado el nombre de Thomas Kuhn, hablando de un
“cambio de paradigma”5. Esto podría deberse a razones alejadas de la teoría, como a la necesidad de
cada nuevo modelo de ser diferente de los demás, en lo que Framo (1996) ha llamado “la batalla de
las marcas”. Por ejemplo, los primeros terapeutas estratégicos y sistémicos vienen de un trasfondo
psicoanalítico, pero estuvieron casi obligados a renegarlo para mantener la novedad y dignidad de
sus propios modelos. Sin embargo, ellos tendían a usar -aunque de manera implícita- la mayoría de
las prácticas psicoanalíticas, que conocían bien. Del mismo modo, algunos terapeutas más tarde
sustituirían los modelos sistémicos por el estratégico y el estructural, del mismo modo que los

5
Aunque siendo injustos con Kuhn (1962), quien sólo consideraba posible un cambio de paradigma en el marco de
uno o dos siglos y tendía a limitar su análisis solamente a las “ciencias duras”. El único “cambio de paradigma” en
el campo de la psicoterapia podría ser podría ser la emergencia, a fines del siglo XIX, de las “curas habladas”, como
la hipnosis y el psicoanálisis (ver Ellenberger, 1970).
modelos postmodernos y narrativos, en la búsqueda constante de la novedad (ver Bertrando &
Toffanetti, 2000).
Puede que nos guste o no la idea de la sustitución: yo simplemente la considero imposible.
Junto a Luigi Boscolo (Boscolo & Bertrando, 1996) propusimos el concepto de lo “no-dicho” para
referirnos precisamente a aquellas teorías y experiencias de vida que todo terapeuta tiene y que se
hacen parte de su modo de hacer terapia y funcionan dentro de él, de manera conciente o no
conciente. Un terapeuta con algo de experiencia revela, en la práctica, mucho más de lo prescrito o
permitido por la teoría. Esta área escondida constituye lo no-dicho: todo terapeuta trabaja
integrando, de manera más o menos conciente, las distintas experiencias y teorías que han tenido
contacto con él en el pasado. El pusirmo teórico, entonces, se vuelve nada más que un mito:
cualquiera que trabaja en nuestro campo experimenta innumerables influencias a través de su vida
personal y profesional. Para liberarnos de las paradojas de lo no-dicho, Boscolo y yo teorizamos un
modelo epigenético para el terapeuta6:

Más que un progreso “a grandes saltos”, preferimos una evolución epigenética, en la cual
cada cambio en la teoría o la práctica se conecta con esas experiencias que se han mostrado
como útiles. Este modo de teorizar no es un simple proceso lineal de acumulación de nuevas
ideas en el tiempo, sino que es (en armonía con nuestra visión sistémico-cibernética) un
sistema de conceptos y de experiencias recursivamente conectados en una evolución
continua (...) Así, en nuestro trabajo encontramos inspiración en las voces significativas a las
cuales hemos estado expuestos en nuestra carrera profesional. De acuerdo con nuestra
mirada epigenética, integramos dentro de nuestra visión más reciente del modelo sistémico
las teorías que aprendimos en el pasado y todas las “voces” significativas (profesionales o
simplemente humanas) que nos inspiran en nuestra práctica diaria y en nuestra vida
[Boscolo & Bertrando, 1996, pp. 35-39].

Si esta epigénesis no es reconocida, el terapeuta piensa que es un “purista” en su modelo,


aunque de hecho opere en la epigénesis hundida en lo no-dicho. Un ejemplo del trabajo del Grupo
de Milán original: los miembros del equipo se consideraban a sí mismos “puristas sistémicos”, pero
cuando un colega terapeuta familiar, que se había mantenido fiel a la tradición psicoanalítica, los
observó trabajar en el Centro de Milán en 1975, lo que vio cuatro fue psicoanalistas trabajando con
muchas ideas analíticas, pero sin decirlas abiertamente.
Es decir, lo que puede ser dicho de las personas también puede ser dicho de las teorías (las
cuales son creadas por personas). Creo que, en la medida que el terapeuta se desarrolle a sí mismo a

6
Para el concepto de epigénesis en el sistema relacional, ver Wynne (1984).
través de una evolución epigenética, las teorías mismas evolucionarán del mismo modo. Como
Reisman (1991) indica, todo período histórico en psicología clínica tiene conceptos que son dados
por hecho y que enfatizan algunas cuestiones. En la década de 1950, el psicoanálisis resultaba
obvio, y fue la visión sistémica la que hizo una diferencia: cuarenta años después, dentro del campo
de la terapia familiar7, la idea de sistemas se ha vuelto obvia, siendo reemplazada por historias,
conversación o soluciones, junto a mucha sustituciones más que ocurrieron dentro de esos años.
Pero cada teoría o modelo descartado dejó algo de sí en lo nuevo. En una perspectiva epigenética, lo
último contiene, de algún modo, lo que venía antes, es influenciado y moldeado por ello y, a su vez,
le da una nueva forma. Cada cambio ocurre en una continuidad y nada es olvidado, sólo
transformado.
Si seguimos esta versión de la evolución de la terapia sistémica, encontraremos más
continuidad de la que se reconoce usualmente y, al mismo tiempo, veríamos que las nuevas teorías
están construidas sobre las antiguas, en un proceso dictado no sólo por opciones teóricas, sino que
también por condiciones culturales y materiales. La terapia familiar ha sido influenciada por el
clima cultural general, por las exigencias y condiciones económicas de los servicios sociales y de
salud, junto con los requerimientos cambiantes de los clientes8. Al mismo tiempo, muchos aspectos
de teorías más antiguas se mantuvieron escondidos, encarnados en la práctica de los terapeutas.
Para explicar lo que quiero decir, volveré por un momento con algunos miembros del Grupo
de Milán original, que tuve la oportunidad de conocer personalmente. Uno podría pensar por qué
ellos obtenían magníficos resultados con la intervención paradojal, resultados que otros
profesionales no pudieron alcanzar. Creo que esto se debió a su trasfondo psicoanalítico, que
cuando se combina de manera única con las ideas de la cibernética de primer orden, produce una
mezcla muy efectiva (Boscolo, comunicación personal). El énfasis en la relación terapéutica y en la
neutralidad en la terapia sistémica proviene del Grupo de Milán (ver Selvini, Palazzoli, Boscolo,
Cecchin & Prata, 1980a), quienes enfatizaron la importancia de estos conceptos y la praxis
correspondiente porque esto había sido central en sus años de práctica como psicoanalistas. La
generación siguiente de terapeutas de estilo Milanés, en cambio, fueron influenciados por los
7
La relación entre “terapia familiar” y “terapia sistémica” es compleja, aunque por un momento los dos términos eran
usados como sinónimos. Los dos campos se sobreponen, pero no completamente: hay terapias familiares que no son
sistémicas y terapias sistémicas que no incluyen trabajo con la familia. Acá uso el término “terapia familiar” para
referirme a todas las formas de terapia con alguna relación a lo que usualmente se considera el campo de las terapias
familiares, incluyendo -por ejemplo- las terapias psicoanalíticas, integracionales, narrativas, centradas en soluciones
o breves, aunque los profesionales en muchos de estos modelos hacen casi tanto trabajo individual como familiar.
Uso “terapia sistémica” para referirme a un campo más limitado definido por el entendimiento sistémico, ya sea en
el trabajo clínico familiar, individual, o de otro tipo.
8
Probablemente hay también condiciones materiales para entender por qué los terapeutas de hoy en día en ocasiones
empiezan a sospechar de las metáforas postmodernas. A modo de suposición, creo que esas teorías –que son usadas
como si fueran teorías, no metáforas- aún no pueden resolver problemas prácticos. A veces los clientes buscan
expertos y los terapeutas del no-saber no los satisfacen. O quizás, demasiado énfasis en un proceso de “re-storying”
oscurece problemas obvios de la relación terapéutica, de la misma manera que, en los viejos años constructivistas, la
auto-observación del terapeuta podía llevarlo a olvidar algunos patrones en el “sistema observado”.
talleres de Luigi Boscolo y Gianfranco Cecchin más que por artículos o libros (ver Stratton &
Seligman, 1997). Ellos aprendieron no sólo lo que los socios de Milán les contaron, sino que
también lo que se mantuvo sin contar.
Al mismo tiempo, lo que se sumerge en lo no-dicho se vuelve cada vez más difícil de
expresar a los colegas. Si uno sólo lee sobre un modelo terapéutico, lo mejor que puede hacer es
llevar las ideas abstractas a la práctica. Los que intentan aprender una práctica leyendo libros,
frecuentemente pierden el rumbo. Lannamann (1998) da un ejemplo de una discusión al estilo
milanés, donde todos los miembros del equipo olvidan anclar su encuadre de la situación a las
experiencias emocionales de sus clientes, empezando una discusión de equipo totalmente absorto en
sí mismo, que termina en una desastrosa afirmación final. Ahora, un experto del estilo milanés
nunca olvidaría las experiencias concretas de vida y los tonos emocionales de la situación de los
clientes y se hubieran adecuado a ellos; pero tal sensibilidad es difícil de presentar y enseñar
solamente a través de la escritura, en lugares dónde es más fácil encapricharse ideológicamente
(como probablemente es el caso del equipo de Lannamann).
Creo que hay una suerte de relación recursiva entre la teoría y la práctica. Las teorías
moldean parte de la práctica del terapeuta (casi siempre, llevándonos a considerar una situación
puntual como un “problema”, o una “enfermedad”, o un “conocimiento subyugado”) y la práctica, a
su vez, moldea la teoría (especialmente el modo de “danzar” con los clientes al explorar problemas,
enfermedades, etc.). Esto significa que, en una conversación terapéutica, para el terapeuta, es más
importante lo que ha in-corporado9 que la teoría que usa. En el psicoanálisis, la práctica in-
corporada es transmitida principalmente a través de análisis personal y didáctico: los futuros
analistas aprenden los principios implícitos de la técnica a través de la experiencia en sus propios
análisis. En la terapia familiar, las ampliamente usadas demostraciones públicas, role-playing y
videocintas son algunos de los medios más importantes para la transmisión de una práctica. Al
mismo tiempo, la in-corporación por parte del terapeuta se lleva a cabo no solamente (sino que
también) a partir de las teorías a las cuales ha estado expuesto. De este modo, a nivel del terapeuta
individual, la epigénesis del terapeuta y la epigénesis de las teorías llegan a una especie de
confluencia.
Dell (1989) recuerda que las teorías sistémico-cibernéticas tempranas contienen un
conocimiento implícito de psicología individual; lo mismo, a mi parecer, se aplica a las terapias
postmodernas contemporáneas. Las terapias narrativas postmodernas han sido edificadas sobre
terapias sistémicas, manteniendo algunos conceptos implícitos de éstas últimas, pero sin decirlo en
voz alta. En otras palabras, creo que los terapeutas postmodernos trabajan bajo poderosas

9
Nota del traductor: La palabra inglesa embodied puede ser traducida literalmente como encarnado, pero se eligió in-
corporado (puesto dentro del propio cuerpo), para evitar malentendidos.
influencias a partir de sus propias teorías, pero, al mismo tiempo, están influenciados por teorías
internalizadas y praxis que no profesan explícitamente. Me gustaría mostrar estos conceptos de
manera más clara. Para lograrlo, quiero lidiar con la compleja relación entre la perspectiva
postmoderna y las teorías sistémico-cibernéticas usadas por terapeutas con un trasfondo sistémico.
Mi objetivo es proyectar una luz inclinada y oblicua en esta compleja relación entre sistemas y
posmodernismo: una suerte de visión meta-postmoderna.

Entendiendo
De acuerdo con Michel Foucault, la genealogía es un modo de rastrear el desarrollo histórico
de las ideas y las prácticas intentando empezar no desde un origen (hipotético y metahistórico), sino
desde preocupaciones contemporáneas, yendo atrás en el tiempo para encontrar las discontinuidades
desde las cuales han emergido y su (posible) desarrollo, por más complejo y errático que sea:

La historia es el cuerpo concreto de un desarrollo, con sus momentos de intensidad, sus


lapsus, sus periodos extendidos de agitación febril, sus desvanecimientos (...) La genealogía
no pretende volver en el tiempo y recuperar una continuidad intacta que opere más allá de la
dispersión de las cosas olvidadas (...) al contrario, seguir el camino complejo del descenso es
mantener los eventos pasados en su propia dispersión; significa identificar los accidentes,
las mínimas desviaciones (o al contrario, las inversiones completas), los errores, las falsas
valoraciones y los cálculos anómalos que dieron vida a esas cosas que continúan existiendo
y tienen valor para nosotros [Foucault, 1971a, pp. 86-87].

Me gustaría hacer algo similar en cuanto a los modos posibles de concebir, teorizar y
practicar la terapia. Entre las casi infinitas posibilidades de dividir y ordenar los modelos clínicos,
elijo –de manera un tanto arbitraria, pero no tanto- discriminar entre lo que llamo la vía del entender
y la vía del influenciar. Estas dos vías van juntas a través de todas las vicisitudes de la terapia
sistémica, en ocasiones acercándose entre ellas, a veces viéndose a la distancia. Para dar una
definición preliminar, me refiero a uno de los autores más precisos y claros en el campo, Jay Haley:

¿Cuál es la causa del cambio? Existen dos extremos. Algunos terapeutas creen que el cambio
ocurre sólo a través del insight y el auto-entendimiento, por lo que exploran con los clientes
hipótesis sobre su naturaleza. Por el contrario, otros terapeutas creen que el cambio es
causado por un cambio en la conducta de la persona y la situación social, por lo que el
insight es irrelevante [Haley, 1986, p.106].
Cuando Haley escribió estas líneas, tenía obviamente en mente su adversario de toda la vida,
el psicoanálisis. Después de todo, Sigmund Freud, además de crear el psicoanálisis (la fuente
original de toda psicoterapia), ha definido una clase de sabiduría: si entiendes (a tí mismo, a tu
proceso interior), entonces cambias. Por supuesto, el primer ejemplo destacado de una actitud de
entendimiento en terapia es la interpretación psicoanalítica, que apunta a traer al contenido
inconciente a la conciencia, al vencer la resistencia. En el psicoanálisis tradicional freudiano, el
acento está sobre la producción de significado del paciente: el paciente habla, el analista escucha e
interpreta. En este proceso, el entendimiento tiene dos caras: la interpretación hace que el paciente
se de cuenta de algunos de sus procesos inconcientes y, al mismo tiempo, profundiza el
conocimiento del analista sobre la mente humana. El psicoanálisis es cura y ciencia a la vez. Como
el mismo Freud le confió a Wilhelm Fliess en una de sus innumerables cartas:

Estoy asediado por dos ambiciones: ver cómo la teoría del funcionamiento mental toma
forma si se le introducen consideraciones cuantitativas, una suerte de fuerza nerviosa
económica; por otra parte, extraer de la psicopatología lo que puede ser beneficioso para la
psicología normal (...) obtengo una gran satisfacción a partir del trabajo con neuróticos en
mi consulta. Casi todo se confirma a diario, nuevas piezas se añaden y es algo bueno sentirse
seguro que el núcleo del asunto está al alcance de uno [Freud, carta a Fliess, 25 de Mayo
19885: en Ehrenwald, 1991, p. 287].

Freud probablemente tomó esta actitud de su propio pasado académico: después de todo, él
había sido un neurólogo experimental. Es así como la posición ambigua del psicoanálisis -en parte
el arte de sanar, en parte una ciencia de la mente- se estableció y fue dada por hecho por años. Todas
las psicoterapias han heredado algo de él.
Gregory Bateson, que era tan diferente de Freud, compartió con él al menos una
característica: originalmente él no tenía nada que ver con la psicoterapia. Cuando se acercó a la
psiquiatría, trabajando con Jurgen Ruesch a fines de la década de 1940, lo hizo desde el punto de
vista de un antropólogo: se propuso estudiar las costumbres y la visión de mundo de lo que él
llamaba “la tribu de los psiquiatras” (Lipset, 1980). Y más adelante, cuando había hecho sus
primeras propuestas terapéuticas en su libro Naven, él estaba pensando a través de líneas similares:
Bateson estaba interesado en entender cómo la gente funcionaba, más que en cambiarla.

En el análisis freudiano (...) hay un énfasis en la visión diacrónica del individuo, y en gran
medida la cura depende de inducir al paciente el ver su vida en estos términos (...) Pero
también sería posible hacer que el paciente vea sus reacciones a los que lo rodean en
términos sincrónicos [Bateson, 1935, p. 181; cursivas añadidas].

Bateson compartía con Freud la fe en un modo de entender científico, que llevaría a una
persona a volverse una suerte de investigador de sí mismo10. Lo que cambia aquí es el locus del
entendimiento: no las profundidades ocultas de la persona, o su pasado olvidado, sino sus patrones
de interacción con los demás. El primer grupo sistémico establecido en Palo Alto, California,
adoptó tal actitud través de Bateson, su fundador. Fue natural para él usar, para esta nueva clase de
entendimiento, las herramientas conceptuales que había ayudado a desarrollar: las herramientas de
la cibernética.
La cibernética fue creada a fines de la década de 1940, en las Macy Conferences (Heims,
1991) organizadas en Nueva York por la fundación Macy entre 1946 y 1951. Las conferencias
fueron ocasiones de reunión y discusión para un grupo variado de neuro-fisiólogos, matemáticos,
lógicos, ingenieros, fisiólogos, antropólogos, psicoanalistas y psicólogos. Junto a Margaret Mead y
Warner McCulloch, Bateson había sido uno de sus líderes.
La cibernética nació en lugar y tiempo definidos: el período de inmediata postguerra en los
Estados Unidos. Al mismo tiempo, los Estados Unidos habían logrado el zenit de su poder político
y económico en el mundo, mientras que el establishment comenzaba a temer la amenaza comunista.
Fue una era de crecimiento, confusa y con miedo en ocasiones, pero -al menos en la superficie-
llena de optimismo y dinamismo social. La supremacía estadounidense fue en gran parte debida a
una primacía científica y tecnológica: no es una sorpresa, además, que los fundadores de la
cibernética se llamaran a sí mismo científicos, ni que la mayoría de ellos, independientemente de su
campo específico de estudio, mostraría un gran optimismo por la posibilidad de desarrollar
tecnologías para el mejoramiento de la sociedad. Esto no podría suceder, sin embargo, a través de
medios políticos: se tendía relacionar la política con radicalidad y pro-comunismo (el senador
Joseph McCarthy en poco tiempo se haría notar); la idea era mejorar la sociedad, mejorándola a un
nivel micro-social.
Es aquí donde la cibernética encuentra a la terapia familiar. Digo encuentra porque no es
totalmente correcto pensar que la terapia familiar creció a partir del pensamiento cibernético. La
terapia familiar emergió (durante el mismo período) principalmente a partir del trabajo de
psicoanalistas que sintieron la necesidad de ir más allá de la práctica psicoanalítica; situación
antecedida por un complejo conjunto de factores en la evolución de la sociedad estadounidense,

10
Este tipo de entendimiento es el tipo que Makkreel (1993), siguiendo a Dilthey, define como “explicativo”, en
contraste con el tipo humanista de entendimiento. Ambos fueron explorados, en psicopatología, por Jaspers (1913):
ambos están presentes además en el psicoanálisis, conduciendo a disputas sin fin sobre su naturaleza (ver Eagle,
1984; Ricoeur, 1965; Schafer, 1981).
prácticas terapéuticas y servicios psiquiátricos (ver Broderick & Schrader, 1991; Cushman, 1995;
Reisman, 1991). La cibernética encontró a la terapia familiar principalmente porque esta última
podía ser vista como la manera perfecta de trabajar con problemas que habían sido vistos, en ese
momento, sólo en su dimensión política (algo imposible durante la guerra fría), o en un marco
estrictamente individual (no coherente con el enfoque comunicacional de la cibernética) 11. Los
terapeutas familiares, a su vez, sintieron una inmediata afinidad con la cibernética, porque ésta
proveía aquello de lo que la terapia familiar carecía, es decir, un lenguaje que pudiera describir la
interacción humana sin recurrir a los idiomas del psicoanálisis, psiquiatría o psicología clínica,
todas empapadas de sus terminologías individuales12. Bateson se mantendría fiel toda su vida a las
ideas generadas por las conferencias cibernéticas, pero su pensamiento complejo y versátil iría
evolucionando cada vez más y madurando en la década de 1950, a través del estudio del humor,
niveles de comunicación, esquizofrenia y el juego. La cibernética de Bateson era un complejo
conjunto de conceptos, donde el foco de interés cambiaba fácilmente desde los fenómenos
intrapsíquicos a los interpsíquicos. Tal complejidad fue unificada por el lenguaje cibernético,
concebido como un modo de hablar altamente formal que permitiría una base común para diferentes
discursos, que involucraran a cualquier tipo de máquinas, así como al sistema nervioso central, la
persona o la sociedad.

Influenciando
La terapia familiar no siguió el camino de Gregory Bateson, es más, aunque por un período
él estuvo definitivamente interesado en la terapia e incluso la practicó un poco personalmente (algo
que después tiende a negar, o al menos a pasar por alto: ver Lipset, 1980), fue esencialmente un
estudioso, interesado en descubrir patrones y universalidades humanas13. Pero para hacer terapia es
esencial hacer algo a otros o, en otras palabras, influenciarlos.
No es sorprendente que los colegas de Bateson en su grupo de investigación, Don Jackson,
Jay Haley y John Weakland, desarrollaron un interés en una tradición terapéutica que existió antes
que el psicoanálisis mismo, y que Freud había abandonado precisamente porque tendía a influenciar

11
De acuerdo a Jeffrey Masson, “La terapia familiar debe su existencia al hecho que ésta muestra un serio defecto en
el pensamiento freudiano sobre el individuo: que confina la realidad dentro de una persona, ignorando a todos los
efectos de un mundo más amplio, hostil o indiferente, externo. Cambiando la atención al mundo de la familia aún es
adoptar una visión demasiado estrecha. Y una vez que vamos más allá de la familia hacia la sociedad, los conceptos
claves del psicoanálisis muestran muy poco valor. Lo que se necesita es un nuevo tipo de análisis, un análisis
político” (1988, p. 252).
12
Harry Stack Sulllivan sí intentó crear un tipo de psiquiatría interpersonal (Sullivan, 1953), pero sus ideas a menudo
radicales nunca entraron en la psicología dominante o en la psiquiatría (ver Cushman, 1995).
13
“Existe una diferencia fundamental entre mi posición y la de Lidz, Wyne e incluso Haley y Jackson. Ellos son
clínicos, yo soy un teórico. Todos ellos están buscando ejemplos de narrativa generalizada. Yo sólo estoy buscando
ejemplos para relaciones formales, que ilustren una teoría” (Bateson a E. G. Mishler, 1964, citado en Lipset, 1980,
p.187).
a las personas demasiado: la hipnosis (ver Gauld, 1995). De este modo, la terapia sistémica fue
fuertemente influenciada en su desarrollo por un hipnotista excepcional, Milton Erickson. Erickson
había sido elegido por Bateson como consultor para su proyecto de investigación por muchas
razones: él era uno de los pocos clínicos trabajando con familias en esos días, su enfoque estaba
lejos de ser ortodoxo en tiempos de una ortodoxia terapeuta estricta y, más que nada, sabía
prácticamente todo sobre hipnosis y trance. Como hipnotista, su preocupación principal fue
influenciar a la gente en el menor tiempo posible. De este modo, el influenciar entró en la terapia
sistémica en su creación. Pero no deberíamos pasar por alto la compleja relación entre el
pensamiento de Bateson y de Erickson. Ellos realmente mostraron un conjunto de similaridades,
incluso con sus obvias diferencias.
Primero que nada, ambos estaban interesados en la información formal -patrones de
comportamiento y/o de pensamiento- más que en el contenido. Bateson quería usar este
conocimiento formal para aumentar el auto-conocimiento, aunque un auto-conocimiento diferente
al defendido tradicionalmente por Freud; su idea era alcanzar un tipo de conocimiento ajeno a la
conciencia tradicional, que fuese inmune al propósito conciente. Erickson usaba este conocimiento,
el cual era capaz de adquirir muy rápidamente en el curso de una entrevista terapéutica, para lograr
un efecto más profundo en la persona.
No deberíamos olvidar, sin embargo, que tal actitud era también necesaria para hacer
terapia, es decir, tener algunos efectos curativos sobre las personas. El psicoanálisis mismo nunca
ha sido totalmente ajeno a la persuasión. Tal como el lingüista Tullio Maranhao, quien ha estudiado
psicoanálisis y terapia familiar de un punto de vista retórico, afirma:
De hecho, los psicoanalistas y terapeutas familiares cumplen sus objetivos terapéuticos al
mostrar a los pacientes lo que ha sido ignorado, al persuadirlos de que las cosas son
diferentes de lo que ellos pensaban, al ejercer presión sobre ellos para cambiar su visión
general, al ser silenciosos o reticentes, al reflejar exactamente lo que dicen, o al mostrar
escepticismo, entre una serie de otras estrategias retóricas posibles. La palabra clave que
describe la cura en ambas terapias es “cambio” [Marahao, 1986, p. 126].

Bateson y Erickson compartieron un interés por la “mente inconciente” y contrastaron la


idea de Freud de expandir el ego conciente reduciendo los límites del “Ello” (“Donde el Ello fue, el
Ego será”). En realidad, su interés hacia el inconciente vino de fuentes distintas y ninguna de ellas
era psicoanalítica: para Bateson, fue el entrenamiento en observación antropológica, para Erickson
su familiaridad con procedimientos hipnóticos. Bateson, sin embargo, quería alcanzar algún
entendimiento de las “razones del corazón”, mientras Erickson usaba su entendimiento para sí
mismo y el inconciente del otro, para tener un efecto al influenciar al cliente.
Tendemos a percibir en Erickson un énfasis definido en el poder, en parte como
consecuencia de la interpretación de Jay Haley de su trabajo (ver Haley, 1973, 1993), y esto es de
seguro su diferencia fundamental con Bateson, que aborrecía la noción misma de poder14. Una
mirada más cercana a los escritos de Erickson, no obstante, nos da otra luz sobre el tema:

La creencia general equivocada es que los hipnotistas ejercen algún poder notable sobre sus
sujetos, que la hipnosis es una cuestión de dominio y sumisión, de mente fuerte sobre la
voluntad débil, y a partir de ello, pueden obtenerse toda clase de resultados indeseables. De
hecho, por supuesto, la hipnosis depende de la completa cooperación entre hipnotista y
sujeto, y sin cooperación voluntaria no puede haber hipnosis. Es más, el sujeto hipnótico
puede ser el hipnotista y el sujeto, y más de un hipnotista ha sido hipnotizado en cambio por
sus propios sujetos para avanzar en el desarrollo de un trabajo experimental [Erickson, 1941,
p. 1].

La diferencia relevante entre estas dos figuras fundamentales de la terapia sistémica es, o
una de actitud clínica, o una actitud hacia el otro: investigación antropológica (después de todo,
Bateson era un estudioso europeo), versus pragmática y urgencia por el cambio (Erickson era un
médico estadounidense).
Lo que Bateson, el antropólogo en el campo de la psiquiatría, podía comunicar a un cliente,
era algo como “no puedo saber lo que piensas, porque no puedo saber todas tus premisas. Por lo
tanto, tengo que investigar cuidadosamente, para poder entenderte y ayudar a que te entiendas a ti
mismo” Lo que sugería Erickson, el clínico, era en cambio: “Yo comparto todos tus valores
(estadounidenses), así que conozco lo que probablemente piensas. Por lo tanto, puedo entenderte
con una mirada y empezar inmediatamente a cambiarte de la mejor manera (porque ambos sabemos
dónde está lo mejor)”15. Esto quizás se debe, entre otras razones, al pragmatismo básico de
Erickson. Él no quería saber regularidades o trazar reglas básicas: él quería obtener resultados, y los
resultados tenían que ser los mejores para cada situación única.
El propósito de la psicoterapia es permitir al paciente lograr un objetivo personal legítimo lo
más ventajosamente posible. Precisamente, no es una cuestión de promover escuelas
particulares de pensamiento o de intentar darle sustento a teorías psicológicas
interpretativas, sino que es simplemente una labor de evaluar el problema del paciente en
términos de la realidad en la cual el paciente vive y en términos de las realidades del

14
Curiosamente, los seguidores de Freud sentían que el maestro mismo aún estaba demasiado inmerso en las técnicas
hipnóticas y tendía a volverse, a ratos, abiertamente manipulador (ver Roazen, 1975).
15
Erickson tenía una clara visión del desarrollo normal...el creía que existía un núcleo normal y saludable para cada
individuo, quizás algo junto a lo que Horney llamaba el “verdadero self”(Rosen, 1981, p.47)
continuo futuro del paciente como él o ella razonablemente espera que sea [Erickson, c
1930].

Estrategizando
La adaptación de las ideas de Milton Erickson a la terapia familiar sistémica se mostró útil
para trazar una clara distinción entre el método clínico recién nacido y el psicoanálisis, en ese
tiempo la única teoría clínica relevante para la psicoterapia (ver Bertrando & Toffanetti, 2000). Esta
actitud fue compartida casi por todos los pioneros de la terapia familiar, con la excepción de Nathan
Ackerman y, parcialmente, Ivan Boszormenyi-Nagy y Murray Bowen. Pero el uso de las ideas de
Erickson significaba un abandono de una actitud comprensiva, hacia una influyente. Por supuesto,
el movimiento desde Bateson a Erickson (desde el entendimiento hacia la influencia), se hizo más
fácil y quizás necesario, por algunos factores inherentes al setting mismo de la terapia familiar: la
necesidad, para el terapeuta, de ser más activo y directivo (más que un oyente pasivo); el foco en la
relación que debería ser observable; la limitada utilidad de la interpretación en lidiar con parejas y
familias. De este modo, las terapias familiares sistémicas (o, usando la terminología del período,
“terapia de sistemas familiares”), mantenían un sabor batesoniano característico en sus bases
teóricas pero eran conducidas siguiendo principios ericksonianos. Incluso la cibernética fue
modificada, evolucionando desde la ciencia compleja y flexible diseñada por Bateson y Mead
siguiendo las ideas de Wiener (1948) sobre auto-organización, hacia una disciplina instrumental y
mecanicista basada en la teoría del juego de Neumann (von Neumann & Morgenstern; ver también
Heims, 1980).
Esta versión de la cibernética de primer orden fue de hecho introducida en las terapias de
sistemas familiares, donde mantuvo su popularidad hasta 1980 por Jay Haley, John Weakland y Don
Jackson, fundadores del Mental Research Institute (MRI- ver Bodin, 1981). Éste último otorgó al
público la vulgata del pensamiento sistémico, primero a través de los trabajos de Jackson (1957) y
Haley (1959, 1963), y luego con el fundamental Pragmatics of Human Communication, escrito por
Jackson junto con Paul Watzlawick y Janet Beavin (Watzlawick, Jackson & Beavin, 1967). En ese
libro, el pensamiento de Bateson, podado, simplificado y reducido a “axiomas”, al menos podía ser
fácilmente aprehendido por cualquier terapeuta y aplicado clara y consistentemente al trabajo
clínico.
De este modo, la evolución de la cibernética (terapéutica) durante los 1960's tomó forma por
la simplificación más que por la “complejización”. La terapia sistémica se volvió cada vez más
procedural y tecnológica. Al mismo tiempo, el énfasis temprano por la interdisciplinaridad fue
reemplazado por la ciencia computacional, un cognitivismo cultural temprano de Miller y Bruner,
una ciencia cognitiva enraizada en la metáfora computacional (ver Bruner, 1990), mientras el
paradigma conductual se hacía cada vez más influyente en la psicoterapia en general. Bajo esta
mirada, es fácil ver que el movimiento desde Bateson hasta Watzlawick, pasando por Erickson, fue
más que una elección puramente al azar. Fue perfectamente consistente con parte del clima cultural
de la década de 1960, no con el ala política izquierdista, sino que con su lado tecnológico optimista:
todos los problemas pueden ser solucionados, si sólo se ponen en acción las técnicas apropiadas.
Tal énfasis en la técnica se difundió ampliamente en la década siguiente, con un triunfo
concomitante de los modelos basados en la influencia, los cuales se volvieron centrales en el
desarrollo mundial de la terapia familiar. Mientras la influencia del MRI aún era fuerte, Haley
(1973) y Minuchin (1974) perfeccionaron la terapia estratégica y estructural, con sus fuertes ideas
jerárquicas, en tanto el equipo de Milán creaba un nuevo modelo de terapia sistémico-estratégico
(Selvini Palazzoli et al., 1978a). El énfasis estaba en usar los medios más efectivos para llevar
adelante un cambio en los clientes, a cualquier costo. Un Milton Erickson más avanzado de edad,
era elevado a la categoría de gurú de la psicoterapia, bastante lejos del dominio de la hipnosis. Tal
como Haley sintetizó, con su característica claridad:

Si uno quiere influenciar a un cliente a cambiar, esto implica lógicamente que un terapeuta
debería organizar la terapia para que ello ocurra (...) si el objetivo de la terapia es lograr un
objetivo, el terapeuta debe establecer uno [Haley, 1986, p. 157].

Hipotetizando
Hacia el final de la década de 1970, los miembros del grupo original de Milán (Mara Selvini
Palazzoli, Luigi Boscolo, Gianfranco Cecchin y Giuliana Prata) tomaron la batuta del MRI. La
contribución que el grupo entregó a la evolución de la terapia sistémica es, por decir poco,
fundamental. No entraré en detalles aquí, ya que lo he hecho en otro lugar (ver Bertrando &
Toffanetti, 2000; Boscolo & Bertrando, 1996). Basta decir que los cuatro miembros del equipo
compartían un trasfondo médico y psiquiátrico, además de que estuvieron trabajando dentro de la
tradición psicoanalítica dominante europea y norteamericana, la cual aún mantenía todos los
presupuestos freudianos hacia el entendimiento. Al cambiar la orientación básica, dramáticamente
cambian a una posición ericksoniana (o mejor dicho, hacia la parte del trabajo de Erickson
enfatizado por Haley y Weakland): es importante empujar a la gente a cambiar. De hecho, lo que se
apreciaba en el grupo de Milán de ese entonces era la calidad dramática de su intervención final,
mayormente asociada a reencuadres y rituales, lo que los ponía en una base equivalente a los más
respetados terapeutas estratégicos16.
Lo que llevó al equipo de Milán fuera de la corriente dominante de un modelo estratégico
puro y que al mismo tiempo es probablemente la contribución más relevante al campo de la terapia
familiar (y en general a la psicoterapia), fue la transición hacia una versión completamente
batesoniana de la terapia, impulsada por la lectura los escritos de Bateson, reunidos por primera vez
en 1972 en el libro Steps to an Ecology of Mind (Bateson, 1972). Esto produjo una amplia gama de
cambios, teóricos y prácticos, como la atención que se dio al proceso mismo de entrevistar y
preguntar, la renovada centralidad de los contextos, la relevancia de patrones diacrónicos y procesos
inconcientes (ver Boscolo y Bertrando, 1993). Pero el cambio más importante de todos fue gatillado
por el ensayo de Bateson sobre la distinción, propuesta por Korzybski (1931), entre el mapa y el
territorio:

Volvamos a la afirmación original por la que Korzybyski es más famoso, la afirmación que
el mapa no es el territorio (...) volvamos al mapa y al territorio y preguntemos: “¿Qué es lo
que hay en el territorio que entra en el mapa?” Sabemos que el territorio no entra en el mapa
(...) lo que entra en el mapa, de hecho, es la diferencia [Bateson, 1970, p. 449-451].

El territorio no entra en el mapa: no tenemos un inmediato acceso a la realidad externa como


tal. La respuesta del equipo de Milán sobre esto fue que lo que ellos habían considerado
cognoscible hasta ahora, la verdadera realidad de la familia o un individuo, no podía ser conocida
por el terapeuta o cualquier otro. El terapeuta no tiene acceso a la realidad última, o a la verdad, del
paciente. Todo lo que está accesible es el mapa del territorio del cliente. Y cada cliente está en una
condición que no es diferente: No conozco la realidad de mi propia familia, todo lo que tengo es un
mapa personal de ella. Todo el conocimiento de los demás es conjetural, cada mapa sólo puede ser
entendido al trazar otro mapa y así sucesivamente, ad infinitum. Es así que, sobre su cliente, el
terapeuta solo puede tener hipótesis.
Inicialmente, la visión compartida dentro del equipo fue que las hipótesis podrían ser la
mejor manera de poner a prueba a los clientes, introduciendo al mismo tiempo el impacto “de lo
inesperado y de lo improbable” en sus vidas: la actitud del equipo altamente dramática, casi teatral,
seguía ahí. La hipótesis “ni verdadera ni falsa” vislumbraba la duda dentro de las certezas de los
terapeutas sistémicos (estratégicos) del período. Lentamente, la actitud del cuarteto de Milán
cambió: su estilo se volvió más asertivo y tentativo, el proceso de entrevista más delicado. Ahora lo
que se decía durante la terapia importaba más y más, el proceso de la terapia se estaba volviendo

16
En la primera edición de Handbook of Family therapy (1981) de Gurman y Kniskern, el equipo de Milán es puesto
como campeón de la terapia estratégica, en el mismo capítulo con Jay Haley y el equipo de Terapia Breve del MRI
(Bodin, 1981).
más importante que su contenido (ver Boscolo et al., 1987; Selvini Palazzoli et al., 1980a).
Posiblemente, esta fue una de las causas de la división del equipo original de Milán, poco
después de la publicación del famoso artículo “Hypothesizing-circularity-Neutrality” (Selvini
Palazzoli et al., 1980a). Aunque Luigi Boscolo (comunicación personal) siempre consideró el
artículo como la contribución más importante del equipo, mucho más que Paradox and
Counterparadox, Mara Selvini Palazzoli estaba interesada principalmente en definir tipologías
conectadas a diagnósticos psiquiátricos específicos (Family Games: Selvini Palazzoli, Cirillo,
Selvini, & Sorrentino, 1989; ver también Bertrando & Toffanetti, 2000). Boscolo y Cecchin estaban
interesados, en cambio, en cuestiones metodológicas, relacionadas con cómo actuar dentro de la
sesión de terapia. Cecchin se refiere al artículo sobre la hipotetización, diciendo más tarde que “Ella
lo escribió como una cortesía para nosotros [Boscolo y él mismo]. Recuerdo que teníamos estas
ideas para desarrollar y ella dijo: escribamos. Pero ella no estaba muy convencida, y además, nos
estábamos separando como grupo” (Cecchin en Bertrando, 2004, p.216).
Después de la separación del equipo en 1980, Boscolo y Cecchin abiertamente cambiaron su
práctica hacia el entendimiento, ganando la atención de muchas comunidades de terapeutas en todo
el mundo, a través de sus enseñanzas directas y, además, gracias al aporte de Lynn Hoffman (1981),
Peggy Penn (1982, 1985) y Karl Tomm (1985).
En cambio, la versión de la terapia sistémica de Milán de Boscolo y Cecchin era
influenciada en la mitad de la década de 1980 por un cambio desde la cibernética de primer orden a
la de segundo orden (Cybernetics of observing systems: von Foerster, 1982) y por el
constructivismo. Considerar un sistema como definido por un observador (Maturana & Varela,
1980) tenía una doble consecuencia: cambiaba al terapeuta como poseedor de un conocimiento
privilegiado, si no absoluto, hacia uno como poseedor de sólo un punto de vista entre muchos otros
puntos de vista posibles, junto con darle a los clientes, a su vez, el estatus de observadores, además
de un papel más activo en la terapia. Esto condujo a los terapeutas sistémicos a darle valor
nuevamente a los puntos de vista subjetivos del terapeuta y del cliente. Al mismo tiempo, la
importancia del pasado y el futuro, en una terapia que originalmente había sido orientada al
presente, crecía sostenidamente (Boscolo & Bertrando, 1992). Esta versión de la terapia sistémica
parecía extenderse poder durar por mucho tiempo. Pero tenía dentro de sí otra evolución, incluso
más traumática.

Contando historias
Uno de los cambios más radicales para la psicoterapia, y quizás para la psicología en
general, fue el advenimiento, en la década de 1990, del postmodernismo (Mecacci, 1999). Trato en
detalle sobre el postmodernismo y sus consecuencias para la terapia sistémica en el capítulo 2. Por
el momento, me limitaré a la famosa definición de Jean Francois Lyotard (1979): incredulidad hacia
cualquier gran metanarrativa, es decir, cualquier versión teórica unitaria del conocimiento humano.
Tal incredulidad genera un estado peculiar, el cual ha sido descrito como una ausencia de
fundamentos (Varela, Thompson & Rosch, 1991). De acuerdo con Michel Foucault, quien, aunque
no se consideraba un pensador postmoderno, fue una de las fuerzas directrices tras el movimiento:

Nada es fundamental. Eso es lo que es interesante en el análisis de la sociedad. Eso es la


razón por la que nada me irrita tanto como las preguntas -las cuales son por definición,
metafísicas- sobre las bases del poder de una sociedad, o de la auto-institución de una
sociedad, entre otras cosas. Estos no son fenómenos fundamentales. Son solamente
relaciones recíprocas, y las brechas perpetuas entre las intenciones en relación con ellas
mismas [Foucault, 1982, p. 356].

Por lo tanto:

(...) Tenemos que abandonar la esperanza de alguna vez acceder a un punto de vista que
pueda darnos acceso a un conocimiento completo y definitivo de lo podría constituir
nuestros límites históricos. Y desde este punto de vista la experiencia teórica y práctica que
tenemos de nuestros límites y de la posibilidad de moverse más allá de ellos es siempre
limitada y determinada; es así que estamos siempre, de nuevo, en la posición inicial
[Foucault, 1984c, p. 47].

En la obra de Foucault, la noción postmoderna muestra por qué puede ser aceptada tan
fácilmente por pensadores y practicantes sistémicos, en tanto resonó con algunas creencias
profundamente arraigadas: la primacía de la relación, el rechazo a aceptar explicaciones
sociológicas simplistas de los fenómenos interactivos, la naturaleza hipotética del conocimiento,
entre otras. Pero la radicalidad del postmodernismo pronto empujó los límites convencionales del
campo sistémico, especialmente en terapia.
El terapeuta postmoderno (como cualquier otra persona postmoderna) ya no puede aceptar
una idea única, unitaria, de la realidad. Con la llegada del postmodernismo, todas las certezas -al
menos dentro de algunos círculos- fueron amenazadas y, a la larga, erosionadas. Citando a Keneth
Gergen, uno de los grandes defensores del postmodernismo:

Esto representa la erosión de la creencia central en nuestro modo de vida, incluyendo


nuestro sentido de la verdad y la moral, el valor del self individual y la promesa de un mejor
futuro. Las tradiciones de la democracia, religión, educación y nacionalidad están todas bajo
amenaza. Aunque, para muchos otros, este mismo cambio está cargado de potencial
[Gergen, 1999, p.5].

Otra influencia de la llamada terapia posmoderna fue el pensamiento y prácticas feministas.


A través de su énfasis en roles de género masculino-femenino y de las relaciones de poder,
cuestionó las ideas ingenuas que muchos terapeutas familiares tenían hacia el género, sugiriendo
además que uno de los objetivos de la terapia debería ser el de incrementar la conciencia de los
patrones de género y las relaciones de poder (Jones, 1993: Walters, 1989)
El interés en metáforas y métodos literarios, ideal para terapeutas quienes, especialmente en
los Estados Unidos, estaban cada vez menos ligados a la psiquiatría y a la medicina, condujo a un
involucramiento en la crítica literaria, que se volvió el medio para introducir ideas postmodernas en
el trabajo clínico (con la notable excepción de las teorías de Michael White, directamente derivadas
del trabajo de Foucault). De acuerdo con el crítico literario Jonathan Culler (1982), esta actividad,
en estados unidos era, en esa época, una de las fuerzas culturales más dinámicas en ese país, donde
la psicología y la sociología, por una parte, se habían basado por mucho tiempo en un modelo
positivista, mientras que la filosofía pertenecía principalmente a la tradición analítica, tendiendo a
un neo-kantianismo ahistórico. La crítica literaria, más abierta a nuevas ideas y menos ligada a la
ciencia, recibió de manera entusiasta a Foucault, Lyotard y Derrida, los autores más representativos
asociados con el pensamiento postmoderno. La deconstrucción de Derrida, la crítica del poder de
Foucault y el análisis de Lyotard de la condición postmoderna tenían relación con ideas políticas, de
acuerdo a las cuales, por ejemplo, cualquier lectura “definitiva” de un texto es en sí mismo
autoritario, frente a lo cual uno debe mantener siempre abierta la posibilidad de crear nuevo sentido
a partir del texto mismo. Lynn Hoffman (1990), estableciendo el cambio narrativo de una terapia
que sólo unos años atrás había definido como “Sistémica Milanesa” (ver Hoffman, 1987), se refiere
al cambio de la crítica literaria desde la “crítica nueva” al deconstruccionismo. Y, de hecho, existen
muchas similitudes: ya que la crítica deconstructiva es intolerante a la autoridad, las terapias deben
disolver la autoridad de los terapeutas, su actitud experta, el carácter de autoridad de las hipótesis
mismas.
El postmodernismo, sin embargo, era un marco muy laxo. Una nueva clave de leer la
interacción terapéutica -y la interacción humana en general- se hacía necesaria: una clave que,
coherentemente con la nueva sensibilidad humanística que los terapeutas sistémicos venían
desarrollando, pudiera escapar de una actitud “científica, ahora sentida como una limitación. La
narrativa ya era una clave importante en muchos de los desarrollos recientes de las que podríamos
llamar “ciencias humanas”, desde la antropología al psicoanálisis (Geertz, 1973; Gergen, 1982;
Mitchell, 1981; Spence, 1982.). Si dijéramos que la gente construye su propia vida y expectativas
hacia los otros en forma de historias, usando, por lo tanto, un “pensamiento narrativo” en vez de un
“pensamiento pragmático” de la teoría científica (Bruner, 1986), entonces uno podría ser capaz de
hacer terapia siguiendo el mismo modo de pensar.
Hacia el final de la década del 1980, un interés creciente hacia la narrativa emergía dentro de
lo que habían sido los círculos sistémicos. Adoptada primero en Australia y Nueva Zelanda por
Michael White y David Epston (Epston, 1989; Epston & White, 1990; White & Epston, 1989), la
definición de “terapia narrativa” comenzó, poco a poco, a encontrarse junto a la definición de
“terapia sistémica”, para luego reemplazarla gradualmente. En 1995, en la editorial del influyente
diario Family Process, su editor, Peter Steinglass, afirmaría: “Los enfoques narrativos a la terapia
familiar han definitivamente capturado la imaginación y el interés en nuestro campo, reflejado en el
hecho que los manuscritos sobre estos enfoques representan el mayor numero de propuestas de
publicación en este diario en estos días” (p. 403)17.
Nosotros, como terapeutas, tendemos a acentuar la importancia de factores teóricos y
clínicos en los cambios de orientación de la profesión. Pero otros factores, como los sociales,
pueden ser tanto o más importantes. El giro narrativo y conversacional puede ser visto en parte
como una reacción al clima de décadas pasadas y su énfasis mecánico (un hecho que ha sido
ampliamente reconocido). Sin embargo, también podemos verlo como un resultado de lo que
Donald Schön ha definido como la “crisis de confianza en el conocimiento profesional” 18. En 1983,
el escribió: “Las profesiones están en el medio de una crisis de confianza y legitimidad (...) la
duradera idea del monopolio del conocimiento y el control social se ve desafiada” (Schön, 1983, p.
11).
Como otros profesionales, los terapeutas sistémicos, además, habían descubierto las
insuficiencias de las soluciones tecnológicas para los problemas de sus clientes. En palabras de
Luigi Boscolo, “Fueron las familias mismas, especialmente las con miembros psicóticos, las que
eventualmente nos trajeron de vuelta a la Tierra y nos curaron de la omnipotencia terapéutica”
(Boscolo & Bertrando, 1993, p. 95). Mientras los terapeutas reflexionaban sobre ellos mismos, una
nueva conciencia apareció desde las dificultades inherentes del conocimiento-terapéutico-
profesional mismo y de las soluciones que defendía:

17
En el campo de la terapia familiar, las ideas narrativas fueron usadas por autores que aún pertenecían a diferentes
tradiciones, como la sistémica (Boscolo & Bertrando, 1993; Sluzki, 1992) o la terapia estratégica (Eron & Lund,
1993). Pero, en el conjunto, el tipo de teoría narrativa que entró en la terapia sistémica fue una bien particular, ligada
a un cambio hacia el construccionismo social y el pensamiento postmoderno (ver McNamee & Gergen, 1992).
18
Estoy en deuda con Lynn Hoffman por hacerme poner atención en el trabajo de Schön, en su comentario al foro AFT
de 1999.
Eran inefectivas, creaban nuevos problemas, eran derivadas de teorías que se habían
mostrado como frágiles e incompletas. Para algunos críticos, los aprietos públicos de la
sociedad comenzaron a parecer menos parecidos a problemas a ser solucionados a través de
la experticia, que dilemas cuyas resoluciones podían ocurrir sólo a través de la opción moral
y política [Schön, 1983, p. 10].

Consistentemente, los terapeutas sistémicos tendían a volverse terapeutas conversacionales y


narrativos, y en ese proceso, comenzaron a posicionarse como “colaboradores” con sus clientes,
más que como “expertos”. El mejor ejemplo de esta actitud puede ser encontrada en la noción de
Anderson y Goolishian del “no saber” (Anderson & Goolishian, 1992).
Con este nuevo giro, la terapia sistémica -o, para ser más preciso, lo que había sido llamada
terapia sistémica, ya que muchos terapeutas narrativos y conversacionales no se definirían a sí
mismos como “sistémicos” (para un relato ejemplificador, ver White, 1995)- cambió radicalmente
hacia una actitud comprensiva. Todos los intentos de dirigir el cambio de los clientes comenzaron a
ser calificados como manipuladores, autoritarios y “estratégicos”: una palabra que adquirió una
connotación negativa inherente. Los terapeutas tendieron a hacer grandes sacrificios para demostrar
que ellos no querían cambiar a la gente, solo ayudarlos a entenderse a ellos mismos.
Así es que, después de cinco décadas de terapia sistémica, aparentemente tenemos un círculo
completo, en una actitud comprensiva y en un eclipse total de los modelos estratégicos e
influyentes. Pero ¿es verdad? Y, si lo fuera ¿es definitivo?

Aceptando diferencias
Es imposible reconciliar los dos caminos de una vez por todas. Esto es, probablemente, uno
de los problemas inherentes a cualquier perspectiva “integrativa”. Los dos caminos que describí
portan, hasta un cierto punto, dos diferentes visiones de mundo, dos maneras diferentes de concebir
a la persona, las relaciones y el rol del terapeuta. Por ejemplo, la naturaleza misma de los
problemas: para muchos terapeutas influyentes, es algo dado por hecho que un problema es fácil de
definir, o al menos, que un problema mayor existe, alrededor del cual se organizan todas las otras
dificultades y tensiones. De este modo, cuando un problema mayor ha sido solucionado, todo lo
demás se ordena. En muchas terapias basadas en el entendimiento, la idea es que es posible ir
conociendo distintas capas en torno a un problema, que se presenta es sólo un punto de partida de
un viaje de descubrimiento (y la conclusión de la terapia es algo arbitrario). Uno podría no
solucionar el problema presentado jamás y estar feliz con su terapia, o uno podría solucionarlo
inmediatamente y seguir explorando.
Otra diferencia fundamental tiene que ver con el proceso de cambio. De acuerdo a la
sabiduría analítica, si cambias tu proceso interno, tu cambiarías tu comportamiento. De acuerdo con
la sabiduría ericksoniana, si cambias algunos patrones de vida (emocionalmente relevantes para ti),
entonces tu sentimiento hacia tu vida cambia. Esta es la base de las “tareas para la casa” y tareas
estratégicas, las cuales fueron iniciadas por el mismo Erickson.
Por supuesto no existe un vínculo necesario entre entender e influenciar: puedes entender
mucho sin ningún efecto observable en tu comportamiento (tal como algunos pacientes del
psicoanálisis conocen bien) y puedes modificar tu conducta sin ningún aumento en tu conciencia.
Por otra parte, en la mayoría de las experiencias prácticas hay un vínculo entre estas dos
rutas. El trabajo clínico participa inherentemente en ambos modelos: es imposible tratar de saber
algo de un cliente sin influenciarlo, ya que el acto mismo de preguntar a una persona puede tener -
dentro de una relación terapéutica- un impacto profundo en la persona misma. Y, si quiero tener una
influencia en un cliente, tengo que llegar a una cierta cantidad de conocimiento sobre la persona.
Hoy en día esto es posible sólo compartiendo este conocimiento y, por consiguiente, incrementando
la cantidad total de conocimiento dentro de un sistema terapéutico: el cual incluye al cliente (s) y al
terapeuta (s).
Una posición que puede ser de ayuda aquí, en la relación con nuestros pacientes con
nuestras ideas, es lo que Bakhtin llamaría una posición dialógica. Esto quiere decir una conciencia
de que nuestro discurso surge a partir de un discurso de otra persona y debería fundirse con el
discurso de alguien más. Mis palabras no son sólo mías, y mis ideas vienen de las ideas de otro. No
es necesario fingir que inventamos algo -puedo reconocer la importancia de maestros y teóricos
anteriores sin perder mi originalidad- y no es necesario renunciar a nuestras ideas, hipótesis y quizás
incluso nuestras estrategias, para tener un diálogo respetuoso con nuestros clientes. En el capítulo 2
intento explorar esta posibilidad.
CAPÍTULO DOS

Texto y contexto

El primer diálogo posible para el terapeuta contemporáneo, se refiere a la relación entre lo


moderno y lo post-moderno, porque “postmoderno”, si vemos más de cerca, es una palabra de
posición. Lo postmoderno existe sólo en relación con lo moderno (del mismo modo que lo moderno
existe en relación con la tradición “antigua” o “clásica”). Así, la relación entre lo moderno y lo
postmoderno es necesariamente dialógica (Mecacci, 1999). En terapia esto significa que un
terapeuta postmoderno (un terapeuta viviendo en un mundo postmoderno) debería probablemente
centrar la atención en la relación (dialógica) entre las dos metáforas fundamentales en dos fases
diferentes de su evolución: el contexto y el texto.

Prescripciones para el terapeuta postmoderno

Primero que todo, quiero dejar algo claro: Nosotros (todos nosotros) no podemos no ser
postmodernos. Nuestro pensamiento es, por la fuerza de las circunstancias, “más débil” que el de
nuestros predecesores, en el sentido que no podemos tener ya ninguna certeza de un modelo
universal para explicar el mundo, ni siquiera para este pequeño pedazo de mundo que es la terapia.
Las “voces” de Minuchin (1987), la irreverencia de Cecchin, Lane y Ray (1992), el modelo
epigenético de Boscolo y Bertrando (1996), son todos ejemplos de la estable instalación de las ideas
postmodernas en terapia19. El conocimiento hipotético del terapeuta que subrayé en el capítulo 1 es
otro ejemplo del mismo tipo. No puedo tener ninguna comprensión de una verdad objetiva: todo lo
que puedo hacer es hacer hipótesis sobre lo que nunca seré capaz de saber fuera de mi -
necesariamente- limitada posición.

Todo cambia, sin embargo, si aceptamos la idea de una terapia deliberadamente


postmoderna, que pueda erradicar del trabajo terapéutico cualquier cosa diferente de un
pensamiento postmoderno. Aunque suene raro, algunos terapeutas consideran al postmodernismo
una posición que ellos deberían adoptar; un conjunto de prescripciones al cual conformarse, más
que una consecuencia inevitable de nuestro existir en las presentes condiciones de vida.

19
Relacionado no sólo a las nuevas ideas en la hermenéutica (Gadamer, 1960), la filosofía de Goodman (1978) de
mundos posibles, o el neopragmatismo de Rorty (1980), sino que también a una evolución filosófica que viene
desde Nietzsche y Heidegger, llevando a desarrollos extremos del deconstruccionismo (Derrida, 1967) y el llamado
“pensamiento débil” (Vattimo & Rovatti, 1983).
Consideremos algunas prescripciones a imponer a un terapeuta que adopta una actitud
postmoderna. Primero, la realidad debe ser considerada como una construcción social, es decir, las
realidades son las conversaciones que tenemos sobre ellas y, por lo tanto, todas las visiones son una
consecuencia del lenguaje: cada teoría y cada sistema de ideas es meramente una narrativa. De este
modo, la producción ilimitada de nuevo significado (de nuevas historias), al mantener abierta la
conversación, se vuelve la única tarea del terapeuta. Además, el énfasis cambia desde el contexto de
Bateson hacia el texto de Derrida, el cual se convierte en la metáfora fundante de los nuevos
enfoques.

Segundo, todas las metanarrativas -es decir, los sistemas globales que se posicionan a sí
mismos como absolutos y “verdaderos”- deben ser rechazadas. Una cantidad de discursos son
posibles, pero usualmente sólo algunos de ellos son aceptados por la sociedad en general; los
discursos privilegiados por los poderes dominantes. Los otros sobreviven como conocimientos
subyugados. “Lo que cuenta como conocimiento objetivo es una relación de poder, una categoría de
personas beneficiándose a expensas de otra categoría de personas” (Farber & Sherry, 1997). Los
postmodernistas evitan el concepto modernista de la verdad y aceptan todas las narrativas, todos los
puntos de vista, rehusándose a juzgar a algunos de ellos como mejores o peores de manera absoluta.
En el lugar de una historia única y progresiva, ellos ponen a la genealogía (Foucault, 1971a), en
tanto se entiende como un proceso fluido que acomoda no sólo a las grandes historias, sino que
también a lo perdido, marginal o alternativo. No hay una verdad absoluta sino que, en cambio, las
verdades tienen un valor local y una validez dentro de la comunidad en las cuales son definidas y
aceptadas. Asimismo, la terapia también puede ser vista como un conjunto de narrativas y prácticas
de poder. Es, por lo tanto, un deber discutir la autoridad del terapeuta como un portador de un
conocimiento (poder) privilegiado.

Pero si la terapia es sólo una forma de discurso, una conversación entre dos o más personas
en la cual ninguna puede ostentar ningún conocimiento privilegiado, entonces las historias que los
clientes traen a terapia deben ser escuchadas “tal como son” (Parry, 1991), porque el terapeuta,
deprivado de su actitud de experto, debe mantener una posición de “no saber” (Anderson &
Goolishian, 1992). Además, el terapeuta debe tomar conciencia de su posición de poder, de su rol
como agente de poder en la vida de sus clientes, de la pertenencia misma a una casta, un género,
etc. Al mismo tiempo, él debería estar conciente que su propia disciplina puede ser considerada
como una práctica de poder. Además de asumir una posición de no-saber, el terapeuta debería, por
lo tanto, evitar cualquier práctica que pudiera restringir de cualquier modo la libertad de los clientes
al forzarlos en una dirección en particular, buscando, en cambio, la colaboración de ellos (Hoffman,
1992). Ya que el terapeuta postmoderno ve a los individuos como prisioneros de historias que otras
personas cuentan de ellos, su tarea es restablecer los derechos del individuo desaventajado en la
presencia de la familia, considerándolo como un portador de conocimientos alternativos y
ayudándolo a contar “historias alternativas” exitosas (White & Epston, 1989). La unidad de
observación y de máximo interés para el terapeuta -incluso si se considera a sí mismo un terapeuta
familiar- vuelve al individuo, más que a la familia o la pareja.

Tal perspectiva aporta muchísimo a nuestro entendimiento de las personas y las terapias. Al
mismo tiempo, el énfasis sobre algunos temas inevitablemente oculta otros. Una cosa es decir “no
podemos no ser postmodernos” y pensar que los terapeutas ya no puedan nunca más vivir en la
certeza tranquilizante de una teoría que pueda incluir y explicar la realidad; otra muy distinta es
pensar que no tener una teoría preferida es “correcto” y sí tener una es “incorrecto”. Las terapias
postmodernas, al menos en algunas de sus versiones, tienden a crear su propia ortodoxia, como si la
llegada del postmodernismo y la narrativa fuera el progreso: dentro de esta clase de discurso es
difícil escapar de aquella “versión moderna del postmodernismo” (Barbetta, 1997). El mayor riesgo
que los terapeutas postmodernos corren al hacer esto es perder, por el bien del postmodernismo,
muchos aspectos de las teorías y praxis modernistas. Además existe el peligro de perder contacto
con -y por lo tanto influenciar a- otros campos (pienso, por ejemplo, el de la psiquiatría) donde el
efecto de un pensamiento moderno, altamente mecanicista y procedural es aún más fuerte y más
dominante que antes (ver Bertrando & Toffanetti, 2000, especialmente el Cap. 6).

Críticas postmodernas al modelo sistémico

Algunas de las críticas de los terapeutas postmodernos sobre la práctica sistémica valen la
pena ser consideradas (y a veces como esenciales). Al mismo tiempo, la visión posmoderna misma
tiene sus límites (inevitables), los cuales pueden, a su vez, ser criticados desde un punto de vista
sistémico. En el resto de este capítulo, intento yuxtaponer los dos grupos de críticas. Lo que espero
lograr es una suerte de consenso sobre las ideas básicas relevantes para la terapia sistémica,
ajustadas a los tiempos postmodernos.

Mecanicismo y humanismo

Muchos terapeutas postmodernos afirman que, en general, la “metáfora cibernética” es un


modo mecanicista de ver la interacción humana en términos de modelos matemáticos, diagramas de
máquinas, o computadores (Hoffman, 1990; Paré, 1996). Esta metáfora mecanicista no haría justicia
a la humanidad de los sistemas humanos, ya que está basada en analogías completamente
extrínsecas al objeto de su interés. La visión narrativa se posiciona, en cambio, como una visión
“humanística”, que podría otorgar a la persona los derechos que le son negados por otros enfoques
terapéuticos, especialmente el sistémico (Parry, 1991; White, 1995; Zimmerman & Dickerson,
1994). Algunas citas quizás nos puedan expresar mejor este concepto:

Si la terapia familiar operara dentro un paradigma completamente narrativo, el terapeuta


podría trabajar al mismo nivel que el descrito por el cliente. Lo que nos ha estado ocurriendo
se vuelve un conjunto de eventos vinculados sobre una secuencia en el tiempo [Parry, 1991,
p.40].

Cuando conectamos la acción a su sentido, estamos resucitando y elevando el factor de


conciencia en la explicación de los actos y los eventos en las vidas de la gente. Somos
incentivados a priorizar las nociones de las personas de lo que están haciendo y porqué están
haciéndolo, sus visiones de como las cosas se han llegado a ser lo que son, entre otras cosas
[White, 1995, p. 216].

El punto es, en otras palabras, devolver a la persona -al sujeto individual- lo que le había
sido robado por un compromiso muy profundo con la visión relacional que ignoraba a las personas
a favor de las relaciones (ver Bertrando, 1997), junto con usar metáforas diferentes para subrayar
este nuevo humanismo. Parry y White proponen una interpretación de la interacción de la familia y
el grupo humano pequeño, usando otros instrumentos como la crítica textual, el análisis histórico o
la etnografía.

Lo que se critica es, me parece, sólo un aspecto del enfoque sistémico. Para liberarnos del
lenguaje “humanístico” del psicoanálisis y marcar la especificidad de su propio enfoque, los
terapeutas adoptaron un lenguaje “frío”, lleno de metáforas matemáticas y mecánicas, como son las
variables, termostatos, mecanismos de retroalimentación, entre otras, más tarde sustituyéndolas por
metáforas biológicas en el período constructivista. Una actitud anti-humanística está de seguro
presente en los escritos de los primeros cibernéticos (Heims, 1991), pero no es de ningún modo su
esencia. La gran idea del grupo original cibernético no era, como muchos creen, usar analogías
tomadas de la incipiente ciencia computacional para explicar el comportamiento humano dentro de
“sistemas familiares”. Para Bateson -aunque también para otros autores como Wiener, McCulloch,
Mead y von Foerster- la cibernética no es una metáfora (si excluimos la idea que el concepto de
metáfora es en sí mismo una metáfora): Es, más bien, es un lenguaje descriptivo. De acuerdo con
Bateson, la cibernética describe la interacción humana, más que reducirla a una máquina. Como
hemos visto, fueron los seguidores de Bateson quienes trivializaron las ideas de Bateson, volviendo
a las familias en mecanismos de relojería para reparar. Una comparación con las escrituras de los
primeros cibernéticos con los libros del MRI es suficiente para mostrar la diferencia.

Hoffman, Parry y White, sin embargo, nos recuerdan una importante mala práctica del
modelo cibernético. Muchos terapeutas sistémicos -especialmente los sin experiencia- corren el
riesgo de reificar las metáforas cibernéticas e imaginar que ven circuitos reales, retroalimentación y
reguladores dentro de las familias. Pero los más hábiles entre los terapeutas sistémicos si evitaron
esta trampa, y en los años recientes el potencial de este tipo de reduccionismo deshumanizado ha
sido disminuido bajo la influencia misma del pensamiento narrativo.

Tecnologías y política

Drewery y Winslade (1997), concientes de que la cibernética evitaba cualquier interés por la
política, ven las raíces de la terapia narrativa en la crítica de la práctica del poder: una recuperación
del discurso con el que tuvo que lidiar Michael Foucault dos décadas antes (Foucault, 1971a, 1976,
1994). Es así que el pensamiento narrativo se liga a la crítica política. Esto es, sin duda, un
enriquecimiento -aunque algo atrasado- para la terapia: tal perspectiva era bien conocida y
practicada en la década de 1970 dentro de la psiquiatría crítica europea (ver, por ejemplo, Basaglia,
1967). Pero esta misma perspectiva es más bien una versión de la narrativa llevada al espacio
terapéutico, muy distinta respecto de cómo es concebida en la psicología general, el psicoanálisis u
otros campos relacionados, donde el desarrollo del trabajo de Foucault usualmente es ignorado (ver
Bruner, 1990; Mitchell, 1981; Polkinghorne, 1988).

En lo que concierne a la cibernética, la ausencia de una perspectiva política y, en particular,


cualquier análisis de las prácticas de poder está ligado no solo a actitudes teóricas20, o a los orígenes
del enfoque a partir de la cultura estadounidense en los 1950's, sino que también a razones
prácticas. Los tipos de terapias inicialmente practicadas por profesionales sistémicos apuntaban en
su mayoría a re-balancear y re-estabilizar del status quo ante (ej. terapias estratégicas que

20
Como la bien conocida idea de Bateson de que el poder es una “metáfora que corrompe” (ver Bateson, 1972).
apuntaban sólo a quitar el síntoma). Tales terapias se vuelven, por la fuerza de las circunstancias,
conservadoras: lo que cuenta es remover cualquier obstáculo para una buena adaptación a la
condición social existente. Cuando la terapia sistémica se transforma en una terapia interesada en
una exploración abierta dentro de las vidas de los clientes, la introducción de una perspectiva
política -en términos de análisis de la posición de uno en relación con las prácticas de poder- se
vuelve un deber, como la crítica feminista ha explicado exhaustivamente (Hare-Mustin, 1986).

Sin embargo, pueden surgir problemas si los terapeutas esbozan directamente una crítica de
las prácticas del poder de Foucault, desde la cultura y la economía al terreno de la terapia21.
Traducir la terapia en los términos de Foucault significa que las historias de los pacientes -es decir,
portadores del problema- se vuelven conocimientos subyugados, mientras que las visiones de los
otros miembros de la familia -sin mencionar la de los expertos- se vuelven conocimiento dominante
(ver White & Epston, 1989). La idea de las familias que producen un “conocimiento dominante”, en
contraste al supuesto “conocimiento subyugado” de los “pacientes”, es una metáfora que es tan
inapropiada como la metáfora matemática aplicada por Watzlawick a la condición humana. Se
vuelve el enésimo ejemplo del absorber, en terapia, teorías sin ninguna relación con la terapia
misma, el mismo proceso que condujo en el curso de los años a usar metáforas cada vez más
diferentes (fascinantes pero lejanas de la práctica terapéutica)22.

