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Siglo XIX: las transformaciones básicas*

Nélida Luna

Los cambios económicos, políticos, sociales, tecnológicos e inclusive artísticos de Europa


durante el siglo XIX consolidaron, con respecto al resto del mundo, una imagen de superio-
ridad sociocultural y económica. Los mismos europeos reafirmaron la creencia en el perma-
nente avance material y moral de la humanidad y a la vez vieron a su cultura como la única
capaz de llevar adelante este proyecto “civilizatorio”.
Estas transformaciones venían del siglo anterior con la Revolución Industrial y la Revolución
Francesa de 1789, que estableció los modelos para las instituciones públicas de la sociedad
burguesa. La idea de que toda actividad comercial debía regirse por las reglas del mercado
bajo la dirección de la burguesía liberal se afianzó, definitivamente, en este período.
La Revolución Industrial: condiciones previas
Es en la Inglaterra del siglo XVIII donde se originó el proceso económico y social que permi-
tió la acumulación de capital para utilizarlo en la reinversión de equipos necesarios para la
industrialización. Entre los antecedentes que posibilitaron esta acumulación encontramos:
la reestructuración del sistema agrícola y las mejoras en el cultivo con enormes beneficios
para los dueños rentistas de los campos. Este hecho provocó la expulsión de los campesinos
pobres y jornaleros agrícolas, que terminaron migrando hacia las zonas urbanas.
El otro factor fue el crecimiento demográfico de la población. Por ejemplo, Inglaterra, pasó
de tener 7,8 millones de habitantes en 1750 a 14,3 millones en 1820 (Atlas Histórico mun-
dial, 1993). Esto por supuesto incentivó el consumo del mercado interno del país. Algunos
historiadores plantean que también fueron relevantes ciertas condiciones externas del país:
la supremacía inglesa en el comercio colonial, el dominio de las rutas marítimas, la posesión
de importantes territorios (India, Australia, América del Norte) y el control de todo inter-
cambio mercantil entre sus posesiones, fueron estratégicos para asegurar mercados y mate-
rias primas de las fábricas inglesas.
El oro y las especias, productos codiciados en los siglos anteriores, habían sido reemplaza-
dos por el azúcar, el té, el tabaco y el algodón. Cultivados en plantaciones sobre la base del
trabajo esclavo, dieron origen al llamado “comercio negrero”. Este adquirió tales dimensio-
nes que historiadores como E. Hobsbawm lo describen como “el comercio exterior más di-
námico y con una contribución significativa al montaje de la Revolución Industrial”. En su
libro Industria e Imperio expresa “en 1780 más de la mitad de los esclavos desarraigados de
África aportaban beneficios a los esclavistas británicos”.
Resulta muy interesante analizar este comercio. La demanda de mano de obra en América,
como consecuencia de la extinción de la población nativa, fue un hecho temprano de la co-
lonización. En la isla La Española cuando arribó Cristóbal Colón en 1492, había 200.000 habi-
tantes; en 1508 quedaban 60.000, y en 1570, sólo 500 nativos. La importación de fuerza de
trabajo africana dio comienzo al comercio triangular de África–América–Europa, convirtién-
dose en una de las empresas más codiciadas por las potencias mercantilistas: Portugal,
Francia, Holanda e Inglaterra, que se disputaban el dominio de las colonias.

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UBA, CBC, Antropología. Cátedra Gravano: Selección de textos.

