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Enciclopedia Latinoamerican.

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-------
de Sociocultura y Comunica<

l1 INTELECTUALES
. NOTAS DE INVESTIGACIÓN

Carlos Altamírano

GRUPO
EDITORIAL

norma
Bogotá, Barcelona, Buenos Aires, Caracas, Guatemala,
Lima, México, Panamá, Quito, San José, San Juan,
San Salvador, Santiago de Chile, Santo Domingo
www.norma.com
I.IJIJI 1,11 lil. ( .!! \1 l', J t) )1)
1111, l« de lnvestigación/Carlos Altamirano.-
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,,_.,1.1 ''"'I'" l:uitorial Norma, 2006
1 111¡,. 1k cm.- (Enciclopedia latinoamericana de sociocultura
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/',l\N lJ'itl-04-9599-8
1 l11tclectuales 2. Sociología de la cultura 3. Vida intelectual.
,d,ura y sociedad l. Tít. II Serie.
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1
· lbnco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

©2006. Carlos Altamirano


©2006. De esta edición:
Apartado aéreo 53550, Bogotá
Diseño de cubierta: Ariana Jenik y Eduardo Rey
Ilustración: The Golden Legend, 1460s. Burges, Belgium
Armado: Luz Jazmine Güechá S
Impreso en Argentina
Printed in Argentina

Primera impresión en Argentina: junio de 2007

ce 24860
ISBN 958-04-9599-8
Prohibida la reproducción total o parcial por
cualquier medio sin permiso escrito de la editorial

Este libro se compuso en caracteres Berkeley


1'

Tabla de contenido

Prólogo

l. Nacimiento y peripecias de un nombre


1

¡t
2. La tradición normativa

1 3. A luz del marxismo


!
1
t 4. Perspectivas sociológicas

5. Una especie moderna

6. Contextos

Bibliografía
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PRÓLOGO

A lo largo de muchos años me he encontrado va-


rias veces con el tema de los intelectuales, como asunto
histórico o como cuestión más o menos teórica. Mis
propios trabajos en el campo de la historia intelectual
me conducían repetidamente hacia esa figura, la de los
llamados hombres de ideas. ¿Qué significaba desempe-
ñar ese papel en el espacio social? ¿De dónde provenía la
autoridad que se les reconocía y qué clase de autoridad
era esa? ¿Para quién hablaban? ¿Cuál era la gama de
opciones que la situación histórica les ofrecía a quienes
decidían escribir y hacer público su pensamiento? A
menos que se suscribiera alguna versión de la tesis de
que en la historia intelectual no importan más que los
textos, era difícil rehuir a preguntas como estas.
En 2002 escribí el artículo correspondiente a la voz
intelectuales para el diccionario Términos criticas de so-
ciología de la cultura (Paidós, 2002); volví después sobre
· el tema en algunos seminarios -en la Universidad de La
Plata, en la de Rosario, en Flacso-. Una beca Guggen-
heim para una investigación sobre ciencia social y cíen-
cia socialista en la Argentina de comienzos del siglo xx,
obtenida en 2004, me llevó a ampliar mis lecturas sobre
el tema con la idea de preparar una suerte de "estado del
13
CARLUS ALTi\MlRANO

arte" razonado. Finalmente, la invitación de Aníbal Ford


a que escribiera un texto para su colección me decidió a
dar la forma de este breve libro a las notas y fichas que
confeccioné a lo largo del recorrido.
No ignoro que el tema posee también una dimensión
política y que los intelectuales, que son quienes forjan
las definiciones sobre los grupos y las categorías sociales,
polemizan en torno de la definición de sí mismos. Al
obrar como críticos sociales o como moralistas públicos,
hay en ellos la propensión a concebirse como clase ética,
como un grupo que se describe y se define en términos
de una misión. A título personal y como ciudadano,
tengo también opiniones acerca del compromiso de
los intelectuales en las sociedades democráticas y en
ocasiones las he formulado públicamente. Exponerlas
no es, sin embargo, el objeto de este trabajo, que no
pretende hacer una contribución al debate siempre re-
anudado sobre cuáles son los deberes de la intelligentsia.
No puedo decir si he logrado sustraerme por entero al
discurso normativo, que es de rigor en ese debate, pero
sí que busqué al menos controlarlo con los recursos
que ofrecen la historia de las ideas, la historia social y
la sociología de las élites culturales. Éstas no procuran,
como ninguna de las disciplinas del mundo social, co-
nocimientos concluyentes y aun sus informaciones más
ciertas no nos ahorran el trabajo de la interpretación.
Pero permiten ampliar el mapa de donde se extrae el ma-
terial para elaborar hipótesis, ayudan a la comparación
histórica y a tomar distancia respecto de lo que nos es
más familiar. En un terreno como el de los intelectuales,
donde si algo no falta es la exaltación, la alabanza y la
condena, el esfuerzo de distanciamiento con los medios

14
Intelectuales. Notas de investigación

que ofrecen la historia y las ciencias sociales resulta do-


blemente necesario.
También lo es para redimensionar el papel de canon
que ha desempeñado la vida cultural francesa en relación
con el tema de los intelectuales, reflejo de la larga hege-
monía de París como capital de la "república mundial
de las letras". Aún hoy, cuando Francia ya no ejerce ese
dominio, la discusión del tema trae enseguida a la mente
y al debate los nombres de Sartre y Camus, de Foucault
y Derrida, como ayer los de Hugo, Zola o Renan: ellos
obran a manera de paradigma para pensar y juzgar el
comportamiento de los intelectuales, sobre todo su ac-
ción pública. Redimensionar el modelo del intelectual
a la francesa no significa, por supuesto, desconocer el
prestigio y la amplia influencia de sus mattres-a-penser;
sino insertar ese modelo nacional en un contexto más
amplio y diverso de experiencias. A emanciparse del
"inconsciente" francés llamó no hace mucho Christophe
Charle en un libro sobre los intelectuales en la Europa
del siglo x1x.
El tema de la intelligentsia ha sido abordado desde
varios puntos de vista y algunos de ellos son descritos
e interpretados en el texto. A veces me valgo de ellos o
de la crítica que suscitan para sostener mis propias opi-
niones, pero no he buscado una síntesis entre visiones

l
que no se componen entre sí. Reconocer la pluralidad de
las perspectivas y mantener la tensión entre ellas puede
ser fértil desde el punto de vista del conocimiento. El
propósito del trabajo no ha sido exponer una teoría ge-
t neral de los intelectuales, sino indicar los criterios que
me parecen productivos para un tratamiento histórico
y contextual del tema. En este sentido y parafraseando

15
t,1\ln ll', ¡\¡ 11\MIIUIN<>

,1 / / 11, "/, >1 \V /\1 /, >1111 ,. poJríamos decir que la cuestión


, k 1"·· 1111l'ln·t11:iles 110 se abre "con una sola llave o con
tlll s\ll,, 11u11wrn, sino gracias a una combinación de
l1Úl1lCl'll:S".

' \

16

,,
1. NACIMIENTO Y PERIPECIAS DE UN NOMBRE

El concepto de intelectual no tiene un significado es-


tablecido: es multívoco, polémico y de límites imprecisos
como el conjunto social que se busca identificar con la
denominación de intelectuales. Evocar brevemente la
genealogía de este nombre no nos proporcionará una
definición, pero puede servimos para un primer acerca-
miento a la cuestión y a su histórica polivalencia.
Como sustantivo, el término intelectual, con su plu-
ral intelectuales, es relativamente nuevo. Corriente hoy
en el habla común, en los media y en el lenguaje de las
ciencias sociales, su empleo para designar una profesión
o a un actor de la vida pública no va más allá de la se-
gunda mitad del siglo xrx, en cualquiera de las lenguas
modernas. En el Primer diccionario etimológico de la lengua
española, de 1881, uno de los significados del vocablo
intelectual indica una ocupación: "El dedicado al estudio
y la meditación" (Barcia, 1881: t. m). Esta acepción apa-
rece consolidada en castellano ya a principios del siglo
xx, según se lee en la Enciclopedia Espasa-Calpe: desde
entonces "se ha usado con frecuencia la denominación
intelectuales para designar a los cultivadores de cualquier
género literario o científico" (Espasa-Calpe, 1926: t. 28).
Entre las dos fechas ha mediado lo que podríamos llamar
17
'f"',
\ 1 C1\ELllS ALTAMJRANO

d baut i,,1110 público de este vocablo y el comienzo de su


connotación política.

Relato de orígen
De acuerdo con una tradición consagrada, el naci-
miento de la noción de intelectuales en la cultura con-
temporánea remite a Francia, al año 1898 y al debate
que movilizó y dividió a la opinión pública francesa en
torno del asunto Dreyfus. Hasta entonces el término ha-
bía circulado en francés marginalmente, sobre todo en
revistas de la vanguardia anarquista y simbolista parisina
(Charle, 1990).
"En el comienzo estaba el caso Dreyfus", escribe
Jean-Fran('.ois Sirinelli (1990) cuando evoca esa escena
originaria. En 1894 el capitán del ejército francés, Alfred
Dreyfus, alsaciano y de origen judío, había sido arrestado
bajo la acusación de haber entregado información secreta
al agregado militar alemán en París. Pese a la fragilidad
de las pruebas, un consejo de guerra lo halló culpable
de alta traición y lo condenó a cumplir cadena perpetua
en la Isla del Diablo ( Guayana Francesa), tras ser des-
pojado de sus grados militares. Sólo la familia cree en
su inocencia y se mo'viliza para lograr la reapertura de
la causa buscando apoyo en el mundo político y en la
prensa. Aunque en 1896 el descubrimiento de nuevos
indicios da sustento a la demanda de los Dreyfus, la
justicia militar francesa, dominada por círculos de la
derecha nacionalista y antisemita, se niega a revisar el
caso y a investigar las pruebas que señalan a un nuevo
sospechoso, el comandante Walsin Esterházy. Para los
¡,·les militares, la admisión del error afectaría la autoridad
del ejercito. No obstante, la labor de los familiares y los

18
Intelectuales. Notas de investigación

rumores sobre ocultamientos y manipulaciones lograron


trascender el escudo de silencio con que las autoridades
habían rodeado el affaire, y algunas personalidades se
sumaron al reclamo de reabrir la causa.
En 1897 ingresa en el combate por la revisión el
escritor Émile Zola. Primero desde las páginas de Le Fí-
garo, después en I.'. Aurore, cuando la caída de las ventas
hace flaquear el dreyfusismo de Le Fígaro. Y en I.'. Aurore
publicará el 13 de enero de 1898 su carta abierta al
presidente de la república francesa, titulada por Geor-
ges Clemeanceau, jefe de redacción del diario, con el
nombre que la hará célebre: Yo acuso. Al día siguiente,
el mismo diario recoge un breve petitorio bajo el título
de "Una protesta", cuyos signatarios eran escritores y
universitarios. El texto reprobaba la "violación de las
formas jurídicas" en el proceso de 1894, los "misterios"

l1
1
que habían rodeado el caso Esterházy, y exigía una revi-
sión. Las firmas de respaldo se escalonarían a lo largo de
muchas semanas. Algunos de los firmantes gozaban de
gran notoriedad-Anatole France, Pierre Louys o Charles
Seignobos-; el renombre de otros ante el gran público
era menor, como el de los todavía jóvenes André Gide,
Marcel Proust, Charles Peguy; el resto era completamen-
te desconocido. A la firma de quienes consideraban que
su nombre bastaba (los eximía de mayor identificación el
1 prestigio de una obra literaria o científica asociado con su
Jj
nombre), el petitorio sumaba la de quienes consignaban
los títulos profesionales de que estaban investidos o sus
diplomas ("licenciado en letras", "licenciado en ciencias",
r "agregé", etcétera).
1/l "En la memoria del medio intelectual, el acto fun-
',¡f:
1, dador de la gesta de los clercs es la firma de ']'accuse ... !'

:~\ 19

,d
CARLOS ALTAMIRANO

por Émi.le Zola en f Aurore del 13 de enero de 1898,


acto apoyado al día siguiente en el mismo diario por un
grupo de escritores y universitarios. Una iniciativa in-
dividual, pues, seguida de un texto colectivo" (Sirinelli,
1990). La investigación histórica ha corregido muchos
lugares comunes contenidos en la vulgata de ese relato
de origen, pero ninguna de las enmiendas despojó de
su valor mítico, como hechos constituyentes, al mani-
fiesto de Zola y al petitorio colectivo que lo siguió. A
través de ellos, los clercs, como los denomina Sirinelli
con deliberado anacronismo, afirmaban su autoridad,
una autoridad diferente de la autoridad política y sus
órganos, una suerte de magistratura de los hombres de
cultura. ¿De dónde procedía esa autoridad? De la re-
putación adquirida como escritor, erudito, científico o
artista, y/o de los diplomas universitarios -es el argu-
mento que dejan ver las firmas-. Magistratura de una
élite de pensamiento, ella se ejerce en el espacio público
y proclama su incumbencia respecto de la verdad, la
razón y la justicia, no sólo frente a la élite política y a
los representantes de la "razón de Estado", sino también
frente al juicio irrazonado de la multitud.
El término "intelectual" se arraigó a partir del debate
que fracturó el campo de las élites culturales y las dividió
en dos familias espirituales, dreyfusards y antídreyfusards.
"¿No es un signo, todos estos intelectuales venidos de
todos los puntos del horizonte, que se agrupan en torno
de una idea y se mantienen inquebrantables 1 ", había
escrito el dreyfusista George Clemenceau en el editorial
de L Aurore del 23 de enero. El elogio de Clemeanccau
impulsó la respuesta de una de las plumas más presti-
giosas del momento, Maurice Barres, alineado con el

20
Intelectuales. Notas de investigación

antidreyfusismo. En un editorial de Le Journal del 1º de


febrero de 1898 titulado "La protestation des intellec-
tuels!", Barres retomó esa denominación para volverla
contra los firmantes, descalificándolos: "Estos supuestos
intelectuales son un desecho inevitable del esfuerzo que
lleva a cabo la sociedad para crear una élite". Para el
historiador Pascal Ory este editorial de Barres marca la
verdadera fecha de bautismo de la palabra "intelectuales"
en el lenguaje ideológico contemporáneo. Al replicar, los
dreyfusistas harían suya la denominación con que Barres
había buscado mofarse y ridicularizarlos. "Algunos días
más tarde, el bibliotecario de la Rue d'Ulm, Lucien Herr,
mentor de los jóvenes normalistas de izquierda, redimió
a la palabra de su infamia en una solemne carta abierta
'A M. Maurice Barres', aparecida en la que hasta entonces
era la más barresiana (y antizoliana) de las revistas, La
Revue blanche" (Ory, 1990: 21).
:_, ·
Remisión de un campo adversario al otro, reutili-

f
__

zaciones y cambios de sentido: el vaivén que conoce el


término en el debate sobre el caso Dreyfus deja ver que
la apología del intelectual y el discurso contra el intelec-
tual se desarrollaron juntos, como hermanos-enemigos.
El conocimiento social es siempre impuro y la lucidez
:·'j.!··· suele ser interesada. Algo de esta clase de perspicacia
apareció en el discurso de los antidreyfusards, que insis-
11 tieron desde el comienzo de la disputa en que la noción
:t de intelectual proclamada por sus adversarios elevaba
1 1 a los hombres de ideas a la condición de miembros de
una clase superior. Diría, por ejemplo, el crítico litera-
í rio Ferdinand Brunetlere, un antidreyfusista reputado:
"El solo hecho de que la palabra 'intelectual' haya sido
. 1 recientemente adoptada con el fin de dividir en una
!
1

21
,t-
j)
i
(ARLOS ALTAMIRANO

especie de categoría social exaltada a la gente que pasa


su vida en laboratorios y bibliotecas, señala una de las
excentricidades más absurdas de nuestros tiempos, esto
es, las pretensiones de que los escritores, los hombres
de ciencia, los profesores y los filólogos deben ser ele-
vados a la categoría de superhombres" (cf. Paleologue,
1957: 113).
Se puede hacer el reparo de que este relato de origen,
en versión vulgar o en versión erudita, no habla más
que de una historia singular y del comienzo de un tipo
singular, el intelectual "comprometido" a la francesa.
Conviene no pasar por alto esta objeción, aunque pri-
mero debería ser redimensionada. El caso Dreyfus no fue
un hecho de repercusión puramente local, sobre todo
desde el momento en que ingresó en la liza un escritor
de fama mundial, como Émile Zola. París se hallaba por
entonces en el apogeo de su condición de metrópoli
cultural de los países occidentales. Si gracias al vapor
la riqueza podía desplazarse de un extremo a otro del
mundo, gracias al telégrafo -el otro motor de aquella
primera globalización capitalista- las noticias relativas
al affaire y al proceso que se instruyó al autor de Naná
llegaban en pocos minutos a todas las capitales, no sólo
a las europeas. En Buenos Aires, por ejemplo, el diario
La Nación del 20 de enero de 1898 destacaba que el caso
Dreyfus constituía "el hecho de mayor actualidad que
existe en el terreno internacional. Más que la guerra de
Cuha y del reparto de China, se habla en todas partes de
/.ola y de sus acusadores" (cf. Lvovich, 2003: 66). Tarde
o temprano, en suma, como observa Yvan Lamonde, el
análisis de los intelectuales y su surgimiento debe en-
frentar la cuestión del affaire (Lamonde, 1998).