Además, una segunda idea implícita es que el terapeuta debería de algún modo escapar del
sistema de poder. Por ejemplo, Anderson y Goolishian (1992) y Epston y White (1990) hacen un
listado de preguntas que, por el hecho mismo de ser preguntas y no afirmaciones hechas por el
terapeuta, deberían liberar al cliente y empoderarlo. Pero, como lo hubiera dicho Foucault, el poder
es una red de relaciones que nos vincula a todos y no la intención de un individuo; entonces el
hecho mismo de ser un terapeuta (incluso uno benevolente) y por lo tanto la persona que decide
hacer preguntas, aunque sean de lo más liberatorias, supone estar en una posición de poder23. Y se
vuelve imposible de escapar de esta posición de poder. Nuevamente, como Jay Haley hubiera
preguntado, ¿estamos seguros que el poder es en sí mismo algo malo?

21
Incidentalmente, en casi toda la literatura narrativa, el interés en Foucault está casi exclusivamente centrado en su
crítica a las prácticas de poder, casi ignorando sus primeros y últimos trabajos. Esto se debe probablemente a la
interpretación de Foucault por Paul Rainbow, en su influyente antología The Foucault Reader (Rainbow, 1984), la
cual es la mayor fuente de escritos de Foucault para muchos terapeutas narrativos, como se puede apreciar
especialmente en las escrituras tempranas de Michael Whtite (ver White, 1989). Esto no significa, sin embargo, que
las ideas de Foucault no valen el estudio para los terapeutas: Intento lidiar con algunas de ellas en los próximos
capítulos
22
Para una crítica a tales analogías, ver Stengers (1995).
23
Tal fe en el valor no-autoritario y liberador de las preguntas se remonta a la teoría y práctica de los Asociados de
Milán (ver Boscolo et. al., 1987). Me hago cargo nuevamente del poder en el diálogo en el capítulo 7 y doy algunos
ejemplos de el valor doble de las preguntas en el capítulo 8.
Conocimiento y conocimientos

Los terapeutas postmodernos critican la presunción, de la cual incluso los terapeutas


sistémicos a veces son propensos, de conocer el “verdadero” sentido de las acciones del cliente.
Puesto así, la teoría cibernética simplemente cambia desde ubicar tal sentido “verdadero” a partir de
una posible causa biológica o impulsos inconcientes “profundos”, hacia un sentido relacional dado
por un sistema en el cual el cliente individual está inmerso. Cualquier hipótesis sistémica o
reencuadre, entonces, no es más que una constricción del cliente en un conocimiento dominante: el
del terapeuta. Anderson y Goolishian (1992), los autores más fuertemente asociados a esa crítica,
llaman a una posición de no-saber por parte del terapeuta, donde el terapeuta se limite a sí mismo a
mantener abierta una conversación, adoptando una actitud hermenéutica:

No-saber requiere que nuestro entendimiento, explicaciones e interpretaciones en terapia no


se limiten por experiencias previas o verdades y conocimiento teóricamente formados (...) El
terapeuta no “sabe”, a priori, la intención de cada acción, sino que debe confiar en la
explicación dada por el cliente. Al aprender por curiosidad, y al tomar la historia del cliente
seriamente, el terapeuta se une al cliente en una mutua exploración de la experiencia y
entendimiento del cliente [Anderson & Goolishian, 1992, pp.28-30].

Dicha posición es una cura para cualquier ilusión de haber encontrado la “verdadera
hipótesis” que pueda explicar a un paciente o a una familia, y es, de hecho, consistente con la
posición radicalmente hipotética que describo en el capítulo 1. Por otra parte, tiene sus riesgos:
específicamente en una visión epigenética, es imposible adoptar una verdadera posición de no-
saber, porque el terapeuta no puede evitar saber su propia experiencia, lo cual inevitablemente
llevará a su mente la posición teórica una vez asimilada o lo hará sugerir hipótesis, en cada caso,
basadas en una analogía a situaciones similares o en una diferencia con otras diferentes. De este
modo, el no-saber conlleva el peligro de volverse una forma de pensamiento ilusorio en el cual el
saber se hunde en lo no-dicho, o de volverse una actitud estratégica: una simulación, a veces, de no
saber (estos puntos han sido ya discutidos largamente por Boscolo y Bertrando, 1996).

Críticas sistémicas del postmodernismo

Las críticas postmodernas han sido fundamentales para revelar límites e inconsistencias
dentro del modelo sistémico. Pero podemos encontrar un conjunto similar de inconsistencias dentro
de la metáfora postmoderna misma si adoptamos, por un momento, un punto de vista sistémico.
Algunas ideas sistémicas, pienso, pueden ser una cura apropiada para las limitaciones del
postmodernismo.

Individualismo

En una clave narrativa, el punto de vista del terapeuta cambia cada vez más hacia el
individuo: para contar una historia, se necesita un narrador, y el narrador necesariamente es un
“self” individual. El historiador de la psicología Julian Jaynes (1976) fue muy lejos al afirmar que el
concepto mismo del self es casi inútil para la vida diaria (podemos vivir, movernos y actuar sin
pensar en nuestros “selves”24), si no fuera por la necesidad de “narrativizar” nuestras vidas. El self
es necesario para contar nuestras propias historias.

La visión narrativa, por lo tanto, nos conduce a una perspectiva individualista, donde el
individuo es visto como el punto de vista para las relaciones, más que inserto en, e inseparable de
ellas. En la mayoría de los artículos terapéuticos importantes dedicados a la narrativa, los autores se
refieren al “cliente”, más que a los “clientes” (por ejemplo, en su artículo fundamental de 1991,
Parry habla sobre cómo “una persona cuenta su historia”, recobrando así su propia voz). Hoffman
(1990) justamente recuerda cuán fácil puede ser caer en el misticismo feliz de la armonía de
Bateson, donde todos los sistemas se reflejan a sí mismos, contrastando dicha visión idílica a la
dura experiencia, por ejemplo de un individuo sujeto a abuso y violencia. Zimmerman y Dickerson
(1994), en una clara revisión de la justificación de su giro narrativo, afirman, siguiendo a Michael
White, que cualquier persona debería “volverse autor de su propia historia” (p. 243). Penn y
Frankfurt (1994) afirman que, al crear nuevas historias, “la experiencia monológica anterior se
vuelve una experiencia de diálogo interno -hablar con nosotros mismos- produciendo un cambio en
nuestra conversación con los demás. Esto creemos que es el 'material' de las nuevas narrativas” (p.
218). Una vez más, la historia nos lleva directo al self y a la experiencia interna, y el diálogo se
vuelve simplemente un segundo paso. Esto es de lo más notorio en el momento que esos autores se
inspiran por el construccionismo social radical: ellos aman la idea de disolver el self dentro de la
interacción social y lingüística (Shotter & Gergen, 1989) y tienden a considerar al individuo que
conocemos como un artefacto social e histórico (Cushman, 1995). Pero, al final, ellos caen en el
encanto de las historias y las ven como contadas por self individuales tradicionales.

24
Nota del traductor: Self en plural (inglés).
Esto no es en sí mismo un problema, pero puede volverse uno si el self -el individuo- se ve
como contrapuesto a su propio contexto. Por ejemplo, en el modelo de Michael White, vemos una
historia única, dominante y principal existiendo en las familias, las cuales mantienen (con el apoyo
de instituciones y expertos) un sistema de poder y explotación. El objetivo para la terapia es llevar
adelante una nueva historia, donde el oprimido pueda dejar de serlo. Aquí la influencia de teorías
críticas, tales como las de Foucault o del feminismo, centradas en la idea de “opresión” (de culturas
subyugadas, del género femenino, etc.) por un poder dominante (un conocimiento privilegiado, el
género masculino, etc.), ha sido decisiva. Transferir tales posiciones a la terapia familiar conduce a
una visión del individuo como oprimido por el sistema familiar que representa a la cultura
dominante25: así es como el cliente individual debe ser “liberado”, volviéndose el autor de su propia
historia.

En un cierto nivel, lo anterior es una idea maravillosa. Pero, en otro, nadie es cien por ciento
autor de su propia historia: todos nosotros, en algún modo, “somos relatados” por el lenguaje y el
discurso, tal como el mismo Foucault (1971a) ha observado. Somos relatados porque estamos
inseparablemente insertos dentro de nuestro contexto26. De acuerdo con Bakhtin, “El propio
discurso de uno es gradual y lentamente producido por palabras de los demás que han sido
reconocidas y asimiladas, y los límites entre ambos son apenas perceptibles a primera vista”
(Bakhtin, 1935/1981, p. 345).

A veces esta afirmación de la noción de “liberación” del contexto tiende a pasar por alto
todos los factores que ligan y armonizan a los miembros familiares. Muchas familias, incluso las
que vienen a terapia, están buscando nuevas maneras de estar juntos, ya que están juntos. Y todo
esto esconde un problema teórico más sutil: en una perspectiva clínica narrativa, ¿es realmente
posible lidiar con problemas supra-individuales? Y si no, ¿cuál es el propósito de la terapia
familiar?, o, como Minuchin (1998) diría, ¿dónde está la narrativa familiar en terapia familiar? A
veces parece sólo una terapia (liberación) individual frente a la familia.

Contextos
Hasta ahora hemos revisado algunas aporías que hacen difícil adoptar una actitud narrativa
postmoderna “integral” en terapia. Creo que estas emergen al olvidar, o al permitir que se vaya al
25
Una posición reminiscente de la antipsiquiatría británica de los 1960's (ver, por ejemplo, Laing, 1969; Laing &
Esterson, 1964; ver también Bertrando, 2006).
26
Foucault no adhería a ningún humanismo ingenuo, como puede ser testimoniado por la mayoría de sus textos y
además por algunas afirmaciones personales, como esta, tomada de una de sus entrevistas: “...lo que corre por
nosotros, que esta dentro de nosotros y estaba antes de nosotros, lo que nos sostuvo en el tiempo y el espacio fue el
sistema...Antes que cualquier existencia humana, debía haber ya un conocimiento discursivo, un sistema que
redescubriremos” (Foucault, citado en Eribon, 1989 [Traducción inglesa], p. 161). Por supuesto, el “sistema” al cual
se refiere Foucault es el sistema lingüístico saussuriano, no el sistema batesoniano.
trasfondo, un punto de vista básico del enfoque sistémico: el contexto. La condición paradójica del
postmodernismo y su tendencia al individualismo son, en el análisis final, problemas de visión
contextual. Es mejor que sean afrontadas recordando algunas e las ideas de Gregory Bateson, si es
que no ha sido prácticamente borrado de las referencias terapéuticas contemporáneas. Aún así es
imposible, incluso hoy en día, considerar sus contribuciones como obviedades o trivialidades. Entre
ellas, la idea de Bateson de contexto sigue iluminando.

Estando perfectamente conciente que la visión sistémica es en sí misma producto del


observador o del “narrador”, Bateson trabajó, dentro de su pensamiento holístico, para sobreponerse
a lo que llamó falsas dicotomías, incluyendo aquella entre individuo y contexto (y la de observador
y observado). “La unidad de supervivencia es el organismo dentro del ambiente, no el organismo
contra el ambiente. El problema [es] si tú y yo estamos opuestos o somos parte de algo en lo que
estamos incluidos” (Bateson, 1991, p. 274). Por supuesto, esta inclusión mutua puede ser
peligrosamente cercana al misticismo feliz que Lynn Hoffman temía; pero evitando esta trampa
pegajosa es posible liberarse de la idea simplista que los individuos están oprimidos y subyugados
por su contexto, ya sea la familia, la sociedad o la cultura. Esto no quiere decir que la opresión no
exista: la cuestión general es mucho más compleja (y requiere reconocer nuestra independencia
decisiva). Las personas y lo que hacen entre ellas crean una textura de relaciones, la cual, a su vez,
contextualiza su comunicación, un “entramado de contextos y mensajes que proponen el contexto,
pero que, como todos los mensajes, cualesquiera que sean, tienen 'significado' solo en virtud del
contexto” (Bateson, 1972, pp.275-276). Los mensajes -intercambio de significado- crean contextos
que recursivamente dan significado a los mensajes. Y esta textura de relaciones está en un contexto
en constante evolución. El contexto, de este modo, no debe ser considerado como “lo que limita” al
individuo, ni aquello que contiene “dentro de él” a las personas y sus acciones.

Los postmodernistas, alineados con su énfasis lingüístico, están bien concientes de los
contextos lingüísticos-semánticos. Como David Pocock (comunicación personal) dice, “Por
ejemplo, un cliente puede decir 'odio a mi padre'. El terapeuta no debe asumir que sabe sólo a partir
de las palabras el significado que se quiere expresar. El terapeuta puede usar 'odio' de una manera
muy diferente. El entendimiento puede ocurrir a través de estrechar el contexto (puede simplemente
preguntar al cliente, '¿cómo estas usando la palabra odio?')”. Aunque una visión totalmente
contextual también es diferente.

En esta visión, los límites que separan lo que pertenece al individuo de lo que pertenece a
los sistemas en los cuales el individuo está incluido se vuelven menos precisos. El sistema es un
todo que no puede estar totalmente presente en la conciencia individual, del mismo modo que el
sistema no puede nunca definir totalmente al individuo: pensar al individuo como definido por el
sistema es uno de los más serios errores de la primera generación de terapeutas sistémicos, pero
ciertamente no fue un error de Bateson. Aquí, sin embargo, la idea que estamos hechos sólo por
historias que nos contamos a nosotros mismos, comienza a desmoronarse. Las historias existen sólo
en nuestras conciencias, pero el individuo conciente no lo es todo. Las bases inconcientes de
nuestro entendimiento y nuestro actuar en el mundo no pueden ser identificados con las “historias”
que contamos, sometidas a ningún tipo de falsa conciencia. De este modo, uno puede responder a
Parry (1991), quien afirma que “un terapeuta habla a individuos, no a familias”, en estos términos:
“Esto es cierto, si damos por hecho que un individuo realmente habla por sí mismo y no como parte
de un sistema más amplio que lo habla a él y, debido a esto, también al terapeuta (...) ”

La “historia”, entonces, es un acercamiento excepcionalmente útil para entender lo que


sucede a un individuo: su experiencia de lo que le sucede. La interacción familiar, que constituye el
contexto inmediato de la historia, está en un nivel separado y no es un sinónimo de las “historias”
contadas por otros miembros familiares: aquellas aún son experiencias individuales, y están al
mismo nivel que la primera historia. La terapia está sobre otro nivel todavía y así sucesivamente. Se
genera confusión cuando olvidamos tales distinciones entre contextos y el hecho que cada contexto
es a su vez contenido dentro un contexto, en un virtual regressus ad infinutum (Goffman, 1974).

Si un cliente me cuenta una historia, no implica inmediatamente que me esté contando su


historia. Es la historia que el cliente me cuenta –ya que soy el terapeuta- que se encuentra
doblemente contextualizada: ya que es contada en una relación de dos personas y porque esa
relación de dos personas obtiene su significado en el contexto terapéutico (aquí un psicoanalista
probablemente hablaría sobre transferencia y contratransferencia). Y la historia que emerge en una
sesión familiar obtiene su significado al ser contada dentro de esa familia, luego al ser contada a una
tercera persona en la presencia de la familia, después con el hecho que la tercera persona es
considerada un terapeuta, y así sucesivamente. El trabajo terapéutico se vuelve, más que nada, una
lectura y una remodelación de contextos. Primero, la lectura de la relación terapéutica (es decir, el
primer contexto de la terapia, que da sentido a todo lo que sucede en ella), luego la lectura de las
redes relacionales y los patrones que constituyen el contexto de vida de los clientes, y después, si es
necesario, una lectura de los contextos de esos contextos, y así sucesivamente. Esas son premisas
bien conocidas de la terapia sistémica: pero pasarlas por alto, como fácilmente puede suceder en la
práctica contemporánea, trae grandes riesgos.

Un enfoque contextual, en cambio, puede resolver muchos problemas planteados por las
terapias narrativas: tales como el problema de la culpa, que está estrechamente ligado a la
disolución de la familia en la práctica narrativa. La familia parece a menudo faltar en la terapia
narrativa precisamente para no culparla. En cambio, lo que se culpa -implícitamente- son los
discursos culturales. La familia es culpada y a la vez exonerada porque la terapia narrativa
contextualiza el rol de la familia crudamente. Esta es la razón porque la narrativa y el
posmodernismo señalan el macro-contexto político, pero pasan por alto la textura del micro-
contexto que da forma a la escena terapéutica. Si pensamos que la cultura es el contexto en el cual
la familia está inserta y que ésta se encuentra en otro nivel que la interacción familiar, entonces se
vuelve posible volverse contra, por ejemplo, el sexismo sin culpar a la familia o a algunos de sus
miembros, y de este modo aún hacer terapia familiar productivamente.

Lenguajes

Los terapeutas narrativos y conversacionales tienden a poner mucha atención al discurso y a


las palabras, lo cual es lógico para gente profundamente influenciada por el deconstruccionismo
literario y la crítica textual como Derrida (1967), quien es, antes que todo, un exégeta de la palabra
escrita. La metáfora favorita de estos autores es el texto de Derrida; otras influencias similares son
la teoría de los juegos de lenguaje de Wittgenstein (1953) o las teorías de los actos de habla de
Austin (1962). La metáfora del texto está en peligro de ser desorientadora justamente por la
fascinación a ella: uno se arriesga a olvidar que es una metáfora; uno reifica y trata a una terapia
como si fuera un texto escrito.

El problema aquí es la tendencia a enfatizar un único aspecto del intercambio terapéutico.


Reificar la metáfora del texto deja mucho del encuentro humano en las sombras. Claramente los
significados se comunican en palabras, pero pueden ser comunicados de muchas otras formas: “Un
dibujo de Mondrian no representa [o no establece] nada, pero significa mucho” (Goodman, 1978).
Es verdad, todos los artículos de terapia explican que en terapia el “texto” está hecho de cuerpos
además de palabras, pero es también verdad que, al trabajar pragmáticamente en los eventos en la
terapia, la lectura se centra en las palabras, dando la idea que uno pudiera hacer una terapia escrita
(Miller & Gergen, 1998, llegaron a reconocer un valor terapéutico de los foros de Internet). Esto
conduce a una visión muy parcial de la terapia (y de la interacción humana también).

Por supuesto que el texto es un poderoso determinante de nuestras identidades (Shotter &
Gergen, 1989) y es la base –tal como Derrida planteaba- para todo lo que somos y decimos. Pero las
personas no son textos, del mismo modo que un plano de un avión no puede volar sobre el océano.
Contrariamente a la opinión habitual, en terapia -al igual que en otros intercambios humanos- no
intercambiamos sólo palabras, ya sean metafóricas, polisémicas o usadas en variados juegos de
lenguaje. El contexto de la terapia está definido no sólo por las palabras de el terapeuta o el cliente,
sino que además por un intercambio de significado a través de otros medios: el paralenguaje
(Sebeok, Hayes & Bateson, 1964), la kinésica (Birdwhistell, 1970), la proxémica (Hall, 1966), entre
otros.

Parece ser que el discurso de la comunicación no-verbal se relaciona precisamente con


cuestiones de relación (amor, odio, respeto, miedo, dependencia, etc.) entre el self y vis-à-vis, o
entre el self y el ambiente, además de que la naturaleza de la sociedad humana es tal, que la
falsificación de este discurso se vuelve rápidamente patógena. Por lo tanto, desde una visión
adaptativa es importante que este discurso sea llevado adelante a través de técnicas que serán
relativamente inconcientes y sólo imperfectamente sujetas a control voluntario (...)

Si esta visión general sobre el tema es correcta, significa que traducir los mensajes kinésicos
o paralingüísticos en palabras, es como introducir una burda falsificación debido (...)
especialmente al hecho que todas esas traducciones deben dar la apariencia de intento
conciente al relativamente inconciente e involuntario mensaje icónico [Bateson, 1972, pp.
412-413].

Hoffman (1990) insta a los terapeutas en escuchar a sus clientes. Pero si consideramos la
posición de Bateson, significa que sería sensato distanciarnos de la ortodoxia narrativa y recordar
que puede ser una buena idea, para todos los terapeutas, aprender, primero, a observar a la gente, y
sólo después, aprender a escucharla (no solamente porque es más fácil mentir con palabras que con
el cuerpo, sino que también porque el lenguaje corporal nos dice cosas que las palabras no pueden
comunicar). Esto es significativo además ya que a menudo las palabras no son tan centrales en la
experiencia de la interacción terapéutica del cliente, como los terapeutas esperarían que fuera.
Como una ex cliente mío una vez dijo, hablando sobre lo que recordaba de mí, su terapeuta, durante
una pausa de dos meses en la terapia: “Recuerdo algunas expresiones de su cara, algunos tonos de
su voz…esas son las memorias que me llevé, que son un apoyo para mí. Y además, claramente,
algunas de las palabras que dijo, solamente algunas partes”. Para ella las palabras no habían sido de
ningún modo las partes más importantes del lenguaje que ella había intercambiado con el terapeuta.

Doble visión
Las inconsistencias y límites que hemos observado en las posiciones sistémica y
postmoderna -en sus versiones narrativa y conversacional- aparecen al comenzar de un simple
hecho: cualquier posición teórica es limitada y el postmodernismo no es una excepción. Un
problema específico del postmodernismo es lo que llamaría su aporía básica, una inconsistencia
interna, la cual genera dificultades e incluso paradojas. Las aporías, como tales, son inherentes a
toda teoría, no estoy proponiendo negarlas, ni superarlas. Pero, reconociendo su existencia, el
terapeuta postmoderno puede ser capaz de adoptar una actitud diferente. La aporía básica del
postmodernismo yace en el intento mismo de ser consistentemente postmoderno. Para aclarar,
empezaré por una anécdota contada por Kenneth Gergen, uno de los más prominentes
representantes del pensamiento postmoderno en psicología:

Alrededor de la mesa había un grupo de estudiosos dedicados a distintas partes del


diálogo postmoderno y ansiosos de encontrar sus implicancias más amplias. Sin embargo,
uno de los participantes no sólo pensaba en el tema, él lo “estaba viviendo”. Para él, cada
propuesta lógicamente coherente presentada por sus compañeros no era más que un nuevo
juguete. Cada una fue el blanco de frases ingeniosas, juegos de palabras o caricaturas
irónicas. Por un momento, las travesuras deconstructivas eran disfrutadas por todos. Pero,
lentamente, como si el almuerzo hubiera hecho efecto, se hizo más claro que no era posible
tener una “discusión seria” (...) donde todos los participantes “se pongan postmodernos” de
este modo, quedaríamos reducidos a un silencio vacío. El jugador postmoderno existe,
después de todo, en una relación simbiótica con la “cultura seria” [Gergen, 1991, p. 194].

Es claro, entonces, que uno no puede proponer un postmodernismo que no sea de alguna
forma posicional: es decir, en una relación dialéctica con el modernismo que no puede ser
“sobrepasado”, como sugiere la construcción del término, el cual simplemente agrega el prefijo
“post” a “modernismo”. El terapeuta narrativo postmoderno entra en una paradoja similar si “debe”
ver todas las narrativas como igualmente válidas y, por lo tanto, igualmente verdaderas (o
igualmente falsas, lo cual sería lo mismo). Esto genera una ineludible primera paradoja. El no
aceptar alguna teoría es en sí mismo una posición teórica (o metateórica). Los terapeutas
postmodernos se vuelven, de este modo, auto-contradictorios, ligados a una presuposición teórica
firme e inequívoca: estar obligados a ignorar cualquier teoría. Pero, por ejemplo, ¿qué diría la
mayoría de los terapeutas narrativos postmodernos si alguien dijera que el género, la violencia o los
abusos son “sólo historias como otras historias” y, por lo tanto, sujetas al relativismo mismo al cual
la visión sistémica está sujeta? Incluso esas afirmaciones, así de aberrantes, serían perfectamente
legítimas dentro del marco postmoderno.

De hecho, ni Lyotard (1979) ni Derrida (en Kearney, 1984) niegan la existencia de algún
tipo de realidad. Ellos sólo instigan la duda sistemática sobre las premisas y teorías de uno (las
metanarrativas). Sin embargo, aparentemente, muchos terapeutas postmodernos tienden a volver esa
duda en certeza, aunque negativa. El problema, para mí, está en la prescripción de una actitud
postmoderna. Por ejemplo: “El postmodernismo no acepta teorías (narrativas) generales, por lo
tanto, los terapeutas postmodernos no deben tener ningún prejuicio teórico”. Lo mismo ocurre con
la prescripción de una actitud narrativa: decirse a sí mismo, “Debo hacer esto de manera narrativa”,
es ser crédulo a la narrativa de la terapia narrativa. En ese momento el terapeuta post-moderno es un
modernista.

Para mí, una posible solución para el terapeuta es lo que Bateson llama una “doble visión”27
(la cual, en este caso, significa la posibilidad de adoptar una actitud modernista dentro del
postmodernismo y viceversa). Tal doble visión, junto con otros aspectos de la terapia, tiende a ser
adoptada espontáneamente por los terapeutas en sus prácticas, pero, siendo un proceso, es rara vez
teorizada.

Por ejemplo, todos los terapeutas -aunque más a menudo los sistémicos- alternan
habitualmente entre el sentido común y las prácticas poco comunes. El precursor de la “terapia poco
común”, universalmente reconocido, es el mismo Milton Erickson (Haley, 1973). Pero las
intervenciones poco comunes de Erickson están profundamente enraizadas en el sentido común
estadounidense, lo cual le permitió encajar rápidamente con sus clientes estadounidenses, lo que
significó una parte importante de sus muchos éxitos28. De manera análoga las primeras
intervenciones paradójicas del equipo original de Milán eran excéntricas -a veces en extremo- pero
los miembros del equipo las preparaban usando fragmentos de sus vidas cotidianas, como libros que
habían leído, películas que habían visto y memorias, así como detalladamente investigando la vida
de sus clientes (Boscolo, comunicación personal).

Para el terapeuta practicante es imposible mantener una consistencia teórica completa en su


trabajo. Aprendí esto cuando trabajaba con Luigi Boscolo en nuestro libro del tiempo en terapia
(Boscolo & Bertrando, 1993). Nos dimos cuenta que tendíamos a considerar la noción de un tiempo
irreversible de diferentes maneras, dependiendo del contexto. Con los clientes que luchaban para
deshacer lo que había ocurrido en el pasado, acentuábamos el sentido común, la idea termodinámica
que el tiempo es irreversible y el pasado no puede ser cambiado. Con los clientes que, al contrario,

27
De acuerdo con Peter Harries-Jones, “La frase 'doble-visión' es tomada de William Blake...Bateson tomó la idea de
Blake queriendo decir que los poetas levantaban características sumergidas del inconciente como una ayuda a
nuestro entendimiento conciente” (Harries-Jones, 1995, pp.264-265). Yo uso la idea de doble visión, en un modo
diferente, más amplio; vuelvo a este tema en el capítulo 6.
28
“Él era muy estadounidense en su forma de ver. Las historias y los ejemplos de vida que presentaba, nacieron en una
granja y de los valores de pueblo pequeño...él tenía un entendimiento básico de lo que era crecer en los Estados
Unidos que le clarificaba las etapas de la vida familiar y el proceso normal de la vida” (Haley, 1982, pp. 51-22).
vivían en un universo determinista y estaban atrapados en la idea que su estado presente es el único
presente, empezábamos a trabajar con preguntas hipotéticas, creando la posibilidad -totalmente
contraria al sentido común- de crear un nuevo pasado, al presentificarlo. Así que la elección entre
un marco de sentido común y un marco contra-intuitivo estaba dictada por la relación con los
clientes y su idea sobre su situación, más que por una decisión teórica. Nuestra actividad terapéutica
era inconsistente desde un punto de vista teórico pero perfectamente consistente dentro de un marco
terapéutico.

El análisis de la transferencia, en la tradición psicoanalítica, es algo similar. El paciente y el


analista viven simultáneamente en el aquí y ahora de la relación presente y real, así como en el
“entonces y allá” de la relación pasada, actualizada dentro del marco de la transferencia (ver Esman,
1990). Podríamos decir que cambiar entre el sentido común y no-común es una característica de
todas las terapias.

La situación terapéutica misma, vista de más cerca, está llena de ejemplos de doble visión,
los cuales parecen paradójicos a primera vista. La terapia es una relación extremamente íntima,
incluso siendo estrictamente formalizada y sujeta a muchos límites. Requiere una espontaneidad
completa del terapeuta, aunque requiere dominar técnicas complejas y difíciles de aprender. Quizás
el ejemplo más sorprendente es la dialéctica entre el conciente y lo inconciente. Bateson ha
resumido maravillosamente esta dialéctica compleja, con referencias al arte “primitivo”. Si
seguimos su discurso, sustituyendo “terapia” por “arte”, llegamos a esto:

De este modo, se vuelve relevante mirar cualquier trabajo de [terapia] con la pregunta: ¿qué
componente del material de este mensaje tenía qué orden de inconciencia (o conciencia)
para el [terapeuta]? (...) creo que lo que (...) cualquier [terapeuta] está tratando de comunicar
algo como: “Esta es una clase particular de mensaje parcialmente inconciente.
Establezcamos esta clase particular de comunicación parcialmente inconciente” O quizás:
“Este es un mensaje sobre la interfaz entre lo conciente y lo inconciente” [Bateson, 1967,
pp. 137-138].

La visión única no es suficiente para hacer una terapia como tal. ¡Incluso los terapeutas que
creen en una versión totalmente deliberada de terapia, confían al final en su propia sabiduría
espontánea cuando la hacen realmente!. Erickson mismo fue el primero en ser muy intencional y
directo, aunque confiando en su “mente inconciente” que moldeaba su práctica. Una de las
contribuciones fundamentales del postmodernismo a la terapia puede ser precisamente esta: la
habilidad de aceptar contradicciones teóricas e incluso pragmáticas sin la necesidad de resolverlas
de una vez por todas, sino que, usándolas en una forma más suelta y menos constrictiva de hacer
terapia.

Esta aceptación puede además ser una forma de ir más allá del conflicto entre texto y
contexto, entre metáfora sistémica y narrativa, lo cual tiende a tener un efecto empobrecedor en la
terapia. Podemos cambiar fácilmente entre estos dos modos de pensar, que trabajan en diferentes
niveles en terapia y que tienen diferentes implicancias en el proceso terapéutico. El texto es útil para
entender la dimensión subjetiva de la experiencia, el significado que las personas encuentran para
ellos mismos como individuos. El contexto es útil para aprehender alguna idea de la dimensión
supra-personal de la vida, de todas esas partes de nuestra experiencia que tendemos a no darnos
cuenta, porque existen en algún lugar más allá de nuestro conocimiento y nuestras condiciones de
conocimiento. El terapeuta continuamente cambia desde uno al otro, en un esfuerzo para dar sentido
a la relación con los clientes. Esto puede ser una manera verdaderamente postmoderna de trabajar.
CAPÍTULO TRES

Prácticas y teorías
En las páginas anteriores nos podemos hacer una imagen de la evolución en las últimas
cinco décadas de la terapia sistémica, enmarcada, al menos en parte, dentro de la corriente principal
de la terapia familiar, que está inserta, a su vez, dentro del contexto más amplio de la psicoterapia. Y
especialmente a partir del capítulo 2, podemos comenzar a desarrollar un entendimiento de los
conceptos teóricos básicos de la terapia sistémica. Para mí, al menos en mi modo de trabajo, las
ideas teóricas básicas de la terapia derivan directamente de la dialéctica -el diálogo- entre el
pensamiento moderno y el postmoderno. Si tuviera que resumirlas, la lista sería más o menos así.

La primera idea base se refiere a las relaciones. Está claro que la mayoría de los modelos de
terapia familiar que no son sistémicos, otorgan gran relevancia a las relaciones interpersonales 29, y
en las últimas décadas el mismo interés ha emergido además dentro de otros campos terapéuticos,
como el psicoanálisis y la terapia cognitiva30. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre
estos enfoques y la terapia sistémica: en esta última, las relaciones son constitutivas, en el sentido
que ellas aparecen -desde un punto de vista lógico- antes que los individuos. Como observé en otro
trabajo (ver Bertrando, 1997), dentro de la metáfora sistémica que establece Bateson, “las relaciones
son más importantes que los individuos”. El individuo, en otras palabras, no aparece primero, en
aislamiento, para interactuar después con otros individuos, creando relaciones: las relaciones
aparecen primero y luego, a partir de ellas, podemos aislar individuos.

Por supuesto, para mí -y para los terapeutas sistémicos como yo- ésta es una elección
metodológica. Las relaciones no aparecen primero en el mundo de “allá afuera”: ellas no aparecen
primeras, según mi visión. No tengo un conocimiento positivo “verdadero” de la realidad del
mundo. A partir de esto surge la segunda idea base, la conciencia de la parcialidad de todo
conocimiento, en especial de las limitaciones del conocimiento del terapeuta y de la relevancia del
conocimiento de los clientes sobre sus vidas. Esto no significa, sin embargo, que éste conocimiento
deba volverse, en cambio, en una nueva verdad absoluta en terapia: el conocimiento de los clientes
de sus vidas es, además, parcial y limitado, exactamente como el mío.

Dos ideas base más se refieren a las condiciones en las cuales pongo en acción mi
conocimiento terapéutico. Intento poner atención a la multiplicidad de contextos en los cuales yo y

29
Para entender esto, uno sólo tiene que consultar algunos manuales comprensivos de terapia familiar (ej. Becvar &
Becvar, 1996; Gurman & Kniskern, 1991; Nichols & Schwartz (1998).
30
Para el primero, ver los trabajos de Schafer (1976, 1981), Greenberg & Mitchell (1983), Stolorow, Atwood &
Brandchaft (1994), para un cuadro comprensivo, Eagle (1999). Para la segunda, ver Guidano (1987).
mis clientes estamos incluidos, para crear un mapa de contextos, interacciones de contextos y de
personas dentro de ellos. Al mismo tiempo, intento además tener una conciencia de la dimensión
lingüística de la interacción humana, donde “lingüístico” se refiere a los varios lenguajes diferentes,
no simplemente a las palabras.

La últimas dos ideas base se refieren a la naturaleza misma de los sistemas. Me refiero a los
sistemas humanos y aunque ellos tengan algún parecido a los sistemas mecánicos, físicos o incluso
biológicos, no pueden identificarse con ellos completamente: los sistemas humanos tienen su
especificidad. Como cualquier otro sistema humano, además, los sistemas terapéuticos, establecen
también alguna relación de poder, lo que significa que yo debería estar conciente de la dimensión
política -de poder- de todos mis actos terapéuticos.

El lector se dará cuenta que todos estos conceptos provienen de la interacción compleja -
diálogo- entre pensamiento sistémico y postmoderno, como he delineado en el capítulo 2. Para mí,
estos son puntos básicos de orientación para el terapeuta sistémico. Pero el hecho es que tales
conceptos deben ser traducidos a la práctica terapéutica, deben volverse actos. Uno podría
preguntarse cuales son las reglas implícitas que obedecemos en nuestro trabajo, cuál es el
conocimiento tácito (Polanyi, 1966) al que recurrimos. Para aquellos que como yo, se consideran a
sí mismos terapeutas sistémicos, la pregunta es: ¿Qué es lo que hace sistémicas a mis terapias
(especialmente cuando se llevan a cabo con individuos), aparte del hecho que yo las llame
“sistémicas”? Por mucho tiempo creí que la respuesta se encontraba simplemente en llevar a la
práctica mis ideas básicas directamente como son. Pero probablemente esto no es lo que realmente
sucede.

De acuerdo a Michel Foucault, en cada período de la historia humana existe algo más que
meras ideas o conocimiento científico:

Entre la opinión y el entendimiento científico, uno puede reconocer la existencia de un nivel


particular, que proponemos llamar conocimiento [savoir]. Este conocimiento toma forma no
sólo en los textos teóricos o en los instrumentos experimentales, sino que en el sistema
completo de prácticas e instituciones. Sin embargo, éste no es el resultado simple y puro de
esta expresión semiconciente. Comprende, de hecho, reglas que le son propias,
caracterizando así su existencia, su funcionamiento y su historia [Foucault, 1969, citado en
Eribon, 1989, p. 216].

Si miramos más de cerca nuestro trabajo terapéutico, podemos ver que las ideas no están in-
corporadas como tales en nuestra práctica cotidiana. Estas deben ser metabolizadas, transformadas,
para tomar una forma práctica, una forma que pueda tener alguna utilidad para las personas con que
trabajamos realmente. En este paso, algo ocurre. A veces las prácticas reales difieren bastante de las
ideas teóricas que deberían in-corporar, por ejemplo, un terapeuta puede tener una ideología
relacional fuerte, pero comportarse en un modo estrictamente individualista; en este caso, la
justificación teórica para la práctica es meramente ideológica. La mayoría de las veces, de todos
modos, las prácticas in-corporadas son menos diferentes entre ellas que las ideologías teóricas, lo
cual explica, creo yo, por qué los terapeutas con experiencia –incluso de distintas orientaciones-
siempre pueden hablar entre ellos sobre un caso, mientras esto se hace en extremo difícil para los
terapeutas sin experiencia.

Las ideas teóricas básicas son el terreno en el cual la terapia está construida. No obstante, si
estas ideas base no entran en la terapia como tales, debo transformarlas en algo que se asemeje lo
más posible a sus lineamientos prácticos. Si nos detenemos por un momento y pensamos en esto,
hay algunos de ellos que son de alguna manera obligatorios si queremos hacer terapia de acuerdo a
un modelo específico. Y existen lineamientos de otro tipo, que pueden referirse a una escuela
terapéutica o modelo definido pero que no es necesario que yo siga si quiero considerarme a mí
mismo un terapeuta dentro de una escuela en particular.

Por ejemplo, para ser un terapeuta de la tradición sistémica de Milán -al menos, en la
tradición sistémica de Milán como yo la interpreto- tengo que formular hipótesis sistémicas y
pensar en términos hipotéticos. Si pienso en otros términos, digamos en términos más realísticos
que hipotéticos, estoy aún haciendo terapia e incluso puedo estar haciendo una terapia aún mejor,
pero no estoy haciendo una terapia sistémica de Milán. En cambio, aunque las preguntas circulares
claramente pertenecen al modelo sistémico de Milán, no estoy obligado a hacer tales preguntas para
hacer terapia sistémica. Puedo estar toda la terapia sin hacerlas y aún encontrarme dentro de las
fronteras de mi modelo. Algo similar podría decirse, por ejemplo, de la interpretación psicoanalítica
versus el uso del diván en el psicoanálisis. Llamaré al primer tipo de lineamientos “principios
básicos” de un modelo terapéutico y “técnicas básicas” al segundo tipo.

Principios básicos de la terapia sistémica


Para entender el proceso a través del cual llevo mis conceptos básicos a la práctica, tengo
que entender cómo los conceptos básicos que comparto con la mayoría de mis colegas terapeutas
sistémicos, que hemos derivado a partir de las lecciones de nuestros maestros, se transforman en
lineamientos clínicos. A través de este examen propongo cuatro principios básicos, que delinearé en
orden lógico, aunque arbitrario. Por supuesto, todos ellos entran en mi práctica al mismo tiempo, la
mayoría de las veces sin que sea conciente totalmente al respecto. Dichos principios son el rol de las
hipótesis y la formulación de hipótesis, la atención a la posición del terapeuta dentro del sistema, la
conciencia de la relación terapéutica y el entendimiento dialógico de la terapia.

Hipótesis
La hipótesis es central en el modelo sistémico que profeso. Esto puede parecer una simpática
obviedad: después de todo, el proceso de hipotetización puede ser considerado parte de las acciones
y del pensamiento -explícito o implícito- de todos los terapeutas, independiente de su orientación
teórica31. Esto no es así, si recordamos que, para mí, la hipótesis no es una técnica, es una visión de
mundo: como terapeuta sistémico, veo el mundo hipotéticamente más que “realísticamente”, al
menos hasta un cierto punto. Ya no presumo que pueda alcanzar un núcleo “real” y “auténtico” de
una familia: todo lo que puedo hacer es tener una hipótesis de ella. Las consecuencias de este
cambio en mis convicciones son enormes32.

Una idea así sobre la hipótesis fue enunciada por primera vez en 1980 por el equipo original
de Milán (Selvini Palazzoli et al., 1980a): en terapia se crean conexiones al construir nuevas
hipótesis temporales sobre los patrones de relación entre los clientes, así como entre los clientes y
terapeutas; así, diferentes posibilidades interpretativas evocan ideas que pueden ser compartidas con
los clientes. Las hipótesis son consideradas provisionales en sí mismas, lo que implica que es
imposible encontrar la “hipótesis final” que pueda explicar el mundo de los clientes de una vez por
todas y resolver sus problemas. En palabras del equipo de Milán:

Las hipótesis, como tales, no son ni verdaderas ni falsas, sino que más o menos útiles (...)
precisamente por esta función de categorizar información y experiencia, la hipótesis ocupa
una posición central entre los medios con que disciplinamos nuestro trabajo investigativo
(...) El valor funcional del a hipótesis en la entrevista familiar es sustancialmente el de
garantizar la actividad del terapeuta, la cual consiste en la búsqueda de patrones relacionales
(...) La hipótesis del terapeuta, sin embargo, introduce un poderoso input de lo inesperado y
lo improbable (...) y por esta razón actúa evitando el descarrilamiento y el desorden [Selvini

31
Según Lester Luborsky (1984), por ejemplo, el proceso interpretativo en la terapia psicoanalítica, centrándose
inicialmente en el síntoma, define progresivamente un “tema nuclear conflictual relacional”, sobre el cual el
terapeuta trabaja junto al cliente. Esto es esencialmente el proceso de hipotetización (ver Bertrando & Toffanetti,
2003).
32
Esto es, incidentalmente, la cuestión central enfrentada -con diferentes énfasis- por constructivistas (ver von
Foerster, 1982) y construccionistas sociales (ver Gergen, 1999): A saber, la posibilidad de que mis creencias -e
incluso percepciones- “representen” la realidad como tal. Frecuentemente las soluciones más apreciadas por los
terapeutas sistémicos han sido algo simplistas, ya que estos problemas han sido debatidos por filósofos durante
siglos. (para una discusión más en profundidad de los problemas causados por el representacionalismo ingenuo, ver
Rorty, 1980; para una crítica de algunos aspectos del construccionismo social, ver Hacking, 1999).
Palazzoli et al., 1980, p.4].

En este artículo, el grupo original de Milán está algo así como en un terreno intermedio entre
una posición estratégica y una más dialógica: la hipótesis debería introducir “lo inesperado y lo
improbable”, teniendo de este modo un poderoso efecto en los clientes. Es por esta razón que el
equipo terapéutico no era abierto en cuanto a sus hipótesis. Usualmente, las hipótesis del terapeuta o
del equipo no eran expresadas a los clientes. En lugar de esto, se daba un reencuadre, una
prescripción o un ritual. En este procedimiento, la dimensión verbal era deliberadamente
minimizada y la acción era el canal privilegiado de comunicación. Todo esto tenía algo que ver con
la idea de la terapia como un ritual, pero además reflejaba una actitud directiva posteriormente
repudiada por los terapeutas sistémicos.

Los terapeutas narrativos y conversacionales (Andersen, 1991; Anderson, 1997; White,


1995) encuentran impensable una terapia que “juegue con las cartas hacia abajo”: el cliente debería
siempre ser tratado como un “igual”, desde un punto de vista ideológico y en términos de co-
responsabilidad por el resultado de la terapia. Es congruente con este enfoque la idea de que
deberíamos evitar las hipótesis, para no ser dominantes o manipuladores.

Pero hay otra ruta posible: Puedo informar a los clientes acerca de las hipótesis que yo -o yo
con mi equipo- nos hemos hecho de ellos. Esta idea representa un posible terreno intermedio entre
estas dos posiciones opuestas. Mantener la hipótesis como un “secreto” podría significar un
paternalismo hacia la persona con que hablamos; por otra parte, un intento de mi parte de no haber
una idea definida puede sugerir un temor a que los pacientes puedan no tolerar mis hipótesis sobre
ellos (lo que ciertamente puede ser paternalista también).

Creo que, si existe una atmósfera de confianza entre cliente y terapeuta, cualquier idea
apropiada puede ser sugerida a los clientes. Dependerá de mí, sin embargo, la elección de las
palabras justas, la retórica correcta, de tal modo que pueda ofrecer mis ideas a los clientes de
manera respetuosa y positiva (Boscolo, Bertrando, Fiocco, Palvarini & Pereira, 1993). Si logro ser
respetuoso, los clientes ciertamente no serán dañados por ninguna de mis palabras.

Otra cuestión fundamental tiene que ver con la posición de los clientes en la elaboración de
mis hipótesis. Originalmente, las hipótesis nacían a partir del trabajo de equipo. El proceso
dependía del desarrollo de diferentes ideas, que parecían ser variaciones sobre un tema central. En
palabras de Luigi Boscolo: “Cuando una hipótesis general es aceptada por todos los miembros del
grupo, puedes seguir refinándola hasta que adquiera algún sentido” (Boscolo et al, 1987, p. 88).
Hoy en día, sin embargo, pienso que puede ocurrir un proceso similar cuando trabajo sólo con mis
clientes. El proceso es el mismo, pero el diálogo se encuentra en un lugar diferente. Mientras en el
pasado las hipótesis eran fruto del diálogo interno del equipo terapéutico, hoy en día siento que cada
vez más las hipótesis son un fruto del diálogo con mis clientes, siendo ellos libres de discutir,
extender, criticar y elaborar mis hipótesis, además de traer sus propias hipótesis, situación que no
cambia cuando trabajo con un equipo. Por lo tanto, si yo creo que mis hipótesis son parte de un
diálogo que está ocurriendo con mis clientes, paso por otro cambio conceptual. En el pasado,
cualquier hipótesis era vista esencialmente como “propiedad privada” del terapeuta o el equipo: hoy
puede ser considerada como una acción colaborativa.

La posición del terapeuta


La primera tarea del terapeuta es estar conciente de su posición dentro del sistema
terapéutico. Otra obviedad aparente: pero creo que esta simple afirmación abarca más de lo que se
ve a primera vista. Para ir más allá de la lectura más superficial, necesitamos preguntarnos a
nosotros mismos algunas preguntas engañosamente triviales: ¿Qué queremos decir por “posición
del terapeuta”? Y ¿Dónde se encuentran los límites del “sistema terapéutico”? Las respuestas
pueden ser muy diferentes, diferencias que cuentan para un amplio rango de distintos significados
dados, a través de los años, a la idea misma de la posición del terapeuta.

Para mí, hablar de posición del terapeuta significa poner en la práctica clínica la noción de
contexto, en sus múltiples significados. Significa considerar la posición que me es dada por el
contexto y simultáneamente la posición que yo elijo -si soy capaz- adoptar dentro del contexto
mismo: es algo que tengo que aceptar y algo que influencio activamente. Y, por supuesto, significa
entender la relación entre estos dos significados: cómo mi actitud influencia la posición que me es
dada y cómo el contexto influencia mi toma de actitud.

En cuanto al sistema terapéutico, sus límites son, de algún modo, arbitrarios: puedo elegir
incluir en él sólo al terapeuta y sus clientes, o puedo elegir ampliarlo a otras personas, sistemas y
agentes sociales. Mientras más amplío mi noción del sistema terapéutico, más complejo se hace
mantener una conciencia de él. Nunca puedo estar completamente conciente de todas las
complejidades de un sistema terapéutico -ni siquiera en el caso más simple- porque existe siempre
algo que no conozco de mis clientes, sin mencionar lo que no conozco de mí mismo. De este modo,
la conciencia de la posición del terapeuta es muy similar a todos los otros principios, siempre
provisional, siempre al límite de ser corregida y complejizada
Relación terapéutica
La centralidad de la relación está implícita en todos los pensamientos y acciones del terapeuta
sistémico. La atención a una cuestión específica en el campo de las relaciones -a saber, la relación
terapéutica- viene desde una pregunta aparentemente simple: ¿Por qué una terapia es terapéutica?
Esta es la clase de preguntas que un niño haría (si los niños estuvieran interesados en la terapia). Al
igual que todas las preguntas de los niños, esta pregunta crucial no es fácil de responder. Al parecer
en nuestro campo33, sustituir ciertas palabras por otras, ciertas narrativas por otras –como
anteriormente, sustituir ciertos patrones por otros, ciertas premisas por otras- es considerado
suficiente para producir cambios que el terapeuta y el cliente consideren positivos. Sin embargo,
decir que la terapia funciona cuando cambian patrones de interacción, premisas epistemológicas o
incluso el lenguaje o el modo de narrar cambia (ver Frosh, 1997) es, en cierta medida, otra obviedad
más, tal como sería decir que una persona deprimida cambia cuando ya no está deprimida: no se
comporta como si estuviera deprimida, no interactúa como si estuviera deprimida, no se narra a sí
misma como si estuviera deprimida. El problema es: ¿Cómo esta persona deja de ser -comportarse,
sentir, interactuar, narrarse- como si estuviera deprimido? ¿Qué lo lleva a percibirse a sí mismo
fuera de la depresión?

El saber común de un terapeuta inmediatamente hace aparecer algunas dudas: a veces los
cambios en patrones, lenguaje, incluso en la conducta, no producen nada, a veces vemos cambios
espectaculares en personas sin tener ninguna posibilidad de relacionarlos con ninguno de estos
factores. Entonces, ¿Dónde podemos buscar lo que hace terapéutico a nuestras terapias? Freud -o
para ser más precisos, la paciente “Anna O” de Josef Breuer (ver Freud, 1895d, 1988, p. 65)-
definió el psicoanálisis como una “talking cure”, una frase que hasta el día de hoy se considera
equivalente a la “cura hablada” o “cura con palabras”, pero que puede traducirse mejor como una
“cura hecha por el acto de hablar”. No las palabras, sino que el acto de hablar- entre dos o más
personas- puede ser considerado el hecho esencial de la “cura”. “Lo terapéutico” de la terapia tiene
que depender necesariamente de lo que ocurre durante la terapia. Y lo que hace que una terapia sea
una terapia es el tipo y la calidad de la relación entre terapeuta(s) y cliente(s). Aquí la relación
terapéutica, la gran ausente del debate sistémico, entra en escena (Flaskas, Mason & Perlesz, 2005;
Flaskas & Perlesz, 1996)34.

33
La pregunta sobre la naturaleza de las terapias es tan antigua como las terapias mismas. En cuanto a la más antigua
de ellas, el psicoanálisis, una sucesión de hipótesis ha sido propuesta, desde la abreacción afectiva hasta el insight,
desde la experiencia emocional correctiva a la trasferencia (Focchi, 2001).
34
Contrario a lo que afirman Flaskas y Perlesz (1996), los terapeutas sistémicos lidiaban con la relación terapéutica en
el pasado, pero de maneras que hoy en día no cumplen con nuestra idea de relación terapéutica. Para los pioneros de
la terapia sistémica, la relación entre terapeuta y cliente -usualmente una familia- es totalmente instrumental
(Jackson, 1959); la posición de Minuchin (1974) y Bowen (1978) es similar. De acuerdo a Jay Haley (1963), la
Trabajar en la relación terapéutica en términos sistémicos significa, antes que todo, hacerse
conciente del modo en que el contexto-el marco-de la terapia se crea dentro del diálogo terapéutico
y qué consecuencias tiene este marco en el diálogo mismo. Entonces, esto significa -para mí- que
comienzo a cuestionarme a mí mismo sobre lo que estoy haciendo con esa(s) persona(s), cómo lo
estoy haciendo y, especialmente, cuánto sé de lo que estoy haciendo. Intento estar conciente de las
limitaciones de mi punto de vista comparado con el del cliente -y el del cliente comparado con el
mío- además de las consecuencias imprevistas (Merton, 1936) de lo que hago o digo: no puedo
anticipar totalmente lo que sucederá dentro de mi relación con un cliente en específico y eso implica
que yo debería estar abierto a una evolución de nuestra relación en tanto es esencialmente
impredecible.

Diálogo
Todo lo que he dicho anteriormente nos lleva al problema del diálogo terapéutico. Por
supuesto, hablar de esta dimensión en la terapia puede ser también una obviedad: después de todo,
¿Qué terapia es posible sin diálogo? Desde mi punto de vista es inconcebible una psicoterapia sin el
diálogo. El problema es, ¿En qué tipo de diálogo estoy entrando cuando hago terapia de manera
sistémica? Desde el primer capítulo, es fácil anticipar que un diálogo ericksoniano es muy diferente
a mi idea actual de diálogo terapéutico. Un diálogo ericksoniano es instrumental: Entro en él para
obtener un resultado práctico, es decir, para obtener algún cambio en alguna persona(s).

De acuerdo con mi punto de vista, el diálogo terapéutico que propongo es más bien
comprensivo; entro en él para tener alguna idea de la situación y así desarrollar algunas hipótesis
junto con mi cliente (o mis clientes); o mi cliente y mi equipo. Este tipo de diálogo bien puede
influenciar a alguien, yo mismo incluido, pero no apunta específicamente a que esto suceda. El
objetivo principal es llegar a alguna clarificación o a la emergencia de algún nuevo entendimiento.

Tengo que reconocer que incluso esta actitud de entendimiento puede ser una influencia
demasiado fuerte, llegando incluso una manipulación de los clientes (para algunos colegas,
especialmente desde el punto de vista de la vertiente conversacional o del reflecting team, como
espero haya quedado claro en las páginas anteriores). Probablemente esta interpretación del dialogo

relación terapéutica es puramente una relación de poder, donde el rol del terapeuta es obtener la posición de poder
que en otros contextos los clientes logran conseguir por sí mismos. Los terapeutas familiares experienciales y
humanistas, tales como Carl Whitaker y Virgina Satir, o terapeutas familiares psicoanalíticos como Nathan
Ackerman, estaban más interesados en la relación terapéutica (Bertrando & Toffanetti, 2000). En cuanto a los
terapeutas postmodernos, ellos pueden ser vistos como lo opuesto a Haley: ellos ven la relación terapéutica como
una relación de poder, pero con un valor opuesto: para Haley, el poder es benéfico; para ellos, es dañino (ver por
ejemplo Anderson & Goolishian, 1992; White, 1995).
aparece en su forma más pura con el modelo de diálogo abierto desarrollado por Jaakko Seikkula,
especialmente en relación con intervenciones con casos de psicosis aguda (ver Seikkula, 2002;
Seikkula & Olson, 2003). Así es como Harlene Anderson conceptualiza el enfoque de Seikkula:

La tarea de los terapeutas no es entender o dar sentido desde su propia perspectiva


profesional o personal, sino que desde la perspectiva de los clientes. Esto quiere decir hablar
sobre lo que el cliente quiera hablar, a su ritmo y en su propio lenguaje. Los terapeutas
participan en esta conversación al escuchar responsivamente. Escuchar responsivamente
implica oír. Para crear un espacio para la audición, el oyente entra en un modo dialógico,
invitando al otro a hablar. El oyente está abierto y flexible respecto a cómo el otro habla, sin
ideas preconcebidas, como lo que es correcto o sano para hablar (...) En el intento de oír lo
que el cliente quiere que ellos oigan -los entendimientos del cliente- un terapeuta puede
hacer comentarios o hacer preguntas para ayudar a conseguir, revisar o clarificar un
entendimiento [Anderson, 2002, pp. 279-280].

En este punto, yo podría suscribir a su visión. Pero Anderson agrega: “Los comentarios no
son juicios ni hipótesis veladas; las preguntas no son herramientas informacionales o sembradoras
de ideas” (Anderson, 2002, p. 208). Y es aquí donde emergen algunas diferencias: Estoy de acuerdo
que mis propios comentarios no son juicios, pero ellos son usualmente hipótesis, aunque para nada
veladas. Y mis preguntas sí tienden a ser herramientas informacionales: No veo ninguna imposición
de mi parte si intento tener algún entendimiento de la situación del cliente o incluso al intentar
sembrar algunas ideas, ¿por qué no? Aunque esto es sólo si las ideas que planto son presentadas con
el debido respeto a las de los clientes, sin intentar imponérselas (pero, entonces, ¿es siempre tan
fácil poner ideas en las cabezas de los clientes? ¿No es posible que algunas de sus palabras planten
algunas semillas en mi propia cabeza?).

A veces pienso que la diferencia entre mi enfoque dialógico y esa otra clase de enfoque
dialógico se encuentra precisamente en una idea diferente de diálogo. A los que apoyan el diálogo
abierto les gusta citar a Mikhail Bakhtin (Seikkula, 2003). Pero su entendimiento del dialogismo de
Bakhtin (Holquist, 2002) es diferente al mío. Mientras ellos tienen una idea muy suave y delicada
de un diálogo, yo veo una versión más dura, más difícil, incluso confrontacional.

Para Bakhtin, entender es un proceso activo. El entendimiento activo significa que lo que un
hablante dice es asimilado por el oyente en un nuevo sistema conceptual:

El hablante lucha para obtener una lectura sobre sus propias palabras y sobre su propio
sistema conceptual que determina estas palabras, dentro del sistema conceptual ajeno del
receptor que entiende; él entra en una relación dialógica con ciertos aspectos de este sistema.
El hablante se abre paso a través del horizonte conceptual ajeno del oyente, construye su
propia enunciación en territorio ajeno, en contra del trasfondo aperceptivo suyo y de su
oyente [Bakhtin, 1935/1981, p. 282].

Esto significa que no tengo ninguna garantía de que mis intenciones serán percibidas tal
cuales por mi oyente, ni de que yo sea inmediatamente capaz de entender a otra persona. Se
requiere un proceso activo, el proceso dialógico, que de alguna forma es una lucha -benévola- entre
yo y la otra persona, donde ser entendido significa entrar en un encuentro donde tengo que ser
abierto y respetuoso pero además tener una opinión, si yo -nosotros- queremos que algo nuevo
emerja. No puedo estar en el diálogo si no actúo hacia el otro -o reacciono a las acciones del otro- y
sólo puedo actuar al entrar a la conversación con todas mis opiniones, ideas, emociones. Aquí es
donde mis hipótesis, mi atención hacia la posición propia y del otro, mi conciencia de la relación,
encuentran su confluencia. Éste es el lugar donde la acción terapéutica ocurre.

Técnicas básicas
Las técnicas son similares a los principios básicos, ya que son in-corporaciones de ideas
base para el uso práctico en terapia. La diferencia es que las técnicas pueden ser usadas, o no, por
los terapeutas, dependiendo de las circunstancias. De este modo, el uso de técnicas sistémicas
dentro de una sesión no necesariamente cualifica esa sesión como una sesión sistémica. Las técnicas
principales en la terapia sistémica, de acuerdo con mi práctica, son las siguientes:

La primera es el trabajo en equipo, una herramienta básica para el practicante sistémico


desde los primeros días del modelo de Milán (ver Selvini Palazzoli et al, 1978a). Aunque el trabajo
en equipo aún es importante en mi práctica -y doy algunos ejemplos en las próximas páginas-
tiendo a no usarlo en muchas ocasiones, especialmente en terapia individual, que usualmente hago
solo. Hay una situación en la cual el equipo es aún indispensable, este es el caso del entrenamiento:
el practicante en terapia sistémica aprende en un equipo, a través de un equipo; de hecho creo que
sin algo de experiencia de equipo es casi imposible desarrollar una sensibilidad sistémica.

Otras técnicas desarrolladas en la primera fase del equipo original de Milán que aún uso en
algunas ocasiones, son las llamadas “intervenciones finales” que solían ser aplicadas por el
terapeuta activo después de la discusión de equipo, en la parte final de cada sesión. Usualmente
tomaban la forma de reencuadre general de la situación completa del sistema o de una tarea para
llevar a cabo en casa, pudiendo tomar la forma de una prescripción simple, de una prescripción
ritualizada o de un ritual35. Hoy en día no estoy tan seguro de la necesidad de una intervención final.
Por ejemplo, no uso intervenciones finales en terapia individual cuando trabajo solo, pero tiendo a
usarlas en ocasiones cuando veo individuos con un equipo detrás de un espejo unidireccional, como
ocurre cuando los veo con propósitos formativos. Gianfranco Cecchin incluso hipotetizó que la
intervención final es importante para preservar la coherencia del equipo, no para decir algo de los
clientes (ver Bertrando, 2004, p. 218). Probablemente el mejor resumen de mi actitud hacia las
intervenciones finales es todavía lo que escribimos con Luigi Boscolo en 1993:

La intervención final [hoy en día] puede ser simplemente una cita para la próxima sesión o
una afirmación, una expresión de duda, un reencuadre o una historia sobre lo que ocurrió
durante la sesión. Se pueden dar prescripciones y rituales, también [Boscolo & Bertrando,
1993, p. 114].

La otra técnica central en la práctica sistémica es, por supuesto, el uso de preguntas,
especialmente preguntas circulares (Selvini Palazzoli et al., 1980a). Uso ampliamente las preguntas
en mi trabajo, aunque es justo recordar que no todos los terapeutas sistémicos usan tantas preguntas
como yo: es una cuestión de estilo profesional. Mientras algunos colegas investigaban mi uso de las
preguntas, descubrieron que yo hacía muchas preguntas, pero la mayoría de ellas no eran circulares,
ni de futuro, ni hipotéticas. En su mayoría tendían a ser las viejas preguntas lineales. Usé preguntas
circulares en momentos específicos de la sesión, incluso en momentos específicos de la terapia o
para acentuar algunos puntos con los clientes. De esa manera, el uso de esta técnica está dictado por
el contexto terapéutico.

La técnica final que aquí considero es la creada por Luigi Boscolo y yo para la terapia con
individuos y es la presentificación del tercero, lo que puede ser sólo un uso diferente del
interrogatorio circular, pero prefiero verlo como una actitud del terapeuta sistémico trabajando en
un setting de terapia individual.

Cada uno de los próximos cuatro capítulos que siguen tratan uno de los cuatro principios
básicos que he delineado. En cuanto refiere a las técnicas, no las cubriré todas, ya que han sido
consideradas en detalle en otro trabajo36. Me refiero, entonces, sólo a dos de ellas, el uso de las

35
El ejemplo más celebrado del reencuadre sistémico de Milán es, sin duda, la connotación positiva de la conducta de
toda la familia (Selvini Palazzoli et al., 1978a). Respecto a la prescripción conductual, fueron distinguidas por el
equipo original de Milán de este modo: ritual, cuando los aspectos formales y de contenido eran especificados;
prescripciones simples, cuando sólo el contexto era definido; y prescripciones ritualizadas, cuando sólo los aspectos
formales eran detallados (Selvini Palazzoli et al., 1978b).
36
Personalmente, me he referido a ellas mayormente en los dos libros que escribí junto a Luigi Boscolo, The Times of
Time (Boscolo & Bertrando, 1993) y Systemic Therapy with Individuals (Boscolo & Bertrando, 1996).
Específicamente, escribimos sobre rituales en el cap. 8 del primer libro, sobre prescripciones y preguntas en ambos
(aunque pregunta de futuro e hipotética fueron vistas especialmente en el capítulo 7 del primero), sobre la
preguntas y la presentificación del tercero. (El capítulo sobre esta última me permite además
elaborar algunas ideas más sobre el análisis de transferencia y su pertinencia a la práctica
sistémica). Un capítulo más tiene que ver con las consecuencias más profundas del uso de una
perspectiva sistémica en la práctica: creo que ésta puede promover en el cliente -así como en el
terapeuta- una tecnología específica del self (Foucault, 1988).

presentificación del tercero en el cap. 3 del último.


CAPÍTULO CUATRO

Hipótesis y diálogos
Empecemos desde el principio. Adoptar una posición hipotética puede ser considerado el
primer principio -quizás el clave- para el terapeuta sistémico como lo concebimos37. Esto, sin
embargo, deja muchos asuntos abiertos. Por ejemplo, ¿qué significa adoptar una posición
hipotética? Realmente, puede significar simplemente ver la realidad (terapéutica) como hipotética, o
puede significar también trabajar creando hipótesis (sistémicas) particulares dentro del diálogo
terapéutico. En terapia, actuamos de acuerdo al segundo significado, pero esto nos lleva a otra
pregunta: ¿qué es lo que realmente significa crear una hipótesis? ¿Es el terapeuta, la persona, quién
crea la hipótesis? O, si no lo es, ¿De dónde viene? Y, después de todo ¿que es, precisamente, una
hipótesis sistémica?

Las cuestiones, como podemos ver, son complejas y variadas, debiéndose su complejidad
presumiblemente al cambio desde una posición hipotética respecto al conocimiento clínico (no
tengo acceso a las verdaderas realidades, sólo puedo hacer hipótesis sobre ellas), hacia una
actividad clínica donde las hipótesis deberían guiar mi práctica (¿qué hipótesis específicas son
posibles para mí en esta situación única?). Sin embargo, es probable que podamos centrar la
mayoría de los problemas en torno a un par de ejes articuladores: Primero, ¿Qué sucede en el
proceso de hipotetización? Segundo, ¿Cuál es el rol de las personas -terapeutas y clientes- envueltos
dentro de ese proceso? Los puntos están entrelazados, por supuesto, pero intentar separarlos nos da
algo de claridad. Para ser aún más claros, empezaremos a ver el proceso completo a partir de sólo
un punto de vista: el del terapeuta. Y consideraremos una situación clínica.

Renzo y Lucía, o el matrimonio problemático


“Renzo”38 y “Lucía” son una pareja. Tienen 34 años. Son profesionales los dos, han vivido
juntos por ocho años y tienen dos hijos, uno de 7 y otro de 3. Están contentos con sus respectivas
carreras y hablan de una placentera armonía de intereses y de una relación sexual moderadamente
buena. El problema que traen a terapia son las discusiones que a veces son amargas, incluso
violentas, sujetas a una escalada repentina, que ninguno de los dos es capaz de controlar. Esto

37
Este capítulo resume dos artículos que escribí con Dario Toffanetti y Teresa Arcelloni (Bertrando & Toffanetti, 2003;
Bertrando & Arcelloni, 2006); las ideas que aquí expongo han sido desarrolladas en conjunto con mis dos colegas y
esa es la razón por la que uso la primera persona plural en este capítulo, en vez del singular, como resto del libro.
38
Los nombres en los ejemplos de caso han sido cambiados; esto es enfatizado con el uso de comillas en la primera
aparición.
parece ocurrir contra su voluntad. Las discusiones siempre han estado ahí, dicen ellos, pero se han
vuelto cada vez más serias y desde el nacimiento del segundo hijo, están ocurriendo todas las
semanas. Generalmente Renzo ataca, como el mismo reconoce, pero la única crítica sustancial que
él hace de Lucía es que ella es demasiado dependiente de su madre, que llama a Lucía todos los
días. “Es cierto”, Lucía admite, “mi madre es siempre, y siempre será, un constante punto de
referencia: si necesito algún consejo, le consulto y confío en lo que me cuente”. Lucía
personalmente no ve la relación como excesivamente cercana. Ella ve que es más que nada un
problema que Renzo está creando.

Seguiremos ahora las reflexiones del terapeuta en el trascurso de los primeros encuentros
terapéuticos39. Él observa de cerca los detalles de la relación actual de pareja, sintiendo una
creciente perplejidad respecto a esas batallas que parecen no tener una causa, casi como si tuvieran
que ver con alguien más. Las discusiones entran en el diálogo como algo que no calza en el cuadro,
algo que es a veces extraño incluso para los sentimientos de Renzo y Lucía. El terapeuta, de esta
manera, decide explorar sus trasfondos familiares y descubre que los padres de Lucía pensaban
desde el principio que no estaban hechos el uno para el otro -“probablemente ellos ya lo sabían en el
momento que yo nací”, dice Lucía- pero decidieron, “por el bien de los niños”, seguir viviendo en el
mismo techo, aunque separados, y de esta manera estuvieron por 30 años. Lucía y su hermano
menor pronto percibieron como eran las cosas, desde muy jóvenes, de hecho, pero sin sentirse -de
acuerdo a Lucía- particularmente perturbados. Los padres se mantuvieron atados a este acuerdo
hasta exactamente dos años antes del comienzo de la terapia, cuando ellos iniciaron una separación
legal (“Pero en realidad, ellos no están separados de verdad. Es como que nada hubiera cambiado”,
puntualiza Renzo).