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Si bien el trabajo forzado con diversas modalidades existió en toda la Antigüedad -en el
Egipto faraónico, en Grecia y en Roma-, la esclavitud en América fue algo más que una insti-
tución. Se constituyó en un sistema de explotación económico, político, social y sexual sobre
la base de la fuerza, la violencia y con una ideología racista. Los esclavos debían borrar su
pasado, su cultura para transformarse en muertos sociales. Con el argumento que las insti-
tuciones serviles eran propias de África, los europeos justificaban la “trata negrera” alegan-
do que compraban los esclavos vendidos por los propios africanos. Estas excusas los exone-
raban de cualquier responsabilidad moral por esta “actividad comercial”. Por supuesto que
no se denunciaban las incesantes amenazas que se hacían a las poblaciones africanas para
responder a las exigencias europeas de constante necesidad de esta “mercancía”.
En las zonas costeras africanas se realizaban verdaderos raptos de personas que se deposi-
taban junto con el stock común en las fortalezas construídas para tal fin. Es que los esclavos
eran considerados una mercancía más, una cosa que se negociaba en el mercado, perdiendo
la condición de humanos. Se afirma que por cada cautivo embarcado en los barcos negreros,
seis o siete africanos perdieron la vida en su tierra por el saqueo, la destrucción y la violen-
cia de los métodos para procurarse esclavos de los europeos; con el agravante que la trata
diezmaba sobre todo a la población joven. Las terribles condiciones del transporte en las
naves negreras hacían que sólo el 50 % de los embarcados lograra sobrevivir. Por estas ra-
zones los demógrafos modernos denuncian que 140 millones de africanos fueron muertos o
vendidos en este comercio, con consecuencias demográficas y políticas, que hicieron a estas
poblaciones muy frágiles y vulnerables a la acción colonizadora posterior. La trata que se
realizó durante cuatro siglos demostró que “la esclavitud no es una categoría moral, es una
institución que garantizaba una fracción importante de la fuerza de trabajo. Mientras esa
fuerza sea necesaria en los proyectos económicos no declinará” (Finley 1982:28).
La industrialización
La industrialización inglesa tiene dos momentos bien definidos. El primero comprende el
período de 1780 a 1840, en el que la producción mecanizada tuvo como motor principal a la
industria textil centrada en el algodón, con materia prima proveniente de las plantaciones
esclavistas del sur de los Estados Unidos. Esta producción se industrializaba en las fábricas
inglesas cuyas innovaciones tecnológicas restringían la mano de obra y abarataban los cos-
tos .Su venta estaba asegurada a los mercados de la India y el Extremo Oriente, pues los
ingleses habían destruído los telares algodoneros de la India, su competidor más relevante
por la calidad superior del algodón. En 1805 dos tercios de la producción inglesa se exporta-
ba.
En esta etapa encontramos una tecnología de bajo costo y de rápida implementación que no reque-
ría de una especialización técnica de sus trabajadores. El afianzamiento de esta producción dio mar-
gen a la utilización de algunas innovaciones propuestas desde el campo científico: se blanquearon y
tiñeron los tejidos, se mejoraron los telares mecánicos, se iluminaron las fábricas con luz a gas, y se
ampliaron las jornadas laborales. El ejemplo algodonero estimuló la industrialización en otras áreas
productivas. En 1779 aparece la hiladora mecánica y en 1781 Watt rediseña el motor de vapor que
es aplicado a las máquinas fabriles, los ferrocarriles y los barcos.
Durante el período 1840–1895 se desarrolla la segunda fase de la industrialización. Comenzó la pro-
ducción masiva de hierro, acero y carbón. Los adelantos científicos en el campo de la fundición de
metales, como el proceso Bessemer para la producción masiva de acero en 1857, permitió el rápido
crecimiento industrial de Alemania y Estados Unidos. El reemplazo de carbón vegetal por el carbón
de piedra (coque) como combustible en la fundición fabril, incrementó la explotación mecanizada en

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las minas y aceleró el desarrollo de la industria pesada.
Resultado de este complejo proceso, fue la mejora de los transportes terrestres y maríti-
mos, ambos indispensables para traer la materia prima y distribuir las manufacturas en el
continente y al resto del mundo, de una manera segura y a bajo costo. El ferrocarril recibió
gran inversión de capital, acelerando su vertiginoso desarrollo. La primera línea ferroviaria
fue la que unió Liverpool con Manchester en 1830, con unos pocos kilómetros de extensión.
En l848 estas líneas férreas tenían una extensión de 8.000 kilómetros, siendo la gran fuente
de empleos y estimulando a toda la economía inglesa que empezaba a mostrar señales de
estancamiento.
Hacia finales del siglo la construcción de ferrocarriles se extendió al extranjero, provocando la ex-
pansión geográfica de la economía capitalista y profundizando las asimetrías y desigualdades entre
las potencias europeas y los países pobres. Otros países se incorporaron a este proceso industrial.
Algunos lo hicieron siguiendo el modelo inglés, otros intentaron otros caminos, como Japón, que en
1868 inicia su industrialización desde estructuras feudales; y Rusia, que con los bolcheviques en el
poder (1917), aceleró la industrialización bajo el modelo estatal soviético.
Formación del capitalismo industrial
El progreso tecnológico industrial, resultado de la segunda etapa de la Revolución Industrial, fue
posible por el sostenimiento de un proyecto económico que estaba basado sobre la idea de conti-
nuidad, permanencia e inevitabilidad del mismo y que necesitaba la adaptación de los diferentes
sectores sociales. Dentro de esta tendencia surge el Banco Central, destinado al control del dinero y
del crédito, donde se venden los bonos del Gobierno, se emite moneda con el respaldo del Estado y
se regula el ritmo y el nivel de la actividad del mercado. La nueva legislación inglesa permite la crea-
ción de las sociedades por acciones de responsabilidad limitada. Esto permitió el crecimiento de las
inversiones, ya que el participante accionario no perdía todo su capital si el proyecto iba a la quiebra
y además, prolongaba la vida de la empresa y del capital. Esto permitió los planes de las empresas
inversionistas en el largo plazo, dentro y fuera del país.
Esta transformación del mercado de capitales proporcionó la base para el crecimiento de un
grupo de rentistas que vivirán del beneficio de estos valores, y serán los típicos representan-
tes de la era victoriana (1837-l901) retratados en muchas novelas de la época.
En el siglo XIX se afianzará este modelo económico cuyas premisas internas serán:
• La expansión constante de la riqueza, es decir: el crecimiento del capital.
• La maximización de las ganancias o su contrapartida minimización de las pérdidas.
• El dominio del mercado comercial.
• El gran impulso a la tecnología
• La concentración del capital.