22
Intelectuales. Notas de investigación

Una propagación desigual


La divulgación del sustantivo "intelectual" en otras
.1
lenguas que el francés siguió al eco del caso Dreyfuss,
! ' aunque el vocablo ya estuviera disponible en ellas. En
España (y en castellano) la difusión fue rápida. Según
Eduard Inman Fox (1975: 24), los jóvenes de la lla-
mada "generación de 1898" no harían únicamente uso
reiterado del término -Ramiro de Maeztu y Miguel de
Unamuno, en particular- sino que se identificarían con
la idea de la función dirigente de las élites culturales,
idea conectada con la noción de intelectual: "no sólo
debemos a los jóvenes de 1898 la penetración en la
lengua castellana del término 'intelectual', sino también
que fue la primera generación española que tenía una
conciencia clara de su papel rector en la vanguardia
política y social" (Fox, 1975: 24).
Pero ni la propagación ni, sobre todo, la velocidad
de la adopción fueron iguales en todas partes. Más aun,
en algunas culturas nacionales el término ha encontrado
dificultades en echar raíces, su uso inspira reservas o
es clasificado como un neologismo importado pero sin
! referente en la experiencia del país. Ha sido el caso de
la cultura británica. En su vocabulario Palabras claves,

!1\ Raymond Williams (2000: 189) registra los sentidos


negativos que han rodeado al sustantivo intelectual en

I¡. la cultura inglesa, donde evoca "frialdad, abstracción y,


significativamente, ineficacia". El historiador de las ideas
Stefan Collini (1993) es más claro y terminante respecto
r
,/
i de los rechazos que provoca la referencia a ese vocablo:
1 ¡ "En la Gran Bretaña contemporánea, toda discusión re-
·1 '·
1 lativa al tópico de los 'intelectuales' resulta afectada tarde
,:
,¡ o temprano por el clisé de que la realidad del fenómeno,
''¡"

v¡'¡ 23
CARLOS ALTAMIRANO

al igual que el origen del término, se halla localizado en


la Europa continental, y que la sociedad británica, sea
por razones de historia, de cultura o de psicología na-
cional, se caracteriza por la ausencia de 'intelectuales"' 1 .
La solidez y la perdurabilidad de este prejuicio, observa
Collini, obedecen a su fácil acoplamiento con las ideas
e imágenes con que la cultura británica se interpreta (y
se elogia) a sí misma -un conjunto de representaciones
1
afirmadas en contraste con las naciones del continente
'¡ 1
europeo, en especial Francia-. El clisé sobre la ausencia
1:
1 i de intelectuales en Inglaterra se inserta así en una serie
i 1 de oposiciones auto-celebratorias: estabilidad y buen
sentido político contra revolución y exitabilidad política,
empirismo pragmático contra racionalismo abstracto,
ironía y sobreentendido contra retórica y exageración,
etc. "En la mitad caracterizada negativamente de esta
serie de pares enfrentados ya podemos divisar los com-
ponentes de lo que en el siglo xx se volvería la repre-
sentación dominante de los intelectuales (europeos) en
Gran Bretaña" (Collini, 1993).
Obviamente, la sociedad británica no sólo ha pro-
ducido intelectuales, sino que ha sido influida por ellos
más o menos como el resto de las sociedades modernas.
En un ensayo notable y muy erudito, Thomas William
Heyck (1998: 193) retoma la cuestión y somete a cui-

1 Puede verse también Clarisse Berthezene (2003), "Intellectuels


anglais: un faux paradoxe", en Leyrnarie, M. y Sirinelli,J-F, [histoire
des intel!ectuels aujourd'hui, París, Puf, 2003. En Alemania no sólo el
sustantivo Intellehtueler, sino también el adjetivo intel!ehtuel "fueron
importados de Francia y generalizados en Alemania en el contexto
ele !'Affaire Dreyfuss". Hangerd Schulte, "Historia des intellectuels en
Allrn1ag11c", en Leyrnarie, M. y Sirinelli,J-F., op. cit., p. 29.
Intelectuales. Notas de investigación

dadoso escrutinio el mito de la ausencia de intelectuales


en Gran Bretaña. Pero antes, para hacer ver rápidamen-
te "que no es objetivamente verdadero que la sociedad
británica no ha tenido intelectuales influyentes", recuer-
da los nombres de Isaac Newton, John Locke, Adam
Smith,Jeremy Bentham, William Wordsworth, Thomas
Carlyle, Charles Dickens, J. S. Mill, Charles Darwin,
T. H. Green, Sidney y Beatrice Webb, R. H. Tawney,].
M. Keynes, George Orwell, E. P Thompson ("y varios
teóricos thatcheristas"). Ahora bien, ¿por qué resultó
tan fuerte este lugar común intelectual, que se asentó
contra toda evidencia a lo largo de gran parte del siglo
xx y que puede encontrarse formulado y defendido en
escritores de diversa orientación ideológica, desde G. K.
Chesterton a George Orwell?
Para Heyck hay tres causas anudadas en la firmeza de
ese mito en la cultura británica. Por un lado, la perma-
nencia de una fuerte tradición que no es sólo intelectual,
tradición cargada de galofobia que se remonta al siglo
xvm, cuando ingleses y franceses se enfrentaron en una
serie de guerras. "Para el inglés, Francia representaba
cosmopolitismo, artificialidad, sumisión a la moda, in-
genio y falsedad intelectual; en contraste, el inglés/britá-
nico se pensaba a sí mismo como sincero, natural, 'viril',
rudo, franco, y moralmente serio" (ibid.: 196). Quien le
dio su formulación más influyente a la representación
antiintelectual del carácter nacional inglés fue Edmundo
Burke en sus Reflexiones sobre la revolución en Francia,
donde contrapuso a ingleses y franceses en términos de
hábitos mentales: "Mientras el francés rompió con sus
tradiciones políticas a causa de su insensata confianza
en la pura razón, el inglés reverenció la tradición como

25
CARLOS ALTAMIRANO
1
la guía más segura en política" (ibid.: 197). La otra causa
es de orden sociológico:

Una de las explicaciones que se ha dado frecuen-


\
¡
temente para la falta de influencia de los intelec-
tuales británicos es que ellos han carecido de peso
político y estuvieron en una posición marginal
respecto de la sociedad. Sin embargo, hay eviden-
cia clara de que, lejos de haber sido marginados,
en la época moderna los intelectuales británicos
han estado altamente integrados en la élite diri-
gente. Ellos han sido menos visibles como clase
que algunos ejemplos continentales precisamente
porque ha sido difícil distinguirlos del pequeño y
exclusivo círculo de gente que dirigió el país -al
principio, los órdenes tradicionales de propie-
tarios terratenientes en el siglo xvm y gran parte
del x1x, luego la nueva clase dirigente del siglo xx,
compuesta por la plutocracia, los expertos y los
profesionales (Heyck, 1998: 201).

A través de los lazos del matrimonio, la concurrencia


a los mismos colegios y la afiliación a los mismos clu-
1
bes masculinos, los intelectuales ingleses del siglo xrx !
~
estuvieron conectados con los grupos dirigentes de la
nación. No resultaría fácil, en consecuencia, percibirlos
como un grupo socialmente diferenciado. 1

Una tercera razón cooperó en la perduración del \
1
mito, nos dice Heyck: la diversidad y la superposición
1
de los significados que se engarzaron en el sustantivo in- .\
1
telectual. Frente al prejuicio de que el término intelectual
ha sido importado del continente, Heyck muestra que
1, 26

1 1
Intelectuales. Notas de investigación

tanto la noción como la palabra estaban rn circulación


desde fines del siglo x1x y antes del caso Drcyfus. En
realidad, al mismo tiempo que se propagaba el este-
reotipo de que los intelectuales carecían de gravitación
en Gran Bretaña, los británicos no dejaron de hablar y
de escribir sobre los intelectuales, aunque el término
· tendría diferentes significados en diferentes momentos
y en diferentes 'juegos de lenguaje'. En un comienzo, el
vocablo definía una minoría cultivada que se ocupa de
cuidar el patrimonio filosófico, literario y artístico de la
nación. Heyck llama estético/académica a esta primera
acepción. Casi contemporáneamente surgirá otra, la tra-
dicional/elitista, en la que el término intelectual implicaba
una jerarquía social: significaba persona inteligente y
altamente educada, contrapuesta a personas vulgares
o de intereses exclusivamente prácticos. "El significa-
do tradicional/elitista de intelectual [ ... ] tenía un dejo
de esnobismo, y esto fue indudablemente una de las
razones por la cual a lo largo del siglo xx algunos inte-
lectuales británicos se mostrarían renuentes a aceptar
esa etiqueta" (ibid.: 205). El tercer sentido que registra
Heyck es el normativo, y que se usa para referirse sólo a
quienes piensan de determinada forma -es decir, sólo
ellos se comportan como intelectuales- y que se asocia
con el rigor, la profundidad o la abstracción. Su campo
1 de ejercicio es la crítica cultural. En la acepción norma-
1 tiva, el supuesto es que la cultura es la alta cultura y el
\
.\ intelectual representa la contrafigura del filisteo, que
¡l. persigue ciegamente sus intereses.
1 De los discursos que llama funcionales, Heyck ex-
1
trae otro significado: intelectuales son las personas que
ejercen determinadas funciones en o para la sociedad.

27
CARLOS ALTAM!RANO

Si bien la definición de lo que son o deberían ser esas


funciones varía de un autor a otro, por lo general, des-
de Samuel Thomas Coleridge en el siglo xrx a Beatrice
Webb o Harold Laski en el xx, lo que los británicos han
entendido como papel propio de los intelectuales ha sido
el del liderazgo cultural: de ellos se esperaba que en una
era secular proporcionaran una dirección a la cultura.
El quinto significado, el más polémico en la cultura bri-
tánica, ha sido el político. Para los británicos, la jefatura
espiritual que se reconocía a los intelectuales no impli-
caba que, por definición y en virtud de la reputación
alcanzada en la ciencia, el arte o la literatura, ellos fueran
también voces autorizadas en el campo político. Aunque
la idea de un papel político del intelectual subyacía en la
acción del socialismo fabiano, después en el laborismo y
en otras agrupaciones de orientación reformadora, nin-
guna de estas modalidades estuvo ligada con la idea y la
posición del hombre de cultura "alienado", es decir, con
la actitud de quien se piensa ajeno a su sociedad, a la que
critica en términos globales y llama a comprometerse en
un combate radical contra ella. Sólo en los años treinta,
observa Heyck, cuando una parte de los intelectuales,
sobre todo de los poetas, fue atraída por el comunismo,
se verificdaría este tipo de posición. Pero la segunda gue- ~
rra mun ia1y el sentimiento patriótico que ella produjo
sensibilizaron a los británicos contra el sentido político
del término intelectual, sospechoso de deslealtad ha-
cia la nación; después, en los cincuenta y todavía en
los sesenta, en el clima ideológico de la Guerra Fría, se
reforzaría el recelo respecto de la idea de intelectual y
se consolidaría el lugar común de que en Gran Bretaña
los intelectuales contaban poco y nada. Para entonces,

28
Intelectuales. Notas de investigación

, ,11 ;1
acepción se había hecho cada vez más frecuente,
l.1 ;1ccpción sociológica, que se quería ideológicamente
neutra y por la cual los intelectuales eran identificados
rnmo un conjunto de categorías profesionales.
Todos estos significados, concluye Heyck, no fueron
impermeables unos a otros y a menudo ellos se superpo-
nían en el discurso sobre los intelectuales. En diferentes
momentos, uno de ellos resultaba predominante, pero
finalmente ninguno acabaría por consolidarse.

Algunas conclusiones
La primera es que si bien la resonancia que tuvo la
acción de los intelectuales franceses en la crisis de 1898
fue muy amplia, los efectos de su irradiación no fueron
los mismos en todas partes. La segunda conclusión resi-
de en que los intelectuales no son considerados ni anali-
zados de la misma manera en todas las sociedades, aun
cuando todas ellas sean modernas. Conviene no olvidar,
en este sentido, que la difusión del apelativo intelectual
acotó la propagación de otro, que alcanzaría también
un uso general: intelligentsia. Utilizado para referirse a
un estrato surgido en Rusia y en Polonia en la segunda
mitad del siglo x1x, formado en las aulas universitarias
y caracterizado por la crítica radical que sus miembros
harían al orden establecido y por la imagen de sí mismo
como élite salvadora, el término intelligentsia pasó a los
países de Europa occidental (sobre todo a Alemania)
1
con los viajeros y exilados rusos, ellos mismos repre-
¡ sentantes de esa minoría de ilustrados disidentes (Gella,
1978; Malia, 1971). Actualmente se lo emplea con un
significado más o menos próximo al de intelectuales y
a menudo ambos se usan como intercambiables. Ya en

29
' CI\IU ()_S AI.II\MlRANü

l.t ( (·kli1c nhra Je Karl Mannheim, Ideología y utopía, el


1n11111w intclligentsia, que había tomado de Alfred We-
ber, convivía y alternaba con el de intelectuales. Tercera
conclusión y corolario de este recorrido: la visibilidad
que la figura del intelectual ha conocido en Francia en
los dos últimos siglos, sea para alabarla o para denigrarla,
remite a una historia particular, aunque obviamente los
intelectuales no sean una especialidad francesa. Lo que
debe precavernos contra el inconsciente francés, como lo
llama Christophe Charle (1996: 20) en su investigación
sobre los intelectuales, es decir, contra la adopción sin
recaudos de las modalidades francesas de la política y de
la actividad intelectual, dando por supuesta su universa-
lidad. Hablando en términos más generales, digamos que
en el análisis de los intelectuales debería precavernos de
una perspectiva determinada exclusivamente por la vida
cultural o por la notoriedad de alguna de las grandes
metrópolis.

30.
2. LA TRADICIÓN NORMATIVA

El tiempo no ha neutralizado el término "intelec-


tuales". Su sola mención, como escribe Lewis A Coser
(1968: 9), puede provocar un debate, tanto sobre su
• 1 significado como sobre su valoración. "Para muchos
1

representa cualidades de las que se desconfía y a las


que se desprecia profundamente; para otros, denota una
excelencia a la que se aspira, aunque no se logra frecuen-
temente. Para algunos son soñadores poco prácticos que
interfieren en el serio asunto de la vida; para otros son
las 'antenas de la raza'".
Los propios intelectuales son los más inclinados a las
descripciones normativas de su papel. La respuesta a la
cuestión ¿qué es un intelectual? tiende convertirse, más o
menos insensiblemente, en la respuesta a otra pregunta:
¿qué debe ser un intelectual? El razonamiento cobra
entonces sentido moral y los intelectuales son represen-
tados como integrantes de un grupo aparte, dotado de
cualidades inusuales, una "clase ética" asociada con una
misión, sea la de guiar a su sociedad, la de cuestionarla
o adelantarse a ella. El destino del docto, había dicho
Fichte, es el "de velar atentamente por el progreso de la
humanidad, y por la marcha continua de ese desarrollo
progresivo" (Fichte, 193 7: 72). Para el escritor Drieu
31
CARLOS ALTAMIRANO

La Rochelle, el intelectual se elevaba también sobre la


sociedad, pero no como un pastor, sino más bien como
un superhombre: "El intelectual, el letrado, el artista,
no es un ciudadano como los demás, tiene deberes y
derechos superiores a los demás" (citado en Bodin, 1970:
60). Tampoco para Vaclav Havel el hombre de letras
es un ciudadano como los demás. El intelectual, afir-
maba en 1986, ya en las postrimerías del régimen de
socialismo despótico al que combatía, "debe perturbar
constantemente, debe dar testimonio de las miserias del
mundo, debe provocar manteniéndose independiente,
debe rebelarse contra las presiones ocultas y abiertas, debe
ser el primer escéptico respecto de los sistemas, del poder
y de sus seducciones, debe atestiguar sobre todas sus
mendacidades" (1991: 16 7).
El punto de vista normativo tiene más de una versión
y cualquiera de ellas alimenta explícita o implícitamente
la distinción entre dos tipos de intelectuales: los verdade-
ros, es decir fieles a su misión, y los falsos intelectuales,
los impostores, los que traicionan. La formulación clásica
de esta concepción es la del manifiesto deJulien Benda,
La traición de los intelectuales (La trahison des clercs), pu-
blicado en 1928. Filósofo, crítico literario y antiguo
miembro de la "familia" dreyfusard, Benda sitúa a quie-
nes llama clérigos (el anacronismo clercs no es inocente)
en una función que no es política ni sociológica, sino
trascendente y de orden moral. La función es en reali-
dad una misión y lo que Benda (1974: 9) denuncia en
la actitud pública de los intelectuales (e/eres) modernos
es la traición a esa función: "me parece importante que
existan hombres, aun cuando se los zahiera, que guíen
a .sus semejantes a otras religiones que no sean las de lo

32
l11trlnt11;1il'~. Notas de investigación

1, 11 i¡" 11, il l '1, 1t > los


q uc sobrellevan la carga de esa tarea,
1'1 1 1,, 1, ,,, ILu111> 'ckrigos', no sólo no la afrontan, sino que
, 11111¡,l,·11 l;i tarea contraria".

l J 1111:11111· siglos, afirma, la marcha de la civilización

1 ksca11só en la obra de dos especies de hombres, casi

~
1
dos "humanidades", ambas igualmente necesarias. Por
1111 L11111 se hallaba esa parte de la humanidad compuesta
1 )( ,r las masas burguesas o populares, los reyes, los mi-

111st ros, los jefes políticos, "la parte de la especie humana


:1 la que yo llamaría laica, cuya función, por esencia,

n H1siste en la prosecución de intereses temporales y que,


rn suma, no hace más que dar lo que debía esperarse de
ella, mostrándose cada vez más única y sistemáticamente
realista" (ibid.: 4 2). Ahora bien, junto a esta humanidad
entregada a lo temporal había otra:

Al lado de esta humanidad [ ... ] se podía, hasta


el último siglo, discernir otra esencialmente dis-
tinta y que, en cierta medida, le servía de freno:
quiero hablar de esa clase de individuos a quienes
yo llamaría intelectuales (clercs), designando con
tal nombre a todos aquellos, cuya actividad, en
sustancia, no persigue fines prácticos, pero que,
al solicitar su alegría para el ejercicio del arte, o
de la ciencia, o de la especulación metafísica, en
suma, para la posesión de un bien no temporal,
dicen en cierto modo: "Mi reino no es de este
mundo". Y, en realidad, desde hace más de dos
mil años hasta los últimos tiempos, advierto, a tra-
vés de la historia, una continuidad ininterrumpida
de filósofos, de religiosos, de literatos, de artistas,
de sabios -puede decirse casi todos en el curso de

33
\. .1\F.I ( Je, ¡\¡ !J\Ml!{1\NO

este período- cuyo movimiento es una oposición


formal al realismo de las multitudes (ibid.: 45).

Desde hacía un siglo, sin embargo, observa Benda, el


comportamiento de los intelectuales había cambiado. Ya
no contrariaban el realismo de los pueblos, denunciando
las pasiones seculares, ni se mantenían a distancia de
lo inmediato y lo temporal, ascéticamente consagrados
sólo al estudio desinteresado de la ciencia y a la creación
artística. Ahora sucumbían ante las pasiones seculares,
fundamentalmente a las pasiones políticas, que habían
alcanzado una generalización nunca conocida: "casi no ,·
hay un alma en Europa que no se encuentre tocada (o no
crea estarlo) por una pasión de raza o clase o de nación,
y, con frecuencia, por las tres a un tiempo". Lo mismo
ocurría en el Nuevo Mundo y en el Extremo Oriente,
donde "inmensas colectividades humanas, que parecían
privadas de movimiento, despiertan a los odios sociales,
al régimen de los partidos, al espíritu nacional como
voluntad de humillar a otros hombres" (íbíd.: 12). Los
modernos intelectuales no despreciaban, como sus ante-
cesores, esas pasiones laicas, sino que les hacían el juego.
Más aún: ni siquiera se limitaban a dar apoyo o tomar
parte en esos movimientos, sino que les transmitían su
afán de continuidad, homogeneidad y coherencia. Así,
las pasiones que antes respondían sólo a impulsos dis-
continuos, ahora se veían perfeccionadas por obra de
los intelectuales, que las sistematizaban ordenándolas
en torno de doctrinas. "Nuestro siglo será propiamente
el siglo de la organización intelectual de los odios políticos
Será uno de sus grandes títulos en la historia moral de
la humanidad" (íbid.: 33).