Renzo, por otra parte, viene de una familia menos acomodada, que él percibe como
relativamente fría pero fuertemente tejida y, de acuerdo con Lucía, bastante reservada. Cuando
Renzo conoció a Lucía, él llevaba casado un año, pero eligió terminar su matrimonio de inmediato.
Su decisión no obtuvo la aprobación incondicional de los padres. A pesar de esto, el decidió dejar su
casa matrimonial inmediatamente e irse a vivir con Lucía a la casa de sus padres.

En este momento, el terapeuta comienza a tener algunas ideas propias. A partir de todo lo
que se ha dicho, resulta obvio que el lazo entre Lucía y su madre es profundo y fuerte. Entonces el
terapeuta indaga sobre la relación entre Renzo y el padre de Lucía. La respuesta es : “Cuando llegué
a la casa, me dí cuenta que ese hombre, que me parecía amable y muy culto, era tratado de mala
manera, dejado de lado, aunque era tan gentil y agradable que parecía no importarle. A mí me

39
En esta ocasión yo soy el terapeuta.
molestó bastante…”.

A través de una serie de preguntas más, el terapeuta refina su hipótesis. Originalmente


estaba impactado por la manera en que Renzo y Lucía vivenciaban sus discusiones, como si
ocurrieran espontáneamente. De algún modo ellos no eran protagonistas en sus propias disputas.
Dándose cuenta que una de las familias de origen, la de Lucía, estaba involucrada en las
discusiones, dirige sus preguntas a ese punto. Escuchando la conversación, se da cuenta que la
diferencia entre las ideas y sentimientos de Renzo, con los acuerdos adoptados en nombre de la paz,
al interior de la familia de origen de Lucía. Esto lo lleva a hipotetizar que los altercados podrían
obedecer, al menos en parte, a una identificación de uno de los dos en la pareja con otra pareja
matrimonial, en este caso los padres de Lucía. Renzo, con sus sentimientos sobre el orden y la
justicia, se siente obligado a arreglar los errores que afectan a otro hombre, a quién él respeta.
Lucía, fiel a su madre y a las elecciones hechas por su familia (respecto de quienes se siente
obligada), vivencia, en cambio, la necesidad de defender a su madre de estos ataques, que encuentra
gratuitos y sin motivo.

La pareja responde esencialmente de manera positiva cuando se les da esta hipótesis. Se ven
a ellos mismos en la situación ilustrada, y esto hace que el diálogo avance, descubriendo otros
aspectos de sus vidas. Por ahora, podemos dejarlos40 e intentar entender el proceso que ocurrió
durante la conversación.

Podemos preguntarnos: ¿Cómo tomó forma esta hipótesis? Esta pregunta sugiere otra más:
¿Cómo está estructurada una hipótesis? El campo de la semiótica puede darnos la primera
respuesta. Charles Sanders Peirce (1931-58, p.58) ofrece una definición pragmática de la
estructuración de las hipótesis en una lógica formal: todos, frente a lo desconocido, creamos una
“hipótesis” para darle una suerte de sentido a la nueva experiencia. Cuando algo no se ajusta con
nuestro marco de referencia, construimos una hipótesis para lidiar con ello. Peirce llama a este
proceso “abducción”. La sabiduría que la gente adquiere a través del paso del tiempo va a refinar su
aprendizaje a partir de experiencias posteriores.

Peirce da gran importancia a la inferencia como herramienta lógica: el pensamiento en su


totalidad es un proceso inferencial. Según él, “(...) una hipótesis es simplemente una inducción que
implica cualidades más que cosas” (1931-58, p.37). En la teoría del conocimiento, una hipótesis es
una aproximación, ya que no nos es dado el estar al tanto de la infinidad de la posible naturaleza de
las cosas. Visto de esta perspectiva, una hipótesis es un puente entre la indeterminación de las

40
El lector encontrará noticias sobre el final de este y otros casos presentados a través del libro en el epílogo.
impresiones y el proceso mediado de la cognición. Un flujo de inferencias es nuestro único modo
posible hacia el conocimiento.

Debemos recordar, de todos modos, que en terapia el “ajuste” de Peirce no es un simple


hecho cognitivo ni un hecho individual. Envuelve procesos emocionales: si algo no evoca la
emoción que usualmente es predecible en una situación, o si evoca una emoción algo distinta como
la rabia en vez de la felicidad o indiferencia en vez del involucramiento, entonces significa que no
se ajusta a la situación. E implica además procesos interpersonales: el ajuste no está determinado
por un individuo: más bien depende de la relación entre individuos. El ajuste -o el no ajuste- ocurre
en una textura de relaciones emocionales.

Si aplicamos estos conceptos a la viñeta de más abajo, descubrimos que aquí también el
proceso de aproximación ha creado analogías entre diferentes situaciones. Nos parece que el
proceso ha seguido esta secuencia:

1. Primero que todo, el terapeuta traza un mapa provisional del problema, analizando la
relación entre la pareja, que dice que sus discusiones parecen ocurrir “contra la voluntad de
ellos”. Luego, busca un contexto que pudiera ser la fuente del conflicto (¿En cuál contexto el
conflicto existe?).

2. El terapeuta tentativamente hace coincidir el mapa con el contexto de las familias de origen,
que fue traído a la conversación al inicio por Renzo, que aparentemente tiene un fuerte
efecto en la relación e pareja (¿El conflicto puede encontrarse en las familias de origen?).

3. Posteriormente, el terapeuta propone un patrón que conecta la familia de origen de Lucía


con Renzo, quien parece sentir la misma emoción que él piensa que sentiría si estuviera en
los zapatos del padre de Lucía (¿Cual es el rol de Renzo en la relación de la familia de
origen de Lucía?).

4. Los dos patrones se relacionan a través de la idea que los roles dentro del marco matrimonial
son isomórficos con la relación entre los padres de Lucía (¿Renzo y Lucía juegan roles que
están siendo prestados de la familia de origen de Lucía?).

5. La hipótesis es testeada en relación a otras fuentes de información (¿Hace sentido algo de


esto para Renzo y Lucía?).

6. Finalmente, el terapeuta evalúa la congruencia de las emociones expresadas por la pareja


después de que escucharon la hipótesis.
Esto muestra cómo la construcción de una hipótesis por parte del terapeuta tiene que ver con
la estratificación de ideas y sentimientos provisionales, que definen una nueva conexión entre las
emociones y comportamiento de los clientes. Habiendo encontrado algo que el terapeuta considera
un punto relevante, éste comienza a buscar, junto a los clientes, nuevos datos y nuevos vínculos que
pudieran donar significado a lo que de otro modo parecería extraño e inapropiado. Progresivamente,
el terapeuta hace preguntas a sí mismo y a los clientes que conectan estos elementos con gente
significativa en sus mundos, hasta que un patrón suficientemente coherente emerja. Al mismo
tiempo, éste es sólo uno de los muchos patrones posibles cuya validez está asegurada a “cuatro
manos” por clientes y el terapeuta (Boscolo & Bertrando, 1996). El terapeuta en este esquema,
dibuja sobre su repertorio personal de hipótesis. Pero ¿De donde viene este repertorio?

El proceso de hipotetización
Desde una perspectiva epigenética, podríamos decir que el conocimiento de los terapeutas -
de sí mismos, de los demás, de teorías y modelos- se establece progresivamente en capas, llevando
a una constante reintegración de las situaciones y contextos en los cuales se encuentran: hipotetizar
es una parte del desarrollo del conocimiento en términos de la experiencia. Las teorías abstractas de
Peirce son consistentes con las propuestas por Donald Schön (1983) en su profundo estudio sobre el
conocimiento profesional.

De acuerdo con Schön, cuando los profesionales -terapeutas incluidos- se ven frente a una
nueva situación, ponen en movimiento procedimientos que les permitirán conectar datos a su
disposición. Este es su modo de tratar una compleja serie de variables, con la hipótesis como
instrumento exclusivo, guiada por “la contestación” de la situación, es decir, el modo en que la
situación responde a las acciones del profesional (Schön, 1983, p. 164). En palabras de Schön, un
profesional no busca leyes generales, sino que busca soluciones en casos específicos. Entonces,
debe adoptar una hipótesis provisionalmente (y no “desconfirmadamente” en el sentido popperiano:
ésta debería llevar a algún cambio significativo en la situación específica abordada por el
profesional).

El entrevistador debe (...) estar dispuesto a entrar en nuevas confusiones e incertezas. Por lo
tanto, debe adoptar un tipo de doble visión. Debe actuar de acuerdo con la visión que ha
adoptado, pero debe reconocer que siempre puede romperla después, de hecho, debe
romperla más tarde para producir un nuevo sentido a su transacción con la situación [Schön,
1983, pp. 163-164].
Un terapeuta puede ser considerado un profesional capaz de confrontar situaciones que
requieren una reorganización del campo de la entrevista cada vez. Tal reorganización está
fuertemente relacionada con la subjetividad del terapeuta. Ente los elementos que contribuyen,
podemos nombrar los objetivos definidos por el terapeuta (el bienestar de los pacientes, la
desaparición de un síntoma, la modificación en el patrón relacional o en las personalidades de los
pacientes); sus expectativas sobre su trabajo: cómo evalúa y monitorea el resultado; sus teorías
clínicas, incluyendo hipótesis sobre el origen de los problemas y las patologías; y sus técnicas.

En interacción con los clientes, las teorías funcionan como puntos de referencia útiles, pero
no “dictan” directamente al terapeuta lo que debe hacer en el diálogo con la situación (además
porque la “situación”, en terapia, está compuesta de personas que tienen sus propias subjetividades,
valores, objetivos, expectativa e incluso teorías, aún siendo en su mayoría implícitas). Las hipótesis
nacen en la interacción: un terapeuta sólo puede crear la hipótesis que sus clientes le permitan crear.
En este sentido, la “creación” de una hipótesis es un proceso compartido (ver Boscolo & Bertrando,
1996), aunque pueden haber distintos grados de participación en este proceso, como veremos más
adelante en este capítulo.

En el curso de su experiencia, el terapeuta construye un repertorio de “ejemplos, imágenes,


explicaciones y acciones” (Schön, 1983, p.138). Dentro de este repertorio, él es capaz de
seleccionar otras situaciones que tienen similitud con la que está sucediendo. Una vez que ha
“compuesto” un tema, un terapeuta puede improvisar variaciones de él. De este modo, produce lo
que Schön llama “metáforas generativas” -imágenes no lógicas- donde la similitud entre una nueva
situación y una que ya ha sido vivenciada es metafórica. El terapeuta puede explicar una metáfora a
sí mismo como a sus pacientes, del mismo que es posible que esto no ocurra y que el terapeuta
opere sin traducir la metáfora en una hipótesis como tal.

Este tipo de terapeuta no construye profecías que se auto-cumplen, por más que pudieran
intentar influenciar la situación terapéutica, de manera contraria a las vidas de los clientes. Más
bien, el terapeuta se mantiene abierto a la posibilidad que los eventos no se ajusten a sus hipótesis.
Al mismo tiempo, de manera diferente a un investigador científico, él no está separado de sus
hipótesis41, no considera la situación clínica un objeto natural a ser estudiado:

La relación entre este entrevistador y su situación es transaccional. Él moldea la situación


mientras conversa con ella, de modo que sus modelos y evaluaciones están a su vez
moldeadas por la situación. Los fenómenos que él intenta entender están parcialmente

41
Esta actitud es análoga a la circularidad, como la definió el grupo de Milán, especialmente por Boscolo y Cecchin
(ver Boscolo et. al., 1987).
creados por él; se mantiene en la situación que intenta penetrar [Schön, 1983, pp. 150-151].

El proceso de hipotetización es, de este modo, profundamente moldeado por las premisas del
terapeuta y por las contingencias, las cuales están recursivamente relacionadas y ocasionadas por las
situaciones y respuestas específicas de los clientes.

En este punto la hermenéutica nos da un punto central de referencia: la hermenéutica está


impregnada por la conciencia de que cada significado es una interpretación y que esa “verdad” es
un significado compartido entre las partes, no algo que está “dado” en un sentido absoluto. Hans-
Georg Gadamer define la convergencia de significados producidos por un narrador de historias y un
intérprete como una “fusión de horizontes” (Gadamer, 1960, p. 272)42. En terapia sistémica,
hipotetizar asume un significado similar: es un aspecto transitorio y renovable de la lectura de
eventos. Esto significa además que las hipótesis no son un modo de superponer los significados del
terapeuta sobre los de los clientes, sino que, al contrario, son modos de promover la emergencia de
alguna novedad que es reconocida por ambas partes. En una palabra, las hipótesis -en este sentido
de la palabra- promueven el diálogo.

El rol de las hipótesis en la práctica


Ahora, volvamos a la situación terapéutica. Dos individuos43, ambos cargados de su propio
cúmulo de conocimiento (implícito y explícito, cognitivo y emocional) además de una propia
manera típica de hipotetizar, se encuentran y buscan investir con significado la historia contada por
el primero de ellos. La historia es usualmente llenada con certezas aparentes: las hipótesis en las
cuales se basan las nociones actuales y reificadas, se han desvanecido en el pasado; los significados
resultantes se han cristalizado y el tiempo se queda quieto (Boscolo & Bertrando, 1993).

Mientras el cliente narra su historia, el terapeuta tiene una idea básica: sabe que intentará
encontrar algún nuevo significado en la historia, ya que una historia siempre tiene más de un
significado. Para lograr su objetivo, seleccionará algunos hechos –y no otros- y buscará una
conexión entre ellos. Entonces el terapeuta construirá algunas hipótesis respecto de algunas
conexiones -pero no otras- y comenzará a delinear un tema, una pre-hipótesis. Trabajará por un
tiempo considerable en una dimensión fluida, una dimensión desprovista de certezas.

42
Para Heidegger, que fue la influencia más relevante de Gadamer, entender es circular debido a que la conversación
local está modificada por el contexto global, que a la vez es modificado por las conversaciones locales y así
sucesivamente. Heidegger llama a esta hipotetización, el “círculo hermenéutico” (Heidegger, 1927).
43
Aquí nos limitamos al típico caso de terapia individual, pero el proceso es esencialmente el mismo con equipos
terapéuticos y las familias.
Pero, ¿es verdad que el terapeuta no tiene certezas? Su selección de hechos y conexiones
pasará, de hecho, por su filtro personal, cernido a través de todo el cuerpo de su experiencia,
formación y conciencia emocional. En pocas palabras, usará un repertorio de hipótesis basadas en
sus propias premisas. El repertorio de Freud estaba basado en la idea de impulsos sexuales, las
hipótesis de Adler comenzaban desde la percepción de la gente de las relaciones de poder, Nagy
investigaba la idea de la ética y la lealtad, Whitaker en el caos y la indeterminación y Paul en el luto
(para un recuento detallado de el trabajo de todos estos clínicos, ver Bertrando & Toffanetti, 2000).
Cada uno de estos maestros terapeutas se centraban en sus preocupaciones a priori, desde las cuales
derivaban puntos de referencia estructurados por su conocimiento previo y su experiencia: todo esto
es altamente congruente con la visión de Peirce sobre la estratificación del conocimiento.

Volviendo a nuestra terapia típica, el terapeuta será llevado a formular hipótesis que
resuenen con sus premisas básicas y con estas hipótesis seleccionará y reinterpretará temas
particulares de la historia del cliente. Uno podría decir que el paciente no es el único que cree que lo
que describe es una situación humana única e irrepetible: también el terapeuta lo cree. Los
terapeutas tienden, sin embargo, a ser más predecibles que sus clientes, ya que siempre tienen una
teoría definida a la cual referirse, mientras los clientes no, o al menos no siempre.

Las hipótesis, cuando son formuladas por el terapeuta, no están completas, de ninguna
manera: se completan cuando son propuestas al cliente. Antes de eso, son sólo ideas en la mente del
terapeuta. Al ser propuestas a los clientes, las hipótesis pasan nuevamente por un cambio relevante,
siendo moldeadas y modificadas de acuerdo a la respuesta del cliente ante ellas. En otras palabras,
ellas se vuelven parte del diálogo y como tales están sujetas a las negociaciones que son intrínsecas
a los intercambios dialógicos.

Hasta ahora, hemos visto las características comunes a las hipótesis terapéuticas de cualquier
tipo. Pero, ¿Cuáles son las peculiaridades de las hipótesis sistémicas? ¿Es la hipotetización sólo un
nombre nuevo que se le da a un concepto existente, como la “interpretación” psicoanalítica? De
hecho, creemos que es posible trazar una distinción entre estos dos. Primero que todo, la
interpretación psicoanalítica está relacionada más directamente a una teoría normativa de la persona
humana: todas las interpretaciones analíticas asumen que el inconciente necesita hacerse conciente,
para poder trabajar a través de la resistencia (Laplanche & Pontalis, 1967). Incluso las diferentes
escuelas analíticas ponen énfasis en diferentes contenidos: las interpretaciones freudianas se
refieren a un pasado internalizado, las interpretaciones kleinianas a un inconciente atemporal y así
sucesivamente. En el hipotetizar sistémico, el enfoque es menos normativo: las hipótesis pueden
referirse al pasado o al presente y podrían referirse a un futuro imaginado (ver Boscolo &
Bertrando, 1992). Podríamos decir que la interpretación analítica es un caso especial de proceso de
hipotetización, mientras que la hipótesis sistémica es otro.

Además, mientras la interpretación analítica se centra en la relación terapéutica de dos


personas, una hipótesis sistémica -inclusive en un setting individual- considera un rango más
amplio de información trazado a partir de la vida de los clientes. En una hipótesis sistémica, las
relaciones de los clientes con su ambiente significativo son siempre centrales. Los terapeutas
sistémicos siempre buscan contextos. La relación de clientes individuales con ellos mismos -o sus
inconcientes, o sus objetos internos- puede ser considerada, pero no de modo obligatorio (ver
Bertrando, 2002).

Como toda hipótesis, una hipótesis sistémica tiene además un ajuste emocional con el
sistema que se presenta. Los terapeutas individualizan algunos aspectos emocionales fundamentales
de la situación y los devuelven, modificados, a sus clientes. Esto significa que la hipótesis no es
simplemente una reorganización de datos cognitivamente coherente: más bien, debería ser
congruente además con las emociones inherentes en la interacción familiar. La prueba de la
hipótesis se encuentra en la emoción. Este proceso trabaja en la idea fundamental que los terapeutas
pueden reconocer en ellos mismos las mismas emociones que sus clientes están sintiendo y
expresarlas en palabras “inusuales” (Andersen, 1991): es decir, en un modo que sea aceptable y no
alienante para los clientes. A diferencia del análisis de la contratrasferencia, donde la emoción del
terapeuta es el criterio de verdad en la relación terapéutica (Searles, 1979), la práctica sistémica
afirma, en primer lugar, que mientras las emociones de los terapeutas y los clientes no
“corresponden” simplemente de manera mecánica, están relacionados de todos modos y, en segundo
lugar, que las emociones de los terapeutas deberían verificarse mediante una hipótesis.

En su hipotetizar, los terapeutas sistémicos a menudo tienden a interpretar situaciones como


individuales y únicas. Esto quizás es uno de los elementos más significativos del modelo sistémico,
plasmado en la noción de curiosidad (Cecchin, 1987). El terapeuta sistémico trabaja mejor si logra
mantener una posición levemente extraña en relación a los clientes: como un antropólogo, intenta
darle sentido a un mundo ajeno, con premisas y reglas desconocidas. Tal premisa nos conduce -
esperamos- a actuar cada vez como si la situación fuera nueva, permitiéndonos formular hipótesis
que bien podrían no tener nada que ver con las formuladas en la sesión precedente. Del mismo
modo, sabemos que la praxis sistémica tiende a centrar la atención más en las relaciones entre
hechos y teorías más que sólo en los hechos o teorías aisladamente.

Entonces, ¿Cuál es la relación entre teoría e hipótesis? Hasta cierto punto, la teoría dicta la
hipótesis. Sin embargo, un modelo teórico no hace más que sugerir posibles líneas de investigación
para los terapeutas. La emergencia de las hipótesis se basa en la experiencia de los terapeutas, su
estilo y los eventos de la terapia, es un proceso que es personal y específico al contexto. El avanzar
a partir de las hipótesis es sin duda una parte importante del proceso terapéutico, aunque no es la
terapia completa. A menudo han habido choques entre la idea de la centralidad de la técnica, con
poca o ninguna consideración de la persona del terapeuta (terapia estratégica) y la idea que lo que
importa es la participación del terapeuta como persona en algo que es esencialmente un diálogo
(terapias narrativa y conversacional).

En nuestra opinión, algunos factores terapéuticos son fundamentales, independiente de la


posición teórica del terapeuta. Posiblemente, el factor principal es la necesidad de una alianza
terapéutica. En el contexto terapéutico, las hipótesis se vuelven verdaderas para los terapeutas y los
clientes, dado que una relación de confianza existe y moldea las posibles interpretaciones de la
contribución de los clientes. En este sentido, podemos decir que la eficacia de las hipótesis depende
de la calidad de la relación entre cliente y terapeuta. En términos batesonianos, el marco para la
actividad de hipotetización se encuentra dentro de un marco más amplio, que refiere a la relación
entre los interlocutores. Es dentro de la terapia que emerge un tiempo sagrado, como define Eliade
(1949): es decir, un tiempo que se encuentra aparte de la existencia cotidiana, pudiendo conferir un
significado especial a los eventos que ocurren dentro de ella. Es aquí donde muchos factores
comunes, no específicos (Hubble, Duncan & Miller, 1999), operan, fuera de los cuales, sin
embargo, gradualmente aparecerá un modo de hipotetizar que es extremadamente estructurado pero
que no puede ser replicado a través de un manual.

Hipótesis y terapeutas
¿Qué es lo que guía a los terapeutas, entonces, en la exploración conjunta que llevan a cabo
con sus clientes? Desde mi punto de vista, es un “self” en el cual teorías y experiencias toman parte.
Hoy en día, desde una perspectiva postmoderna, tendemos a considerar a una teoría más bien como
un buen repertorio de metáforas (Pockock, 1995). Esto puede suponer un riesgo de eclecticismo:
elegimos nuestras teorías de acuerdo a los problemas específicos que estamos enfrentando. La
cuestión es, de todos modos, que es la teoría la que determina, de muchas maneras, precisamente lo
que yo puedo considerar un problema. La teoría viene antes del problema. Si un terapeuta afirma
que no tiene teorías en el momento que comienza a resolver un problema, nos hace pensar que
quizás no tenga más que teorías implícitas (inconcientes), que han producido hipótesis no dichas
(para el concepto de lo “no dicho”, ver Boscolo & Bertrando, 1996, Cap. 1).
Por otra parte, mientras más experimentados sean los terapeutas, menos seguirán su teoría:
se preocupan más de la manera de responder a las situaciones -“la contestación” de la situación- que
de las teorías en sus cabezas. Desde una perspectiva epigenética, que nos podría ayudar a resolver
esta contradicción, los terapeutas son guiados por la suma total de las teorías que han aprendido y
usado en sus prácticas profesionales, así como por las experiencias únicas de sus propias vidas.
Sometemos cualquier problema que se nos pone enfrente con este compendio personal de teorías y
experiencias.

Si volvemos al caso que tenemos como ejemplo -que describimos anteriormente como si la
hipótesis hubiese sido construida sin el uso específico del self del terapeuta- podemos, sin embargo,
encontrar rastros de éste. Al construir su hipótesis, el terapeuta seleccionó justamente los elementos
en la historia de Renzo y Lucía que estaban relacionados con sus familias de origen: la relación de
género dentro de sus respectivas familias y la relevancia de las dos dinastías familiares. En la
hipótesis, Renzo vio su posición frente a Lucía como algo similar a la del padre de Lucía con la
madre de Lucía; al mismo tiempo, se vio a sí mismo como representante de una familia que era
menos importante y poderosa que la de Lucía. Al defender al padre de Lucía, se estaba defendiendo
a sí mismo.

En la etapa siguiente, la terapia llegó a un impasse: el terapeuta quedó empantanado en la


hipótesis -subyacente en la original- que Renzo y Lucía “no están aún casados” y deberían volverse
una “pareja real”: es decir, separadas de sus familias de origen. La supervisión reveló que
justamente este tema había sido central en las primeras etapas del propio matrimonio del terapeuta y
estaba estrechamente ligado a su familia de origen: su padre, sentía, había sido aceptado en la
acogedora y poderosa familia de su esposa, pero con el costo de que su padre se sintiera tolerado
“como un invitado”.

De este modo, también en este caso, el self del terapeuta -la historia familiar- fue esencial en
el proceso terapéutico y en la construcción de las hipótesis. El terapeuta no lo evoca
deliberadamente, pero se volvió aparente cuando intentó entender cómo él había construido sus
hipótesis y porqué había sido incapaz de cambiarlas. Al no estar conciente del proceso por un largo
período, el terapeuta tendía a aferrarse a sus primeras hipótesis, incluso cuando la situación
demandaba un cambio radical.

Es así que la hipótesis puede ser vista como proveniente de la interacción entre las historias
personales del terapeuta y las situaciones clínicas que tiene que enfrentar. Lo que vale para el
terapeuta -o el equipo- vale de igual forma para el o los clientes, quienes también tienen una historia
que los llevará a un diálogo con los terapeutas y ellos, a su vez, elegirán entre una o más de las
hipótesis sugeridas, que les permita encontrar algún ajuste. Al final, todos los terapeutas o equipos
tendrían que considerar una hipótesis que incluya la relación terapéutica. La emergencia de tales
hipótesis es casi inevitable si los terapeutas están dispuestos a aprehenderlas. Al descuidarlas, se
corre el riesgo de reificar las hipótesis construidas “fuera” de las acciones y narrativas de los
clientes, llevando a intervenciones que dejan pasar significativos impasses del cliente en el aquí y
ahora de la terapia, como en el ejemplo de Lannamann (1998).

Y hay aún más. Existen muchos -aunque no infinitos- modos posibles para hacer que las
hipótesis entren en el diálogo. Y el modo en que ellas entran en el diálogo no es indiferente, desde
un punto de vista terapéutico. De hecho, pensamos que la relación entre hipótesis y diálogos -
terapéuticos- es uno de los aspectos más importantes de la terapia sistémica como la concebimos.
La exploraremos ahora en más profundidad.

Ezio, o el compañero hipotético

Hasta ahora, hemos adoptado el punto de vista del terapeuta. Pero este punto de vista, del
modo que ha emergido ya durante nuestra discusión, es -intrínsecamente- parcial y limitado. Más
que nada, sus limitaciones son tan aparentes, cuando consideramos la posición de los clientes en el
proceso de hipotetización, como para llevarnos a una reformulación de la práctica misma de
formular hipótesis. Nuestro modo de hipotetizar cambió principalmente por dos razones, una ética y
otra más práctica. Nos gustaría dar un ejemplo de la primera razón, a través de un encuentro clínico
que ocurrió durante un curso de formación en terapia familiar llevado a cabo por uno de nosotros.

El encuentro con “Ezio” viene de una terapia abortada de pareja: su esposa se negó a
participar y el resultado fue una terapia individual, centrada en el problema de pareja, aunque de
acuerdo a Ezio: “...el problema es mío...mi difícil temperamento…” Aparentemente, Ezio carga una
gran responsabilidad. Está tenso e intranquilo, jugando incesantemente con su anillo de matrimonio
mientras pide “consejos” sobre lo que debería hacer. ¿Divorcio? ¿Reconciliación? ¿Mantenerse
juntos por el bien de la hija? ¿Cohabitar con su esposa como “separados en la casa”? Las dos
terapeutas mujeres hacen preguntas hipotéticas sobre el futuro, sobre las características que tendría
que tener una mujer con la cual compartir la vida. “Me gustaría…que fuera soltera”, responde Ezio,
un poco confundido. Tras el espejo, la atmósfera está ardiendo. El equipo terapéutico está
constituido en su mayoría por mujeres jóvenes en formación que no pueden retener su indignación
hacia este hombre de 40 años de poca consideración hacia las mujeres.

La idea emerge, sin embargo, de tal modo que el cliente queda emocionalmente bloqueado y
ese bloqueo ahora se extiende a las terapeutas. Decidimos que la profesora entrará a la sala de
terapia para “encarnar las emociones”. Ella entra y se sienta junto a un sorprendido Ezio, casi
dándoles la espalda a sus dos colegas. Ezio, descolocado pero atento, la escucha: “Detrás del
espejo”, dice ella, “estamos sorprendidos de los no-motivos que usted hablaba. Es como si hubieran
algunos nudos emocionales que usted pone fuera, sustituyéndolos por algo más racional. ¿Cómo se
siente con estos nudos? Sentimos un fuerte sufrimiento que apenas lo deja hablar...usted dice que se
casó con una mujer con la cual nunca estuvo muy involucrado...quizás su esposa lo ayude a aplacar
la emoción y el sufrimiento. Nuestro prejuicio es que los hombres siempre buscan algo en una
mujer, pero ¿quizás para usted es demasiado doloroso decir qué es lo que busca en su esposa?” Ezio
está cada vez más confundido. Sus ojos van de una mujer en la sala a la otra, como si no entendiera
la idea de la supervisora.

En la discusión detrás del espejo, sentimos la necesidad de compartir con Ezio el proceso
que condujo a la intervención. Sin compartir esto, la terapia parecía incompleta para todos. Un
colega dice: “Es como que le tendiéramos una emboscada. No es justo, ¡debe saber nuestras
intenciones!” Decidimos que la profesora volviera con Ezio, junto con los dos terapeutas para
contarle abiertamente, que con su presencia, la profesora quería “encarnar las emociones” para traer
a la sala una parte de la historia que, por alguna razón, tendía a ser omitida. Enzo escucha
atentamente a aquellas palabras con algo de alivio y dice: “¿Una especie de terapia de shock, no?”.

Lo que ocurrió aquí comenzó a ocurrir cada vez más frecuentemente. La idea era develar el
proceso completo de hipotetización para que los clientes pudieran hacer más ético el balance de
poder entre terapeutas y clientes y, al mismo tiempo, resolver algunas situaciones entrampadas
como la que se nos presentaba aquí. El contexto de formación fue instrumental para realizar el
cambio, ya que los terapeutas en formación tienden a poner una gran atención al desarrollo de las
interacciones entre terapeutas y clientes.

Gradualmente, esta forma de trabajar se difundió en nuestra práctica cotidiana, ya que


respondía a una necesidad práctica, en especial en la terapia individual. Y este proceso nos llevó a
un paso más allá, que consiste en compartir el proceso de hipotetización con los clientes en el
momento en que este ocurre. Pero para entender totalmente esta evolución, debemos primero volver
a la relación entre hipótesis y diálogo terapéutico, a las diferentes versiones de esta relación.

Hipótesis, equipos, diálogos


Primero que todo, pensamos -como ya hemos dejado en claro- que es imposible no tener
hipótesis dentro de un diálogo, especialmente si la conversación tiene que ver con algún problema.
Aunque no todas las hipótesis son iguales. Podemos distinguir, en primer lugar, entre hipótesis
ontológicas y relacionales: las primeras se refieren al ser de los individuos, las segundas se refieren
a la relación entre ellos: considerar a la persona “agresiva” versus considerar el comportamiento
agresivo en su contexto interpersonal. Preferimos llamar “ideas” a las hipótesis ontológicas,
dejando el término “hipótesis” a las relacionales. Otra distinción es entre hipótesis explicativas y de
proceso. Podemos decir que las primeras se refieren al “porqué” y las últimas al “cómo” (ver Rober,
2002).

Otra distinción tiene que ver con el uso de las hipótesis en el diálogo. En un dialogo, cada
uno tiene un punto de vista y tiende a hacer entrar este punto de vista en el discurso -el mundo- del
otro. Podemos decir, de esta manera, que es imposible entrar a un diálogo sin ideas o hipótesis.
Incluso en el diálogo más abierto, los hablantes luchan, concientemente o no, para confirmar sus
hipótesis. En un diálogo terapéutico este interjuego entre discursos puede tener características muy
diferentes. Algunos terapeutas usan sus hipótesis para dirigir la conversación, intentando conducirla
hacia una dirección predefinida. Otros usan la hipótesis para abrir la conversación, introduciendo o
acentuando diferencias. La primera posición prevalecía en los primeros años de las terapias
sistémicas, la segunda en los últimos años (y en nuestra práctica actual). De alguna manera, la
evolución de la terapia sistémica es la evolución en el rol de las hipótesis.

Los terapeutas estratégicos tenían hipótesis explicativas, consideradas como aproximaciones


a la realidad (Haley, 1976; Selvini Palazzoli et al., 1978a). Aunque la hipótesis del grupo inicial de
Milán (Selvini Palazzoli et al., 1980a) aún era una hipótesis explicativa, se volvió provisional, “ni
verdadera ni falsa”. Después de la división del equipo original de Milán, Luigi Boscolo y
Gianfranco Cecchin se hicieron cargo y desarrollaron aún más la idea de la hipotetización. En su
versión, la hipótesis es un modo de organizar datos traídos por los clientes al equipo terapéutico,
creando así una explicación sistémica -basada en relaciones- del problema que es presentado. El
equipo terapéutico y su conversación interna adquieren aquí una tremenda importancia.

Las hipótesis son mejores si están hechas por terapeutas que son circulares y que responden
continuamente al feedback de la familia en sesión. Entonces se tiene más de una oportunidad
de desarrollar una hipótesis que cuadre, ya que en ese proceso hay un espejeo de la
organización de la familia [Cecchin, en Boscolo et al., 1987, p. 163].

Cecchin, aquí, concentra su atención sobre la dinámica del encuentro terapéutico pero
todavía acentuando la centralidad de los terapeutas. Las hipótesis más útiles y por lo tanto más
eficaces, son originadas por terapeutas con habilidades específicas. Ellos deberían estar
familiarizados con el pensamiento circular y alertas a la comunicación con los clientes. Para
construir una “hipótesis sistémica” como tal, los miembros del equipo deberían primero formular
hipótesis relacionales simples -una hipótesis estrictamente individual- basada en ideas como: “Se
comporta de ese modo porque está afectado por una enfermedad mental orgánica”, que no puede ser
considerada como una hipótesis sistémica.

La discusión del equipo debería conducir a una mezcla de estas hipótesis simples, para llegar
a una o más hipótesis globales, implicando la naturaleza global de las interacciones dentro de la
familia o del “sistema significativo” más amplio. Entonces, la hipótesis sistémica es el resultado del
tejido de ideas y señales diferentes, a veces conflictivas. El diálogo que genera la hipótesis
sistémica sucede totalmente dentro del equipo terapéutico. El cliente otorga el material crudo que
los terapeutas elaboran en su discusión privada detrás del espejo unidireccional. Incluso, después de
todo, no se les dicen las hipótesis a los clientes tales como son, sino que ellos vivencian la
“intervención final” -un reencuadre, prescripción comportamental o un ritual- basada en la hipótesis
misma (Boscolo et al., 1987).

La teoría del proceso terapéutico desarrollada por Boscolo y Cecchin parece implicar que
algo debería mantenerse en secreto para que la terapia sea eficaz. Es como si los clientes tuvieran
que caer en una especie de trampa terapéutica benévola. Si pudieran ver el cepo, la trampa no
funcionaría y el juego no funcionaría. El equipo construye una explicación que debe mantenerse en
secreto para poder “curar”. El terapeuta se presenta como una persona que sabe pero no dice. Los
clientes reaccionan a la intervención, no directamente a la hipótesis (la cual sigue siendo
desconocida para ellos). La hipótesis sistémica pertenece exclusivamente al equipo terapéutico.

El timing es relevante también, ya que la sesión está dividida en dos secciones bien
marcadas. Primero, el terapeuta activo habla a los clientes, haciendo muchas preguntas, de tipo
circular en su mayoría, pero no exclusivamente. Las respuestas sugieren más hipótesis al terapeuta
que, a su vez, hace aún más preguntas. Luego, las hipótesis son discutidas privadamente por los
terapeutas y el equipo y, finalmente, el terapeuta vuelve a la sala de terapia a hablar una vez más
con los clientes. La elaboración de la hipótesis y su uso con los clientes ocurre en dos momentos
bien distintos (ver Boscolo & Boscolo, 1993).

Tom Andersen (1987), al introducir su reflecting team, hace una movida crucial en la
evolución del diálogo terapéutico. Por primera vez, el equipo terapéutico abre a sus clientes su
sancta sactorum, dejando atrás el secreto. El diálogo del equipo se vuelve abierto, mientras el
proceso de escucha viene a primer plano. Después de la primera parte de la sesión donde el
terapeuta activo y una familia o un individuo conversan juntos, se hace un cambio de micrófonos y
los miembros del equipo detrás del espejo discuten entre ellos lo que ocurrió en la sesión. Mientras
el equipo observante discute, el terapeuta activo y los clientes no tienen derecho a hablar. Se
mantiene una distinción entre el acto de escuchar y la conversación. Más adelante, los clientes
hablarán sobre lo que dijeron los observadores, pero sin tener nunca la posibilidad de hablar
directamente con los observadores. La diferencia principal, en comparación con el método
tradicional sistémico, es que los clientes no escuchan una intervención final confeccionada para
ellos. Ellos escuchan el proceso completo de discusión, que se mantiene, sin embargo, confinado
detrás del espejo unidireccional.

Al escucharse entre ellos, todos los actores en el doble diálogo se vuelven más respetuosos y
abandonan la tendencia a la acción inmediata que la terapia sistémica ha heredado de sus
predecesores estratégicos. En la discusión pública del equipo, el tono de los comentarios cambia.
Los terapeutas se vuelven más respetuosos frente a los clientes y a la vez más dispuestos a
reconocer los aspectos positivos de las situaciones presentadas. Sin embargo, esta práctica lleva a
un eclipse de la hipótesis. Dentro del reflecting team, los terapeutas hablan, discuten, pero no
intentan construir hipótesis sistémicas, es decir, conectar elementos e imaginar patrones
relacionales. A lo más, ofrecen opiniones sobre lo que han dicho los clientes, con el objetivo de
hacerlos sentir entendidos y legitimados, presentando diferentes puntos de vista. De acuerdo a
Andersen: “Una manera de lograrlo era evitar tener ideas de antemano. Las hipótesis se omitían en
lo posible” (Andersen, 1991, p. 13). En el reflecting team no hay definición, sólo diálogo.

Aquí tenemos un tiempo y un espacio para las reflexiones de los terapeutas, separadas del
tiempo y el espacio reservado para las reflexiones propias de los clientes. En cierto modo esto es
similar a la clásica intervención final. La conciencia de que los clientes están escuchando
condiciona el modo en que hablan los observadores: tienden a omitir cosas que piensan que es
mejor que los clientes no escuchen. Los clientes no escuchan un proceso clásico de hipotetización:
en cambio, escuchan algo parecido a una serie de propuestas de intervención final y ellos deberían
elegir la que les guste más.

Los terapeutas conversacionales (Anderson, 1997; Anderson & Goolishian, 1992) son los
más acérrimos seguidores del imperativo postmoderno: dar voz a los clientes y disminuir las
diferencias -jerárquicas- entre ellos y el terapeuta. Esto es ciertamente una innovación
fundamental44, pero ha sido en ocasiones interpretada -contra la intención de quienes le dieron
origen- como un llamado al terapeuta de abstenerse de ofrecer alguna idea o hipótesis definitiva. La

44
Aunque el lector con nociones de historia pueda encontrarla en ecos de la antipsiquiatría de Laing (1967), la
psiquiatría clínica italiana (Basaglia, 1968) y en distintos aspectos del enfoque centrado en el cliente de Carl Rogers
(Anderson, 2001; Rogers, 1951).
terapia conversacional elimina la hipótesis y la discusión de equipo, con su idea de una posición de
“no-saber” del terapeuta. Aquí, el terapeuta simplemente mantiene abierta una conversación donde
los clientes son los únicos interlocutores, limitando sus opiniones e intervenciones al mínimo sin
intentar proponer ninguna hipótesis. Aparentemente, dentro de este enfoque, hipótesis y diálogo
terapéutico con los clientes son considerados antitéticos.

Esta actitud tan contraria a la hipotetización deriva posiblemente de considerar las hipótesis
como instrumentos estratégicos para conducir a los clientes en una dirección pre-establecida y al
mismo tiempo como una forma de definir una realidad moldeada por el terapeuta. En cambio,
nosotros creemos que una hipótesis puede ser usada de ese modo pero que también puede ser usada-
como la usamos nosotros- como un modo de crear un campo conversacional, donde el tema central
son las relaciones. Nuestras hipótesis tienden a ser hipótesis de proceso, respecto al cómo -en cuál
tipo de mundo posible- las cuestiones presentadas en el diálogo existen. Las hipótesis de este tipo
no cierran el diálogo para encontrar una causa y una estrategia de resolución del problema (más
bien, lo abren, aunque con ciertos límites: ellas seleccionan algunos campos de discurso en vez de
otros). Por ejemplo, una hipótesis sistémica tiende a crear discursos relacionales, pero a veces estos
discursos no son los mejores para los clientes, situaciones en las que sería mejor abandonarlos y
proponer hipótesis no-sistémicas.

Entonces, ¿Cómo se articulan las hipótesis en el diálogo terapéutico? Para entender esto,
debemos tener en mente dos dimensiones: el setting y el proceso. Desde el punto de vista del
setting, el problema es la separación entre diálogo terapéutico -es decir, terapeuta y cliente- y el
diálogo de equipo. Desde el punto de vista del proceso, el problema es si usar o no ideas e hipótesis,
o más bien, si hacerlo de manera explícita o no.

En el modelo sistémico clásico, el diálogo entre terapeuta y clientes está separado del
diálogo dentro del equipo terapéutico. Los terapeutas no sólo están autorizados a hacer hipótesis: se
les aconseja e incluso se les fuerza a hacerlas, pero estrictamente dentro del diálogo de equipo. Los
clientes no están autorizados a participar en el diálogo del equipo o a escuchar directamente las
hipótesis como tales. El espejo unidireccional es una barrera que sólo el terapeuta activo puede
cruzar, yendo de un lado al otro, actuando como intermediario entre el equipo y los clientes. Aquí,
el espejo es, sobre todo, una metáfora: lo importante es el espejo “interno”, una cosa a la que los
terapeutas sistémicos no pueden, o no quieren, renunciar.

Por otra parte, el reflecting team implica dos diálogos distintos, uno entre los terapeutas
activos y los clientes, y otro entre los observadores, pero no hay comunicación directa entre los dos
lados del espejo: el terapeuta activo permanece en la sala de terapia. Cuando los observadores
hablan entre sí, los clientes y el terapeuta pueden sólo escuchar; en cambio, cuando estos últimos
dialogan, los observadores se mantienen en silencio. Los clientes escuchan a las palabras del equipo
observante, de la manera en que, en terapia sistémica clásica, ellos escuchan la intervención final
del terapeuta. La diferencia está en que ellos escuchan una discusión en vez de una intervención
concebida detrás del espejo. Ellos pueden, más adelante, reflexionar sobre las reflexiones del
equipo, pero no pueden nunca participar en ellas (en otras palabras, no pueden alterar el curso del
diálogo). Desde el punto de vista del proceso, estos terapeutas hacen un considerable esfuerzo en no
comenzar a partir de ideas o hipótesis preconcebidas. Hipotetizar no está permitido.

En el modelo conversacional, no hay espejos. Sólo hay un diálogo entre terapeuta(s) y


cliente(s) dónde no se formulan hipótesis y el terapeuta sólo “mantiene abierta la conversación”
(Anderson & Goolishian, 1988). Aparentemente, para estar a la par con los clientes, el terapeuta
debería no tener ideas -en especial en la forma de hipótesis definidas- que puedan influenciar a los
clientes o “sugerirles” lo que tienen que hacer45. Lo que encontramos problemático en esta posición,
en una actitud de diálogo abierto, es la posibilidad de que el terapeuta no tenga hipótesis. Podríamos
decir que el terapeuta necesita construir una especie de espejo interno para no ver las ideas e
hipótesis que está construyendo sin darse cuenta.

Nuestra meta es eliminar la separación de los diálogos -los espejos reales y metafóricos- y
mantener el proceso de hipotetización. Esto es lo que intentamos obtener al compartir nuestras
hipótesis con los clientes. En nuestra práctica presente, lo que emerge en la mente del terapeuta es
compartido con el cliente en el momento mismo de su emergencia. Esto significa que los clientes se
vuelven más activos en dirigir el curso de la terapia. Esto tiene consecuencias radicales en la
relación entre terapeuta y cliente, desde el punto de vista no sólo de la ética, sino que desde el
proceso terapéutico.

Esto significa, de hecho, que dentro de la conversación terapéutica emerge una hipótesis
sugerida por mí, como terapeuta, en base a algún elemento entregado por el cliente. Es entonces que
yo, junto con el cliente, mejoro esta hipótesis hasta que una más definida -si es que emerge- pasa a
ser una suerte de herencia común de los dos. Podemos decir también que la antigua intervención
final, ofrecida por un terapeuta locuaz y sabelotodo, es reemplazada así por una hipótesis en
progreso, manteniéndose común, provisional, abierta. Compartir hipótesis es una intervención en sí
misma, mucho más respetuosa y, en nuestra experiencia, igual de útil que la intervención clásica
sistémica. Lo que emerge de este proceso es aún una hipótesis, no una verdad, para cliente y

45
Rober (2002) trae de vuelta la hipótesis a la terapia conversacional, pero refiriéndose sólo al “diálogo interno” del
terapeuta: parece compartir el prejuicio de que la hipótesis no puede ser un tema de discusión entre terapeutas y
clientes.
terapeuta. Al co-evolucionar hipótesis de esta manera, el cliente puede aprender (o deutero-
aprender, como diría Bateson (1942), un modo sistémico de razonar.

Bien podríamos definir este tipo de hipótesis como una hipótesis dialógica: es decir, una
hipótesis que vive y existe en el diálogo. La hipótesis viene del diálogo, es el diálogo (y viceversa).
En la terapia sistémica individual, cuando construyo mis hipótesis junto al cliente, trabajo en equipo
con él, como si fuéramos un reflecting team sin otros terapeutas colegas. En otras palabras, paso
desde un lado del espejo al otro. Aunque se le pida al cliente ser muy activo en el proceso de
hipotetización, todavía es el terapeuta quien debería tener la idea de cómo conducir el diálogo (yo
debería tener alguna idea de lo que estoy haciendo y hacia dónde estoy yendo). Podemos resumir el
cambio diciendo que al principio, siendo terapeutas sistémicos, teníamos un equipo real con
nosotros; luego, teníamos un equipo internalizado (Boscolo, Cecchin & Bertrando, 1995) y, hoy en
día, tendemos a hacer equipo con nuestros clientes.

La hipótesis es un diálogo
Una hipótesis puede catalizar posibilidades de evolución cuando el proceso de
hipotetización ocurre en un marco terapéutico. Pero, ¿cómo se define este marco? O, más bien,
¿cuál es la diferencia entre diálogo terapéutico y una conversación cotidiana de lugares comunes?
Podemos decir que la definición misma de relación terapéutica es el marco terapéutico. Una terapia
es una terapia porque está definida por una relación donde las reglas de las relaciones cotidianas
están suspendidas. Lo que hace terapia a una terapia es exactamente la especificidad de las
condiciones de un diálogo no-cotidiano, como veremos en el capítulo 6.

El diálogo terapéutico es, sin embargo, un diálogo cotidiano. Si no lo fuera, lo que sucedería
dentro del marco terapéutico sería real sólo en ese marco y no podría ser transferido “afuera” (en la
vida “real”). Podemos decir que una terapia tiene éxito sólo cuando lo que emerge dentro de ella es
algo transferido hacia la vida fuera de la sala de terapia (el marco terapéutico es un ejemplo,
frecuentemente citado por Bateson en su discurso general sobre los contextos y marcos: Bateson,
1955; ver también Zoletto, 2003).

Sin embargo, el marco terapéutico no nace en el vacío. Los actores del diálogo terapéutico,
terapeutas y clientes, traen a la conversación sus respectivas maneras de encuadrar sus mundos. De
este modo, la terapia es un encuentro de marcos, uno traído por el terapeuta y otro traído por el
cliente, ya que todos los seres humanos viven en un mundo hecho predecible por sus reglas
definidas por un marco, donde la creatividad y la novedad pueden emerger sólo al ir más allá de los
marcos conocidos.

La estabilidad cultural depende de las reglas y marcos compartidos, y si las reglas y marcos
se comparten, no habrá cambio. Si las reglas y los marcos no son compartidos, no puede
haber comunicación. Por otra parte, las dos personas no operan in vacuo, y además es
posible que operando sobre reglas y marcos compartidos, ellos alcancen un punto en el cual
pongan sus pies sobre el ambiente. Las reglas y marcos pueden ser puestos en cuestión. Más
aún, dos personas, operando dentro de sistemas de reglas discrepantes y/o marcos
discrepantes, podrían frustrarse tanto en sus intentos de comunicar que las reglas de una o
ambas personas terminan poniéndose en cuestión [Bateson, 1953].

Aunque la afirmación anterior no se aplica necesariamente si marcos diferentes se


comparten exitosamente. Si no lo hacen, construir reales hipótesis sistémicas se hace imposible.
Durante la formación en terapia sistémica, se les pide a los terapeutas formular hipótesis sistémicas
como un equipo, escuchando a los demás miembros del equipo para pensar en qué patrones
relacionales existen. A menudo lo que emerge no es una hipótesis, sino lo que definimos como
“idea” (por ejemplo: “Yo creo que, en esta familia, el hijo es loco” o “su madre es mala”). Las ideas
se organizan en hipótesis -sistémicas- antes que nada cuando se consideran las relaciones: las
relaciones entre personas, entre personas e ideas, entre diferentes momentos de la vida de la misma
persona, etc. Si no hay conexión o relación, entonces tenemos ideas cerradas (la referencia aún es
de Bateson, 1972). Si el hijo está loco, entonces no hay nada más que decir. Si está loco, entonces la
respuesta más consistente es prescribir medicación psicotrópica. Si la madre es mala, uno debería
hacer una acción legal contra ella.

Es más fácil organizar ideas en hipótesis si desarrollamos la habilidad de escuchar lo que


nuestros interlocutores tienen que decir. De hecho, es imposible organizarlas cuando los
interlocutores son sordos hacia el otro. A menudo vemos estos procesos en el trabajo de equipo de
terapeutas en formación con muy poca experiencia. Más que hipótesis, es fácil escuchar rumores o
fragmentos de virtuosismo, que no son escuchados por nadie más y difícilmente pueden fusionarse
en una hipótesis.

En este sentido, una real hipótesis sistémica es un diálogo. Un terapeuta que construye
hipótesis de manera aislada, depende de su diálogo interno (nuevamente, ver Rober, 2002). Pero el
diálogo interno en sí mismo tiende a ser monofónico más que polifónico. Las diferentes voces del
diálogo interno corren siempre el riesgo de fundirse en una voz única que originará ideas -en el
sentido anterior- más que hipótesis. Aquí, compartir y discutir nuestras propias hipótesis con los
clientes -mientras aceptamos y discutimos las suyas, por supuesto- significa abrir nuestro marco,
aceptar que el lenguaje -el mundo- del otro siempre entrará en el nuestro.

De acuerdo a Bakhtin (1935), el mundo del lenguaje -o, más bien, de los lenguajes- está
caracterizado por una dimensión de dos caras. En cualquier momento y lugar existe una fuerza
centrípeta que lleva al lenguaje hacia la unificación y la uniformidad. Al mismo tiempo, sin
embargo, existe una fuerza centrífuga, que lleva a una condición que Bakhtin llama “heteroglosia”
[raznorecie]:

Una diversidad de tipos de discurso social (a veces incluso diversidad de lenguajes) y una
diversidad de voces individuales (...) -esta estratificación interna [está] presente en cada
lenguaje y en cada momento histórico dado de su existencia histórica [Bakhtin, 1935, pp.
262-263].

La heteroglosia se refiere, por otra parte, a los diferentes lenguajes existentes en el discurso
cotidiano y simultáneamente, al hecho que cada enunciación46 mía, cada acto del discurso, está
moldeado por aquellas fuerzas lingüísticas y tiene diferentes significados dependiendo de los
diferentes contextos en los cuales está enunciado. Esto garantiza la vitalidad de los lenguajes, que
están vivos sólo en el diálogo y podrían morir -dejar de moverse y de ser fructíferos- en la
uniformidad.

Es así como en cualquier momento dado de su existencia histórica, el lenguaje es heteróglota


de punta a cabo: representa la coexistencia de contradicciones socio-ideológicas entre el
presente y el pasado, entre diferentes épocas del pasado, entre tendencias, círculos, etc.,
todas en forma corporal. Estos “lenguajes” de heteroglosia se intersectan entre ellos en una
variedad de formas, formando nuevos “lenguajes” socialmente tipificantes [Bakhtin, 1935,
p.291].

El asunto importante aquí es la “dialogización”, que significa, más que un diálogo ente
personas, un diálogo entre diferentes lenguajes (entendidos por Bakhtin como diferentes
concepciones y experiencias del mundo). Esto constituye no una unidad, sino que una polifonía de
géneros de discurso, donde esto último concierne a diferentes grupos sociales, modos de hablar y
escribir, a los peculiares discursos individuales que dan forma al discurso compartido (Bakhtin,
1935, pp. 288.289; ver también Bakhtin, 1953).

46
Para Bakhtin, la enunciación (vyskazivanie en ruso, utterance en inglés) es la palabra dicha en lo concreto del
diálogo. No la palabra abstracta o gramatical, sino que una palabra vivida, con todas sus estratificaciones de sentido:
histórico, colectivo, personal, etc. Una enunciación sólo tiene sentido en el contexto del diálogo, está legitimada y
obtiene sentido sólo a partir del tejido de otras enunciaciones (ver Holquist, 2002). Por sus consecuencias concretas
en el diálogo, la enunciación es similar al concepto de acto lingüístico de Austin (1962).
Podemos definir nuestra terapia como “dialógica” sólo si la conversación adquiere las
características de diálogo, como delinea Bakhtin (ver también Seikkula, 2003): es decir, una
cohabitación polifónica de diferentes discursos y diferentes visiones desde las cuales puede
emerger, posiblemente, una nueva visión -un nuevo lenguaje- donde la diferencia de discursos es
aceptado en cualquier caso.

Usualmente los clientes están bloqueados en una situación similar a la del equipo terapéutico
que es incapaz de dialogar. El terapeuta puede facilitar la conexión de ideas, no sólo trabajando la
relación en torno al cliente, sino que también su diálogo interno (o su habilidad de tener un diálogo
interno). Para un cliente que está bloqueado en sus ideas y explicaciones, las hipótesis organizan
dichas ideas a través de un diálogo con el terapeuta, permitiendo además el desarrollo del mundo
interno propio del cliente. Esto probablemente significa que compartir hipótesis con los clientes es
necesario en la terapia sistémica individual, ya que el cliente es el único interlocutor posible y él
podría curarnos del solipsismo, una enfermedad profesional que es un riesgo para todos los
terapeutas.

La heteroglosia de Bakhtin, abandona el discurso solipsístico, en tanto es un modo de


imaginar un intercambio de marcos imaginado por Bateson. En otras palabras, la fertilización
cruzada de lenguajes (de mundos, de acuerdo a Nelson Goodman, 1978), nos permite escapar de la
inmovilidad inherente en nuestro -necesario- vivir dentro de un marco y es un intercambio donde
las visiones de mundo pueden ser recíprocamente puestos en cuestión.

Aunque en distintas esferas, Bateson y Bakhtin ponen un problema similar: es decir, ¿cómo
podemos evadir la tendencia a la uniformidad y repetición? Una solución es el diálogo. Esta es la
razón porque las hipótesis, parte constitutiva del diálogo terapéutico, deberían entrar explícitamente
en la conversación. Porque es necesario que las visiones y experiencias del mundo del terapeuta y el
cliente puedan encontrarse, quizás incluso chocar y llevar adelante la emergencia de novedad, no
completamente guiada (sujeta a propósito conciente) por uno o el otro (para una crítica al propósito
conciente, ver Bateson, 1968a, 1968b; Harries-Jones, 1995). De este modo, el “no saber” puede
volverse un “saber juntos”.

Nos gustaría, en este momento, dar un ejemplo de cómo las hipótesis pueden entrar en el
diálogo terapéutico con un cliente individual.
Diana, o la madre incomprensiva

“Diana”, de 33 años, es una arquitecta que trabaja para el sector público. Hija única, soltera,
vive con sus padres47, tiene un novio oficial, “Maurizio”, aunque ha tenido varios affaires con otros
hombres. Ella ha estado en terapia por casi un año48, debido a lo que ella define como su inhabilidad
de sentir emociones, de ser profundamente movida por algo, de sentir sus propios deseos. Más de
una vez, ante la pregunta del terapeuta de “¿Qué es lo que realmente quiere usted?”, ella responde
“no lo sé, si supiera, no estaría aquí...” Ella es una “buena cliente”, siempre puntual a la sesión, pero
se muestra siempre tensa porque, según ella, no tiene absolutamente nada que decir. Durante la
terapia, el terapeuta ha abordado su anestesia emocional, conectándola con la relación con sus
padres, una pareja que ella percibe como fría e inestable, que necesita su presencia calma y sin
emociones.

Durante un encuentro, en una fase avanzada de la terapia, Diana llega trayendo algunas
notas. A través de la palabra escrita, ella quiere recoger algunos eventos o pensamientos relevantes
que le han sucedido. Siente que está titubeando entre diferentes sentimientos y está asustada de
olvidar, dentro de la sesión, algo que haya sentido en otra ocasión.

Diana pone algunos temas en la mesa. Tiene que decidir si aceptar una casa para arrendar o
ir a vivir con Maurizio, que parece no estar convencido, como es usual. Diana acentúa su dificultad
general para tomar decisiones. Aflora su sentimiento de inestabilidad, junto con sus reflexiones
sobre su relación con el novio y el sentimiento de que hay una conexión entre su reacción, las
proposiciones de Maurizio y su experiencia pasada con sus padres. Esta no es una hipótesis
totalmente definida (más bien, es una leve idea que siente). El terapeuta la presiona para que haga
una descripción más detallada con una serie de preguntas concretas, precisas y que a veces la
acorralan. Al responder, Diana encuentra un camino hacia la concretitud y la decisión. En el
diálogo, algunos hechos precisos quedan claros, pero, al mismo tiempo, Diana se fortalece. Después
de un rato, Diana vuelve a uno de los temas que trajo al inicio de la sesión: la relación con sus
padres. Ella toca el tema, pero de otra manera. No está diciendo nada adicional de sus padres de este
modo, al igual que con Maurizio. El tema nuevo es la “elección”. Ahora ofrecemos una
transcripción de una larga parte de la sesión, dejando los comentarios para más tarde.

Diana: Bueno, yo estaba pensando en una imagen de mi niñez. Hay escenas que recuerdo
con mi madre. Mi madre tiene tres hermanas, así que crecí con mis primos, sus sobrinos.
Recuerdo...bueno, no es una cosa de clase, pero cuando había un cumpleaños, se hacía una fiesta

47
Esta situación es bastante común en Italia, donde se llevó a cabo esta terapia y no debería considerarse una
anomalía, como probablemente ocurriría en muchos otros países.
48
En este caso, nuevamente soy el terapeuta.
pequeña y mi madre tenía esta habilidad de hacer que a mí me tocara siempre algo diferente a las
demás personas, los regalos, la fiesta. Y yo odiaba no ser igual a mis primos. A veces odiaba su sola
presencia, una verdadera mamá gallina, aunque yo estuviera con mis tías, mis primos, cuando
estábamos por ahí. Recuerdo unos pantalones rojos que mi madre le dijo a una de mis tías que
comprara para mi cumpleaños porque a ella le gustaban. Y yo me preguntaba porqué no podía
recibir las mismas cosas, los mismos regalos que mis primos. Este sentimiento de ser diferente,
porque mi madre...

Terapeuta: es decir...las mismas cosas, por ejemplo, ¿qué?

Diana: Juguetes, nada especial. Pero el hecho es que mi madre me hacía sentir diferente
porque ella decía que tenía que darme pantalones rojos en vez de...otras cosas. Era irritante, estoy
empezando a pensar en esos años, ahora. Ella parecía estar convencida que me conocía, no lo sé...

Terapeuta: Siento que su madre, en vez de estar convencida que la conocía, estaba
convencida que sabía mejor que usted lo que era bueno para usted. Este es el factor común en los
tres episodios que usted me contó [en las sesiones anteriores]. En todos ellos era lo mismo: Yo sé
que es mejor para usted que no te vuelvas una nadadora profesional, yo sé que odias estudiar todos
los días y yo sé qué color de pantalones te gusta.

Diana: ¡Claro! Es una continua… [pausa].

Terapeuta: Aparentemente, aparte de cómo era su madre como persona realmente, lo que
dejó en su memoria es esto de no ser capaz de entenderla Y del mismo modo, estar convencida que
ella podía entenderla a usted perfectamente, que podía decidir en lugar de usted. Por otra parte, cada
vez que usted piensa en esto, usted se enoja con su madre, por otra parte...

Diana: hay una foto de nosotros dos en el sillón y aún recuerdo lo nerviosa que estaba
porque no quería sacarme esta foto. Mi madre, en cambio, amaba tomarse fotos en la playa, o en
cumpleaños, etc. Recuerdo haber hecho un comentario sobre esto algunos años atrás, cuando
estábamos buscando estas fotos, tomadas cuando tenía 6 o 7: “Mamá, ¿sabes cómo odiaba ser
fotografiada?” Cuando digo esta clase de cosas, ella siempre se aparta porque no entiende. No
entiende y no ve lo que quiero decir y me pregunto si soy yo la persona incapaz de comunicar mi
opinión, mi consejo. Quizás lo acepté todo, me quedé callada y ella tenía una buena razón para creer
que yo estaba de acuerdo. Esto es; esta es la razón porque la rabia siempre se dirige hacia ella,
porque ella pensaba en cosas y creyendo que conocía mis gustos, o...y, por otra parte, la rabia hacia
mí misma, porque cuando este tipo de cosas pasan en el trabajo, después yo me digo a mí misma:
“¿Por qué no lo dijiste, por qué no lo hiciste, por qué no lo expresaste?” Pero yo sé que estoy
pegada en una especie de bloqueo interno y no puedo.

Terapeuta: Aquí el factor común entre lo que me cuenta de su pasado y lo que me cuenta del
presente es que usted está bloqueada. Están estas cosas y usted no habla por sí misma. En el pasado,
no escucho tanto su voz, escucho la de su madre.

Diana: Claro y es lo mismo hoy. Lo que siento es que si me las arreglo para decir algo,
usualmente lo murmuro. No hablo fuerte, pido aprobación. Sí, generalmente este es mi actitud. No
puedo discutir, yo murmullo. Incluso cuando sé que la otra persona está equivocada, si me dice:
“No, es así y así y así”, no puedo. No digo que no tenga la fuerza, pero...no sé que me falta dentro.
Esto crea algunos problemas en el trabajo, porque después me dicen: “¿Por qué no le dijiste?” Hay
cosas que yo debería decir, pero...no me salen.

Terapeuta: ¿Por qué no puede reaccionar contra su madre? No le tenía miedo a su madre,
siento yo. La cosa es diferente. Estaba pensando que (le diré qué es lo que imagino, después usted
me dirá si tiene sentido)...Estaba tratando de juntar esto y lo que me dijo sobre su familia al inicio
de su terapia: todo estaba alrededor de su padre, él era la figura perturbadora para usted....Ahora,
¿Por qué su padre dificultó las cosas, más a su madre que a usted? Mi idea es, si usted tuviera que
proteger a su madre a toda costa, entonces no podría confrontarla de ningún modo.

Diana: ¡Pero eso sucedió después!

Terapeuta: ¿Cronológicamente después?

Diana: Si, claro, porque ahí... hoy estamos hablando de la escuela básica, quizás de quinto o
sexto grado.

Terapeuta: ¿En la escuela primaria no existía esta cosa con su padre?

Diana: No, a veces mi madre se quejaba de algo, pero no era nada especial. Mi padre se
volvió una carga después, a partir de noveno grado hasta la escuela secundaria. Mis padres me
dieron problemas en distintos momentos.

Terapeuta: En distintos momentos. Sin embargo, siento que usted ha apoyado de alguna
manera a su madre, a pensar que estaba en lo correcto. Era un tipo de deber absoluto.

Diana: No. Es sólo que mi madre ha sido siempre más práctica, así que cuando mi padre un
poco perdió la cabeza, fue más fácil para mí colgarme de ella, porque sentía que ella podía
mantener todo unido. Quizás siento la rabia ahora que las cosas están más tranquilas, así que estoy
más distanciada, ya no la veo más en este rol.

Terapeuta: Quizás esta cosa, de tener que mostrar su solidaridad con su madre, debido a la
desorientación de su padre, la previno a usted de rebelarse contra ella después. Usted nunca se
mostró rebelde en la adolescencia. No quiero decir que usted debería haberlo hecho, pero mucha
gente se rebela en su adolescencia. Usted tenía sus razones para no hacerlo. Usted se rindió como
niña, como niña joven a los quince no se podía enojar porque no quería agregar más problemas...

Diana: Sí, probablemente no quería agregar más problemas...

Terapeuta:...o no podía. Creo que no fue una decisión de su parte. Como si usted sintiera que
no podía hacerlo. Como si desapareciera de su conciencia, nunca ocurrió que usted se pudiera
enojar con su madre porque ella era muy coercitiva.

Diana: Diría que ni siquiera pasó por mi cabeza en ese momento. Es terrible.

Terapeuta: No pasó por su cabeza, quizás, porque en ese momento era tan vital que usted y
su madre se colgaran una de la otra...yo imagino que no fue que usted se colgó a su madre, es que
ustedes dos se colgaban la una de la otra. Me dio la impresión de que usted no veía a su madre
como una roca para agarrarse, sino que las dos eran como dos troncos intentando mantenerse a flote
en un río torrentoso.

Diana: En cierto sentido es así. No lo elegí. Quizás, hoy en día, después de todos estos años,
esas memorias vuelven a aparecer y son más fuertes. Si las cosas hubieran sido diferentes cuando
llegué a la adolescencia, hubiera empezado a hacerme valer...me dije a mí misma: “¿Para qué sirve
decir algo?” ya que ella no entendía nada...así que lo acepté. Pero ahora empiezo a recordarlo todo...

Terapeuta: Sí, pero por lo que usted dice, después de un tiempo ella se volvió una seguridad
muy fuerte, un punto de referencia demasiado fuerte. Es como si usted dijera, “Ella era una
seguridad demasiado fuerte y de alguna forma me llevó a perder mis objetivos personales. Ya no sé
donde están mis puntos de referencia”.

Diana: Claro.

Terapeuta: Es más o menos así. Creo que, para usted, el problema es hacer las paces con la
madre que usted lleva adentro. La madre real que usted tiene ya no es tan parecida a la madre del
pasado...y quizás la madre que usted lleva dentro nunca fue tan parecida a la madre que tenía en
realidad. Pero tiene que arreglar las cuentas con aquella, la que lleva dentro.
Diana: ¿Cómo puedo hacerlo?

Terapeuta: Ya lo está haciendo. Creo que es un proceso lento, no puede pensar que un día
recordará algunas cosas y esas cosas de pronto desaparecen y usted ya está cambiada. No es así.
Usted puede ver cómo, ahora, usted descubre gradualmente o re-descubre cosas que no eran para
nada obvias. Le tomó algo de tiempo hacer que aparecieran.