La ideología burguesa
La Revolución Industrial no significó solamente pasar de los métodos tradicionales de
producción a una fabricación masiva apoyada por la tecnología. Significó además una
corriente de ideas y creencias que sostuvieron, legitimaron y justificaron la transforma-
ción socio-económica producida por la economía capitalista.
La ideología liberal ofreció una perspectiva del mundo social y un programa de acción
como expresión de una clase social, la burguesía, que desde la revolución francesa de
l789 había logrado imponer sus ideas políticas. Inspirados por los pensadores iluministas,

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los liberales ingleses toman la idea de “contrato social” del francés J.J. Rousseau y su teo-
ría de la igualdad de los hombres para construir un ideal de libertad expresado en:
• La libertad individual amparada por los derechos del hombre. Libertad de religión, de
pensamiento.
• La igualdad jurídica para todos (pero no económica ni cultural).
• El Estado constitucional con división de poderes que respaldan y garantizan su acción.
• La participación del ciudadano en la política, con elección de sus representantes en el
Parlamento.
• La libertad económica de la empresa, de la producción, de la asociación de intereses y
empresarial.
• La circulación de mercaderías sin trabas jurídicas.
La aplicación de estas ideas en el campo de la economía, es el Liberalismo económico y
Adam Smith (l723–1790) su constructor. Plantea que con la libre competencia, la división
del trabajo y el libre comercio se lograrán la armonía y la justicia social. Smith escribe que
hay un ordenamiento natural que no necesita el control del Estado. Laissez faire, laissez
passer (dejar hacer, dejar pasar) es su lema y sugiere la posibilidad de un aumento inde-
finido de la riqueza y el bienestar sentando las bases teóricas del capitalismo.
David Ricardo en 1817, en su libro “Principios de economía política”, y la escuela econó-
mica de Manchester completarán este ideario. Ricardo justificando los salarios de ham-
bre que reciben los obreros con el argumento que el trabajo es una mercancía sometida a
la ley de la oferta y la demanda. Y los segundos rechazando los aranceles proteccionistas
sobre los cultivos de las colonias.
Ligado a este ideario, el gobierno subordinó toda su política exterior a los fines económi-
cos y a las presiones del grupo industrializador. Respaldando con campañas bélicas las
exportaciones manufactureras y ocupando con tropas británicas territorios como los de
la India y China: Esto permitó la compra de las materias primas para las fábricas inglesas a
precios bajísimos.
Construída en Gran Bretaña, la economía liberal autorregulada llegará al colapso en 1917,
después de la Gran Guerra (Primera Guerra Mundial) comenzando con la protección esta-
tal de los mercados.
Los cambios sociales de la industrialización
En forma coincidente con la Revolución Industrial se produjo un sostenido incremento
demográfico que algunos autores consideran como una de las condiciones que permitie-
ron o profundizaron este proceso. El tema era preocupante para los analistas ingleses.
Malthus, Spencer, Galton, desde la corriente liberal proponían hipótesis y teorías para
controlar este excedente poblacional, justificando la profundización de las desigualdades
sociales e incrementando el racismo existente.
Son interesantes los resultados de éste salto demográfico. Se inició la urbanización: con
el éxodo rural de los trabajadores agrícolas hacia las ciudades industriales. Este creci-
miento vertiginoso provocó una gran concentración urbana y el hacinamiento de los ha-
bitantes en viviendas baratas, sin servicio públicos, aspirando el hollín del humo fabril
que ennegrecía los edificios y los pulmones de la gente. Estos barrios obreros no tenían