34
l11trk,1u.1k~. Nut.i~ de investigación

I\, 11,l.1 1111 ·.,· 1111ti111;1 a l[Ue el intelectual interviniera


, 11, 1 ,1, l,.11, , 1v1,o, siempre que no fuera "para hacer
11111111.11 1111.1 1i:1.~íl>11 realista de clase, de raza o de na-
' 1, ,11 · t ,/,,, / 'i() l l;n el pasado, incluso en el pasado re-
, 11·111t·, ltah1:1 ejemplos dignos de considerar y admirar:
. 1~1T1·.~í1:1rc recordar los reproches de un Fenelón, o
,1, 1111 M:1.~síllon para ciertas guerras de Luis XIV? ¿Los
.11.1,111, ·. dl' un Voltaire contra el saqueo del Palatinado?
, l l,· 1111 Rcnán contra las violencias de Napoleón? De
1111 lluckle contra la intolerancia de Inglaterra respecto
, 1, L1 Revolución Francesa? ¿Y en nuestros días, las de
un Nietzsche contra las brutalidades de Alemania sobre
l·rancia7" (ibid.: 52).
El caso Dreyfus también había dado ocasión a con-
ductas ejemplares, como las de Émile Zola y Émile
Duclaux -médico, director del Instituto Pasteur-, un
escritor y un sabio, ambos combatientes dreyfusards.
Cuando ellos "prestan testimonio en un célebre proce-
so, estos intelectuales cumplen plenamente, y en la más
alta forma, su función de intelectuales; son los sacerdotes
de la justicia abstracta y no se manchan de pasión al-
guna por un objetivo terrestre". Frente al "realismo" de
los representantes del poder temporal, los intelectuales
Zola y Duclaux obraron como sus antecesores ilustres,
es decir, como representantes de una corporación su-
perior, la del poder espiritual, cuyo único culto debe
ser el de la justicia y el de la verdad universales (ibid.:
57). Benda no creía ni. aspiraba, sin embargo, al "reino
de los filósofos". La misión de los clercs era mantener
vivo el fuego de los valores no prácticos, no adueñarse
del poder temporal.

35
l ,\111 t I', ,,\1 l.1\J\lll{;\Nl)

1 l 111.111il1,··.1,, ,k llt-11da sigue proporcionando la ver-


·,11111 .il,·.111111.1 d\' L, 1tka normativa de los intelectuales:
1l'pil'~rn1;111tcs del espíritu que, a distancia de las agita-
t'ÍtHlt's de su sociedad, ejercen sobre ella una suerte de
1 ,,1
111.1g1:.11 ;tl ma !'ero el modelo del clerc de Benda no fue
l'i 1t1tico que forjó el punto de vista normativo. En este
'..l'lltido, ¿Qué es la literatura?, deJean-Paul Sartre, puede

'
considerarse a la vez como una réplica al credo de La
trahíson des clercs -aunque sea y contenga mucho más
que eso- y una reformulación del papel de los intelec-
tuales como grupo ético. Sartre no empleará en este libro
sino excepcionalmente el término intelectual -hablará
del escritor-, pero la extensión de su doctrina del com-
promiso literario al conjunto de los intelectuales, una
asimilación que se volvió corriente desde la publicación,
en 1948, de los ensayos de ¿Qué es la literatura?, no es
arbitraria. Novelista o ensayista (recuérdese que excluye
de su doctrina el arte de los poetas), el escritor de Sartre
es un intelectual y el intelectual, antes que nada, un
escritor. ¿Qué era, por otra parte, Les Temps Modernes,
la revista que fundó en 1945 y en que publicó por pri-
mera vez esos ensayos, sino una revista que agrupaba,
expresaba y se dirigía a los intelectuales?
"Para nosotros -escribirá en la presentación de Les
Temps Modernes- el escritor no es ni una Vestal ni un
Ariel; haga lo que haga, 'está en el asunto', marcado,
comprometido, hasta su retiro más recóndito" (Sartre,
1981: 9). Carecía de sentido, pues, preguntarse cuándo
y ante qué causa resultaba necesario salir del claustro
e intervenir en el mundo porque; simplemente, no era
posible sustraerse del asunto:

36
Intelectuales. Notas de investigación

Considero a Flaubert y a Goncourt responsables


de la represión que siguió a la Comuna porque
no escribieron una palabra para impedirla. Se dirá
que no era asunto suyo. Pero, ¿es que el proceso
de Calas era asunto de Voltaire? ¿Es que la con-
dena de Dreyfus era asunto de Zo la? ¿Es que la
administración del Congo era asunto de Gide?
Cada uno de estos autores, en una circunstancia
especial de su vida, ha medido su responsabilidad
de escritor (íbid.: 1O)

Por lo tanto, si bien el escritor está obligadamente


implicado, haga lo que haga, hable o calle, había para
Sartre un modo de ejercer esa responsabilidad que era
más consecuente con la condición de escritor, como se
desprende de los ejemplos que proporciona. Era Zola, no
Flaubert, quien había obrado con integridad, pero esta
integridad no era ajena a la responsabilidad de escribir.
El compromiso del programa sartreano no se reducía,
[)
sin embargo, a esa situación de hecho e inevitable. "Ya
'i
que actuamos sobre nuestro tiempo por nuestra misma
existencia, queremos que esta acción sea voluntaria"
(ibid.: 10). En otras palabras, se trataba de hacer de ese
compromiso ineludible un objeto de elección, hacerlo
;¡ objeto de un acto voluntario y consciente.
1
1\
Como el clerc de Benda, el escritor de Sartre está pues
investido también de una misión, pero ésta no es, como
:¡ la de aquél, la de guardián de los valores inmortales. La
l imagen del clerc, sólo aplicado a la contemplación del

!r
__i.
Bien, la Verdad o la Belleza, evocaba para Sartre a un
cómplice de los opresores. El escritor habla a sus con-
temporáneos aunque aspire a laureles eternos. Se engaña

37
C:1\IU 11·, 1\1 l,\Ml\<1\N<l

si ¡i, 1·.1.1•,11,· 1,, 11111vnsal dando la espalda a lo temporal,


a .'>tl cptlc1, porque lo universal sólo se deja entrever en
el 11nrizonle histórico del presente que comparte con sus
b·tnres. Más aun: el sentido apasionado del presente y
sus urgencias es lo que puede resguardar al intelectual
de la abstracción y el idealismo. El acto de escribir es un
acto de libertad que llama a la libertad del lector. "No
se escribe para esclavos. El arte de la prosa es solidario
con el único régimen donde la prosa tiene sentido: la
democracia. Cuando una de estas cosas está amenaza-
da, también lo está la otra. Y no basta defenderlas con
la pluma" (ibid.: 87). La empresa de escribir y la moral ,l
se hallan pues inextricablemente unidas: "Aunque la
literatura sea una cosa y la moral otra muy distinta, en
\J
el fondo del imperativo estético discernimos el impe-
rativo moral" (ibid.: 85). La libertad del escritor es una
libertad situada, como la de todos los hombres, y sólo
puede escribir en situación y dentro de una situación.
¿Cuál es su misión? Proporcionar a la sociedad una "con-
ciencia inquieta" de sí misma, una conciencia que la
arranque de la inmediatez y despierte la reflexión. Por
eso el escritor "está en perpetuo antagonismo con las
fuerzas conservadoras que mantienen el equilibrio que
él procura romper. Porque el paso a lo mediato, que no
puede hacerse más que por negación de lo inmediato,
es una revolución perpetua" (ibid.: 100).
Si escribir y leer son los dos polos de la comunicación
literaria, ¿para quién escribir? Ese personaje salido de la
burguesía o alimentado por ella que es el escritor, ¿debe
dirigirse sólo al pequeño círculo de sus lectores reales
o aspirar a un público que está más allá, un público de
lectores virtuales que debe conquistar? Además, ¿sobre

38
1111"1"' 111aks. No1as de investigación

1¡111 1 ·.1 Sartre las dos cuestiones están encade-


1il,111 l\1r;1
las inscribía entonces, en 1948, en el proyecto
11.1, l.1·. y 1·1
ti, 1111 ,,,den futuro al que confería el sentido de una
11111¡11;1 l 111 público que comprendiera a "la totalidad de
111·. /1n111lircs vivos en una sociedad dada" (ibid.: 153),
, ·. , krn·, un público que fuera un "universal concreto",
1, 1111 t 1a al porvenir de una sociedad sin clases y sin dic-

L1tl llra, sustraída por igual a la explotación capitalista y a


l:1 opresión estalinista. Aunque era posible concebir una
sociedad así, dirá Sartre, se trataba todavía de una uto-
pía. "Pero esta utopía nos ha permitido entrever en qué
rnndiciones la idea de la literatura se manifestaba en su
plenitud y su pureza" (ibid.: 15 7). Por unos años buscará
que esa utopía cobre forma política en Europa.
Recientemente, en sus conferencias sobre Representa-
ciones del intelectual el crítico palestino Edward W Said
(1996) volvió sobre la tesis de La trahison des clercs, la
hizo objeto de una reivindicación y propuso lo que po-
dríamos considerar una secularización de la doctrina.
En la versión de Said el credo es menos absoluto -sus
intelectuales pertenecen al reino de este mundo y par-
ticipan de sus combates- pero el espíritu normativo se
mantiene.
Para exponer su perspectiva, Said comienza por si-
tuarse respecto de dos autores de referencia, Antonio
Gramsci y Julien Benda. No es Gramsci, sin embargo,
quien le interesa (elogia su contribución al análisis de
los intelectuales, pero la deja rápidamente de lado, tras
interpretarla sin mucho rigor), sino Benda. "No hay duda
-al menos para mí- de que la imagen del intelectual au-
téntico tal como la concibe Benda en sus rasgos generales
sigue siendo atractiva e interesante" (ibid.: 26). Para Said,

39
{ ,AHI 1>'> /\1 l1\lvlll<1\Nl>

, "111" ¡>.11.1 ;1lllllr de Lu lrahison des clercs, el intelectual


el
t·s "1111 sn aparte", que encarna una misión, pero esa
111isi,ll1110 es la del derc de Benda, consagrado al cultivo

dt· valmes eternos. "La política es omnipresente; no hay


huida posible a los reinos del arte y del pensamiento pu-
i:i ros o, si se nos permite decirlo, al reino de la objetividad
il/ desinteresada o de la teoría trascendental" (ibid.: 38).
li,
'11)
En realidad, los intelectuales están condenados a ser de
i'I su tiempo y el modo en que participan de él es lo que

diferencia a unos de otros, al "intelectual crítico" -que
i :' es el modelo normativo del intelectual verdadero- del
que no lo es.

Básicamente -escribe Said-, el intelectual en el


sentido que yo le doy a esta palabra no es ni un
pacificador ni un fabricante de consenso, sino
más bien alguien que ha apostado con todo su
ser a favor del sentido crítico, y que por lo tanto
se niega a aceptar fórmulas fáciles, o clisés este-
reotipados, o las confirmaciones tranquilizado-
ras o acomodaticias, de lo que tiene que decir el
poderoso o convencional, así como lo que éstos
1
hacen (ibid.: 39). 1

Como en la tradición dreyfusard, el intelectual es para


Said no sólo un ser aparte, sino un ser cuya causa es la
de la verdad y la justicia. ¿Cómo ejerce su misión? Con-
tradictor del poder, perturbador del statu quo, su papel
es el del francotirador: plantea públicamente cuestiones
incómodas para los gobernantes, desafía las ortodoxias
religiosas e ideológicas de su sociedad y su espíritu in-

[
dócil no se deja domesticar por las instituciones. El arte

40
Intelectuales. Notas de investigación

del intelectual es el de representar, "ya sea hablando, es-


cribiendo, enseñando o apareciendo en televisión" (ibid.:
31). Pero, ¿a quién representa? Hay aquí espacio para la
elección. Puede escoger, dice Said, "o bien poniéndose
de parte de los más débiles, los peor representados, los
olvidados o ignorados, o bien alineándose con el más
poderoso" (ibid.: 4 7). Ahora bien, como sostiene igual-
mente que "el intelectual está en el mismo barco que el
débil y no representado" (ibid.: 39), hay que extraer la
consecuencia de que quien se alinea con el poderoso
traiciona su misión de intelectual.
A diferencia del clerc dejulien Benda, el francotirador
de Said no es un individuo abstracto, sin particularida-
des nacionales, religiosas, lingüísticas. "[H] ablar hoy de
los intelectuales significa hablar específicamente de las
variaciones nacionales, religiosas e incluso continentales
del tema, porque cada una de dichas variaciones parece
requerir una consideración independiente" (ibid.: 41).
1 Sin embargo, aunque nacen dentro de una comunidad
nacional, de una cultura particular y de lengua deter-
minada ("y por lo general pasan el resto de sus vidas
en el contexto de esa misma lengua, que es el principal
1 medio de la actividad intelectual"), su misión no es la
producción del consenso de la nación, ni deben resignar
1 el espíritu crítico por los lazos que los ligan con el gru-
po de pertenencia -"la tarea del intelectual consiste en
mostrar cómo el grupo no es una entidad natural o de
1 origen divino, sino una realidad construida, manufac-
l turada, y incluso en algunos casos un objeto inventado"
(ibid.: 48)-. El exilio, aunque doloroso como experien-
cia, puede resultar un antídoto contra la ceguera de lo
familiar, de lo que va de suyo, el sentido común de

41
Ci\id " ' ;\¡ li\MIIU\Nll

grupo. "Debido a que el exiliado ve las cosas en función


de lo que ha dejado atrás y, a la vez, en función de lo
que le rodea aquí y ahora, hay una doble perspectiva
que nunca muestra las cosas aisladas. [ ... ] El intelectual
en exilio es necesariamente irónico, escéptico, incluso
travieso, pero no cínico" (ibid.: 71).
Un peligro asecha y pierde a muchos intelectuales
en la actualidad, observa Said, es el "profesionalismo". \
En el razonamiento del autor el término profesionalis-
mo no indica una posición institucional ni un modo
socialmente regulado de ejercicio de la actividad inte-
lectual, sino una actitud: un número cada vez mayor de
intelectuales conciben y practican su labor a imagen de

1!
otras profesiones, sin otra responsabilidad que la de ser
competentes y objetivos en su labor y sin involucrarse
en nada que sea ajeno a la incumbencia profesional. El
antídoto contra la actitud profesionalista es el espíritu
de amateur:
'
El intelectual debería ser hoy un amateur o afi-
cionado, alguien que considera que el hecho de
ser un miembro pensante y preocupado de una
sociedad le habilita para plantear cuestiones mo-
rales que afectan al fondo mismo de la actividad
'
desarrollada en su seno, incluso de la más técnica
y profesionalizada, en la medida en que dicha
actividad compromete al propio país, su poder,
sus modos de interactuar con sus ciudadanos y
con otras sociedades. Por otra parte, el espíritu
del intelectual que actúa como amateur puede
penetrar y transformar la rutina meramente pro-
fesional con que nos comportamos la mayoría

42
l,,1 .. l.. c111alcs. Notas de investigación

<I,· 11\l'>otrns en algo mucho más vivo y radical


1i/ ,,, / l)()).

l'a1:1 Said el "extrañamiento" respecto de la sociedad


, 11 w 11aliita sensibiliza el sentido crítico del intelectual.
l l,·sdc este punto de vista su imagen del intelectual críti-
,,, se aproxima al tipo social construido que Georg Sim-
mcl (2002) llama "el extranjero", y al que le consagra un
parágrafo en su Sociología. El extranjero al que se refiere,
dice, no es el nómade que viene hoy y se va mañana. Se
\ rata del que viene hoy y se queda mañana, pero, aunque
se ha detenido no se ha asentado. Lo que le interesa de
esta figura es la relación de proximidad y distancia en
que se halla respecto del grupo donde se ha establecido.
"En el caso del extranjero la unión entre la proximidad
y el alejamiento, que se contiene en todas las relaciones
humanas, ha tomado una forma que podría sintetizarse
de este modo: la distancia, dentro de la relación signi-
fica que el próximo está lejano, pero el ser extranjero
significa que el lejano está próximo". Para Simmel esta
posición de distanciamiento era una fuente de lucidez o,
como dice él, de objetividad. "Como el extranjero no se
encuentra unido radicalmente con las partes del grupo
o con sus tendencias particulares, tiene frente a todas
sus manifestaciones la actitud peculiar de lo 'objetivo',
que no es meramente desvío o falta de interés, sino que
constituye una mezcla sui generis de lejanía y proximi-
dad, de indiferencia e interés" (ibid.: 211).
La figura simmeliana del extranjero ha sido empleada
muchas veces para subrayar la ruptura con la experien-
cia ordinaria y las verdades del sentido común que es
necesaria a fin de que el conocimiento social sea posible.