Diana: Algunas memorias, a veces. Pero no es una carga, quizás...

Terapeuta: Quizás usted no podía ver que esas memorias tenían fuertes vínculos con lo que
le está pasando ahora. No son sólo memorias, son memorias que le muestran algunas facetas de
usted misma que aún están ahí. Más que memorias, son maneras de ser con otras personas que aún
debe superar y que no son muy fáciles de superar. Quizás algún día usted será capaz incluso de
hablar eso con su madre.

En este diálogo, el terapeuta tiene que re-organizar su hipótesis. Al inicio, después de los
primeros dos intercambios, él intenta organizar los datos que ha recogido en las sesiones anteriores,
para dar algo de sentido al comportamiento de la madre, las respuestas de Diana y a los
sentimientos del presente. Ya que las primeras respuestas de Diana son tranquilizadoras, él avanza
para construir sobre ellas. En esta etapa, el terapeuta coopera con Diana para mejorar la hipótesis.
La idea es que la voz de la madre se volvió tan ruidosa que sofocaba la de Diana, llevándola de este
modo a su incerteza básica sobre sus propios sentimientos. El terapeuta es bastante directo al poner
su hipótesis: “En el pasado, no escucho tanto su voz, escucho la de su madre”. Diana no sólo acepta
la hipótesis, sino que continúa y la enriquece. Entonces, el terapeuta propone (aunque de manera
tentativa): “Le diré que es lo que imagino, después usted me dirá si tiene sentido”. Aquí emerge una
nueva hipótesis, para explicar por qué el blanco de Diana, en la primera parte de la terapia, ha sido
el padre. Esta vez, Diana contradice la hipótesis. El triángulo hipotetizado por el terapeuta -Diana
que confrontó a su padre para obtener apoyo y amor de su extremadamente demandante madre- no
la persuade. El terapeuta, ahora, debe buscar nuevas ideas como parte de la hipótesis, para que
Diana pueda descubrir la suya propia, algo diferente, algunos elementos nuevos para ayudar a Diana
a construir una hipótesis que le haga sentido. En este punto, el terapeuta y el cliente están
trabajando juntos, cada uno agregando pequeños trozos de ideas. Al final, se ponen de acuerdo una
vez más en una hipótesis relacional nueva. Entonces el terapeuta la modifica levemente para,
retrospectivamente, darle a Diana un rol más activo y competente frente a una madre menos
poderosa y terrible. Ahora Diana puede elegir qué decidir, si hablar o estar en silencio, si buscar su
paz o no. Y el terapeuta le sugiere que ya empezó a elegir re-descubrir sus memorias y darles
nuevos significados.
Responsabilidad

Hemos hablado, hasta ahora, mayormente sobre terapia individual y es claro que el contexto
de un terapeuta frente a frente a un cliente individual favorece las hipótesis dialógicas. Pero
creemos que también en el contexto más complejo de la terapia familiar, donde un equipo encuentra
una familia, las hipótesis pueden entrar en el diálogo. Esto implica un proceso polifónico, un
requerimiento de humildad de parte del equipo -no sólo del terapeuta activo- y la renuncia definitiva
de una omnipotencia terapéutica. Si los clientes son expertos de sus propias historias, entonces ellos
son interlocutores privilegiados para construir hipótesis sobre estas historias.

El último punto crucial implica que el terapeuta debe estar conciente, dentro de este proceso,
de su responsabilidad (Bianciardi & Bertrando, 2002), de su posición ineludible dentro de un
sistema de poder (Foucault, 2003; White, 1995; para un análisis en terapia dialógica, ver también
Guilfoyle, 2003), de sus prejuicios (Cecchin, Lane & Ray, 1994). Aquí, existe una diferencia
sustancial entre terapeuta y cliente. Este último puede perfectamente no ser conciente de estas
dimensiones, en especial al inicio de la terapia. Sin embargo, el trabajo dialógico alrededor de sus
hipótesis y las del terapeuta pueden hacerlo conciente de prejuicios, posiciones y emociones que no
veía de antemano, que no daba por sentados o no comprendía totalmente.

Esto significa que el terapeuta es éticamente responsable por todo lo que él trae al diálogo y
que el hecho de participar en él en condiciones de igualdad no borra su responsabilidad. Por el
contrario, la incrementa, ya que el terapeuta es responsable por la realidad misma que tiende a
construir en el diálogo y por su rol dentro de él. La responsabilidad del terapeuta en el proceso
dialógico puede ser la de mantener abiertas muchas hipótesis diferentes, para evitar explicaciones
lineales simples, así como el introducir la idea de que muchas posibilidades existen en el relato de
la propia historia, manteniéndose abierto para discutir y aceptar las respuestas del cliente frente a
estas propuestas.
CAPÍTULO CINCO

Terapeutas y clientes
¿Cómo podemos ver a nuestros clientes (tanto en el sentido perceptual mismo de la palabra
como en el sentido figurado)? Otra pregunta aparentemente inocua que puede, sin embargo, tener
respuestas interesantes, ya que sólo podemos ver cosas y personas desde nuestro punto de vista.
Nuestra visión es siempre parcial. Esto es lo que Maturana probablemente quería decir cuando
afirmaba que “todo lo dicho, es dicho por un observador” (Maturana & Varela, 1980): todo lo que
yo diga, lo digo desde mi propio punto de vista.

Por supuesto, la ciencia tenía que trascender el punto de vista individual para levantar y
establecer otro tipo de punto de vista -el demonio des-encarnado y omnisciente de Maxwell- un
punto de vista que pueda abarcar virtualmente todo y que, como tal, no sea parcial ni humano49.
Pero en mi vida cotidiana aún puedo decir que la visión científica es sólo un punto de vista (uno que
es más relevante que muchos otros), pero de todos modos un punto de vista.

La perspectiva del observador, popularizada por teóricos constructivistas (ver Maturana &
Varela, 1980; von Foerster, 1982), tiende a enfatizar con demasiada fuerza la unicidad de mi punto
de vista y a pasar por alto otro lado del posicionamiento, uno sí considerado por Bakhtin (1923),
quien sostiene que, dado mi punto de vista es necesariamente limitado, para lograr trascenderlo, ir
más allá de esta limitación, necesito otra perspectiva: la perspectiva de otro (del Otro). Esta es una
de las razones de por qué la psicoterapia es relevante para la gente (al menos para algunos) del
mismo modo que la supervisión para el terapeuta: porque en terapia como paciente estoy
constantemente enfrentado con otra perspectiva, otra posición y al mismo tiempo esta persona lucha
para darme -o darnos- algún sentido, en mi exclusivo interés (de paciente).

El punto de vista del terapeuta, su propia posición, es tal que le es imposible completar la
experiencia de la otra persona, del cliente, agregando así algo que siempre ha estado fuera de su
alcance. En palabras de Bakhtin:

En la vida también hacemos esto a cada momento para estar seguros: nos evaluamos a
nosotros mismos desde el punto de vista de los otros y a través de los otros intentamos
entender y tomar en cuenta lo que es trasgresor para nuestra conciencia (...) Tomamos en
cuenta el trasfondo a nuestras espaldas, es decir, todo lo que no vemos en nuestro alrededor,
que no sabemos directamente y que no tiene validez axiológica directa para nosotros,
49
“La cognición construye un mundo unitario y universalmente válido, un mundo independiente en todo sentido de la
posición concreta y única que es ocupada por uno u otro individuo” (Bakhtin, 1923, p.23)
aunque sea visto, conocido y tenga validez para otros (...) después de vernos a través del
otro, siempre volvemos -en la vida- nuevamente a nosotros mismos y, al final, por así
decirlo, un evento recapitulativo ocurre dentro de nosotros mismos en las categorías de
nuestra propia vida [Bakhtin, 1923, pp. 15-17].

La persona que sufre no vivencia la completitud de su propia expresividad exterior en


acción; sino que la vivencia sólo parcialmente y entonces, en el lenguaje de su sensación
interna de sí mismo. Esta persona no ve la tensión agonizante de sus propios músculos, no
ve la postura completa, plásticamente consumada, de su propio cuerpo, o la expresión de
sufrimiento de su propio rostro. No ve el claro cielo azul contra el trasfondo donde su
imagen exterior sufriente se delinea para mí [Bakhtin, 1923, p. 25].

Para ver este “claro cielo azul”, el contexto de mis propias acciones, necesito a otra persona
en diálogo conmigo. A veces incluso necesito un terapeuta. Esta es además la razón por la cual
puede ser útil una simple pregunta para dar a una persona un sentido de su posición en el mundo:
“Si usted fuera otra persona (un amigo, un conocido, un miembro de su familia), ¿qué diría, desde
el punto de vista de otra persona, sobre usted mismo?”. A veces, los clientes se encuentran en ellos
mismos algo que no podían ver antes. Para el terapeuta, una pregunta equivalente sería: “Si se pone
usted en los zapatos del cliente e intenta pensar y sentir como su cliente, ¿Qué tendría que decir
sobre su terapeuta?” Al mismo tiempo, la utilidad misma de estas preguntas, muestra cuán
importante es para mí el tener acceso a un punto de vista diferente del propio (incluso uno ficticio),
si quiero tener algún sentido de mi propia posición50.

Desde una perspectiva sistémica, un terapeuta es una persona incluida en lo que llamamos
sistema terapéutico. Para mí, el sistema terapéutico, en todo sentido, guía todo lo que es relevante
en una terapia que se está llevando a cabo: personas, instituciones, ideas, sistemas sociales,
cuestiones financieras, etc. Estoy en una posición específica en ese sistema, lo cual no influencia
sólo lo que veo y hago, sino que además los efectos que mis actos tienen en los otros. Pero, por
supuesto, mi punto de vista es limitado. Y es por esto que yo, como terapeuta, no puedo engañarme
a mí mismo al imaginar que sé todo sobre un cliente (o que realmente sé algo de él). Puedo conocer
sólo lo que mi posición me permite conocer (y hacer sólo lo que mi posición me permite hacer).
Esta es la razón porque es tan importante para un terapeuta el tener una comprensión de su posición.
Y esto es el motivo porque la supervisión es útil: no porque el supervisor sea un portador de un
conocimiento superior, sino porque un supervisor -un individuo o un grupo- puede dar al

50
“En este sentido, uno puede hablar de la necesidad absoluta de un ser humano de un otro, de la visión del otro, su
recuerdo, su auto-actividad agrupante y unificante -la única auto actividad capaz de producir su personalidad
aparentemente acabada” (Bakhtin, 1923, pp. 35-36).
supervisado esa mirada externa que necesariamente carece. Así es que comenzaré con una
supervisión.

Luisa, o spaccare il capello in quattro51


La supervisión es solicitada por una colega joven, que hizo su formación en nuestro centro.
Se trata de una familia de tres, el padre, empleado de 45 años, la madre, peluquera de 43 y su hija
única, “Luisa”, de 18. Esta no es la primera supervisión para el caso, ya que hace al menos dos años
Luisa había estado mostrando una visible tricotilomanía de gravedad variable. A pesar de esto, ella
había sido capaz de mantener su conducta invisible para las personas externas, llevando su pelo
peinado y largo para minimizar el impacto del pelo que se ha arrancado. Ninguno de sus conocidos
-ni siquiera su novio- ha mencionado jamás nada sobre esto: es un hecho llamativo.

En cuanto a la familia, mi supervisada menciona una cierta frialdad entre Luisa y su madre.
La hija percibe pocas demostraciones afectivas de parte de la madre, una incapacidad para crear
contacto real con ella. Por otra parte, ella se ha -metafóricamente- enamorado de su padre hasta una
adolescencia relativamente avanzada, aunque su relación parece menos cercana en el presente.

La terapia comienza con los padres -predeciblemente- fijados en la idea que Luisa tiene que
dejar de arrancarse su pelo. La terapeuta, siendo sistémica, constantemente tiende a focalizar su
atención sobre patrones relacionales dentro de la familia. Además de la interacción emocional, la
terapeuta trabaja con la aparente dificultad de los padres en disciplinar a Luisa. Por ejemplo, la
amenaza de suspender sus vacaciones si le iba mal en la escuela fue rápidamente convertida en unas
vacaciones un poco menos atractivas, aunque los resultados de la escuela no satisfacían a los
padres. De acuerdo a una de las hipótesis iniciales de la terapeuta, Luisa sufría por el enredo
emocional de la familia, gozaba de una posición de poder que le daba el síntoma y al mismo tiempo
se mantuvo siendo controlada y contenida por sus padres de una manera más eficaz.

De a poco, la terapeuta empieza a sentirse bloqueada. Cuando trajo a la familia a supervisión


por primera vez, una hipótesis sobre la relación terapéutica emergió de nuestra interacción: que la
familia había aprendido a comportarse bien en terapia -a hacer feliz a la terapeuta- trayendo temas
interesantes y envolventes, pero que este fenómeno se limitaba al setting terapéutico, sin afectar sus
vidas fuera de la sala de terapia. Después de la supervisión, la terapeuta propone la idea a la familia.

51
Nota del traductor: “Spaccare il capello in quattro” en italiano o “Splitting hairs” en inglés se refieren a discutir
sobre pequeñas diferencias o detalles irrelevantes. En castellano corresponde a “buscarle la quinta pata al gato” en
sentido figurado (Según la RAE: “Buscar soluciones o razones faltas de fundamento o que no tienen sentido”).
La reacción de los padres fue una vuelta inmediata al tema del control conductual y al problema de
Luisa arrancándose el pelo, giro que la misma Luisa acepta (previamente solía decir que sabía por
qué se arrancaba el pelo, pero no quería hablar de ello y que además ella era capaz de parar en
cualquier momento, si así lo quisiera). En la sesión previa a la segunda supervisión, ella declara, en
cambio: “No puedo hacerlo sola, necesito que de alguna forma mis padres me chantajeen”,
queriendo decir que sus padres deberían forzarla a no arrancarse el pelo, amenazándola.

Frente a esta situación, la terapeuta hace una pausa y trae el caso de nuevo a la supervisión.
Es entonces que emerge una discrepancia entre nosotros: ella considera esto un cambio relevante
por parte de Luisa; yo soy más escéptico, ya que Luisa piensa que aún puede parar de arrancarse el
pelo en cualquier momento, con algo de ayuda de sus padres, visión que es compartida por la
terapeuta, mientras yo entiendo esto sólo como una convicción de Luisa, porque pienso que
probablemente no podría detenerse aunque lo quisiera. Esta diferencia tiene obvias influencias en
las decisiones posibles: yo prefiero mantener a la terapia independiente del cambio conductual, la
terapeuta prefiere ligar ambas cosas.

“Si te quedas pegada en esta idea”, le digo, “si tu aceptas la afirmación de Luisa de 'me
detendré sólo si mis padres me confrontan con una fuerte prohibición' y entonces ella no se detiene,
tú, habiendo expresado confianza en esta posición, pierdes autoridad frente a ellos”. “Es cierto”, ella
contesta, “pero si yo, como terapeuta, digo que no estoy interesada en estos hechos, estoy siendo
negligente con lo que me están trayendo, después de haberles dicho que ellos no me traían hechos
significativos”.

En este punto, propongo una posible ruta de escape para el impasse: “Una posibilidad es que
tú aceptes la idea de Luisa, que los padres tienen que idear un tipo de castigo, o quizás quitar algún
premio, algo relevante que puedan decidir entre ellos (posiblemente también con el acuerdo de
Luisa). Entonces tú, como su terapeuta, puedes llevar sola la carga de la vigilancia, de asegurarse
que todos hagan lo que tienen que hacer: Luisa intentando parar de arrancarse el pelo, los padres
castigándola si no lo intenta”. Ella me recuerda: “la última vez que ellos decidieron cambiar el lugar
de las vacaciones, yendo a un lugar que se suponía era menos atractivo para Luisa, ella igual pudo
pasarlo bien de todos modos”. “Depende de ellos -de los tres- decidir un castigo que sea
satisfactorio para todos y ponerse de acuerdo en eso”. Ella me objeta nuevamente: “Pero si tuviera
que hacerlo, significa que nuevamente los padres no pueden hacerlo por sí solos. Estaría
perpetuando una de las quejas principales de Luisa, que los padres no son capaces de disciplinarla”.
“Verdad, pero por otra parte, ellos no han tenido éxito hasta este momento, y es improbable que lo
hagan ahora. Es más, tú no decides el castigo y tú no haces las cosas en lugar de tus padres: tú sólo
te aseguras que cada uno actúe del modo que decidió. Si al final ellos no pueden aceptar tu
propuesta, tienes una línea de investigación muy interesante: ¿Por qué no son capaces de hacer
exactamente lo que todos dijeron que querían hacer?”.

Ahora mi hipótesis es: Si Luisa, bajo presión, es capaz de parar de arrancarse el pelo, ella
tiene que reflexionar sobre la relación con sus padres y su supuesta independencia. Si no es capaz,
está en la posición del alcohólico que finalmente tiene que admitir que es un alcohólico. En el
lenguaje de Alcohólicos Anónimos, ella tiene que tocar fondo y así ahora poder comenzar a re-
ascender, con el problema de la voluntariedad para siempre removido (frente a ella y sus padres). Si
los padres no son capaces de mantener el castigo, ellos tienen que reflexionar sobre su habilidad
para ser respetados por su hija.

La terapeuta agrega: “Podemos hacer un experimento a partir de esto, para determinar si


Luisa es capaz, con algo de ayuda externa, de dejar de arrancarse el cabello. El único problema que
veo en este experimento es que no es fácil determinar si dejo de hacerlo o no, ya que el síntoma no
es tan grave, pero ha seguido con él por dos años. Necesitaríamos a un dermatólogo...” “¿Por qué
no? Esta puede ser una buena idea. Un dermatólogo sería un profesional perfecto para evaluar las
condiciones experimentales. Esto agregaría algo a tu idea del experimento y al mismo tiempo
eliminaría, de una vez por todas, la idea que aquí hay un resultado por obtener: la conclusión del
experimento es determinar si ella puede parar o no y esa será la información relevante para todos
los involucrados”.

Es también una prueba sobre la relación terapéutica. ¿Los miembros de la familia son
capaces de aceptar una actitud definida de parte del terapeuta? En el presente existe una analogía -
un isomorfismo- entre la posición de Luisa en relación a sus padres y la posición de toda la familia
en relación al terapeuta. En ambas situaciones el requerimiento es: “Oblígame a hacer algo”, pero al
que se le pide tomar una actitud autoritaria se le niega la autoridad o simplemente no puede
ejercerla, mientras la otra parte tiene dificultad para seguir órdenes. Esta propuesta -que no se
entiende como una prescripción, sino como una sugerencia- puede al menos introducir la idea de
que es posible tomar esa actitud. De todos modos, la terapeuta no pierde su credibilidad si Luisa
continúa con su conducta, porque es un experimento para entender lo que sucede. De este modo, la
terapeuta además puede ser sincera al establecer su posición real: la duda. Realmente no sabe si
Luisa es capaz de parar y eso es exactamente lo que dice.

Calificar esto como un experimento significa también que, para Luisa, esta no es la enésima
vez que sus padres le piden que haga algo. Luisa reclama a sus padres porque ellos exigen
demasiado: que le vaya bien en la escuela, que sea bella, que sea perfecta; de alguna manera su
madre, más que nadie, quiere que sea perfecta y le hace patente su imperfección: la madre es una
peluquera después de todo y sufre mucho por el pelo de Luisa, tanto que, cuando caminan juntas,
está siempre asegurándose que su hija no sea observada por los demás. Así que si esta fuera sólo
otra petición de parte de los padres, podría ir contra lo que la terapeuta y yo hipotetizamos como un
deseo profundo de Luisa: que nadie espere que ella haga algo. De esta manera, es la terapeuta la que
pide que todos hagan algo, incluyéndose ella misma, lo que implica un cambio de nivel.

Todo esto para establecer unos cuantos puntos: Dentro de la supervisión la terapeuta trae,
antes que nada, su propia posición. Cualquier información interesante no tiene que ver sólo con la
familia, sino que con el posicionamiento del terapeuta y la familia. Aquí la posición de la terapeuta
es más cercana a la de Luisa, quien cree que su conducta está totalmente bajo su control voluntario
y también a la del supervisor, quien sostiene que Luisa no puede influenciar su conducta a voluntad.

Segundo, el proceso de supervisión es una reflexión en acción sobre la posición de la


terapeuta. Lo que buscamos juntos no es algún movimiento interesante para desbloquear la
situación, sino que, más bien, entender cuál es la posición que la terapeuta cree que tiene, y tratar de
inventar alguna conducta que pueda ser útil para moverse de esa posición. Poco a poco aprendimos
que el impasse ocurrió en parte porque la terapeuta intentaba ir por caminos que se sabía que
estaban bloqueados y en parte porque se confinaba a sí misma a una posición al interior del sistema
familiar. Es como si sus ideas, sus premisas, incluso su manera de hablar, estuviera profundamente
influenciada por la familia, de modo que no es capaz de mirarse a sí misma desde fuera del sistema
familiar. El dialogo terapéutico se ha vuelto estático porque esta posición interna no le permite
introducir perturbaciones o discursos que puedan gatillar algún cambio. Aquí, la supervisión misma
puede mostrarse útil porque trae al terapeuta de vuelta al exterior de la familia: es un diálogo
externo en el que diferentes puntos de vista pueden ser explorados.

Al mismo tiempo, deben considerarse las respectivas posiciones del supervisor y los
supervisados. Hay un cambio en mi propia actitud en el transcurso del proceso de supervisión. Al
principio tenía la idea de efectivamente dar una especie de prescripción a la familia; el diálogo con
la supervisada me hizo cambiar de idea, desde una prescripción a una sugerencia, aceptando
concientemente la idea de la supervisada sobre el experimento. Reflexionando sobre mi propio rol
en el proceso, puedo ahora hipotetizar que por un instante me volví el que intentaba tomar el rol
autoritario, pero al hacerlo, dejaba mi posición como supervisor y me convertía en un miembro del
restringido sistema terapéutico (“un miembro de la familia”, de acuerdo a la celebrada metáfora de
Selvini Palazzoli, Boscolo, Cecchin & Prata, 1980b).

La supervisión es, en términos de Tom Andersen, un metadiálogo, un diálogo sobre otro


diálogo (Andersen, 1987), referido al desarrollo del diálogo entre terapeuta y familia. El meta-
diálogo pone al terapeuta en una posición externa, desde donde es más fácil explorar los tipos de
significados producidos con los clientes (y, al mismo tiempo, mirar su propia posición en relación a
los clientes). Echemos un vistazo al modo en que este proceso se desarrolla.

Desarrollando una posición


Aunque no es un hecho universalmente reconocido, la terapia sistémica ha puesto mucha
atención a la posición del terapeuta, al menos durante los últimos años del equipo original de Milán.
El equipo completo ha estado, desde el inicio, en extremo interesado en la figura y posición del
terapeuta52. Ellos exploraban, sobre todo, la posición del terapeuta en relación a los clientes dentro
de la sala de terapia (Selvini Palazzoli, 1980a) y en relación a sus colegas como personas de
referencia (Selvini Palazzoli et al., 1980b). En el primer caso clínico presentado en el libro Milan
Systemic Family Therapy (Boscolo et al., 1987), el cuarteto original sorprendía a sus colegas del
New York Ackerman Institute cuando, en vez de hipotetizar sobre la familia que estaban viendo,
comenzaban a hipotetizar sobre ellos mismos y su relación con la familia y el instituto.

El primer problema en cuanto a la posición del terapeuta sistémico se refiere a la bien


conocida cuestión de la neutralidad. De partida, ¿Por qué uno debería ser “neutral”? ¿Por qué evitar
metodológicamente ese involucramiento en el proceso familiar, esa actitud fuerte -heroica- que era
parte de la tradición sistémica, casi como la confianza en la relación, y que ha sido tan ampliamente
teorizada y practicada, entre muchos otros, por Salvador Minuchin (1974)? Si la neutralidad es
considerada como lo opuesto de la “ingeniería social”, de la idea de empujar a los clientes hacia
determinado fin por parte de un terapeuta -o un equipo- que “sabe más”, entonces la neutralidad
misma contiene el germen de una actitud postmoderna, con la sugerencia que el terapeuta no
debería intentar influenciar deliberadamente a los clientes.

Por otra parte, ser realmente neutral es imposible, especialmente dentro de una visión que
enfatiza al terapeuta como parte del sistema terapéutico: si soy parte del sistema, entonces, para ser
neutral, debería ser neutral hacia mí mismo, mis ideas y mis emociones también (una posición que
no podría nunca tomar, estando tan unido a mis opiniones y sentimientos). Una solución bastante

52
Esto se debía probablemente a sus raíces psicoanalíticas, como muestran los conceptos mismos de circularidad y
neutralidad: la circularidad, que se refiere a cómo el terapeuta usa el feedback de la familia al conducir la sesión y la
neutralidad, que se refiere a su posición equidistante, no sólo hacia personas individuales, sino que también con
respecto a sus ideas (Selvini Palazzoli et al., 1980a). Es fácil detectar aquí una memoria de los conceptos
psicoanalíticos como el análisis de transferencia y la neutralidad analítica (el concepto de hipótesis, en cambio,
puede ser comparado con la interpretación psicoanalítica).
conocida fue propuesta por Gianfranco Cecchin: la curiosidad. Es interesante observar cómo
Cecchin la propone en su artículo original53:

Para evitar la trampa de sobresimplificar la idea de neutralidad, propongo que describamos


la neutralidad como una creación de un estado de curiosidad en la mente de un terapeuta. La
curiosidad nos lleva a la exploración y la invención de visiones y movimientos alternativos,
mientras que diferentes movimientos y visiones producen curiosidad. De modo recursivo, la
neutralidad y la curiosidad se contextualizan la una a la otra en una observación de
diferencias en evolución, con una concomitante no-adherencia a ninguna posición particular
[Cecchin, 1987, p. 405].

La curiosidad es, en otras palabras, un modo de cambiar continuamente desde una posición a
otra para no quedarse clavado con una versión de la realidad: “¿Qué promueve el desarrollo de
múltiples perspectivas y voces? Volvemos nuevamente a la idea de que la curiosidad facilita el
desarrollo de multiplicidad y polifonía” (Cecchin, 1987, p. 406). En este breve, pero fascinante
artículo, emerge otro concepto clave: la responsabilidad, vista en la perspectiva típica de Cecchin:
“La responsabilidad terapéutica empieza con observar tu propia posición en el sistema” (Cecchin,
1987, p. 409). Cecchin acentúa la diferencia -a veces mirada en menos- entre responsabilidad y
control social: el sistema debería encontrar sus propias soluciones, no es tarea del terapeuta el
señalarlas. Esta posición ha sido fuertemente criticada por aquellos que animan a los terapeutas a
involucrarse en el cambio político y social54.

La idea de la posición del terapeuta implica que el terapeuta debería -o al menos podría-
cambiar su posición constantemente dentro del sistema terapéutico, aunque manteniéndose en el
mismo marco de referencia: la misma teoría. Esta creencia, sin embargo, choca con una de las ideas
postmodernas más comunes: no es posible tener sólo una teoría.

Nuevamente es Cecchin el que se refirió la relación entre postmodernismo y consistencia


teórica de la manera más efectiva, a través de la idea de irreverencia (Cecchin, Lane & Ray, 1992).
Leamos las -distintas- definiciones de irreverencia ofrecidas en el libro original. Irreverencia es un
modo de dar sentido a la duda metodológica: “Comenzamos a vivenciar nuestra duda como un
estado de irreverencia. La duda se volvió un recurso más que un obstáculo” (p.5). También es
“nunca llegar a reducirse completamente a un modelo o a otro. El terapeuta irreverente busca nunca
sentir la necesidad de obedecer a una teoría en particular, las reglas del cliente o del sistema de

53
Sorprende que este artículo haya aparecido en el mismo número de Family Process que contenía la primera
presentación internacional del Reflecting Team de Tom Andersen (Andersen, 1987).
54
Esta es la idea de Salvador Minuchin (ver Minuchin, en Simon, 1992), aunque las críticas feministas comparten esta
posición (Jones, 1993).
referencia” (pp. 7-8). Más aún: “La posición de la irreverencia sistémica permite al terapeuta
yuxtaponer ideas que a primera vista parecerían contradictorias” (p.9). Finalmente: “La irreverencia
es nunca aceptar un nivel lógico de una posición, sino que jugar con los niveles variables de
abstracciones, cambiando de un nivel a otro. En vez de aceptar alguna descripción fija, la
irreverencia propone erosionar la certeza” (p.11).

Una vez más, el punto focal es la posición del terapeuta: “Lo que eres capaz de ver depende
de la posición que ocupas en el sistema” (p. 58). La irreverencia es concebida además como una
actitud ética, donde “ética” quiere decir, más que obedecer un conjunto de reglas morales,
cuestionar la propia posición. En cuanto a los terapeutas que saben cuál es el problema de los
pacientes y por lo tanto “se hacen cargo” de él, Cecchin, Lane y Ray responden:

Desde nuestro punto de vista, que algunos pueden considerar extremo, esta posición es
irresponsable, ya que el terapeuta que toma esta actitud a menudo carece de la capacidad
para examinar la consecuencia pragmática de su conducta (...) La irreverencia, como se
describe aquí, es un intento de recuperar lo que para nosotros es una posición de-ontológica
más bien ética (...)

Es en el momento que el terapeuta comienza a reflexionar sobre el efecto de su propia


actitud y presunciones que adquiere una posición que es ética y terapéutica a la vez
[Cecchin, Lane & Ray, 1992, pp. 8-9].

La irreverencia es un concepto original si es considerada como un modo de trascender la


ortodoxia teórica: el terapeuta irreverente debería ser capaz de salir de la teoría para aceptar y usar,
temporalmente, otra. Esto también significa reconciliar la adherencia a una teoría -o a un conjunto
específico de técnicas- con las crecientes complejidades de las terapias actuales: un problema que se
vuelve central para todo terapeuta en la era postmoderna. Luigi Boscolo y yo tratamos el mismo
problema a través de los conceptos de lo “no dicho” y la epigénesis.

Todo terapeuta, independiente de la teoría que sostiene, funciona de acuerdo a un principio


epigenético, que lo lleva a integrar las más diversas experiencias y teorías. Visto de este
modo, el purismo teórico es simplemente un mito. Y es un mito, ya que todos los
trabajadores en nuestro campo han sido expuestos constantemente a la influencia de
diferentes teorías, desde aquellas que han sido expuestas durante los años de universidad,
hasta aquellas que han sido recogidas de la literatura profesional y los mass media [Boscolo
& Bertrando, 1996, p. 29].

Curiosamente, las dos soluciones son opuestas: Boscolo y yo trabajamos a través de la


adición y duración, Cecchin a través de la sustracción y temporalidad. Intentamos asumir diferentes
teorías dentro de la persona del terapeuta, que acepta el peso de capa tras capa de experiencias y
lecturas superimpuestas; Cecchin propone un distanciamiento de la propia teoría y un viaje dentro
de otra, pero sólo por el breve tiempo de una intervención única. Al mismo tiempo, existe una
similitud crucial. En ambas versiones del modelo sistémico, la elección misma del marco teórico es
vista como una responsabilidad de parte del terapeuta. No existe libro ni maestro que pueda ayudar,
ni ortodoxia que traer de vuelta. Existe sólo mi propio juicio que guía mi conducta en terapia, y soy
totalmente responsable de ella.

Hasta ahora, hemos discutido las consecuencias de mi posición -de terapeuta- en el sistema.
Pero ¿por qué me encuentro en esa posición? Cecchin (una vez más con la ayuda de Gerry Lane y
Wendel Ray) tiene su propia respuesta: debido a los prejuicios que tengo, al igual que cualquier otro
participante en el sistema. La idea básica de ellos es que el terapeuta debería hacerse conciente no
sólo del contenido de sus prejuicios, sino que también del proceso en el cual tales prejuicios
interactúan con los de los clientes, colegas e instituciones. Sólo esa conciencia, esa cibernética de
prejuicios, permite un real diálogo abierto (por supuesto, si aceptamos el supuesto que la apertura es
un valor positivo).

Aunque el prejuicio de Cecchin parece un pariente cercano de la premisa batesoniana, ya


explorada exhaustivamente junto a Boscolo, Hoffman y Penn, su significado es más amplio. De
acuerdo a Bateson, una premisa es “una afirmación generalizada o una idea particular o una relación
reconocible en un número de detalles de la cultura cultural (Bateson, 1958, p. 24). Es, por lo tanto,
una idea básica, usualmente -casi necesariamente- inconciente. Los prejuicios, por otra parte, son:

todos los conjuntos de fantasías, ideas, hechos históricos aceptados, verdades aceptadas,
corazonadas, preferencias, emociones, hipótesis, modelos, teorías, sentimientos personales,
lealtades no reconocidas: de hecho, cualquier pensamiento pre-existente que contribuye a la
propia visión, percepción y acciones en un encuentro terapéutico [Cecchin, Lane & Ray,
1994, p. 8].

De este modo, si -inconcientemente- las premisas no son necesariamente diferentes de los


valores (concientes), los prejuicios comparten ambas naturalezas. “Sugerimos que es muy
importante reconocer y discutir cuánto de las acciones del terapeuta son un producto de sus
prejuicios en el momento mismo de la terapia” (p. 25). Esto significa que el terapeuta debe buscar
su posición -y la conciencia de ella- no sólo respecto de las personas (curiosidad) y de las teorías
(irreverencia), sino que respecto del modo de construir su experiencia.
La propuesta que he investigado hasta ahora son modos que tiene el terapeuta sistémico -al
menos, como yo lo veo- de ir más allá de las limitaciones del modelo sistémico, pero sin
abandonarlo totalmente, como lo han hecho terapeutas como Anderson, Goolishian, Andersen o
Seikkula. Existe una tensión inherente en ser el terapeuta que “sabe más” que sus clientes y la
conciencia de la imposibilidad de saber más que lo que saben ellos. Y estos lados opuestos
difícilmente pueden sintetizarse en la dialéctica o en una cohabitación pacífica. Los terapeutas que
intentan “aplicar”, por ejemplo, la irreverencia como si fuera una simple guía de acción, sin
reconocer esta tensión, no logran aprehender su paradoja implícita55: la precariedad, la irresolución
de nuestras soluciones, siempre suspendidas en un balance inestable, siempre al borde de colapsar
en sí mismas.

Se podría decir que mi propia versión del terapeuta sistémico postmoderno es un terapeuta
en constante movimiento. La curiosidad lo previene de quedarse con una hipótesis o de mantener
una posición hacia los clientes; la irreverencia lo lleva a través de un peregrinaje infinito desde una
teoría a otra; la cibernética de prejuicios lo alerta sobre los orígenes de sus propias ideas. Este tipo
de terapeuta sistémico es un nómade, pero nunca un nómade satisfecho. Es un buscador: un
buscador de algo -una teoría, una técnica, una solución- que ya sabe que es provisional,
fragmentaria e incompleta. A partir de esta intranquilidad, viene probablemente también la
aceptación de la tendencia postmoderna hacia lo híbrido y el bricolaje (ver Lyotard, 1979) y además
el sentido de inestabilidad, de “liquidez”, para usar la definición de Zygmunt Bauman (2000): no
sólo las soluciones, sino que también las teorías, creencias e ideologías no pueden sino ser
temporales.

Posiciones en la supervisión

En la supervisión que presenté, la terapeuta está luchando para mantenerse neutral respecto a
los miembros de la familia, pero no puede ser neutral hacia su idea que los padres deben recobrar
una posición parental, ni hacia su sentimiento que tiene que encontrar algún modo de ayudar a
Luisa. Lo que intento hacer como supervisor es cambiar de posición, intentando ver -y sentir- la
situación desde diferentes puntos de vista. Primero asumo mi posición, la imposibilidad de Luisa
para influir en su conducta a través de un acto de voluntad y la comparo con la idea de la terapeuta,
que oscila entre mi hipótesis y otra opuesta. Entonces, intento crear una imagen de la visión de los

55
El mismo Cecchin, por otra parte, estaba bien conciente del riesgo constante de que sus ideas fueran trivializadas.
Durante un congreso, escuchando a una presentación sobre la irreverencia, por parte de fervientes seguidores, el
comentó: “Ellos son buenos para justificarse a sí mismos. Podrían golpear a un paciente en la cabeza y entonces,
preguntarse: bueno, ahora, ¿en qué sentido he sido sistémico, al hacer esto?”.
padres de todo esto. La idea de aceptar la petición de Luisa viene desde una mera curiosidad: ¿Qué
podría suceder si el sistema completo tratara de seguirla? ¿Sería posible? ¿Tendría un efecto
deseado? ¿Se llegará a nada? Al final, lo que aparece a primera vista es una tarea estratégica que no
es más que una exploración: un experimento, precisamente como lo describirá la terapeuta a la
familia.

Una cosa que le ocurre a la terapeuta en este punto es que se muestra, al principio, muy
reticente a usar ese tipo de prescripción porque es reverente hacia algunos principios básicos del
tipo de terapia sistémica que aprendió: nunca usar prescripciones conductuales. En la supervisión,
podemos ver -en retrospectiva, por supuesto- un tipo de danza entre la terapeuta y yo, donde ella
intenta adherir al modelo de Milán según como ella lo concibe, mientras yo intento entender qué
puede ser mejor en esta situación en particular. Al final, mi idea es irreverente en cierto sentido (o
quizás epigenética): sugiero un camino directivo, aparentemente estratégico, porque tengo la
sensación que puede calzar. Ella está dudosa, pero al final, es su decisión. Durante la supervisión, se
ha vuelto en cierto modo irreverente hacia su propia posición y, finalmente, es capaz de construir -
con algo de ayuda de mi parte- una prescripción conductual que no es para nada conductista. Lo que
hice todo el tiempo, más que nada, fue decir “¿por qué no...?”

En todo este proceso, nuestros prejuicios -o los resultados de nuestras respectivas


epigénesis- también han estado funcionando y han jugado un rol esencial. Puedo hacer una lista de
los prejuicios que pude reconocer de mi supervisada, de acuerdo a como fueron apareciendo durante
esta supervisión en particular:

 “Tengo que ser fiel al modelo sistémico”

 “No debería dar consejos”

 “Debería ayudar a los padres, pero también a la hija”

 “El problema de Luisa es una consecuencia de la conducta de los padres”

 “Debe haber alguna movida de mi parte que pueda resolver el problema”, etc.

Pero además, puedo hacer una lista de los prejuicios de la familia:

 Padres: “El problema de Luisa es arrancarse el cabello”

 Padres: “La terapeuta debería cambiarla”


 Luisa: “La terapeuta debería ayudarme con mis padres”, etc.

Y, por supuesto, están los míos:

 “Debo ayudarla sin volverme el terapeuta suplente”

 “Sé más, pero no sé más”

 “No debo quedar atrapado dentro de la ortodoxia teórica”

 “Tengo que mantener una perspectiva más amplia”

 Y no menos importante: “Debo estar conciente de mis prejuicios” (me pregunto si un


prejuicio sobre los prejuicios es un metaprejuicio o un prejuicio de segundo orden).

Durante la supervisión no salimos de nuestros prejuicios (ya que aquello es, por definición,
imposible). En cambio, lo que ocurrió fue un proceso de volverse más concientes de ellos y, a
través de esta conciencia, ser capaz de cambiar nuestras posiciones entre nosotros (y, al mismo
tiempo, hacia la familia y su discurso). A través de este proceso emergió otro modo de estar en
relación, uno que permitió a la terapeuta sentirse menos entrampada y desesperada, logrando, de
esta manera, ser útil a la familia.

La posición dentro del(los) sistema(s)


Hasta ahora sólo he hablado del posicionamiento del terapeuta en relación a sus clientes, por
una parte, y en relación a las propias ideas, hipótesis, teorías y prejuicios del cliente y del terapeuta,
por otra. La supervisión que presenté fue útil para ejemplificar esto, ya que la terapia ocurrió en un
setting de práctica privada, al igual que la supervisión: nada tuvo que ser negociado en un marco
institucional. Sin embargo, surge algo más respecto a la posición del terapeuta. Esto está -como
hemos visto mientras tratábamos con los prejuicios- antes que nada vinculada de manera inherente
en su cultura: la macro-cultura más amplia y las múltiples micro-culturas en que vivimos, incluida
nuestra cultura terapéutica específica. Además, está empapada de política, como han observado la
mayoría de los terapeutas postmodernos (ver Prouty Lyness, 2006; White, 1995).

En cierto modo, el hecho de ocuparse de la posición del terapeuta es algo que se acerca
mucho al trabajo sobre sus prejuicios. Es cosa de entender -o de acercarse a un entendimiento más
completo, lo que es, por su propia naturaleza, imposible de alcanzar en su totalidad- las
presuposiciones implícitas que vienen antes de su evaluación de la situación terapéutica. Sin
embargo, esto supone algo más: significa que tengo que estar conciente -lo más que pueda- de las
implicancias que van más allá de mi entendimiento inmediato de la situación terapéutica (y, por
supuesto, de los prejuicios que dictan el tipo de conciencia que puedo desarrollar en cada instante).
Esta tarea puede, por supuesto, volverse interminable de un modo típicamente recursivo, así que
debo ponerle algunos límites. Nuevamente, los mejores límites están dados por otra institución -
desde una posición exterior- como, por ejemplo, una supervisión, considerando lo que vimos en el
ejemplo clínico. Pueden además venir de la supervisión en vivo, la consulta con otros colegas, de
una clara discusión con los clientes mismos, como sucede a menudo en la actividad de compartir
hipótesis.

Existe también otro aspecto, que a veces tiende a ser minimizado, que tiene que ver con lo
que se podría definir como un nivel medio entre los niveles micro y macro-social. Es lo que
Boscolo y Cecchin definieron como “sistema significativo”56.

Un sistema significativo -el sistema de relaciones que unen a las personas que traen un
problema- incluye, por definición, al paciente índice, pero puede además extenderse a los
miembros de la familia nuclear y extendida (incluyendo a los familiares muertos más
importantes), a los amigos y conocidos del paciente, la escuela, el trabajo y especialmente a
todos “los que ayudan”, así como los servicios de salud y social que el paciente pudiera
haber contactado en el tiempo. Por supuesto, el sistema significante también incluye sus
teorías y preferencias [Boscolo & Bertrando, 1993, pp. 89-90].

Aquí la tarea del terapeuta es volverse más conciente de las complejas redes que conectan a
las personas, instituciones e ideas. Hoy en día, el sistema significativo incluye, además de las
personas, ideas y significados conectados al problema, el modo que son vistos y descritos por las
personas involucradas, junto con su propia posición en relación a todos esos elementos. Significa ir
más allá de la atención a la situación terapéutica, tomando en consideración las condiciones mismas
que hacen posible esta única terapia: ¿quién es la persona o institución que pidió la terapia? ¿Quién
es el enviante? ¿Cuáles son las dificultades legales y organizacionales que aumentan o limitan (casi
siempre actúan de ambas maneras) mi libertad de acción durante la terapia? ¿Quiénes son las
personas -además de mis pacientes actuales- a quienes debería referirme? ¿Quiénes son, realmente,
mis verdaderos clientes, si la terapia ocurre fuera del cómodo ambiente de mi oficina privada? Y
¿Qué red de ideas y prácticas guía mi acción y las acciones de todas las otras personas e
56
Esto guarda algún parecido al concepto de Anderson, Goolishian y Winderman (1986) sobre el sistema determinado
por el problema, aunque no es completamente idéntico.
instituciones involucradas?

Como podemos ver, es una tarea difícil, que se dificulta aún más por el hecho que aquí no
estoy enfrentando sólo actividades discursivas, donde un problema podría ser fácilmente resuelto
por un cambio de significado (siguiendo la línea de Anderson & Goolishian, 1988). Aquí los
significados están encarnados en prácticas, y las prácticas son más resistentes de disolver. No puedo
cambiarlas sin intentar crear nuevos significados, pero a veces los significados tienen el tedioso
hábito de quedar confinados en el discurso mientras, al mismo tiempo, las prácticas siguen por su
propio camino, aparentemente impermeables al cambio (y teniendo efectos pragmáticos definidos y
en ocasiones no muy bienvenidos).

Mi tarea, entonces, es situarme dentro de este entramado de prácticas, ideas e ideologías


encarnadas, identificar el espacio -metafórico- que tengo a mi disposición para escuchar, elegir,
proponer y moverme. Debo imaginar las consecuencias de todos mis actos, no sólo en mis clientes
directos y en mí mismo, sino que en las otras agencias involucradas y, por supuesto, las acciones en
contra que puedan hacer, junto con las consecuencias de ellas en la situación terapéutica completa.

Esta es, aparentemente -y sustancialmente- una tarea enorme, incluso en situaciones


comparativamente simples. Sólo un pequeño ejemplo: una mujer de 35 años viene a terapia
siguiendo el consejo de su novio, “Rodrigo”, un hombre 15 años mayor que vive en otro pueblo y
que siente que ella debería ir a terapia para ordenar las cosas y decidirse de una vez por todas si ella
quiere dejar su ciudad e ir a vivir con él, o no. La terapia sigue por un período y ella parece
enfrentar algunos dilemas, decidiendo al final ir a vivir con Rodrigo. De todos modos, la
convivencia se rompe en pocas semanas y ella vuelve triste, indecisa y llena de dudas. Ahora es el
momento de usar realmente la terapia, le digo (pero me explica que todo este tiempo ella ha estado
en terapia, a causa de Rodrigo): porque él ha insistido y porque él estaba muy contento de saber que
ella iba a terapia. Ahora que la relación ha terminado, la terapia ya no tenía sentido. Así es que,
aunque reconoce que la terapia tuvo algún efecto e importancia para ella, decide terminarla. En este
caso, la terapia estuvo enmarcada por la relación de pareja en vez de ser un espacio libre para ella,
fuera de sus otras relaciones. Como la terapia era un lugar dentro de la pareja, sin la pareja no podía
haber terapia. Aquí yo no estaba conciente de mi posición en la relación entre ellos dos; así que
pude trabajar con ella cuando era parte de la pareja, pero no pude seguir cuando estaba fuera de la
pareja.

La tarea puede llevarse a cabo, sin embargo, sólo al recordar que es imposible para mí
abarcar el sistema completo en el cual estoy incluido, pero que es posible llegar a algún
entendimiento de él, especialmente con la ayuda de algún punto de vista externo. Aquí, nuevamente,
la supervisión se vuelve esencial, razón por la que usaré otra como mi segundo ejemplo.

Pamela, o el amanecer de un nuevo día

Esta situación fue presentada por dos colegas durante un grupo del segundo año de
formación de nuestra escuela de terapia sistémica. Era una supervisión de grupo, con otros siete
terapeutas en formación y dos profesores (yo era uno de ellos-actuando como un grupo de
supervisión).

La familia está compuesta por madre y padre, ambos de alrededor de 50 años de edad,
divorciados y con cuatro hijos que viven con su madre en un suburbio de clase trabajadora en las
afueras de Torino. El padre es dueño de una empresa de transporte e intercambio, trabajando
mayoritariamente con Rumania. Él ha tenido bastantes aventuras extramaritales antes del divorcio,
y su compañera actual es una mujer rumana mucho más joven que él, que vive en su propio país (y
la familia sabe de esto).

La madre trabaja en casa a pesar de haber sido la secretaria de su ex esposo por muchos años
y, posteriormente, haberse hecho cargo de una escuela de infantes. Aunque están divorciados desde
hace cinco años, los padres aún se ven regularmente para tratar los innumerables problemas
personales y familiares.

“Giovanni”, de 24, es el hijo mayor. Trabaja como camionero en la empresa del padre, está
fuera casi todo el tiempo, es descrito por todos como “un verdadero macho”. “Matteo”, de 18,
estuvo sin trabajar por un tiempo y pasa sus días buscando trabajo y divirtiéndose. El hijo menor,
“Nicky”, de 12, va a la escuela con poco interés y vive a veces con la mamá y otras con el papá.

La paciente, “Pamela”, de 28, es la única hija y es mayor que los hijos hombres. Ha sido
tratada en el Centro de Comunidad Psiquiátrica por cinco años, después de ser diagnosticada con un
trastorno bipolar. Los referentes del Centro son: el psiquiatra, la enfermera profesional, el psicólogo
y el trabajador social. El mismo Centro trató al padre también, años atrás.

Pamela obtuvo el diploma de operadora turística con buenas calificaciones, trabajando por
un tiempo con su padre antes de abrir su propio negocio, junto a su novio. Inicialmente el trabajo le
daba mucho dinero; en ese período, Pamela es descrita como una mujer joven independiente, algo
arrogante, quizás una escaladora social. Su novio, sin embargo, despilfarró los recursos del negocio,
dejándola sola y con una montaña de deudas. Se fue a trabajar como asistente de local en una tienda
de ropa, donde conoció al que define como “el hombre de su vida” (un periodista que le mostró
“gente adinerada”). Durante este período ella cayó en una depresión, se encerró en la casa y subió
cerca de 40 kilos antes de decidir terminar la relación con él. Las fases depresivas y maniacas
comenzaron a alternarse. Entonces, la madre la llevó al Centro, donde intentaron ayudarla, pero no
sirvió de mucho. A veces parecía necesario un tratamiento obligatorio. Durante la fase eufórica, ella
veía a dos hombres al mismo tiempo, quedando embarazada. Decidió quedarse sola con el bebé, sin
un hombre a su lado.

Durante el embarazo, su madre y los profesionales del Centro, en especial la enfermera,


estuvieron activamente presentes. Pamela, en el período que trabajaba en un supermercado,
mantuvo muchas relaciones y, a pesar de todo, parecía estar bastante bien. Cuando nació su hija, fue
bautizada como “Amanecer” (Dawn, en inglés); Pamela inicialmente parecía ser capaz de cuidarla,
pero después de algunas semanas recayó en depresión, dejando todo el cuidado de la niña a su
abuela (desde este punto yo me referiré a la madre de Pamela como la “abuela”, para evitar
malentendidos).

En el intertanto, Pamela asistía al Centro regularmente, incluyendo algunas sesiones


psicológicas que parecía no valorar. Ella mostró algo de confianza en el psiquiatra, tomó su
medicación, pero seguía deprimida. En ese tiempo la madre se inscribió en un grupo de auto-ayuda
para padres de pacientes psiquiátricos, dentro del Centro.

En este punto, nuestras supervisadas, Iria y Mónica, entran en el cuadro. Ellas trabajan como
operadoras psiquiátricas -aunque son psicólogas y, además, en formación para ser psicoterapeutas-
dentro de un proyecto de apoyo para padres en casos de salud mental. Cuando el psiquiatra en el
Centro supo de la existencia de este proyecto, pidió apoyo domiciliario para Pamela, para ayudar a
cuidar a su hija, fortalecer las habilidades parentales y mediar en la relación entre madre y abuela.

Iria y Mónica comenzaron a ver a la madre, la abuela y la hija en la casa, una vez por
semana. Pamela se muestra cooperadora y empieza a salir más seguido con Iria, Mónica y
Amanecer. La abuela es ambivalente, dando a Pamela mensajes mezclados: “Tienes que hacerte
cargo de tu hija” y “Tú no tienes fuerza de voluntad, no puedes hacerte cargo de ella”. De todos
modos, Pamela ahora sí parece estar más involucrada en el cuidado de su bebé. El Centro le ofrece a
Pamela un trabajo protegido como secretaria en una asociación en el campo de la salud mental, pero
ella se niega, afirmando que “dentro de ese lugar, ¡están todos locos!”

Después de las vacaciones de verano, la situación empeora de improviso: Pamela deja de


salir (incluso acompañada) y no toma más su medicación. La abuela se queja de Iria, Mónica y del
Centro. Surgen muchos conflictos entre la abuela y Pamela, también en presencia de las dos
psicólogas. Pamela vuelve a delegar todo el cuidado de Amanecer quien, a pesar de esto, parece
estar creciendo tranquilamente.

Durante una reunión en el Centro Comunidad Psiquiátrica, el psiquiatra se encuentra


preocupado por la situación, lo que lo lleva a sugerir la posibilidad de hospitalización. Él teme no
ser capaz de evitar una intervención de los servicios sociales, que podrían decidir, con el apoyo de
un juez, separar a Amanecer de su madre. En el momento de la supervisión el problema central es
inscribir a Amanecer en una sala cuna. Este movimiento es considerado útil e importante en el
Centro -incluso en relación a los servicios sociales- pero ninguno parece ser capaz de hacer nada
para ponerlo en práctica. Pamela y el resto de la familia quedan en espera, Iria y Mónica se reunirán
con ellos para convencerlos.

Cuando Iria y Mónica traen el caso a supervisión, lo definen como “minuchiano” porque los
problemas con la jerarquía y decisión son obvios, y parece imposible desanudarlos. Expresan una
sensación de ahogo y de estar en un punto muerto, porque en esa familia parece suceder una gran
cantidad de cosas, pero nada sustancial, cosa que hace que ellas sientan que vuelven al punto de
partida. El grupo comienza a preguntarles sobre el sistema significativo. Después de un largo
interrogatorio, que revela toda la información que acabo de reportar, emergen algunas hipótesis
simples:

 Iria y Mónica no se sienten con la libertad de movimiento dentro del sistema. Siempre
tienen que tomar en cuenta los requerimientos del Centro, en especial los del psiquiatra,
teniendo que moverse en armonía con ellos.

 La figura del psiquiatra es fundamental para ellas, no sólo porque es el director del Centro,
sino porque es también un psiquiatra muy influyente en la ciudad, que ha trabajado con ellas
cuando eran mucho más jóvenes y frente a quien aún sienten que le deben una profunda
lealtad.

 Los servicios sociales son vistos como adversarios -a veces como persecutorios- por el
Centro de Cuidados Psiquiátricos y aparentemente todos sus profesionales están haciendo lo
que pueden para evitar la intrusión de ellos.

 Existe un conflicto -al menos en la mente del psiquiatra- entre el Centro de Cuidados
Psiquiátricos y los servicios sociales. El psiquiatra siente que es su deber proteger a su
paciente de los servicios sociales.

 La institución jurídica es universalmente percibida como amenazante e imposible de


influenciar o de controlar.

 La figura del padre de Pamela, ausente pero muy presente, es de algún modo desconcertante,
pero ha sido muy difícil, desde el principio, involucrarlo en el proceso terapéutico.

 Pamela se ve insegura hacia los profesionales psiquiátricos, aunque a veces parece más
cercana a uno u otro, pero sin una confianza real. En la vieja jerga sistémica, uno podría
hablar de “coaliciones cambiantes” dentro del sistema psiquiátrico.

 La enfermera del Centro parece tener una firme alianza con la abuela, apoyándola en todas
sus iniciativas, mostrando mucho menos confianza en Pamela. La abuela muestra
sentimientos similares hacia ella.

 Hay una impresión de que la abuela y Pamela son capaces, en cierto modo, de poner a los
profesionales psiquiátricos unos contra otros, reproduciendo, dentro del sistema de cuidado,
los mismos quiebres observados dentro de la familia.

 Después de todo, la emoción prevalente dentro del sistema terapéutico completo puede ser
descrita como una inseguridad, virtualmente de todos hacia todos. Existe una actitud de
adversario que aflora en muchas ocasiones dentro de los miembros de la familia y los
cuidadores, y dentro del sistema de cuidados mismo.

En el trascurso de la supervisión, Iria y Mónica se dan cuenta todo lo que habían sido
arrastradas dentro del sistema familiar, mostrando mucho de los valores familiares y actuando de un
modo que mantiene el status quo de la familia. Al mismo tiempo, las divisiones intrafamiliares se
replican dentro del sistema de cuidados. Iria y Mónica son las aliadas de Pamela (una suerte de
contrabalance con la figura de la enfermera, que es claramente alineada con la abuela). Mientras
más discuten el caso, más tienen la impresión de estar, dentro del sistema familiar, en el mismo
nivel que Pamela y Amanecer misma: las cuatro eran percibidas por la abuela y la enfermera como
cuatro hijas, todas igualmente incompetentes. El psiquiatra se encuentra lejos, como una figura
maternal que lucha por proteger a Pamela -y a la familia- de la amenaza del distante y amenazante
servicio social, sin tener ningún poder para imponer sus decisiones en los miembros de la familia
(Algunos participantes en el grupo acentúan la similitud en la importancia, posición y sobre todo,
desesperanza por parte de las dos figuras masculinas, el psiquiatra y el padre de Pamela). Hay
además alguna rivalidad entre Mónica e Iria, ya que la primera se dedica más a Pamela, dejando a la
segunda la tarea más difícil, según percibe ella: tratar con la abuela.

El grupo de supervisión empieza a tener alguna duda sobre la necesidad misma de la


guardería infantil, más allá de ser un medio para reducir la tensión entre la abuela y Pamela sobre
cuál es la mejor manera de cuidar a Amanecer. Al final, el grupo propone un role-play con el tema
de la guardería, donde Iria y Mónica harán las partes de la abuela y Pamela, respectivamente, con
otros participantes representando sus roles. En el role-play, el tema de la guardería es tratado con la
madre y la abuela en paralelo, después de una separación difícil (“Pamela” y “Mónica” salen con
Dawn, “Iria” y “Abuela” se quedan en casa).

Al hablar con la abuela, el participante que interpreta a Iria, toma el rol de un experto, con
un profundo conocimiento de los costos y ventajas de mandar a un niño a una guardería, desde un
punto de vista psicológico. Con Pamela, la discusión se centra más bien en los aspectos
emocionales, ligados al significado de una separación con Dawn y sus sentimientos en general.

Después del role-play, Iria y Mónica discuten algunos de los pensamientos y sentimientos
estimulados por la experiencia. Ahora sienten su posición dentro del sistema más claramente: su
reverencia hacia el psiquiatra las mantiene en una posición subyugada y las obliga a ser obedientes
a todas las peticiones de la familia, mientras, al mismo tiempo, actúan como rescatistas de Pamela
frente a la abuela, intentando ayudar al psiquiatra a salvar a Pamela de los -peligrosos- servicios
sociales.

Al mismo tiempo, la experiencia de estar en las posiciones de sus clientes les hacen más
claras algunas otras ideas: primero, la abuela ciertamente escucha a los expertos, pero la dificultad
de ellas de ponerse como expertas se debe a la posición en la agencia de apoyo a padres, donde
trabajan con la presunción de ser “no-expertas”57. Para hacerse escuchar por la abuela, ellas
deberían transgredir el contrato tácito que las hace mantenerse en una posición no-experta. La
relación con Pamela toca aún más temas íntimos: Mónica siente que Pamela usa su maternidad
como una especie de defensa frente a la realidad amenazante y sus fracasos. Aquí el problema es
cómo lidiar con esta relación tan íntima y envolvente sin la seguridad dada por un contrato
terapéutico explícito, sin ser absorbidas dentro de la familia.

De esta manera, trabajar en el caso ayudó a Iria y Mónica a entender su posición no sólo
dentro del sistema, sino que dentro de los diferentes sistemas de discursos y creencias existentes en
él: los del psiquiatra y del Centro en general, vistos como una protección central contra los servicios
sociales; los de la abuela, que pone atención sólo a la voz de la razón y el profesionalismo; los de
Pamela, que quiere encontrar afecto y pertenencia en todos los involucrados en este caso; los de sí

57
En la situación italiana que viven, este tipo de no-experticia está más ligada a la psiquiatría crítica de Franco
Basaglia (1967) que a la teoría de no-saber de Anderson y Goolishian (1992), que es más conocida en los países
angloparlantes.
mismas, o más bien, de la ideología dominante de su agencia, donde el valor fundamental es estar
disponible, sin preocuparse de las competencias o habilidades profesionales propias.

Volviendo a la primera parte de este capítulo, la supervisión ayudó además a hacer más
conciente a Mónica e Iria sobre sus prejuicios y las invitó a considerar la opción de algo de
irreverencia hacia la idea de no-experticia y hacia la total disponibilidad. Pero la supervisión no les
dio soluciones listas. Fue un diálogo, llevado a cabo de manera particular, pero diálogo al fin, donde
fueron confrontadas pero también impulsadas a dar sus ideas. No es tan importante, ahora, saber el
curso de sus acciones futuras. Lo importante es que ellas sientan que otras nuevas posibilidades
están disponibles58.

CAPÍTULO SEIS

Marcos y relaciones
El tercero de mis principios es el más resbaladizo. No es fácil definir qué significa poner
atención a la relación terapéutica en el curso de la terapia. Y si vemos más de cerca, no resulta fácil
definir la relación terapéutica misma. Esta es la razón por la cual comenzaré precisamente desde ese
-crucial- punto.

¿Qué es una relación terapéutica?

¿Cómo puedo describir la psicoterapia en términos formales? El asunto es complejo.


Cualquier manual para el aspirante a terapeuta trata este tema, con resultados más o menos
convincentes (lo que tiende, por supuesto, a diferir entre libro y libro). Intentaré agregar mi propia
definición, la cual es, por supuesto, provisional; tendré que volver a trabajarla muchas veces, pero
tengo que delinearla de todos modos. Primero que todo, la psicoterapia puede ser definida como una
serie de interacciones enmarcadas por el mensaje “esta es una psicoterapia”. En otras palabras,
cuando dos -o más- personas se ponen de acuerdo que lo que están haciendo es una psicoterapia,
ocurre una psicoterapia. El mensaje “esto es una terapia” es constitutivo de ella: los placebos
psicoterapéuticos son notoriamente difíciles de crear y aquellos que han intentado tienden a
aproximarse demasiado a la psicoterapia misma (ver Snyder, Michael & Cheavens, 1999). En una
primera aproximación, la afirmación “esto es terapia” genera terapia, del mismo modo que el
banquillo usado como un pedestal en los objetos Ready-made59 de Marcel Duchamp podía
transformar una rueda de bicicleta en una obra de arte.

58
De todos modos, el lector encontrará también un seguimiento de este caso en el epílogo.
59
Nota del traductor: También found art en inglés, arte u objeto encontrado en español. Se refiere al arte realizado
mediante el uso de objeto que normalmente no se consideran artísticos, a menudo porque tienen una función no
artística, sin ocultar su origen, pero a menudo modificados (Wikipedia en español).
Una terapia sin marco es problemática en sí misma. Un ejemplo: un cliente -anunciado-
entra a mi oficina una mañana. Es un hombre de alrededor de 40, un gerente referido por otro
gerente, cliente mío. Yo digo hola, el dice hola. Entonces el inicia:”Vine aquí siguiendo el consejo
del señor... de usar sus capacidades profesionales”, y continúa por muchos minutos, con muchos
detalles de su vida personal, como si quisiera ponerse a prueba (insatisfecho pero al mismo tiempo
dinámico, desilusionado de su posición pero dispuesto a hacer algo). Comienzo a sentir una
inquietud creciente, siento que no sé bien ya quien soy. Al menos, escuchando a su historia,
entiendo: su amigo le dio dos nombres, un consultor laboral y un psicoterapeuta (y él me confundió
por el primero). Dejo pasar la interesante inferencia terapéutica que puede ser deducida de su error.
Lo que es importante aquí es el efecto que tuvo en mí: confusión y pérdida de sentido, ya que el
modo mismo de hablarme y su disposición hacia mí no coincidían con el marco terapéutico. Él
mismo, cuando comprendió el malentendido, tuvo alguna dificultad en cambiar su registro60.

De acuerdo a Zoletto (2003), el concepto de marco en Bateson -que integra y parcialmente


sustituye el concepto de contexto- tiene un valor dual, paradójico. Por una parte, el marco “califica
todos los mensajes incluidos en él” (Bateson, 1952). Por otra parte, el marco no es sólo un
metamensaje, sino que es también un mensaje del mismo tipo que los mensajes que éste califica; es
aquí donde se vuelve paradójico: el marco califica una imagen como una imagen, pero al mismo
tiempo, es una parte de la imagen. El marco está hecho de la misma materia que está hecha la
imagen, pero al mismo tiempo es algo diferente.

La terapia es análoga al juego, si tomamos “juego” en el sentido batesoniano, como un


conjunto de conductas cualificadas por el metamensaje “esto es un juego” (Bateson, 1955). Es, de
nuevo, intrínsecamente paradójico: en el juego, el metamensaje “esto es un juego” es -también- uno
de los mensajes intercambiados durante el juego, con la creación de un clásico entramado
transcontextual (ver Bateson, 1969; Zoletto, 2003). Incluso el mismo tipo de lenguaje usado en el
juego puede ser usado para modificar las reglas del juego.

Pero en general, paciente y terapeuta (o dos nutrias) cara a cara, están forzados, por la
naturaleza de sus vidas y relaciones, a continuar con el juego que están jugando, es decir, la
relación en la cual están involucrados; y los movimientos mismos dentro del juego se
vuelven, no sólo movimientos dentro del juego, sino que se vuelven además propuestas para
cambiar el juego. Operamos con un metalenguaje y un lenguaje combinados en uno sólo, un

60
No deberíamos sobrevalorar la agudeza de esta distinción. En una ocasión me encontraba con algunos terapeutas
en formación, tras un espejo unidireccional; en la sala de terapia había un colega discutiendo con unos hombres una
serie de temas de trabajo. A pesar de todas mis ideas sobre el marco terapéutico, fue imposible para nosotros, sin
información adicional, distinguir si el encuentro era una terapia como tal o una reunión de trabajo.
proceso individual en curso [Bateson, 1956, p. 199].

Por lo tanto, “el acto de confundir los tipos lógicos es un auto-experimento a partir del cual
el jugador descubre nuevas posibilidades para pensar, para la codificación de mensajes, etc. Si uno
continúa rigurosamente dentro de un modo de codificación -una estructura de piel de cebolla- uno
continúa sin cambios” (Bateson, 1956, p. 216). Por lo tanto no puedo escapar de la paradoja. En
terapia, tengo que mantenerme dentro de reglas y, al mismo tiempo, tengo que redefinirlas todo el
tiempo. Pero hay más. La psicoterapia es paradójica porque su tema es ella misma y, al mismo
tiempo, todo lo que ocurre fuera de ella. Lo que hace terapia a una terapia es su especificidad como
un diálogo no-cotidiano, pero el diálogo terapéutico es también un diálogo cotidiano. Si no lo fuera,
lo que se lograría dentro del marco terapéutico sería sólo verdadero dentro de él y no sería
transferible “afuera” (a la vida “real”). En cambio, una terapia se considera exitosa sólo cuando lo
que emerge en ella es algo que se refleja en la vida. El marco terapéutico tiene que desenvolverse
constantemente fuera de la terapia y al mismo tiempo mantener la terapia distinta de la vida: si tal
distinción deja de existir, la terapia deja de funcionar. Para que funcione, la terapia debe estar bien
enmarcada. Pero si el marco fuera rígido y riguroso, la terapia no tendría sentido. La terapia vive en
un movimiento oscilante que es típico del doble vínculo. Como el juego, la terapia es parte de la
vida diaria y al mismo tiempo es algo de fuera de ella. Es un juego terriblemente serio:

Por ejemplo, hay un gran parecido entre la conversación psicoterapéutica y el juego; pero en
la conversación psicoterapéutica no ocurre nada en absoluto, es decir, la terapia no se logra,
a menos de que ambas personas estén de algún modo “jugando para no perder”. En cierto
sentido, esto es una conversación de vida o muerte para el psicótico y también es un juego
en otro sentido [Bateson, 1956, p. 160].

Un asunto importante en terapia es cuándo y en qué medida los participantes, especialmente


clientes, participan “en serio”, están “realmente” dentro de la relación terapéutica. Pero esta
posición presupone que es posible discriminar entre una terapia “real” y una “fingida”. De todos
modos, puede no ser tan fácil. En el juego, como en la terapia, el asunto no es aprender -o practicar-
un rol o un estilo: más bien, es aprender cómo elegir un rol o un estilo se conecta con un marco
(Bateson, 1955)61. Y existe algo vinculando la relación terapéutica con el humor, también.

