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La Abeja Republicana, por Carmen

McEvoy
“Si aprendemos las lecciones del pasado quizás podamos construir una república
en la que todos los peruanos se sientan representados pero, lo más importante,
apreciados y amado”.
Conforme a los criterios de

"De esa manera honraremos a quienes trabajaron por el bien del Perú que hoy clama por cuidado y dedicación
para seguir existiendo". (Ilustración: Giovanni Tazza).

Carmen McEvoy
04/04/2021 05H30

Habría que vivir en otra galaxia para no entender que la


independencia peruana es un proceso y exhibe una serie de hitos,
siendo uno de los más importantes la publicación, el 4 de agosto de
1822, de “La Abeja Republicana”. En el mismo año que el motín
contra Bernardo Monteagudo desafió y derrotó el proyecto
protectoral –defensor de una monarquía constitucional–, nació un
bisemanario cuyo objetivo principal fue no escribir para los “sabios”
sino “para el pueblo” en un lenguaje didáctico y sencillo. Porque,
aunque tuvo una vida breve –que transcurrió en medio de la guerra,
la inestabilidad política y la desesperanza–, la “laboriosa abeja” fue el
punto de partida de una extraordinaria revolución comunicacional.
Legándonos un vocabulario y un estilo de propaganda republicana
que todavía resuena a pesar de sus casi doscientos años de vida. Los
meses de popularidad del periódico, que se distribuía en una pequeña
tienda de tabaco y papeles impresos de la calle Bodegones,
coincidieron con la instalación y puesta en marcha del Primer
Congreso Constituyente. Respecto a este hito fundante, que muchos
valoramos y reconocemos, cabe mencionar el impacto que tuvo entre
los testigos de la época. “Jamás ceremonia” alguna produjo en
el Perú “una emoción más intensa”, recordó Germán Leguía y
Martínez. Era como si en ella, proseguía el historiador liberal, se
hubieran encendido “en adoración, en ilusión y en esperanza el alma
de todo un pueblo hondamente impresionado ante una de las más
serias y críticas etapas de su reciente vida”.
La “constitución de la república” inspiró una variedad de discusiones
en “La Abeja Republicana”. El debate abierto al público tuvo que ver
con una necesaria “descolonización de las costumbres” coloniales
(básicamente la transformación del vasallo en ciudadano), pero también
con una idea sumamente novedosa para la época, la pobreza precipitaba a
que los pueblos fueran gobernados por déspotas. Esta temprana conexión
entre el impacto de la carencia material sobre la institucionalidad
republicana sorprende, así como también ocurre con la discusión en torno
a la “empleomania” y la corrupción que se denuncian como ataques de los
“serviles” a la hacienda pública. Alberto Tauro del Pino, uno de los
brillantes miembros de la Comisión del Sesquicentenario a la que nunca
terminaremos de agradecer la publicación de miles de folios de fuentes
primarias de nuestra independencia –entre ellas, “La Abeja Republicana”–,
señala que en las páginas del periódico patriota se defendió la libertad que
la filosofía de la Ilustración reconoció extensible a todos los hombres. Más
allá de las limitaciones de este aserto, en el bisemanario se subrayó la
importancia de las asociaciones (frenos contra el egoísmo), además del
reconocimiento del interés común y la moderación de las pasiones en aras
de sentimientos solidarios que debían beneficiar a la sociedad en su
conjunto. Una riquísima discusión que nació en la adversidad y que
hoy con el apoyo de Petroperú, a quien agradecemos infinito, regresa en
otro momento de prueba para la república peruana.
Cuando empezó la pandemia, el Proyecto Especial Bicentenario,
concretamente su comité editorial ad honorem, se abocó en la tarea de
transformar esta conmemoración (¿quién en su sano juicio puede celebrar
con cien mil muertos?) en una oportunidad de reflexionar sobre las luces y
las sombras de nuestra república. Una primera muestra de este cambio de
rumbo que muy pronto se hará evidente –mediante la publicación de dos
series dedicadas a maestros y escolares, un libro sobre el proceso de la
independencia a lo largo del Perú, la inauguración de la Biblioteca Digital
Bicentenario y la convocatoria a un congreso nacional titulado Repensar la
República– fue “25 ensayos desde la pandemia para imaginar
el Perú Bicentenario”. Ahí escribí unas cuartillas que ahora vienen a
memoria. “Una buena manera de abordar esta ‘conmemoración’ marcada
por la tragedia es regresar al hito fundante: un mundo plagado de
conflictos y problemas… similares a los que estamos viviendo en la
actualidad”. Porque si aprendemos las lecciones del pasado quizás
podamos construir una república en la que todos los peruanos se sientan
representados pero, lo más importante, apreciados y amados. De esa
manera honraremos a quienes trabajaron por el bien del Perú que hoy
clama por cuidado y dedicación para seguir existiendo.
Fiestas Patrias: La historia de cuando el
Perú pudo convertirse en monarquía
José de San Martín propuso la formación de un gobierno independiente, bajo el
sistema de una monarquía constitucional, que tendría a la cabeza un príncipe
europeo. ¿Qué pasó?

La Serna y San Martin.