43
C/\RUJS A11/\MIR/\N()

Ahora bien, ¿cómo evitar que la distancia se convierta en


desconexión y se acabe por hablar (o por escribir) para
nadie o sólo para otros intelectuales? En torno a esta
cuestión ha desarrollado su reflexión sobre el papel de
los intelectuales Michael Walzer (1993), filósofo político
norteamericano de orientación comunitarista. El célebre
mito de la caverna tiene un papel figurativo central en
la argumentación de su libro La compañía de los críticos,
pues a través del relato platónico ilustra la posición de
quienes creen que los principios en que debe fundarse
,¡' la crítica social y política se hallan fuera de la caverna,
i
ll',
1,
I'
como la luz del sol, y únicamente pueden ser descubier-
,1

tos por filósofos distantes. Algunos intelectuales, escribe,


"sólo buscan la aquiescencia de otros críticos; hallan a
sus pares únicamente en el exterior de la caverna, en
el resplandor de la Verdad. Otros encuentran pares y, a
veces, incluso camaradas, en el interior, en la sombra de
las verdades contingentes e inciertas. Mi propio com-
promiso con la caverna me lleva a preferir el segundo
grupo" (ibid.: 8). El eje de su reflexión y del análisis de
la trayectoria de once intelectuales será, entonces, el de
la distancia y la conexión entre las élites del discurso
crítico y las personas comunes.
La crítica social es vieja como la propia sociedad,
dice Walzer, quien halla su manifestación originaria y
elemental en la queja contra las circunstancias adver-
sas de la vida común. "El crítico social moderno es un
especialista en la queja, pero no el primero y segura-
mente no el último" (ibid.: 11). La crítica puede asumir
varias formas -reprobación política, denuncia moral,
cuestionamiento escéptico, comentario satírico, profecía
airada, especulación utópica-, pero su raíz es siempre

44
l11tclc,1ualcs. Nntas de investigación

111<>1,d, 1:11110 si apunta a individuos como si cuestiona


r~,1,uct ur:1s sociales y políticas. "Sus términos cruciales
-lllisnva Walzer- son corrupción y virtud, opresión y
¡11sticia, egoísmo o bien público" (ibid.: 17). Aunque el
critico puede alegar consideraciones filosóficas o eco-
nómicas, sociológicas o políticas, el fundamento de la
n1tica no es el conocimiento docto. Los intelectuales
que invocan el saber como garantía de su crítica, hablan
generalmente en nombre de una verdad -la de la razón,
la de la ciencia o la de la historia- que se encuentra y
se adquiere más allá del horizonte que comparte con
sus semejantes: es el mensaje del mito platónico de la
caverna para Walzer. El crítico que regresa, tras haber
salido de la caverna y haber descubierto el camino del
conocimiento verdadero, "no se entrega a la gente como
un pariente·, la observa con una nueva objetividad, ya
que es extraña a su Verdad recién descubierta" (íbíd.: 21).
La crítica que elabora ya no se halla en continuidad con
la queja común "porque el crítico se sitúa, aun después
de su regreso, fuera de la ciudad" (ibid.). La distancia se
convierte en apartamiento y desconexión.
El marco de la crítica intelectual es para Walzer la
comunidad política -la Ciudad, en el vocabulario po-
lítico occidental-. El intelectual no debería concebir-
se como miembro de un grupo aparte, sino como un
ciudadano que habla y participa del debate público
en el ejercicio de esa condición. El "extrañamiento" de
la Ciudad no es el requisito de la crítica, que nunca
es más poderosa que "cuando da una voz a las quejas
corrientes de la gente o pone en claro los valores que
subyacen a esas quejas" (íbíd.: 23). La preocupación del
intelectual no debería ser, entonces, la de abandonar "la

45
~-111,1 <" ;\1 IIIMll,1\Nt>

caverna" para ir en busca de verdades universales que


1
1
le den fundamento objetivo a su crítica, sino tomar la
¡,
moralidad existente en la Ciudad y ejercer sobre ella el
1 trabajo crítico-interpretativo, Mediante la interpretación,
el crítico puede hacer ver las incongruencias entre los
valores proclamados y los comportamientos reales de los
gobernantes y de los conciudadanos, o proponer otra
realización de esos mismos valores. Como Hamlet, que
\ presenta a su madre, la Reina, el espejo en que "su ser
íntimo se patentice", el crítico debe poner a la Ciudad
ante el espejo de sus propias faltas. La actividad crítica
se asocia así con la autorreflexión de una comunidad y,
\\ por ello, con la autocrítica. El intelectual pone en forma
la queja común mediante un lenguaje especializado, pero
más allá de cierto punto la especialización del lenguaje
\ puede desconectarlo: ya no habla entonces sino para una
pequeña élite de colegas (para Walzer, el elitismo es la
\ gran tentación del crítico cultural modernista).
En la sociedad contemporánea, la "rebelión de las
masas" es la movilización de la queja común y en esa l \
empresa, que no es únicamente suya, los intelectuales
críticos deben hallar su lugar, Hablar desde adentro no
significa, sin embargo, renunciar a la independencia:

Su crítica es tanto auxiliar como independiente.


No pueden sólo criticar, también deben ofrecer
consejos, escribir programas, asumir posiciones,
hacer elecciones políticas, con frecuencia en las
más duras circunstancias. Alertas a las derrotas,
a menudo autoinfligidas, del pueblo movilizado,
no están, sin embargo, prontos a convocar a un
retorno a la pasividad tradicional. Los críticos de

46
1111,ln 111,drs. N()las de investigación

n1,11 l.1·,, ,l,·IH'11buscar un modo de hablar a tono


, 1111 ·,11 11111·v1>acompañamiento, pero también
, ,11111.111 Nl'n'sitan encontrar un lugar donde
1d111 ,u :,1·, 1·1·1cmo a su compañía, pero no sumido
'11' ll.1 (,/,,J 33) .

1·jcmplos de la tradición normativa se po-


. \ 1··,10~
' 1, 1;111 .111;1d ir
otros, pero ellos son suficientes: los cuatro
, l. ¡.111 vn, a través de versiones diferentes y aun rivales,
, 1 1.1:01 iamiento ético. Lo que sobresale en este razona-

11111·111 o no es un examen de lo que el intelectual es o


ltacc en el espacio social, sino un discurso prescriptivo
sobre lo que éste debe hacer si quiere corresponder a
su definición (custodio de los valores permanentes de
la civilización, escritor comprometido con las luchas de
su tiempo que busca cambiar la sociedad con arreglo a
un proyecto, contradictor del poder y portavoz de los
débiles o articulador de la queja común). La cuestión
de los deberes de la intelligentsia se sitúa en el centro.
Que la argumentación ética sea tan corriente en el dis-
curso sobre el intelectual nos recuerda que esta figura
es irreductible a una categoría socio-profesional, que un
intelectual no se define únicamente por una función (lo
que es), sino también por una "conciencia", es decir, por
una representación de su papel como intelectual. Como
hemos visto no hay, en realidad, una sino varias formas
de esa conciencia y cuando los intelectuales trazan una
y otra vez la línea que divide a los intelectuales dignos
de admiración de aquellos que no lo son, se inscriben en
alguna de las familias de la tradición normativa.

47
3. A LA LUZ DEL MARXISMO

i
La obra teórica y política de Karl Marx alimentó una
importante tradición de análisis y discusión sobre los
intelectuales, aunque no en vida del propio Marx. En
efecto, el tema sólo comenzó a cobrar algún relieve en el
campo marxista a partir de la última década del siglo x1x,
en el ámbito de lo que se conoce como el "marxismo de
la Segunda Internacional", cuando el socialismo comen-
zó a atraer hacia sus filas a miembros de la intelligentsia
(Hobsbawm, 1979: vol. 2). Una preocupación estraté-
gica presidiría desde entonces el tratamiento de la cues-
tión: ¿cuál era el papel de los intelectuales en la lucha
entre el proletariado y la burguesía? Marx, sin embargo,
no le había dedicado a los intelectuales (los "ideólogos",
de acuerdo con la denominación que usaba con mayor
frecuencia) demasiada atención ni reflexión. A sus ojos
parecía no haber una cuestión allí, lo que encierra cierta
paradoja. ¿Qué otro pensador socialista le otorgó tanta
importancia como él a la teoría y a las batallas teóricas7
Consagró mucho tiempo no sólo a elaborar junto con
Engels su propia concepción, sino también a combatir
implacablemente las doctrinas que juzgaba erróneas, •sea
porque desviaban al proletariado de sus metas o porque
impedían su acción autónoma de clase. Sin embargo, en
49
,....;)1\1 1 l', /\! ! 1\i'Al\{i\N\)

su representación del proceso histórico, que se articula


en términos de modos de producción y luchas de clases,
no hay casi lugar, menos todavía un papel de relevancia,
para los productores de teorías y doctrinas sociales. Aun
en los escritos de análisis históricos, cuando aparecen
aquí y allá, siempre como voceros de las otras clases,
no del proletariado, Marx los menciona generalmente al
pasar, como si carecieran de espesor propio. "El esquema
marxista de la lucha de clases -observó Alvin Gouldner
(1980: 24)-nunca fue capaz de explicarse así mismo, de
explicar a quienes elaboraron el esquema, a los mismos
Marx y Engels".
La escasa relevancia que en la lente de Marx tenían
los intelectuales como actores o como categoría social
no se hace evidente sólo en su concepción histórica ge-
neral o en el examen de las luchas políticas en la Eu-
ropa occidental del siglo x1x. Se la observa también en
relación con un movimiento por el que experimentaba
el mayor interés: el movimiento populista en Rusia. Se
sabe que aprendió ruso para opinar con conocimiento
de causa sobre la agitación populista y que llevó a cabo
un estudio sobre la comuna rural rusa para responder
a las inquietudes de Vera Zasúlich, una dirigente de ese
movimiento (Marx y Engels, 1980). No se le conocen,
en cambio, observaciones sobre la intelligentsia rusa, pese
a que sin ella, sin la acción doctrinaria y práctica de
sus miembros, el populismo era difícil de pensar (así
como sin la intelligentsia sería impensable el surgimiento
posterior del socialismo marxista en Rusia) (cf. Walicki,
1979: 380-388).
De todos modos, por escasos que sean, pueden re-
cortarse en la obra de Marx algunos pasajes sobre los

50
Intelectuales. Notas de investigación

l1"11il>1cs <le ideas. Cuando la cuestión aparezca en el


11, >nzonte como objeto de debate teórico y político,
, ·,; 1s pocas líneas servirán de referencia insoslayable
¡1:11:1 quienes se consideraban herederos de su legado
J('()l"ÍCO.

División del trabajo y lucha de clases


De esos pasajes, hay dos que fijan tesis importantes
en la elaboración marxista posterior del tema de los in-
telectuales. La primera de ellas aparece en La ideología
alemana, la obra que Marx y Engels escribieron entre
1845 y 1846 con el objeto de contraponer, como dirá
Marx (1974: 78) años después, "nuestro punto de vista
con el ideológico de la filosofía alemana" de su tiempo,
es decir, la filosofía posthegeliana. El manuscrito de La
ideología alemana quedó inédito durante muchos años,
abandonado por sus autores a "la crítica roedora de los
ratones", y sólo se publicó completo en 1926, si bien
algunos fragmentos eran previamente conocidos. En La
1 ideología alemana y en su complemento obligado, las

~
famosas Tesis sobre Feuerbach redactadas por Marx hacia
la misma época, se formulan por primera vez los linea-
mientos de la interpretación materialista de la historia.
En ese marco intelectual se inscribe la tesis sobre los
"ideólogos". (El término ideólogo tiene en el vocabulario
teórico de Marx, al igual que el de ideología, un sentido
crítico-negativo: señala la creencia en el poder propio
de las ideas y en que resulta suficiente cambiar éstas,
cambiar la interpretación del mundo, para que cambie
el mundo. Constituye la ilusión por excelencia de la fi-
losofía especulativa, equivalente a la de ese hombre listo,
escribe Marx irónicamente, que "dio una vez en pensar

51
( ,\l<l 11•, i\1 l,\Mll(1\NU

q1w se hundían en el agua y se ahogaban


111·, 1,.,11d11cs
porque se dejaban llevar de la idea de la
'.,111i¡1l,·111\·111c

¡•,1,11nl:1d" IMarxyEngels, 1971: 11]).

1;1 lígura del ideólogo aparece en el juego de dos cli-


vajcs: el de la división del trabajo y el de la dominación
ideológica. La división del trabajo crea históricamente
las condiciones para el nacimiento de los ideólogos y de
la conciencia ideológica. A partir del momento en que
el trabajo intelectual se separa socialmente del trabajo
manual, dice Marx, "puede ya la conciencia imaginarse
realmente que es algo más y algo distinto que la con-
! ., ciencia de la práctica existente, que representa realmente
1 i
algo sin representar algo real" (ibíd.: 32). La conciencia
se emancipa del mundo y se entrega a la producción
pura de ideas. La primera forma de los ideólogos, acota, ~
son los sacerdotes. La otra división, la de la dominación
ideológica, remite a la tesis general de que en toda época
la ideología dominante es la de las clases dominantes ("la
clase que ejerce el poder material dominante en la socie-
dad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante"
[ibid.: 50]). En ese cuadro, los ideólogos son definidos
como una fracción de la clase dominante, producto de la
división del trabajo en las filas de los dominadores, di-
ferenciados entre miembros activos y pensadores. Estos
últimos son los que se consagran a elaborar las ilusiones
de esa clase sobre sí misma, disimulando el interés par-
ticular en la forma del interés universal. 4J

La división del trabajo [... ] se manifiesta también


en el seno de la clase dominante como división
del trabajo físico e intelectual, de tal modo que
una parte de esta clase se revela como la de sus
Intelectuales. Notas de investigación

pensadores (los ideólogos conceptivos activos de


dicha clase, que hacen del crear la ilusión de esta
clase acerca de sí misma su rama de alimentación
fundamental), mientras los demás adoptan ante
estas ideas e ilusiones una actitud más bien pasiva
y receptiva, ya que son en realidad los miembros
activos de esta clase y disponen de poco tiempo
para formarse ilusiones e ideas acerca de sí mis-
mos (íbíd.: 51).

Marx concede que pueden surgir ocasionalmente


conflictos y cierto encono entre las dos fracciones, pero
las discordias se esfuman en cuanto surge una amenaza
al dominio de la clase misma. En esas situaciones desa-
parece incluso "la apariencia de que las ideas dominan-
tes no son las ideas de la clase dominante, sino que
) están dotadas de un poder propio, distinto de esta clase"
11
1.
(íbíd.). En otras palabras: cuando peligra la dominación,
aparece la verdad fáctica de la ideología, se deshace su
juego ilusorio, y los ideólogos se unen con los miembros
11
1 l
1
prácticos de su clase en un solo bloque.
Cuando dos años después, en el Manifiesto comunís-
La, reaparezca la imagen de la crisis de un sistema de
f t
dominación, lo que Marx pronostica no es la recompo-
1 sición de la clase dominante, soldada en sus diferentes
1 fracciones, sino su desintegración. El contexto político
1 es otro: se está en vísperas de las revoluciones europeas
de 1848 y Marx y Engels presienten que está próximo
el derrumbe del orden burgués. La expectativa revolu-
cionaria, que anima todo el Manifiesto, se refleja también
en este pasaje:

53
( .,\1,1 < !\ 1\1 l ,\Mll,ANU

1... 1 cn tiempos en los que la lucha de clases se


acerca a su desenlace, el progreso de la disolución
que tiene lugar dentro de la clase dominante, den-
tro de toda la antigua sociedad, asume un carácter
tan vivo y violento que una pequeña parte de la
clase dominante se separa de ella y se adhiere a la
clase revolucionaria, a la clase que tiene el futuro
en sus manos.

En la perspectiva que abre esta prognosis, que tiene


como modelo la Revolución Francesa, Marx indica otro
destino histórico para una fracción de los ideólogos: "así
como antes una parte de la nobleza se pasó a la burgue- 1
'I
sía, ahora una parte se pasa al proletariado, y en especial
una parte de los ideólogos de la burguesía, quienes han
avanzado hacia la comprensión teórica de todo el movi-
miento histórico" (Marx y Engels, 1998: 52).
En ese grupo que pasaba a las filas del proletariado,
Marx tal vez se representaba también a sí mismo. De
todos modos, el fenómeno mismo de la radicalización
de los ideólogos de la burguesía no le inspira ní una ~
línea. ¿Por qué una parte de ellos se pasa del lado de \
su antagonista de clase? ¿Qué los lleva a renegar de la
burguesía? ¿Cómo atribuir este tránsito a la conciencia
de los ideólogos, es decir, al hecho de que han alcanzado
la comprensión teórica de todo el movimiento histórico,
sin producir disonancias en la teoría? Este problema será
permanente en una teoría que habría de ejercer una gran
influencia en las filas de los intelectuales.

Intelectuales y nueva clase media


En 1895 Karl Kautsky creyó necesario emitir una

54
Intelectuales. Notas de investigación

11¡,1111(lt1 marxista autorizada sobre el tema de los inte-


1,·( 111:tlcs. El crecimiento numérico de la intelligentsia
1 il, ·,de fi.nes de la década de 1880, la "superproduc-

' 11 ,, 1" de intelectuales era un tópico no sólo en las filas

(kl socialismo) y el interés qu,e el marxismo despertaba


¡ ,r ese entonces en la cultura de algunos países euro-
>(

1,rns pusieron la cuestión en el orden del día (cf. Paggi,


l lJ80: 9). Director de la revista Neue Zeít, la publicación
doctrinaria del Partido Socialdemócrata de Alemania, el
más respetado de los partidos socialistas de la Segunda
Internacional, Kautsky disfrutaba de una autoridad ini-
gualada por entonces en los asuntos relativos a la teoría
marxista. Él mismo contribuyó a la definición del mar-
xismo como un sistema y sus batallas contra la corriente
revisionista consolidaron su reputación como teórico
del socialismo científico2 . Con Kautsky se constituye un
canon de mtodoxia marxista de larga duración.
"Junto con la cuestión de la agitación en el campo
-escribirá-, debe ser objeto de particular atención la de
nuestra actitud frente a la inteligencia. El surgimiento
mismo de esta cuestión se deriva esencialmente de los
cambios ocurridos en las últimas décadas en estos es-
tratos sociales, de los que hablaremos más adelante"
(Kautsky, 1980: 257). No se trataba del viejo tema de si
la socialdemocracia debía aceptar en sus filas a miembros
de la íntellígentsia, que había sido aclarado ya en el Ma-
nifiesto comunista y "por el hecho mismo de que los fun-
dadores de la socialdemocracia, un Marx, un Engels, un

2 Sobre el papel de Kautsky en la consolidación del marxismo


como escuela, véase Georg Haupt, "Marx e il marxismo", en AA.VV.,
Storia del marxismo, Turín, Einaudi, 1978, vol. l.

55
1._.,\!.::l (l"i ¡\¡ !1\M!!~i\N(.)

ar::r
11!: Lasalle, pertenecían a la inteligencia" (ibid.: 257). Ahora
1\1:i
:(,'
;,¡,;
se estaba frente a hechos nuevos que exigían examen y
i:i determinación estratégica: "Los problemas que tenemos
que abordar son otros: cuáles son las características de la
inteligencia, si sus intereses coinciden y en qué medida
con los del proletaiiado, si hay que esperar y en qué me-
dida que ésta tome su mismo lugar en la lucha de clase, y
cuáles son sus estratos más difíciles de conquistar" (ibid.:
259). Ahora bien, cuando aborda su objeto, el discurso
de Kautsky toma un rumbo zigzagueante, que oscila
entre la noción unitaria de intelligentsia y la diversidad
de sus categorías constitutivas, entre la referencia a los
intereses objetivos del grupo y la alusión a las actitudes
subjetivas que predominan en sus integrantes.
¿Qué es la intelligentsia? Una clase "que se gana la
vida valorizando sus conocimientos y capacidades par-
ticulares" (ibid.: 261). Tiene su génesis histórica en la
separación del trabajo manual y el trabajo intelectual
y su número aumenta continuamente en la sociedad
moderna por obra del modo de producción capitalista,
que no absorbe, sin embargo, a todos los intelectuales
que su dinámica arroja al mercado de trabajo. Hay pues
superproducción de agentes intelectuales y, por ello, ma-
lestar en sus filas. Este conjunto social en expansión ha
reconfigurado el universo de las clases en el capitalismo,
dando nacimiento a una nueva clase media. Surgida de
las demandas de la organización capitalista del trabajo
industrial, del desarrollo de la administración estatal,
así como de la decadencia de la pequeña empresa, esta
nueva clase media se vuelve cada vez más importante
que la tradicional pequeña burguesía. "El crecimiento de
la inteligencia y el crecimiento de su descontento repre-

56
Intelectuales. Notas de investigación

precisamente los dos elementos más importantes


·., 111:111

, 11 w inducen a la socialdemocracia a dirigir su atención

,1 esta clase" (ibid.: 263).