El setting de la entrevista psicoterapéutica tiene una relación peculiar con la realidad. ¿Es
real o no? Los intercambios fantásticos que ocurren dentro de ella son paradójicos (...) La

61
Esto parece evocar a Winnicott (1971), pero Winnicott prescribe que la terapia debe volverse como el juego,
mientras que Bateson observa que toda terapia, independientemente de las intenciones y orientaciones de los
terapeutas, tiene características en común con el juego y con el humor.
situación de terapia es un lugar donde la libertad de admitir la paradoja ha sido cultivada
como una técnica, aunque en general esta flexibilidad ocurre entre dos personas cuando, dios
mediante, logran darse libertad de discutir. Esa libertad, la libertad de hablar sin sentido, la
libertad de considerar alternativas ilógicas, la libertad para ignorar la teoría de los tipos, es
probablemente esencial para las relaciones humanas cómodas (...) en síntesis, discuto que
existe un ingrediente común importante, para las relaciones humanas cómodas, el humor y el
cambio terapéutico, y que este ingrediente es la presencia implícita y la aceptación de las
paradojas [Bateson, 1952, p.5].

El marco “esto es humor” es igual de paradójico que el marco “esto es un juego”. Lo que lo
hace diferente del juego es el clímax, el vuelco, el momento cuando la tensión que ha sido
construida se rompe, cuando el marco se pliega dentro de sí mismo, colapsa, y hace oscilar a la
estructura completa. En el humor, el colapso tiende a ser instantáneo: al menos en los chistes, el
ejemplo favorito de Bateson, la tensión alcanza un momento de liberación: el momento de la
oscilación violenta produce aquella otra oscilación que es la risa. Como William Fry establece:

Reveses fortuitos como el remate en el momento del humor son disruptivos y ajenos al
juego, etc. (Sólo en psicoterapia esta clase de operación en revés es compatible con la
estructura general de la experiencia). Pero el revés tiene además un efecto único de forzar
sobre el juego a los participantes una redefinición interna de la realidad [Fry, 1963, p. 153,
cursivas añadidas].

En la psicoterapia, el colapso se estabiliza, se mantiene por la duración. Quizás en la terapia,


el colapso es un tipo de condición basal que sólo puede ser resuelta con el término de la terapia62. O
la paradoja es implícitamente aceptada y, el final de la terapia, es un retorno a una existencia no-
paradójica (es imposible vivir constantemente en paradoja, a menos que uno sea esquizofrénico, o
Gregory Bateson)63.

Sin embargo, yo preferiría proponer una cualidad levemente diferente: en el juego, la


dialéctica entre la ficción “como si” y la “realidad”, aunque es compleja, está codificada de manera
permanente; es silenciosa, aunque existen diferentes tipos de juego (pero no profundizaré en este
asunto: para ello, ver Caillois, 1967). En cambio el marco de la terapia es paradójico, por la
presencia conjunta de órdenes opuestas. La terapia connota una relación profundamente íntima: una
de las más íntimas, ya que uno puede revelar al terapeuta lo que esconde a todos los demás. Al
mismo tiempo, es una relación terriblemente formalizada, gobernada por reglas inflexibles que

62
Ver la tesis provocadora y humorística de Jay Haley en The Art of Psychoanalysis (Haley, 1958).
63
Ver Mary Catherine Bateson (2004).
pueden ser violadas -y tales violaciones son mucho más comunes de lo que pensamos- pero
justamente porque son muy claras y, cuando esto no ocurre, genera problemas. En tales casos el
colapso, siempre presente como un riesgo, una posibilidad, se vuelve real. Pero en vez de volverse
una risa liberadora, indica una posible destrucción de la terapia misma.

Consideremos otro ejemplo fácil, uno donde la dificultad no recae tanto en el cliente -como
ocurre demasiado a menudo en los “ejemplos clínicos”- sino que en el terapeuta. Tengo una hora
con el cliente a las ocho en punto en la mañana, una hora que no es inusual, pero tampoco habitual.
Por alguna razón, obviamente relevante para una supervisión pero no dentro del discurso presente,
yo llego tarde por más de media hora, incluso convencido de que voy razonablemente temprano
para el próximo encuentro. El cliente está en el lugar, convencido de que malentendió el encuentro -
su hora habitual es cerca de las nueve- y yo no puedo encontrar una justificación para mi
emergencia doméstica: estoy demasiado relajado. Debo admitir que tenía otro encuentro en pocos
minutos y había olvidado completamente el que tenía con éste paciente. Con algo de dificultad,
encuentro otra hora más tarde en el día y, afortunadamente -para mí- él puede venir.

Aquí, la relación “real” irrumpe en la relación terapéutica. Si yo fuera otro tipo de


profesional esto sería el fin, con un cliente que quizás personalmente me detesta, aunque esto sea
poco significativo en la relación profesional. Pero soy un terapeuta y sus sentimientos hacia mí son
una parte importante del proceso.

Durante la sesión siguiente, el cliente –entrenado por varios meses de terapia- resuelve el
impasse por sí mismo, admitiendo que está muy enojado conmigo pero contento de ser capaz de
hablarlo sin dificultades: después de todo, la imposibilidad de defender sus derechos ha siempre
sido uno de sus problemas. De este modo, el abandono percibido o el rechazo de mi parte ha creado
una resonancia con su historia personal de abandono y rechazo, siendo capaz de confrontarlo dentro
de la sesión. Al final, mi error se vuelve un recurso para continuar la terapia. Pero, por algunas
horas, la realidad externa ha ido envolviendo al marco terapéutico y a la suspensión de la realidad
cotidiana que éste requiere (o, quizás, la terapia ha tomado forma en el mundo), con el riesgo de que
el cliente y yo entremos en una oscilación irreversible.

¿Qué es lo que hay, entonces, dentro de ese marco? ¿Qué es lo que hace a un marco deseable
para el cliente? Parte de ese contenido -probablemente casi todo- es pre-lógico y pre-conceptual
también, aunque se vuelve rápidamente parte del contrato terapéutico (implícito). La idea de
Bateson respecto de que una de las principales características del marco terapéutico es “dentro de
esta sala usted puede decir todo lo que pase por su mente” (ver Bateson, 1953) implica un clima
emocional benévolo: si puedo decir todo lo que pasa por mi mente, significa que lo que diga nunca
será usado en mi contra, lo que incidentalmente marca la diferencia entre un contexto terapéutico y
uno judicial o moral. La seguridad de que, en terapia, el cliente y el terapeuta están, por lo que dure
la terapia, en un espacio fuera de muchas de las convenciones cotidianas, crea -o supone- una
relación positiva, una relación de una completa confianza mutua. Esto se revela, en vez de negarse,
en el momento que el pacto de confianza se viola de alguna manera, cuando -por ejemplo- las
convicciones éticas del terapeuta son desafiadas por una revelación de violencia o de abuso durante
la terapia: en ese caso, todo lo que el terapeuta puede hacer es volverse un controlador social, ya
que no puede seguir estando dentro del pacto.

Para establecer dicho pacto, yo, como terapeuta, debo primero mantener una actitud
definida: un sentimiento positivo hacia los clientes, un deseo de serles útiles, un (razonable)
optimismo; toda la parafernalia usual que un terapeuta no debería nunca olvidar. Porque sin aquellas
inclinaciones aparentemente obvias, probablemente la relación terapéutica no podría emerger. La
condición básica para que un marco terapéutico sea aceptado es que, en un nivel muy básico, el
terapeuta y el cliente se agraden lo suficiente. Y es responsabilidad del terapeuta -una de las muchas
responsabilidades- ser capaz de que le agrade a sus clientes y hacer cualquier esfuerzo para lograrlo.

Pero, ¿Cómo evoluciona la relación terapéutica?

Admitamos que la primera determinante para una terapia es el marco terapéutico, el


contexto de la terapia. Aún tenemos que clarificar cómo se crea el marco. Los participantes en una
relación terapéutica aprenderán progresivamente a vivirla como relación terapéutica ya que esta
relación, cuando comienza a existir, es un contexto más fuerte que ellos: después de todo, el
intercambio, las necesidades y la cultura cooperan para hacer que cliente(s) y terapeuta(s) se pongan
de acuerdo en que de hecho ellos están en una relación terapéutica y, más aún, que es significativo
para ellos estar dentro de ésta (ver Ruesch y Bateson, 1951, cap. 8).

Gregory Bateson, vincula el concepto de contexto con el concepto de hábito. El contexto, la


parte más abstracta de lo que aprendemos -o más bien, de lo que deutero-aprendemos (ver Bateson,
1942)- tiende a hundirse en lo más profundo del inconciente. En terapia, puede que ocurra un
progresivo deutero-aprendizaje de un modo de estar juntos:

La insistencia de Samuel Butler de que mientras mejor un organismo “sepa” algo, más
conciente se vuelve de su conocimiento, es decir, que existe un proceso a través del cual el
conocimiento (o “hábito”, ya sea acción, percepción o pensamiento) se hunde en niveles
cada vez más profundos de la mente. Este fenómeno, que es central en la disciplina Zen,
también es relevante para todas las artes y habilidades [Bateson, 1967, p. 134-135].
Esto es lo que Luigi Boscolo y yo hemos definido como lo “no-dicho” del terapeuta, lo que
corresponde a una creciente -y cada vez más difícil de explicar- habilidad para entrar en la relación
terapéutica (Boscolo & Bertrando, 1996). Pero, si invertimos esta perspectiva, podemos decir que
los clientes también deutero-aprenden a operar cada vez mejor dentro del contexto de terapia: el
terapeuta se vuelve cada vez más terapeuta en el trascurso de su vida y el cliente se vuelve cada vez
más “paciente” en el trascurso de la terapia. Y además existe la posibilidad de que terapeuta y
cliente(s) progresivamente deutero-aprendan no sólo a estar en una relación terapéutica, sino que
también a estar en un tipo específico de relación terapéutica. Esto es lo que Michel Foucault (1988)
define como una “Tecnología del Self”. (Exploro esto en detalle en el capítulo 10)

Una posible dificultad, entonces, es cómo resolver la relación terapéutica, cómo escapar de
la terapia interminable: una vez que la has aprendido, es difícil perder el hábito64. Una posible
solución es el agotamiento de los recursos financieros de los clientes, pero esto es válido sólo para
los contratos privados. La terapia breve considera dentro del contrato mismo su resolución rápida,
haciendo imposible una extensión a largo plazo. Pero esto deja abierta la pregunta sobre cómo
adaptar la duración de la terapia a las exigencias de cada cliente posible, desde los que necesitan
una solución rápida para un problema definido hasta los que necesitan un largo período para
explorar sus propias vidas (ver Boscolo & Bertrando, 1993).

Para mí, no hay una solución a fácil a este problema, que se adapte a cada caso. La única
posibilidad es un meticuloso proceso de negociación entre terapeuta y cliente(s), donde los asuntos
de la duración y término de la terapia no son un tema de decisión unilateral, sino que deben ser
discutidos largamente. Puedo recordar dos ejemplos opuestos. En el primero, una cliente mujer de
poco más de treinta años, después de muchos meses de terapia aparentemente útil, entra a mi oficina
y de manera desafiante, me anuncia: “¡decido renunciar!, aquí y ahora”. Al principio me quedé
pasmado, desilusionado y con un leve sentido de traición. De todos modos, en el momento que
comienzo a cuestionarla sobre su decisión, empiezo a simpatizar con la idea cada vez más y al final
de la sesión fui capaz de desearle buena suerte de corazón, honestamente. Pero en otro caso, una
cliente mujer con características muy similares vino a verme con una decisión muy similar y yo
hipoteticé que ella realmente estaba asustada de seguir con la terapia, que temía exponer sus
dificultades y ambigüedades. Lo que le dije fue que si ella había decidido terminar yo tenía que
aceptarlo, pero que honestamente no estaba de acuerdo, así que mi mejor consejo era que no lo
hiciera (lo que fue demasiado para mi enraizada idea de que un terapeuta no debería nunca dar
consejos a un cliente). Ella decidió quedarse y la terapia continuó bastante provechosamente por

64
El mismo Freud estaba conciente de esto, como muestra su famoso ensayo sobre el análisis terminable e
interminable (Freud, 1937c).
algunos otros meses. En un seguimiento después de dos años, a ambas clientes les estaba yendo
bien, tenían un buen recuerdo de sus terapias y ambas estaban agradecidas -por razones opuestas- al
recordar mis reacciones frente a su decisión.

El hecho es que, en cada caso, puse en funcionamiento mi conocimiento de cada cliente en


base a la relación terapéutica. Yo sabía que había explorado la vida de la primera cliente lo
suficiente y ella había estado un buen tiempo mostrando una creciente independencia respecto a la
terapia. La segunda cliente, por otra parte, me parecía mucho más entrampada en su situación vital
y la terapia aún se veía lejos de su final. Así que lo que puse en el diálogo fue bastante diferente en
los dos casos. Aún así, la decisión final fue el resultado de un diálogo, que no fue fácil para ninguna
de las dos clientes, pero que les dio la posibilidad de decidir con -y quizás en contra- mi mejor
consejo.

¿Qué es lo que sé de mis relaciones terapéuticas?

Muchas veces, las ideas que nosotros, como terapeutas, tenemos sobre lo que ocurre en
terapia, están implícitas en lo que hacemos (y en ocasiones, no tan estrictamente conectado a las
teorías que profesamos). En menor o mayor grado, la mayoría de los casos suena así: “Yo (nosotros)
me reuní con una persona (una familia, una pareja) trayendo un problema. Escucho, hipotetizo,
hago preguntas, hablo, reencuadro, de acuerdo a una estrategia que creé en parte escuchando este
problema, en parte recordando otras terapias mías, en parte buscando alguna orientación en los
libros que leo. Entonces el(los) cliente(s) de algún modo cambia(n) y, si todos estamos satisfechos,
la terapia se termina felizmente”.

¿Qué es lo que está mal en esta descripción? Más que nada, la idea de una estrategia, lo que
me da la sensación de necesariamente saber mucho más que el cliente, de ser capaz de dirigir el
curso de los eventos en una orientación definida. Yo regularmente sí intento hacer esto; pero los
eventos no necesariamente van conmigo. A veces no es fácil entender exactamente lo que sucedió
durante un encuentro terapéutico; a veces yo sé lo que sucedió pero no entiendo por qué fue útil (o
dañino); e incluso a veces existe una completa discordancia entre mis clientes y yo sobre lo que
ocurrió.

Este problema -el grado en que mis intenciones concientes realmente moldean lo que hago,
sin mencionar las consecuencias de mis acciones- es otro punto central en las consideraciones de
Gregory Bateson, quien afirmaba que debemos siempre tener en mente que somos parte de un todo
más amplio (Bateson, 1971). La finalidad relevante es la del todo (en nuestro caso, el terapeuta más
los clientes), la finalidad de la relación y no la del terapeuta (es decir, su propósito conciente).
La crítica de Bateson hacia la acción propositiva puede sintetizarse más o menos así: la
acción propositiva está dictada por la conciencia y es, como tal, siempre muy limitada: es útil si
consideramos sus límites, pero ésta siempre debería ser balanceada con alguna forma de acción no
orientada hacia una finalidad: el juego, el amor, las artes, la sabiduría derivada del contacto con la
naturaleza, la religión; en cierto sentido, lo sagrado. Percibiendo complejos patrones -como aquellos
que están incluidos cuando hacemos terapia- logramos un tipo de “conocimiento” basado en
Gestalts más que en unidades discretas, de manera similar a la percepción que los ciegos tienen del
ambiente: holística, más que analítica.

Un hombre con la vista normal al entrar a una sala usará sus ojos para obtener imágenes
punto-por-punto de lo que hay en la pieza. El hombre ciego, usando corrientes de aire y
ecos, tendrá mucha más de la “misma” información, pero de un modo muy diferente. Si el
sofá ha sido movido a una nueva posición bajo la ventana desde la última vez que visitó la
pieza, la diferencia entre la pieza de ese entonces y la actual ahora será perceptible para él,
donde sea que esté en la pieza (...) un componente del cambio estará en todas partes de la
sala y será especialmente evidente a medida que el hombre ciego se desplaza (...) todas las
partes en el sistema serán cambiadas cuando cualquier parte cambie [Bateson, 1975, p.135].

El terapeuta es similar a ese hombre ciego: siente cambios generales en la relación ente él y
el otro e intentará explicarlos en momento que se mueve (actúa). Pero su conocimiento es a menudo
difícil de expresar. En una polémica implícita –y a veces explícita- con Freud, Bateson mantiene
que deberíamos intentar explicar el inconciente no a través del conciente, sino que al contrario. El
problema no es el inconciente: es el conciente. La conciencia, que damos por sentada, es un
producto de nuestra epistemología (Harries-Jones, 1995). Podríamos decir que, al igual que la
“gracia” de Bateson, el éxito terapéutico, cualquiera que este sea, es fundamentalmente un problema
de integración y lo que es integrado son las diversas partes de la mente, especialmente aquellos
múltiples niveles en los cuales un extremo es llamado “la conciencia” y el otro “el inconciente”.
Para lograr esta “gracia”, las razones del corazón deben ser integrados con las razones de la razón
(Bateson, 1967, p. 129).

Aunque en la gracia de Bateson no existe nada de místico: existe la idea de una relación
diferente entre el conciente y el inconciente, el desarrollo de una doble visión que va más allá de la
conciencia pura racional, pero que además va más allá de la renuncia al mito de una espontaneidad
basada en el inconciente.

Cambiar los contextos habituales y las premisas inconcientes es el punto más difícil en una
transformación personal ya que es particularmente “económico” mantener inconcientes estos
hábitos (ver Harries-Jones, 1995). Si mantenemos esta visión batesoniana, este sería el asunto más
delicado en el cambio terapéutico. Todos sabemos que cualquier insight sin emociones tiene poca o
nula probabilidad de promover un cambio y, por lo tanto, una alteración a propósito o intencional es
intrínsecamente problemática. Es tan poco evidente que incluso el terapeuta mismo no se puede dar
cuenta totalmente de lo que está cambiando entre él y el cliente, y cómo este cambio podría ocurrir.
Todos los participantes de una relación, eso sí, cambian, aunque en diferentes maneras.

La conciencia es limitada porque no puede contener la totalidad de la vida psíquica


(Bateson, 1968a). En una relación entre personas, sucede más de lo que podría expresarse. El
intercambio de mensajes en toda relación es necesariamente complejo, con innumerables mensajes
transitando en una variedad de niveles, muchos de ellos fuera de la conciencia. Y el componente
conciente de la relación es usualmente el más fácilmente engañoso: para develar este engaño, uno
debe concentrarse en intercambios no verbales (y no intencionales: ver por ejemplo, Ekman, 2002).
Esta es una posible razón para el dogma básico de la terapia familiar, el tener a familias completas
en sesiones conjuntas: no –sólo- para reunir más información, sino que para experienciar en la
terapia su modo de estar juntos, ya que éste contiene más de lo que los miembros de la familia
logran darse cuenta, o son capaces de decir. En conjunto, la familia completa hace posible para los
terapeutas ver y experienciar algo diferente de lo que puede ser visto y experienciado en relaciones
terapéuticas duales.

Lo que es relevante aquí son las interacciones in-corporadas, donde el “cuerpo” puede ser el
cuerpo físico de una persona, aunque también -la mayoría de las veces- los patrones vivientes en las
relaciones entre las personas. Y la mente -individual- no puede contener interacciones in-
corporadas. Por lo tanto, es imposible para mí, como terapeuta, darme cuenta totalmente de lo que
ocurre dentro de la relación y además “guiar”, dirigir lo que ocurre dentro de la relación. Como
terapeuta, no puedo dirigir el cambio. Puedo vivenciarlo en mí mismo y en los otros, y puedo
intentar entenderlo, por mí mismo y por los demás.

Si continuamos un poco más con Bateson, debemos concluir que la relación terapéutica -
parafraseando a Pascal- tiene razones que la razón -conciente- no puede percibir completamente. La
suma total del terapeuta y el cliente sí sabe, en algún grado, algo más que el terapeuta mismo.
Cuando el terapeuta intenta saber demasiado, hace una mala terapia. Pero el terapeuta que confía en
los milagros de la relación y la intuición sin el peso de la teoría y la auto-observación también corre
el riesgo de hacer una mala terapia, como le ha sucedido a muchos terapeutas improvisados a
finales de los 1960's, por ejemplo. Una (posible) solución se encuentra en alternar una posición
conciente (y con finalidad) y una inconciente (y sin finalidad): una especie de oficio que
aprendemos al hacer terapia, al observar otros terapeutas o dejar que otros nos vean haciendo
terapia. Esta doble visión es posiblemente una característica de cualquier terapeuta suficientemente
bueno.

CONCIENCIA SISTÉMICA
Aquí, necesariamente, una idea me viene en mente. El psicoanálisis ha estado desarrollando
un interés similar a través de los años: es decir, la centralidad de la transferencia y la
contratransferencia (ver Esman, 1990; Michels, Abensour, Eizirik, & Rusbridger, 2002; Searles,
1979), que llevó a algunos teóricos y clínicos a situar al análisis de transferencia como el
componente crucial del trabajo psicoanalítico (Gill, 1982). Así que podríamos pensar que el modo
más inmediato para lidiar con la relación terapéutica, incluso en un marco sistémico, podría ser
tomando prestado algo de la enorme herencia psicoanalítica, en otra mescolanza postmoderna.

Dos autores que consideran la relación terapéutica en una perspectiva sistémica -Tom
Paterson (1996) y Carmel Flaskas (1996)- aparentemente mantienen posiciones contrastantes:
mientras, de acuerdo con Paterson, los conceptos psicoanalíticos como la transferencia y la
contratransferencia no son necesarios para el trabajo sistémico, para Flaskas, estos son
absolutamente necesarios. Además, Paterson se niega a lidiar con la transferencia porque piensa que
la terapia sistémica no necesita el nivel de intimidad requerida en el análisis, mientras que Flaskas
considera necesaria a la transferencia precisamente porque la relación sistémica alude a esa
intimidad. Ambos concuerdan, sin embargo, en un prejuicio básico: que sólo los conceptos
psicoanalíticos son capaces de lidiar con la intimidad.

Mi posición es diferente. No intento encontrar algún “fundamento” sistémico para la


relación terapéutica, como podrían reprocharme Flaskas y Peresz (1996). Preferiría, en cambio,
investigar si dentro de la teoría y práctica sistémicas, existe algo que pueda, si se desarrolla
adecuadamente, enriquecer nuestro modo de vivir y entender la relación terapéutica. Después de
todo, las terapias sistémicas son tan diferentes del psicoanálisis que la relación terapéutica debe
también tener características diferentes, con diferentes consecuencias.

Si parto desde mis ideas sistémicas básicas, lo primero es, necesariamente, la primacía de la
relación. Si considero las relaciones como el núcleo no sólo de la terapia, sino que de la existencia
humana misma, entonces la relación terapéutica es fundamental para el terapeuta. Tengo que
concebirla no sólo como el encuentro de dos -o más- individuos, sino que como la aparición de algo
radicalmente nuevo.
La relación terapéutica, vista de este modo, no es un “medio” o una “herramienta” para
ayudar al avance de la terapia, lo cual está, después de todo, implícito en el concepto de alianza
terapéutica (ver Safran & Muran, 2000), sino que es un fin terapéutico en sí mismo. Esto significa
que el cambio terapéutico no puede ser sólo un cambio en los clientes, ni un cambio de clientes por
una parte y de los terapeutas por otra: más bien, debería ser un cambio de los clientes junto a los
terapeutas, un cambio en su relación.

Esto significa para mí que no intento someter a la relación terapéutica a mi propósito


conciente, sino que, más bien, intento retroceder un poco y seguir la relación. No soy yo quien guía
la terapia, sino lo contrario (soy guiado por ella). En la antigua clasificación de terapeutas de Beels
y Ferber (1972) yo hubiera sido considerado entre los “reactores”65. Dentro del diálogo terapéutico
yo actúo y después -o durante- re-evalúo lo que está sucediendo en el diálogo. Discutir mis
hipótesis con los clientes es parte de este proceso, al igual que la re-evaluación de lo que está
sucediendo a la luz de mi posición en el sistema (incluyendo a los terceros relevantes que se hacen
presentes en el diálogo). La relación terapéutica, aquí, no es algo que suma a los que participan en
ella, sino que es la matriz de su existencia presente en terapia. La dirección del diálogo, de este
modo, evoluciona por sí mismo. Mi tarea es la de revisarlo y preguntarme a mí mismo -y/o al otro-
cómo o porqué está evolucionando precisamente de esta manera.

Nuevamente, es importante no juzgar de mala manera esta confianza en la relación. Para


usar una analogía, Gertrude Hendrix, durante el simposio Wenner-Gren sobre el propósito conciente
promovido por Bateson (1968a), sostuvo que a menudo el aprendizaje no-verbalizado es más rápido
y profundo que el aprendizaje verbal. Pero esto no significa que volverse conciente del propio
aprendizaje sea inútil:

Cuando uno ha “descubierto” algo falso, mientras este descubrimiento se mantenga no-
verbalizado, la persona no puede evitar aplicar la falsa generalización (...) Si una persona
está trabajando sola, el único modo que tiene de liberarse de las consecuencias de tal
“aprendizaje” es llevarlo a la etapa de la generalización conciente. Entonces puede examinar
su propio descubrimiento como si fuera propuesto por alguien más. El valor de esta
capacidad de tomar distancia a través del uso del lenguaje está, en mí opinión, al mismo
nivel que su valor para la comunicación [Hendrix, en M. C. Bateson, 1972, pp. 112-113].

Por lo tanto, es absolutamente necesario, dentro de un sistema terapéutico, que al menos una

65
“Ya que la familia es un grupo con una organización propia, el terapeuta debe entrar en ella como un conductor en
esta actividad especial y poco habitual de reunirse en una terapia, o como un reactor, que responde a lo que la
familia le presenta” (Beels & Ferber, 1972, p. 175)
persona tenga alguna hipótesis conciente sobre lo que ocurre o lo que ha ocurrido. E incluso puede
ser aún mejor para todos el tener alguna hipótesis aunque, fuera de las matemáticas (la disciplina de
Hendrix), es más difícil reconocer las generalizaciones “falsas” de las “verdaderas”. Además porque
los terapeutas no son -aunque parezca obvio- epistemólogos: son profesionales.

De acuerdo con Schön (1983), un profesional -en nuestro caso, un terapeuta- es alguien que
está en diálogo con la situación, no sólo con sus clientes. Por supuesto, es importante para él
dialogar con los clientes y en este diálogo debe dar lo mejor de sí, pero al mismo tiempo su diálogo
es con la situación terapéutica -la relación- como un todo, además de un diálogo consigo mismo
dentro de la situación. El terapeuta está dentro de la relación y al mismo tiempo la ve desde fuera, y
desde esa posición él cuestiona esta relación (y a sí mismo).

En una conversación reflexiva de un terapeuta, que él trata como única e incierta, éste
funciona como un agente/experienciante A través de esta transacción con la situación, él se moldea
y se hace a sí mismo parte de ella. Por lo tanto, el sentido que él crea de la situación debe incluir su
propia contribución a ella, aunque reconociendo que la situación, teniendo vida propia respecto a
sus intenciones, puede frustrar sus proyectos y revelar nuevos significados:

El entrevistador debe imponer un orden propio, saltando dentro más que cayendo dentro de
su transacción con la situación (...) Al mismo tiempo que el entrevistador intenta moldear la
situación hacia su marco, él debe mantenerse abierto a la respuesta de la situación. Debe
estar dispuesto a entrar en nuevas confusiones e incertezas. Por lo tanto, debe adoptar un
tipo de doble visión. Debe actuar de acuerdo con la visión que ha adoptado, pero debe
reconocer que siempre puede abrirla a la fuerza más tarde, de hecho, debe abrirla a la fuerza
más tarde para dar nuevo sentido a su transacción con la situación [Schön, 1983, pp. 163-
164].

Un buen terapeuta, podríamos decir, es uno que no sigue el libro. Mientras más experto el
terapeuta es, menos sigue su teoría. Es sensible a lo que la situación le dice -la respuesta de la
situación- más que a las teorías que tiene en su cabeza. En una perspectiva epigenética, el terapeuta
es guiado por la suma total de las teorías que ha aprendido y practicado en práctica profesional, que
ha aplicado para muchos problemas, además de las experiencias irrepetibles -profesionales y no
profesionales- de su vida. La habilidad del terapeuta para lidiar con la relación terapéutica depende
su historia personal, de su epigénesis personal. Dentro de la relación terapéutica, el terapeuta
presenta el problema único, el cual se confronta con su colección única de teorías y experiencias. A
partir de esto, él elige lo más adecuado para definir -antes de intentar resolver- el problema.
El terapeuta intenta resolver situaciones únicas más que situaciones standard, las cuales le
piden re-organizar a cada momento -a veces radicalmente, a veces marginalmente- su campo de
investigación y de trabajo. Su manera de interactuar con la situación, por lo tanto, no está dictada
por teorías, aunque está limitada por ellas. Es en las prácticas vivas, en la interacción dialógica con
los clientes en la cual participa, que emerge su calidad de ser terapeuta. En este sentido, las teorías
son un buen ancla: un conjunto de coordenadas más que verdaderas guías.

De este modo, mi cualidad específica, como un terapeuta, es mi habilidad de reflexionar en


la acción durante la terapia y a través de la relación terapéutica. Soy la persona que tiene que
justificar verbalmente lo que sucede en terapia, así como entenderla y explicársela a los demás,
también. Lo que no significa que los clientes no tengan algo que decir, sino que si ellos no tienen
ganas de decir algo, no tienen que hacerlo. Yo, como terapeuta, soy un experto -y acá contradigo a
la mayoría de los terapeutas constructivistas (ver Hoyt, 1998)- aunque no en el sentido de ser un
experto en cómo están hechos los pacientes o las familias. Soy un experto en la relación que emerge
entre yo y ellos. Si esta relación es significativa, si se crea el marco adecuado, entonces lo que diga
puede fomentar alguna evolución significativa. Las hipótesis del terapeuta pueden ser
perfectamente poco más que buenas historias: pero la relación que se establece permite que estas
historias tengan algún sentido para las vidas de los clientes.

Existe más en la relación terapéutica que el insight y la estrategia. Y existe más que la
técnica. Con esto, no quiero decir que ignoremos el insight o la técnica, ya que ambos son
importantes. Simplemente pienso que estos factores son fácilmente sobrevalorados. Considero la
relación terapéutica una propiedad emergente de las interacciones dentro del marco terapéutico. Es
difícil definir qué es y es difícil predecir que forma tomará, pero es posible definir las condiciones
para que aparezca. La creación de estas condiciones requiere algo de propósito conciente y algo de
experticia. El problema es definir la cantidad de ambos.

Podremos decir que el terapeuta debería ser conciente de sí mismo lo más posible, pero esto
a menudo es traducido como una versión suavizada del análisis de transferencia (ver Michels et al.,
2002) o como un llamado a la espontaneidad. Confiar simplemente en la espontaneidad, sin
embargo, conlleva el riesgo de infringir daño66. La espontaneidad pura pone en primer plano
nuestros prejuicios y hace más difícil la auto-corrección. Paradójicamente, si renuncio simplemente
a mi propósito conciente de una vez por todas, entonces corro el riesgo de volverme más autoritario:
ya que no me someto a control, puedo influenciar a mis clientes -y ser influenciado por ellos- sin

66
El mismo Freud no estuvo libre de esto. Muchos críticos contemporáneos (Masson 1990; Showalter, 1997) han
notado que su modo de conducir las sesiones a menudo forzaba a sus pacientes -especialmente a los histéricos- a
recordar seducciones o a manifestar fantasías (usualmente las que más le gustaban al carismático analista).
darme cuenta (En el capítulo 8, muestro un ejemplo donde definitivamente corrí este riesgo). Así
que es probablemente mejor para mí atenerme a una posición compleja, multifacética: mientras no
intento arrastrar a mis pacientes hacia algún lugar en específico, al mismo tiempo observo no sólo a
ellos sino que la relación entre nosotros, nuestras posiciones -relacionales- relativas. Durante este
proceso estoy abierto a lo que mis pacientes traen, las maneras en que cambian a su terapeuta, pero
intentando sopesar el proceso completo.

Esto me lleva a un movimiento de péndulo. Continuamente me rindo a mis sentimientos,


para luego salir de mí mismo y observar la relación. El tipo de conciencia resultante puede ser -en el
mejor de los casos- una conciencia sistémica o un darse cuenta de un modo de estar en el sistema
para ampliar la habilidad de él, más allá de la habilidad individual, de corregirse a sí mismo y
encontrar su propio camino. La auto-reflexividad del terapeuta, visto de este modo, se vuelve algo
más complejo que un mero darse cuenta del dónde está parado: se vuelve una prueba para
trascender el “uno mismo” que todos recibimos a través de condicionamientos y educación.

¿Puede esta conciencia sistémica, una conciencia de mí mismo no limitada al realismo


ingenuo del propósito conciente, ser una meta para los clientes, también? Pero, en ese caso, ¿No
estaré empujándolos a pensar en cierto modo (mi modo)? ¿No sería repudiar su autonomía?

Entonces, el terapeuta no debería apuntar a una conciencia puramente cognitiva, sino que a
una conciencia emocional. Por mucho tiempo la práctica sistémica se concentró en lo que Bateson
(1958) llamaría el eidos (el mundo cognitivo) más que en el ethos (el mundo emocional). Enfocarse
en la relación terapéutica ayuda a poner en primer plano los intercambios emocionales: si un
terapeuta está interesado en patrones observados, como las relaciones familiares en una terapia
familiar, tenderá a dar prominencia a los aspectos cognitivos, mientras la emoción es fundamental
para la relación terapéutica. De este modo, el examen de las mis emociones y las de los demás,
junto con el de la micro-cultura emocional del encuentro terapéutico, tiene un gran relevancia
terapéutica en la medida que el terapeuta también investiga su propio ethos, su propia
estandarización emocional. Esta es otra clase de actividad auto-reflexiva: ¿Cuál es el sentido que
adquieren las emociones dentro de este diálogo terapéutico particular?

En todo caso, en terapia -incluso en terapia individual- el terapeuta y el cliente no están


nunca solos. Siempre hay un contexto -una multiplicidad de contextos- en los cuales están
participando. Como un terapeuta sistémico, siempre intento de tener un sentido de no sólo mi
posición respecto al cliente -después de todo, esto es investigado detalladamente en el análisis de la
transferencia y contratransferencia- sino que también mi posición en muchos sistemas en los cuales
la relación terapéutica está incluida.
Se trata de estar más conciente de mis prejuicios, de mi relación con el otro, del contexto de
la relación y de tener esto en mente cuando actúo en terapia. Esto puede ser descrito como una
conciencia sistémica, o una conciencia de segundo-orden: conciencia sistémica porque intento de
estar conciente no de “mí mismo” (como si “mí mismo” fuera un objeto, limitado por mi piel) sino
que de mis relaciones, desde mi posición en la red de relaciones, y una conciencia de segundo orden
porque debería ser una conciencia de la matriz en la cual se basa mi conciencia misma.

Esta conciencia me transforma en un investigador: no sólo un investigador de características


únicas de un único caso, sino que un investigador de mi propio modo de acercarme al caso, en la
singularidad de mi ser en el caso. Intento examinar lo que hago en conjunto con mis clientes y así
aumento mi conciencia de mi manera de operar con ellos.

De este modo, la auto-reflexividad terapéutica no se limita ni a los pacientes ni a los


terapeutas. Puede ser una auto-reflexividad de la relación terapéutica misma. La relación terapéutica
evoluciona y su evolución lleva a una auto-reflexividad de la relación sobre sí misma. Esta auto-
reflexividad no es siempre conciente para el cliente y ni siquiera para el terapeuta. Pero mi opinión
es que, cuando la terapia funciona -es decir, cuando la terapia aumenta el bienestar del terapeuta y
los clientes- entonces es que un proceso auto-reflexivo de este tipo ha ocurrido.
CAPÍTULO SIETE

Diálogos y sistemas
La terapia -necesariamente- supone un diálogo. Fuera del diálogo, la terapia simplemente no
puede existir. Lo que podemos discutir, sin embargo, es el específico tipo de diálogo del cual están
hechas nuestras terapias. Desde este -considerablemente diferente- punto de vista, las peculiaridades
comienzan a emerger. Pienso que tales peculiaridades y diferencias no están relacionadas con el rol
jugado por el terapeuta dentro del diálogo terapéutico y al rol opuesto (o roles opuestos)
consecuentemente jugado por el o los clientes. Para ilustrar mis reflexiones, comenzaré con un
ejemplo clínico.

Los terapeutas incomprensivos


La situación es una supervisión clínica, en forma de role-play con un equipo de supervisión,
que se lleva a cabo durante un curso en Brisbane. En esta ocasión me toca ser coordinador del
equipo. Nos presentamos con una pareja de algo menos de 60 años. “Joan” es una mujer de
principios, criada en una familia religiosa, profundamente cristiana. Su madre ha sufrido de una
dolencia indefinida toda su vida y en su virtual ausencia, Joan, la primogénita, tuvo que “criar cinco
hijos, ¡era mi responsabilidad!”. A su padre, un pastor cristiano en un pequeño ambiente rural,
aparentemente le preocupaban mucho más sus fieles que su hija. A su vez, “Richard”, que viene de
una familia más acomodada, aparentemente centrado en la autorrealización. De acuerdo con Joan,
Richard, el menor de tres hijos, ha sido siempre “el niño de oro” para sus padres. Tranquilo, auto-
controlado y muy reservado, se ha opuesto fuertemente a lo que él siente como un intento
incansable de Joan de llamar su atención. La vida de Joan parece dominada por el tema de la
enfermedad: ella se queja de muchos problemas de salud -de hecho, ella pasó por una operación de
cáncer de mamas hace 12 años- y siente que su esposo es frío y distante. Richard, en cambio, sufre
de un Parkinson descubierto hace poco y que progresa rápidamente, frente a lo cual rechaza
cualquier ofrecimiento de ayuda de parte de Joan.
Todo esto lo sabemos a través de una entrevista difícil, donde las dos co-terapeutas se
muestran muy cautas y a ratos bloqueadas, como si la pareja los detuviera de interferir con su
sufrimiento privado: a veces no contestan, a veces ofrecen respuestas tangenciales y confusas.
Cuando las terapeutas se integran a la discusión del equipo, la atmósfera se vuelve bastante
sombría. Se oyen comentarios incómodos en la habitación. Alguien habla de apego ambivalente
inseguro (la petición de Joan de apoyo y su imposibilidad de aceptar el apoyo de las terapeutas);
otra persona enfatiza su pasado difícil, la ausencia de figuras parentales confiables; otro se enfoca
en Richard, en su orgullo y su aislamiento, proveniente de una familia muy exigente pero distante.
El sentimiento general es de un aislamiento y profunda tristeza, aunque alguno recuerda que ellos
han estado juntos hace 25 años y que si aún lo están, debe haber algo fuerte entre ellos que los une.
Al final -ya que el tiempo es limitado, además- el equipo acuerda mandar el mensaje a la
familia, basándose en una hipótesis que acentúe la diferencia de lenguaje entre los dos esposos, uno
emocional y demandante, el otro híper-racional y aislado, además de las dificultades de un
intercambio auténtico y significativo entre ambos. Todo esto está profundamente enraizado en sus
respectivas historias familiares, la ausencia de equilibrio entre las dos familias, de las cuales ambos
llevan las cicatrices. Al mismo tiempo, las terapeutas deberían además enfatizar en su
entendimiento del profundo sufrimiento de cada uno de ellos y de la soledad de sus vidas (en
general, un tipo muy clásico de intervención, incluso pasado de moda, al estilo milanés67).

La versión elegida por las terapeutas es más o menos la siguiente:


Nuestros colegas y nosotros vemos que las raíces de lo que les ocurre a ustedes en estos días
se encuentran muy en el pasado, dentro de sus familias de origen, donde ustedes dos han tenido que
vivir en condiciones desfavorables. Tú, Joan, has tenido que enfrentar la vida con una madre que no
estaba totalmente disponible para ti y con un padre que estaba dedicado a su misión, por lo que has
debido hacerte cargo. Y tú, Richard, en una familia que te consideraba el “niño de oro”, has tenido
que llenar altas expectativas, preocupándote más sobre tus logros que de ti mismo o tus relaciones.
Y ahora esas diferencias hacen difícil entenderse totalmente entre ustedes y dejar que los otros los
entiendan. Podemos apreciar todo el dolor y la soledad de ustedes.
Al final de esta entrega -que es, como es habitual, mucho más larga y compleja que lo que
usualmente se dice en los libros pero puede ser resumida de este modo- la pareja queda petrificada y
en silencio por un rato (Ellos han escuchado todo el tiempo, inexpresivos, sin dar una sola pista de
sus sentimientos). Hasta que Joan pregunta: “Sí, pero ahora, ¿que tenemos que hacer? Y Richard,
siempre razonable y competente: “¿Podríamos tener un par de sesiones individuales?”. El resultado
de la sesión está lejos de ser satisfactorio. Afortunadamente una de las ventajas del role-play es la
posibilidad de identificar qué salió mal, deshacerlo y volver a re-vivir la experiencia en un modo
diferente.

Tres versiones del terapeuta


¿Qué impidió al -ficticio- equipo terapéutico tener un impacto positivo en la -ficticia-
pareja? Muchos factores, por supuesto, incluidas algunas características del equipo de supervisión

67
Ejemplos de tales intervenciones, aunque mucho más focalizadas -y con resultados muy distintos- pueden
encontrarse en Paradox and Counterparadox (Selvini Palazzoli et al., 1978a) y Milan Systemic Family Therapy
(Boscolo et al., 1987).
(que no consideraré aquí). Los factores principales, de todos modos, fueron, según las reflexiones
del grupo:

1. Terapeutas y equipo terapéutico poniendo atención a “cosas” -hechos, fechas, personas- más que
a procesos; aún cuando se hablaba de emociones, se tendía a reificarlas.
2. La situación de pareja fue considerada, por lo tanto, una -invariante- realidad más que una
hipótesis.
3. La emoción prevalente -la desesperación- fue considerada como una cosa también, y no se hizo
ningún intento de introducir alguna esperanza.
4. Todo esto era aceptable, después de todo, y podría haber tenido algún efecto positivo en la pareja,
si no fuera por otra característica de la conversación: se desarrolló como una serie de monólogos
más que como diálogos. Los miembros de la pareja entregaron dos monólogos, el equipo tendió a
imponer su visión sobre la de las terapeutas, quienes, a su vez, intentaron imponer la propia a sus
clientes, quienes terminaron sintiéndose profundamente insatisfechos.

En pocas palabras, una falta de perspectiva dialógica. El hecho llamativo es lo que esta clase
de interacción implicaba, de parte de las terapeutas, una actitud que ha sido llevada adelante
(aunque con consecuencias más afortunadas) por generaciones de terapeutas, que me gusta llamar la
actitud del terapeuta como héroe. Tal actitud ha sido contrastada más recientemente con otra, que
defino como la actitud del terapeuta como oyente compasivo. Mi actitud personal es diferente a las
anteriores y la llamo actitud del terapeuta como interlocutor con opinión. En este capítulo intento
identificarme a mi mismo y al tipo de diálogo que propongo, debido a que cada una de estas
actitudes -cada una de estos tipos de terapeutas- tiene a participar en el diálogo terapéutico de una
manera muy particular.

El terapeuta como héroe


Desde el comienzo, la actitud del terapeuta fue diferente a ésta. Podríamos llamarla actitud
del terapeuta como un intérprete experto, refiriéndonos, por supuesto, al psicoanálisis, que mantiene
esta posición, aunque con muchas variaciones, hasta el día de hoy. Pero la dejaré a un lado para
concentrar mi atención en la actitud del terapeuta como héroe, que es parte -una parte fundamental-
de la tradición estratégica y estructural y ha sido adoptada además por muchos terapeutas sistémicos
de la primera generación. Pone al terapeuta como un deus ex machina que genera cambio,
asumiendo la completa responsabilidad por él. El cliente se rinde totalmente al terapeuta, el
terapeuta toma decisiones -además- por el cliente. El terapeuta no siempre dice la verdad (o lo que
él supone que es la verdad). Usualmente él da al cliente una versión de la verdad modificada para
así alcanzar una meta (que ha sido acordada con el paciente).
Un ejemplo impactante es la connotación usada por el equipo original de Milán (Selvini
Palazzoli et al., 1978a). Cuando los miembros de aquel equipo connotaban positivamente todas las
conductas e interacciones de todos los miembros de la familia, ellos usualmente no revelaban su
verdadero pensamiento: ellos pensaban, en cambio, que la mayoría de los comportamientos
familiares eran movimientos dentro de un juego de poder. Pero el hecho de considerarlos -incluidos
los síntomas psicóticos y anoréxicos, así como los comportamientos de crítica y control- como actos
altruistas, era una manera de provocar a la familia sin, al mismo tiempo, individualizarlos con el
resentimiento y la crítica misma, porque es difícil criticar o enojarse con un comentario positivo
(Boscolo, comunicación personal).
El primer verdadero héroe en terapia fue, sin duda alguna, Milton Erickson. Si Jay Haley -
empezando desde su primer libro, The Strategies of Psychotherapy (1963)- es el teórico original del
uso del poder en terapia, Erikson es la fuente de Haley y su mentor clínico. Muchos psicoterapeutas
antes de él -comenzando con Freud mismo, quien rechazó la idea del psicoanálisis como un
ejercicio de poder sobre los pacientes- han tendido, de hecho, que abandonar esta actitud de poder.
Según Freud (1916-17), el analista no intenta influenciar a los pacientes, sino que, a través del uso
de las asociaciones libres y del trabajo con la resistencia, ayuda al paciente a encontrar su propia
verdad. Aunque, al mismo tiempo, la misma idea de “vencer la resistencia” necesita un fuerte
asimetría de poder en la relación paciente/analista, como Haley advierte en The Art of
Psychoanalysis (Haley, 1958)68.
Aparte del ejemplo ericksoniano, el cual es probablemente el más patente caso de persuasión
en terapia familiar, muchos terapeutas familiares de la primera generación tendían a ser héroes. Si
uno observa una terapia grabada en video, conducida por Salvador Minuchin (aunque es suficiente
leer, por ejemplo, uno de las transcripciones incluidas en Psychosomatic Families, Minuchin,
Rosman & Baker, 1978), se puede ver un terapeuta muy directivo que intenta empujar -o arrojar- a
la familia en una dirección bien definida, sabiendo exactamente lo que es mejor para ellos (uno
puede observar que Minuchin es en extremo sensitivo a las respuestas de la familia y rápido en
corregir sus intervenciones para igualar los deseos de ellos, pero esto no altera su actitud básica).
Los diálogos del héroe son persuasivos, lo que el lingüista Tullio Maranhao (1986) ve como
algo muy similar a la tradicional retórica, especialmente en su versión griega temprana, así como en
el diálogo socrático69.

68
La tendencia de Freud a conducir a sus pacientes hacia su versión de la verdad puede ser observada en algunos casos
clínicos, como en el caso de “Dora” (Freud, 1905e) y el caso del “Hombre Rata” (Freud, 1909d). Ver, por ejemplo,
las críticas de Jeff Masson (1988) y el análisis en profundidad de Patrick Mahonny (1984, 1996), el cual contiene
también una detallada bibliografía en ambos casos.
69
Para retórica contemporánea, ver Perelman y Olbrechts-Tyteca (1958).
Sócrates tienta a su adversario a ir sobre hielo delgado para mostrarle que él no sabe cómo
elegir su terreno. La táctica de probar el punto de uno, antes mostrando lo absurdo del de
otro, es característico de la cultura clásica (...) Las asimetrías de poder de la organización
política en la antigua Grecia no estaban encubiertas, como las están ahora, por una ideología
de igualitarismo [Maranhao, 1986, p. 202].

Mientras a nosotros nos gusta suponer que dos interlocutores siempre empiezan desde una
posición idéntica, donde los hechos externos “objetivos” probarán quien está bien y quien está
equivocado, los griegos antiguos estaban listos para reconocer las posiciones relativas de poder.
Además, en nuestra civilización, damos por sentado que en muchos discursos existe un amplio uso
de la persuasión, pero no en el discurso científico, que debería ser el único discurso basado
íntegramente en el conocimiento y el pensamiento. Ahora bien, el trabajo psicoterapéutico es, desde
este punto de vista, ambiguo, porque la psicoterapia siempre ha sido, hasta un cierto punto, un
discurso retórico, pero por otra parte, ha buscado por mucho tiempo una base científica (cosa que es
cierta para cualquier psicoterapia). Aquí, Erickson es una figura clave, precisamente porque él
siempre enfatizó su falta de base teórica, por una parte, y su pragmatismo por otra. Sin fundamentos
teóricos, él tenía una muy sofisticada teoría de la técnica. Así, Milton Erickson, entre los
psicoterapeutas, el que más se parece a un retórico puro.
Por ejemplo, dentro de un diálogo, todos deseamos que nuestro interlocutor se muestre
atento y espontáneo. Desde este punto de vista, Erickson era el terapeuta perfecto en la
conversación, ya que siempre daba a sus interlocutores la impresión que él era totalmente
espontáneo e involucrado en el diálogo, aunque el uso de sus palabras era siempre en extremo
acertado y bien planificado70. Para lograr esto, él usaba lo que Haley (1967) llama su increíble
poder de observación. Erickson era capaz de escuchar y observar al otro, y mientras lo hacía, podía
usar su lenguaje verbal y no-verbal, literalmente entrando en el mundo del otro. Pero al mismo
tiempo, él entraba en su mundo propio para dirigir la conversación. Tal terapia no era totalmente
dialógica, ya que suponía que solo una de las dos partes cambie: es decir, el cliente. El terapeuta
(presumiblemente) no cambiaba. El cambio del cliente provenía de una modalidad persuasiva de
parte del terapeuta.

El terapeuta como oyente compasivo


Aunque muchos terapeutas usan aún -usualmente con buenos resultados- modelos
reconocidos en el tiempo como los estructurales, ningún terapeuta mantiene actualmente la actitud
70
“El terapeuta que los emplea debe entrenarse, debe ejercitar y aún si hace todo esto en la práctica clínica real, su
acciones verbales son torpes al principio y dudosas al final y nunca tienen la frescura de una conversación
espontánea” (Marahao, 1986 p. 222).
heroica, excepto los mismos grandes maestros, que ciertamente pueden hacerlo gracias a su gran
carisma. Años atrás, sin embargo, todos trataban de adoptar esa misma actitud, así que una buena
pregunta podría ser: ¿por qué esto ya no sucede? Algunas de las respuestas ya han sido vistas en el
primer capítulo. Aquí, de todos modos, intentaré profundizar aún más.
Empecemos con el modelo que yo conozco bien, el modelo de Milán. Si uno observa las
sesiones conducidas por Boscolo o Cecchin -aunque un libro debiera bastar, en este caso Milan
Systemic Family Therapy (Boscolo et al., 1987)- uno encontrará a un terapeuta mucho menos
directivo y más delicado en sus preguntas. Su plan de acción emerge en una manera muy sutil: por
ejemplo, en su elección de a quién hacer las preguntas, la elección misma de qué tipo de preguntas
hacer, sus comentarios (o la famosa intervención final, que sigue siendo una característica inevitable
del modelo en esta etapa). El terapeuta, por lo tanto, aún mantiene la posición de poder, pero con
más posibilidad de ser ignorado por la familia. De hecho, si un miembro de la familia no quiere
escuchar a Minuchin, él entra en un choque; mientras que si esto ocurre frente a Boscolo o a
Cecchin, la persona simplemente no escuchará, aunque el terapeuta sin duda hará algo para traerlo
de vuelta a su plan de acción después de tal “insubordinación” (Viaro & Leonardi, 1990). El
objetivo –declarado- de la terapia, en este caso, es crear un proceso reflexivo con los clientes, en el
cual ellos eventualmente encuentren su propia “verdad”. No sólo eso, se espera que el proceso no se
detenga con el final de la terapia, sino que continúe sin la ayuda del terapeuta el tiempo que sea
necesario.
Por otra parte, el cliente no es totalmente libre, ya que de otro modo -en este encuadre
terapéutico- la terapia sería inútil. Debe haber alguna influencia, aunque desplazada a otro nivel
lógico. El terapeuta debe tener algunos secretos hacia el cliente. Yo mismo lo digo en el libro que
co-escribí con Luigi Boscolo, Systemic Therapy with Individuals (Boscolo & Bertrando, 1996),
cuando afirmo que el terapeuta debería ser opaco, al menos hasta un cierto punto. Esta es
precisamente la actitud que ha sido criticada por terapeutas que proponen una actitud abierta para el
terapeuta, la actitud -en palabras mías- del terapeuta como oyente compasivo.
Probablemente el primer terapeuta en introducir tal actitud fue Tom Andersen, en su clásico
artículo sobre el reflecting team (Andersen, 1987). En todo su trabajo, Andersen desafía dos
suposiciones: a saber, que el terapeuta (y el equipo terapéutico) debe ser opaco y que sus ideas
deben introducir algún fuerte elemento inesperado para el mundo de los clientes:

Si la gente se expone a lo usual, permanecen igual. Si se encuentran con algo inusual, esto
podría producir un cambio. Si lo nuevo que conocen es (demasiado) in-usual, ellos se
cierran para no ser influenciados lo que nosotros, los que supuestamente les ayudamos,
deberíamos enfrentar para ofrecer algo inusual pero no demasiado in-usual en las
conversaciones en las cuales tomamos parte con esas personas (...)
Ya que lo demasiado inusual podría amenazar la integridad de la persona, encontramos de
suma importancia organizar nuestro trabajo de tal manera que los que vengan a hablar con
nosotros tengan la oportunidad continua de decir no a un modo de conversar, su contenido,
su contexto o a todo esto [Andersen, 1991, pp. 19-31].

Los elementos de esta actitud pueden encontrarse además en la terapia narrativa de Michael
White y en la mayoría de los modelos adoptados dentro del campo de la terapia familiar, así como
en muchas terapias constructivistas y postmodernas (ver Hoyt, 1988). La terapia conversacional de
Harlene Anderson, la cual debe mucho a la terapia centrada en el cliente de Carl Rogers, es otro
ejemplo emblemático (Anderson, 2001). El modelo de diálogo abierto de Jaakko Seikkula (2002)
lleva esta actitud a sus límites, trabajando con aquellas mismas familias golpeadas por un episodio
psicótico para las cuales fueron creados los métodos sistémicos originales, en los inicios de la
terapia familiar.
Según Gadamer (1960), para entender un texto -o un discurso- deberíamos suspender
nuestros prejuicios. Por otra parte, ya que es imposible hacernos a un lado de nuestros prejuicios,
podemos al menos volvernos concientes de su naturaleza y alcance71. De todos modos, nos
encontraremos siempre dentro de lo que Gadamer llama nuestro horizonte cultural, que significa
que al trabajar en un texto -discurso- deberíamos hacernos más concientes de los límites de nuestro
horizonte. Los terapeutas conversacionales llevan esta posición al extremo, al suponer que
deberíamos abstenernos de entrar con nuestros prejuicios al diálogo, ya que de otro modo lo que
introducimos es inevitablemente un monólogo (sin darnos cuenta de ello).
Como cualquier otra posición, esto implica algunos prejuicios también. Dos de ellos son los
más cruciales: primero, la mayoría de los problemas surgen del hecho que la persona que tiene
problemas se encuentra en una posición algo desaventajada y debe recibir ayuda para expresarse
libremente y, segundo, dar espacio al discurso del otro es terapéutico en sí mismo. Una vez más,
Tom Andersen ejemplifica su accionar en su forma más pura:

A menudo noto que a la persona que se le da la oportunidad de hablar sin ser interrumpida
muy a menudo se detiene y empieza de nuevo, como si su primer intento no fuera
suficientemente bueno. El cliente busca la mejor manera de expresarse a si mismo/misma:
las mejores palabras para relatar lo que el o ella quiere relatar, el mejor ritmo, el mejor
tempo, etcétera.
Un prerrequisito importante para ser capaz de escuchar y ver cuidadosa y precisamente a la

71
Este modo de razonar muestra muchas afinidades con las ideas de Cecchin, Lane and Ray (1994).
vez, es, para el que escucha (ej. el terapeuta), el evitar pensar que la persona que habla
quiere decir algo más que lo que él o ella dice. No hay nada más en la enuciación que la
enunciación; no hay nada más dicho que lo que ha sido dicho; no hay nada más mostrado
más que lo que es mostrado. Nada más [Andersen, 1995, pp. 24-25].

Al parecer, Andersen piensa que “Todo el mundo quiere decir lo que quiere decir”, pero
¿cómo puedo yo estar seguro que lo que se quiere decir es aparente para mí es el mismo que el otro
quería comunicar? Aquí Gadamer -o el mismo Bakhtin- podría argumentar que cualquier
enunciación no es una enunciación “como tal”, sino que es una enunciación que debe ser
interpretada por alguien. Sin interpretación, no hay enunciación. Lo que implica que, para entender
lo que el hablante quiere decir cuando dice lo que dice, yo aún tengo que entablar un diálogo al cual
necesariamente entraré con todas mis premisas, interpretaciones y actos de habla en una posición
muy activa. Aquellos prejuicios probablemente tengan algo que ver con los grupos sociales que
dieron origen a los creadores de estos modelos: Michael White (1989), por una parte, desarrolló su
versión de terapia narrativa mientras trabajaba con niños encopréticos y sus familias, y Jaakko
Seikkula (Seikkula & Olson, 2003) por otra parte, mientras trabajaba con familias en las cuales
había ocurrido un episodio psicótico agudo. Por supuesto, en ambos ejemplos, la posibilidad para
los clientes de cambiar una posición muy desaventajada y simplemente hablar fue un quiebre que
produjo efectos en extremo positivos. Esto no significa, sin embargo, que sea siempre así.
Consideremos otro ejemplo, un terapeuta amigo y supervisor me cuenta el triste caso de un
colega hombre, un sexólogo, quien por mucho tiempo, había atendido en terapia individual a una
mujer que venía a su oficina y contaba historias sobre ella. Aparentemente, el proceso mismo de
contar sus historias tuvo un efecto positivo en la cliente. El terapeuta permitió esto por un largo
período de tiempo, con muy pocas intervenciones de su parte. Este -presumiblemente- feliz acuerdo
continuó hasta un día en que, de la nada, la mujer decidió demandar al terapeuta por abuso
profesional: él había tratado de seducirla, le dijo ella al juez, cada semana en su oficina se le
insinuaba, la acosó, incluso amenazó con violarla. El sexólogo, ahora, está preocupado y
aterrorizado.
Escuchando la historia, tengo algunas dudas: ¿es posible que las acusaciones fueran
verdaderas? Pero el sexólogo -según mi amigo- está lejos de cualquier sospecha, ya que es un
hombre en extremo correcto. Al pasar de los días me entero que después de un tiempo -y después de
que la investigación arrojara muchas inconsistencias en su historia- la mujer aseguró que ella en
realidad estaba en un estado delirante durante toda su terapia. Mientras el sexólogo escuchaba sus
narrativas, ella estaba convencida que él tenía pensamientos de seducción hacia ella, y más adelante
ella realmente comenzó a sentir, ver y percibir que él la seducía. El hecho fue que ellos dos estaban
habitando mundos diferentes: para él, ellos estaban compartiendo una narrativa, para ella, ellos
estaban lejos y él era amenazante. Su diálogo nunca fue un verdadero diálogo.
Tal -potencialmente trágico- malentendido fue, por supuesto, responsabilidad completa del
sexólogo, más allá de su orientación teórica. Porque creo que existe un serio riesgo al interior de su
actitud de oyente compasivo, del mismo modo en que existen serios peligros -hoy en día
reconocidos por todos- en la actitud heroica. El problema principal aquí es que la figura del
terapeuta (y su discurso) se desvanece. El antiguo héroe se vuelve un testigo silencioso, cada vez
más parecido a un confesor, pero sin la posibilidad de dar penitencia y de algún modo forzado a
absolver. Para mí, otra actitud es recomendable.

El terapeuta como interlocutor con opinión


La antítesis entre el héroe y el oyente compasivo es similar -aunque no exactamente igual- a
la delineada en el primer capítulo, entre influenciar y entender: ¿Cómo es posible abstenerse de
persuadir en un contexto que tiende a volverse persuasivo desde su misma naturaleza? 72 Para mí, la
única posibilidad de resolver esta antítesis (o al menos intentarlo, ya que una solución definitiva es
imposible) es un tipo de diálogo donde el terapeuta tiene ideas (hipótesis vagamente construidas a
veces, bien elaboradas en otras) que pone siempre en juego con el cliente. Este terapeuta puede -de
manera respetuosa- afirmar sus ideas para darlas a entender, pero al mismo tiempo siempre dejando
la última palabra a los clientes. Con sus ideas, hipótesis y emociones que fluyen libremente en el
discurso, el terapeuta no trata de influenciar a sus clientes (aunque a veces la posibilidad de entrar
en una actitud influyente es fuerte y probablemente no puede ser evitada). El terapeuta intenta,
como vimos anteriormente, introducir en el discurso algunas propuestas sobre el “cómo” las cosas
suceden, más que sobre el “por qué” ocurren o “qué” debería hacerse. Para tener una idea de cómo
suceden estos diálogos, debemos mirar de cerca la noción misma de diálogo. Y aquí Bakhtin y su
dialogismo pueden ayudarnos.

El discurso no refleja una situación: es una situación (Holquist, 2002). De acuerdo con
Bakhtin, el diálogo no es un concepto estrictamente lingüístico. El diálogo se refiere a la
estructura misma del conocimiento humano (de la existencia humana):
En el dialogismo, la conciencia es alteridad. Más precisamente, es su relación diferencial

72
De hecho, el diálogo Socrático tuvo que enfrentar la misma paradoja: cómo usar las herramientas retóricas sin
convertirse en presa de la naturaleza persuasiva de la retórica. En la versión de Platón de Sócrates -hay que entender
que no hay acceso directo al pensamiento original de Sócrates, ya que el nunca escribió nada- el acento está en la
dialéctica, considerada como un medio para alcanzar el verdadero conocimiento. Pero para ayudar a la gente a
acceder a tal conocimiento, Sócrates usa herramientas retóricas: por ejemplo, cuando establece que una persona
toma una medicina para su salud, no porque el doctor lo indicó (no en respuesta a una persuasión), sino que debido a
que respecto a esto surge una motivación interna. Esta es una afirmación con la que muchos terapeutas estarían de
acuerdo, excepto que el mismo hecho de proponer tal argumento es retórico en sí mismo (ver Marahao, 1986).
entre un centro y todo lo que no es ese centro (...) [Para Bakhtin] el self es dialógico, una
relación [Holquist, 2002, pp. 18-19].

Cuando hablamos, cuando intercambiamos significados entre nosotros, no introducimos -


sólo- el mundo formal e impasible del lenguaje como lo ven los lingüistas, sino que además un
mundo de discursos múltiples, determinados socialmente, co-presentes y a menudo irreconciliables.
Este -necesario- concepto del lenguaje es la heteroglosia de Bakhtin. Terapéuticamente hablando,
esto supone dos grupos de consecuencias. El primero es muy conocido para los teóricos clínicos del
diálogo abierto: el lenguaje no puede ser reducido a ningún conjunto individual de significados.
Como terapeuta, yo debería siempre estar alerta de esta pluralidad y nunca intentar imponerme
sobre mi interlocutor. Esto, para mí, es muy diferente al terapeuta estratégico típico, desde Erickson
en adelante, así como al psicoanalista freudiano tradicional, aunque los psicoanalistas que trabajan
desde la hermenéutica o con una base narrativa están más cerca de esta visión (Schafer, 1992;
Spence, 1982; ver Ricoeur, 1965, para una visión más problematizada sobre el sujeto).
La segunda consecuencia nos lleva más cerca al concepto de contexto de Bateson (1955). Yo
debería estar también conciente, como terapeuta, de que no puedo elegir totalmente un significado,
ya que mis significados -y sobre todo los significados que mis interlocutores dan de lo que digo o
hago- están moldeados por el contexto en el cual estamos incluidos. Por supuesto, esto también es
cierto con respecto a los significados que doy a las palabras y acciones de mi interlocutor. La
terapia, desde esta visión, es un proceso continuo de negociación de significados, donde es
imposible alcanzar un punto final, pero donde cada negociación abre nuevos contextos que crean
nuevos significados y así sucesivamente. Los terapeutas y los clientes son extremadamente activos
en este proceso, como por supuesto otras personas e instituciones no directamente involucradas en
el diálogo terapéutico, pero sí participando en la generación de contextos: todos aquellos que
contribuyen al sistema significante que rodea -moldea y participa en- el diálogo terapéutico.
Lo esencial aquí no es la palabra, sino la verdadera enunciación de esa palabra. Para
Bakhtin, el discurso es la actualización de un significado dentro de un -único- específico contexto
(Morris, 1994). Esta contextualización de significado emerge en el diálogo: todo lo que digo está
inscrito en un intercambio interminable con otros:

Cada enunciación genera una respuesta en el otro que la recibe, incluso si esa respuesta se
encuentra sólo en el diálogo interno. Sin embargo, la enunciación inicial ya anticipa esa
respuesta activa en el que recibe y, de este modo, se moldea a sí mismo para tomarlo en
consideración. Pero ninguna, por supuesto, fue la enunciación “inicial” realmente la primera
palabra en cualquier sentido. Inevitablemente, su forma está moldeada no solo por la
respuesta futura, sino que además por la “respuesta” a todas las enunciaciones relevantes
previas.[Morris, 1994, p.5].

“Mónica”, una de mis clientes individuales, propone una idea durante uno de nuestros
encuentros y, entonces, repentinamente guarda silencio. Le digo que tengo la impresión que ella se
está protegiendo, abrazándose a sí misma -confiando en mi entendimiento de la comunicación no-
verbal- después de lanzar un tema potencialmente peligroso. Ella parece sorprendida: Yo reflexiono
sobre aquello. Ella define nuestros diálogos como una suerte de partido de tenis, donde la pelota es
golpeada de un lado para otro, de un modo a veces justo y otras que no lo es, pero siempre en un
margen de intercambio. Su enunciación -una reflexión sobre la relación terapéutica- es impulsada
por mi comentario, el cual es, en cambio, generado por la mímica y la postura.
Decir que cada enunciación es contextual no significa sólo que cada palabra es moldeada
por el contexto social y cultural donde nació, sino que cada contingencia es capaz de modificar su
significado sutilmente. Esto es -además- la razón de por qué es tan difícil captar la magia de muchos
intercambios terapéuticos cuando se lee una trascripción o se ve una grabación en video, incluso
observando la sesión misma detrás de un espejo unidireccional: sin percibir la sutileza de los tonos
de voz, los movimientos mínimos, las posturas recíprocas, los cambios en el color de la piel,
perdemos justamente los elementos que le dan vida a los diálogos mismos. Un discurso no está solo
hecho de palabras, cosa que Bateson simplemente sabía demasiado bien.
El aforismo de Von Foerster, que dice que el oyente da sentido a cada comunicación, tiende
al monólogo más que al diálogo73. En el diálogo, el sentido es lo que emerge de la interacción
dialógica, donde no puedo estar seguro de que el otro me entenderá de acuerdo a mi intención, pero
al mismo tiempo lo que digo pone algún límite en la amplitud de lo que el otro puede modificar o
transformar de mi mensaje74. Y todo este proceso ocurre dentro de una serie de marcos
concéntricos: contexto cultural, social y el -para nosotros, crucial- marco de la terapia.
Ya he dicho que cualquier acto de significado no puede ser considerado desde una posición
absoluta de mi parte (como en la física newtoniana, usando una célebre metáfora), sino sólo
tomando un punto de vista definido (como en la relatividad de Einstein). Pero una visión dialógica
va un paso más adelante. Un punto de vista humano nunca es conclusivo, cerrado en sí mismo. La
persona siempre está in fieri, en el acto de construirse a sí mismo. Su punto de vista está siempre

73
La posición de Von Foerster es muy similar a estética de la recepción del lector (ver Holquist, 2002, pp. 140-141).
“Pero la enunciación monologista es, después de todo, aún una abstracción...Cada enunciación -sin excepción de la
enunciación escrita finalizada- responde a algo y, a su vez, se presume que sea respondida. Es el último eslabón de
una cadena de acciones del habla” (Voloshinov/Bakhtin, 1923, citado en Holquist, 2002, p. 59).
74
Lannamann (1988) describe un caso donde un equipo terapéutico, enfrentando la situación de una pareja muy
demandante en la cual uno de ellos sufría de depresión, no logra responder a tales demandas y entrega, en cambio,
un reencuadre intelectual, basado en la conversación del equipo detrás del espejo. En este caso, el equipo privilegió
su diálogo interno más que el diálogo con sus clientes.
construyéndose en relación con otros puntos de vista. Y esto es una relación (dialógica) que es
constitutiva para mí, dándome el nivel de una persona que podría definir su punto de vista sólo en el
diálogo con otras personas (siempre de manera provisional).
De este modo, lo que digo puede ser entendido -y adquirir sentido- sólo contra un trasfondo
de lenguaje, un trasfondo constituido no sólo por entidades abstractas, sino que por “cosas” dichas
concretamente por la gente. El lenguaje como un todo no es considerado por Bakhtin como un
sistema o una estructura, como lo hizo de Saussure (1922), sino que es visto como una intersección,
una maraña de actos de habla individuales:

Y toda enunciación está orientada hacia este trasfondo aperceptivo del entendimiento, que
no es un trasfondo lingüístico, sino que es uno compuesto de objetos específicos y
expresiones emocionales. Es ahí donde ocurre un nuevo encuentro entre la enunciación y la
palabra extraña, que se hace sentir como influencias nuevas y únicas en su estilo [Bakhtin,
1935, p.281].