Redacción EC
28/07/2017 11H14

El 2 de junio de 1821 José de San Martín se reunió con el virrey José de


la Serna, en la hacienda Punchauca, situada en Carabayllo. En esa
entrevista se discutió la forma de gobierno que debía tener el Perú. San
Martín propuso la formación de un gobierno independiente, bajo el sistema
de una monarquía constitucional, que tendría a la cabeza un príncipe
europeo.
—Entrega total—
Según las memorias del general García Gamba, San Martín le hizo una
propuesta que suponía la entrega total de su propio ejército. Textualmente,
según dichas memorias, San Martín planteó: “Que se nombrase una
regencia compuesta por tres individuos, cuyo presidente debía de ser el
general La Serna, con facultad de nombrar uno de sus corregentes y que el
otro lo elegiría San Martín; que esta regencia gobernaría
independientemente el Perú hasta la llegada de un príncipe de la familia
real de España; y que para pedir a ese príncipe, el mismo San Martín se
embarcaría seguidamente para la Península, dejando las tropas de su
mando a las órdenes de la regencia”. La Serna pidió unos días para
estudiar la propuesta con sus generales.
—¿Por qué una monarquía?—

Bernardo Monteagudo, ministro de Estado del protectorado de San Martín


fue el principal ideólogo del plan monárquico. Según el historiador José
Agustín de la Puente Candamo, Monteagudo afirmó que la moral del
pueblo, el estado de su civilización, la distribución de la riqueza, así como
las relaciones entre las clases que forman la sociedad son elementos
importantes para determinar la mejor forma de gobierno. Él pensaba que
en una democracia cada ciudadano precisa formación, preparación y el
hombre peruano que había vivido tantos años bajo el régimen autoritario
del virreinato, no estaba preparado para un uso amplio de sus derechos
políticos.

San Martín no quería una ruptura brusca. Quería negociar y vio que en
Lima había una gran concentración de aristócratas y personas con títulos
de nobleza que podían apoyar su propuesta. Quiso darles importancia y
por eso nombró a varios en puestos públicos y estableció la Orden del Sol
que tenía carácter hereditario. Incluso hay quienes sostienen que el rojo y
blanco de nuestra bandera no son lo de la sangre y la paz sino de la Cruz
de Borgoña, emblema de los reyes Habsburgo.
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—El rechazo—

Al tratar de ganarse a los indígenas y afrodescendientes cuando declaran la


abolición del tributo a la corona española y decretan que los hijos de los
esclavos que se unieran al ejército patriota serían libres, los aristócratas se
enfrentan a San Martín porque temen quedarse sin mano de obra. Ellos
eran los dueños de las tierras alrededor de Lima.

Por otro lado, figuras de la época como José Faustino Sánchez Carrión,
salieron en contra de la propuesta del general argentino. Sánchez Carrión
reconocía que el sistema monárquico era el más sencillo de gobierno, pero
advertía que el monarca impone su voluntad y no forma ciudadanía que
era lo que necesitaba el Perú en ese momento. “Por la blandura de nuestro
carácter seríamos excelentes vasallos y nunca ciudadanos”, manifestó.
—Ejemplos en la actualidad—

Según Francisco Miró Quesada Rada, la monarquía constitucional que


propuso San Martín es la forma de gobierno que tiene España, Gran
Bretaña, Dinamarca, Luxemburgo, Países Bajos (Holanda), Bélgica y
Suecia. También el principado de Andorra, el Estado Vaticano y los
principados de Mónaco y Liechtenstein. “Son las democracias más
liberales de Europa, que se dan el lujo de mantener a sus reyes para
continuar con una remota tradición”, explica.
—No son monarcas absolutos—

En la monarquía constitucional los parlamentarios son elegidos por el


pueblo, pero mantienen la costumbre de la monarquía hereditaria. Todo se
rige por lo que manda la Constitución, pero la Constitución puede cambiar
y, por ejemplo, el pueblo puede decidir si se convierte en república, como
sucedió con el referéndum en Italia en 1948.
—El rechazo—

La idea de San Martín fue finalmente rechazada y La Serna salió de Lima


con su ejército hacia Cusco, donde se resistió a reconocer la independencia
del Perú durante tres años más. Según el historiador José Agustín de la
Puente Candamo, quizás por su carácter reservado o por una estrategia mal
calculada, San Martín nunca presentó su plan de modo claro y completo y
eso generó un clima de incertidumbre y sospechas. Luego con la llegada
de Bolívar finalmente adoptaríamos el sistema republicano.

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—Qué nos dejó—

San Martín creía que luego de tres siglos de dominación española, el Perú
no estaba capacitado para un gobierno democrático y para elegir
libremente a sus representantes. Se fue y ese miedo se terminó haciendo
realidad con la aparición de caudillos que durante muchos años lucharon
por el poder. San Martín se fue del Perú, pero dejó instalado el Primer
Congreso Constituyente que se eligió libremente.
El camino a la independencia, ¿cómo
inició la expedición de San Martín hace
200 años?
La historiadora Carmen Mc Evoy escribe sobre el proceso (plagado de
inconvenientes) que terminó con la independencia del Perú y de América del Sur.