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espacios públicos abiertos, ni plazas o calles con arboleda.
El aumento de la población aportó más consumidores de bienes de consumo básico que
afianzaron el mercado interno. La demanda de alimentos y bebidas crearon las condicio-
nes para su industrialización. La industria cervecera y los molinos harineros fueron de
singular importancia en éste período. La sustitución del trabajo artesanal por la máquina
fabril transformó la vida de los hombres de manera irreconocible, tanto en las relaciones
laborales como en la vida cotidiana.
La difusión de la ética calvinista facilitó una nueva concepción del trabajo, enmarcada en
el énfasis en la laboriosidad, en el ahorro y el afán de lucro, que permitió la formación del
capital privado y de la clase patronal. El trabajo pasa a ser contratado: el obrero vende en
el mercado su fuerza de trabajo y el patrón queda libre de las obligaciones que la ley le
imponía en tiempos preindustriales.
Por su trabajo, el obrero percibe un salario que hasta 1840 será mísero, pues se conside-
raba que el salario no debía estar por encima del nivel de subsistencia. Es que la econo-
mía no basaba su desarrollo sobre la capacidad adquisitiva de los trabajadores, sino en la
capacidad de ampliar el mercado exterior. En consecuencia, en términos generales el
pobre se pauperizó y sus condiciones de vida se deterioraron notablemente.
La expectativa de vida de mediados del siglo XIX era de 24,2 años para los varones en
Manchester y de 20 años en Liverpool (Wrigley 1969:173). Aparece la reacción popular
frente a determinadas situaciones generalmente en los medio urbanos. Con la invasión
del maquinismo el descontento popular se manifestó con la destrucción de las máquinas
(movimiento ludista en Nottingham). Pocos años después, el movimiento liderado por R.
Owen propondrá la no aceptación de la industrialización y el rechazo del modelo capita-
lista, por ser generador de explotación y pobreza; en 1842 se organizará la primera huel-
ga general de trabajadores. En 1838 aparecerá en Inglaterra el primer movimiento políti-
co obrero: los cartistas.
Estas revueltas se extendieron posteriormente por toda la Europa industrial y fueron se-
veramente reprimidas como las jornadas del 25 y 26 de junio de 1848 en París, donde la
insurrección de los trabajadores dejó más de 10.000 muertos.
Un fenómeno emergente de la revolución industrial fue el surgimiento de una clase so-
cial, el proletariado, constituído por trabajadores industriales urbanos, que conscientes
de su explotación crearon un movimiento político y social bajo la inspiración de socialis-
tas y anarquistas (Saint Simón, Marx, Proudhon).
Proletario es aquel que vende su trabajo, produce para el mercado pero depende de los
alimentos, bienes y servicios producidos por otros. Lo que queremos señalar es que el
proceso industrializador separó a la producción del consumo. En épocas preindustriales
se producía para cubrir la subsistencia, siendo casi inexistente el excedente productivo.
La familia extensa tenía a su cargo la producción agrícola; varios miembros de diferentes
generaciones vivían y trabajaban juntos, formando una unidad económica autosuficiente.
Con la industrialización la familia redujo el número de integrantes (familia nuclear), es
despojada de su papel productivo, atendiendo sólo a la reproducción biológica y social de
los individuos.
Cambiaron también los roles familiares, especialmente de la mujer, cuya función fue res-
tringida y confinada a las tareas hogareñas, tareas que a su vez se volverán “invisibles”

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para la sociedad (el ama de casa no trabaja). Por otra parte, debemos considerar que el
trabajo fabril mecanizado es un trabajo repetitivo, uniforme, donde la producción se rea-
liza siguiendo pasos inalterables y sincronizados entre las distintas secciones. El obrero
debe ser capaz de entender las órdenes verbales y escritas, debe obedecer a la disciplina
de la mecanización.
¿Cómo lograr esta conducta en gente no acostumbrada a éste tipo de trabajo? Aplicando
sanciones disciplinarias; por ejemplo, ser arrestados si quebrantan su contrato de traba-
jo, o persuadiendo al individuo por medio de la educación desde épocas tempranas. Des-
de mediados del siglo XIX se popularizan las escuelas públicas, donde los niños aprende-
rán a leer, escribir y también a ser puntuales, obedientes y disciplinados. En la segunda
fase de la industrialización la educación será cada vez más decisiva para el desarrollo in-
dustrial a partir de la demanda del trabajo especializado.
Con la exigencia de la puntualidad, la noción del tiempo adquirió otra dimensión. Se
cambia la organización del tiempo diario que copiaba las horas de la Iglesia. Por ejemplo,
maitines (2-3 hs.), laudes (5-6 hs.), prima (7,30- 8), tercia (hacia las 9), sexta (mediodía),
nona (2-3 de la tarde), vísperas (antes de ponerse el sol), que a su vez variaban de acuer-
do con la época del año. Ahora el tiempo es medido, cronometrado, controlado. Se ter-
mina la idea del tiempo de sucesos, el tiempo cualificado, el de la cuaresma, de la luna
llena, de la parición de los animales. El tiempo capitalista es mensurable, urbano y colec-
tivo, atestiguado por el uso universal del reloj.
La exigencia de la sincronización fabril repercutirá en la vida social, que quedará unifor-
mada y dividida en rutinas idénticas para los momentos de ocio, de las fiestas, de las
compras etc. Pero hay un hecho altamente significativo en el cambio social cotidiano ca-
pitalista: la alimentación. Antes del siglo XIX era impensado comer alimentos cocinados
fuera del hogar. Desde la industrialización de los alimentos, se ha cambiado hasta el con-
cepto mismo de lo que entendemos por alimentos. El producto llega a nuestras manos y
no conocemos ni su origen, ni los elementos que lo componen, ni los conservantes, o
colorantes que se les agregan. Comemos aquello que es anunciado por la propaganda.
Creemos comer, pero ¿nos alimentamos? Parece ser la pregunta actual.
Condiciones de vida durante la revolución industrial
Desde sus inicios las fábricas utilizaron mano de obra femenina y trabajo infantil en exte-
nuantes jornadas de labor de 14 horas de lunes a lunes. Recién en 1843 se implantó la
jornada de 10 horas. Las hilanderías de algodón empleaban frecuentemente a niños de 8
ó 9 años. En la industria textil sólo el
23 % de los obreros eran adultos. La literatura de la época (Ch. Dickens, E. Zola) describe
la enorme miseria de los que vivían en los barrios obreros, así como la gran mortalidad
presente en todas las edades.
Sin embargo, hacía finales del siglo y como consecuencia de las mejoras sanitarias y mé-
dicas implementadas bajo la dirección del Estado y el aumento del valor real del salario,
la calidad de vida mejoró notablemente.
En las últimas décadas del siglo, la llamada “gran depresión,” el aumento de la población
y la incapacidad del sistema de incorporar más trabajadores a la producción, generó una
gran agitación social. Los gobiernos europeos favorecieron los desplazamientos migrato-
rios que operaron como válvula de escape a la presión social. Entre 1846-1875 más de 9