Para prever el comportamiento político de esta nueva


clase media no resultaba criterio suficiente, sin embargo,
el fenómeno del descontento. En una sociedad que se de-
rrumbaba, ¿en qué clase podía no haber descontentos?,
se preguntaba retóricamente Kautsky Se necesitaba un
criterio objetivo, como dictaba el canon, el de los intere-
ses comunes de clase. Pero era aquí donde la intelligentsia
estallaba: "¿Qué comunidad de intereses une al médico
con el abogado, al pintor con el filólogo, al químico con
el periodista? No sólo los intereses intelectuales sino
también los materiales de cada una de estas profesiones
son totalmente específicos" (ibid.: 264). No había, en
suma, sino intereses de categorías socio-profesionales.
Más todavía: ni siquiera dentro de cada categoría pre-
dominan los intereses comunes, porque dentro de ellas
no todos ocupaban la misma posición:
' 1

¿Qué interés tiene una "estrella", un astro del


firmamento del arte, en una mayor valorización
de la obra de sus colegas desconocidos? ¿Qué
comunidad de intereses subsiste entre el jefe de
redacción de un periódico de fama internacional
y un simple cronista? ¿Qué interesaba al profesio-
nal de una facultad de medicina, con su renombre
universal y sus ingresos principescos, la situación
de los médicos rurales? (ibid.: 265).

Había, pues, jerarquías, incluso jerarquías de clase,


dentro de las diferentes profesiones intelectuales. Frente

57
_ .,, " i 1 1~, /\! ! r\ MI l\,\ Nl)

a las representaciones idealizadas de la intelligentsia, el


objetivismo economicista de Kautsky tenía la virtud de
hacer distinciones y señalar disparidades de intereses
en el seno de ese conjunto social, pero mostraba, al
mismo tiempo, las dificultades que el tema de los inte-
lectuales presentaba a toda concepción que redujera los
clivajes sociales únicamente a criterios económicos. Una
vez producida la reducción del grupo a los diferentes
intereses de categoría y de rango, ¿cómo remontar de
nuevo hacia la unidad de la clase, si esta unidad, a su
1 ,¡: vez, como recomendaba el buen método, se fundamenta
\i en términos de intereses económicos de clase? A través
1 de un razonamiento en que cada afirmación resultaba
atenuada -cuando no directamente contrarrestada- por
la siguiente, Kautsky no logrará salir del enredo. Pero su
preocupación teórica estaba subordinada a la preocupa-
ción política y para esta última encontró una fórmula
que no necesitaba ser inventada porque ya estaba dis-
ponible. ¿Cómo conquistar a los distintos elementos de
la íntelligentsia? No apelando a sus intereses, sino a su
desinterés, mejor dicho a su interés en el conocimiento
desinteresado. Este conocimiento, escribe, refiriéndose
al conocimiento de las leyes de la historia, "nos pro-
cura prosélitos en todas las clases, pero es en la inteli-
gencia donde su capacidad de reclutamiento encuentra
un terreno particularmente favorable" (íbíd.: 272). Por
razones profesionales, los miembros de esta categoría
poseen "mayor amplitud de horizontes y un desarrollo
de aptitudes y capacidades intelectuales superior al que
se encuentra en otras clases. [ ... J Sólo en el campo del
pensamiento desinteresado una mayor fuerza intelectual
lnlclcctualcs. Notas ele investigación

1.1111 hién entraña necesariamente una mayor capacidad

, I, descubrir la verdad" (ibid.).

La conclusión práctica que extraía Kautsky tras su


recorrido -persistir en lo que se había hecho hasta enton-
ces para conquistar a los intelectuales- dejaba sin expli-
cación el hecho que él mismo señalaba: que hubiera en la
sociedad una categoría, la intelligentsia, cuyos miembros,
por el valor que le atribuían al conocimiento (o al arte
o a la literatura), podían hacer elecciones éticas que no
respondían a sus intereses, al menos no a sus intereses
entendidos en términos económicos. Los medios teó-
ricos de que disponía, el materialismo que él mismo
había contribuido a estatuir, sólo podían conducirlo a
un atolladero.

La revolución de Gramsci
En ocasión de una entrevista, el filósofo italiano
Lucio Colletti (1975: 55-56) indicaba que a su juicio
Antonio Gramsci había tenido un conocimiento parcial
de la obra de Marx, sobre todo de la teoría económica
marxista, y de hecho nunca había intentado llevar a
cabo un análisis económico del capitalismo italiano o
europeo. Pero en este punto débil había radicado su
fuerza y la posibilidad de su original contribución al
pensamiento marxista:

Justamente porque no poseía un dominio efectivo


de la teoría económica marxista, Gramsci se vio
inducido a desarrollar una nueva exploración de
la historia italiana, que invirtió el esquema conven-
cional de estructura y superestructura, un par de

59
, ,1\1\1 { 1c, !\ ! ! t\l\1 ! !{1\Ntl

conceptos, dicho sea de paso, que son muy pocos


frecuentes en el propio Marx, y que casi siempre
han conducido a simplificaciones elementales.
Gramsci se encontró de ese modo lo suficiente-
mente libre como para atribuir una importancia
desacostumbrada a los componentes políticos e
ideológicos de la historia de la sociedad italianas.

La hipótesis de Colletti, que fue un marxista no grams-


ciano, es sugestiva y provocadora. Tiene, además -lo
que resulta más importante e infrecuente en los estudios
sobre el político y pensador italiano-, el valor de ofre-
cer una clave interpretativa para aquello que siempre se
ha subrayado: la singularidad de Gramsci dentro de la
tradición marxista. Como sea, se la acepte o no como
explicación, el hecho es que, efectivamente, en sus inves-
tigaciones sobre la sociedad italiana Gramsci le otorgó a
la política y a la cultura, así como a la relación entre am-
bas, un peso tal que diferencian claramente sus escritos
dentro de aquellos que tomaron como fuente de inspira-
ción el pensamiento de Marx. Su programa intelectual, si
así puede hablarse, no era el de desarrollar los aspectos
que el fundador había descuidado, como los relativos
a la superestructura, preocupación que sí motivaría a
muchos exponentes del marxismo occidental, filósofos o
literatos, por lo general. Lo que incitaba la crítica grams-
ciana del economicismo, de la interpretación positivista
del marxismo, así como su interés por los problemas
de la política y la ideología, de la cultura de las clases
subalternas y de los intelectuales, no era el propósito de
"completar'' el marxismo. Es su propia concepción de
la historia (y del marxismo como concepción histórica)

60

~ - liiíWlíi ill ·
lnLelectuales. Notas de invcsligacion

1,, que da impulso tanto a su polémica antideterminista


, , 111H1 a sus exploraciones en el dominio de lo que el
, .111011 marxista llamaba superestructura.

Para Gramsci, como subraya Renato Ortiz (1980:


J 2(1), "la historia es sobre todo política, o sea, acción de

11 )~ hombres, objetivamente determinados en el mundo".


l l'or eso, agreguemos, los textos que recomienda para
rnmbatir el economicismo son los escritos políticos de
Marx, de los que extrae, sin embargo, indicaciones que
no son nada obvias)3. Dentro de esta perspectiva, "las
ideologías así como los ideólogos, desempeñan un papel
de orientación social y de justificación o de transforma-
ción del orden" (Ortiz, ibid.). En efecto, las ideologías
ya no indican en Gramsci el reino de una conciencia
que se emancipa del mundo real y se ilusiona con su
independencia, ni tampoco la traducción alienada de
las relaciones reales entre los hombres en el cielo de las
ideas. Ellas, para decirlo con sus palabras, "organizan las
masas humanas, forman el terreno en el cual los hombres
se mueven, adquieren conciencia de su posición, luchan,
etc." (Gramsci, 1977: 204). La problemática gramsciana
de los intelectuales se edifica en este marco.
Aunque la cuestión se halla ya formulada como asun-
to estratégico en el último trabajo que escribió antes

·1
1 1
3 "La pretensión (presentada como postulado esencial del ma-
¡ terialismo histórico) de presentar y exponer toda fluctuación política
y de la ideología como expresión inmediata de la estructura tiene
que ser combatida en la teoría como un infantilismo primitivo, y
en la práctica hay que combatirla con el testimonio auténtico de
\ Marx, escritor de obras políticas e históricas concretas". Cf. Antonio
¡ Gramsci, Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán,
México, Siglo xx1, 1977, p. 276.

~ 61
l:Al{I ' " 1\1 11\Mll<AN()

de c.ll ;11Tcsto, en 1Y26, fue en los escritos de la prisión


dnnde le dio mayor alcance y diversificación al tema. En
1:¡
el texto de 1926, "Algunos temas de la cuestión meridio-
nal", que quedaría inconcluso, la reflexión sobre los inte-
lectuales aparecía fundamentalmente ligada al problema
de la alianza del proletariado con los campesinos del sur
italiano, una alianza estratégica para la revolución social,
a los ojos de Gramsci, que se hallaba obstruida por la
hegemonía que los grandes propietarios ejercían sobre
las masas agrarias. Esta hegemonía operaba a través de
un estrato de intelectuales de origen rural que le propor-
cionaba la mayor parte de su personal al Estado y que,
en general, tanto en la aldea como en el campo, ejercían
funciones de intermediación entre los campesinos y la
administración central. Son intelectuales propios de un
mundo social que aún no ha sido transformado por el
capitalismo, intelectuales "tradicionales", como los lla-
mará Gramsci, quien piensa antes que nada en maestros,
notarios, sacerdotes, abogados. Pero no son éstos los
únicos intelectuales que integran el bloque agrario. En
la cumbre de la cultura meridional se hallaba establecida
una élite, compuesta por hombres de gran cultura, como
1 !
Benedetto Croce, que provenían también del suelo so-
cial tradicional, pero que se hallaban conectados con la
gran cultura europea. Esta élite ejercía un doble papel:
acogía la inquietud de los jóvenes cultos del Mezzogior-
no, por un lado, y, por otro lado, la moderaba, tanto
intelectual como políticamente. La hegemonía de los
grandes propietarios en la sociedad meridional, concluía
el análisis, no se disgregaría si el proletariado no formaba
sus propios cuadros intelectuales, pero tampoco si no
lograba abrir una brecha en el "bloque intelectual que
Intelectuales. Notas de investigación

l'S la armadura flexible, pero resistencísima, del bloque

agrario" (Gramsci, 1957: 233).


Esta problematización de los intelectuales, que cam-
11iaba el canon marxista establecido, se hará más amplia y
rnrnpleja en los escritos de la prisión, aunque sin perder
su foco estratégico. La primera referencia a la investiga-
ción sobre la intelligentsia italiana que emprende en la
drcel aparece en una carta de 192 7, cuando se refiere a
lns temas en que piensa concentrarse siguiendo un plan
previo. Se trata de una investigación, escribe, "acerca del
espíritu público en Italia del siglo pasado; dicho de otro
modo, una investigación acerca de los intelectuales italia-
nos, sus orígenes, sus agrupaciones según las corrientes
de cultura, sus diversos modos de pensar, etc.". Recuerda
su escrito sobre la "cuestión meridional" y agrega: "Pues
bien, querría desarrollar ampliamente la tesis que apunté
allí, desde un punto de vista 'desinteresado', für ewig"
(Gramsci, 1977: 225). Este rápido bosquejo indica la
orientación que le imprimió a su estudio histórico de
los intelectuales italianos, cuyos resultados volcó en sus
cuadernos en forma de breves análisis, observaciones,
notas de reflexión, que se publicarán reunidos en 1949
bajo el título de Gli intellettuali e l'organizacione della
cultura.
Aunque la formación y el papel histórico de los inte-
lectuales italianos, desde la Edad Media a la era fascista,
sea el hilo de sus apuntes, algunas indicaciones tienen
un alcance más general por su carácter teórico-meto-
dológico. En este nivel se sitúan las dos preguntas que
Cramsci se formula para establecer el campo de su in-
vestigación en el cuadro del marxismo. La primera es si
los intelectuales constituyen un grupo social autónomo

63
( 1\111 <1', /\1 l1\~lll{1\Ntl

" 1 " ' 11 , ,1d,1 , L1•,(' '.,( 1, 1,d t icne su propia categoría de in-

1\'ln 111,dt·s. LI problema es complejo, anota Gramsci. Por


1111 l,idn, efectivamente, cada una de las clases surgidas
rn ,·I , ,u11p,1 de la producción económica crea a la vez
sus propias capas intelectuales, al menos las clases que
asumen en ese campo una función esencial. (Gramsci
no aclara cuáles son esas clases, pero puede suponerse
que en su visión son aquellas que, como la burguesía o
el proletariado, no sólo pueden alcanzar el poder político
sino también dirigir a otras clases. Los campesinos, en
cambio, no elaborarán intelectuales "orgánicos", aunque
proporcionen intelectuales para otras clases, según se
vio en su trabajo sobre la cuestión meridional.) Estos
intelectuales le suministran a su clase homogeneidad
y conciencia no sólo de su función en el terreno de la
economía, sino también en el político y social. Son los
que Gramsci (1975: 11) llama intelectuales "orgánicos"
de una clase, como los que crea consigo el empresario
capitalista: el técnico de la industria, el experto en cien-
cia económica, el creador de una nueva cultura, de un
nuevo derecho.
Por otro lado, sin embargo, al ingresar en el escena-
rio histórico toda clase halla también, ya constituidas,
otras categorías intelectuales, nacidas en el ordenamiento
económico y social precedente. Gramsci, que piensa an-
tes que nada en la formación de la sociedad capitalista
moderna, señala como la más típica de estas categorías
a los eclesiásticos, que monopolizaron por largo tiempo
"algunos servicios importantes: la ideología religiosa,
es decir, la filosofía y la ciencia de la época, la escuela,
la instrucción, la moral, la justicia, la beneficencia, la
asistencia, etc.". Intelectuales orgánicos de la aristocracia
Intelectuales. Notas de investigación

terrateniente, los clérigos no ejercieron el monopolio de


las competencias culturales sin encontrar límites y rivales
en otras capas. "De ese modo se fue formando la aristo-
cracia de toga, con sus propios privilegios, un grupo de
administradores, etc.; científicos, teóricos, filósofos no
eclesiásticos, etc." (ibid.: 13).
A estas categorías intelectuales, que provienen de
estructuras sociales precedentes pero siguen activas en
el desempeño de funciones culturales, Gramsci las llama
"tradicionales". Dentro de esta clasificación colocaba a
las principales de la alta intelligentsia italiana y a Bene-
detto Croce como gran su gran pontífice. Esas catego-
rías tradicionales tienden a considerarse, observaba, en
continuidad ininterrumpida con sus predecesores pese
a los cambios sociales y políticos sobrevenidos, que no
podían sino haber trastornado esa continuidad. De ahí
que desarrollen un espíritu de cuerpo y se consideran
como autónomas e independientes de la clase dominan-
te. Esta autorrepresentación, aunque fuera una utopía,
no carecía de consecuencias en el comportamiento pú-
blico de los intelectuales.
"¿Se puede encontrar un criterio unitario para ca-
racterizar igualmente todas las diversas y variadas acti-
vidades intelectuales y para distinguir a éstas al mismo
tiempo y de modo esencial de las otras agrupaciones
sociales?" (ibid.: 14). Esta será la otra pregunta preliminar
y a la que Gramsci responderá ampliando la noción de
intelectual. La fórmula que acuñó es conocida: "Todos
los hombres son intelectuales, pero no todos los hombres
tienen en la sociedad la función de intelectuales" (ibid.).
i\ntc la idea y la imagen de hombres consagrados a un
l rahajo exclusivamente físico -los llamados trabajado-

65
• , , .-, 1H 11~1\ Nl 1

res manuales, los obreros-, Gramsci replicará que toda


ocupación conlleva, según el grado en que varían de
una actividad a otra, una dimensión intelectual. Más
aún: al margen de su profesión, todo hombre desarrolla
una actividad intelectual, participa de una concepción
del mundo (es un 'filósofo'), es un hombre de gusto,
profesa una moral y así "contribuye a sostener o a mo-
dificar una concepción del mundo y a suscitar nuevos
modos de pensar" (ibid.: 15). La distancia entre el lego
y el docto es, pues, de grado y de especialización, no de
dotes primordiales. La observación de Gramsci no estaba
destinada únicamente a combatir el aristocratismo de la
intelligentsia, sino a indicar las condiciones de posibili-
dad para la formación de intelectuales de nuevo tipo,
surgidos de la clase obrera. A sus ojos, el fundamento
para esa formación radicaba en la elaboración crítica de
la "actividad que existe en cada uno en cierto grado de
desarrollo" (ibid.).
Es la función -en realidad, una gama de funciones- lo
l
que distingue, entonces, a los intelectuales de quienes no
lo son. Un rasgo característico de la civilización moderna
es la ampliación creciente de las funciones y las catego-
rías intelectuales, un proceso asociado con el desarrollo
y la complejización del sistema escolar. "La complejidad
de las funciones intelectuales en los diversos estados
-escribe Gramsci- se puede medir objetivamente por la
cantidad de escuelas especializadas y por su jerarquiza-
ción". De ahí la importancia que le asigna a la estructura
escolar, comenzando por la escuela elemental, tanto en
lo concerniente a la organización de la cultura como
respecto de la formación de intelectuales.

66
,

'
Intelectuales. Notas de investigación

En una carta de 1931, Gramsci (1977: 272) hacía este


rn111cntario sobre la orientación que le había impreso a
:--11 estudio de los intelectuales italianos:

Este estudio conduce a ciertas determinaciones


del concepto de Estado, que de costumbre es
comprendido como sociedad política (o dic-
tadura, o aparato coercitivo para conformar la
masa popular, según el tipo de producción y la
economía en un momento dado) y no como un
equilibrio de la sociedad política con la sociedad
civil (o como hegemonía de un grupo social sobre
la entera sociedad nacional, ejercida a través de
las organizaciones que suelen considerarse priva-
das, como la iglesia, los sindicatos, las escuelas,
etc.), y los intelectuales operan especialmente en
la sociedad civil [... ] .