Fotocomposición de Rolando Pinillos Romero

Carmen McEvoy
27/11/2019 14H49 - ACTUALIZADO A 27/11/2019 15H09

“La expedición destinada al Perú va a afianzar la libertad de la América


del Sur; mientras los tiranos dominen ese territorio, la suerte de Buenos
Aires y de Chile debe ser vacilante”, escribió en 1820, desde Bogotá, el
presidente Francisco de Paula Santander. Para el hombre que organizó la
campaña de la resistencia contra la reconquista española y consiguió la
libertad definitiva de Nueva Granada, la emancipación del más importante
bastión realista del Pacífico Sur era una tarea ineludible. Y así se lo hizo
saber a su homólogo Bernardo O’Higgins en una carta de felicitación y
apoyo con motivo de la partida de Valparaíso de una flota encargada de
llevar adelante una operación militar anfibia, inédita en la historia de las
jóvenes repúblicas sudamericanas. A pesar de que Lima —sede
del virreinato del Perú— era el objetivo político de los expedicionarios, la
causa de la libertad no sería posible sin el despliegue del poderío rebelde
en los Andes peruanos, situación que obligó al establecimiento de alianzas
estratégicas con los patriotas provincianos.

—El principio del fin—


La Expedición Libertadora del Perú (institucionalizada en Chile
mediante decreto del Congreso del 19 de mayo de 1820) fue una empresa
político-militar que movilizó ingentes recursos materiales. Contó con el
apoyo económico y moral de importantes líderes americanos, y fue
Bernardo O’Higgins su mayor promotor.
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Existía un claro consenso entre el comando patriota de que la gesta


independentista no debía estar circunscrita a estrechos límites nacionales,
más aún cuando estos no se encontraban claramente definidos, ni a nivel
cartográfico ni en el imaginario de los habitantes del viejo imperio global.

En 1820 los ojos del mundo se posaron, al menos por un momento, en un


grupo de jóvenes repúblicas que se apoyaron, mutuamente, en la gesta y
consolidación de su independencia. Para ello contaban con un viejo lobo
de mar, como el marino escocés Lord Cochrane, quien desde noviembre de
1819 comandó una avanzada naval que inició su reconocimiento de la
costa peruana e incluso desembarcó en el puerto de Santa para establecer
contactos, explorar el terreno, conseguir provisiones para la tropa y
analizar las posibilidades de futuros desembarcos.
Resulta más que evidente que sin el apoyo de múltiples maquinarias
locales este tremendo esfuerzo transnacional hubiera sido en vano. La
imbricación de diversos planos (nacional-regional-local) y de múltiples
intereses constituye la trama principal de una fascinante travesía —
material y simbólica— que se inicia en La Moneda y va expandiendo su
radio de acción a villas, pueblos y provincias del Perú, algunas de las
cuales irán proclamando su independencia con el respaldo —al menos
simbólico— de repúblicas vecinas, siendo Supe un caso bastante temprano
en dicha tendencia.

—O’Higgins y San Martín—


Chile, que asumió el liderazgo y la responsabilidad política de la
expedición, debió convocar a su Congreso para solicitar el permiso y las
instrucciones para los expedicionarios. Trámite nada fácil para una
república recién salida de una guerra de liberación propia el levantar los
fondos para una campaña en la que nuevamente se desafiaba abiertamente
al poder imperial asentado en Lima.

Es importante recordar que las negociaciones para movilizar a miles de


hombres al Perú se iniciaron después del triunfo de Maipú, el 5 de abril de
1818, y la instauración del Gobierno chileno, confiado al director supremo
Bernardo O’Higgins. Fue el quien apoyó a su aliado militar José de San
Martín en la iniciativa de encauzar la guerra revolucionaria, esta vez hacia
el virreinato peruano.

El camino de esta empresa que involucró a dos viejos aliados militares —


además de miembros de la Logia Lautaro— estuvo plagado de
inconvenientes. Las larguísimas negociaciones de San Martín con Buenos
Aires y Santiago, su malestar ante el nombramiento de Cochrane como
jefe de la escuadra, pasando por su dependencia económica del gobierno
de Chile —cuyo mandatario debía de lidiar con los avatares de la política
interna—, desembocarán más adelante en su desafío a su socio. Se nombró
“protector del Perú” y contravino así lo estipulado en las instrucciones
sancionadas por el Congreso.

Este cambio súbito y “enigmático”, como muy bien señala Ana María
Stuven, causará un grave daño a O’Higgins, quien, ante los desarrollos
políticos en Lima, recibirá el ataque de sus opositores, los que más
adelante forzarán su salida del Gobierno chileno y su exilio al Perú.
Bernardo de Monteagudo, mano derecha de San Martín, boletinero de la
expedición y defensor de su proyecto monárquico en la Sociedad
Patriótica de Lima, recordó en uno de sus escritos que existían las “causas
de las causas”, refiriéndose a cadenas de acontecimientos difíciles de
controlar. En ese sentido, la contingencia del “momento expedicionario”
fue creando múltiples escenarios que muy pocos imaginaron cuando
partieron de Valparaíso con rumbo a la bahía de Paracas.

—La primera proclama—


Con el rango de capitán general del Ejército de Chile, José de San Martín
zarpó el 20 de agosto de 1820 de Valparaíso junto con seis mil hombres y
25 navíos, ocho de guerra y 17 de transporte. El comando de la escuadra,
que enfiló rumbo al norte, estaba a cargo de Lord Cochrane, quien estuvo
acompañado por un contingente importante de súbditos británicos,
encargados de los aspectos navales de esta notable empresa anfibia. A su
llegada a Pisco, donde instaló el cuartel del Ejército Libertador, el veterano
de decenas de batallas políticas y militares emitió su primera proclama,
fechada el 8 de setiembre de 1820: “Compatriotas”, se dirige a los
peruanos para recordarles que “el último virrey del Perú” hacía infinidad
de esfuerzos para “prolongar su decrépita autoridad” en el último bastión
imperial. Sin embargo y a pesar de ello, “el tiempo de la impostura y del
engaño, de la opresión y de la fuerza” estaba llegando a su fin.