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millones de individuos abandonaron Europa con destino a Estados Unidos, Canadá y
América del Sur.
La creación de las naciones-estado
Uno de los temas surgidos con la revolución francesa fue la necesidad de crear naciones
con un gobierno representativo y democrático. Estados que garantizaran el progreso
económico, el liberalismo y la democracia. A principios del siglo XIX existían pocas nacio-
nes en el continente que respondieran al ideario burgués. Francia, Rusia, Inglaterra, Es-
paña eran consideradas “naciones”: pueblos que ocupaban un territorio definido, tenían
una historia en común, compartían un origen étnico y la misma lengua, pero sobre todo
la integración y unificación de su sistema político garantizaba el desarrollo y sostenimien-
to de un proyecto industrializador y la estabilidad de un mercado indispensable en estos
planes. Es que se sostiene que no hay capitalismo sin Estado. Entonces la meta de la diri-
gencia política liberal fue la reunificación de los pueblos con el argumento ideológico del
nacionalismo.
Se comenzó acentuando la idea de la soberanía nacional, la autonomía e independencia
del pueblo como expresión de libertad. Se exaltaron los valores tradicionales en tanto
elementos diferenciadores y a través de los artistas del movimiento romántico (Stael
Wordsworth, Séller, Keats Byron, Victor Hugo, Wagner), se potenció la tradición, la poesía
popular y las leyendas de los héroes mitológicos. Todo esto quedó plasmado en la pintu-
ra, literatura y la música. Lentamente el nacionalismo se convirtió en el movimiento polí-
tico más importante del siglo. Bajo esta concepción se crearon países como Alemania,
Italia, Grecia, Polonia, Bélgica, donde se desarrollaron la unidad estatal parlamentaria, la
educación popular y el servicio militar obligatorio.
Hacia finales del siglo el nacionalismo se había transformado en una de las bases de la
ideología reaccionaria. Los ideólogos de la derecha francesa e italiana lo utilizaron con el
propósito de enfrentar a los extranjeros, a los progresistas y socialistas, calificándolos de
“traidores” y reclamando para sí el carácter de “patriotas”.
La gran depresión y el imperialismo
A lo largo del siglo aparecerán las crisis cíclicas del capitalismo, siendo la más extensa la
llamada “gran depresión” de 1873 a l896, que afectó a Inglaterra y a otros países capita-
listas con distinta intensidad. Es que el proceso de inflación-sobreproducción-deflación, la
concentración del poder político y económico detentada por una minoría y la pauperiza-
ción del proletariado industrial, estarán presentes a pesar del esfuerzo de los economis-
tas liberales en encontrar soluciones a estas contradicciones internas.
La crisis fue particularmente intensa, pero no afectó a la producción sino a la rentabilidad
capitalista en el largo plazo. Fue producida por un descenso en los precios (deflación, 40
% menos) por reducción de los costos en las materias primas y en las manufacturas como
relata M. Dobb:
“A pesar de los más altos márgenes de beneficio aparecerá una tendencia a un descenso
de la tasa de ganancias por unidad monetaria del capital invertido” (M. Dobb, citado por
E. Menéndez 1968).
Simplificando: la caída de los precios hace que disminuyan los beneficios empresariales;
es decir, baja la tasa de rentabilidad. Los efectos de la gran depresión fueron catastrófi-
cos en determinados sectores de la agricultura campesina que estaban a merced de los