No podría captarse enteramente la novedad que Gramsci


introdujo en el tratamiento de la cuestión de los inte-
lectuales dentro de la tradición marxista sin referirla a
su concepción del Estado moderno, la sociedad civil y
la hegemonía. Tal como lo deja entrever el párrafo cita-
do, para comprender la supremacía de una clase sobre

I! el conjunto de una sociedad hay que diferenciar entre


dominio y hegemonía, dos momentos interconectados
aunque distintos. El plano en que se ejercita el primero
es el de la "sociedad política", según el vocabulario de
Gramsci, y el Estado, entendido como órgano de coac-
ción, es su medio; la hegemonía es la dirección intelec-
tual y moral de una clase sobre otras, y su espacio es el

67

t
( .11111 < >', ÁI I AMIRANU

de la "sociedad civil", conformada, como dice el párrafo,


por b red de instituciones consideradas ajenas al poder
público, como la escuela, la iglesia, los sindicatos, etc.
El Estado, entendido hegelianamente, es el equilibrio
cambiante de esos dos momentos, o, como escribe el
propio Gramsci (1977: 291), "hegemonia acorazada con
coacción". Los intelectuales son los "funcionarios" de la
1 hegemonía.
Esta síntesis algo descarnada de las notas de Gramsci,
entresacadas del contexto de una reflexión que se quería
históricamente afincada, impone cierto esquematismo
a un razonamiento que sigue un curso más laxo y arbo-
rescente. No obstante, aun sin ignorar el forzamiento,
parece fuera de duda que él definió el terreno para una
sociología política de los intelectuales fundada en el le-
gado de Marx. Ciertamente, trastornó el canon marxista
tradicional, pero no abandonó una de las premisas de
ese canon: que los intelectuales sólo podían pensarse
como una categoría dependiente de las clases básicas de
la estructura social. Por lo tanto, aunque las relaciones
entre clases sociales e intelectuales fueran complejas,
éstos, aun sin saberlo, operaban como funcionarios de
aquéllas.

68
4. PERSPECTIVAS SOCIOLÓGICAS

Discernir qué son los intelectuales y cuál es su papel


en la vida social constituye un objeto de la reflexión y el
análisis sociológicos desde que el pensamiento alemán
los inscribió en el temario de una sociología de la cultu-
ra. Ideología y utopía, de Karl Mannheim, publicada origi-
nalmente en 1929, es la más conocida pero no la única
de las obras que produjo esa reflexión de las décadas
de 1920 y 1930 en Alemania 4 . Hablar de una sociolo-
gía de los intelectuales, en singular, podría disimular el
hecho de que no hay una sino varias. Aquí tomaremos
en consideración sólo algunas, las que han ejercido o
ejercen actualmente mayor influencia. La comprensión
sociológica se quiere una actividad empírica y analítica
más bien que normativa y no se edifica en torno de la

4 En los mismos años en que los franceses consideraban que


los intelectuales constituían un tópico propiamente político, "los
alemanes estaban más preocupados por los aspectos sociológicos de
la cuestión. Típicos, aunque poco conocidos, títulos de este período
son: Karl Mannheim, Die Intellectuellen und die Gesellschaft. Soziale
Probleme der Intellektuellen y Zur Soziologie der Intelligenz". R. Eyerman,
L. G. Sevensson, Th. Sóderqvist (eds.), Intellectuals, Universities, and
the State in Western Modem Societies, Berkeley, University of California
l'ress, 1987, lntroduction, p. 2.

69

----~--------~~--
( ,1 IU , l ', ¡\ 1 1i\ M 11{ i\ N ()

plt',1',11111;1 qué debe ser un intelectual -al menos


~ohrc
describir sus características y sus funcio-
11P c,111 a11tcs

11cs-. Las sociologías de la intelligentsia no ignoraron la

controversia que suscitan tanto la definición como el rol


de las élites culturales, pero han buscado enfrentar la
cuestión con los conceptos y los raciocinios de las cien-
cias sociales. En este esfuerzo de objetivación los juicios
prescriptivos se hacen menos directos, llegan después
de un rodeo, pero no desaparecen.

La intelligentsia sin ataduras sociales

li Ciertamente, Max Weber había llevado a cabo en este


terreno una labor pionera y tanto Economía y sociedad
como los Ensayos de sociología de las religiones contienen
una rica cantera de observaciones y sugerencias respecto
a los intelectuales 5 . Pero fue el sociólogo y pensador
húngaro Karl Mannheim quien buscó establecer las bases
de una teoría sociológica de la intelligentsia, cuyo marco
más general era la preocupación por las condiciones de
una política científicamente orientada. Muchos de los
temas planteados por él en Ideología y utopía y después en
el ensayo sobre "El problema de la 'intelligentsia'" serán
retomados, así sea polémicamente, en descripciones e
interpretaciones posteriores.
Para Mannheim (1957), cuya visión de los clivajes
del mundo social no era ajena al marxismo, una sociolo-

5 Seguramente fue Pierre Bourdieu quien más y mejor explotó la


sociología de la religión de Weber para el estudio de los intelectuales.
Véase su breve pero agudo ensayo "Una interpretación de la teoría de
la religión según Max Weber", en Intelectuales, política y poder, Buenos
Aires, Eudeba, 1999.
,
·.··,·.
Intelectuales. Notas de investigación

g1a orientada únicamente en términos de clase no puede


dar cuenta de los intelectuales como categoría:

"La sociología del materialismo histórico concibe


las manifestaciones intelectuales sólo en el ancho
marco de las principales tensiones de clase. No se
puede negar que esta concepción simplificada con-
tiene un fondo de verdad, ya que los encarnizados
conflictos de clase son de fundamental interés para
el estudio sociológico del espíritu" (ibid.: 177).

Pero este núcleo de verdad elemental debía pulirse.


El punto de vista del materialismo histórico, que no
mostraba demasiada preocupación por los eslabones
intermedios entre la tensión de clase y el proceso de la
ideación, tenía que ser sociológicamente afinado, y la
introducción de los intelectuales en el cuadro constituía
para Mannheim un paso esencial de ese afinamiento
analítico: "Los intelectuales, que producen las ideas y las
ideologías, forman el más importante de los eslabones
de la conexión entre la dinámica social y la ideación"
(ibid.).
En toda sociedad, observaba Mannheim (1987), hay
grupos sociales cuya función especial reside en sumi-
nistrar a esa sociedad una concepción general del mun-
do. Son los grupos intelectuales, los depositarios de la
interpretación autorizada del mundo natural y social.
"Así los magos, los brahamanes, la clerecía medieval
deben considerarse como capas intelectuales, cada una
de las cuales, en su sociedad respectiva, disfrutó el mo-
nopolio en la formación de la concepción del mundo
en su sociedad, y en la elaboración o la conciliación de

11

. ·····---··------
-··r: CA!!! (1\ ÁLIAMll{AN()

las diferencias que existían entre las concepciones del


mundo, más ingenuas, de las otras capas" (1987: 9).
La comprobación general de este hecho, sin embargo,
resultaba insuficiente para describir y explicar el papel
de las élites intelectuales en las sociedades modernas.
Uno de los datos sobresalientes de la cultura moderna
es que, en ella, "a diferencia de las culturas anteriores, la
actividad intelectual no es privilegio de una clase rigu-
rosamente definida, como el clero, sino más bien de un
estrato social, en gran parte desligado de cualquier clase
social y que se recluta en un área cada vez más extensa
de la vida social" (1987: 138). Estrato internamente muy
diferenciado, sin una organización común equivalente a
la que había ofrecido en el pasado la institución eclesiás-
tica, la cultura obra como un vínculo unificador entre
los diferentes grupos intelectuales: "La participación en
una común herencia docente tiende progresivamente a
suprimir las diferencias de nacimiento, de profesión y
de riqueza y a unir a las personas educadas por medio
de la educación que recibieron" (1987: 137).
Sobre estos rasgos (la amplitud social del reclu-
tamiento de los miembros del estrato, los límites im-
precisos de éste, la relativa laxitud de su organización
institucional y la falta de dependencia directa respecto
de cualquier clase social) fundaba Mannheim su idea de
la intelligentsia relativamente independiente, una noción
que tomó de Alfred Weber. Mannheim vuelve repetida-
mente sobre lo que para él es el rasgo distintivo de la
moderna intelligentsia: "La clave de la nueva época del
saber estriba en el hecho de que el hombre culto ya no
constituye una casta o un rango compacto, sino una capa
social abierta, a la que personas procedentes de una varie-
Intelectuales. Notas de investigación

d,1d, cada vez más amplia, de posiciones sociales pueden


llegar" (1957: 171). No se trata de una capa ubicada por
rncima de las clases, sino de una capa intersticial situada
cmre las clases. El hecho de que los intelectuales no estén
sociológicamente ligados a ninguna clase en particular
(o sea, su condición de conglomerado social intersticial)
no significaba que hubieran permanecido al margen de
los antagonismos entre las clases. Por el contrario, en el
interior del subconjunto social poroso que ellos forman
encontraron eco los diferentes intereses sociales y los in-
telectuales "aceptaron en una forma aun más acentuada
los más diversos modos de pensamiento y de experiencia
que existían en la sociedad y los esgrimieron unos contra
otros" (1987: 11). Su educación los ha adiestrado para
enfrentarse con los "problemas cotidianos desde varias
perspectivas y no sólo desde una, como la mayoría de
los que participan en las controversias de su tiempo"
(1957: 155). Esta situación los hacía más inestables po-
líticamente que otros grupos y, a la vez, menos rígidos
en la comprensión de los conflictos.
El combate de ideas que los miembros de la intelli-
gentsía libraban entre sí era, al mismo tiempo, un com-
bate por el público, cuyo favor debían conquistar pues,
a diferencia de lo que ocurría con el clero, se trataba de
un público al que no se accedía sin esfuerzo. A la pérdida
de su condición de casta había ido asociada la pérdida
de la prerrogativa para formular soluciones autoritarias
a los problemas de su tiempo.
¿No había espacio teórico para una misión de los
intelectuales en este acercamiento sociológico? Por el
contrario, en el pensamiento mannheiniano la sociología
de la inte!ligentsia procuraba las bases para postular la

73
CAHOS ALTAMIRANü

misión a la que ella debía servir. Los intelectuales, seña-


laba, habían proporcionado teóricos tanto a las fuerzas
conservadoras como al proletariado, aunque no pertene-
cieran ni a las clases propietarias ni a la clase obrera. En
suma, podían hallarse intelectuales en cualquier bando.
La disponibilidad para el vagabundeo ideológico, carac-
j¡;!
,1 terística de la intelligentsia, genera desconfianza y ha sido
frecuentemente denunciada como signo de falta de con-
vicciones firmes. Pero esa conducta, decía Mannheim,
se explicaba por la posición de los intelectuales en la
estructura social y la señalada falta de convicciones podía
ser vista como el revés de un hecho: "que sólo ellos se
hallan en posición de tener convicciones intelectuales"
(1987: 140). De todos modos, ligarse voluntariamente
a alguna de las clases antagónicas no era, a sus ojos,
la forma en que los intelectuales podían ser fieles a la
misión que estaba implícita en su posición social. Esta
posición, caracterizada por su falta de ataduras de clase
y la movilidad ideológica que ella generaba, según lo
dejaba ver la capacidad para adoptar diferentes modos
de pensar, y la crítica mutua que ejercían unos sobre
otros a través del debate, eran los factores que predes-
tinaban a la intelligentsia para obrar como portadora de
los intereses intelectuales del todo social. Los análisis
de Mannheim se insertaban dentro de una problemática
más vasta, simultáneamente teórica y política. La tesis
de la intelligentsia relativamente independiente -capaz
de asumir puntos de vista contrapuestos y, por lo tanto,
de mediar entre ellos produciendo una síntesis- buscaba
ofrecer un fundamento sociológico a la posibilidad de
un conocimiento de validez objetiva, liberado de las
limitaciones que el interés imponía al resto de las posi-


Intelectuales. Notas de investigación

ciones constituidas en el espacio social. Ahora bien, este


111 ismo hecho le confería a la intellígentsia el liderazgo en

la orientación del progreso histórico. Si bien no esperaba


que los intelectuales fueran los portavoces de un cambio
revolucionario de la sociedad, "les asignaba la tarea de
preservar una perspectiva dinámica y en parte utópica
sobre el presente" (Ringer, 2000: 37).
Tanto la tesis como la idea anexa sobre la misión
social de los intelectuales serían en general criticadas en
la literatura posterior respecto al tema, sea por su falta de
realismo político y sociológico, sea porque le atribuía a
los intelectuales, en tanto categoría, el papel de custodios
de la razón, aunque la historia y los propios análisis de
Mannheim enseñaban que sus miembros estaban lejos
de ser equidistantes y no eran inmunes a las pasiones
que agitaban la vida pública. De todos modos, cuan-
tos se propusieran ofrecer después de Mannheim una
definición sociológica de las élites culturales habían de
encontrarse, de hecho o explícitamente, con el problema
que él había tratado de resolver: ¿cómo tratar socioló-
gicamente la cuestión de los intelectuales sin elaborar
criterios y esquemas de clasificación para grupos, clivajes
y jerarquías del mundo social que no se dejaban apresar
a través de la definición económica de las clases y las
divisiones sociales?

Los intelectuales y los valores centrales


de la sociedad
En "The Intellectuals and the Powers: Sorne Perspec-
tives for Comparative Analysis", el sociólogo funciona-
lista norteamericano Edward Shils (1982) propuso una
suerte de marco general para el estudio sociológico de los

75
~·' CARLOS ALTAMlRANO

intelectuales. En las sociedades hasta ahora conocidas,


observaba, el interés y la preocupación por los valores
últimos, sean de orden moral, cognoscitivo o estético,
están desigualmente distribuidos. El comportamiento de
la mayoría de las personas está regido por las urgencias y
las gratificaciones de la vida cotidiana, y sus normas para
obrar tienen la forma de prescripciones y prohibiciones
concretas. No obstante, en toda sociedad se verifica tam-
,H
,1
bién la presencia de individuos particularmente dotados
para el ejercicio de tareas intelectuales:

En toda sociedad [... ] existen algunas personas


con una sensibilidad particular para lo sagrado,
una infrecuente reflexividad sobre la naturaleza
del universo y las reglas que gobiernan su socie-
dad. Hay en toda sociedad una minoría de per-
sonas que, más de lo que es corriente en el resto,
inquiere y desea estar en comunión frecuente con
símbolos cuyo alcance es más general que el de las
situaciones concretas de la vida cotidiana y más
remoto en sus referencias de espacio y de tiempo.
En esta minoría, existe la necesidad de exteriori-
zar esta búsqueda en la forma del discurso oral
y escrito, en la expresión poética y plástica, en la
reminiscencia o la escritura histórica, en prácticas
rituales y en acciones de culto (1982: 179-180).

Shils advierte que esta inclinación personal no es


suficiente, sin embargo, para producir la corporación
1 \
de los intelectuales ni la definición del lugar de éstos en
la estructura social. Formula entonces otro postulado,
correlativo del primero, y que afirma la existencia no
Intelectuales. Notas de investigación

menos general, es decir, presente en cualquier sociedad,


110 importa cuál sea su tipo, de un repertorio de necesi-

dades y demandas colectivas inherentes a la constitución


ele la vida social como tal.

En toda sociedad -escribe- incluso en aquellas


fracciones de su población que carecen de la par-
ticular sensibilidad para los símbolos remotos que
caracteriza a los intelectuales, hay una necesidad
intermitente de contacto con lo sagrado, de don-
de nace una demanda de sacerdotes y teólogos,
así como de instituciones o procedimientos para
la educación de éstos en las técnicas y los signi-
ficados de sus funciones (1982: 180).

La lista de imperativos sociales catalogados por Shils


incluye asimismo la necesidad que experimenta toda
comunidad de estar en contacto con su pasado, en tanto
sus gobernantes buscan legitimar el dominio que ejercen
con referencia a hechos y personalidades remotos. Allí
donde esto no puede ser satisfecho por los poderes de
la memoria individual dentro del grupo familiar, se re-
querirán cronistas históricos y anticuarios. Consecuente-
mente, cuerpos eclesiásticos y proto-eclesiásticos deben
de la misma forma mostrar la riqueza espiritual de sus
antecedentes, lo que da nacimiento a la hagiografía y a la
actividad de los hagiógrafos. En las sociedades de mayor
escala que la tribu, con tareas y tradiciones complejas,
se requiere de la educación -al menos la de que quienes
se espera se convertirán en gobernantes o sus asociados,
consejeros o ayudantes de los gobernantes-. En fin, el
surgimiento de administradores capaces de registrar y

77
CARLOS ALT/\M!Ri\NO

emitir leyes y decretos obedecerá a esta misma lógica de


necesidades y demandas colectivas. Las tareas y el lugar
de los intelectuales en la estructura social se define, en-
tonces, en el engarce entre las aptitudes de una minoría
y las necesidades colectivas de actividades intelectua-
les. Cuanto mayor es la escala de una sociedad y más
complejas las tareas que emprenden sus gobernantes,
mayor es la necesidad de un cuerpo de intelectuales
religiosos y seculares. Dicho en otros términos: cuanto
más compleja es la sociedad, más indispensables son
los intelectuales.
¿Cuáles son las funciones que cumplen los intelectua-
les, según Shils? Por medio de la enseñanza, la oración,
la escritura, suministran a quienes no son intelectua-
les, es decir, a los profanos, una capacidad perceptiva
y una imaginería de la que de otro modo carecerían.
"Al proveerles técnicas como la lectura, la escritura y el
cálculo, ellos capacitan a los legos para ingresar en un
universo más amplio" (ibid: 182). Con esta función de
la inte1ligentsia conecta Shils la construcción de naciones
en los comienzos de la Europa moderna y más tarde
en Asia y África. También el surgimiento de la nación
norteamericana a partir de grupos étnicos diferentes es,
al menos parcialmente, "obra de maestros, clérigos y pe-
riodistas" (ibid.). Además de proporcionar justificaciones
de legitimación para quienes detentan el poder político,
los intelectuales estimulan disposiciones expresivas en
el resto de la sociedad al ofrecer modelos, criterios de
estimación y símbolos cuyo destino es ser, justamente,
objeto de estimación estética. Sin embargo, por esen-
l cial que sea esta función de inculcación y difusión de
significados, técnicas intelectuales, formas expresivas y

78

11111111
Intelectuales. Notas de investigación

(·--;quemas de sensibilidad mediante los cuales se habilita


la participación de los profanos en los valores centrales
del sistema social, ella no agota la función de las élites
culturales. En realidad, estas élites están sobre todo en-
tregadas al cultivo de esos valores y al desarrollo de las
potencialidades alternativas que ese legado encierra.
Shils señala que las filas de las élites culturales son
recorridas por diferentes tensiones. Algunas son inter-
nas al espacio propio de estas élites, como cuando se
enfrentan posiciones intelectuales divergentes respecto
del sistema central de valores del sistema social. Estos
disensos intraintelectuales, dice Shils, representan un
aspecto capital de la herencia de cualquier sociedad.
Las posiciones divergentes tienen la función de guiar y
dar forma a tendencias alternativas existentes en la vida
social. Pero las relaciones entre los intelectuales y los
poderes temporales, es decir, las autoridades que rigen
las otras esferas de la sociedad, constituyen igualmente
una fuente de tensión. A menudo, aunque no siempre,
las élites culturales suelen considerar con desprecio a
aquellos que obran según capacidades más profanas,
rutinarias o utilitarias, es decir, a quienes no se consagran
a los valores que los intelectuales tienen en custodia. Esta
tensión, escribe Shils (1968: 407), "surge del deseo de
los intelectuales de instalar y reconocer una autoridad
que sea el sostén del bien supremo, sea éste el de la
ciencia, del orden, del progreso o algún otro valor, y
resistir o condenar la autoridad real como traidora de
los valores más altos".
De este cuadro de funciones y tensiones se deriva cuál
seria a los ojos de Shils la misión de los intelectuales. Aun-
que, por cierto, no habla en términos de misión, las éli.tes

79

1
'¡J
-
,.1\lil \>, i\111\Mll<MH>

culturales tienen para él una función estratégica, tanto en


la definición del orden viable (en los países en desarrollo
el papel que les asigna es el de agentes modernizadores),
como en la reproducción del orden. Preocupado por la
integración social, en consonancia con la orientación fun-
cionalista de su pensamiento, considera necesaria la co-
operación entre el grupo intelectual y el poder temporal.
Si bien Shíls juzga ineliminables las tensiones entre las
élites culturales y las autoridades que gobiernan la socie-
dad, tanto su perspectiva general como los numerosos
análisis sobre la cultura y los intelectuales tienen siempre
como tema orientador el logro del equilibrio6 .