“Yo vengo a poner término a esa época de dolor y humillación. Esto es el


voto del Ejército Libertador”. San Martín no intuyó los nuevos retos que
enfrentaría en el Perú, no solo a nivel militar, sino, principalmente, en la
esfera de la política. Y mucho menos este hombre nacido en Misiones y
formado en España logró prever que un general caraqueño, Simón Bolívar,
tomaría la posta de su obra para dar en Ayacucho (1824) el puntillazo final
al imperio donde jamás se ponía el sol.

Lo inconcluso de su gesta no debe hacernos olvidar al menos dos hechos


concretos: primero, la magnitud de una obra colectiva —en la que se
vieron involucrados miles de peruanos—; y segundo, la voluntad,
convicción y determinación que se demandaron de una empresa
transnacional para conmover profundamente los cimientos de una
estructura política secular. La que fue desafiada por una escuadra
republicana cuyos gestores entendieron tempranamente de geopolítica,
pero también atendieron el llamado de la historia, inscrita en esa frase de
Tom Paine (“los tiempos nos han encontrado”) que ya circulaba en los
panfletos de una Lima sitiada por las fuerzas expedicionarias.

Y vaya si este encuentro entre necesidad histórica y oportunidad política


fue en verdad excepcional y, con todas sus limitaciones del caso, digno de
rememorar y celebrar. Especialmente en estos tiempos en que la
ciudadanía de nuestra región reclama por una redefinición de un pacto
republicano, que nació en el lejano siglo XIX prometiendo igualdad,
justicia, bienestar y felicidad que todavía no llegan a todos.
¿Cuál fue la importancia de las logias?
Responde el historiador Gabriel Cid: “Las logias y sociedades patrióticas
se convirtieron en una maquinaria política itinerante altamente funcional
para una revolución de dimensiones atlánticas. En efecto, en ausencia de
partidos políticos este tipo de sociedades secretas vino a cumplir un rol
necesario dada la envergadura de la empresa independentista. Entre sus
funciones se cuentan la formación de cuadros políticos y militares; una
acción política coherente y de alcance continental; y, por último, su
capacidad para surtir cuadros burocráticos ideológicamente afines a la
institucionalidad de las nuevas naciones. En ese sentido, eran
sociabilidades que tenían la capacidad de migrar con la guerra e instituir
en los nuevos territorios una nueva administración política. Así estas
sociedades, originalmente fundadas en Cádiz y Londres, a fines del siglo
XVIII, cruzaron el Atlántico hasta el Río de la Plata y después arribaron a
Santiago y Lima”.

El papel de San Martín


Responde la historiadora Beatriz Bragoni: “La firme convicción de San
Martín por la causa de América se puso de manifiesto en 1816 cuando
condicionó su obediencia al gobierno de las Provincias Unidas a la reunión
de un congreso soberano y a la declaración de la independencia como
requisito primordial para modificar el carácter de la guerra contra las
fuerzas realistas, y reorientar la estrategia militar por fuera de la
jurisdicción rioplatense.

Esa empresa exigía formar un ejército profesionalizado, bien pagado,


disciplinado y entrenado para cruzar el macizo andino y librar una sola
batalla al pie de la cordillera. Esa construcción de poder local se tradujo en
la reunión de recursos e información, el reclutamiento y entrenamiento
militar, el regular control de la población, y el conocimiento preciso de
huellas, aguadas y pasos cordilleranos.

Asimismo, el manejo de la opinión mediante líderes comunitarios, la red


de espías afines a la causa esparcida tras la cordillera y el modo de limitar
o vetar a sus adversarios constituyen evidencias de un ejercicio político
basado en el cálculo, la oportunidad y en una extraordinaria osadía. Una
sincronía de acciones que permite apreciar una ingeniería no solo militar
sino sobre todo política. Una política impulsada, sin duda, por el
patriotismo revolucionario que habría de reeditarse en la expedición
libertadora al Perú. La desvinculación de San Martín de las autoridades
rioplatenses en 1820 introdujo más de un dilema al desempeño del ejército
en el Perú, y gravitaría decisivamente en la abdicación del protector en
1822 sin haber consolidado la extinción del poder colonial en América del
sur”.
COLUMNISTAS
/ Opinión

Maestro de una república naciente, por


Carmen McEvoy
“Uno de los más emocionados con el poderoso ritual mediante el cual se daba
término al Protectorado y, acto seguido, la soberanía retornaba a los
representantes peruanos fue Toribio Rodríguez de Mendoza”.
Conforme a los criterios de

"Los tiempos del rectorado de Rodríguez de Mendoza fueron difíciles, pero es muy probable que la lectura de
los clásicos que tanto él como sus estudiantes admiraban les haya servido de guía y consuelo". (Foto: Difusión)