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precios mundiales. Algunos países tomaron una actitud proteccionista, subvencionando a
sus agricultores (EE.UU.), pero otros sólo promocionaron la salida al exterior de sus agri-
cultores, que inmigraron a otros países.
Para resolver ésta crisis se pensó en controlar el mercado, eliminando la competencia a
través del “nacimiento de pocas pero gigantescas empresas industriales, que controlaran
las principales ramas de la actividad productiva” (Lischetti l997:21). Esta tendencia a la
concentración de capital creando los monopolios se venía manifestando desde la segun-
da etapa de la industrialización, ya que los adelantos científico–tecnológicos necesitaban
de gran acumulación de capital.
La segunda instancia pensada para enfrentar la crisis fue la inversión de capital en los
territorios no europeos donde la tierra barata, los salarios bajos y la materia prima de
bajo costo proporcionaban altas tasas de ganancias.
Esta nueva expansión hacia las áreas coloniales en la época de la “gran depresión” inició,
según algunos autores, el Imperialismo. Este fenómeno no era nuevo, lo nuevo lo consti-
tuye la amplitud, el carácter sistemático, la universalidad de la expansión geográfica y los
actores involucrados, que serán grupos privados con gran apoyo gubernamental compi-
tiendo frente a otros rivales económicos. El enfrentamiento y la rivalidad mostrará que
Inglaterra ha perdido su hegemonía económica, ya no es “el taller del mundo” y que
Alemania, Bélgica, Francia, Italia, Rusia, Estados Unidos serán competidores muy impor-
tantes en este reparto colonial.
Otro rasgo interesante es que el imperialismo adoptará diferentes maneras de acuerdo
con las zonas geográfico-políticas en las que intervendrá. En zonas semiexploradas como
África se ejercerá el dominio directo. En otros lugares como en China, los consorcios in-
ternacionales se encargarán de la dirección financiera de estos países. En los países políti-
camente independientes, como los de América del Sur, se hicieron enormes inversiones
en los ferrocarriles, aguas corrientes, usinas eléctricas, que aparentemente traerían el
progreso y terminaron generando una creciente dependencia de los nuevos Estados con
las naciones metropolitanas.
En esta nueva fase del capitalismo la economía capitalista penetró en los rincones más
remotos de la tierra, creando una red de intercambios, de transacciones económicas, de
comunicaciones, de movimientos de productos, dinero y de seres humanos inédita en la
historia profundizando aún más las relaciones asimétricas mundiales. Tal como lo expresa
Peter Worsley:
“El logro europeo de este período… marcó el alba de una nueva era de la historia humana,
caracterizada por un imperialismo de nuevo tipo como respuesta a claras y nuevas pre-
siones económicas y financieras en la propia Europa. Y tuvo lugar como resultado la unifi-
cación del globo en un solo sistema social”.
El imperialismo no sólo unificó política y económicamente al mundo, también lo “occi-
dentalizó”, imponiendo los modos culturales europeos. Fue ampliamente apoyado por las
clases dirigentes y medias europeas, que justificaban la superioridad occidental con la
marcha irresistible del “progreso”.
El reparto colonial del territorio africano
Por nuestra educación eurocéntrica, poco sabemos de la historia africana. Los europeos
no llegaban a sus costas, sí fueron los fenicios, griegos, egipcios y árabes, que en viajes