Aquel estilo personal es, a su vez, algo que cada uno de nosotros debe obtener de la
interacción dialógica. En palabras de Bakhtin:

El estilo contiene índices orgánicamente dentro de sí mismo que llegan a su exterior, una
correspondencia entre sus propios elementos y los elementos del contexto ajeno. La política
interna del estilo (el modo cómo los elementos están puestos entre sí) está determinada por
su política externa (su relación con el discurso ajeno). La palabra vive, por así decirlo, en el
límite entre su propio contexto y otro contexto, ajeno [Bakhtin, 1935, p.284].

Cada palabra “tiene el sabor” del contexto y los contextos en donde ha vivido su vida
socialmente cargada; todas las palabras y formas están llenas de intenciones. Los tintes
contextuales (genéricos, tendenciales, individualistas) son inevitables en la palabra [Bakhtin,
1935, p. 293].

Como ocurre usualmente, tales proposiciones pueden ser vistas como una descripción del
lenguaje en algunos contextos –Bakhtin tomó como ejemplo la novela, pero su discurso puede
referirse a cualquier discurso humano- o como una prescripción para un hablante. Bakhtin habla de
un “discurso a dos voces”, aludiendo a las palabras que contienen dentro de sí mismas un diálogo
posible, incluso antes que el diálogo mismo ocurra: “Un diálogo potencial está encerrado en ellas,
uno como no desplegado aún, un diálogo concentrado de dos voces, dos visiones de mundo, dos
lenguajes” (Bakhtin, 1935, p. 324-325). Esto podría ser la especificidad de las palabras del terapeuta
dentro del diálogo terapéutico, su habilidad para imaginar, para estar listo a incluir el discurso del
otro dentro del propio. Y quizás el diálogo se vuelve totalmente terapéutico -o su terapeuticidad se
hace realidad- cuando también el o los clientes se vuelven capaces de aceptar los discursos de los
otros. Por supuesto, si el diálogo es heteróglota, significa que debe ser considerado totalmente
impredecible. Dentro de tal marco, es difícil para mí pensar que puedo conducirlo –hasta cierto
punto- en una dirección definida, de acuerdo a la sabiduría estratégica (o retórica, más
ampliamente). Lo que parece traernos de vuelta a la actitud del terapeuta como un oyente
compasivo.
Para mí, de todas maneras, esto no significa que el terapeuta no puede tener sus puntos de
vista definidos para traer al diálogo. En Bakhtin encontramos conciencia de otro diálogo, menos
sereno y placentero. El diálogo es diálogo, aunque parezca tautológico. Lo que significa que, en él,
estoy conectado con otros que pueden crear una crisis en mi, que pueden no aceptarme como yo –
supuestamente- los acepto, que pueden incluso poner en duda mi propia identidad. La lucha -
monológica- de persuadir al interlocutor a aceptar el punto de vista de uno, típica de terapeutas
heroicos, es reemplazada por la preocupación de un entendimiento activo de parte suya, en el
sentido que cualquier cosa que se diga debe ser asimilada por el oyente en un nuevo sistema
conceptual.

El hablante lucha por hacer una lectura a partir de su propia palabra, y de su propio sistema
conceptual que determina esta palabra, dentro del sistema conceptual ajeno del receptor que
entiende; él entra en una relación dialógica con ciertos aspectos de este sistema. El hablante
se abre paso en el horizonte conceptual ajeno, construye su propia enunciación en territorio
ajeno, contra el trasfondo aperceptivo del oyente [Bakhtin, 1935, p.282].

Hay también una lucha implícita en el diálogo: la lucha para hacerse entender, una lucha que
Bakhtin no esconde, pero que a veces nosotros, los terapeutas, preferiríamos esconder de nosotros
mismos. Pero es un conflicto que, por definición, no puede tener un vencedor: el diálogo está
siempre abierto, aún cuando parece estar cerrado. Pero esto no significa que uno no debería
participar en su lucha (cuando ésta es benevolente). Es dentro de este acto mismo de luchar -que
implica la aceptación del otro y de su discurso- que un verdadero diálogo vive75.
Es más, mi propio discurso, no es “mío” desde el principio. Éste emerge desde una

75
De acuerdo a Foucault (1985), la argumentación cínica era diferente a la dialéctica socrática. El interlocutor de
Sócrates debía entender, al final, que no sabía lo que presumía saber. El interlocutor del filósofo cínico Diógenes,
después de un diálogo cerrado, donde era desafiado más de una vez, debería interiorizar esa misma lucha contra sus
simples certezas, lo que es una buena analogía con la situación terapéutica.
interacción con otros discursos. Mi modo de hablar, de expresarme, es gradualmente forjado a partir
de la asimilación de los discursos de los demás. Esto significa que la individualidad de un discurso
no es dado, sino que es un logro, que debe siempre tomar en cuenta el discurso del otro. Al mismo
tiempo, puedo entrar en el discurso de otra persona a través del mío propio. Bakhtin habla de una
exposición discursiva que puede definir la visión de mundo de otra persona:

Tal exposición es siempre una variación en estilo libre del discurso de otro; se expone el
pensamiento del otro en el estilo de ese pensamiento aún cuando se aplica a un nuevo
material, a otra manera de poner el problema: se realizan experimentos y se obtienen
soluciones en el lenguaje del discurso del otro [Bakhtin, 1935, p.347].

Podríamos decir que esta es una buena definición del discurso terapéutico: un discurso
donde el modo de pensar del otro es parte integrante del mío. Es así como -idealmente, por lo
menos- la heteroglosia se hace realidad en el diálogo, la presencia simultánea de diferentes voces,
diferentes perspectivas, que pueden a veces fundirse en nuevas voces y que pueden, a veces,
mantenerse distintas y distantes, pero que nunca son reducidas al silencios. Un terapeuta dialógico
intenta hacer emerger su discurso, pero él nunca intenta -lucha para no intentar- imponer su discurso
sobre el discurso del otro.
La diferencia entre un terapeuta dialógico y uno estratégico -entre un interlocutor con
opinión y un héroe- no se encuentra en aceptar o no aceptar alguna técnica en especial. Más bien, se
encuentra en el contexto que el terapeuta crea para que las técnicas funcionen: un contexto de pura
persuasión, o uno abierto; en vez de un discurso en forma de embudo, que tiende a cerrarse sobre sí
mismo, surge un discurso con forma de ventilador, que progresivamente abre posibilidades.

Sobre diálogo terapéutico


Las características de un diálogo terapéutico ya han sido discutidas en otra parte (ver, por
ejemplo, Bercelli, Leonardi & Viaro, 1999; Viaro & Leonardi, 1990). Personalmente, he tratado
algunos problemas relacionados con el diálogo terapéutico dentro de un marco sistémico en el libro
que escribí con Luigi Boscolo sobre terapia sistémica con individuos (Boscolo & Bertrando, 1996).
Aquí simplemente intento describir algunas formas que tengo de conducir -o más precisamente, de
entrar en- el diálogo terapéutico.

»Preguntas: Me gusta hacer preguntas que siento que son esenciales pero parecen tontas o muy
inocentes, como las preguntas de los niños. Si un cliente me dice: “me sentí extraño ¿entiendes qué
quiero decir? ...”, usualmente pregunto: “Bueno, realmente no, ¿qué quieres decir?” La idea es que
yo no debería tomar ningún significado por sentado: Debería tener un acercamiento ante las
palabras y las frases como que fuera la primera vez que las escucho. Algunos colegas les gusta leer
libros, ver películas o shows televisivos que son populares para compartir exactamente el mismo
mundo con sus clientes; algunos terapeutas que trabajan con adolescentes incluso intentan adoptar
algo de jerga adolescente, con resultados variables. Prefiero mantenerme ligeramente ajeno al
mundo de mis clientes. Si no fusiono totalmente mi propio mundo con los de ellos, prefiero
mantener una actitud de antropólogo que prefiero. Puedo incluso intentar entenderlos y hacerlos que
me ayuden a entrar en sus universos.

»Un poco de (deseable) impertinencia: Yo podría hacer preguntas que escapan de los límites de la
formalidad usual. Tomando un ejemplo de la práctica de Luigi Boscolo: “Cuando tienes fantasías
sexuales, como todos, ¿tienes fantasías con hombres o mujeres?” Hablando de fantasías se suaviza
la impertinencia de preguntarle a alguien algo como: “¿Crees que eres homosexual o heterosexual?”

»Transparencia y opacidad: Previamente mantuve la idea que el terapeuta debería ser


intencionalmente opaco (ver Boscolo & Bertrando, 1996) para no ser demasiado predecible para el
cliente. Hoy en día, en cambio, prefiero no decir cosas que no creo. Michel Foucault (1985) estudió
la práctica ancestral de la parresia, la actitud auto-impuesta por algunos filósofos griegos de
explicar completa y exactamente lo que tenían en mente, de modo que los oyentes pudieran
entender exactamente lo que ellos pensaban en ese momento. Yo no apoyaría completamente a la
actitud parresiástica para los terapeutas, porque creo que es imposible saber exactamente todo lo
que pienso en un momento determinado y por lo tanto soy opaco, incluso para mí mismo (porque a
veces encuentro recomendable mantener algo para mí mismo). Pero, dentro de ese marco, hoy en
día evito afirmar algo que sé que es falso. Un buen ejemplo es la diferencia entre connotación
positiva y visión positiva. En el período sistémico-estratégico del grupo original de Milán, fue
adoptada la connotación positiva: a saber, una estrategia donde los terapeutas ponían una
connotación positiva sobre el comportamiento de todos los miembros de la familia, incluyendo los
abiertamente disfuncionales. Esta era una estrategia ya que el terapeuta no creía realmente que tales
comportamientos fueran positivos. En la actualidad, me esfuerzo por lograr una visión positiva,
donde yo realmente pueda encontrar algo positivo en mis clientes, creyéndolo. Si no puedo
encontrar nada positivo -y a veces esto sucede- me abstengo de todo comentario. Me guardo mi
evaluación para mi mismo (en esto, soy opaco), pero nunca miento (en esto, soy transparente).

»Metáforas: El uso del lenguaje metafórico es ampliamente difundido en la psicoterapia en general.


Debo confesar, sin embargo, que me sorprende que las metáforas tengan que ser pensadas por
adelantado por el terapeuta, como está teorizado por ejemplo en la tradición eriksoniana, así como
también a veces en la sistémica (ver por ejemplo Combs & Freedman, 1990; Kopp, 1995). Cuando
lo que digo se vuelve metafórico, sucede solo, por decirlo así.

»Develación: Yo hablo sobre mí mismo en terapia, aunque no en el sentido de auto-exponerme.


Usualmente no develo hechos personales propios, pero sí develo mis ideas, hipótesis, opiniones y
sentimientos. El énfasis está en el hecho que son mías, son mis propias hipótesis y emociones más
que “verdades” absolutas. Esto me permite introducir mi punto de vista, mi propia visión de mundo,
mi sentimiento respecto a la situación, al mismo que acentúo el elemento personal, permitiendo a
los clientes yuxtaponer -y a veces oponer- el suyo.

Consideraré otra situación clínica real: Esta vez, elegí el caso de una mujer joven, “Rosa” y
su familia. Fueron referidos a mí y a una colega con la cual trabajo, por una psiquiatra amiga, que
trabaja en el área psiquiátrica del hospital general. Ella dice que su paciente (Rosa) ha sufrido una
crisis psicótica reciente, pero que no es la primera: su primer brote psicótico fue nueve años atrás.
Rosa tiene 26 años y vive sola en un pequeño departamento cerca de sus padres. Con sus padres
viven dos hermanas más, una que tiene 23 y la otra 11. El consejo de la psiquiatra fue que sólo
invitáramos a los padres de Rosa al primer encuentro, porque ella tiene una relación muy difícil con
su hermana de 23 años y se negaría a participar junto a ella. Aceptamos.
Cuando llegan (el padre había llamado para acordar la cita), Rosa nos saluda con extrema
timidez. Ella es alta y delgada, con rasgos delicados, casi aristocráticos: frente alta, nariz delgada,
pelo rubio, ojos celestes. Ella se muestra corporalmente contraída y muy retraída de sí misma. Sus
ojos me evitan. Su padre -un doctor, un especialista muy famoso- es físicamente muy similar a ella,
pero con su figura larga se muestra relajado y tranquilo con la situación. Su madre -una profesora-
llega 10 minutos tarde; se muestra muy tensa, conmovida, al borde de las lágrimas. Al principio,
ellos evitan mirarse entre sí.
Empezamos con la información demográfica usual: composición de la familia, persona
enviante y así sucesivamente. La primera pregunta, no dirigida a nadie en particular, se refiere al
problema presentado: por qué están aquí. El padre comienza a decir algo sobre un colega en el
hospital -aparentemente le gusta hablar en términos médicos- pero la tensión de Rosa aumenta. La
invitamos a hablar.
[Nuestra primera elección: tenemos que decidir, muy rápidamente, qué hacer: ¿aceptaremos
el discurso del padre, el que la familia espontáneamente nos da? Elegimos, en cambio, ejercer una
leve presión al habla de Rosa. Forzamos la situación, en alguna medida. Nuestra primera opinión
dialógica es que, para generar algún tipo de novedad, tenemos que ayudar a Rosa a entrar en el
diálogo como una parte activa].
Rosa: “El problema que tengo, el problema que he siempre tenido, desde la educación
básica, es que ha habido gente, algunas personas, que no me respetan. Y no puedo vivir con esta
falta de respeto hacia mí misma. Hay gente que me niega la privacidad, espía entre mis cosas,
quiere develarme a cualquier costo. Me siento desnuda todo el tiempo y no puedo entender por qué
ellos se comportan de este modo...”
Ella continúa, por varios minutos. Las “personas” son compañeras mujeres que tiene desde
la educación básica -y después en la educación media- que siente que han sido odiosas hacia ella,
siendo indiscretas (“yo siempre he sido una persona muy reservada...”). Mientras habla, se enoja
cada vez más: cuando se vuelve hacia mí, es como si estuviera mirando a otra persona. Ella
continúa recordando como estas personas se burlaban de ella en frente a todo el mundo, como fue
ridiculizada a través de los medios de comunicación masivos y las ondas electromagnéticas; como,
en esos días, ella podía ver a todos en la calle burlándose de ella mientras leían sus pensamientos...
[Ahora es claro: en este momento, no estamos habitando el mismo mundo: en el mío,
estamos implicados en un esfuerzo de mutuo entendimiento; en el suyo, ella tiene que presentar su
posición, sus sufrimientos, en frente de una audiencia potencialmente hostil. En este punto es muy
difícil encontrar un terreno común. Los padres escuchan con poco o ningún interés, mientras las
palabras parecen ser familiares y sin sentido a la vez. Mi colega y yo no estamos seguros en qué
mundo están habitando ahora].
El padre constantemente vuelve sobre su relato, con una historia muy convincente de
intervenciones psiquiátricas e intentos de rehabilitación. El hecho es que Rosa, aunque en el
presente no tiene trabajo y no estudie, está viviendo en un departamento independiente, fruto de una
de estas intervenciones (asunto que fue sugerido por el psiquiatra y llevado a cabo por el padre e
hija, manteniendo a su madre en la oscuridad). Al fin, la madre interrumpe a ambos y comienza a
contar una versión muy diferente sobre la historia de la familia: la ausencia de su marido, la
dedicación a su trabajo, su soledad (fue dejada sola con su hija, pero al mismo tiempo dejada en
compañía de una suegra autoritaria que evitó que ella tuviera una verdadera relación con Rosa). Ella
recuerda además la imposición -de parte de su marido- de una terapia en un momento, muchos años
atrás, donde ella se negó porque se sentía culpabilizada y acusada. Nos regaña como si fuera a ser
culpabilizada de nuevo, aunque en esta primera parte de encuentro nosotros hemos hablado muy
poco.
[Primera reacción: vamos a perderlos. Segunda reacción: ¡Qué mujer más difícil! Ahora es
tarea nuestra encontrar algún espacio para sus palabras en nuestro, como diría Bakhtin, “trasfondo
aperceptivo”. Y es difícil, mucho más duro que acomodar los delirios de Rosa o incluso la afable y
profesional conversación del padre: la madre nos desafía, ella implícitamente nos amenaza con
negar nuestra identidad profesional misma. Al mismo tiempo ella nos da la impresión de sentirse
terriblemente sola, incluso hoy en día. Pero es difícil ponerse en contacto con ella. Invitamos al
padre a contarnos un poco más. Él parece ahora haber sido excluido del diálogo y nosotros lo
queremos de vuelta].
Ahora las cosas de vuelven más personales para él, también. Relata continuas disputas entre
Rosa y su madre, con esta última siempre pidiendo mucho de su hija, especialmente en la escuela:
ella es una profesora -después de todo- y Rosa, aún en el diálogo con nosotros, habla bastante sobre
sus “buenas notas”, como si ella pudiera ser aceptada sólo si tiene buenas notas incluso en el
presente, muchos años después de haber terminado la escuela. El padre narra la profunda tensión de
Rosa durante su adolescencia, que terminó en su brote psicótico a los 16 años.
Rosa lo interrumpe, para continuar su propia historia, pero ahora el énfasis es diferente, ella
presenta a sus padres en el cuadro: “Ellos no fueron capaces de protegerme, cuando toda esta gente
se aprovechaba de mí...”
[Ahora ella nos ofrece una nueva opción. La seguimos: nos sentimos autorizados a hacer
preguntas sobre aquella protección, lo que nos permite preguntar además sobre su relación con la
familia. Aquí nuestras premisas sistémicas están en funcionamiento: cuando encontramos alguna
posibilidad de hablar en términos relacionales, la aprovechamos inmediatamente. Por mucho tiempo
habíamos sido muy discretos, casi apagados, dentro del diálogo; ahora empezamos a mostrar
nuestras opiniones nuevamente. Rosa se muestra levemente abierta: por un momento, ella realmente
está -o por lo menos, es nuestra percepción- en el diálogo con nosotros. Entonces ella se cierra de
nuevo en sí misma. Y la madre vuelve, con toda su fuerza, dentro del diálogo].
La madre continúa enumerando las distintas maneras que Rosa aparentemente tiene de
defraudarla. Ella no parece dispuesta a aceptar la posibilidad de que Rosa no haya decidido
defraudarla a propósito. Al final, el evento decisivo: “Dos años atrás, algo sucedió, y yo decidí dejar
de tener algún contacto con ella, no podía continuar después de eso...”
“Bueno, ¿qué sucedió?” Pregunto.
“Un día nos encontramos y vi que ella había decidido sacarse completamente las cejas por
completo ¿entiendes? ¡Mi hija decidió de alterar su aspecto para siempre! ¡Era más de lo que podía
soportar! Nunca más la vi, hasta la semana pasada...”
[Quedamos estupefactos. ¿Ella decidió no ver a su hija por dos años porque ella se sacó las
cejas? No podemos evitar de pensar que Rosa tiene algo de razón para sentir que todo el mundo es
intrusivo, después de tal relación con su madre. Pero la madre está sufriendo también. Ahora hay
por lo menos cuatro mundos diferentes: la angustia de Rosa, la tensión de la madre, las
justificaciones del padre y nuestra tentativa actitud profesional. ¿Cómo podemos intentar bordarlos
(vincularlos) todos juntos?].
Antes de salir a decidir que hacemos con respecto a ellos, una pregunta final: ¿Cómo te
sientes enfrentando otra vez a una pareja -probablemente inefectiva- de terapeutas familiares? Rosa
dice que estamos bien para ella, el padre dice que fue enviado a nosotros por un colega en el cual
confía, la madre dice que no le preocupa, tiene poca esperanza, pero si los otros quieren hacer esto,
ella acepta. Para nosotros es bastante material para pensar.
Dejamos a la familia y nos reunimos en la sala de al lado. ¿Qué podemos decir? Son mundos
tan distantes que parecen realmente incompatibles. Tenemos que encontrar algo que pueda ser
significativo para cada uno de ellos y para nosotros también. Nuestros sentimientos nos conducen
en dos direcciones: la angustia por una parte, el deseo de comunicar por otra. Al final, hay sólo una
característica en común en ellos tres: el profundo dolor y tensión evidenciada por sus expresiones,
su actitud, sus palabras. Ellos habitan en tres mundos de dolor. No se pueden encontrar, pero están
de alguna manera unidos por ese mismo dolor. Decidimos que sólo podemos decir eso: que vemos,
sentimos y entendemos su dolor, hecho aún más profundo debido a que sufren por distintas razones,
de distintas maneras, hiriéndose entre ellos, que no queda nada más para mantenerlos juntos. Pero
también sentimos una necesidad ambivalente, a veces desesperada, que tienen entre ellos. Podemos
empezar por aquí, desde el sufrimiento común y el anhelo de cercanía, a construir algo junto con
ellos. Por ahora, es todo lo que les podemos decir.
Los tres parecen aliviados. No se miran entre ellos, pero sus expresiones se suavizan. Ellos
aceptan una nueva cita, la idea de una terapia familiar. Incluso la madre parece menos enojada
cuando nos damos la mano. Rosa ofrece una mano floja a su estilo tímido y reservado, pero al hacer
esto enseña una gran sonrisa.
[Ellos vuelven, y en cada encuentro Rosa parecerá menos psicótica y más centrada. El
trabajo no será fácil: la relación entre padre y madre está tensa, así como la relación entre la madre
y Rosa, con el padre que contempla pasivamente las batallas. En ocasiones tales riñas serán -
verbalmente- violentas. Pero continuarán asistiendo a los encuentros, ellos nunca cuestionarán la
terapia].

Sobre danzas
Cualquier diálogo -y un diálogo terapéutico no es la excepción- está hecho no sólo de
palabras. Las acciones lo constituyen al igual que ellas. El Dialogismo (Holquist, 2002) es un modo
de ver la interacción humana completa, no sólo el discurso76. Un buen ejemplo es lo que los

76
La importancia que Bakhtin da a la novela no es debido -solamente- a sus aspectos literarios. Lo que Bakhtin llama
“naturaleza novelesca” no está limitada a la novela literaria; esto es, en su amplio sentido, una conciencia de una
variedad de discursos que existen en la conversación cotidiana. “Mayor o menor grado de naturaleza novelesca
puede servir como índice de una mayor o menor conciencia de la alteridad. La historia de la naturaleza novelesca
tiene su propio espacio en la historia literaria, pero la historia de la naturaleza novelesca está situada en la historia de
la conciencia humana” (Holquist, 2002, p. 73)
psicólogos sociales llaman “contagio emocional” (Hatfield, Cacioppo & Rapson, 1994). Mullen y
sus colegas (Mullen et al., 1986) mencionan el caso de un periodista de televisión estadounidense.
La gente que seguía sus reportajes en 1984 tendía a preferir al candidato presidencial Ronald
Reagan antes que su oponente Walter Mondale, a pesar del hecho que los contenidos de la
programación del canal eran más críticos hacia la administración Reagan comparado con otros
medios. Pero toda la mímica de Jennings favorecía abiertamente a Reagan, según una muestra de
sujetos elegidos al azar. La comunicación analógica fue más importante que la digital en cuanto al
efecto en los votantes77.
El diálogo no está exento de tal contagio, porque el diálogo no es -solamente- un
intercambio de palabras. Es, antes que nada, una danza, como Bateson y Minuchin -el primero
antropólogo, el segundo un clínico- imaginaron tan bien. En la conversación se crean microritmos,
donde los movimientos, proximidad, mímica y ritmos de conversación se armonizan en una danza
interactiva (Condon, 1982). Tal armonía permite la emergencia de un diálogo como tal: ideas,
nociones, hipótesis, pueden ponerse en contacto sólo dentro de algún grado de sintonía emocional.
Y la sintonía emocional se genera a partir de contacto no-verbal y armonía corporal78.
De acuerdo con Hatfield y colegas (Hatfield et al., 1994), a través de la mímica nos
“infectamos” entre nosotros con nuestras emociones. En el diálogo las emociones se crean, no sólo
son discutidas: una sonrisa evoca felicidad, una lágrima tristeza, y si no se produce esta armonía
(como a menudo suele suceder), la sensación de extrañeza hace que el diálogo entre en
funcionamiento nuevamente, por lo menos en una situación terapéutica. Después de todo, la terapia
es terapia porque dentro de ella el diálogo nunca se interrumpe. Dentro de ella, incluso esas
emociones que en otros contextos producirían una ruptura, se vuelven dialógicas (continúan
pasando de una a otra, siendo modificadas y refinadas, hasta que ojalá alguna convergencia emerja).
Consideremos otra situación. “Imelda” de 39 años, una madre divorciada que vive sola con
su hija de 3 años. Ella trabaja en la industria computacional, está bastante satisfecha con su
situación laboral, pero refiere una relación complicada con los hombres en general, que es la razón
principal para ir a terapia. Ella es una mujer muy intensa, apasionada, a veces violenta en sus
emociones, las cuales trae a terapia sin moderarse, en este caso, frente a mí.
Un día ella llega a la que será una sesión tensa y turbulenta. Ella me mira con una mirada
extraña, desafiante y tímida a la vez, me dice: “Tengo algo que preguntarle, pero probablemente
dirá que no, y no estoy preparada para esto.” “Está bien”, respondo, “Puede preguntarme primero y

77
Wells y Petty (1980) observaron que las personas que recibían un mensaje por medio de audífonos, junto con seguir
una simple orden de mover sus cabezas arriba y abajo (sin ninguna intención de asentir), tendían más a aceptar el
mensaje comparado con personas que escuchaban lo mismo pero manteniendo sus cabezas quietas o moviéndolas de
izquierda a derecha.
78
Bakhtin mismo enfatiza la importancia del tono de voz -la interfaz inmediata entre lo dicho y lo no dicho- que da
vida al discurso hablado (ver Holquist, 2002).
después veremos” Ella responde con un “¿puedo abrazarlo?”
Escuchando la pregunta -y sabiendo que tenía pocos segundos para decidir- estoy atrapado
en visiones contrastantes: denuncias de abuso profesional, por una parte, mi cliente acusándome de
ser frío e insensible, por otra. Al final, decido seguir adelante: “Si quiere, abráceme”, respondo. Ella
viene y me abraza. Se ve muy conmovida. La conversación que sigue es rica y abundante y las
sesiones siguientes ella no mostrará señales de vergüenza: ella siempre recordará el abrazo como un
momento muy importante de la terapia.
Pero, ¿cómo decidí? Reflexionando sobre ese evento, puedo verlo como una respuesta a lo
que había sucedido en otras ocasiones en el diálogo en que participábamos. En la sesión anterior,
ella había hablado largamente sobre su dificultad de relacionarse con los hombres, con muchos
ejemplos, y al mismo tiempo de su actitud provocativa, a menudo francamente agresiva frente a
hacia ellos. En un determinado momento yo pregunté: “... ¿pero cuál es el problema con los
hombres que hablan contigo de temas sexuales?” y me incliné hacia adelante en mi silla. Pude ver
como se encogía, cruzando sus brazos, como una niña asustada. Viéndola, de pronto recordé un
comentario que me había hecho al principio de la terapia, al hacerle una pregunta sobre su
confianza en mí como terapeuta. Ella había dicho: “Bueno, confiaré en usted y continuaré confiando
en usted, a menos que se me insinúe o descubra que usted es un pedófilo”. Probablemente lo que
hice (esta es una reconstrucción de mi parte) fue tomar la visión de ella de mí como agresor sexual,
la pedofilia evocada, y su encogimiento corporal infantil, para proponer lo siguiente: “A veces tengo
la impresión que usted tiende a sentirse violada por los hombres, especialmente cuando hay temas
sexuales implicados”. Ella parecía bloqueada, pero había aceptado mi reencuadre.
De este modo, puedo ver la petición del abrazo como una respuesta a ese intercambio. Y, si
observamos al diálogo terapéutico completo desarrollándose sesión a sesión, nuestras acciones no-
verbales y nuestras palabras habían interactuado entre sí, cada una de ellas como parte del diálogo,
las acciones dando fuerza emocional a las palabras, las palabras disminuyendo la ambigüedad de las
acciones.

Sobre el poder
Al final, ¿el diálogo implica poder o éste tiene que ser situado fuera de las relaciones de
poder? Las respuestas dadas por terapeutas dialógicos a tales preguntas son típicamente
ambivalentes. Como Guilfoyle (2003) ha notado correctamente, tendemos a igualar el ejercicio del
poder -en términos discursivos- con el monólogo, un tipo de intercambio donde las enunciaciones
de uno de los hablantes no pueden ser modificadas por las enunciaciones del otro, de modo que se
crea un discurso autoritario, unidireccional79. Una verdadera posición dialógica de un terapeuta, lo
prevendría de un excesivo ejercicio de poder con sus clientes. Para Guilfoyle, esta posición es algo
arbitraria (con lo que yo estaría de acuerdo). Bakhtin mismo ha sido criticado por este excesivo
optimismo sobre el dialogismo (ver Fogel, 1985; Morris, 1994), exactamente como Bateson ha sido
criticado por su rechazo a la noción misma de poder (ver Haley, 1961; Hoffman, 1992). Aquí no
entraré en esta disputa. Basta decir que el problema de la coerción intencional en el diálogo es
importante, pero no determinante: un discurso puede ser coercitivo en la intención del hablante,
pero puede tener poco o ningún efecto coercitivo en el oyente, y viceversa80.
Podemos contrastar tal visión con una más compleja de Foucault. Foucault ha sido uno de
los más grandes teóricos del poder (y su trabajo ha sido adoptado, como hemos visto, como un
referente teórico por muchos colegas postmodernos). En su paradigmático trabajo sobre el poder,
Discipline and Punish, él habla sobre lo que define como “microfísica del poder”, una ciencia del
poder que debería tomar en consideración sus innumerables ramificaciones dentro de la sociedad:

Actualmente, el estudio de esta microfísica presupone que el poder ejercido en el cuerpo es


concebido no como una propiedad, sino como una estrategia; que sus efectos de dominación
son atribuidos no a una “apropiación”, sino que a disposiciones, maniobras, tácticas,
técnicas, funcionamientos; que uno debería descifrar dentro de una red de relaciones,
constantemente en tensión, en actividad, más que un privilegio que uno podría poseer; éste
debería tomar como su modelo la batalla perpetua, más que un contrato que regula una
transacción o la conquista de un territorio [Foucault, 1976, citado en Rainbow, 1984, p.
174].

Esta es una serie de afirmaciones, que podrían fácilmente ser atribuidas a Jay Haley o Mara
Selvini Palazzoli. Pero aquí hay más:

[Estas relaciones de poder] no son unívocas; ellas definen innumerables puntos de


confrontación, se enfocan en la inestabilidad, cada uno de ellos teniendo sus propios riesgos
de conflicto, de forcejeo, y por lo menos una inversión temporal de las relaciones de poder
[Foucault, 1976, citado en Rainbow, 1984, p. 174].

79
Para Bakhtin, sin embargo, un monólogo es siempre un artefacto, ya que una verdadera enunciación monológica no
puede existir: “Por más monológica que sea la enunciación...no puede más que ser, en alguna medida, una respuesta
a lo que ya ha sido dicho sobre un tema determinado, sobre un asunto determinado, aunque esta responsividad pueda
no ser asumida como una expresión externa bien definida” (Bakhtin, 1953, p.92)
80
Aunque muchos terapeutas dialógicos están interesados en la primera parte de este dilema (la fuerza coercitiva de un
discurso con una intención coercitiva), estoy más interesado en la última: la fuerza coercitiva de un discurso a un
lado o más allá de cualquier intención coercitiva. Me haré cargo de aquello en el capítulo 10, considerando la terapia
como una tecnología del self.
El poder, por lo tanto, no es algo estático, no está dado ni es permanente, es una red muy
inestable de relaciones, donde una posición no está nunca garantizada. En la mayoría de los
diálogos existe también algún ejercicio del poder, pero la corriente de poder (dialógica) no es
unidireccional: como todos los demás, yo tiendo a ejercer una forma sutil de poder en el diálogo,
pero cuando lo hago, encuentro resistencia en la otra parte (exactamente como me resistiría yo al
poder de mi interlocutor). Esta es la lucha dialógica de la cual hablaba Bakhtin.
Guilfoyle (2003) contrasta esto con la famosa afirmación de Anderson y Goolishian (1988)
que dice “la conversación terapéutica básicamente no es diferente de cualquier otra” (p.382).
Argumenta que, al contrario, la conversación terapéutica, para ser verdaderamente dialógica,
debería contener arreglos especiales, como “marcadores de incerteza discursiva”. Si el terapeuta
adorna sus afirmaciones y preguntas con frases como “no lo se”, “creo que”, “imagino que”, “siento
que” y así sucesivamente, está haciendo que su discurso deje de ser autoritario.
Observando mi práctica presente, encuentro que, de hecho, mi discurso terapéutico está
lleno de marcadores de incerteza de Guilfoyle. Sin embargo, pienso que la disposición del terapeuta
tiene alguna relevancia también en su intercambio de poder implícito: los marcadores discursivos
hacen más fácil para nosotros detectar una actitud dialógica en las transcripciones, pero pueden ser
muy engañosos también. Un colega mío una vez destacó que su supervisor psicoanalítico solía tener
una manera particular de decir “Tengo el sentimiento que acá ustedes lo podrían haber hecho
mejor...”, lo que hacía que él se sintiera como si hubiera cometido un terrible error y sintiéndose
avergonzado de sí mismo. Al leer una trascripción de su conversación, sin embargo, ninguno podía
detectar nada de esto. En el diálogo en vivo, todos los marcadores discursivos son contextuales, y su
significado real está dictado por las condiciones y los antecedentes del diálogo, así como por el
conocimiento mutuo y el entendimiento de los interlocutores81. En algunos diálogos, el respeto
mutuo e incluso la precaución es muy aparente, en otros la parte del forcejeo de la relación está más
a la vista. Para mí, como terapeuta, el factor clave es siempre estar seguro de mi respeto hacia el
cliente, sus sentimientos y sus ideas, y, si no lo tengo, estar conciente de ello e inmediatamente
empezar a cuestionarme a mí mismo qué es lo que ha sucedido.
Los contextos en los cuales el diálogo se encuentra incluido, están también empapados de
poder. Me refiero no sólo al hecho bien conocido de que mi mandato social como terapeuta es -
además- uno de poder: o, al menos, uno de poder/conocimiento, como diría Foucault (1976).
También quiero decir que el diálogo terapéutico siempre ocurre dentro de una “microfísica del
poder”, a veces abiertamente, a veces de manera más sutil. Es así que la conciencia de mi posición
como terapeuta implica además una evaluación en profundidad sobre mis relaciones de poder, de mi

81
Doy algunos ejemplos de tal proceso en el capítulo 8, con un acercamiento al encuentro terapéutico completo.
posición en la compleja y a veces evasiva red de poder. Mi posición de poder/conocimiento puede
ser socavado por el prestigio o alguna poderosa persona enviante, como en el célebre ejemplo del
grupo de Milán (Selvini Palazzoli et al., 1980b), o puede ser destacado por algunas características
de mi labor, como sucede cuando tengo el poder de decidir algo sobre la vida de las personas como,
por ejemplo, cuando trabajo para una agencia social o judicial. Aquí el análisis del poder en el
diálogo se vuelve uno sólo con el análisis de la posición del terapeuta en el sistema (dialógico), por
un lado, y de su evaluación de la relación terapéutica, por el otro.

Sobre las palabras


Un cliente viene a una sesión de su terapia individual. Él tiene 38 años, es fotógrafo, no
tiene hijos, y tiene una esposa afectada por una seria forma de esclerosis múltiple. La razón para
venir a terapia es más que nada su complicada relación con su esposa: hasta cierto punto él es
protector hacia ella, pero a veces se enoja, sintiéndose ahogado por sus necesidades (las cuales son
usualmente debidas a su enfermedad). Después de describir uno de sus temas usuales, el
abruptamente me pregunta “Soy un tipo que tiende a someterse a las opiniones de los demás, ¿por
qué debo siempre enojarme con mi esposa?”
Es una pregunta bastante directa, y yo podría haber reflexionado sobre sus motivos para
enojarse, sobre su estilo relacional, sobre el rol de la esposa en esta difícil interacción. Lo que hice,
en vez de eso, fue investigar el significado: ¿qué entendía él por enojarse? ¿qué es el enojo en su
mundo? ¿cuál es el contexto de su enojo, los hechos, los eventos, en torno a esto? E investigar
también cuál es el contexto de su sumisión: ¿qué significa para el ser sumiso hacia alguien? ¿cuáles
son las emociones en las cuales la sumisión se encuentra incluida? y así sucesivamente.
Esto es otro aspecto del diálogo para un interlocutor con opinión. Significa nunca aceptar las
palabras en su valor aparente, sino que intentar de re-crear el contexto viviente en donde nacen las
palabras. Quiero hacerme la idea de sus propios significados y, al hacer esto, me acerco a él,
encuentro un lugar un mundo. Sin embargo, esto significa que busco menos ambigüedad en el
lenguaje (una postura que no es universal para todos los terapeutas).
Podríamos -si quisiéramos- dividir las terapias en dos categorías: las terapias donde uno
intenta promover la claridad y terapias donde uno intenta promover la confusión. Las terapias
sistémicas tempranas, como la “terapia familiar conjunta” de Don Jackson (1959), así como la
versión original del psicoanálisis freudiano, son ejemplos de la primera categoría, aunque en modo
disímil. El psicoanálisis hace al “material” ambiguo que emerge desde el inconciente volverse
menos ambiguo a través del uso de la interpretación, aunque Freud y sus seguidores siempre
estuvieron concientes del carácter provisional de la interpretación. Algunos autores ven al
psicoanálisis como un ejemplo de un círculo hermenéutico interminable (ver Ricoeur, 1965). En la
terapia familiar conjunta, el terapeuta tiene, en cambio, la tarea precisa de ser claro y no ambiguo,
transmitiendo a la familia comunicaciones explícitas dirigidas a crear orden en familias viviendo en
una condición paradójica.
La posición de Erickson es muy diferente. En todo su trabajo, su uso del lenguaje es
deliberadamente ambiguo y metafórico, con metáforas construidas intrincadamente, historias,
anécdotas, que podrían ser siempre leídas en modos divergentes (ver Rosen, 1981). Su objetivo es
crear una confusión desde la cual algo nuevo pueda emerger (yendo así en la dirección opuesta a la
buscada por Jackson). Podemos decir que toda la historia temprana de la terapia sistémica es un
intento de combinar la actitud ilustrada basada en la investigación heredada por Bateson, con el
discurso ambiguo y complejo de Milton Erickson.
En una terapia dialógica es impensable el carecer completamente de ambigüedad. Es decir,
un terapeuta podría definir la interpretación correcta de las palabras del cliente, volviéndose
autoritario (sin mencionar la objeción ética de que, si el terapeuta sabe exactamente qué es lo que él
quiere y este no, el terapeuta es necesariamente manipulador). Sin embargo, esto contrasta con una
característica intrínseca del diálogo: su naturaleza impredecible. Yo nunca puedo estar seguro de la
dirección que tomará un verdadero diálogo (si pudiera, no sería un verdadero diálogo).
Lo que hago, lo que hice con el cliente anterior, es aceptar la necesaria ambigüedad de la
comunicación humana, que nunca puede ser reducida a un principio organizador. Lo que intento
hacer es dejar que las palabras -u otras comunicaciones- aparezcan en el diálogo, y cuando intento
re-definirlas, rodearlas, no controlar la dirección tomada por el diálogo. Me gusta aceptar las
preguntas de los clientes sobre lo que yo digo, del mismo modo que su voluntad de hacerme re-
definir lo que digo. Para mí, tal apertura a lo impredecible es un buen antídoto a la búsqueda de
hipótesis verdaderas. Porque incluso si trabajo mis hipótesis a través del diálogo, compartiéndolas y
discutiéndolas con los clientes, corro el riesgo de creer en ellas demasiado, de constreñir el diálogo
dentro de mi marco. Discutiendo las palabras, re-definiendo las palabras, re-definiendo además los
elementos no-verbales del diálogo, me ayuda a mantener una posición abierta.
Tal apertura tiene otro efecto, además, en mi modo de trabajar. En la conversación con
“Diana” por ejemplo, podría describirme como colaborativo y suave. Hice muchas preguntas,
propuse algunas redefiniciones, pero sin volverme abiertamente directivo. En otros diálogos, me
veo más agudo y directo (presento uno de estos en el capítulo 8), o más pasivo y atento, o más
activo y estructurante. En otras palabras, mi estilo tiende a cambiar de acuerdo al interlocutor. Esto
es posiblemente, debido a mi modo dialógico de trabajar. Ir haciendo preguntas, luego
discutiéndolas con el equipo y después ofreciendo una intervención final -o no ofreciéndola, que es
esencialmente lo mismo- ayuda al terapeuta a mantenerse dentro de su propio marco. Si el terapeuta
„contamina‟ sus hipótesis con las del cliente (o clientes) al compartirlas con él, se verá influenciado
y cambiará de acuerdo a los diferentes clientes con los que entre en diálogo. La terapia, por lo tanto,
se vuelve más relacional (más sensible a la relación específica entre personas).
En la terapia dialógica, entonces, no es el estilo del terapeuta la que dicta qué sucede en el
diálogo, sino lo opuesto: es decir, el diálogo dicta el estilo del terapeuta dentro de aquel diálogo.
Los estilos del terapeuta dependen de los diálogos. Si el terapeuta realmente participa en el diálogo
y no lo establece como un monólogo donde intenta imponerse sobre el cliente, o como un monólogo
del cliente, donde él simplemente escucha con comentarios pobres con respecto a lo que escucha,
entonces el diálogo se vuelve un ambiente donde el terapeuta puede dejar que uno de los posibles
estilos venga a la superficie. Podemos incluso pensar que cualquier terapeuta tiene su propia
heteroglosia, porque cada uno de nosotros tiene una multiplicidad de estilos diferentes. El discurso
del terapeuta puede mezclarse suavemente con el del cliente o puede contrastarlo. Pero siempre está
en una relación dialógica con el discurso del cliente, aceptando este discurso y su especificidad. En
este proceso, un terapeuta respetuoso no debería temer a sus ideas y creencias. Creo que es
indispensable para el terapeuta ponerse a él mismo, lo que piensa y sus hipótesis, dentro del
diálogo, enfrentando dialógicamente el discurso del cliente.
CAPÍTULO OCHO

Afirmaciones y preguntas

También hay técnicas en el diálogo terapéutico. A veces, sólo apegarse a los principios es
suficiente, a veces no lo es. El problema con la técnica es que es difícil para mí dar una guía de
acción. Cada vez que doy una guía de acción específica -como “un terapeuta no debería dar un
consejo”- inmediatamente se me ocurre un contra-ejemplo, donde di ese consejo, fue buen recibido
y contribuyó al éxito, si no de la terapia, al menos de una sesión. Y lo mismo podría ser dicho de
cualquier otra guía de acción específica: en terapia las reglas están hechas para ser rotas, al menos
en algunas ocasiones.
Hay más. Mi propio modo de trabajar cambia de cliente en cliente. Con algunos clientes o
familias sucede que discuto mucho mis hipótesis, para construir hipótesis dialógicas, tal como está
descrito en el capítulo 4. Con otros, por otra parte, puedo esperar más tiempo, para luego devolver
alguna hipótesis bien armada hacia el final del encuentro. Con algunos clientes pregunto mucho -a
veces preguntas circulares- con otros escucho, quizás diciendo algo hacia el final del encuentro.
Esto en parte corresponde a una característica personal: hay terapeutas que aman contar sus
historias y antiguos casos clínicos (Milton Erickson es un notorio ejemplo), lo cual es perfecto para
ellos pero no es parte de mi estilo. En cambio, es la relación dialógica lo que dicta mi estilo en
cualquier caso en particular, lo que sucede, creo, con la mayoría de los terapeutas-expertos. Cada
terapia es única: el encuentro de un terapeuta singular con una persona singular en un momento
singular.
Todo esto vuelve inútil el dictar reglas para la psicoterapia: éstas pueden tener un sentido
contingente, pero nunca uno absoluto. Las reglas -y las técnicas- sí existen, aunque son muy
generales (metareglas). Así que acá intento subrayar al menos algunos aspectos técnicos, en
particular del diálogo terapéutico sistémico. Y comienzo con lo que se considera la característica
más representativa de la tradición sistémica de Milán: las preguntas (y su complemento, las
afirmaciones). De acuerdo a Michel Foucault,

Las preguntas y respuestas dependen de un juego -un juego que es a la vez placentero y
difícil- en el cual cada uno de los acompañantes se esfuerza para usar sólo los derechos que
le son dados por el otro y por la forma aceptada del diálogo [Foucault, 1984e, pp. 381-382].

Es probablemente esta –presunta- imparcialidad lo que dio a las preguntas una posición
central en la terapia sistémica. Si el terapeuta privilegia las preguntas, se vuelve una persona
interesada en sus clientes, más que una persona de poder. Él se pone a sí mismo en una posición de
curiosidad, de verdadero interés. De todas maneras, esta moneda tiene su cara contraria: las
preguntas -la autoridad de hacer preguntas- implican una forma de poder, aunque indirecta. Como
Elias Canetti escribe, en Crowds and Power:

El efecto de una pregunta en el entrevistador es de hecho un aumento de su sentimiento de


poder, y lo hace querer hacer más preguntas, más y más. El que responde queda más sujeto
(subjected) mientras más condescendiente sea con las preguntas. La libertad personal es en
gran parte una defensa a las preguntas. La tiranía más opresiva es la que tiene permitido
hacer las preguntas más urgentes [Canetti, 1960, p. 345].

Hubo un período cuando el proceso de la terapia -sistémica- era concebido como un mero
intercambio de preguntas y respuestas. Un proceso dialógico es algo diferente, aunque aún en mi
práctica hay un amplio uso del preguntar debido, en parte a mi tendencia personal a hacer
preguntas, así como a razones de índole más técnico. Para tratar con esta técnica, la mejor manera
es transcribir y comentar una sesión terapéutica completa82.

Magda, o el conocimiento elusivo


“Magda” es una mujer de 34 años, casada, con una hija de 2 años. Ella trabaja como
enfermera. Cuando solicitó una terapia sistémica individual, ella se describió como una ex paciente
anoréxica, con un episodio bastante severo de anorexia hace cinco años, del cual se recuperó, pero
que le dejó síntomas bulímicos residuales que persistieron, a pesar de sus mejores esfuerzos. Ella es
una mujer bien eficiente en su puesto de trabajo; describe la relación con su esposo como “muy
positiva”, y ella pasó previamente por una psicoterapia individual -probablemente de una vaga
naturaleza psicoanalítica, por lo que puedo entender de su relato- que aparentemente resolvió sus
síntomas anoréxicos. Esta es la sesión 11, en una terapia que duró 23 sesiones.

Magda: Bueno, creo que tengo más de un millón de cosas, pero tengo una gran confusión en mi
cabeza. Es decir, estoy viviendo una terrible batalla en mi interior. Prácticamente estoy volviendo al
punto de inicio. Decidí deliberadamente que debo comer cada vez menos...lo cual ya he decidido en
varias ocasiones en este último período, pero entiendo que ahora hay más determinación, una
voluntad que es más fuerte que en otros momentos. Así que estoy viviendo esta batalla y por otra

82
Para ser perfectamente justo, debería haber elegido una sesión al azar. De hecho, elegí una que pienso que es
representativa, con muchas preguntas y una buena cantidad de técnicas.
parte, esto me está asustando...me asusta y me deprime, en el sentido que...me asusta porque tengo
miedo a empezar todo de nuevo, y me deprime porque confiaba no recaer nunca más, no a este
nivel. Es decir, yo sabía que mi relación con la comida no estaba arreglada todavía, y estaba
convencida que si tenía que recaer me volvería bulímica en vez de anoréxica. Por otra parte, la cosa
me pone contenta. Porque es verdad ¿sabes? que la anorexia, o bueno, lo que era cuando era
anoréxica, todavía es un mito. Es algo demasiado atractivo para mí, es como un imán para mí. Así
que quizás es verdad: no quiero que se arreglen las cosas. O, en vez de eso, me gustaría arreglar las
cosas, pero con el cuerpo que quiero. Quizás, no quiero arreglar las cosas siguiendo en mi cuerpo
presente, quizás debería volver atrás.

Terapeuta: ¿Cómo es el cuerpo que quiere?

Mi primera pregunta, que también es mi primera línea en el diálogo. Hasta este punto yo
simplemente escuché –escuchar es la primera característica fundamental del verdadero diálogo,
después de todo- y lo que escuché era extremamente interesante: era el tema que permearía toda la
conversación. Y esta pregunta es muy básica, no invasiva, sólo pidiendo detalle. Al mismo tiempo,
haciendo esta aparentemente inocua pregunta, estoy pidiéndole definirse en sus términos, a entender
-y ayudarme a entender también- algo más sobre ella misma.

Magda: El cuerpo que quiero...la cosa es bastante diferente. Antes, hubiera estado contenta de
recuperar un peso normal, como era un año atrás. Ahora este peso ideal no existe más. El peso
delgado existe, pero no sé si es 40 o 50 kilos, no lo sé. Tengo un claro sentimiento que el
mecanismo está andando de nuevo. Un par de kilos menos siempre es mejor. Ahora, no lo sé, es
algo que no es absolutamente claro para mí, en el sentido que los resultados de mi comer menos no
son todavía aparentes de todos modos. Pero yo, conociéndome y conociendo por lo que he pasado,
veo que la cosa se vuelve más y más fuerte...así que no lo sé...yo confiaba, sentía que no volvería
atrás nunca más a este punto. Pero al mismo tiempo estoy contenta. Así que estoy confundida.
Además: ¿por qué sucede esta cosa? Quizás me di cuenta que...el hecho de que no me gusto a mí
misma en este estado era bien claro para mí. Pero el no estar dispuesta a solucionar mi problema
quedándome tal cual, quizás no estaba totalmente claro. Así que no sé...no sé por qué salté hacia
atrás de esta forma. Y es un salto bastante largo, realmente, porque...bueno, por un lado me gustaría
si no fuera de esta manera, y por el otro es como que tengo miedo a que sea todo una ilusión. Es
casi como si quisiera volver hacia atrás y estuviera asustada, que en cualquier momento, me diera
cuenta que no volví al punto de partida, sino que es sólo mi deseo de volverme de nuevo lo que era.
Así que, no lo sé, es todo un gran enredo.
Terapeuta: Pero, ¿cuál es el sentimiento más fuerte?, ¿está más preocupada o más feliz?

Su reacción es interesante. Implícitamente le pido definir lo que le sucede, y su respuesta


está llena de “no lo sé”. (Leyendo la transcripción ahora, puedo contar seis de ellos, más un “estoy
confundida”, pero por supuesto yo me daba cuenta de sus quejas también en el diálogo real) Su
discurso mismo está confundido, enmarañado, hasta el final “es todo un gran enredo”. Le pregunto
de nuevo para encontrar una definición, esta vez con una pregunta cerrada, proponiendo una tajante
elección entre dos opciones: o preocupada o feliz. Intento introducir algún orden en la confusión;
ella aparentemente tiene dificultad en encontrarlo.

Magda: Más contenta, creo. Quizás porque tengo un recuerdo claro, muy claro, de lo emocionante
que fue perder peso tan rápidamente. Y es mucho más borroso lo que sufrí para alcanzar esos
resultados. Sólo tengo algunos flashes, a veces, algunas situaciones en las cuales estuve metida,
pero no tuve ningún cuadro claro de lo que pasé. Esto es, probablemente, la razón porqué la
felicidad es más fuerte: porque recuerdo el resultado final, más que lo que pasó antes.
Probablemente, si pudiera recordarlo, estaría menos contenta...no lo sé...y de todos modos, la
felicidad es mi parte irracional, aunque mi parte racional es una angustia porque, obviamente, si
parara y pensara en eso...comenzar del principio significa comenzar todo otra vez. Entonces me
pregunto cómo es posible, ahora que estoy de vuelta en terapia, que estoy trabajando en esta cosa,
que quiero volver. Algo no está funcionando, no puedo entender. Quizás es el mecanismo correcto,
quizás, no lo sé, no me puedo dar una respuesta a mí misma sobre esta situación, pero había
momentos cuando yo solía decir: “Eso es, ¡ahora es tiempo de perder peso!” Pero era una manera
diferente de decírmelo a mí misma. Ahora me doy cuenta que algo ha cambiado, hay algo que me
hace mucho más resuelta en lo que quiero lograr. Racionalmente sé que esta determinación me trajo
donde me trajo, así que...no lo sé...

Terapeuta: Pero esto lo piensa sólo racionalmente.

Aquí aparece mi primera afirmación. No es una gran afirmación, en realidad. Simplemente


tomé algo de su discurso, algo que me llamó la atención, y lo devolví. Podría haber hecho una
pregunta: “usted piensa que...” o algo similar, pero prefiero una afirmación. Ya que ahora estoy en
la envidiable posición de quien mira un diálogo transcrito palabra por palabra, es fácil para mí ver
que quizás podría haber aceptado su dificultad en dibujar distinciones, su repetido “no lo sé”, sin
intentar que defina su posición, pero en el diálogo real en vivo es menos simple. Quizás elijo –este
diálogo ocurrió hace tanto tiempo que no puedo tener ninguna certeza, incluso de mis propias
motivaciones- desafiarla sobre la única distinción que hizo, aquella entre la racionalidad y la
emoción. Al mismo tiempo, no superpongo mi discurso sobre el de ella: la distinción que le indico
hacer es parte de su discurso. Yo simplemente lo enfatizo.

Magda: Si, es un discurso bonito, pero es muy racional. En el nivel irracional, estoy tan contenta de
comer menos. Otra vez yo creo que, cuando vea los resultados, voy a comer menos y menos. Este
es un mecanismo que conozco, va hacia allá.

Terapeuta: ¿Qué es lo que va a pasar? ¿qué es lo que pasará si tiene éxito en esto?

Aquí empiezo a usar una técnica específica. Esta es una pregunta sobre el futuro, o para ser
más específico, una pregunta hipotética orientada hacia el futuro. Históricamente hablando, las
preguntas con una dimensión temporal fueron propuestas en el artículo “Hypothesizing-circularity-
Neutrality”, del cuarteto original de Milán, en el que buscaban cambiar en la relación (o mejor en la
conducta indicativa de cambio en la relación) antes y después de un evento preciso (investigación
diacrónica)” (Selvini, Palazzoli et al., 1980a, p.9). Poco después, Peggy Penn (1985) describió, en
el trabajo de Boscolo y Cecchin, lo que ella nombró “preguntas sobre el futuro”. Aquí está la
descripción que Luigi Boscolo y yo hacemos de ellas:

Las preguntas orientadas al futuro son totalmente abiertas e irrestrictas, fuera de las
restricciones inevitables impuestas por la actual “realidad”. Ellas permiten a los clientes
construir mundos futuros posibles al explorar el horizonte temporal de la familia y cualquier
discrepancia que pudiera haber entre los tiempos de los miembros individuales. “¿Cómo será
tu vida dentro de 10 años?”, “¿cuánto tiempo esta situación seguirá igual?”, “¿Cuándo estará
lista tu hermana para dejar la casa?”, “¿cuándo sus padres aceptarán que está lista para irse?
Y así sucesivamente [Boscolo & Bertrando, 1993, p. 172].

La pregunta que hago en este diálogo no es una simple pregunta sobre el futuro. Lo que
quiero explorar aquí es una opción bien definida: qué podría pasar si -y sólo si- ella tiene éxito con
la restricción alimenticia. Esto es lo que Luigi Boscolo y yo definimos como una pregunta
hipotética83:

83
Preguntas sobre “diferencias respecto a circunstancias hipotéticas” ya han sido propuestas por Selvini Palazzoli et al.
(1980a, p.9).
Las preguntas hipotéticas sobre el futuro establecen un límite en el número de posibles
futuros que pueden ser imaginados: ellas presentan clientes con un posible mundo sujeto a
las restricciones impuestas por el equipo terapéutico mismo. El terapeuta incluye uno o más
futuros posibles en preguntas hipotéticas y presenta a los clientes una hipótesis estimulante
(...) Esto le permite a él o ella desafiar las premisas de ellos bastante abiertamente. En la
lista de Tomm (1985), las preguntas sobre el futuro son definidas como preguntas
descriptivas y las preguntas hipotéticas como preguntas reflexivas [Boscolo & Bertrando,
1993, p. 172].

Para ser más específico, hay al menos tres distintos tipos de preguntas hipotéticas:
7. Preguntas hipotéticas en el pasado, como: “si sus padres se hubieran divorciado, tal como
estaba planeado, cinco años atrás, ¿dónde estarían los miembros de la familia hoy?”
8. Preguntas hipotéticas en el presente, como: “si su hijo decide dejar de tomar sus
medicamentos, ¿cree usted que su mujer se llevaría mejor con él?”
9. Preguntas hipotéticas en el futuro, como: “si usted decidiera dejar la casa el próximo año,
¿cuál de sus familiares lo lamentaría más?”

La presente es una pregunta hipotética en el futuro: quiero que Magda enfrente las
consecuencias de sus posibles decisiones, y ella puede hacerlo al presentificar un futuro en el que su
decisión sea totalmente realizada.

Magda: No sé lo que va a pasar. Va a pasar que, de todos modos, me acercaré más y más a lo que
para mí aún es un mito. Después no sé como va a ser...no sé cómo va a ser...pero de seguro...bueno,
hasta un cierto punto será...como puedo decirlo...no sé ni siquiera por qué hago...seguro, no me
gusto a mí misma, pero cuando mi peso era regular no me gustaba tanto a mí misma, pero después
de todo no estuvo tan mal, pudo haber estado bien para mí. Realmente, mi objetivo en los últimos
pocos meses ha sido volver a ese punto, no a los 40 kilos, pero ¿por qué? Después de todo, no sería
suficiente...y de todos modos yo sé perfectamente bien que someterme a esas dietas drásticas no
llevan a nada. Lo que me pregunto es, ¿por qué no puedo canalizar esta determinación hacia algo
positivo? Si pudiera usar esta determinación en una dieta saludable y correcta que me hiciera perder
el peso que necesito perder ¿no sería mejor? Pero no es así. Con una dieta correcta, mi poder de
voluntad desaparece. Es todo o nada. Volvimos al mismo punto. O tengo atracones, o como cada
vez menos.

Terapeuta: Porque no puede dominar su voluntad. Es su voluntad la que la domina, no es algo a su


servicio. Si pone a tu voluntad dentro del cuadro, al final esa voluntad es más fuerte que usted. No
puede impedir dejar de comer, no puedes evitar seguir esa voluntad, en pocas palabras, no puede
ganar.

Magda: Aún está ahí esta voluntad, pero ¿por qué es imposible?, ¿por qué no puedo regularla?, ¿por
qué esta voluntad me aplasta de esta forma? No entiendo.

Esta vez yo fui drástico, al contestar con una respuesta aguda, que le debe bastante a las
ideas de Selvini Palazzoli (1974) sobre la anorexia y el control. Ella responde con una pregunta
suya. Ahora mi opción es responder con otra pregunta -que no es lo que la cortesía sugeriría pero es
a veces una buena medida terapéutica- o responder con una afirmación. Elijo la segunda
nuevamente.

Terapeuta: Hay muchas respuestas. Porque no es exactamente voluntad como decimos usualmente,
la búsqueda conciente de un objetivo, es, más bien, algo que satisface algo dentro de usted. A
menudo usamos la voluntad cuando tenemos que hacer algo displacentero, pero lo hacemos a
propósito. Alguien que escala una montaña se tensa mucho, siente el esfuerzo, no lo disfruta, pero
quiere llegar a la cima, así que persevera en el esfuerzo. Para usted no es así. Para usted, dejar de
comer ya no es un esfuerzo: el esfuerzo, la verdadera voluntad, sería comer lo que está escrito en
una hoja de dieta, lo cual es doloroso y por eso no lo hace. Mi impresión, por lo que dice, es que se
gratifica por comer o también por no comer. Esas son dos formas diferentes de satisfacción, no hay
una verdadera insatisfacción. Me da la idea que por una parte disfruta comiendo y por otra disfruta
al no comer.

Frente a su pregunta “¿pero por qué ahora?”, mi hipótesis es: ahora mismo, porque ahora ha
comenzado a enfrentar algunas cosas, a enfrentar el hecho mismo de que para usted no comer aún
era un mito. Últimamente, no había estado pensando en esto, pero por debajo la cosa estaba viva,
probablemente porque no estaba en lo más mínimo satisfecha: Yo como lo que como ¿a quién le
importa? Comía mucho, pero sin síntomas bulímicos. Simplemente comía más de lo necesario para
mantener ese preciso peso. Pero yo siento que esto todavía le molestaba. Si no le molestaba, viendo
que no tenía otros problemas, no estaría aquí. Pero, cuando se dio cuenta, se le estaba imponiendo.
Pero creo que eso ya estaba ahí, escondido por debajo. Es como que usted fuera el campo de batalla
de dos instintos opuestos, pero ninguno es dominante.

Magda: ¿Y?
Terapeuta: Intente verlo desde otro punto de vista. Intente pensar: no comer es un instinto,
exactamente como comer. En este punto todo debería ser más claro, la razón porqué tú no lo
dominas. Cuando come, es un esfuerzo decir: “voy a comer hasta este punto”, porque el hambre
entra en el cuadro. Dejar de comer es lo mismo que el hambre. La gente, mientras más come, más
quiere comer. Usted, mientras menos come, menos quiere comer. Es la misma cosa. Lo que no
puede hacer es decidir: “quiero comer hasta este punto y luego detenerme”. Esto es lo dificultoso
para usted.

Aquí, como en otras oportunidades, comienzo a elaborar una hipótesis -o mejor dicho, una
sucesión de hipótesis ligeramente diferentes- dentro del diálogo. Comparado con otros diálogos,
como el descrito en el capítulo 4, éste es menos colaborativo. En vez de invitarla a integrarse, hablo
en un modo más autoritario. En retrospectiva, mi sensación es haber sermoneado demasiado -no
exactamente como un terapeuta dotado de un conocimiento poderoso, sino que seguro como un
compañero de curso que tiene mucho que decir, algo ligeramente irritante- aunque deje muy claro
que todo lo que dije era una “impresión” o una “hipótesis”. Es posiblemente la estructura del
diálogo mismo la que me lleva a hacer esto: después de todos sus “no lo sé”, sentí la urgencia de
hacer entrar algo más definido en el diálogo. Por supuesto, habiéndolo hecho, me arrepiento
(además porque ahora ella tiene muchas más preguntas para hacerme).
Sin embargo, no pienso que esto sea un monólogo de mi parte. Mi discurso especifica
cuidadosamente la naturaleza hipotética de mis propuestas, como Guilfoyle (2003) hubiera
sugerido. Mi última afirmación es una exhortación, más que un mandamiento, a considerar el dejar
de comer -anorexia- como un instinto más que una decisión. Si re-leemos la secuencia de mis
afirmaciones, las más drásticas -por ejemplo, “lo que no puedes hacer es decidir: 'quiero comer
hasta este punto y luego detenerme'”- son simplemente modos de re-proponer lo que Magda misma
ha afirmado anteriormente. Mis afirmaciones están construidas sobre su discurso, aunque con un
tinte desafiante. Pero mi discurso contiene el de Magda dentro de sí (o, por lo menos, lucha por
hacerlo).

Magda: Si, pero ¿de dónde viene todo esto? Es decir, el mecanismo lo entiendo. Siempre ha sido
así, para mí nunca ha sido fácil detenerme, de un modo o del otro. Estoy conciente, de todos modos,
que para mí la anorexia aún es algo fascinante... ¿y ahora? ¿cómo funciona? ¿cómo puedo
desactivar todos estos mecanismos? Tengo la sensación de correr en círculos...
¿Y cómo puedo entenderlo?
Terapeuta: Podemos trabajar en ello. Comenzó por decir “tengo miles de cosas que decir”.
Hablamos sobre una de esas cosas solamente, y nos quedamos ahí. Puede tratar de hablar de las
demás también. No está garantizado que las cosas que usted siente son las más importantes. Por
supuesto lo que me dice es muy importante, pero no es seguro que sean las cosas más útiles de
entender.

Así que mis reconsideraciones me llevaron a una actitud diferente: me doy cuenta de que me
vuelvo un sermoneador, con el riesgo de ser un terapeuta muy experto, así que cambio mi actitud.
Le lanzo de vuelta sus preguntas, mientras trato de ampliar el horizonte yendo hacia atrás hasta su
afirmación inicial. Quiero salir de esa calle sin salida que es el diálogo sobre la naturaleza de la
bulimia y la anorexia. Probablemente también sentí que todo lo que hemos hablado sobre su
relación con la anorexia nos lleva cada ve más lejos de sus relaciones con la gente. Pero no quiero
introducir a otros sujetos -ya he sido suficientemente autoritario- así que decido lanzar la iniciativa
a ella, nuevamente.

Magda: Bueno, mil cosas...es toda esta lucha que me ha atormentado la semana completa.

Terapeuta: ¿Que quieres decir?, ¿qué sucedió?