Carmen McEvoy
14/11/2021 05H31

A las seis en punto de la mañana del 20 de setiembre de 1822 miles de


limeños despertaron al estruendo de sucesivas salvas de cañonazos que
“saludaban” el nacimiento de “la nación peruana” en su etapa
republicana. El ambiente era festivo en todos los barrios y parroquias
de la ciudad, muchos de cuyos vecinos llegaron en “corporaciones” a
la Plaza Mayor con la finalidad de ver el desfile de los “representantes
nacionales” al Congreso Constituyente que se inauguraba. A las diez
en punto apareció el general San Martín para unirse a la gran
comitiva de los diputados peruanos que desfilaron hacia la catedral de
la llamada “Ciudad de los Libres”.
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Las notas del Himno Nacional acompañaron la entrada de las autoridades


al recinto sagrado en cuyo altar destacaba, rodeada de cuatro cirios, la
Biblia, sobre la cual los constituyentes jurarían respetar y defender a la
república, sus leyes e instituciones. Jamás ceremonia alguna produjo en el
Perú “una emoción más intensa” recordó Germán Leguía y Martínez años
después.

Uno de los más emocionados con el poderoso ritual mediante el cual se


daba término al Protectorado y, acto seguido, la soberanía retornaba a los
representantes peruanos fue Toribio Rodríguez de Mendoza, maestro en
el Convictorio de San Carlos de treinta y cinco de los flamantes
representantes de la naciente república del Perú. El Bacon peruano (como
se le conocía) es considerado pionero de los estudios humanísticos y
científicos además de “maestro de peruanidad”. Ello porque batalló por
modernizar la educación en el Convictorio de San Carlos (1785-1817),
mediante el impulso de los estudios de Botánica, Química y Mineralogía.
Su objetivo, según sus palabras, fue crear “una ciencia directa y
nacionalista aplicada” a la “realidad” del Perú. No nos sorprende viniendo
de uno de animadores del Mercurio Peruano, el cual surge cuando la
‘intelligentzia’ nativa no solo producía conocimiento, sino que lo
exportaba, como fue el caso de José Gregorio Paredes, otro alumno de
Rodríguez, quien llevó la tecnología del anfiteatro anatómico fernandino a
Santiago.
Los tiempos del rectorado de Rodríguez de Mendoza fueron difíciles,
pero es muy probable que la lectura de los clásicos que tanto él como sus
estudiantes admiraban les haya servido de guía y consuelo. Cabe recordar
que durante su prolongada administración tuvo lugar no solo la
Revolución Francesa, que terminó con la caída de la monarquía francesa,
sino también el movimiento juntista americano. En ese contexto, el Perú se
convirtió en el foco de la reacción absolutista, la que fue corporizada en la
figura del todopoderoso virrey Abascal. Este inició una política represiva,
y el Convictorio de San Carlos junto a su rector fueron sometidos a una
estricta vigilancia. Por creerlo un simpatizante de las ideas libertarias y a
San Carlos un foco insurrecto el virrey ordenó una visita de inspección al
centro de estudios. Temeroso de poner en peligro la buena marcha de la
institución que transformó el mundo académico virreinal, dotándolo de un
espíritu crítico, Rodríguez de Mendoza presentó su renuncia irrevocable
al rectorado el 13 de mayo de 1817. Los ideales patrióticos del
consecuente maestro se fortalecieron con la llegada de la noticia de que
una expedición naval se preparaba para liberar al Perú. Cuando el ejército
libertador ocupó Lima en julio de 1821, Rodríguez de Mendoza fue uno de
los primeros en firmar el Acta de Independencia. En 1822 fue asociado a
la Orden del Sol y a la Sociedad Patriótica de Lima y luego de la partida
del general San Martín presidió las sesiones preparatorias del Primer
Congreso Constituyente donde su ecuanimidad y sabiduría inspiraron a sus
discípulos.
Tiempo después falleció mientras ocupaba el rectorado de la Universidad
Nacional Mayor de San Marcos. Ahora que una moneda emitida por el
BCR conmemora la vida y obra de un insigne profesor chachapoyano es
importante recordar que la república peruana nació legalmente en 1822 y
que existieron muchos compatriotas probos que la dignificaron. No lo
olvidemos en momentos en que los “refundadores” no dan crédito a los
grandes, a los que forjaron la república con luces, sombras y deudas
pendientes como la justicia y la igualdad.
Carmen McEvoy

Pregúnteselo a Bolívar
“Lo que millones de ciudadanos honestos demandamos es un liderazgo patriótico
que eleve al Perú para conducirlo por el camino del bienestar, material y moral,
que su grandeza merece”.
16/10/2022 05H32 - ACTUALIZADO A 16/10/2022 05H32
Hace pocos días nuestro representante ante la OEA evadió a un
periodista que le solicitaba su opinión respecto a la indefendible
presidencia de Pedro Castillo. La recomendación puntual de Harold
Forsyth fue que dirigiera sus cuestionamientos a Simón Bolívar, cuya
estatua adorna el parque del Congreso en el que ocurrió el extraño
diálogo. A partir de esa suerte de acertijo distractivo, “Pregúnteselo a
Bolívar”, vino a mi memoria el análisis lapidario del caraqueño
respecto al “nudo del imperio”, que tanto él como su ejército
grancolombiano intentaron infructuosamente desatar. “La cuestión
del Perú es, como decía de Pradt hablando de los negros de Haití, tan
intrincada y horrible que, por donde quiera que se le considere, no
presenta más que horrores y desgracias y ninguna esperanza, sea en
manos de los españoles o en manos de los peruanos”.
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La lectura de la realidad política peruana, cuya estabilidad era