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marítimos penetraron en el interior del continente. Sabemos que al norte estaba la lla-
mada “África blanca”, bajo dominio árabe desde el año 640, con reinos y ciudades muy
importantes. En el siglo XV al sur del Sahara se describen cuatro reinos: Ghana, Malí,
Songhaí y Kamen, a lo largo de las rutas de caravanas que unen las zonas sudanesas con
Egipto, Libia y Marruecos. Algunas caravanas tenían hasta 25.000 camellos, lo que habla
de la intensidad de éste comercio. Ghana era el centro más importante en el tráfico de
sal, oro y esclavos. Durante la Edad Media fue el principal proveedor de oro del mundo
mediterráneo y los cronistas describen a la ciudad con casas de piedra, casi desconocidas
en Europa.
A finales del XV los portugueses establecen las primeras factorías comerciales, en las islas
y el continente, con una finalidad: abastecer sus barcos con marfil, goma, cera, plumas,
aceite de palma, pimienta y muy especialmente de esclavos. El interés por el comercio
negrero y la resistencia de los pueblos africanos fueron las razones para que el interior
del continente permaneciera inexplorado. Los holandeses, ingleses y franceses que si-
guieron este comercio sólo fundaron establecimientos dedicados casi con exclusividad a
la trata negrera, todos en las zonas costeras africanas. A fines del siglo XVIII, misioneros,
exploradores y científicos se lanzaron sobre el interior africano y voluntariamente o no
abrieron el camino a la penetración colonialista.
En el siglo XIX, obtener el control de las materias primas que eran vitales para el desarro-
llo industrial moderno justificó las razones políticas que se esgrimían para la anexión de
las zonas inexploradas del continente. Por eso las disputas territoriales de las potencias
imperialistas en aquellas zonas donde no se podía demostrar la legitimidad de la ocupa-
ción, requirió de tratados y arreglos, para evitar enfrentamientos militares entre los eu-
ropeos.
Entre los años l884-85 se realizó la Conferencia de Berlín, cuyo fin fue delimitar las “áreas
de influencia” de cada país europeo en África. Sin la presencia africana, asistieron 14 paí-
ses europeos, y finalmente Inglaterra, Francia, Alemania, Bélgica, Italia, Portugal y España
se repartieron el continente, creando nuevas fronteras que dividieron a los pueblos nati-
vos sin tomar en cuenta sus identidades étnicas. La consecuencia fue la enorme dificultad
de integración de la población africana y las luchas étnicas todavía vigentes.
Como en toda la historia colonial, este reparto se llevó a cabo con el empleo de la fuerza,
la presencia de poderosos ejércitos y la utilización del armamento más sofisticado de la
época. Se redujeron a cenizas ciudades y campos, aplastando y humillando a pueblos con
siglos de historia.
Argentina y el imperialismo británico
Podemos decir que recién en el siglo XIX Inglaterra establece relaciones reales con la Ar-
gentina. Como sabemos, durante el dominio español el monopolio económico y el abso-
lutismo impuesto por España impidieron cualquier intercambio comercial legal, restrin-
giéndolo al contrabando. Con el avance de la Revolución Industrial inglesa se intenta la
penetración comercial directa en los dominios españoles y portugueses para conseguir
mercados compradores para sus manufacturas y buscar fuentes seguras de materias pri-
mas. Afianzado el mercado con el Brasil por sus socios portugueses, los productos indus-
triales llegaban a Bs. As. Generalmente por el contrabando.
En dos oportunidades, agosto de 1806 y noviembre de 1807, Inglaterra ensayará estable-

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cer el dominio directo invadiendo Buenos Aires, que tenía entre 45.000 y 60.000 habitan-
tes y cuya ubicación geográfica la había convertido en un centro comercial estratégico
para la distribución de sus manufacturas en el Alto Perú, Chile y Paraguay, remontando
los ríos Paraná o Uruguay.
Durante la ocupación los ingleses intentaron conseguir la libertad de comercio para sus
comerciantes, y se llevaron como botín de guerra el tesoro que el virrey Sobremonte ha-
bía retirado hacia Córdoba. Interceptado en la localidad de Luján, los $ 1.086.208 son
llevados al barco de la Reina. Y jamás devueltos.
Pero lo interesante es que, a pesar de ser expulsados del territorio, en ese período de
ocupación los invasores habían logrado vender artículos por más de 1.000.000 de libras,
lo que constituye un elemento más, para entender porque los ingleses apoyaron activa-
mente el movimiento independentista americano.
Cuando la Primera Junta ocupa el gobierno de Buenos Aires, los ingleses recibieron estos
acontecimientos con gran satisfacción y “una salva de cañonazos de los barcos de guerra
engalanados con banderas que se hallaban en el río dio la bienvenida a la Revolución”
(Ferns l974:84). Lo que no impidió que en julio una comisión de comerciantes ingleses,
presentara sus quejas a la Junta sobre los excesivos aranceles fijados para sus artículos de
algodón. El Triunvirato y la Asamblea de 1813 fijaron las condiciones para la empresa in-
glesa, garantizando su seguridad.
Entre los años 1813-1820, el interior argentino se opuso a la liberación del mercado Sus
caudillos protegían los intereses de los artesanos, comerciantes y hacendados locales. Es
que la manufactura inglesa se vendía a precios atrayentes “los ponchos locales se vendían
a $ 7 y los de Yorkshire a $ 3, lo que aumentó el consumo y aseguró la demanda”
(Puigrós:39). Los británicos nos vendían textiles, lana y algodón y nos compraban cueros,
sebo, cerda, huesos y metálico, que los comerciantes ingleses revendían en otras colonias
(Brasil), lo que nos demuestra que estaban en la primera fase de su desarrollo industrial.
Sobre este tráfico comercial comenzó a desarrollarse en Buenos Aires la comunidad bri-
tánica. En 1807 era de 124 personas, en 1831 habían aumentado a 4072 que crearon or-
ganizaciones cerradas, como la Cámara Comercial Británica de 1811, donde criollos y ex-
tranjeros estaban excluídos.
Pero fue Rivadavia el que impulsó los intereses ingleses en el país. Siendo integrante del
Triunvirato (1812-13) se propuso: “hacer un estado liberal, democrático, secular y civili-
zado”. En la acción de gobierno posterior crea el Banco de Buenos Aires, institución pri-
vada, con 9 directores, 3 de ellos ingleses, y se suponía que el 58% de las acciones perte-
necían a comerciantes de esta nacionalidad.
En 1822 la entidad Baring Brothers le concede un préstamo de $ 5.000.000, para financiar
trabajos portuarios destinados a que los barcos de mayor calado llegaran a las costas y
hacer instalaciones municipales del agua, que era de pésima calidad. Este préstamo fue el
primero de una larga lista y muestra la dependencia económica que se comienza a gestar
en nuestro país a través de inversiones extranjeras en bonos públicos. Otra medida de
Rivadavia fue el fomento de la inmigración preferentemente del norte europeo, y de la
agricultura. Es que la ciudad sufría de un déficit de alimentos como la harina, el azúcar,
los aceites que llegaban por el tráfico comercial extranjero. En 1820 la libra de manteca
costaba más que una oveja y un huevo más que ambas (Scalabrini Ortiz 1935:39).