Magda: No lo sé, yo...desde nuestro último encuentro, cuando hablamos sobre este hecho, he
intentado entender este discurso de la rebelión que habló la última vez. Y, claro, me llevé este
terrible golpe en mi cabeza. No creía en absoluto que no quería arreglar las cosas. Pero me di cuenta
que es cierto. Quiero que las cosas se arreglen, pero no siguiendo como estoy. El deseo de arreglar
mi lado estético es mucho más fuerte que el de arreglar mi lado psicológico. Es como, entendiendo
esto, que me dije a mí misma 'vamos...ahora arregla el lado físico‟. Es decir, lo de siempre, para mí
todo es más fácil si estoy flaca. Es como cualquier cosa que pueda proponerme, lo haré sólo cuando
esté flaca. Siendo como soy ahora, no me puedo proponer nada. Puedo ser mejor, he tratado de tener
una relación mejor y más tranquila con la comida, mejor que cuando era anoréxica. Me doy cuenta,
sin embargo, que en el último par de años, con estas alzas y bajas, mi relación con la comida ha
sufrido alguna mejora. Pero ahora me doy cuenta que no estoy tan interesada en mi relación con la
comida, sino que estoy más interesada en mi relación con mi cuerpo; mientras se mantenga así no
será una buena relación. Así que prefiero sacrificar la serenidad con la que he vivido en estos
últimos años con la comida, y tener el aspecto que quiero. Toda esta semana ha girado en torno a
esta cosa: una mañana me desperté pensando: „quiero perder peso, pero a mi manera‟. Porque, ya
que del modo adecuado no tengo éxito, ya que esta fuerza de voluntad no es suficiente, ahora uso
más de lo que necesito, aún si vuelvo al punto de partida, pero...creo que vuelvo al punto de partida,
seré igual de flaca que al principio y, entonces, empezando desde ahí, es todo más simple. Entonces
está el discurso de siempre, que tengo que ser vista por los demás en un cierto modo...ya no busco
recibir atención, no estoy interesada en que la gente se preocupe porque no como y pierdo peso. Es
un discurso, especialmente de la gente con la que no tengo un lazo afectivo...es un deseo de...si me
mantengo así, estoy conciente, socialmente hablando, es como cuando era una niña, estoy siempre
en la sombra. Nunca trato nada. Hago mi trabajo, pero no busco cercanía con mis compañeros. Me
gustaría tener más relaciones humanas, pero al mismo tiempo veo que no son los demás los que me
impiden hacer esto, es que nunca me he sentido tranquila con nadie. Así que levanto esta muralla de
timidez, discreción y veo que es la razón para que lo otros no quieran tener alguna relación cercana
conmigo, porque aparentemente quiero mantener mi distancia. Estoy segura que si fuera más flaca,
esta cosa no existiría. Bueno, básicamente soy tímida, eso es obvio, pero si me sintiera tranquila con
mi propio cuerpo sería más extrovertida, más accesible para los otros. Así como estoy me siento
intranquila en todas las situaciones. Si ellos propusieran, como frecuentemente ocurre, salir con los
colegas...probablemente me forzaría a ir, porque por el otro lado yo lo quisiera... ¿ves? aquí también
hay una pelea continua. Por una parte, quiero volverme parte de un grupo de personas; por otra está
el deseo de no ser vista. Para ser vista como soy, prefiero que nadie se de cuenta.

Ahora el tema realmente cambia, y es Magda quien lo elige: ella responde a mi deseo de
encontrar algo diferente, y lo encuentra, creando además un vínculo entre lo que habíamos dicho en
nuestro encuentro anterior. La transformación del tema es impresionante: desde la comida al cuerpo,
desde el cuerpo a los demás viéndola, y desde esto a su duradera sensación de inadecuación. En la
primera parte del diálogo, ella era casi confrontacional, con todas sus preguntas urgentes, las cuales
estimularon en mí, por una parte, ganas de responder -a veces con demasiadas respuestas- y, por
otra, algo de tendencia a reprocharla, lo que logro distinguir al verme hoy y sólo considerando el
tono de mis respuestas tomando distancia. Así es que puedo leer mi deseo de cambiar el tema, no
como si esto lo dictara un deseo interior, sino que por una necesidad del diálogo mismo. La
atmósfera confrontacional que fuimos creando no era suficientemente dialógica. Para mantener el
flujo del diálogo, fue necesario cambiar algo. Es entonces que Magda se vuelve cooperadora de
pronto, como si el cambio de tema la hubiera liberado de su carga, y su discurso se desarrolla de
manera fluida por primera vez.

Terapeuta: Así que usted se esconde.

Otra afirmación, en este momento, más que nada para sintetizar lo que ha dicho hasta ahora,
para parafrasear y obtener algo de confirmación de que estoy entendiendo exactamente lo que está
diciendo. Pero siento que, en este momento, ella no está pidiendo una grandiosa intervención de
parte mía. Dejo fluir su discurso y esta afirmación no es más que un aliento para ella. El tono
emocional de la conversación es diferente ahora y la aspereza que a veces se asomaba en la primera
parte ya no está. Por otra parte, probablemente esa aspereza ha sido necesaria para alcanzar este
punto en el diálogo: es más fácil ser cooperador después de correr el riesgo de romper el diálogo.

Magda: Si, por una parte preferiría intentar estas cosas, y por la otra, ya que no estoy tranquila para
enfrentarlas, prefiero esconderme. Prefiero no llamar la atención. Prefiero ser ignorada, y cuando
me comporto así, me ignoran. Porque, lógicamente, si encuentra a una persona que apenas le habla,
es como...pierde las ganas de bromear o decir algo: está frente a una muralla. Por otra parte, esto me
hace sufrir, porque me gustaría ser vista como soy, pero en este cuerpo no puedo...

Terapeuta: ¿Esto es independiente de la reacción de las demás personas o no?

Aquí aparece una pregunta circular. Dialógicamente hablando, está dictada por el modo en
que la dificultad en su relación con los otros emergió en el diálogo. En este momento el curso del
diálogo se ha movido desde la preocupación exclusiva de Magda por ella misma y su peso, hacia su
imagen ante los demás; mis prejuicios sistémicos -que indican que es siempre importante crear
conexiones entre la persona y sus personas significativas- se encuentran en esta pregunta.
Para muchos terapeutas, sin duda, esta pregunta puede sonar a relacional, pero no circular:
usualmente, sólo las preguntas triádicas son consideradas circulares. La descripción de preguntas
circulares, sin embargo, es mucho más abarcativa: las preguntas circulares, originalmente, son todos
los tipos de preguntas que son capaces de traer al frente diferencias, en el sentido batesoniano de
“una diferencia que hace una diferencia” y por lo tanto una relación84. Ellas incluyen, en ese
sentido, las preguntas con respecto al tiempo que describo más abajo y una variedad de otras más:

>> Preguntas triádicas (comportamentales). Estas fueron las preguntas circulares


originales, aquellas que todo terapeuta sistémico inmediatamente reconoce. En el artículo de 1980,
ellas son definidas como una “investigación de una relación diádica como es vista una por una
tercera persona”, específicamente “comportamiento en circunstancias específicas (y no en términos
de sentimientos o interpretaciones)” (Selvini Palazzoli et al., 1980a, p.8). Por ejemplo: “¿Qué es lo
que hizo su marido cuando su hijo comenzó a oír voces?”

84
El término “preguntas circulares” no aparece en el artículo original “Hypothesizing-Circularity-Neutrality”
(Selvini Palazzoli et al., 1980a), donde estos tres tipos de preguntas fueron descritas inicialmente. Fue adoptado más
adelante por Peggy Penn (1982) y Karl Tomm (1985), después de discutir con Luigi Boscolo y Gianfranco Cecchin.
>> Preguntas triádicas (introspectivas). Esta categoría no fue descrita en el artículo
original, pero fue presentada por Boscolo y Cecchin (ver Boscolo et al., 1987). Pueden además ser
divididas en preguntas en las cuales una tercera persona es invitada a hablar los pensamientos de
otras dos personas (“¿qué es lo que su hijo piensa de la conducta excéntrica de su hermano?”) y
preguntas en las cuales se le pide a una tercera persona hablar de las emociones y sentimientos de
otras dos personas (“¿cómo cree que su hija se siente cuando usted discute con su esposa?”). Una de
las dos personas puede, por supuesto, también ser el hablante (“¿cómo cree que su madre se siente
cuando usted dice que quiere volverse más independiente?”). Podríamos además definir tales
preguntas que exploran la “teoría de la mente” que la persona entrevistada tiene de las personas a
las que se refiere85.

>> Preguntas de diferencia. Definidas como “diferencias en comportamiento y no en


términos de predicados supuestamente intrínsecos en la persona” (Selvini Palazzoli et al., 1980, p.
8), esta categoría incluye las preguntas como “¿quién cree que pueda ayudar más a su familia con
sus problemas?”

>> Preguntas de Rango. “Hacer un ranking por varios miembros de la familia sobre un
comportamiento específico o una interacción específica” (Selvini Palazzoli et al., 1980, p.8)

La presente pregunta no es exactamente triádica, pero también intenta determinar en qué


medida los sentimientos de Magda dependen de los otros. Ésta crea una suerte de tríada, donde la
Magda que observa es distinta de la Magda que interactúa con los otros. Le pido a Magda separarse
ligeramente de sí misma y ver sus relaciones con los demás. Tomm (1987) la hubiera llamado una
pregunta reflexiva.

Magda: Sí, porque sin duda hay personas más o menos accesibles, pero siempre ha sido así. Me doy
cuenta que no es un problema causado por los demás. Es mi problema, soy yo, no transmito...me
siento tan insegura que transmito esta inseguridad. En el lado profesional, no, nunca he transmitido
inseguridad, estoy segura de lo que hago, estoy segura de mis habilidades y me doy cuenta que los
otros también están concientes de estas cosas. No tengo problemas para enfrentar el trabajo, incluso

85
Una teoría de la mente puede ser descrita como el modo en que alguien concibe la actividad mental en otros,
incluyendo el modo en que los niños conceptualizan la actividad mental en otros y como ellos atribuyen intención en
otros y producen el comportamiento de ellos (para la formulación original del concepto, ver Wimmer & Perner,
1983; Premack & Woodruff, 1978).
sola. Es el lado personal que es lo opuesto. Desde un punto de vista profesional, me siento en el
lugar adecuado, me siento que hago lo correcto y cuando me felicitan, estoy segura que merezco esa
felicitación porque doy lo mejor de mí, estoy comprometida, dedicada, etcétera... pero, desde un
punto de vista personal, me siento como que no merezco nada...es muy fuerte este contraste: el
deseo de entrar en este grupo y el deseo de estar encerrada dentro de mí misma, y de ser
completamente invisible. Vengo aquí, hago mi trabajo y luego me voy a casa y no quiero más
contactos, de ningún tipo.

Terapeuta: Y esto está relacionado con su cuerpo.

Otra afirmación, en vez de una pregunta. Aquí estoy bastante seguro de mi afirmación y no
siento ninguna necesidad de suavizar lo que pienso. Nunca uso preguntas falsas, es decir, preguntas
en las cuales ya sé la respuesta. Creo que no sólo es antiético, sino que dañino para el diálogo, el
uso de una simulación de entrevista circular dirigida a afirmar un punto. Prefiero una afirmación,
porque (siguiendo la idea de Canetti) una afirmación siempre deja abierta la posibilidad de no estar
de acuerdo, al menos en la situación de poder de mi diálogo terapéutico usual, donde no soy el
portador de ninguna posición fuerte de poder. En este caso, de todos modos, Magda dice estar de
acuerdo.

Magda: Sí, seguro. Repito: si fuera como yo quiero...

Terapeuta: ¿Qué haría diferente?

En este caso, completo su afirmación (ella hizo una pausa y yo tuve la sensación que ella
quería dejar la frase incompleta) y vuelvo a una pregunta hipotética (una pregunta en el presente, si
queremos apegarnos a mi categorización mínima). Si miramos hacia atrás al desarrollo del diálogo,
podemos ver que tiendo a contrastar su forma de hablar con la mía: ella hace muchas preguntas, yo
tiendo a responder con una afirmación; cuando ella afirma algo, respondo con una pregunta. Esto
hace el diálogo más dinámico. Además, siento que puedo lograrlo. Ya nos hemos visto en diez
ocasiones, ella me conoce bastante bien, yo la conozco bastante bien. Sé, a partir de lo que sucedió
en los diálogos previos, que ella no se sentirá malentendida si yo no estoy de acuerdo
inmediatamente en todo lo que ella dice: para mí, ella es suficientemente fuerte. Con otros clientes,
mi estilo hubiera sido diferente, más suave y más condescendiente. Lo que quiero hacer ahora, de
todos modos, es ayudarla a ver otro mundo posible, un mundo donde sus fantasías sean
mágicamente satisfechas.
Magda: Creo que yo sería mucho más...veo que las personas que se gustan a sí mismas se
comportan en una manera diferente, tienen éxito en gustarles a los demás, también...ves que ellos
tienen alguna confianza interna...ellos se gustan y automáticamente ellos piensan que a los demás
les gustarán también, y esta cosa los lleva a realmente gustar a los demás. El hecho que no me guste
a mí misma me da la certeza que absolutamente no puedo gustarles a los demás y así es que no les
gusto. Estoy segura que no puedo gustarles, puedo ser apreciada desde un punto de vista
profesional, no por el resto de mí. Pero esto es verdad en algún sentido, más allá del hecho que
estoy segura que no le gusto a nadie físicamente, desde un punto de vista personal pienso de los
otros me ven como un adorno, algo decorativo. No molesto a nadie, no soy agresiva, no digo nada
que pueda causar problemas, pero pienso que ninguno está interesado en hablar conmigo, o en
profundizar una conexión conmigo. Soy una mujer inocua, trabajo, no molesto, hago mi trabajo y
los demás también, nunca me quejo...y así... soy un papel tapiz.

Terapeuta: Así que, si usted pesara diez kilos menos, ¿se volvería menos papel tapiz?

Otra pregunta hipotética, aunque en modo indicativo, más que en modo subjuntivo (uso este
modo, aquí, para dar un sabor más real a mi pregunta). Adopto, por supuesto su metáfora, también
porque tiene un significado definido en italiano coloquial (ser o actuar como tapicería significa ser
insignificante, ser pasada por alto por los demás). Después de esta pregunta, ella comienza a aceptar
esta faceta del diálogo y comienza a hablar en términos hipotéticos.

Magda: Sí, porque me comporto como un papel tapiz. Si pesara diez kilos menos, no me
comportaría como un papel tapiz, intentaría llamar la atención. El simple hecho de sentirme más
segura de mí misma me haría más abierta a los demás. Cuando pesaba 40 kilos, tenía relaciones
sociales...bueno, es verdad que yo tenía relaciones con personas a las cuales llevaba conociendo
décadas, así que estaba más segura de mí misma. Estaba más abierta, extrovertida, bromeaba más,
hablaba más o más bien dicho, hablaba demasiado. Todo era más, no caía en las garras de la pereza
o el aburrimiento, siempre quería hacer muchas cosas. Quizás eso era artificial también, seguro,
pero nunca tuve el deseo de esconderme, de hecho era exactamente lo opuesto.

Terapeuta: Pero la gente alrededor, ¿qué imagen te devolvía?, ¿les gustaba o simplemente no estaba
interesada en saberlo?

Otra pregunta circular. La pregunta es simultáneamente sobre sus propios sentimientos (la
imagen que vio en los ojos de los demás), y es una pregunta de lectura de mente, de teoría de la
mente (¿le gustaba a los demás?). El énfasis, como usualmente ocurre en el interrogatorio circular,
está en las demás personas. Esta es una característica peculiar de las preguntas circulares, útil para
diferenciarlas de preguntas similares en otra tradición, por ejemplo las preguntas narrativas.
Tomemos algunos ejemplos de Epston y White (1990, pp. 20-23):

>> Preguntas de explicación única: “Entonces, ¿qué lo llevó a esta ruptura?, ¿qué
consejo se estaba dando a sí mismo?...”
>> Preguntas de re-descripción única: “Del modo en que usted recuerda nuestros
encuentros, qué es lo que le produce A medida que revisa las sesiones que hemos trabajado juntos,
¿qué cosas se ha dado cuenta de que son importantes respecto a quién es usted y respecto a las
cualidades de sus relaciones?
>> Preguntas circulares: “Ahora que usted ha alcanzado este punto en la vida, ¿quién
más debería saberlo?”; “¿qué diferencia cree que haría en la actitud de ellos hacia usted si ellos no
hubieran sabido esas noticias?”; “¿cuál sería la mejor forma de incluirlos en esas noticias?”

En todos estos ejemplos, la dirección es centrífuga: desde el individuo hacia los otros, o
desde dentro hacia afuera (“¿qué diferencia cree que haría a en la actitud de ellos hacia usted si ellos
no hubieran sabido esas noticias?”). En mi pregunta, como en la mayoría de las circulares, la
dirección es centrípeta, desde los demás hacia el individuo con el cual estoy hablando (“¿qué
imagen le devolvieron estas personas al rededor”?). Lo que no significa que las preguntas circulares
son mejores o peores que las narrativas. Significa que ellas llegan a la relación desde diferentes
rutas, y esto puede tener un efecto ligeramente diferente en el interlocutor. Por ejemplo, las
preguntas narrativas pueden favorecer a auto-centrar a la persona, las preguntas circulares pueden
favorecer a des-centrarla, un mayor interés en los demás. Por supuesto, la sensibilidad clínica y los
requerimientos contextuales guían la elección del terapeuta en cada situación. A veces he hecho un
buen uso de preguntas narrativas y estoy seguro de que cualquier terapeuta puede usar, en casos
específicos, preguntas circulares.

Magda: Desde mi punto de vista, sí, le gustaba a las personas. Pienso así porque ciertamente es
mejor tratar con una persona más accesible, abierta y habladora que con una momia. Físicamente
hablando, mi convicción es aún la misma. A los que realmente se preocupaban de mi salud, no les
gustaba como estaba; los otros estaban, estoy segura, muy envidiosos. Estoy segura que, si tuviera
que empezar de nuevo, la gente que se definía como amigos pero probaron ser otra cosa, estarían
muy envidiosos. Ellos tienen el mismo mito de la delgadez, quizás no tan fuerte como el mío. Pero
siempre era lo mismo: cada vez que uno de nosotros empezaba a perder peso, todos los demás se
ponían envidiosos, y yo fui la primera. Si hay personas que envidio mucho, son las delgadas, y, de
todos modos, los que se las arreglan para perder peso. Estoy segura que provocaría esa clase de
sentimientos. Estoy segura que la preocupación que mostraban esas personas era muy...no voy a
decir artificial, pero...la envidia era predominante, alguien me lo dijo. Estoy segura que podría
gustar más.

Ella incluye otro tema central, el de la envidia. Ella está envidiosa de las mujeres más
delgadas y ella supone que ellas están envidiosas también. Algo de emoción negativa entra en el
cuadro. Lo dejo así por el momento.

Terapeuta: Aunque, en cierto modo, es usted la que podría comportarse de esa manera para poder
gustar más. Nadie le prohíbe comportarse así ahora, excepto usted. Y lo haría sólo si pesara menos,
ese es el problema. Para mí, ahora entendemos algo sobre el por qué usted decidió perder peso
seriamente precisamente en este período.

Muy asertivo nuevamente. Aparentemente siento la urgencia de enfrentarla con afirmaciones


escuetas, para confrontarla hasta un cierto punto. ¿Una reacción a lo que percibo como testarudez?
Aquí mi hipótesis está declarada, una vez más, con un poco de argumentación. Después de un
período extremamente cooperativo, el diálogo vuelve a la misma confrontación. Y Magda responde,
como se podría predecir, con algo desafiante.

Magda: No entiendo.

Terapeuta: Porque cambió su trabajo. O, más bien, cambió su trabajo dos veces, pero la primera vez
no es importante, porque el ambiente laboral era tan incómodo que estaba más concentrada en la
mera supervivencia. En ese momento, usted sólo trataba de mantenerse a flote y, realmente, no
pensaba en comida en lo más mínimo. Ahora, en cambio, usted está en un ambiente que le interesa
como ambiente humano. Y el mecanismo se reactivó. Un ambiente en el cual usted está interesada,
pero un nuevo ambiente de todas maneras, es así que usted se siente como solía sentirse cuando era
una adolescente: se siente mal. Y se comporta en un modo servicial: donde trabaja más de lo que
debería, etcétera, para conseguir algo de cordialidad, pero esto no sirve, porque se siente como un
adorno. O, para sentirse realmente bien, necesita presentar esta imagen de cuerpo delgado, liviano y
adorable, llámelo como quiera, no puede volverse otra persona ahí, sin ese cuerpo. Es como si no
sintiera autorizada. Es decir, un cuerpo bonito la autoriza a comportarse como usted quiere, un
cuerpo que usted no siente tan bonito la obliga a mantenerse al margen, a ser más complaciente...

Magda: Sí.

Terapeuta: Pero, entonces, bajo esta actitud complaciente, siento algo de rabia. Bien escondida
debajo. Usted dice, “Soy la única que hace su trabajo y quizás el de los demás también”, siento algo
de...

Así que afirmo bastante directamente mi punto, aunque dejo claro, nuevamente, que esto es
lo que yo “siento”. Aquí además hago uso de información que viene de conversaciones previas: el
proceso, sin embargo, es nuevamente interactivo: empiezo usando esta clase de información
después que ella la usó primero, así que no es una decisión unilateral. Y Magda, lejos de estar
intimidada, responde. Nuevamente, pienso que soy tan directo en mis afirmaciones porque yo sé,
hasta ahora, que ella responderá, y supongo que ella no sería estimulada por un acercamiento más
suave y tentativo.

Magda: Sí, pero no creo ser así, de todas maneras. He sido así por tantos años, pero cuando me
rebelé contra ello, me di cuenta de que no me gusta ser así. Quizás porque el hecho mismo de ser
así...eso, además, no lo puedo calibrar...si fuera una persona accesible, servicial, pero en el
momento justo fuera capaz de mostrar mis garras, podría andar todo bien. Pero no es así. En
cambio, cuando caigo presa de esta sumisión, estoy segura que, especialmente con la gente que no
conozco bien, no sería capaz de defender mis derechos. Esta es la razón porque digo “Hago mi
trabajo y el de los demás también”, sabiendo perfectamente que, tarde o temprano, alguien se
aprovechará de ello. No me gusta ser así. Pero no culpo a los demás, porque es así de todos modos.
Cuando estas enfrentando a una persona que dice, “no te preocupes, lo haré...” al final me enojo
conmigo misma. No siento ganas de expresarme, no siento que soy la que soy y al mismo tiempo no
me gusto como soy actualmente, porque no soy así. Pero mi real forma de ser sale sólo al sacar todo
lo que la cubre. Años atrás, creía que me gustaba como era; aquí está la diferencia. La diferencia es
que volví a comportarme como hace un año, pero no me gusta porque no soy así. Porque sé que
esas personas se aprovechan de una como yo y no puedo soportar la idea de alguien que se
aproveche de nuevo.

Aquí la conexión entre todos los elementos del diálogo empieza a funcionar. En este
momento, mis preguntas generaron respuestas significativas, y sus respuestas, a su vez, generaron
mi primera hipótesis. Entonces, cuando pongo mi hipótesis dentro del diálogo, Magda es capaz de
tener una percepción diferente de sus propios sentimientos. Su contradicción interna es una
contradicción en sus emociones: ella no le gusta lo que hace, pero ella no sabe como actuar distinto.
Ahora tengo tiempo para una última respuesta.

Terapeuta: Es como si hubieras conectado tu cuerpo a todo esto. Es decir, ellos pueden aprovecharse
de Magda como es ahora, pero no de Magda con 15 kilos menos de peso. Porque, si por alguna
misteriosa razón, usted pesara menos, ellos no podrían aprovecharse, se sentiría autorizada a
rechazar cosas, a enojarse con ellos y tener alguna revancha...usted tendría una revancha con todas
las amigas mujeres que hablan y hablan, las que al mismo tiempo la envidiarían, y usted disfrutaría
que la envidien. Se sentiría autorizada a tener todas esas rebeliones y revanchas sólo si perdiera
peso. De otro modo no se sentiría autorizada para hacerlo y sólo estaría más y más enojada. En
parte, usted se enoja consigo misma por su peso, en parte se enoja con los otros por lo que usted
hace. Además, de hecho, podría muy bien no ser servicial incluso como está ahora. Intente imaginar
a alguien forzándola a hacer el trabajo de otro porque pesa los kilos que pesa: esta es una ecuación
suya, no es la ecuación del mundo, pero se vuelve extremadamente importante porque usted, junto a
su propio peso, han llevado una enorme carga de pesos: el peso de sus amigos que no la envidian,
por los que usted sí siente envidia, el peso de todos aquellos que la consideran un adorno; entonces
el peso se vuelve demasiado, y probablemente eso es lo que lo sacó a la luz, además del hecho que
hemos hablado de eso. Hablar de ello no era suficiente, hablar de ello sólo la hizo más conciente de
ello. Esta cosa ya estaba andando, por la misma situación en la que está. Es más, algo que hay que
entender mejor es cómo usted asocia el modo de ser, su personalidad, directamente con su peso.
Creo que eso es algo mucho más difícil de llevar que algunos kilos de más. Yo pensaría en ello, creo
que reflexionar sobre estas cosas valdría la pena.

Esto es muy similar al reencuadre sistémico tradicional: algo que rara vez hago en una
terapia individual en estos días. Esta vez había algo en la interacción que me indujo -o, al menos,
me sugirió- hacerlo. Posiblemente fue la estructura misma del diálogo, el cual, desde una serie de
preguntas recíprocas (Magda cuestionando que yo la cuestione), evolucionó hacia una serie de
afirmaciones recíprocas. Simplemente no pude resistir juntar todas las palabras claves que ella
introdujo en el discurso, pero conectadas en una -esperemos- nueva manera: envidia, complaciente,
aprovecharse, adorno, entre otras. Al mismo tiempo, no soy tan asertivo como para hacer mis
afirmaciones sin acentuar que “Es como que usted conectara su cuerpo con todo esto...” y “Creo
que eso es algo mucho más difícil de llevar que algunos kilos de más” (no estoy diciendo “es así,
punto”, estoy diciendo que esta es mi opinión, y esto hace toda la diferencia). Lo que hago aquí es
proponer una hipótesis más, basada en sus palabras finales. Al final, sin embargo, quizás también es
un modo de quitarme la culpa (no fue la terapia la que te hizo anoréxica, la anorexia estaba ya
acechando en el fondo...). A partir de lo que recuerdo -y a partir del rumbo que tomó la terapia en
adelante- su reacción, en ese momento y en las sesiones siguientes, fue positiva y considerada.
Si ahora observamos todo el proceso dialógico, podemos ver que los principios que intento
usar, la relación entre los dos, las técnicas específicas que aplico momento a momento, son todas
partes de un todo, más que distintos elementos que deben ser combinados por un terapeuta hábil.
Las preguntas circulares son generadas por una curiosidad circular, exactamente como mis hipótesis
son fomentadas por lo que Magda dice y la llevaron, en cambio, a proponer sus propias hipótesis. Si
algo significativo ocurre, es el resultado de alguna -a veces fácil, a veces problemática, a veces
incluso reacia- cooperación. De todas maneras, ambos compartimos la carga y los créditos por
nuestro esfuerzo terapéutico conjunto.
CAPÍTULO NUEVE

Presencia y ausencia
Ahora me referiré, específicamente, a la terapia sistémica individual. Una vez más,
comenzando desde una pregunta muy básica: ¿Cómo puedo distinguir mis propias terapias de las
terapias de una orientación diferente? Pienso que he dejado claro que, para mí, el simple hecho de
profesar una cierta creencia teórica no garantiza ipso facto la calidad de mi labor. Para responder a
esta pregunta -o más bien, para intentar responderla- compararé mi propio modelo terapéutico con
otro, en relación a un único tema: el manejo de las relaciones interpersonales. Elegí comparar el uso
del “tercero” en la terapia sistémica individual, con la práctica psicoanalítica del análisis de
transferencia.

El tercero en la terapia sistémica individual: presencia en ausencia


Al trabajar con individuos, el terapeuta sistémico busca crear conexiones entre el mundo
interno y externo de la persona, manteniendo al mismo tiempo el interés en los patrones que, en la
vida de un ser humano, establecen un vínculo entre acciones, relaciones, emociones y significados.
Como terapeuta sistémico individual, al igual que cualquier otro colega, considero el tiempo y el
lugar del encuentro terapéutico, así como la relación entre cliente y terapeuta (tomándola como la
relación principal a considerar) el verdadero “escenario para” los eventos terapéuticos. Estoy, por lo
tanto, conciente -como espero haber dejado claro en el capítulo 6- de la relación terapéutica: por
ejemplo, del hecho esencial que, al discutir y relatar sus historias, los clientes las están contando a
sus terapeutas, siendo sensibles a la aprobación o desaprobación por parte de éstos, expresada de
cualquier modo, vale decir, incluso a través de las señales no verbales más sutiles.
Existen algunas peculiaridades fundamentales: primero que todo, una relación terapéutica es
algo de gran importancia en la vida de un cliente, pero no necesariamente la faceta a la cual cada
pensamiento, emoción, evento emergente o algo que ha sido evocado en el diálogo, necesite ser
relacionada. Ésta es la herencia del hecho pragmático que por muchos años la terapia sistémica ha
sido esencialmente una terapia familiar, basada en el modelo de la “caja negra” del Mental Reseach
Institute (Watzlawick, Jackson & Beavin, 1967). Según este modelo, las relaciones entre seres
humanos pueden ser observadas sólo “desde afuera” por terapeutas considerados separados más que
como observadores participantes. El terapeuta sistémico familiar desarrolla, por lo tanto, una
atención y un interés hacia las relaciones entre dos o más personas que tiene al frente. De este
modo, él trabaja en una serie de relaciones triádicas o poliádicas más que en la díada que surge con
un cliente individual.
Esta posición ha dejado su huella en la terapia individual sistémica. Puede ser expresada a
través de la inducción, dentro de las relaciones duales entre terapeuta y cliente, de voces,
presencias, puntos de vista, es decir, en la introducción de palabras de terceros que son relevantes en
la vida de un cliente. Como terapeuta sistémico estoy fuertemente interesado en el modo que mi
cliente ve a los demás. Inicialmente, este interés se llevaba a la práctica al evocar, principalmente a
través de preguntas circulares, los terceros significativos en la vida de un cliente, invocando así su
presencia en la escena de la terapia. Luigi Boscolo y yo nombramos a este procedimiento como
“presentificación del tercero”:

Incluso en una relación diádica, como la que existe en la terapia individual, uno puede usar
preguntas circulares muy fructíferamente, particularmente al emplear la técnica de
“presentificación del tercero”. En terapia familiar, las preguntas circulares en general, y las
triádicas en particular, tienen, entre otras cosas, el efecto de situar a cada familia en la
posición de observadores de pensamientos, emociones y comportamientos de otros, creando
así una comunidad de observadores. Esto también puede ser reproducido en la terapia
individual; se presentan terceros significativos pertenecientes al mundo interno (“voces”) o
externo, creando así una “comunidad” que contribuye al desarrollo de diferentes puntos de
vista. Uno de los efectos en este método es desafiar el egocentrismo: el cliente es puesto en
una condición reflexiva y hace hipótesis que toman en cuenta los pensamientos y emociones
de otros, no sólo los propios [Boscolo & Bertrando, 1996, pp. 110-111].

En esta descripción, la presentificación del tercero es una técnica útil que puede ayudar a
contextualizar conceptos como el “individuo” y el “self”. Además, en casos muy particulares, es
posible para el terapeuta representar el punto de vista de un tercero directamente a través de role-
play. Aunque la presencia de un tercero puede ser considerada más que como una técnica, como un
modo de poner en acción una de las ideas básicas del modelo: es decir, la primacía de las relaciones
en la vida de los clientes86. La terapia sistémica familiar trabaja creando conexiones entre miembros
familiares presentes en la sala de terapia, y esto también ocurre en la terapia sistémica individual.
“En este caso, sin embargo, las conexiones deben ser construidas por terapeutas y clientes en la
ausencia más que la presencia, de otros componentes de los sistemas significativos del cliente”
(Boscolo & Bertrando, 1996, p. 112).

86
Aunque este no es precisamente uno de mis principios básicos, ya que su uso no es universal en la terapia sistémica.
No es obligatorio presentificar terceros en terapia sistémica familiar, por ejemplo, así como tampoco es necesario
trabajar sólo con las relaciones entre los que están en la sala de terapia. La presentificación del tercero es, de este
modo, una posición de dos caras, una especie de puente entre un principio y una técnica.
Hasta ahora hemos considerado al tercero exclusivamente como personas, como seres
humanos. Pero recientemente la idea del tercero ha ido ampliándose, ganando terreno. El tercero
puede ser visto, primero que todo, como la cultura. Aquí las contribuciones hechas por la
observación intercultural son esenciales. Ellas ilustran cómo las diferencias culturales se vuelven un
tercero que está considerablemente presente en las relaciones terapéuticas, las cuales se vuelven
virtualmente ininteligibles si dichas diferencias no se toman en cuenta. Pero las diferencias sociales,
políticas y de otro orden, también se vuelven terceros dentro del proceso terapéutico: las terapeutas
feministas destacaban la importancia del género, los terapeutas narrativos la centralidad del
posicionamiento político (ver Braverman, 1988; Hare-Mustin, 1978; Mirkin, 1990; White, 1995).
Por lo tanto, un tercero puede representar una persona (o muchas personas), una idea, una
aspiración, un “algo” que es incluso más presente que las personas. Podemos decir que, en la terapia
sistémica individual, el tercero es el contexto -abarcando a las personas (el contexto cercano) y la
cultura (el contexto general)- que da forma a la relación terapéutica y la existencia de los clientes.
Las personas, sus conversaciones y sus relaciones, sólo tienen sentido dentro de una matriz de
contexto, la cual es dada por los terceros significativos que intervienen en sus vidas. La
introducción del tercero en terapia, entonces, es un ejemplo de cómo las relaciones terapéuticas
pueden ser concebidas en su completitud. Como tal, se vuelve una de las características distintivas
principales de la terapia sistémica individual87.

Análisis de transferencia: el exterior en el interior


Si bien la transferencia, o la relación entre cliente y analista, fue aceptada tempranamente
como uno de los puntos cruciales del psicoanálisis, su rol en la técnica analítica se mantuvo en la
controversia por varios años (ver Esman, 1990). No todos los analistas dentro de las distintas
corrientes psicoanalíticas hacían uso del análisis de la transferencia; por ejemplo, la transferencia no
es particularmente relevante en la psicología analítica de Jung o en la psicología individual de
Adler. Aún dentro de la tradición freudiana, la transferencia es -o puede ser- leída de distintas
maneras. Freud fue el primero en develar la dinámica de la transferencia, la que vio como un re-
experienciar vivencias infantiles tempranas dentro de la relación terapéutica. Aunque él inicialmente
consideraba la transferencia como un obstáculo para el tratamiento, al final fue capaz de concebirla
como una herramienta esencial para el proceso analítico (Freud, 1912b)88.

87
Esta práctica tiene algo en común con el trabajo de Karl Tomm (1998) sobre los “otros internalizados” y los “self
distribuidos”, y tiene alguna resonancia, en el campo psicoanalítico, con el concepto de Ronald Britton (1998) de
“espacio triangular”. Creo, sin embargo, que mantiene su especificidad.
88
Por un largo tiempo Freud se mantuvo centrado en la reconstrucción de experiencias pasadas, y sólo al final de su
vida le dio a la transferencia una importancia completa. El primer concepto de transferencia fue elaborado en el
epílogo del caso “Dora” (Freud, 1905e), pero la primera evidencia clínica de un uso extensivo de la transferencia en
De acuerdo a la versión freudiana original (Freud, 1921b), en la transferencia el cliente 89
revive los aspectos ya vivenciados en sus relaciones infantiles, obligado de por sí por la compulsión
a la repetición. De acuerdo a la psicología del Self (Kohut, 1971), el cliente puede buscar además
los aspectos en los cuales ha fallado en encontrar sus relaciones arcaicas: por ejemplo un padre o
madre ideal, o idealizada. Estas dos versiones opuestas de la transferencia, que llevan profundas
implicancias terapéuticas, dan fe de la complejidad del fenómeno.
Para los psicoanalistas kleinianos y post-kleinianos, lo transferido no son los objetos reales
del pasado de la persona, sino que serían objetos internos que pertenecen a un inconciente dinámico
y atemporal. Siguiendo la intuición de Melanie Klein (1952), Betty Joseph establece que la
transferencia

por definición debe incluir todo lo que el paciente trae dentro de la relación. Lo que trae
puede estimarse mejor al focalizar nuestra atención en lo que está ocurriendo dentro de la
relación, cómo está usando al analista, al costado y más allá de lo que está diciendo [Joseph,
1985, p.62].

Más recientemente, el llamado “giro narrativo” en el psicoanálisis ha reemplazado la antigua


confianza en la reconstrucción de experiencias pasadas vividas por los clientes, por la simple
posibilidad de articular una versión narrativa coherente, escrita en conjunto por el analista y cliente,
de lo que sucedió (Schafer, 1981, Spence, 1982). Esta evolución contribuyó a un énfasis más
definido en el efecto de los eventos presentes en la transferencia. Dentro de la perspectiva
intersubjetiva en el psicoanálisis, la relación transferencial es vista como una compleja dialéctica
entre el cliente y el analista, estando fuertemente determinada por la relación terapéutica existente
(Stolorow, Atwood & Brandchaft, 1994).
Bien podemos decir que, de este modo, el rol de las experiencias pasadas en la transferencia
es hoy en día controversial. Del mismo modo, muchos analistas de la línea post-freudiana y post-
kleiniana probablemente estarían de acuerdo con Riesenberg Malcolm en que “el analista entiende
la relación presente del paciente hacia él como una función del pasado. Por lo tanto, su
entendimiento del presente es el entendimiento del pasado del paciente como vivo y real” (1986, p.
75). En otras palabras, los analistas de esta tradición tienden a estar de acuerdo con el hecho que el
modelo de otras relaciones influencia la relación entre cliente y analista. Se considera que estas
relaciones vienen de todas partes, un 'todas partes' que tiene un vínculo con relaciones pasadas,

el curso de un análisis se puede encontrar en el caso del Hombre Rata (Freud, 1909d). Para un examen en
profundidad de las historias de ambos casos y del rol de las ideas de transferencia para Freud en el tratamiento de
ellos, ver respectivamente Mahony (1996) y Mahony (1986).
89
Aquí definiré a la persona en análisis y a la persona en terapia sistémica como “cliente”, de acuerdo al uso preferido
en el campo de la terapia familiar, aunque la preferencia, en la tradición psicoanalítica, sea el término “paciente”.
aunque no todos los analistas contemporáneos consideren posible -o incluso aconsejable- intentar
reconstruir ese pasado. Lo que no se discute aquí es que el trascurso de la relación dual entre
analista y cliente es una de las rutas principales -quizás la actual via regia- para el tratamiento
analítico.
Dentro de este variado escenario, elijo para mi comparación al modelo de análisis de
transferencia propuesto por Merton Gill (1982), practicado por muchos analistas contemporáneos.
Aunque deriva de la técnica tradicional freudiana, este modelo da más énfasis que cualquier otro a
la importancia de la investigación de relaciones transferenciales, es decir, de la relación
interpersonal entre analista y analizando. Esto hace más fácil una comparación con la práctica
sistémica.
Gill distingue, aunque de manera algo peculiar, las relaciones en la vida presente del cliente.
Cualquier evento o emoción relevante a la que se haga referencia dentro del diálogo terapéutico es
interpretado dentro del marco de la relación transferencial con el analista. El modelo de análisis de
Gill, de esta manera, permite al cliente re-vivir en la trasferencia sus representaciones internas de
relaciones pasadas (y su repetición en su vida presente). Esto permite al cliente, con el tiempo,
liberarse de la compulsión a la repetición. Esto es lo que Kahn (1997) define como una “terapia re-
experiencial”.
De esta manera, cada afirmación hecha por el analizando puede ser “decodificada” como si
se refiriera a la persona del analista. Este es el caso donde se alude a los comentarios sobre terceros
o situaciones extrañas al análisis. Aunque no es subjetivamente demostrable que los clientes de
hecho estén pensando en el analista cuando hablan sobre otra persona, Gill cree que trabajar con
dicha idea es una ventaja para la operación terapéutica (Kahn, 1997). Por otra parte, no es algo que
Gill crea de manera antojadiza, por ejemplo, en la afirmación “Mi compañero hace preguntas poco
razonables” uno podría sustituirla por: “Usted, en su posición como analista, está haciendo
preguntas poco razonables”. Es posible señalar que ambas lecturas tienen sentido: el cliente quiere
decir lo que dice, y lo que dice tiene gran importancia para él y, al mismo tiempo, la referencia a la
relación terapéutica se encuentra implícita y escondida en las palabras que está usando. Por tanto, la
propuesta de Gill es que el analista debería proponer interpretaciones transferenciales en un modo
“respetuoso” y a la vez en con un timing adecuado (Gill, 1982).
Unos cuantos ejemplos de análisis de transferencias practicados de acuerdo a estas
directrices, pueden ser encontrados en el libro Analysis of Transference, Vol. II (Gill & Hoffman,
1982), en el cual los autores examinan nueve sesiones analíticas elegidas al azar. En todas las
sesiones los clientes pueden, especialmente al inicio de cada diálogo, hablar libremente y proponer
sus propios temas: los terceros se hacen evidentes en esta parte de la conversación. Ellos parecen,
de todos modos, no ser tan considerados por los analistas, quienes, por otra parte, no dudan en
destacar cada oportunidad de conducir el discurso de vuelta a la relación terapéutica. Veamos un
ejemplo:
En la primera sección de la sesión del cliente G, el analista se mantiene en silencio o hace
preguntas neutrales, que parecen tener el propósito de mantener la conversación andando, hasta el
momento que el cliente emite una oración: “Cuando yo, cuando pienso en mí mismo, ¿verdad?,
simplemente pienso: bueno, quizás no he llegado a ninguna parte contigo” (Gill & Hoffman, p.
154).
Después de unas cuantas respuestas rápidas y descorteses más, el analista elige la oración:
“Usted dijo algo sobre no llegar a ninguna parte conmigo ¿es así?”
En los siguientes intercambios, ese crucial comentario aparece repetidamente. El cliente se
enfoca más y más en la relación con el analista, mostrando un especial interés en ese particular
tema. El analista, a su vez, no desperdicia sus comentarios en aquella misma relación:

“Así que usted quiere decir que, del modo que se siente ahora, no cree que ha aprovechado
todo de la terapia” [Gill & Hoffman, p. 156].

“Creo que usted tiene el sentimiento que yo estoy decepcionado con usted o culpándolo por
mi intranquilidad” [Gill & Hoffman, p. 158].

Esto continúa hasta que la sesión se vuelve establemente centrada en un análisis muy denso
y extremamente vívido de la relación terapéutica. Si, al principio de la sesión, el cliente ha llenado
su sesión con descripciones de muchos personajes -compañeros de estudio, novias, parientes-
después de los intercambios cruciales citados anteriormente, las únicas personas aún presentes son
el analista y el cliente.
Eligiendo entre muchos temas que pueden ser percibidos en la conversación del cliente, el
analista subraya aquellos que tienen que ver con la relación terapéutica. Los terceros no están
ausentes, sino que nunca se vuelven puntos focales en el diálogo, volviendo al fondo tan pronto que
los dos interlocutores en el diálogo toman el rol protagónico. De este modo, las personas externas
terminan siendo subsumidas dentro de la sala de terapia.

Roberto, o la presencia del padre


Parece una buena idea revisar ahora cómo, en una terapia sistémica individual, la presencia
de un tercero se vuelve una práctica terapéutica. En la descripción propuesta por Boscolo y yo
(Boscolo & Bertrando, 1996), esto sucede dentro de un marco de pregunta/respuesta90, donde el
terapeuta parece tener una posición bastante directiva (algo que puede ser encontrado en todos los
ejemplos clínicos del libro). El problema es que mi propia manera de conducir una terapia sistémica
individual presenta algunas diferencias. Como mínimo, el marco puede ser la afirmación del
cliente/comentario del terapeuta, o sino la afirmación del cliente/pregunta del terapeuta/respuesta
del paciente/comentario y pregunta del terapeuta, en el cual juego un rol mucho menos directivo,
respondiendo al cliente con comentarios y preguntas más que dictando el ritmo de sus respuestas a
través de mis preguntas. Es aquí donde la especificidad puede ser encontrada por todas partes: así
que intentaré buscarla en un ejemplo clínico.
“Roberto” es un hombre de 40 años, profesional, casado, con dos hijos. Comenzó su terapia
individual un año después de una terapia de pareja exitosa conducida por un cercano mío. Él volvió
quejándose de problemas de ansiedad y síntomas de una naturaleza obsesiva: no se sentía seguro de
sí mismo, tenía que revisar cien veces su trabajo, temía ser llevado frente a la ley por negligencia y,
por esto, sus noches eran un infierno. Estaba constantemente inseguro de lo que hacía y, por
supuesto, de lo que era. Acordamos una terapia individual con un ritmo semanal. Aquí presento una
sección de su vigésima sesión, de 63 que constituyeron su terapia.
Él podría haber sido un cliente perfecto para análisis de transferencia. Desde el principio de
la terapia, nunca dejó de comentar sobre mí, mi persona, mi ropa, mi sala de consulta, los muebles
que había, entre otras cosas.
La sesión 20 comienza con un comentario mío de su llegada tarde, algo que se estaba
volviendo crónico, mientras que al principio él había sido tan puntual como un cronómetro suizo.
Su queja, después de una balacera de observaciones de mi decoración interior -por varias razones,
no estábamos usando mi sala de consulta habitual- es sobre su miedo a ser un mentiroso crónico.
En ese momento, hubiera sido fácil usar su queja sobre ser un mentiroso crónico en una
discusión de nuestra relación: ¿Se refería a mentirme a mí? ¿su relación conmigo está faltando en
cierta medida? El tema y el modo en que es puesto, resulta más que tentador. En cambio, consigo
que me hable sobre las razones de por qué se había hecho esa idea en su cabeza, frente a lo cual me
cuenta sobre su relación con un tío de su esposa, al cual pretendía comprar un auto. Al referirse al
tío de algún modo mitiga su juicio sobre sí mismo como un mentiroso crónico (por lo menos,
parece ser el tío el mentiroso). Pero debe tener alguna razón para querer hablar sobre mí, porque
comienza a hacerme preguntas de nuevo, hasta que de pronto, termina la frase con una pregunta:
“¿No va a preguntarme sobre mi padre?”. El tema de su relación con su padre es más delicado.
Desde que lo mencioné en la sesión 18, con algunas preguntas basadas en algo que me dijo,
parecemos jugar a las escondidas. El padre corta la conversación y luego se va, siendo evocado y

90
Para el concepto de marco en la conversación terapéutica, ver Bercellu, Leonardi & Viaro (1999).
después retirado, como si hablar de ello fuera un problema. Esta vez también, siendo honesto, él se
muestra tendiente a rodear el argumento a toda costa, a pesar de haberlo traído a colación. Hasta
que lo fuerzo a enfrentarlo.
Terapeuta: En un momento usted comenzó a hablar, ¿no es cierto? sobre cosas que deja para
el último minuto, etc. etc. y usted dijo que elige lo menos aconsejable, ¿no es cierto? Y todo esto
tiene que ver de alguna forma con el hecho que quiere o no quiere hablar sobre su padre, pero no
entiendo bien cómo.
Roberto: Oh, ¿en el sentido que estoy retirando las cosas?
Terapeuta: No, no sólo en el sentido que usted retira las cosas que dice. Hay alguna similitud
entre el hecho y...
Roberto: Oh, sí, sí, en el sentido que retiro esta cosa, la retiro pero aún me siento
involucrado. Y al final lo hago...vamos, ayúdeme.
Terapeuta: ¿Así que usted cree que hablar sobre su padre tenga sentido, aunque usted siga
sin querer hacerlo?
Roberto: Sí.
Terapeuta: Esta cosa le pesa, puede pensar otra cosa: la pregunta es, ¿por qué es tan difícil
tocar el tema?
Roberto: Porque no se qué decir, porque no tengo las ideas necesarias.
Terapeuta: ¿Esto significa que su relación con su padre es vacía, que no tiene contenido?
Roberto: Bueno, veamos. No, no es vacía, pero no sé cómo empezar...mi relación con mi
padre no es vacía, quizás, estoy repitiendo, ya lo dije, pero mi padre me hace sentir malestar con
facilidad. No puedo evitar...es difícil llevar adelante una conversación con mi padre, porque tiene
unas reacciones...cuando mi padre se enoja, wow, ¡realmente se enoja!
Terapeuta: ¿Qué quiere decir?
Roberto: ¡realmente se enfada!
Terapeuta: ¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que hace? ¿Se enfada y después qué?
Roberto: Grita; cuando era pequeño significaba bofetadas. De hecho, una de mis reacciones
clásicas...él se solía sentar ahí y para mí era cosa de bloquear el golpe que me iba a dar.
Terapeuta: ¿Y distribuía estas bofetadas igualmente entre su hermana y usted? ¿O no
igualmente?
Roberto: Yo diría que a mi hermana le tocó una parte, pero a mí me tocó la parte del león. Yo
solía romper mis bicicletas, las destruía; si mi hijo lo fuera a hacer, yo vería en él una intensa
relación con su vehículo: es decir, le daría una interpretación totalmente diferente a eso, pero mi
padre siempre vio los objetos como cosas de valor. Si compraba un auto, lo trataba como un adorno.
Para mí, en cambio, la primera cosa que me viene a la mente sería lavar el auto, para poder tener
algún encuentro de tipo carnal; y lavándolo sentiría completamente sus curvas, además porque sólo
cuando se lava un auto uno descubre de qué está hecho, las ventanas de vidrio, cómo están hechas,
por lo menos yo me doy cuenta cómo está hecho, cómo las piezas fueron ensambladas...Me doy
cuenta que estoy discutiendo con mi padre, no con usted, porque él hubiera dicho una frase como -
la frase que se me ocurre es una que usaría- que sería una masturbación mental, aunque mi padre no
usa esas expresiones, él hubiera dicho que era uno de mis síntomas de paranoia, ¿no lo cree así?
[Pausa] Creo que mi corazón está [risita] acelerándose...si mi hijo rompiera una bicicleta, yo diría,
mierda, pero la ha usado hasta el punto de destruirla.

Aunque era difícil tocar el tema, al final Roberto había empezado a hablar con intensidad,
con una perorata que se refería (incluso él lo notaba), más a su padre que a mí. En verdad, yo fui al
menos parcialmente intencionado hacia traer a su padre dentro de la sala, porque hice muchas
preguntas sobre su padre, preguntas de hechos, como si estuviera presente. Ahora Roberto crea una
conexión entre hablar con su padre y conmigo. Aquí puedo conducir la conversación de vuelta a la
relación que existe entre nosotros, pero prefiero quedarme con la relación entre ellos dos,
agregando, de todos modos, un pequeño comentario.

Terapeuta: Quieres decir, desgastabas tus bicicletas.


Roberto: Me abofetearon mucho por la bicicleta, la bicicleta también fue golpeada mucho,
en ese entonces tomó mi bicicleta, le puso un candado y para mí fue una tortura, el peor castigo,
debo admitir, casi como decir que yo no sé nada de autos. Ok. Me deshice de eso. Puede usted
imaginar qué tan a gusto me siento.
Terapeuta: ¿para acabar con esta cosa?
Roberto: Vea que estúpido que soy.

A esta altura emerge la dificultad de Roberto para tener una relación sincera con su padre.
Mientras más habla de ello, más parece estar seguro de sí mismo, de lo que está diciendo, o de sus
opiniones: de hecho, su tono de voz cambia, se pone más estable, perdiendo ese dejo de fatuidad
que a veces acumulaba. Tanto así que hacia el final de la sesión, él mismo se da cuenta, está algo
sorprendido por esto, y lo atribuye al hecho que está enfrentando el “tema del padre”.

Roberto: Mi padre trabajó como empleado por años, pero los sábados y domingos, y durante
las vacaciones se olvidaba de su trabajo. Yo no puedo separarme de mi trabajo, siento un poco
esta...esta sensación pesada de responsabilidad heredada de mi padre, el hecho de tener que
sentirme responsable.
Terapeuta: Pero, ¿lo siente como un peso que ha sido impuesto, esto de tener que ser
responsable?
Roberto: Si, no, de seguro. [Pausa] Soy dos personas, ¿o no? En este minuto soy otro.
Terapeuta: ¿Qué quieres decir?
Roberto: ¿No es cierto, comparado con lo que era hace diez minutos?
Terapeuta: Desde cierto ángulo, sí.
Roberto: Pero quiero decir, incluso adentro, digo: soy alguien diferente ahora mismo.
Terapeuta: ¿Y en qué modo es usted diferente de lo que era hace diez minutos?
Roberto: Bueno, soy serio y también fuerte.
Terapeuta: ¿Se siente mejor así o se sentía mejor antes?
Roberto: No, antes estaba actuando.
Terapeuta: Oh, ¿Estaba usted actuando?
Roberto: Lo prefiero, pero siento que está empezando a irse.

En este momento, casi naturalmente, Roberto siente que tiene que preguntarme por qué, en
el curso de nuestro diálogo, su modo de verse a sí mismo debería haber sufrido un cambio y,
nuevamente, la conexión es con su padre.
Parece ser que su padre, dentro de él, continúa reprochándolo, como él reconocería más
adelante.

Roberto: No sé si se dio cuenta, yo tiendo a bromear con las cosas, a reírme de mí, por
miedo a hablar de las cosas en serio. Las cosas que percibo seriamente son las que me causan
angustia, y entre estas dos formas no sé quién soy; quizás soy un hombre que causa angustia a otro
al sugerirle constantemente justificaciones para sentirse angustiado, o causas de la angustia,
lanzándoselas frecuentemente a él y por otra parte que continúa bromeando sobre varias cuestiones
para estar lejos de ellas, en parte para hacerlas rebotar, en parte para decir: “No, no, estaba sólo
bromeando”. Entre estas dos personas, sin embargo, no soy ni una ni la otra, no soy la persona que
era hace tres minutos, cuando estaba peleando conmigo mismo. Y todavía me gustaría ser
justamente ese, el que apareció antes, incluso creo que mi voz era diferente.
Terapeuta: Debo admitir que es así.
Roberto: Pero es la primera vez que me doy cuenta.

Más adelante, soy capaz de proponerle un paralelo entre la relación con su padre y el mundo
amenazante en el cual vive Roberto.
Terapeuta: Estaba pensando que quizás su padre es la persona que siempre lo lleva frente a
la ley porque usted actúa con frivolidad o porque no ve que todos los documentos que salvaguardan
la privacidad están firmados, o debido a esa clase de cosas; usted se preocupa desgarradoramente de
que alguien vaya a tomar de mala manera que usted no se ha comportado con una seriedad
adecuada, con fundamentos.
Roberto: Si, sigo recordando la frase estremecedora dicha por mi padre, cuando me pasaba
las llaves de mi pequeño Fiat 500, dijo: “Cuidado, esto es un auto y es capaz de llevarte por ahí,
pero es también un arma, porque con él puedes matar”. Esto es algo que me quedó grabado, como si
estuviera escrito en el parabrisas, incluso a veces, cuando estoy un poco apurado y me pongo algo
negligente al volante -o cuando realmente lo soy- me guardo adentro esta angustia de haberlo
hecho. [Pausa] Estoy contento ahora, pero al mismo tiempo tengo el sentimiento de emoción, casi
como que me hubiera encontrado un nuevo...Mi padre nunca entenderá cómo me divertí en mi
bicicleta: uno de estos días, debo decirle, realmente debo.

De este modo, una sesión que fácilmente se hubiera centrado, en más de una ocasión, en la
relación entre nosotros, se centró, en cambio, en un tercero importante: el padre. Es interesante ver
cómo Roberto oscila entre el padre de su recuerdo y el padre de carne y hueso, del modo que él lo
experiencia en el presente: él siempre trabaja con representaciones de su padre, obviamente, pero
aún así siente la diferencia entre el padre pasado y el padre presente (ver Framo, 1992). Es
suficiente para él hablar de sus sentimientos hacia el padre presentificado para experimentar, en
carne propia, su propia presencia física, de una manera diferente. Aunque el sentimiento no dura, es
significativo para él. Por supuesto, incluso una discusión de la relación establecida conmigo podría
haber resultado similar en algún modo. El hecho sigue siendo que se llego al resultado por medio de
la presentificación de un tercero.

Nicolò, o la responsabilidad
El tercero puede ser más que una persona: puede consistir en una familia entera.
Ejemplificaré esto a través del caso de “Nicolò”. Nicolò es un hombre de más de unos 40 años, que
viene de un pueblito del sur de Italia. Pelo canoso, atractivo para las mujeres, trabaja en publicidad
y en sus ratos libres escribe historias y -deliberadamente- actúa como un poète maudit. Vive solo,
después de un primer matrimonio y una larga convivencia con una mujer, siendo terminadas ambas
cosas por iniciativa propia. Y fue la relación con la mujeres lo que lo trajo a terapia, dos años antes
de la sesión que quiero exponer. Tiende a elegir mujeres mayores que él, construyendo relaciones
que con el tiempo se desinflan suavemente, hasta que el vacío lo lleva a irse y buscar otra situación
similar. Durante la terapia, él conecta esta tendencia con las relaciones con una madre “fugitiva”,
profundamente conectada a un padre centrado en el trabajo y lejano a los hijos. Durante el trascurso
de la terapia ha tenido muchas mujeres y esto ha develado otro problema: su dificultad en completar
proyectos y en tomar responsabilidad completa de sus elecciones.
“Responsabilidad” parece ser una de sus palabras claves (ver Boscolo et al, 1993), coloreada
de distintos tonos, desde el peso de la culpa hasta el orgullo de ser el autor de su propio destino.
Establecemos un diálogo sobre este tema, lleno de referencias insinuadas de encuentros anteriores.
Se siente que tenemos una historia terapéutica detrás: nos movemos en un clima de atención
recíproca, aunque es aceptable para los dos pedir clarificaciones o hacer preguntas abiertamente.

Terapeuta: Responsabilidad, decía usted...


Nicolò: ¿el discurso de la responsabilidad?
Terapeuta: ¿No quiere tomar la responsabilidad de alguien más? ¿O no puede? ¿No lo puede
manejar?
Nicolò: Digamos que...en la primera fase de la relación amorosa, cuando nada está definido,
cuando todavía estás descubriendo cosas, estás enamorado y todo, yo parto a la conquista. Así
puedo, por un corto período, tomar algo de responsabilidad por mi persona. Es a mediano y largo
plazo, en el proceso de consolidación, que me empieza a faltar algo. Y es así que las cosas empiezan
a ponerse pesadas. En este sentido hablo de falta de responsabilidad.
Terapeuta: ¿y usted cree que se hizo responsable por usted?
Nicolò: Bueno, tenemos que ver a qué nos referimos cuando decimos hacerse responsable de
mí.
Terapeuta: Por ejemplo, ¿Cree usted que lo que le ocurre, la vida que ha tenido, es una
consecuencia de sus opciones o de factores externos? Destino, momentos, elecciones de otros...

En esta sesión, es posible observar como trabajo con el tercero, al compartir algunas
hipótesis. Mi respuesta presente no es, en sí misma, un compartir una hipótesis, sino que hace que
esto suceda después. Aquí puedo hacer muchas preguntas no comprometedoras, tales como:
(a) ¿Qué quiere decir usted por responsabilizarse de usted mismo? (b) ¿Cuál es el
significado usual de tal responsabilidad? (c) ¿Es difícil para usted definir tal responsabilidad? Y así
sucesivamente. Esas no-respuestas connotan a un terapeuta que no revela su juego. Aquí, en
cambio, no temo a hacer explícito mi pensamiento: quiero ponerlo, en cierto sentido, a disposición
del cliente y Nicolò aparentemente se siente libre de plasmar una de las posibilidades que ha estado
ofreciendo a través de su experiencia.
Nicolò: No. Han sido casi siempre mis elecciones. Venir a Milán, a la consulta, fue mi
elección, aunque condicionada, por cierto, por el hecho que la persona que amaba vivía en
Milán...Claramente la elección fue mía y no me arrepiento de ella. Y no me arrepiento de haber
dejado a mi esposa por Beatrice, porque viví buenos años.

Nicolò describe entonces sus elecciones con las mujeres en su vida. Él es el primero en traer
a terceros en el escenario. En este momento yo, aparentemente siguiendo mis prejuicios sistémicos,
nuevamente traigo a la conversación a la familia de origen de Nicolò (implícitamente hipotetizada
como la emergencia de un modelo relacional), invirtiendo la dirección de la responsabilidad: en vez
de 'desde Nicolò a los otros', 'desde sus padres a Nicolò'91. En este intercambio, como en los
anteriores con Roberto, hubiera sido fácil focalizarse en el diálogo sobre la relación entre nosotros
dos: “¿Piensa usted que estoy cumpliendo mis responsabilidades hacia usted?”, “¿Se siente usted en
alguna manera responsable hacia mí?” Y así sucesivamente.

Terapeuta: ¿Piensa usted, por ejemplo, que en su familia alguien se responsabiliza por usted,
sus padres, por ejemplo, en este momento...?
Nicolò: Es difícil, no se puede decir que ellos no cumplen sus responsabilidades, pero no se
puede decir que ellos las han cumplido completamente. Es decir, esta es la historia de toda mi
familia, de los hijos. Mi madre siempre seguía a mi padre, la educación de los niños era relegada a
los padres de mi madre o a las escuelas...para ellos quizás la responsabilidad significaba siempre dar
lo mejor para sus hijos...lo que me podría molestar como una falta de responsabilidad es el hecho
que ellos también dirigían nuestras vidas. [Lo que] trajo grandes peleas familiares y el deterioro de
la relación -ya dañada- entre mis dos hermanos, la cual mi padre no sabía o no quiso arreglar.
Terapeuta: ¿No sabía cómo o no quería hacerlo?
Nicolò: El no sabía cómo porque él no sabía cómo ser un padre. Él no quería por su egoísmo
y su posición absoluta de mando. Es más fácil gobernar cuando por debajo hay guerras.
Terapeuta: Me venía en mente, hablando de responsabilidad, que de alguna forma es su
palabra clave, no de su familia más que lo que usted me cuenta; como si todos los hermanos
tuvieran la impresión de que sus padres no se preocuparon de ustedes lo suficiente.

En este punto, recojo la idea central traída originalmente al diálogo por Nicolò y la

91
El lector podrá darse cuenta de cierta redundancia en los patrones de hipotetización del terapeuta –yo, en este caso-
en la mayoría de las veces (Renzo y Lucía, Diana y Nicolò) conecté eventos presentes con patrones en las familias
de origen de los clientes. Sin embargo, lo reconozco, quiero enfatizar que no lo considero tanto como una
característica obligatoria en el proceso de hipotetización sistémica, más bien lo veo como parte de mi propio estilo,
calza perfectamente en mí, pero no es necesario que sea adoptada por otros terapeutas que compartan mis puntos de
vista teóricos.
transformo en una hipótesis sistémica, en relación a la “falta de responsabilidad” que Nicolò
reconoce en sí mismo, la relación compleja con sus dos hermanos, la percepción de falta de
preocupación, todos temas recurrentes y que habían sido elaborados en encuentros anteriores. A
pesar de la conflictualidad entre los hermanos, trato de ser preciso al ponerlos a los tres al mismo
nivel, en relación al sentimiento común de haber sido abandonados de algún modo por sus padres.
Mi hipótesis, de este modo, se estructura al considerar todos los terceros en la familia de origen de
Nicolò, que han estado cada vez más presentes en el desarrollo del diálogo. Nicolò acepta esta
lectura y yo puedo empezar a trabajar sobre ella.

Nicolò: Sí... [Silencio] Mi hermano mayor es el más convencido de eso.


Terapeuta: Ustedes tres comparten esta idea. Si tienen este sentimiento en común, ustedes
tres lo están viviendo de acuerdo a sus intereses, personalidades, etc. Su hermano mayor se lo
transforma en: “Cuídenme toda la vida, hagan algo por mí”, su hermano del medio lo transforma en
ponerse en el rol paterno...
Nicolò: ...Seguro...
Terapeuta: ...Lo hace cien por ciento: es el que toma toda la responsabilidad de los padres
ancianos y todo eso. Usted, en cambio, elige una tercera reacción, la tercera reacción es: “No me
pidan hacerme responsable de nadie.” Pero no lo es para usted...aparentemente, sus hermanos están
en sintonía con sus posiciones, como si cada uno tuviera su papel; usted parece tener una tendencia
a no lograrlo, a que le cueste, a que le parezca difícil la idea de hacerse responsable por otra
persona; sin embargo, es como si usted se inclinara a hacerlo.
Nicolò: Otra persona y además no poder hacer algo in toto.
Terapeuta: Además estaba pensando en su elección laboral. Teniendo un trabajo muy
independiente, muy individual, usted tiende a no entrar en una jerarquía y, más que nada, a no tener
a nadie debajo. El jefe es la persona que se hace responsable de los otros, de una estructura, o algo.
Usted quiere un trabajo individual, no demasiado estructurado pero independiente, está esta cosa
doble. En el trabajo usted no tiene padre y no tiene hijos, en cierto sentido.
Nicolò: Sí. Es verdad, pero no sólo en la esfera afectiva...
Terapeuta: ...no, no, es global. Es su tendencia. Pero en el trabajo ésta funciona porque,
después de todo, en el trabajo usted puede perfectamente no tener padre ni hijos: es algo que le
gusta. A veces es la precariedad lo que le preocupa.
Nicolò: La precariedad, o los momentos cuando hay muchas interferencias, o los momentos
cuando el trabajo no va muy bien, pero eso es independiente de ser director o subordinado, jefe o no
jefe.
Terapeuta: Digamos que en el trabajo esto pueda ser verdad. Porque no es requerido
socialmente y usted tampoco lo pide. A veces se dice a usted mismo que podría haber construido
algo más, pero esto no es...
Nicolò: ...Construir algo más o ir a la universidad, tener un título profesional, cosa que no
hice porque abandoné y comencé a trabajar en el negocio de la familia. Y a veces pienso en ello.
Terapeuta: Pero este no es uno de sus temas centrales, hay gente que echa a perder sus
propias vidas por no ser capaz de ir a la universidad o no terminarla.
Nicolò: No, no es un tema porque, por otra parte, además prefiero estar socialmente
integrado, así que no siento la necesidad de demostrar un papel o un título de “Doctor” antes de mi
nombre...yo no sufro por esto. Me hubiera gustado, pero al final...

Nuestro trabajo colaborativo empezó a partir del juicio de Nicolò a sus padres. Lo tomé y lo
refiné, manteniendo el énfasis en los terceros de su familia de origen. Nicolò respondió, intervino,
corrigió o completó mis afirmaciones tentativas. El proceso va transformando la hipótesis en una
definición provisional.

Terapeuta: Me da la impresión que usted ciertamente no pedirá “Háganse cargo de mí”.


Nicolò: o “háganse cargo de mí, de lo que necesite”
Terapeuta: Pero es como si usted dijera: “No me pidan hacerme cargo de todos ustedes. Así
es la cosa, para mí” Aunque para construir algo en el sentido afectivo, familiar, usted sabe que tiene
que tomar cierta responsabilidad. Es como si fuera un paso terriblemente cansador. Cansador
porque significa ir en contra de todo el camino de vida que ha creado para usted, lo que es
comprensible si se devuelve y observa su camino. Es algo que usted sacó de su vida en este sentido.
Es comprensible en...
Nicolò: ...tiene algo de consistencia...
Terapeuta: ...Usted percibía -lo hablamos más de cien veces- una falta de padres, de la
paternidad de sus padres. Sus padres, que en sus sentimientos no eran suficientemente padres. Y es
como si estuviéramos hablando del modo que tiene usted de aceptarlo. Sólo en este momento -y
usted ha hablado de esto mil veces en estos 40 años- usted ha venido a terapia, cuando está
acercándose a los 40, esto no es casual, todo es “Siento que debería” pero al mismo tiempo la cosa
es resbalosa, “debería, pero puedo resistir”. Es como que hubiera una lucha interna.
Nicolò: La actitud, por ejemplo, hacia mis padres, ahora que ambos están enfermos. Mi
hermano Ignazio, el que toma el papel de padre, ahora tiene que proveerles económicamente, pero
nunca los va a ver, porque verlos en esa condición le rompe el corazón. Aunque regularmente va a
la oficina [cerca de la casa de sus padres], él nunca va ahí porque tiene miedo de verlos como están
y sufrir. Pasó en marzo: cuando yo fui, él estaba esperándome y tuve que estar ahí por diez minutos
y en un momento su cara se oscureció y salió corriendo, llorando. Umberto, que vive ahí y por un
período se hizo cargo de ellos, hace algo por ellos pero con mucha rabia. Él hizo cosas por ellos y
ahora está excluido, hay una familia haciéndose cargo de mis padres, pero cuando él lo hacía
siempre estaba letalmente enfurecido. Él no había solucionado aún el problema. Cuando voy, no
tengo problemas de quedarme ahí, intentando hablar con mi padre, pero el sentimiento es que, los
veo así, es una lástima. Es como era antes, cuando yo llegaba diciendo “hola mamá, hola papá, nos
vemos” y todos tenían su propia vida. No siento ni rabia ni dolor.
Terapeuta: Ni involucramiento.
Nicolò: Ni involucramiento.
Terapeuta: Y esto, quizás es el problema: si uno está profundamente involucrado, uno siente
fácilmente rabia o dolor.
Nicolò: Estoy involucrado de otra forma en comparación con mis hermanos, eso es claro.