constantemente desbaratada por sus bandos en conflicto, resultó precisa y,
si se tiene en consideración las guerras civiles por venir, hasta profética.
Ello no sorprende proviniendo de un político experimentado
como Bolívar, que definió al Perú como un “campo de Agramante” en el
que los patriotas, a pesar de tener a los realistas y a la peste al frente, no
llegaban a acuerdos mínimos. Opinión que, aunque certera, no debe
hacernos olvidar de la participación directa del discípulo de Simón
Rodríguez en el desbarajuste político, que antecedió y sucedió al
nacimiento de nuestra república. Porque las vanguardias bolivarianas
llegaron con el encargo de promover la división entre los peruanos,
fomentando incluso la traición y la delación entre quienes fueron enemigos
jurados de una política de exaltación personal. En un escenario en el que el
objetivo final era obtener la dictadura suprema, todo estaba autorizado,
incluida la muerte física o simbólica del adversario. Eso no fue todo, la
correspondencia entre Bolívar y Francisco de Paula Santander, solicitando
desesperadamente que se mantuviera en el Perú a los soldados
grancolombianos desmovilizados con la finalidad de evitar la anarquía en
su lugar de origen, evidencia la toxicidad, propia y extraña, con la que
nacimos a nuestra vida independiente.
En “Patrias Andinas, patrias citadinas: episodios de una República
naciente” (Planeta, 2022) –un trabajo colectivo donde Gustavo Montoya y
yo viajamos a los orígenes de la tortuosa cultura política peruana– se
analizan algunas claves, entre ellas la traición, en un escenario de lucha
brutal por el poder. Ahí se ensaya, también, la viralización de noticias
falsas para descolocar y menoscabar al oponente. En efecto, a Lima y a sus
“plumíferos y publicistas” se les asignó la tarea de crear una “niebla de la
guerra” que confundía a las mentes más ecuánimes. Considerando este
modelo binario en el que “el otro enemigo” deberá ser destruido, apelar a
la memoria colectiva constituye un ejercicio de sobrevivencia para una
república desquiciada y a punto de implosionar, como es el caso de la
nuestra. Porque luego de la denuncia constitucional contra el presidente
Castillo y las violaciones sexuales en el Congreso y en el ‘Pentagonito’,
tan solo nos falta una balacera en el salón de los espejos de Palacio de
Gobierno para completar la trilogía del horror; pan de cada día de un país
sufriente que enterró más de 300 mil muertos por el COVID-19.
El concepto del “Estado como botín”, una tradición heredada y llevada a
los límites de la desfachatez y el cinismo por la actual administración, se
instala tempranamente al igual que la traición y el “cambiamiento” (golpe
de Estado) con una variedad de ficciones que lo avalan. Con la finalidad
de deshacerse de los inquilinos de Palacio de Gobierno, que perturban la
llegada de nuevas oleadas de vampiros ansiosos de nutrirse de la prebenda
estatal, se irá forjando ese mecanismo que aún pulveriza recursos y nos
degrada como sociedad. Existen batallones de buenos servidores públicos
resguardando, con coraje, el bien común, pero lo que finalmente se impone
es la rapacidad ilimitada y, a su lado, la mentira justificatoria. Por eso,
cuando escuchamos al presidente Castillo declarar que está dispuesto a que
su sangre “corra por la calle en beneficio del pueblo” le recordamos
respetuosamente que lo que esta república agónica realmente requiere no
es más drama y mucho menos declaraciones huecas y altisonantes. Lo que
millones de ciudadanos honestos demandamos es un liderazgo patriótico
que eleve al Perú para conducirlo por el camino del bienestar, material y
moral, que su grandeza merece.
Bicentenario del motín de Balconcillo
En respuesta a una enérgica proclama del ejército peruano al Congreso, el 28 de
febrero de 1823 se nombró a José de la Riva Agüero presidente del Perú.
¿Imposición o golpe de Estado?
 Marchas en Lima: ¿cómo era una huelga de tranvía durante el ‘oncenio’ de Leguía?
 “Teatro Peruano de la Independencia”: Un podcast para reflexionar la construcción de
la peruanidad en las tablas

Héctor López Martínez

28/02/2023 11H45

El 20 de setiembre de 1822 se instaló el primer Congreso Constituyente


ante el cual el generalísimo José de San Martín presentó su dimisión como
Protector del Perú, retirándose inmediatamente del recinto parlamentario
para marcharse, horas más tarde, del Perú. El Congreso asumió también
las funciones de Poder Ejecutivo y, para ello, creó una Junta Gubernativa
integrada por los diputados José de La Mar, Manuel Salazar y Baquíjano y
Felipe Antonio Alvarado. Lo indiscutiblemente prioritario era continuar la
guerra contra los realistas. Se organizó la Primera Expedición a los puertos
intermedios al mando del general Rudecindo Alvarado, que zarpó del
Callao los primeros días de octubre de ese año. Esta fuerza, enviada por
mar, debía contar con el apoyo de otra que marcharía inmediatamente por
tierra, lo cual no tuvo lugar. La consecuencia fue que Alvarado y sus
hombres sufrieron severas derrotas en Tacna y Moquegua en enero y
febrero de 1823.