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Entre 1852-62 las relaciones comerciales y financieras entre ambos países quedaron
completadas. Ferns lo expresa textualmente “la diplomacia británica hubo de participar
hábilmente en la política de la comunidad argentina…si el arte de diplomacia consiste en
inducir a otros a tomar decisiones que uno desea que ellos tomen, los agentes británicos
practicaron ese arte con grandes resultados” (Ferns op.cit:297).
Así, en las presidencias de Urquiza, Mitre, Sarmiento y Avellaneda comienzan a prefigu-
rarse los hechos que terminarán insertando al país en los circuitos internacionales de
producción y consumo. La implementación de un gobierno central moderno y ordenado,
la capitalización de Buenos Aires, fueron medidas que tendían a garantizar al capital ex-
tranjero la seguridad de su inversión. Como también la ocupación del territorio con las
expediciones al Chaco, Formosa y al Sur con la “Campaña al Desierto”, bajo la dirección
del general Julio Roca, que frena el “avance” de los indios, y fija las fronteras internas y
externas del país.
La distribución de las tierras enajenadas por estas expediciones, en manos privadas au-
mentó el latifundio y llevó al gaucho a la situación de peón de estancia o soldado en la
frontera, situación que cuenta el poema Martín Fierro, de José Hernández.
La inmigración extranjera, traída como mano de obra completa este cuadro, que tan bien
sirve a los planes capitalistas ya que absorben el excedente poblacional de una Europa en
crisis.
Pero fue la llamada Generación del 80 la que organizó el proyecto más conveniente para
los planes ingleses. Bajo la presidencia de Roca, Juárez Celman, Pellegrini, la elite gober-
nante, con ideas liberales, europeístas, pero ligados a la tierra, vincularon al país a intere-
ses foráneos. La producción agropecuaria era exportada, y se importaban los productos
elaborados que se consumían en el mercado interno. Este modelo agro-exportador pro-
porcionó lo que Europa necesitaba e Inglaterra distribuyó. Las inversiones de capital en
empréstitos, servicios públicos, tierras y ferrocarriles, hicieron a nuestro país el sexto en
importancia en cuanto al capital invertido. El ferrocarril, en manos de los británicos, fue
el símbolo del progreso. Su trazado radial grafica claramente la importancia de este
transporte en los planes de los agro-exportadores. Se vinculaban las zonas cerealeras y
los frigoríficos, originariamente en manos inglesas, constituyendo la carne el otro rubro
de gran importancia de este intercambio.
Si en lo económico la dependencia argentina se perfilaba con claridad, en lo político no
había intervención directa, pues la diplomacia inglesa prefería ejercer de manera “sutil”
las presiones necesarias al gobierno argentino.
El modelo agroexportador marcó la imposibilidad de concretar el desarrollo industrial del
país, así como se cercenó toda posibilidad de crecimiento del interior, ahogando sus in-
dustrias con las manufacturas importadas, y las sometió a una dependencia económica
de la Capital Federal y el Litoral, ambas privilegiadas por éste modelo.
Los cambios producidos en el mercado mundial después de la Primera Guerra Mundial
significaron la perdida de la vigencia de este modelo en nuestro país, y la presión popular
por la industrialización fue un reclamo imprescindible en las protestas sociales.
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