Intelectuales y dominación simbólica


La sociología de los intelectuales de Pierre Bourdieu
es sin dudas la más influyente hoy. Elaborada tanto
teórica como empíricamente a lo largo de varios años,
tiempo en que la hizo objeto de ajustes y correcciones,
no resulta fácil resumirla separada del conjunto de su
obra de antropólogo y sociólogo. Tanto dentro como
fuera de Francia muchos discípulos han extendido y
puesto a prueba su programa de investigaciones, y se
puede hablar de una "escuela Bourdieu" en éste como
en otros sectores del conocimiento social.
En el análisis de los intelectuales, el enfoque de Bour-
dieu (1999) pone en actividad tres esquemas teóricos

6 La mayor parte de los estudios de Shils sobre los intelectuales


han sido traducidos al castellano en dos libros: Los intelectuales en las
sociedades modernas y Los intelectuales en los países en desarrollo, ambos
editados en Buenos Aires por Ediciones Tres Tiempos en 1976.

_, 80
Intelectuales. Notas de investigación

liasicos: una concepción del papel social de las formas


0
,1mbólicas, una teoría de los "campos" en el espacio so-
(·ial y, asociada con ésta, una teoría de los diferentes tipos
de capital en las sociedades modernas. Respecto de la
función social de las formas simbólicas, Émile Durkheim
es su punto de partida (1999: 66). Fue Durkheim, dice,
quien echó las bases para una consideración sociológica
de esas formas al enfocarlas no como universales sino
como relativas a grupos o sociedades particulares. Estas
formas culturales sirven como medio de representar y
dar significado al mundo para los miembros de ese grupo
y son ellas las que hacen posible el consenso en tomo
al significado del mundo social. Bourdieu conecta este
legado durkheimiano con otras dos tradiciones: la que
se liga con el nombre de Karl Marx, por un lado, y la
que proviene de Max Weber, por otro. Para Bourdieu, la
contribución de la perspectiva marxista al análisis de los
sistemas simbólicos radica en el relieve que confiere a la
función de dominación o función ideológica de estos sis-
temas. Pero este enfoque sobre la función política de las
formas simbólicas se desarrolló, sin embargo, advierte
Bourdieu, a expensas del examen de la estructura lógica
y de la función gnoseológica de esos sistemas -y esta
laguna constituye el lado débil del legado marxista-.
En Weber, como en Marx, predomina también la pre-
ocupación por el papel político de los sistemas simbóli-
cos. Pero la fuente principal de hipótesis y sugerencias
para una sociología de la cultura que ofrece la obra de
Weber se halla, a los ojos de Bourdieu (1997), en sus
ensayos sobre sociología de la religión. En estos escritos,
Max Weber tiene el mérito de llamar la atención sobre los
Ci\RLllS ALTAMIRANO

-productores de esos productos particulares (los agentes


religiosos, en el caso que nos interesa aquí) y sobre sus
interacciones (conflictos, competencias, etc.):

A diferencia de los marxistas que, aunque pueda


invocarse determinado texto de Engels a propó-
sito del cuerpo de los juristas, tienden a pasar
en silencio sobre la existencia de agentes espe-
cializados de producción, [Weber] recuerda que
para comprender la religión no basta estudiar las
formas simbólicas, como Cassirer o Durkheim,
ni la estructura inmanente del mensaje religioso
111 o del corpus mitológico, como los estructuralis-
11:
tas: él se interesa en los productores de mensajes
religiosos, en los intereses específicos que los ani-
man, en las estrategias que emplean en sus luchas,
como la excomunión (1997: 212).

De ahí Bourdieu extrae un principio para distinguir


entre tipos diferentes de sistemas simbólicos y la base
li para su definición sociológica de los intelectuales:

1

1
Los "sistemas simbólicos" se distinguen, funda-
11 mentalmente, según sean producidos y al mismo
,¡¡ tiempo apropiados por el conjunto de un grupo
11 o, al contrario, sean producidos por un cuerpo
¡:
il, de especialistas y, más precisamente, por un cam-
po de producción y de circulación relativamente
i
autónomo: la historia de la transformación del
mito en religión (ideología) no es separable de
la historia de la constitución de un cuerpo de
productores especializados en discurso y rito re-

82

i
Intelectuales. Notas de investigación

lig1osos, es decir del progreso de la división del


/ ,abajo religioso -siendo él mismo una dimensión
Jel progreso de la división del trabajo social- que
conduce, entre otras consecuencias, a desposeer
a los laicos de los instrumentos de producción
simbólica" (1999: 70).

A partir de esta distinción, Bourdieu (1972: 255, n.


()8) sostendrá que es necesario reservar el término ideo-
logía no para toda clase de significación cultural, sino
para los discursos doctos generados por profesionales
de la producción simbólica. En virtud de la constitu-
ción de estos cuerpos de especialistas, las ideologías y
el conflicto entre ideologías están sometidos a una doble
determinación: ellas no deben sus características única-
mente a los intereses de la clase o fracciones de clase que
expresan, sino también a los intereses específicos de los
productores de ideologías, así como a la lógica propia del
campo de producción ideológica. Tomar en cuenta esa
doble dependencia es lo que permitiría escapar al riesgo
de reducir la cultura al reflejo de la sola estructura de
clases (tendencia que Bourdieu observa como rasgo ha-
bitual en los análisis marxistas), sin ceder a la perspectiva
idealista que enfoca las producciones ideológicas como
totalidades autosuficientes, que únicamente admiten una
comprensión interna de sus estructuras.
El pensamiento de Bourdieu hace suyo también otro
concepto de Max Weber, el de legitimidad, y lo reutiliza
en el análisis del funcionamiento de la cultura enten-
dida como un orden. En este caso no se trata de una
deuda con los escritos de sociología de la religión, sino
con la sociología política weberiana. Recuérdese que

83
CARLOS ALTAMIRANO

según Weber todo orden político, es decir, toda forma


de dominación política, reposa en algún principio de
legitimidad, ese principio en virtud del cual los domina-
dores exigen y obtienen la obediencia de los dominados.
¿Qué es lo que valida a los dominadores, por qué se les
reconoce el derecho a mandar? La razón o justificación
varía según los tipos de dominación, dice Weber (1972),
quien define tres tipos puros: dominación tradicional,
carismática y legal. Ligando este esquema con el de Marx
respecto de la dominación ideológica, Bourdieu acuña la
noción de "cultura legítima" para describir e interpretar
el funcionamiento del orden cultural.

1 Al hablar de cultura legítima -escribe- se recuer-


da que la dominación de la cultura dominante se
impone tanto más completamente cuanto me-
nos aparece como tal y cuando logra, por tanto,
obtener el reconocimiento de su legitimidad,
reconocimiento que está implicado en el des-
conocimiento de su verdad objetiva [.,.] si los
individuos de las clases más desfavorecidas en
materia de cultura reconocen casi siempre, de
manera directa o indirecta, la legitimidad de las
reglas estéticas propuestas por la cultura legítima,
pueden pasar toda su vida, de facto, fuera del cam-
po de aplicación de esas reglas sin discutir, sin
embargo, su legitimidad, es decir, la pretensión de
ser universalmente válidas (2003: 67, n. 3).

Como en el orden político, pues, en el orden cultural


los bienes simbólicos están desigualmente distribuidos
y no sólo hay dominación, sino que los dominadores
, Intelectuales. Notas de investigación
MI
1:I
"

detentan los medios para la definición de la cultura ,, /


legítima, es decir, de esa cultura particular instituida
como la cultura a secas, la cultura de referencia, por-
que su pretensión de validez universal es reconocida
aun por aquellos que no practican sus normas. Este
reconocimiento se funda en el desconocimiento de la
configuración objetiva del orden cultural.
Ahora bien, dada esta estructura desigual en la distri-
bución de los bienes simbólicos (entre estos, los medios
de producción simbólica), ¿quiénes ocupan en ella la
posición dominante? De acuerdo con lo que señalamos
antes respecto de la enseñanza que extrajo Bourdieu de
los análisis de Weber sobre la administración de los bie-
nes religiosos, tenemos los elementos para una respuesta
genérica a esa pregunta: los cuerpos especializados en la
producción simbólica. Pero si se trata de las sociedades
modernas, la respuesta es más específica: los intelectua-
les -entendidos como el conjunto de aquellos que en
estas sociedades tienen el monopolio de la producción
de los bienes pertenecientes al orden de la cultura legíti-
ma-. Según Bourdieu, sin embargo, no es posible hablar
sociológicamente de los intelectuales sino a condición de
establecer el punto de vista que permita aprehenderlos
en el dominio social que les es propio. Este es el papel
de la noción de campo inte1ectua1, microcosmos dentro
del macrocosmos del espacio social que Bourdieu a veces
desagrega en diferentes subconjuntos -campo literario,
campo científico, campo artístico, etc.-. La noción de
campo intelectual indica a la vez una estructura objetiva
y un instrumento de análisis que supera ideas demasia-
do vagas como las de "contexto" o "trasfondo social",
!recuentes en las historias sociales del conocimiento, de
, r\l ! .-\idln1\N1 l

l:1 literatura y del arte. Corno los otros "campos" -que,


en la concepción de Bourdieu, constituyen el espacio
social en las sociedades altamente diferenciadas-, el
microcosmos de los intelectuales está regido por reglas
propias, irreductibles a las reglas que rigen la dinámica
y la competencia en otros dominios (el económico o
el político, por ejemplo). En ese espado relativamente
autónomo, los intelectuales luchan por el monopolio de
la producción cultural legítima con arreglo a estrategias
que dependen de la posición que cada actor, individual
o colectivo, ocupe en el campo. La autonomía de las
élites culturales -escritores, filósofos, artistas, científi-
cos-, reconocida socialmente o reclamada por éstas, es
la autonomía del campo, sus instituciones, sus reglas
propias, y viceversa.
La posibilidad de considerar el campo intelectual (o
cualquiera de los subconjuntos que integran el universo
de la cultura docta: campo filosófico, literario, científico,
etc.) como esfera autónoma e, incluso, los límites de va-
lidez de esa noción como categoría de análisis, tienen
como presupuesto la autonomizacíón real, aunque sea
siempre relativa, de la producción de los bienes simbó-
licos. Este hecho no es, para Bourdieu, una característica
inherente a la actividad simbólica corno tal, ni emer-
ge en toda sociedad cualquiera sea su estructura. La
autonomización del campo intelectual es siempre un
resultado histórico que aparece ligado con sociedades
determinadas. Bourdieu no proporciona, sin embargo,
más que escasas referencias sobre ese proceso histórico
de autonornización. Por ejemplo, cuando observa en
sus Meditations paswliennes que el "campo filosófico es
sin duda el primer campo escolástico que se haya cons-
Intelectuales. Notas de investigación

11111 ido, al autonomizarse respecto del campo político,


, 11 v1as de constitución, y respecto del campo religioso,
, 11 la Grecia del siglo v antes de nuestra era" (1997: 30).

1 le todos modos, las indicaciones que ocasionalmente


, ,1 rece son suficientes para reconocer una interpretación,
que ya es clásica, del desarrollo de la cultura y la socie-
dad europeas modernas. Es decir, un desarrollo que se
reanuda, tras un largo eclipse, en el Renacimiento, se
debilita transitoriamente bajo el peso del absolutismo
monárquico, resurge con la Ilustración en el siglo XVIII y
se consolida en el curso del siglo x1x. Escritores, sabios y
artistas, colocados en una nueva posición como resulta-
do de la división social del trabajo y de la implantación
del mercado como institución que afecta también sus
actividades, reivindicaron la autonomía de la creación
cultural frente a toda imposición exterior (política, reli-
giosa, económica). El romanticismo habría sido el pri-
mer movimiento que tradujo esta reivindicación de la
intención creadora.
Aunque constituido históricamente, el campo inte-
lectual puede ser objeto de una consideración sincróni-
ca, de acuerdo con un modelo relacional de inspiración
estructuralista. Como explica el propio Bourdieu, al aclarar
la rectificación que introdujo en el enfoque de Weber:

Aplicando, mediante una nueva ruptura, el modo


de pensar estructuralista (que es totalmente ex-
traño a Max Weber) no sólo a las obras y a las
relaciones entre las obras (como el estructuralis-
mo simbólico), sino también a las relaciones entre
los productores de bienes simbólicos, se puede
entonces construir en tanto que tal no sólo la es-

87
( 11\U \ is ¡\¡ IIIMIR/\Nl)

11ue1 ma de las producciones simbólicas o, mejor


aun, el espacio de las tomas de posición simbólicas
en un dominio determinado de la práctica (por
ejemplo, los mensajes religiosos), sino también la
estructura del sistema de los agentes que los pro-
ducen (por ejemplo, los sacerdotes, los profetas y
los brujos) o, mejor aun, el espacío de las posicíones
que ellos ocupan (lo que llamo el campo religioso,
por ejemplo) en la competencia que los opone:
se logra así el medio para comprender esas pro-
ducciones simbólicas, a la vez en su función, su
estructura y su génesis, sobre la base de hipótesis
empíricamente validadas de la homología entre
los dos espacios (1997: 212).

Bourdieu expuso por primera vez su esquema en un


artículo de 1966, que tenía por título "Campo intelectual
y proyecto creador" (1967). Retomó su planteamiento
en 1971 en "Campo del poder, campo intelectual y ha-
bitus de clase" (1999) y reformuló la noción de campo
intelectual, convertida ya en herramienta central de una
sociología de los intelectuales que se desarrollaría en
los años siguientes a través de la reflexión teórica y la
investigación empírica. El elemento más sobresaliente de
la nueva formulación es el lugar que atribuye a los inte-
lectuales en la constelación del poder social. Estructura
de propiedades específicas, el campo intelectual es, para
Bourdieu, parte de la estructura mayor que constituye
el campo del poder. De ahí el otro rasgo de la definición
que ofrece de los intelectuales: en tanto que poseedores
del "capital cultural", ellos son miembros de la clase
dominante pero en la condición de fracción dominada
Intelectuales. Notas de investigación

de los dominadores. Esta posición ambigua -dominados


entre los dominantes- los inclina a "mantener una rela-
ción ambivalente, tanto con las. fracciones dominantes
de la clase dominante ('los burgueses') como con las
clases dominadas ('el pueblo')" (1999: 32). Así, no es
en su falta de ataduras sociales, sino en esta posición
estructuralmente ambigua donde hay que buscar, dice
Bourdieu (1990: 109), la explicación de sus tomas de
posición en el campo político.
El campo intelectual, así como los diferentes subcon-
juntos de la producción cultural docta, es a la vez un
espacio de competencia y de disputa. ¿Cuál es el objeto
de estas querellas7 La definición de la cultura legítima,
una lucha que enfrenta a quienes ocupan diferentes posi-
ciones en ese espacio, posiciones que no tienen el mismo
rango y cada una de las cuales no puede describirse
sino con referencia a las otras posiciones. Aprehender
sincrónicamente el campo es captarlo como un sistema
de posiciones -se trate de obras, de autores, de institu-
ciones, así como de cualquier clase de actor del campo
considerado-. De ahí los términos que Bourdieu suele
emplear para designar las posiciones de los actores en
pugna: dominantes y aspirantes, "establecidos" y "recién
llegados", ortodoxia y heterodoxia, sacerdotes y profe-
tas, etc. No todos tienen el mismo poder para definir
la cultura legítima, un poder que depende del capital
simbólico (o prestigio, autoridad, reconocimiento social)
ligado a cada posición.
La comprensión sociológica de los intelectuales tiene
para Bourdieu el carácter de una empresa de devela-
miento. Podría decirse, en este sentido, que sospechar
de la imagen que los intelectuales tienen de sí mismos

89
CARLOS ALTAMIRANO

t·s l:1 primera lección que se desprende de sus tesis y de


sus análisis. Si se observa el conjunto de lo que escribió
11
;i 1 sobre las élites culturales entre mediados de la década
1 1
de los 60 y mediados de los años 80, se verá que uno de
sus temas críticos recurrentes es lo que entendía como
ideología carismática del artista y del trabajo artístico.
Ideología corriente no sólo entre los escritores y los ar-
tistas, sino también entre quienes se ocupan de su obra,
es decir, los críticos dedicados a consagrarlos, incluso
muchos críticos de orientación sociológica, ella convierte
en cualidad innata del creador (y del consumidor de la
obra de arte) lo que son disposiciones y destrezas social-
mente adquiridas. A esa hermenéutica de la sospecha no
escaparían los diferentes modos en que los intelectuales
cultivan su diferencia respecto de los otros -las formas
de la excelencia que marcan la superioridad frente a los
no intelectuales-, ni los discursos opuestos acerca de
lo que un intelectual debe ser. A los ojos de Bourdieu,
éstos eran discursos de legitimación cuya interpretación
debía ser objeto del análisis sociológico.