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Ante tal estado de cosas los más importantes jefes del ejército peruano,
acantonado en Balconcillo, hicieron público su total descontento contra el
Congreso y la Junta Gubernativa. “El ejército está dispuesto a sacrificarse
enteramente por la gloriosa lucha que sostiene la América para sustraerse
de la tiranía –decía el documento– y, por consiguiente, no ha podido ser un
mero espectador de la apatía e indiferencia que advierten, en
circunstancias las más críticas en que jamás se ha visto el Perú, desde que
dio el sagrado grito de libertad”. Se había efectuado un pronunciamiento,
cuyo antecedente, tan solo cronológico, fue el Motín de Aznapuquio, en el
valle de Chillón, que tuvo lugar el 29 de enero de 1821 cuando el general
José de La Serna con el respaldo del ejército realista depuso al virrey
Joaquín de la Pezuela sustituyéndolo en el cargo.

El 27 de febrero la oficialidad peruana en Balconcillo se pronunció a


través de la proclama ya glosada en la que, además, exigía la separación de
Poderes, el cese de la Junta Gubernativa, cuyas características eran “la
lentitud e irresolución”, y en vez de ella se designara un presidente de la
República. “El señor coronel don José de la Riva Agüero parece ser el
indicado para merecer la elección de vuestra soberanía: su patriotismo tan
conocido, su constancia, sus talentos y todas sus virtudes garantizan su
nombramiento del jefe que necesitamos”. Los generales Arenales,
Gamarra, Santa Cruz, Gutiérrez de la Fuente y la oficialidad en general
estaban decididos a que su petición fuera aceptada. El Congreso, débil,
confuso y dividido, tuvo que aceptar y el 28 de febrero nombró a Riva
Agüero presidente de la República. Pocos días más tarde, el 4 de marzo, en
un vertiginoso ascenso, Riva Agüero fue convertido en gran mariscal de
los ejércitos. Recibía dicha jerarquía para que nadie pudiera disputarle el
poder. Dicha situación, como es comprensible, trajo entonces y hasta el
presente intensa polémica. Un civil se había convertido en mariscal. El
nuevo estado de cosas fue bien recibido en la parte del país libre ya de la
presencia realista. Dice la historiadora Elizabeth Hernández García, que
Riva Agüero estaba en la cúspide de la política, pero llegar allí “se lo debía
a una medida de fuerza, contundente y efectiva, de sometimiento del
congreso; el descontento, la impotencia y el resentimiento perdurable de
muchos de sus miembros fue la variable que Riva Agüero fue incapaz de
controlar…”.

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José Agustín de la Puente Candamo escribió que José de la Riva Agüero


añadía a sus servicios a la Independencia su aptitud para el mando, su
personalidad y su sentido práctico. Pero recuerda también que su mandato
se debió a una imposición militar sobre el Congreso y eso fue uno de los
elementos que contribuyeron a la anarquía que se desató en 1823, nuestro
año terrible, en el que los peruanos dimos el doloroso espectáculo de no
poder resolver nuestros problemas y entregamos el poder omnímodo a
Simón Bolívar.

Diremos, finalmente, que el golpe de Estado, expresión surgida en Francia


en 1639, difiere del pronunciamiento, que se dio repetidamente en nuestro
país en el siglo XIX, y ha variado mucho con el tiempo. Actualmente
podemos definir golpe de Estado como un cambio violento de gobierno
que se realiza violando las normas constitucionales y cuyos actores y
beneficiarios son los propios gobernantes. Hay infinidad de formas en que
se puede dar un golpe de Estado. En 1931 el talentoso y polémico filósofo
italiano Curzio Malaparte escribió un libro titulado “Técnica del golpe de
Estado”, que alcanzó gran popularidad. Allí se explicaba todos los pasos
que dio Benito Mussolini para consolidarse en el poder. Malaparte dice
que la insurrección, el golpe, debe ser dirigido por políticos
intelectualmente solventes, con experiencia y otras capacidades, ya que un
golpe de Estado es una especie de máquina y se necesita técnicos para
ponerla en movimiento. Por esta razón los golpes de Estado que realizan
personas que no poseen las cualidades señaladas por Malaparte están
condenados al más rotundo fracaso.
El caótico nacimiento de una nación
Los historiadores Carmen McEvoy y Gustavo Montoya abordan la violenta y
anárquica década de 1820 para contar la independencia desde adentro, desde las
confabulaciones, dudas y esperanzas de sus propios actores.
 La lucha por la independencia en las tablas
 “Ponchos de Libertador”: exposición que rescata una prenda que se convirtió en
símbolo de tradición y libertad

Ilustración: Giovanni Tazza, Editorial Planeta.

/ Ilustraciones .