La hipótesis ahora comienza a evolucionar hacia un atisbo de un posible mundo diferente,


uno donde hay muchas formas de estar involucrado, incluso corriendo el riesgo de rabia o dolor,
pero al mismo tiempo de amor e intensidad. Pero esta es sólo la idea del terapeuta. Nicolò termina
la sesión con un comentario meditabundo y no quiere concluir. Depende de él ahora, puede tomarlo
y hacerlo suyo, o dejarlo y desarrollar ideas y emociones diferentes (o mejor dicho ideas/emociones,
porque es imposible dibujar una distinción precisa entre ellas en la vida real). Sin embargo, el
compartir esta hipótesis sobre esta importante familia constituye un campo para la actividad de su
pensar y sentir.

Transferencia y el tercero: dos versiones de una relación


Toda relación tiene múltiples aspectos. Quizás sea más conveniente pensar que una relación
cuenta con aspectos que provienen de la historia de vida de los actores involucrados -junto al modo
en que su mundo interno es moldeado por ellas- y aspectos totalmente nuevos, que dependen de la
realidad irrepetible de esa relación única entre las personas presentes en el mundo externo. El
psicoanálisis tiende a enfatizar la primera implicancia de la relación, con los conceptos de
transferencia y contratransferencia. Las terapias sistémicas tienden a subrayar la segunda.
No es para nada difícil encontrar explicaciones históricas y teóricas para esta actitud
(Bertrando & Toffanetti, 2000). Los psicoanalistas trabajan con sus ojos vueltos, al menos
parcialmente, hacia la experiencia interna de sus clientes y consideran el modo en que las primeras
experiencias vitales con personas cercanas son elaboradas dentro de la persona, haciendo surgir sus
actitudes y emociones. Esto todavía es así, aunque los analistas contemporáneos tengan en mente
que la importancia de las primeras experiencias es una opción metodológica más que una verdad.
La práctica de los terapeutas sistémicos, por otra parte, fue fundada sobre una teoría donde
el énfasis estaba en la observación externa de la interacción presente y la comunicación entre las
personas: el pasado y la vida interna se consideraban de poca importancia. Aunque la teoría
sistémica ya no se basa en esto, la tendencia es dar más valor al mundo externo y considerar su
propio escenario en la red de relaciones que ocurre en el aquí y el ahora.
En este momento, la diferencia entre estos dos modos de tratar la relación terapéutica se
hace más clara. En la relación psicoanalítica, la transferencia -la relación entre cliente y terapeuta-
es de algún modo la única relación que puede decirse que está dentro del marco de trabajo de la
terapia; las relaciones con terceros acaban sumergidas en la relación transferencial, haciéndose parte
de ella. Para usar una metáfora espacial, las relaciones entre clientes y terceros existen dentro de sus
relaciones con el analista, lo que lleva, a su vez, hacia el pasado. Esto no significa que el análisis de
transferencia es sordo frente al mundo interpersonal: más bien lo hace parte de la relación dual (el
verdadero escenario de la terapia).
En el trabajo sistémico, el terapeuta metafóricamente toma al cliente de la mano en la
relación terapéutica y, de este modo, lo “acompaña fuera” de la relación dual para “visitar” sus
relaciones presentes, trayéndolas –sean relaciones con personas o con contextos- al primer plano.
Esta es la manera y la razón por la cual el tercero termina siendo presentificado. De algún modo, el
verdadero escenario de los eventos terapéuticos es lo que ocurre fuera de la sala de terapia. Los
eventos son entonces re-examinados y re-evaluados como sesiones una sobre la otra.
Podríamos, entonces, preguntarnos cuál podría ser la consecuencia práctica de esta
diferencia. Una idea posible es que el cambio terapéutico pueda depender de la posibilidad de re-
posicionar (re-contextualizar) la experiencia de vida de los clientes. De este modo, un proceso
recursivo puede ser organizado, creando con el trabajo terapéutico una coherencia entre la teoría del
terapeuta y la experiencia que el cliente tiene de ella. El análisis de transferencia re-contextualizaría
esta última dentro de la relación terapéutica, que encuentra su matriz en la transferencia, mientras
que la terapia sistémica la re-contextualizaría dentro de una revisión de las relaciones que son
“externas” a la relación terapéutica. De esta manera, el análisis de la transferencia podría facilitar
las cosas para la creciente relación transferencial y para un cliente atento a sus propias dinámicas
internas y a diferentes contextos. La praxis del terapeuta no lo lleva simplemente a “ver” ciertos
tipos de relaciones más que otras: más bien, esta moldea la relación terapéutica misma, a través de
una selección de formas de entrar en contacto, el uso de un material clínico particular, entre otras
cosas. En este sentido, una cierta clase de terapia se transforma, para los clientes y los terapeutas, en
lo que Foucault (1988) definiría como una “tecnología del self”.
Hipótesis similares pueden dar una nueva luz al candente problema de la ética en terapia: ¿es
posible que la terapia sistémica -incluso la individual- descrita en este capítulo realmente haga que
las personas pongan gran atención a los contextos, al ambiente interpersonal, a los efectos de sus
acciones en los demás? Si esto sucediera, podría representar una respuesta válida a la perplejidad de
Doherty (1995) sobre la psicoterapia como combustible para el creciente egoísmo y fragmentación
de la sociedad. Para responder a esta pregunta, deberíamos indagar más sobre la terapia sistémica y
sobre otros modelos terapéuticos, intentando entender cuáles, por ejemplo, son las características
específicas de cada uno de ellos y en qué tipos de tecnologías del self podrían convertirse para los
clientes.
CAPÍTULO DIEZ

Selves92 y tecnologías
La última de las preguntas -aparentemente- infantiles en este libro es, nuevamente,
engañosamente simple, además de ser una consecuencia de lo que he dicho en el capítulo 9: ¿qué
sucede cuando (o si) una terapia es exitosa? En cierta medida, encontrar una respuesta a esta
pregunta es incluso más difícil que las otras. No es sorprendente, entonces, que para buscar una
respuesta, tenga que comenzar de una situación que se encontraba lejos de ser exitosa.

Gustavo, o los dos caminos


“Gustavo”, un hombre joven de 25 años, llega a mi oficina pidiendo terapia individual. Se siente,
dice, inseguro, indeciso, con una problemática relación con las mujeres. No ha tenido nunca una
relación de pareja completa en su vida, sólo breves e insignificantes affaires con mujeres jóvenes
que lo hacían sentir regularmente como “incomprendido” o “rechazado”. Dice además que viene a
terapia por dificultades con su padre. El asunto es más complejo por el hecho que por años ha
estado pensando en entrar a seminario y convertirse en cura católico, aunque no ha tomado aún una
decisión. Como un -posible- futuro estudiante de seminario, sin embargo, él mantiene una estrecha
relación con su confesor y su padre espiritual93. Él ha sido aconsejado de probar con la terapia
sistémica individual por su hermana, que es psicóloga. Nos ponemos de acuerdo en una terapia de
tiempo limitado, con un máximo de 20 sesiones94.

A medida que la terapia progresa, se hace más difícil para mí. Lo invito, como siempre, a
hablar de sí mismo y de su mundo relacional, qué le sucede, del modo más libre posible, pero
responde con largos y complejos monólogos, aparentemente todos dirigidos a justificar sus acciones
y a prometer mejorar. Cada vez, después de esos monólogos, se muestra bastante satisfecho,
mientras yo me veo cada vez más frustrado. La manera en que plantea sus discursos me parece
intelectualizada, lo veo poco involucrado y el diálogo entre ambos es tremendamente difícil.

Durante la sesión 8 él comienza nuevamente a hablar de su padre espiritual. De pronto,

92
Reiteramos que selves, en inglés, es el plural de self.
93
Tal como el como el confesor, el padre espiritual es un cura católico, que trabaja como consejero de un aspirante o
seminarista.
94
Mostrar algunos principios, aunque obsoletos en general, puede aún ser útil en casos específicos. Éste aparecía
en Systemic Therapy with Individuals (Boscolo & Bertrando, 1996), pero fue abandonado por Luigi Boscolo y por mí
poco después de la publicación del libro.
siento la urgencia de preguntarle qué es lo que éste piensa de los esfuerzos terapéuticos. Responde
que su padre espiritual no está abiertamente en contra de nuestra terapia, pero de hecho la encuentra
superflua. Es ahí que comienzo a preguntar sobre la naturaleza precisa de su camino espiritual y me
doy cuenta que eso está en perfecta sintonía con su conducta en terapia. En otras palabras, mi
prejuicio es que la terapia implica una interacción emocional libre, con poca o ninguna limitación,
mientras que él piensa que un abandono acrítico de sus emociones es algo equivocado. Para él, la
actitud correcta es mantenerse crítico y racional ante su experiencia emocional.

En resumen, tenemos dos procedimientos diferentes para la auto exploración psicológica en


conflicto. La primera, favorecida por su padre espiritual, ya es efectiva en Gustavo -además porque
calza bien en su modo de ser- usa distancia intelectual y disciplina las pasiones; la que yo propongo,
aparentemente enganchando poco o nada con él, presupone un acceso inmediato a las emociones y
una libertad completa de pensar y sentir. Estos son caminos opuestos de trabajar con uno mismo:
dos diferentes tecnologías del self.

El resultado de la terapia
Uno de los mitos más fuertes para muchos profesionales que comparten el prefijo “psico-”, es que
los clientes deberían, después de una terapia exitosa, expresar su verdadero self en un modo más
libre y espontáneo: lo cual, por supuesto, implica la existencia de algo como el “self”: una entidad
interior, personal e individual, que sólo después de ciertas interacciones puede ser modificada, a
veces con efectos indeseables95. El ejemplo emblemático de dicha posición es la celebrada
dicotomía de Winnicott (1971) entre “verdadero self” y “falso self”, aunque se pueden nombrar
varios más, incluyendo la idea de Freud que el neurótico no es libre y la persona, después del
análisis, sí lo es, junto con la tesis narrativa que cualquiera podría, a través de la terapia, “volver a
ser autor” de su propia vida (White, 1995).

Hoy en día el éxito terapéutico es visto como una recuperación de una situación anterior de
crisis, que restituye funciones existentes antes de la terapia, o como una exploración de los
potenciales de una persona, alcanzando de este modo una conciencia más profunda y amplia de sí
misma. En ambos casos, la acción terapéutica es vista como la liberación de una persona de las
trabas que le impiden ser su “self real”, sin moldearlo de ninguna manera: la idea misma de

95
“Pocas ideas son tan pesadas y resbalosas como la noción del self. Por 'self' comúnmente nos referimos al ser
particular que cada persona es, algo que te distingue de los otros, define los papeles de nuestra existencia juntos,
persiste a través de los cambios o abre el camino hacia lo que podríamos o deberíamos ser” (Seigel, 2005, p. 3). Hay
cierta confusión en cuanto con los diferentes términos relacionados al concepto del self: self, sujeto, identidad,
persona, etc. Aquí hablaré principalmente del “self” como usualmente se considera por los psicólogos, psiquiatras y
psicoterapeutas, aunque sin aceptar esta visión como la “real” versión de la palabra “self”.
manipulación es aborrecida por la gran mayoría de los terapeutas96.

En el presente es ampliamente reconocido que la idea de lo que llamamos el “self” está


profundamente influenciada por contingencias históricas (Cushman, 1995). ¿Qué pasaría, sin
embargo, si por un momento pensamos que el self no es sólo un producto de la historia -o de
historias97- sino que como un producto de cómo la sociedad y el individuo consideran el self y, por
lo tanto, como un producto del esfuerzo que todos nosotros hacemos para ser una cierta persona? En
nuestro pequeño universo de discurso, la consecuencia sería un modo ligeramente diferente de ver
la psicoterapia.

Dentro de esta hipótesis, la terapia más que revelar, produce. No revela una verdad sobre mí
mismo: produce para mí un tipo de self. O lo revela sólo debido a que produce. O, si queremos ser
moderados, revela algo, pero al revelarlo, produce algo más, lo cual, a su vez, modifica la primera
cosa. El “juego de la verdad” es mucho más complicado de lo que parece a primera vista. La terapia
puede ser considerada como una de las prácticas, para los seres humanos, de transformación de
ellos mismos en sujetos, como diría Michel Foucault (1982a). O, en palabras de Jerrold Seigel:
“Cuando la gente habla, usualmente, sobre 'encontrarse a sí mismos' o ser fiel a su 'verdadero self' o
'profundo self', rara vez se refieren a una interioridad puramente reflexiva, sino que se refieren a una
mezcla deseada o imaginada de los atributos del self” (Seigel, 2005, p. 30). Foucault (1988) definió
el conjunto de estas prácticas como “tecnologías del self”98.

Si seguimos las ideas de Foucault, podríamos decir que el secreto de los self “no es un
secreto atemporal y esencial, sino que es un secreto que no tiene esencia o que su esencia fue
fabricada al estilo paso-a-paso a partir de formas foráneas” (Foucault, 1971a, p.78). Y de acuerdo
con Nietzsche -citado aquí por el mismo Foucault- al estudiar historia uno se vuelve “feliz (...) de
poseer en uno mismo no un alma inmortal, sino que muchas mortales” (Nietzsche en Foucault,
1971a, p. 94)99.

96
Se podría alegar que las terapias comportamentales y estratégicas son excepciones, pero en ambos casos la
manipulación es considerada momentánea y dirigida a una creciente libertad a largo plazo. B. F. Skinner no estaría
de acuerdo con tal posición, pero su pensamiento-al menos, en una manera extrema-ya no es tan influyente dentro de
toda la comunidad terapéutica.
97
En el sentido de “relatos” (stories).
98
De hecho, en los textos originales en francés, el uso exacto de las palabras es “téchnologies-ou techniques-du
soi”: “tecnologías o técnicas de uno mismo”. Publicar el artículo, como los editores póstumos estadounidenses lo
hicieron (tecnologías del self) puede parecer inocuo, pero tiene el efecto de cambiar un pronombre reflexivo (el cual es
un concepto dinámico, de proceso) a una entidad estática y estable, “el self”, con todo su complicado estatuto
epistemológico (ver Elliott, 2001). Sin embargo, ese uso de las palabras es ahora el aceptado, así que me quedaré con
las “tecnologías del self”.
99
Por supuesto, el concepto de Foucault del self no es universalmente aceptado. Las teorías modernas del self en las
ciencias sociales y psicológicas son numerosas (ver, nuevamente, Elliott, 2001), pero en esta ocasión me quedaré
con Foucault.
Michael White, en sus escritos (ver White, 1989), da suma importancia a la fase disciplinaria
en el pensamiento de Foucault100, y considera a la mayoría de los problemas psicológicos
emergentes en individuos y familias como producto de fuerzas disciplinarias ejercidas en los
individuos. Lo que es sin duda un gran insight. La pregunta problemática aquí es: ¿Qué es la
terapia, entonces? Para White, aparentemente, es -al igual que la mayoría de escritores en terapia
sistémica tradicional- sólo la promoción de una libertad original que los clientes han perdido. Pero
¿cómo es posible, si la terapia misma es una práctica disciplinaria, aunque sea llevada a cabo con la
colaboración completa de toda la gente involucrada? La externalización de los problemas, la
búsqueda de resultados únicos, la construcción de nuevas historias son todas disciplinas que son,
hasta cierto punto, impuestas sobre el individuo, exactamente como la terapia de ordalías de Milton
Erikson (ver Haley, 1973), o los rituales del grupo de Milán (ver Boscolo & Bertrando, 1993). La
diferencia principal no está entre la sujeción y la libertad, sino que entre disciplina externa y auto-
disciplina. De este modo, la cuestión se vuelve: ¿Qué es un self, que puede ser moldeado y
modificado por tales prácticas auto-disciplinarias?

No estoy volviendo a las diatribas -usualmente- interminables sobre la eficacia y la


efectividad de las terapias (Lambert & Ogles, 2004; O'Hanlon, B. & Wilk, 1988). No es relevante,
para mí, determinar si mi terapia es efectiva, en el sentido de remover algún síntoma. Más bien,
estoy interesado en entender si -y de qué manera- puede dar una percepción específica o conciencia
de sí mismo a una persona que participa en ésta. No busco un resultado técnico: estoy investigando
una habilidad de crear -o facilitar- un tipo peculiar de sujeto, que no puede ser el mismo sin esa
terapia.

Por otra parte, no estoy sugiriendo que una terapia pueda verdaderamente producir personas,
en el sentido de manipularlas para hacerlas diferente de lo que son -afortunadamente, ninguna
terapia logra este resultado-, ni que cualquier terapeuta intente hacerlo tampoco. Usualmente,
pensamos que la “epistemología” (en el sentido batesoniano) de los terapeutas y clientes, y su
subjetividad son algo radicalmente diferente. Propongo que es posible que tal diferencia no sea así.
O más bien, que es perfectamente correcto describir la epistemología y la subjetividad como
diferentes, pero que, a la vez, entran en un complejo juego circular. La epistemología que tengo me
lleva, por una parte, a un tipo de representación cultural y, por otra, a un tipo definido de práctica.
Las representaciones culturales y las prácticas serán consistentes con mi epistemología y de este
modo ejerce alguna influencia en mi subjetividad. Así, epistemología se vuelve subjetividad.

Esto no significa entender que la epistemología ejerza una influencia simple y lineal en las
100
Siendo influenciado, sin duda, por la lectura de Paul Rainbow (1984), centrada principalmente en Discipline and
Punish (Foucault, 1976) y en técnicas de poder externas.
personas, como si, por ejemplo, al imponerse sobre mí la epistemología de la terapia sistémica, yo
me volvería un tipo de persona totalmente distinta a si sucediera lo mismo con la epistemología de
la psiquiatría biológica. Prefiero pensar en un intercambio complejo bidireccional. Cada uno elige
una epistemología consistente con su personalidad, pero su personalidad ha sido moldeada por una
epistemología y así sucesivamente. En terapia, cada terapeuta elige una orientación que le ajuste a
él, a su personalidad, a sus metas; y cada cliente elige un terapeuta y un modelo -lo primero más
que lo segundo, en realidad- que es compatible con él. Si esta compatibilidad -personal y
profesional- faltara, la relación terapéutica terminaría.

De este modo, probablemente, cualquier modelo de terapia tiende a invitar a sus clientes a
sentir, vivir, pensarse a sí mismos de acuerdo a algunas dimensiones más que otras, sin privarlos de
su libertad básica. La terapia -la tecnología del self- más que apuntar a una dirección, encierra parte
del terreno; dentro del cerco, la persona mantiene la libertad total de moverse. Incluso podría ir
fuera del cerco, pero por los caminos trazados por el mismo cerco.

Lo que deberíamos preguntarnos ahora sobre esto es: ¿Realmente podemos considerar la
psicoterapia como una tecnología del self? Si esto fuera así, entonces más preguntas surgirían: ¿qué
tipo de sujeto resultaría a partir de la psicoterapia en general? Y ¿qué diferencias existirían entre
diferentes formas de terapia? ¿Emergerá un sujeto “terapéutico” que es diferente del “no
terapéutico? ¿Existen diferencias reales entre self “sistémico”, “cognitivo-conductual” o
“psicodinámico”? (como propongo en relación al tercero y la transferencia. Las respuestas no serían
neutrales desde un punto de vista práctico y ellas harían surgir aún más preguntas, relacionadas con
mi responsabilidad y el modo mismo de mi trabajo como terapeuta.

Tecnologías del self


El neologismo “tecnologías del self” fue creado por Michel Foucault durante su
investigación de la genealogía del sujeto, donde él intenta entender cómo el sujeto es
históricamente constituido. Foucault llegó a este concepto, comenzando desde la disciplina (el arte
de disponer cuerpos en el espacio). En aquel impecable estudio de mecanismos disciplinarios que es
Discipline and Punish (Foucault, 1975), analizó el modo que el “sistema carcelario” opera en los
cuerpos de las personas para lograr modificaciones externas y comportamentales. El siguiente paso
fue entender cómo diferentes técnicas, dirigidas no -sólo- al cuerpo, sino que -también- a la psyche,
podían modificar la vida interna de uno: el arte de disponer la percepción de uno mismo en el
diálogo interno:
Para Foucault, las tecnologías del self son modos que el sujeto tiene de construir, dentro de
sí, la experiencia del sí mismo mediante prácticas específicas. Foucault trabaja con los
mínimos medios por los cuales cualquiera puede internalizar un conjunto de reglas prácticas
a través de un conjunto igualmente abundante de pequeñas acciones cotidianas. Así, una
subjetividad peculiar es generada en la persona que las adopta. Si revisamos las variadas
definiciones que él les dio, las tecnologías del self permiten a los individuos llevar a cabo
por sus propios medios, o con la ayuda de otros, un cierto número de operaciones en sus
propios cuerpos y almas, pensamientos, conducta y modo de ser, además de transformarse
ellos mismos para alcanzar un cierto estado de felicidad, pureza, sabiduría, perfección o
inmortalidad [Foucault, p. 225].

Ellas pueden ser consideradas procedimientos, que sin duda existen en toda civilización,
sugeridas o prescritas a los individuos para determinar sus identidades, mantenerlas o
transformarlas en términos de un cierto número de objetivos, a través de relaciones de auto-
enseñanza o auto-conocimiento [Foucault, 1981, p. 97].

Así, podemos decir que en toda la filosofía antigua, ocuparse del self era considerado como
un deber y una técnica, una obligación básica y un conjunto de procedimientos
cuidadosamente elaborados [Foucault, 1981].

No se trata, entonces, sólo de aceptar alguna ideología. Una tecnología del self está
enraizada en un modo específico de problematizar una experiencia subjetiva y ésta actúa a través de
un conjunto de prácticas: meditación, dietas, entrenamientos de algún tipo, una constante auto-
disciplina. Tales prácticas, situadas en el borde entre filosofía, reflexión moral y medicina -porque
es, simultáneamente, una disciplina de pensamiento, pasiones y del cuerpo- implican una vigilancia
y autocontrol a cada momento del día, con reglas relacionadas no sólo al cuidado de uno mismo en
la vida privada sino que también con un conjunto de prácticas sociales.

A través de una tecnología del self, lo que ocurre no es simplemente una modificación de un
sujeto en particular: se constituye una subjetividad que, fuera de esa tecnología del self,
simplemente no existe. El sujeto, el individuo, es creado por fuerzas sociales y culturales, más que
ser alterado por ellas. Y, para Foucault, no existe un self original del cual ponerse nostálgico.

En el culto californiano del self, uno debería descubrir su verdadero self, separarlo de lo que
pueda oscurecerlo o alienarlo, para descifrar su verdad gracias a la ciencia psicológica o
psicoanalítica, que debería ser capaz de decirte qué es tu verdadero self. Sin embargo, no
sólo no identifico la cultura antigua del self con lo podríamos llamar el culto californiano del
self, sino que pienso que son diametralmente opuestos [Foucault, 1983, p. 362].

Una vez más: esto no significa que la persona es conducida en una dirección. Está obligada a
problematizar su experiencia de sí mismo de una cierta manera. Aquí la relación con la terapia es
más estrecha.

[Aunque no sólo con la terapia. Nuestra vida está llena de tecnologías del self. Una vez un
cliente mío, un ingeniero, recordó: “La carrera de ingeniería es un lavado de cerebro largo y sin
cansancio. Después de cinco años de eso, uno no puede dejar de pensar en términos de diagramas
de flujo. Y esto es verdad para cualquier aspecto de la vida”]

Psicoterapias como tecnologías del self


Intentemos, entonces, comparar a nuestras presentes compañeras, las psicoterapias, con las
antiguas tecnologías del self de Foucault. Las similaridades son numerosas. Encontramos una
atención a uno mismo, que puede ser definida como atención a las propias acciones (como en la
Grecia clásica) o a los propios pensamientos (como en la Roma imperial). Encontramos la infalible
presencia de un guía, un maestro, a veces en diálogo con sus discípulos, a veces dando enseñanzas
que sus discípulos deben aprender en silencio. Dentro del mundo greco-romano, la “preocupación
por uno mismo” está libre de la noción de culpa, lo cual hace a los estoicos más cercanos a los
psicoterapeutas que a los cristianos. El Séneca de Foucault no es un juez de sí mismo, sino que es
un administrador que evalúa el éxito de sus elecciones sin buscar la culpa.

Las tecnologías cristianas del self muestran muchas diferencias, las cuales hacen ver, en
cambio, otras similitudes con las psicoterapias (lo cual ha llevado en ocasiones a una comparación
apresurada de los dos grupos de prácticas: ver Rieff, 1966). La figura de autoridad a menudo opera
a través de una escucha silenciosa a las palabras del discípulo. Los ejercicios están enfocados a
encontrar algún pecado, de acuerdo a un conjunto de preceptos jurídicos y obligatorios: si no los
considero, seré castigado. Lo que tengo que buscar está escondido y no puedo verlo debido a un
tipo de auto-engaño que debo derrotar. Tengo que hablar continuamente sobre mí mismo, lo cual me
ayuda a develar mi mundo interno, no sólo a mi maestro, sino a mí mismo. El oyente es pasivo pero
poderoso y, para Foucault (1988), estas dos últimas prácticas crean el vínculo entre dicha tecnología
del self y la de las ciencias humanas, desde donde surgirá la psicoterapia101.

De esta manera, lo que ocurre en las tecnologías del self de Foucault y en la mayoría -si no
en todas- las formas de psicoterapia, es que yo debería aplicarme a mí mismo una disciplina hecha

101
El oyente autoritario que busca significados ocultos es, por supuesto, muy similar al analista freudiano, como vamos
a ver en breve.
de auto-observación y de prácticas específicas también, que apunten a alcanzar mi bienestar o a
perfeccionarme, usualmente con la ayuda o la contribución de otras personas, a las cuales atribuyo
alguna autoridad o consideración. Todo esto no debería inducir a nadie a pensar que aquellas
tecnologías antiguas del self pueden ser consideradas una anticipación directa a las psicoterapias
modernas. Simplemente podemos leer del mismo modo estas filosofías y estas prácticas
terapéuticas. Y las psicoterapias tienen sus especificidades, que no son difíciles de enumerar: la
relación íntima con un “compañero de vida” (el terapeuta) que se mantiene -y debe mantenerse-
como un perfecto desconocido fuera del tiempo y el espacio de la terapia; la duración regular de las
sesiones; la exclusión usual de prácticas de disciplinamiento fuera del tiempo de la terapia (con las
terapias conductuales y estratégicas, sin embargo, con sus tareas prescriptivas, siendo excepciones
parciales); la relación más o menos cercana con el mundo de la medicina y la cura; 102 el valor
atribuido a la expresión de la emoción, lo cual se considera un bien en sí mismo en la medida que
sea espontánea; la falta de valor atribuido al control voluntario de uno mismo.

Las tecnologías terapéuticas del self están escondidas no en teorías ni modelos, sino que en
procedimientos, en los cientos de pequeños procedimientos que constituyen la práctica cotidiana de
la terapia y que moldean la relación entre terapeuta y cliente. Antes que nada, las tecnologías del
self emergen en lo que se conoce como reglas del setting. El setting específico de cada terapia es
probablemente la determinante más fuerte para la modificación de uno mismo en clientes y
terapeutas. Si concebimos el self como una tendencia hacia las relaciones, un modo habitual de las
maneras individuales de entrar en la relación, entonces la tecnología del self es la forma habitual de
la relación terapéutica, la cual es moldeada por todas las reglas del setting (ver también Frank &
Frank, 1993).

Usemos, a modo de ejemplo, las reglas relacionadas a la duración de la terapia y los


intervalos entre las sesiones. Sobre Freud, sabemos que sus análisis consistían originalmente en seis
encuentros de 55 minutos a la semana, por un período de cerca de cuatro años (sólo en sus últimos
años Freud se rinde hasta ver a sus pacientes “sólo” cinco veces a la semana: ver Roazen, 1975). Si
intentamos calcular el tiempo que Freud pasaba con su paciente promedio, podríamos llegar a cerca
de 480 horas en un análisis de dos años. Lo que significa una máxima densidad de contacto y una
grandísima intimidad cotidiana. El analista adquiere la mayor relevancia en la vida del paciente. Al
mismo tiempo, el período de tiempo de la terapia, siempre día tras día, se vuelve una cita de
máxima regularidad.

Similares -pero no idénticos- son los resultados de los análisis contemporáneos, los cuales
102
Aunque esto no es estrictamente específico a de las terapias: algo similar le sucedió a los estoicos durante el imperio
romano (ver Foucault, 1984b).
tienden a durar más, con un promedio de cinco años, con cuatro o cinco sesiones de 50 minutos a la
semana. En promedio, obtenemos cerca de 900 horas de análisis en cinco años, con menos densidad
pero una duración mayor de contacto. El analista se vuelve una figura emblemática por un largo
período de tiempo en la vida del paciente. Usualmente, hoy en día, los análisis para personas que no
pretenden volverse analistas en cambio tienden a ser de una duración similar, pero menos frecuente
(usualmente dos sesiones por semana, lo cual, dentro de los mismos cinco años, nos da un total de
450 horas). Hay una disolución de la presencia, pero aún la duración del contacto es muy larga. En
terapia psicoanalítica breve -de acuerdo, por ejemplo a Malan (1976)- el contacto entre terapeuta y
cliente dura cerca de cinco o seis meses, con una sesión semanal de 50 minutos, con un total de 40
horas durante los seis meses. En este caso, el terapeuta es un conocido íntimo, aunque ocasional. La
terapia actúa en asuntos específicos más que en la persona del cliente.

Si nos movemos al campo sistémico -aún limitándonos, por el bien de la simetría, a las
terapias individuales- descubrimos que la terapia clásica sistémica-estratégica actúa de un modo
muy diferente. Con un total de 10 sesiones de una hora por semana, llegamos sólo a 10 horas en
poco más de un par de meses (ver Watzlawick, Weakland & Fisch, 1974). El terapeuta es una
perturbación momentánea y debe operar con gran fuerza para obtener alguna modificación en la
vida del cliente.

La versión de la terapia sistémica individual creada por Luigi Boscolo y yo, fue hecha
originalmente para 20 encuentros de dos o tres horas, cada tres o cuatro semanas. La duración total
es de cerca de 30 horas en 18 meses. No existe una familiaridad cotidiana y el terapeuta es una
figura relevante, aunque distante al mismo tiempo, una especie de tía o tío. La terapia funciona por
discontinuidad, los encuentros son muy distintos uno del otro. Sin embargo, la variante que uso hoy
en día es diferente: encuentros semanales de 50 minutos dentro de un período de uno a tres años,
con un promedio de contacto de alrededor de 50 horas dentro de dos años. Aquí se crea la
familiaridad regular, una que es cercana a la intimidad real. El terapeuta es una figura confidencial,
que puede trabajar con la persona por un largo período. Los encuentros tienen un gran valor para la
mayoría de los clientes: se vuelven puntos regulares, aunque discontinuos, desde donde revisar los
eventos vitales del cliente.

Esto tiene que ver con los tiempos de contacto, que es sólo una de las determinantes del
setting terapéutico. Las otras son: estar en terapia solo, como una pareja, como una familia;
enfrentar al terapeuta, dos terapeutas o a un equipo; contacto cara a cara o en el diván; tener un
terapeuta directivo o no directivo, hablador o taciturno; entre otras más. Todos los principios y
técnicas, como describí en los primeros capítulos son, en cambio, consistentes con la personalidad
del terapeuta y su orientación, actúan en la relación y, de este modo, finalmente, en el self del
cliente (y en el del terapeuta también).

El modo en que esto sucede es comparativamente fácil de describir en términos


batesonianos. Los participantes en una relación terapéutica tienen que estar de acuerdo que dicha
relación es terapéutica porque los intercambios, necesidades y cultura cooperan en hacerlos estar de
acuerdo en esto y en el hecho que es relevante para ambos estar en ese lugar (ver Ruesch &
Bateson, 1951). Es un contexto y, como tal, es más fuerte que todos los actores en terapia. Bateson
conecta, en su pensamiento, contextos y hábitos. El contexto, la parte más abstracta que aprendemos
(o más bien deutero-aprendemos; ver Bateson, 1942), tiende a hundirse en las profundidades del
inconciente. Cambiar contextos es el punto más difícil en el cambio personal, porque hacer
inconcientes los hábitos es más económico (ver Harries-Jones, 1995, p. 112), consistentemente con

La insistencia de Samuel Butler que mientras más un organismo “conozca” algo, menos
conciente se vuelve su conocimiento, es decir, hay un proceso a través del cual el
conocimiento (o el “hábito”, ya sea acción, percepción o pensamiento) se hunde cada vez
hacia niveles más profundos de la mente. Este fenómeno, central en la disciplina Zen (...) es
también relevante para todas las artes y habilidades [Bateson, 1967, pp. 134-135].

Todo esto sucede a través de un complejo trabajo en relación a las emociones. La terapia
produce además una compleja estandarización emocional, que reverbera en las vidas del terapeuta y
el cliente. Sólo el marco temporal es diferente: usualmente, toda la vida profesional del terapeuta
consiste en refinar una manera de hacer terapia, operando de acuerdo a un modelo que crea el
contexto que hace “verdadero” (para él) al modelo mismo. Por ejemplo, al hacer preguntas triádicas
(y al ver su eficacia, idealmente) el terapeuta sistémico se hunde cada vez más en el modelo
sistémico. El cliente, por otra parte, se vuelve cada vez más un cliente en el trascurso de la terapia.
Esto está probablemente en el núcleo del problema del término de la terapia, uno que los terapeutas
han resuelto brillantemente al no permitir el desarrollo de este hábito -dos o tres meses simplemente
no bastan- pero los demás terapeutas deben negociarlo en cada ocasión. Y las consecuencias son
aún más amplias. El conjunto de deutero-aprendizajes que suceden durante la terapia puede
influenciar la conglomeración de deutero-aprendizajes que llamamos personalidad (o self). Este self
no será sólo un self terapéutico, sino que un self enraizado en la visión de mundo inserta en el
modelo específico en el que se encuentran, como ejemplifiqué en el capítulo 9.

Podemos decir que el patrón interacciones con el ambiente del hombre “fatalista” parece
haber sido adquirido a través de una experiencia prolongada o repetida, como un sujeto
experimental de Pavlov; y nótese que esta definición de “fatalismo” es específica y precisa.
Hay muchas otras formas de “fatalismo” aparte de la que es definida en términos de éste
particular contexto de aprendizaje [Bateson, 1971, p. 289].

Para poder dar un primer -pero fundamental- ejemplo, volveré, por un momento, al
psicoterapeuta original: es decir, Sigmund Freud.

Las tecnologías del self de Sigmund Freud


Para ser “justos con Freud”, como diría Foucault, debemos reconocerlo como el fundador de
la psicoterapia como la conocemos, aunque hipnotistas como Bernheim y Charcot -maestros de
Freud- lo hayan precedido en el trabajo con palabras sobre los síntomas mentales (Gauld, 1995) y
clínicos como Janet, Adler y Jung hayan creado de manera autónoma sus “psicologías de lo
profundo” (pudiendo así, desarrollar formas de terapia probablemente por sí solos). Sin embargo, la
figura de Freud se encuentra, teórica y simbólicamente, en la base misma de la terapia psicológica
(ver Ellenberger, 1970).

El trabajo que vemos en acción en The Interpretation of Dreams (Freud, 1900a) es, sin duda,
una tecnología del self103. Intentemos dar una mirada a los inicios del método psicoanalítico. Freud,
insatisfecho con el método catártico creado por Josef Breuer, y basándose ampliamente en la
tradición hipnótica, lo sustituye por el método de libre asociación, fundado en una compleja teoría
psicopatológica basada en las ideas de inconciente y represión. En 1897, Freud comienza a usar su
técnica en él mismo y a asociar libremente sus propios sueños (auto-análisis).

Los primeros biógrafos de Freud (Jones, 1950, 1953, 1957; Schur, 1972) y otros que
vinieron después de ellos (ver, por ejemplo, Gay, 1988) siguieron las propias afirmaciones de Freud
en su autobiografía (Freud, 1914d): a través de la titánica empresa del auto-análisis, nacen todos los
conceptos, métodos y técnicas psicoanalíticas, desde aquellos asociados a la sexualidad infantil
hasta la interpretación de los sueños. El auto-análisis tuvo un efecto sobre Freud. Al leer sus cartas a
Fliess, vemos que antes de agosto de 1897, cuando comenzó, las referencias de Freud a sus propios
síntomas eran muy esporádicas. A medida que trabajaba consigo mismo, más parecía verse como un
“paciente”, detallando sus síntomas, sueños y más tarde, sus lapsus104. La fertilización cruzada entre

103
El sólo hecho de resumir las fuentes que describen la tecnología del self de Freud es difícil. Usé algunas
biografías (Gay, 1988; Jones, 1950, 1953, 1957; Roazen, 1975; Schur, 1972; Sulloway, 1979); algunos trabajos críticos
(Mahony, 1984, 1986, 1996; Spence, 1994); algunos reportes de ex-pacientes (Blanton, 1971; Kardiner, 1977; Roazen,
1995; Wortis, 1984); los dos libros fundamentales sobre el Hombre Lobo (Gardiner, 1972; Obholzer, 1980), aparte, por
supuesto, de los trabajos propios de Freud y sus cartas con Wilhelm Fliess (Freud, 1887-1904).
104
Max Schur (1972) nota agudamente que las cartas mismas a Fliess, con su flujo sin censura y espontáneo, son a
menudo similares a las asociaciones libres, del modo que aparecen en la sesión analítica; Schur cita, por ejemplo, la
su trabajo clínico en pacientes y su auto-análisis es muy evidente. De este modo, el psicoanálisis
evoluciona desde un tratamiento sintomático a un método -de acuerdo a Freud- para el
conocimiento más profundo de uno mismo: podemos conocernos a nosotros mismos sólo y cuando
nos volvemos concientes, lo más posible, de nuestra infancia temprana, de las raíces sexuales
inconcientes de nuestra psyche. Para Freud es importante conocerse a sí mismo y ocuparse de sí
mismo105 (y uno puede ocuparse de sí mismo sólo sí uno llega a conocerse). Es aquí que Freud une
los dos modos clásicos de tratar con uno mismo: “conócete a ti mismo” y “ocúpate de ti mismo”
(ver Foucault, 2001).

Autores más críticos, como Frank Sulloway (1979) y Donald Spence (1994), tienden a
disminuir la relevancia del auto-análisis. Ellos piensan, en cambio, que Freud simplemente
confirmaba en su propia persona lo que ya había delineado a partir de otras fuentes, la mayoría de
ellas a partir de actividad incansable de especulación e investigación en otras personas. El efecto
más importante del auto-análisis en el pensamiento de Freud, fue probablemente confirmarse a sí
mismo la identidad entre proceso psíquico neurótico y “normal”: para cualquier persona, después de
todo, el propio self es un prototipo de normalidad: las técnicas alejadas y objetizadoras de la
hipnosis se vuelven, una vez aplicadas a uno mismo, técnicas de entendimiento más que de
influencia y explicación. Al someterse a los mismos procedimientos que adoptó para sus clientes,
Freud transformó lo que podría haber sido simplemente una nueva técnica para-hipnótica, en una
nueva forma de tecnología del self, ajustada a los tiempos modernos106.

Al mismo tiempo, el psicoanálisis se vuelve además una auto-disciplina, que también es


disciplina impuesta (por Freud sobre sí mismo) por un analista en sus pacientes. El trabajo en sí
mismo de Freud es además un modo de confirmarse -a su self- las teorías que estaba desarrollando,
modificándolas, en cambio, sólo cuando consideraba estrictamente necesario (una actitud directiva
que muchos de sus pacientes experimentarían por sí mismos): Freud era un terapeuta que tendía a
hacer que sus pacientes quedaran conformes con sus ideas, en vez de lo contrario. En mi
terminología, esto es exactamente lo que diferencia una cura sintomática de una tecnología del self.

El auto-análisis es fundamental en el perfeccionamiento del método mismo de las


asociaciones libres. Aunque fueron creadas para trabajar con pacientes -no con uno mismo- es,
desde el principio, el método ideal para investigar un sujeto peculiar. Ya en el año 1935 su paciente

carta del 19 de Abril de 1894, que está llena de fluctuaciones, neologismos, incluso errores gramaticales, una falta
peculiar para un escritor elegante como Freud.
105
Nota del traductor: del inglés “to take care”.
106
Desde acá se desprende, probablemente, el antiguo mito, sostenido por Jones (1957), que dice que durante toda su
vida Freud llevó a cabo un autoanálisis diario de media hora antes de ir a dormir: una tarea adecuada para un antiguo
filósofo estoico-pero, como Donald Spence se pregunta, ¿Cómo puede Jones estar tan seguro de lo que hacía Freud
en su propia habitación? ¿Estaba él ahí?
Joseph Wortis recibió de Freud la “regla básica” en casi las mismas palabras que las usadas en el
ensayo original sobre esta técnica del psicoanálisis (Freud, 1912b): decir cualquier cosa que pase
por su mente, sin ninguna censura, mientras el analista garantiza una total privacidad.

Además el auto-análisis pone en funcionamiento otro concepto básico del psicoanálisis


freudiano: la naturaleza inconciente de la mayoría de los fenómenos psíquicos; la gran importancia
de factores sexuales en toda área de la vida psíquica; la centralidad de las experiencias tempranas de
la infancia y su evocación a la memoria para el entendimiento y la cura de la psique; la identidad
entre memorias tempranas de infancia, sueños y fantasías inconcientes; la importancia de la
represión y la resistencia en el trabajo analítico.

Las teorías de la resistencia y la represión, del inconciente, la importancia etiológica de la


vida sexual y la importancia de las experiencias infantiles; forman los elementos
constitutivos principales de la estructura teórica del psicoanálisis [Freud, 1925, p. 40].

Todos estos se vuelven puntos de referencia del psicoanálisis a través de un movimiento


circular: Freud confirma sus hipótesis heurísticas delineadas a partir de su trabajo clínico en sí
mismo, encontrando una confirmación definitiva en su propia experiencia. Aunque esto puede ser
peligroso desde un punto de vista científico, es esencial para una tecnología del self. El otro
concepto clave para la tecnología analítica del self -la transferencia- emergerá más tarde a partir del
trabajo de Freud con sus pacientes y será heredado a nosotros a través de los casos de “Dora”, el
“Hombre Rata” y el “Hombre Lobo” (ver Mahony, 1984, 1986, 1996). Los relatos que tenemos de
algunos de los pacientes de Freud –que usualmente eran analistas, analizados por Freud a una edad
avanzada (ver Blanton, 1971; Kardiner, 1977; Roazen, 1995; Wortis, 1984)-, confirman la
estabilidad de su método por muchos años. En lo escritos de Wortis, el cronista más exhaustivo,
encontramos a un Freud que espera que los pacientes traigan los sueños a las sesiones; y la
discusión sobre Widerständen [resistencias] se vuelve una constante en sus encuentros, haciendo
rebotar constantemente la palabra entre analista y analizando.

A la base de la tecnología freudiana del self se encuentra, por otra parte, la poca confianza
hacia la conciencia y sus productos -aquí Freud coincide con Bateson- y, por la otra, la fe en la
razón que debería luchar para someter al inconciente mismo. La tecnología analítica, por lo tanto,
sugiere un continuo re-examen de las producciones fantásticas de uno, buscando pistas de las
verdades más profundas, que tienen sus raíces en el pasado distante. El analista -después del
esfuerzo auto-analítico de Freud- es un guía, el catalizador de la tecnología, es el que garantiza su
eficacia. De este modo, el conocimiento de uno mismo se vuelve uno sólo con el ocuparse de sí
mismo.
La terapia sistémica como una tecnología del self

Habiendo visto trabajar a Freud, podemos saltar hasta el presente e intentar imaginar los
efectos en los self de los pacientes de los principios y técnicas de la terapia sistémica. Primero que
todo, consideraría como un efecto específico de la tecnología sistémica del self, un incremento en la
habilidad para ver las relaciones: las relaciones de la persona con otros y la relación que la persona
puede ver entre los demás. Mi versión de un terapeuta sistémico, además, opera a través del proceso
de hipotetización-y a veces a través de preguntas hipotéticas, que deberían llevar a superar el
determinismo del paciente y permitirle concebir mundos diferentes posibles. La idea implícita es
que la verdad objetiva no es alcanzable a través de la terapia (quizás no lo es en ningún caso). El
cliente debería, entonces, desarrollar una habilidad para imaginar diferentes mundos del que está
dado, quizás acompañado de la habilidad para ver cosas desde el punto de vista de las otras
personas. Ya que a este terapeuta sistémico le gusta trabajar con preguntas de futuro, como he
ejemplificado en el capítulo anterior, debería poder fomentar en su cliente la tendencia a verse a él y
a otros en el futuro, hacer proyecciones y anticipaciones.

La teoría sistémica se esfuerza en ver, en las personas y en los sistemas, recursos más que
patologías e inhabilidades (un rasgo que es, lo admito, común a la mayoría de los modelos
contemporáneos de terapia familiar, pero es más marcado en el sistémico). La persona debería,
entonces, aumentar su propensión a encontrar algo positivo en sí misma, en otros o en las
situaciones en que se encuentra. Una consecuencia de esta actitud es también poder ver al sujeto
como activo y autónomo más que como uno dependiente, con el correspondiente posible
sentimiento de haber adquirido competencias, recursos, autonomía y optimismo a través de la
terapia sin volverse demasiado dependiente de la persona del terapeuta. Una idea conectada a esta
última es que, dentro de una perspectiva dialógica, la distancia jerárquica entre terapeuta y cliente
se reduce, al mismo tiempo que la sensación que el terapeuta es un interlocutor con opinión,
participando en una labor conjunta y colaborativa, debería ser clara para el cliente.

El último punto -y más controversial- tiene que ver con las emociones del cliente. El trabajo
con las emociones es el menos teorizado en la literatura sistémica. El efecto de la tecnología
sistémica del self en las emociones del cliente podría ser, probablemente, la habilidad para
considerar las emociones propias en el contexto donde éstas aparecen.

De este modo, el posible efecto de una tecnología sistémica del self debería ser el favorecer
la visión de relaciones y contextos, poniéndose uno mismo dentro de una red relacional,
adquiriendo un sentido de los propios recursos y competencias, aflojando el agarre de una visión de
mundo unívoca y determinista. El cliente podría, entonces, abrirse a una visión que pueda ser
relacional, contextual y modal, donde cada situación puede ser leída y vivenciada de varias
maneras.
Al final, ¿Qué ocurrió con nuestros clientes?
Volvamos a Gustavo y a mi impasse inicial. Él llega muy feliz a nuestro decimoséptimo
encuentro, como si se sintiera aliviado. Dice que, para él, la terapia puede considerarse como
terminada: “Me decidí, entraré al Seminario”. Sus relaciones con la mitad femenina del mundo
pueden mantenerse tal cual. De hecho, Gustavo ha elegido entre dos tecnologías del self,
prefiriendo la que es más consistente consigo mismo, sus valores y el ambiente del cual forma
parte.
La tecnología del self que prefirió, la de su cristianismo practicante, es diferente a la
sistémica. De acuerdo con Foucault (1988), las tecnologías cristianas del self implican: una noción
de pecado y de redención, lo que supone la necesidad de cambiar por sí mismo a través de la
voluntad más que a través del entendimiento; un conjunto de reglas jurídicas a las cuales
adscribirse; una relación entre maestro y discípulo sin límite temporal que puede durar toda la vida
(aquí la noción de obediencia es central).
La diferencia obvia entre su retórica y la mía, por lo tanto, podría depender del hecho que ha
sido entrenado para enfrentar a una figura investida de autoridad y obediencia, hacia la cual no sólo
debe mostrarse por completo, sino que además le debe mostrar sus esfuerzos por mejorar. Así, tomó
ese papel, mostrándome cuánto iba mejorando en sus acciones, mientras que yo le pedía -siguiendo
a Bateson- que su discurso estuviese menos centrado en sus propósitos, encontrándolo forzado y
artificial, sintiendo, en cambio, frustración al buscar algo espontáneo en él. Desde una perspectiva
dialógica, estamos estableciendo dos monólogos paralelos, donde ninguno de los dos permite que la
palabra del otro penetre en su mundo. Las condiciones del diálogo estaban demasiado alejadas unas
de las otras. La interrupción de nuestra relación era, por lo tanto, inevitable e incluso -desde su
punto de vista- aconsejable.
Sin embargo, es usual que cuando hay una consistencia entre terapeuta, modelo teórico y
necesidades del cliente, el diálogo -y el resultado- es diferente. Otra cliente mía, poco después del
fin de su terapia, me envió una breve y conmovedora nota donde me agradecía sobre todo por
haberle enseñado “que no existe una única verdad”. Ahora, para mí -como terapeuta- la
imposibilidad de determinar una verdad es una noción fundamental y es constitutiva para la teoría
que profeso, aunque nunca intenté “enseñársela” a ella. Mi cliente ha tomado, de nuestros
intercambios terapéuticos, un punto importante, apropiándoselo. Pero nunca imaginé plantearle una
frase así, con esas palabras.
Esto significa que la visión de mundo de los terapeutas llega a sus clientes no por
adoctrinamiento, sino que por un camino de enmarcar y conducir el diálogo. En mi caso, siempre
intenté revisar sus narrativas, sentimientos e impresiones, desde muchos puntos de vista y -muchas
veces- sin optar por uno u otro. De este modo, mi visión de mundo le da forma a mi práctica y mi
práctica, a su vez, afecta la visión de mundo de mis clientes. Por supuesto, para que esto ocurra, es
necesario que los clientes tengan, desde el principio, una visión de mundo que sea compatible con
la del terapeuta.
¿Cómo puedo determinar si, además de esta única ocasión, es realmente el caso? Tengo algo
de evidencia. Por ejemplo, una vez presenté un fragmento de una de mis terapias individuales a una
audiencia de psicoanalistas. Ellos indicaron que mi cliente me hablaba de una manera muy peculiar,
especialmente porque hablaba en términos de hipótesis y posibilidades. No recuerdo que esa
persona en particular tuviera un modo tan hipotético de pensar y fue ahí cuando me di cuenta que
estaba presentando una de las últimas sesiones y su manera de hablar había sido producto de meses
y meses de compartir hipótesis conmigo y de responder preguntas hipotéticas.
Aunque esto no es suficiente. Así es que presentaré aquí algunos resultados de una pequeña
investigación cualitativa que conduje en ocho de mis antiguos clientes, en conjunto con mi colega
Olivia Defilippi, quien los entrevistó al final de sus terapias (el procedimiento completo y los
resultados están presentados en Bertrando & Defilippi, 2005). Usamos una entrevista
semiestructurada (ver Richardson, Dohrenwend & Klein, 1965), con sólo unos pocos ítems que el
entrevistador debía cubrir en orden y con las palabras que prefiriera:

>>Cómo el modelo de terapia sistémica -y el terapeuta específico- ha sido elegido por el cliente;
>>Una breve historia de la terapia misma de acuerdo a cómo la recuerda el entrevistado y respecto
de la relación con el terapeuta;
>>Una descripción de sí mismo por parte del entrevistado, del modo en que era en el momento de la
entrevista, cómo el entrevistado se ve y se juzga a sí mismo, las diferencias que ve en comparación
al período previo a la terapia;
>>El efecto que piensa que haya tenido la terapia en sí mismo.

Exploramos, al analizar las transcripciones, la presencia de los criterios que consideré


pertinentes para una posible tecnología sistémica del self. Junto con ello, investigamos algunos
criterios específicos, que consideramos comunes en cualquier tecnología psicoterapéutica del self:
una relación de confianza con el terapeuta, algo de habilidad de parte del cliente para reflexionar
sobre él mismo y un sentido de dominio de sí mismo producto de la terapia.
Dos de los criterios específicos estuvieron presentes en todos los entrevistados: primero, el
establecimiento de una relación de confianza con el terapeuta (en la mayoría de los casos esto se
dedujo a partir de la entrevista completa, pero en otros fue establecido de manera explícita, por
ejemplo uno de los clientes dijo “[la terapia] es el único lugar donde siento una relación que está de
mi parte...incluso cuando él está en mi contra, nunca es hostil”). Más aún, se observa ampliamente
la adquisición de una habilidad para reflexionar sobre ellos mismos (por ej. “ahora tengo otras
cosas que quisiera explicarme, que siempre quise aclarar, pero que nunca hice...comencé a trabajar
mucho respecto a mí mismo...”).
En cuanto a los aspectos sistémicos, la relación positiva con el terapeuta fue caracterizada
como el sentimiento de estar en condiciones igualitarias (por ej. “en esa ocasión me dije a mí
mismo: el doctor tiene razón, tengo que decidir...aunque no había un juicio, ni una opinión, ni un
consejo, en esa ocasión él fue de gran ayuda”).Todos los entrevistados reportaron un fuerte sentido
de autonomía y haber adquirido más recursos (por ej. “me siento más tranquilo y estable, un punto
de referencia para mí mismo y los demás...la terapia me dio muchas herramientas”, “por primera
vez en mi vida luché, me defendí...esto me dio mucha fuerza para cambiar, tener la capacidad y la
valentía de cambiar”). Todas las personas mostraron una gran capacidad para ver a los demás en una
relación (“antes de la terapia yo sólo veía mis problemas con mi mamá, los otros [miembros
familiares] eran perfectos; ahora veo en qué parte las piezas no encajan”). Cinco de ellos además
fueron capaces de observar las relaciones entre otras personas (“veo cómo mi hermano se comporta
con su hijo, la misma perpetua actitud que nuestra madre tenía con nosotros...él eligió a una mujer
que es lo opuesto a nuestra madre, pero permanece atado a esa frustración”).
La mayoría de los entrevistados parecían compartir la idea que de que los puntos de vista de
los otros podían ser aceptados (por ej. “aprendí a aceptar la decisión de los otros, incluso si no estoy
de acuerdo con ellos”). Varios de ellos -seis en total- desarrollaron la capacidad para imaginar
mundos posibles diferentes al actual (“...ya que, de algún modo, me ofrecen una
oportunidad...puedes continuar quedándote donde estás, comportándote como estabas haciéndolo
hasta ahora o decidirte a dar el salto: ambas opciones son correctas”), y parecen haber adquirido una
visión positiva de la vida (por ej. “aprendí a ver las cosas buenas, en vez de lo que está faltando”,
“aprendí a ver el dolor como una experiencia productiva, no sólo como una cosa devastadora”).
Sólo tres personas de ocho mostraron una capacidad relevante de prever el futuro (por ej.
“antes de la terapia tenía miedo del futuro, era en extremo defensivo, siempre preparándome para lo
peor, pero ya no”) y en dos casos encontramos alguna capacidad de contextualizar emociones
(“siento que tengo una mayor capacidad para descifrar mis emociones...ya no tengo memorias tan
malas”).
Hubo una excepción relevante. Un cliente se refirió al desarrollo de un fuerte sentido de
autocontrol, junto a una dependencia respecto del terapeuta, un sentido de sí mismo más individual
que centrado en la relación, junto a una tendencia a privilegiar una profunda exploración de su
interior. Pero fue el único cliente que, después de una terapia sistémica, buscó otro tratamiento,
eligiendo un análisis junguiano. Todas sus reflexiones no se referían a la terapia sistémica, sino que
a su análisis y la relación dependiente que había establecido con su analista: una tecnología
terapéutica diferente estaba en funcionamiento.
Todos los entrevistados sintieron un profundo sentido de cambio. Algunos de ellos dijeron
que habían cambiado gracias a la terapia, otros, en cambio, sólo sintieron que habían cambiado
posteriormente, estableciendo, por lo tanto con un vínculo causal más débil entre el cambio y la
terapia. Todos ellos sintieron que habían logrado un buen grado de autonomía, pero dicha
autonomía parecía diferente de lo que usualmente se considera “autocontrol”. Posiblemente esto se
debe a un sentido de rigidez implícito en el concepto de control; muy distinto del sentido dinámico
del self que se espera que desarrollen en una terapia sistémica.
Fue particular también la reflexión de nuestros entrevistados sobre sí mismos. Resultó
evidente que ellos tendían a reflexionar sobre ellos mismos en términos relacionales. Sin embargo,
hubo discrepancias entre la capacidad de verse en una relación y la capacidad de ver las relaciones
entre otras personas: para ellos, fue más difícil esto último. Podemos preguntarnos si estos
resultados podrían haber sido diferentes para quienes estuvieron en terapia familiar sistémica, donde
las relaciones entre personas pueden ser vistas directamente en la sala de terapia, en vez de ser sólo
pensadas.
Todos ellos compartían una visión de mundo: una que puedo hipotetizar fácilmente no era la
que tenían antes de la terapia. No parecían estar buscando certezas duraderas, más bien aprendieron
a cuestionarse a sí mismos, a vivir con (en) la duda, a aceptar diferentes puntos de vista y a
considerarlos como un recurso, una posibilidad de crecimiento personal, más que como una
limitación. Junto a esta idea, muchos de ellos aceptaron la posibilidad de múltiples versiones de lo
“real”, de acuerdo a lo que puede ser definido como “lógica modal, que admite la existencia de
otros mundos posibles” (Boscolo & Bertrando, 1993, p. 103).
Ahora, a partir de esto, uno podría imaginar que todos los clientes se han vuelto similares,
casi estandarizados. En realidad estas similitudes emergen debido a que estamos observando datos
desde una perspectiva general. Si viéramos más de cerca estas entrevistas individuales, podríamos
ver muchas diferencias. De hecho, la impresión general que tuvimos fue que los diálogos
terapéuticos habían operado en cada uno de ellos de una manera diferente, incluso impredecible. En
algunos de ellos la terapia actuó en una manera generalizada y difusa, en otros actuó poco a poco,
de forma limitada (puedo recordar terapias que fueron efectivas en reducir o incluso eliminar el
problema presentado del paciente, sin convertirse en una tecnología del self). Lo que podría
proponer es que cada cliente adapta a las premisas de una terapia sistémica a su individualidad, de
manera única, siguiendo su propio ritmo, en un proceso constante de evolución y que para muchos
de ellos esto estaba ocurriendo en el momento de la entrevista (e incluso ahora podría seguir
ocurriendo). Los principios sistémicos entran en diálogos terapéuticos de distintas maneras y en
distintas medidas ya que, en el diálogo en vivo, diferentes clientes me permiten hablar y actuar de
diferentes maneras.
De esta manera, un cambio había ocurrido realmente para todos ellos y -aparentemente-
implicaba su percepción o concepciones sobre sí mismos. Aunque el cambio no fue precisamente el
que yo podría prever –si es que hubiera intentado hacerlo-, sino que fue idiosincrático para cada
uno. La transformación no parecía pasajera o superficial, limitada a la adquisición de cierto
conocimiento o técnica. Según mi opinión fue más profunda, modificando -en cierta medida- el
propio modo ser. Esto es, probablemente, el significado del término tecnología del self, en relación
a la terapia sistémica -o probablemente, a cualquier forma de terapia-: crear, para la persona, una
dirección para el desarrollo que, de todos modos, no es una manipulación ni una decidida
influencia. Mis clientes relataron que realmente se sentían más libres que antes, aunque, al mismo
tiempo, se sentían -y probablemente se comportaban- de una manera que podemos considerar “más
sistémica” que antes.
Los resultados de este pequeño estudio apuntan a una dirección precisa. Este proceso de auto
revisión está moldeado por una multiplicidad de factores: características personales y contextos,
pertenecientes a terapeutas y clientes, la estructura teórica del modelo de terapia y, por supuesto, las
prácticas mismas que ponen en marcha. Es difícil distinguir si los cambios que puedo observar en
mis antiguos clientes se deben al modelo, a mi manera de practicarlo o quizás a una predisposición
sistémica que algunos de ellos pudieran haber mostrado desde el principio (algunos clientes me
parecen más ajustados al modelo sistémico que otros). Y no está muy claro cuál es la influencia de
la duración de la terapia -algunos de ellos estuvieron en terapia el doble de tiempo que otros- o la
influencia de haber vivenciado otros modelos terapéuticos y en qué secuencia.
De todos modos, esta especificidad del cambio, única y diferente para cada persona, me hace
pensar que cada uno toma de la terapia lo que puede, lo que significa que -afortunadamente-
ninguna terapia ni terapeuta puede influenciar a la gente como para estandarizarla. Aquí los dos
caminos de la terapia sistémica -entender e influenciar- se encuentran nuevamente. Y sólo se pueden
encontrar dentro de una relación positiva, razonablemente apasionada y al mismo tiempo
respetuosa. En palabras de uno de los antiguos clientes que participaron en la investigación:
“siempre he tenido la sensación que los dos estuviéramos aquí [en terapia] remando en la misma
dirección...”.
Epílogo

Seguimientos
Esta siempre ha sido una de mis preguntas favoritas: ¿qué ocurrió a todas las personas que
aparecen en los casos clínicos presentados en los libros profesionales que he leído? A veces a los
lectores se les da los más finos detalles sobre su destino, a veces se queda en el misterio. Tendemos
a dar por hecho que todos los clientes bendecidos con una aparición en un libro vivieron felices para
siempre, lo que no es necesariamente correcto (yo que me he dedicado a esto, lo tengo más que
claro). Esta es la razón por la cual he decidido dar algunas noticias, al menos sobre los clientes que
he descrito más en estas páginas.
Renzo y Lucía aún están casados -a diez años de nuestro primer encuentro- y, a pesar de las
discusiones ocasionales, alguna frialdad recíproca a veces e incluso una breve aventura extramarital
por parte de Renzo, están de acuerdo que les está yendo razonablemente bien. A veces Renzo aún
tiene reparos respecto a la relación demasiado estrecha entre Lucía y su madre.
Diana dejó la casa de sus padres, vivió por casi un año con Maurizio, lo dejó y se fue a vivir
sola. Se encuentra bien así, se siente más independiente y menos insatisfecha. Se está dando un
tiempo antes de involucrarse en otra relación amorosa. Quiere continuar con la terapia, aunque con
intervalos crecientes entre sesiones. Seguimos encontrándonos.
Luisa y su familia terminaron la terapia un tiempo después. El experimento no tuvo éxito,
como se podía esperar, y continuó arrancándose el pelo, aunque la vida familiar vivió algunos
cambios: las relaciones parecen ser más balanceadas ahora y la tricotilomanía, aunque aún ocurre,
parece disminuir, casi al punto de desaparecer. En general, la familia parece estar cambiando y la
terapia terminó por mutuo acuerdo, dejando para ellos la tarea de completar el cambio.
Pamela y su familia están bastante bien. Amanecer (Dawn) está yendo al jardín infantil de
manera satisfactoria y, a pesar de que Pamela aún necesita ocasionalmente el apoyo de Mónica e
Iria, la atmósfera en la familia parece ser menos claustrofóbica. Mónica e Iria se encuentran menos
enredadas en la red relacional de su lugar de trabajo.
Rosa y su familia aún están en terapia. El proceso es complejo, a veces doloroso -
especialmente para los padres- pero están progresando de todos modos. En este momento Rosa se
encuentra más contactada consigo misma y con nuestra realidad compartida.
Imelda también sigue en terapia (su terapia y la de su familia comenzaron cuando recién
empecé a trabajar en este libro). Sus sesiones eran siempre muy emocionales y apasionadas. Puedo
decir que estamos satisfechos con los logros alcanzados y razonablemente optimistas con el
resultado final.
El caso de Magda es el más complejo de los que presenté acá. Después de las 23 sesiones
que presenté, ella resolvió sus síntomas bulímicos, los cuales desaparecieron para nunca volver. Ella
regresó por otra terapia un año después, con diferentes problemas: se había enamorado de un colega
y estaba profundamente indecisa entre mantenerse en el matrimonio o seguir su amor. Esta vez, a
pesar de nuestros esfuerzos conjuntos, la terapia no pudo serle de utilidad. Después de un año, cayó
en un episodio depresivo severo, después de someterse a un tratamiento farmacológico, que
consideraba una “psicoterapia de apoyo”. Mientras escribo, ella aún está tomando antidepresivos y
su tratamiento psicológico está aún en marcha. Así es que la primera terapia fue exitosa en términos
de resolución de los síntomas -igual que la última-, pero algo quedó algo que no fui capaz de
ayudarla a resolver.
Roberto completó su terapia después de 60 sesiones. Al final parecía aliviado, aunque -en
contraste con Magda- sus síntomas obsesivos siguen presentes, al menos en cierta medida. Pero
declaró que fue capaz de hacerse cargo de ellos (y de sí mismo). Tres años después, se volvió a
presentar en mi oficina. Para mi sorpresa, estaba casi totalmente libre de los síntomas, pero me
pidió una terapia para lidiar con la sensación de insatisfacción en su vida. Peculiarmente, su
segundo esfuerzo terapéutico duró más o menos lo mismo que el primero y tuvo, hasta donde
sabemos, resultados igualmente satisfactorios.
Nicolò terminó su terapia después de tres años, una de las terapias más largas en que he
participado. Siente que los nudos principales en su vida relacional están resueltos y que lo que
queda lo debe resolver solo. Esta impresión se mantiene un año después de la conclusión.
Después de todo, al escribir este epílogo me queda la sensación de un trabajo en proceso.
Algunas terapias terminaron con buenos resultados, es decir, con una percepción compartida de un
buen resultado. Otras fueron menos satisfactorias, lo cual es peor para mis clientes que para mí,
aunque tampoco yo quedo satisfecho. Otras terapias aún continúan, con sus oscilaciones típicas.
Podría haber elegido sólo terapias con un buen resultado –tal como lo han hecho otros terapeutas,
pero ya he tenido bastante de eso- lo que sería injusto, como si tratara de representar una perfección
que no hay. En realidad me guío por los mismos principios en todos mis esfuerzos terapéuticos.
Estos principios no garantizan ningún resultado, sino que simplemente me conducen a través de los
encuentros con mis clientes, dan coherencia a mi pensar y actuar, y me ayudan a reflexionar sobre
lo que he hecho. Para realizar esto, no necesito un resultado “positivo” o “bueno”; ya que a veces he
aprendido más a partir de algo que no ha salido bien -siempre y cuando sea simple de resolver- que
de un éxito. Sólo necesito hacer terapia y ver a mis pacientes día a día.
Pensando en el libro completo, me viene otra sensación: lo que he presentado es
precisamente el modo en que trabajo, mi forma de hacer terapia, con sus fortalezas y debilidades.
Quizás no he descrito precisamente toda la base teórica de mi práctica, pero creo que he subrayado
bastante el modelo que sigo, mi propio modo de problematizar -siguiendo a Foucault por última
vez- lo que veo y hago.
Aún queda algo sin resolver en esta perspectiva: el debate entre el modernismo y el
postmodernismo, entre entender e influenciar, todas las polaridades en las cuales se inscribe mi
práctica. Y supongo que es mejor que queden sin resolver. De este modo, estas polaridades me
llevan a pensar y a reflexionar sobre esta práctica, recordándome que es imposible estar demasiado
contento con la posición de uno cuando se está trabajando en un campo tan desafiante como la
terapia. Me pregunto si alguien más ha quedado intrigado con las preguntas que hice y quizás con
las -muy tentativas- respuestas que he dado a veces. Espero que sea así, ya que de aquí en adelante
depende de ellos.

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