Jorge Paredes Laos

10/10/2022 17H29

En la primavera de 1822 grandes nubarrones ensombrecían el proceso


de independencia. San Martín había dejado el Perú y el flamante
Congreso Constituyente, liderado por una junta gubernativa, se
debatía en pugnas internas. Entonces, se decidió organizar la campaña
de puertos intermedios para intentar poner punto final al cada vez
más fortalecido dominio español en el sur. El objetivo era atacar a los
realistas desde las costas, entre Arequipa y Tarapacá, mientras un
ejército por tierra los cercaría por la sierra central. El 10 de octubre,
partió del Callao la expedición de seis embarcaciones y más de 5.000
hombres. Pero, pronto, la inexperiencia de la tripulación y las
indecisiones de los altos mandos hicieron fracasar la campaña. Tras
dos derrotas en Torata y Moquegua (19 y 21 de enero de 1823,
respectivamente), la escuadra patriota quedó reducida a un escaso
centenar de sobrevivientes. Hubo deserciones de mandos y soldados
impagos deambulando por Lima, en medio de una lluvia de críticas.
Era el clima perfecto para urdir el primer golpe de Estado de la república
naciente. Entonces, Agustín Gamarra y Andrés de Santa Cruz se
amotinaron y forzaron la salida de José de la Mar, titular de la junta
gubernativa, e impusieron a Riva Agüero como presidente. Así nacían el
caudillismo en medio de la guerra y una cultura política caracterizada por
la toma del Estado como botín. Los historiadores Carmen McEvoy y
Gustavo Montoya han usado el término ‘cambiamiento’ para definir esas
asonadas constantes en esa década, que fueron un preludio de lo que
vendría en años posteriores. Así lo explican en “Patrias andinas, patrias
citadinas”, un libro en el que desmenuzan los intereses encontrados, los
complots, las intrigas, pero también las lealtades y los grandes propósitos
de los primeros republicanos, así como el compromiso de una plebe
afrodescendiente, indígena y andina que apostaba por la libertad. Todo ello
en la turbulenta década de 1820, cuando el Perú pasó del virreinato a la
anarquía.

A saber
Colaboración editorial
El libro “Patrias andinas, patrias citadinas”, escrito a cuatro manos por Carmen
McEvoy y Gustavo Montoya ha sido editado por Crítica, sello de editorial Planeta.
Sus fuentes se basan, sobre todo, en la colección documental –más de 100
volúmenes– del sesquicentenario de la independencia. 

Los autores de esta publicación: los historiadores Gustavo Montoya y Carmen McEvoy.

Todas las fuerzas


“El cambiamiento –afirma Mc Evoy– es un modelo importado que viene
con esos oficiales españoles (La Serna, Canterac, Valdés) que dieron el
golpe al virrey Pezuela en 1821 y dejaron un mecanismo que se va
perfeccionando a lo largo de una década y finalmente se nacionaliza en
manos de los caudillos, quienes se deshacen de autoridades con la
validación extralegal de un golpe de Estado en el que el presidente elegido
no puede defenderse y es subido a un barco y enviado a la muerte”. La
historiadora se refiere a lo sucedido con el propio La Mar en junio de
1829.

“Patrias andinas, patrias citadinas” apunta también a relatar desde adentro


el proceso independentista. Gustavo Montoya destaca lo siguiente:
“Hemos descubierto algo que ningún libro de historia dedicado a esta
época había mostrado: en este período los pueblos se organizan en
montoneras y milicias y van gestando el proyecto de liberar Lima del
gobierno virreinal. Ocurren mil cosas. Hay un ambiente de efervescencia
indudable y hemos querido transmitir este escenario. Con esto estamos
rebatiendo una tesis que ha tenido cincuenta años de vigencia y que habla
de la independencia concedida, no hay tal cosa. Hemos reconstruido cómo
se movilizan en el norte esclavos, campesinos… Son tantos que en un
momento San Martín dice ‘ya es demasiado’”.
Es un momento –explica McEvoy– en el que se desatan todas las fuerzas:
“Hay una multiplicidad de agendas en disputa. Están las agendas
grancolombianas, chilenas, rioplatenses. Están las agendas locales. Y todas
están funcionando al mismo tiempo. Esto no se puede resumir en un jingle,
sino es el azar y la contingencia actuando simultáneamente porque muchos
de los actores incluso dudan de su propio accionar, retroceden, cambian de
parecer… La república tiene dos enemigos: la anarquía y la corrupción, y
los dos se dan al mismo tiempo. El objetivo de todos es la captura del
Estado, porque este va proveer empleos y un destino a una confluencia de
soldados que sienten que se les debe. Por eso, la conspiración se
democratiza. Todos están conspirando contra todos, cabos, sargentos,
soldados rasos. Es como la tormenta perfecta”.

Corredor plebeyo
Lo extraño al final es que, a pesar de todo, la independencia se concreta.
Para eso, existen hechos decisivos como el apoyo de los jefes de guerrilla
a la causa patriota. En el libro se reproducen cartas que prueban cómo
españoles como Canterac o García Camba quisieron comprar a Ignacio
Ninavilca o José María Guzmán, dos de los principales líderes indígenas
para que cambiaran de bando, pero estos mantuvieron intacta su fidelidad
a los ideales libertarios. “Existió un corredor republicano plebeyo entre la
sierra de La Libertad, Huaraz, Huánuco, Junín, que no se ha estudiado al
detalle, pero que fue decisivo –dice Montoya–. Sin ese corredor que
Bolívar usó para llegar a Ayacucho y sin el apoyo de estos comandantes de
guerrillas que para 1824 tenían ya tres años de experiencia en combate,
tenían certezas ideológicas y una cultura política, sencillamente la
independencia no hubiera sido posible”.
En el sexto y último capítulo del libro, los autores recuperan esas
biografías de actos desprendidos y heroicos que surgieron como luces en
medio de las sombras de la guerra. Actos y voces que se elevan para dotar
a la república de sentido y de una búsqueda de justicia, igualdad y virtud
que, como dice McEvoy, perdura hasta el bicentenario.

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