La razón legisladora
El pensador y sociólogo polaco Zigmunt Bauman se
muestra escéptico respecto de cualquier definición de los
intelectuales que se reduzca a los rasgos de la categoría
misma. Las definiciones del intelectual, anota, no suelen
ser otra cosa que autodefiniciones y como tales hay que
considerarlas -como recursos de legitimación de quienes
las enuncian-. Para Bauman (1997: 32) la categoría de
intelectual debe ser abordada como un elemento estruc-
tural dentro de una configuración social, "un elemento
definido no por sus cualidades intrínsecas, sino por el

90

..
Intelectuales. Notas de investigación
,,

lugar que ocupa en el sistema de dependencias que re-
presenta dicha configuración, y por el papel que cumple
en la reproducción y desarrollo de ésta". El significado
de dicha categoría sólo podría extraerse del estudio de la
configuración como una totalidad. A la inversa, el hecho
de que la categoría de los intelectuales aparezca efecti-
vamente como un elemento estructural de una determi-
nada configuración resulta clave para la comprensión de
esta misma configuración, es decir, para "la comprensión
de la naturaleza de las dependencias que la mantienen
unida y el mecanismo de su reproducción, tanto en sus
aspectos conservadores como innovadores". En suma,
los "análisis de la categoría intelectual y de las configu-
raciones en las que ésta aparece están inseparablemente
unidos en un círculo hermenéutico".
Ahora bien, para Bauman, la configuración históri-
ca en que los intelectuales tienen el valor de elemento
estructural, por el papel desempeñado tanto en su naci-
miento como en su desarrollo, es la forma de existencia
social moderna. los llama "legisladores", porque tanto
su ocupación como su preocupación características fue
trazar los principios y las leyes del orden:

A lo largo de la era moderna, la razón legisladora


,\
de los filósofos concordó con las muy relevantes
prácticas de los Estados. El Estado moderno sur-
gió como una fuerza para la cruzada, misionera
y proselitista, empeñada en sujetar las poblacio-
nes dominadas a un vapuleo a fin de transfor-
',
1, 1
marlas en sociedades ordenadas, de acuerdo con
\''
los preceptos de la razón. la sociedad diseñada
I· ..
racionalmente era la causa finalis expresa del Es-
' !l.
¡ 1
91
1

¡ r
( 1\l,I ' " AUAMIRANO

1;1d() rnodcrno. El Estado moderno fue el Estado


jar<linero; su postura fue la del jardinero; desle-
gitimó la condición real de la población (salvaje,
no cultivada) y desmanteló los mecanismos exis-
tentes de equilibrio y reproducción. En su lugar
introdujo mecanismos elaborados a propósito que
querían señalar el cambio en dirección del diseño
racional. El diseño presuntamente dictado por la
autoridad suprema e incuestionable de la Razón,
suministró los criterios evaluativos de la realidad
1:
,1: cotidiana. Estos criterios escindieron la pobla-
1: ción en plantas útiles que debían ser cultivadas
"I

1 fl;1
"
'I'
11
y propagadas, y en maleza que tendría que ser
eliminada desde la raíz (2005: 42-43).
11
11

¡I No hay en este párrafo, como se ve, una visión heroi-


11
ca sino dominadora del philosophe. Es verdad, concede
11
il
11
Bauman, que la soberanía de la persona humana consti-
!1
:1
tuía la preocupación proclamada por los pensadores ilus-
:¡ trados: emancipar a la humanidad era el lado pastoral y
:1 1 \
1 subjetivamente auténtico de su empeño legislador. Pero
11 más allá de los designios pensados, continúa, había cierta
i
11 afinidad electiva -una implicación sin deliberación- en-
rl!
¡!¡ tre la actividad de la élite de conocimiento y la élite
'ir
aplicada a la construcción estatal: "Las dos actividades
se hacían señales, se vigorizaban una a otra, reforzaban
:11 la credibilidad y confianza de la otra" (ibid.: 51). Para
11 ambas élites la realidad era "una materia prima flexible
,11

que debe ser moldeada y traída a la forma adecuada por


los arquitectos armados con diseño propio". Abandona-
da a su propio curso, la sociedad resultaba incapaz de
"mejorarse a sí misma o de comprender cómo sería la

92

\\
1 Intelectuales. Notas de investigación

mejora; en el concepto de saber como poder, la razón


como juez de la realidad y autoridad con derecho de

r
dictar y reforzar el debe ser sobre lo que es" (ibid.: 63).
En el centro de la interpretación de Bauman se halla
la interrelación moderna de poder/conocimiento, donde
inscribe tanto el nacimiento de los intelectuales, la "clase
del conocimiento" en una cultura secularizada, como el
surgimiento de las llamadas ciencias del hombre. La deu-
da que esta perspectiva tiene con los pensadores críticos
de la modernidad es evidente (con el Michel Foucault de
Vigilar y castigar, en el caso de Legisladores e intérpretes, y
con Dialéctica del iluminismo, de Adorno y Horkheimer,
en los ensayos de Modernidad y ambivalencia, la deuda
es explícita). No es necesario aprobar sin reservas su
versión para reconocer lo que ella deja ver respecto de
los philosophes legisladores, un linaje que continuó su
vida en los siglos x1x y xx, y una historia social del saber
y de sus agentes no podría renunciar a lo que enseña
este punto de vista. Como toda perspectiva, sin embar-
go, ella contiene también sus puntos de ceguera. No
sólo encierra el riesgo de simplificar la filosofía de la
Ilustración, convirtiéndola en un conjunto demasiado
uniforme, sino que deja escapar hechos sobresalientes
de la cultura moderna, tanto en términos de corrientes
intelectuales como de sensibilidad.
Si se considera el pensamiento político y social con-
servador moderno, por ejemplo, sería difícil hallarle
espacio en el cuadro de Bauman, aunque la reacción con-
servadora ante la revolución industrial y la Revolución
Francesa inspiraría varios de los temas y las preocupa-
ciones de la sociología (Nisbet, 1969: 25-30). En efecto,
¿dónde situar en esa narrativa a Edmund Burke y sus

93
CARLOS ALTAMIRANO

Reflexiones sobre la revolución en Francia, un clásico del


pensamiento contrarrevolucionario redactado cuando
la Revolución Francesa hacía apenas un año que había
comenzado (1790), y que iría a convertirse en punto
de partida de toda una veta del pensamiento político
moderno? El blanco polémico central de Reflexiones ...
era, justamente, el voluntarismo de la razón legisladora,
ilustrada por la acción de la Asamblea Nacional, com-
puesta mayoritariamente por abogados sin experiencia
de gobierno, observaba Burke, que pretendían crear un
nuevo orden a partir de principios abstractos y metafí-
sicos (la proclamación de los Derechos del Hombre era
1:,,
un ejemplo), con desprecio de la tradición y del sentido
' ¡1 práctico. Pero no se trata sólo de Burke, obviamente,
1,
sino de toda una tradición intelectual (De Maistre, De
JI Bonald, Müller, Savigny, Donoso y Cortés), de un "estilo"
de pensamiento, como lo llama también Robert Nisbet
11 (1988: 106) siguiendo a Mannheim, cuyos valores (em-
pirismo, importancia de las instituciones tradicionales,
1

historicismo) son opuestos a los de la tradición ilustrada.


Fuera del cuadro de Bauman quedarían también buena
1

parte de la literatura y de los escritores del romanticismo,


en particular del romanticismo alemán, en cuyo interior
hallarían su primera formulación nociones como la de
"cultura", acuñada contra el universalismo abstracto de
las Luces, así como el enfoque hermenéutico en el estu-
dio de la historia y los hechos socio-culturales.
En resumen: el foco sobre el "síndrome poder/cono-
cimiento" ilumina una tradición intelectual moderna,
pero no deja ver otras, es decir, no deja ver la diversidad
de posiciones y discursos que generaron el advenimiento
del capitalismo, el industrialismo, el Estado nacional, la

94

Ll ______ ·--·-··-. _
Intelectuales. Notas de investigación
f
\'1d:1 11rhana, el individualismo, las masas en la escena
1Hil1tica, en fin, el conjunto de fenómenos que suele
11'.½llmirse con la noción sintética de sociedad moderna.
ll:111man hace una liquidación sumaria de esa diversidad:
las diferencias y aun la oposición entre las diferentes
visiones surgidas en el cuadro de la modernidad son
,.' '\tlgo así como reyertas familiares" (1997: 167). Es decir,
,·:1riantes de un mismo núcleo de certezas compartidas.
Si se llevara al límite la interpretación de Bauman po-
dria decirse que su propio punto de vista crítico, que
aprovecha los recursos de la tradición sociológica (¿qué
()l ra cosa es lo que llama "hermenéutica sociológica"?),
resultaría inexplicable.

Coda
Aunque todos se muestran interesados en el papel
político de los intelectuales, el punto en que conver-
gen las diferentes perspectivas de estos sociólogos no
radica en la definición del compromiso cívico de los
intelectuales, sino en la función que desempeñan en
el espacio social. Entendidos como estrato intersticial
(Mannheim), como fracción subordinada de las clases
dominantes (Bourdieu) o como clase del conocimien-
to (Bauman), los intelectuales tienen su imperio en la
esfera de la cultura, de la ciencia, el arte y la literatura,
es decir, en la esfera de la producción, distribución e
inculcación de las significaciones o bienes simbólicos. El
reconocimiento social de ese papel, que es el rasgo que
define la posición de los intelectuales en la sociedad, se
liga con valores que inspiran deferencia, se trate de la
creatividad, del saber erudito, del conocimiento de las
cuestiones últimas o del "saber hacer" (ser competente)

95
t:AIU " ' Át 11\MII/ANO

respecto del arte y la literatura. Para Pierre Bourdieu


este reconocimiento no es un dato natural, refleja una
historia conflictiva y de resultados variables: la auto-
nomía del campo intelectual (así como su visibilidad,
agreguemos) depende de ella.
¿Cómo tratar socio lógicamente la cuestión de los
intelectuales sin elaborar criterios y esquemas de es-
tratificación del mundo social que permitan clasificar
jerarquías que no se dejan aprehender a través de la de-
finición económica de las clases y las divisiones sociales?
Se trata de la cuestión planteada ya por Mannheim. La
noción de capital cultural, forjada por Bourdieu para
designar las competencias culturales socialmente ad-
quiridas -por vía familiar o, más tarde, por vía escolar-,
proporciona un poderoso instrumento en este sentido.
Desigualmente distribuido, como los recursos económi-
\
l

cos y los recursos de poder político, el capital cultural


no sólo es fuente de diferencias sociales, sino que opera
como legitimador de esas diferencias.
Bourdieu y Bauman coinciden en situar a los inte-
lectuales en el ámbito de las élites dominantes, aunque
para el primero ellos ocupan una posición dominada
respecto de quienes detentan el poder económico y el
poder político -los "burgueses"-. Si bien no asumen
siempre carácter conflictivo, las relaciones entre las élites
culturales y las otras rara vez son armónicas. Aun para
los intelectuales más conservadores, ni las estructuras ni
los rangos del mundo empírico se corresponden nunca
con la definición intelectual del orden y las jerarquías
e verdaderos. También ellos, en otras palabras, se con-
e sideran guardianes de valores que ven ignorados con
demasiada frecuencia "en los mercados y los recintos

96
Intelectuales. Notas de investigación

gubernamentales" (Coser, 1968: 11). El sentimiento


de que se integra una especie de "nobleza del espíritu"
frente a quienes sólo tienen riqueza o r:nedios de poder
políticos suele acompañar la posesión del capital cul-
tural. ¿Constituyen los intelectuales también una élite
que rivaliza con las otras en la lucha por la dirección de
la sociedad, como sostienen los teóricos de la "nueva
clase"? La cauta respuesta de Daniel Bell parece atenida
a lo que hoy puede saberse: como élite, los intelectuales
tienen "poder dentro de las instituciones intelectuales
[ ... ] pero sólo influencia en el mundo más amplio en
el que se hace la política" (citado en Stehr, 1994: 11).
Esta misma influencia, habría que agregar, varía según
los momentos, las diferentes áreas geográficas y las res-
pectivas tradiciones.

97
i 1

1;
d
c;:j
pe
d11
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#
5. ÜNA ESPECIE MODERNA

Cuando el antropólogo Jack Goody se pregunta si


es posible hablar de intelectuales en las sociedades sin
escritura y reclama ese nombre para brujos, adivinos
y suplicantes, el uso deliberadamente anacrónico del
término es evidente. Se trata de un ejercicio comparati-
vo con el que Goody (1985: 29-45) busca subrayar no
tanto que en las comunidades ágrafas existen también
funciones intelectuales (lo que resulta indudable), sino
que esas funciones están ligadas a cierta especialización
y a la ocupación de ciertos individuos. El anacronismo
nos recuerda el establecimiento dé la división del trabajo
aun en sociedades muy rudimentarias y cómo ella hace
surgir agentes especializados en las actividades de co-
nocimiento y legitimación. Respecto de los intelectuales
mismos, la comparación con adivinos, brujos o profetas
híblicos no es inútil, pero lo que enseña deja escapar lo
4ue es propio de aquellos como tipo histórico.
Otros ejercicios de sociología retrospectiva se fundan
en razones menos sencillas de zanjar. Por ejemplo, cuan-
do se emplea el nombre de intelectuales para bautizar a
los titulares del saber universitario en los siglos xn y xm,
vistos como representantes de un tipo social nuevo. Es lo
que hizo Jacques Le Goff (2001: 21), en un libro breve
99
-·""I \/', /\! IAMl/U\NO

pero brillante que se ha vuelto clásico, en que explica


el nacimiento de los intelectuales en la alta Edad Media
europea, por la acción conjugada del desarrollo de las
ciudades, la división del trabajo y la propagación de las
universidades: "El término designa a quienes tienen por
oficio pensar y enseñar su pensamiento. Esta alianza de
la reflexión personal y de su difusión en una enseñanza
caracterizaría al intelectual". Le Goff descarta el nombre
con el que ellos se reconocían -philosophus- "porque el
filósofo es para nosotros otro personaje" (íbid.).
El desarrollo de las ciudades y la aparición de la
universidad como centro dedicado a la enseñanza del
saber letrado son, sin duda, datos importantes para la
genealogía del intelectual occidental. Ésta es una figura
que aparece con las ciudades y se forma en instituciones
escolásticas. Sin embargo, si se asume el punto de vista
del presente, que es el que adopta Le Goff para descartar
el vocablo philosophus (por el significado que esa noción
tiene "para nosotros"), debe admitirse que denominar
intelectuales a los doctores universitarios de los siglos
xn y xm resulta igualmente problemático porque, desde
el punto de vista contemporáneo, el intelectual es tam-
bién "otro personaje", según lo hemos visto. Durante
la Edad Media la mayoría de profesores y estudiantes
universitarios eran miembros del clero, pero el clérigo 1 1
medieval no es un intelectual avant la lettre 7 . Le Goff no

7 "[ ... ]durante la Edad Media la mayoría de profesores y estu-


diantes universitarios eran miembros del clero y a menudo pertenecían
a órdenes religiosas, sobre todo a los dominicos, que contaron con
personalidades como Tomás de Aquino, el más famoso profesor me-
dieval. Incluso investigadores de la naturaleza como Alberto el Grande
y Roger Bacon fueron frailes". Véase Peter Burke (2002: 37).

100
Intelectuales. Notas de investigación

omite, obviamente, el lazo de esa élite medieval con la


lglesia. Son, dice con lenguaje gramsciano, intelectuales
'orgánicos', "fieles servidores de la Iglesia y del Estado".
Sin embargo, observa, "muchos de ellos a causa de la
!unción intelectual y a causa de la 'libertad' universitaria,
a pesar de sus limitaciones, son más o menos intelectua-
les 'críticos' que rayan en la herejía" (ibid.: 12). El hecho
es que la idea misma de herejía nos recuerda no sólo el
control de la Iglesia, sino el funcionamiento de una cul-
tura "segura de poseer la verdad a través de la Revelación
transmitida por los profetas, o a través de los textos de
los Clásicos" (Leclerc, 1996: 409). Los intelectuales, en
cambio, aun los creyentes, pertenecen a una cultura que
se ha secularizado.
El relieve social que hacia fines de la Edad Media
había adquirido el grupo de los letrados (la denomi-
nación corriente en español para quienes poseían con
carácter más o menos exclusivo el conocimiento docto)
es un fenómeno destacado también a los ojos de otros
estudiosos. Por ejemplo, José Antonio Maravall (1999)
y Jacques Verger (1999: 7-12), aunque ambos ponen
el foco en los siglos x1v y xv. Maravall recupera del vo-
cabulario medieval el término "letrado" y Verger, para
sustraerse al buscado anacronismo de Le Goff, acuña
u na denominación alternativa: "hombres de saber" (gens
de savoir). Para esa época, la de la llamada tardía Edad
Media, el número de doctores y letrados laicos se había
i11ncmentado, por lo cual Verger no considera apro-
111ado referirse a todo el grupo con la denominación de
"clérigos". Añadamos, de todos modos, que en Europa
:d menos hasta el siglo xvm la mayoría de los hombres
de l ult ura pertenecían al clero.

101
CI\RLllS ALTAMIRANO

El intelectual no es sólo el hombre que piensa el


mundo, sino el que transmite a otros hombres lo que
piensa del mundo (Debray, 1980: 256). Más aun: esa
transmisión suele ser públicamente manifiesta y el cír-
culo de esos otros hombres a quienes transmite su pa-
labra no se restringe a una pequeña élite de letrados y
de señores, como ocurría con el clerc medieval. Aunque
el intelectual requiere de la relación con sus pares y del
reconocimiento que éstos pueden proporcionarle, su
palabra interpela también (y a veces directamente) a
esa audiencia imprecisa que llamamos opinión pública.
Grande o pequeño, este otro auditorio está compuesto
por quienes leen, se interesan por las ideas y discuten
las definiciones sobre la marcha del mundo que produ-
cen los intelectuales, aunque ellos no lo sean. La acción
del intelectual se recorta, pues, sobre el fondo de una
configuración histórica y tiene como presupuesto que
la imprenta haya hecho posible la propagación de la
cultura impresa -en forma de libros, de panfletos y de
periódicos, fundamentalmente-y que la alfabetización
haya avanzado lo suficiente como para crear un públi-
co que no sea exclusivamente el de los doctos. Puede
decirse, en este sentido, que el intelectual no tiene un
público sino al menos dos: el de los otros miembros
de su mílieu (el campo intelectual, en el vocabulario de
Bourdieu), donde están también sus rivales, y el de ese
auditorio más profano, pero también más amplio, que
le da mayor resonancia a su palabra.
Quienes integran el universo de la íntelligentsia
poseen conocimientos especializados y aptitudes cul-
tivadas en diferentes ámbitos de expresión simbólica
(literarios, artísticos, etc.), pero no son necesariamente
Intelectuales. Notas de investigación

sabios, científicos o eruditos, aunque algunos lo sean.


Proceden de las profesiones intelectuales y, en general,
es la universidad la que les confiere sus títulos, pero
el grupo de los intelectuales resulta irreductible a una
categoría socio-profesional. Un heterogéneo conjunto,
como observa Zigmunt Bauman (1997: 9) al recordar las
firmas que suscribieron el petitorio en favor de Dreyfus
el 14 de enero de 1898:

En la época en que se acuñó la palabra [intelec-


tual], los descendientes de los philosophes o la
républíque des lettres ya se habían dividido en en-
claves especializados, con sus intereses parciales
y preocupaciones localizadas. La palabra fue por
ello un toque de reunión, que resonó por encima
de las celosamente vigiladas fronteras de las pro-
fesiones y los genres artísticos; un llamamiento a
resucitar la tradición (o materializar la memoria
colectiva) de los "hombres de conocimiento" que
encarnaban y ponían en práctica la unidad de la
verdad, los valores morales y el juicio estético.

Bauman lleva demasiado lejos la distinción entre in-


telectuales y profesiones intelectuales, como si un térmi-
no fuera prácticamente indiferente al otro. No tendría
sentido, escribe, "componer una lista de profesiones
cuyos miembros son intelectuales, o trazar dentro de la
jerarquía profesional una línea por encima de la cual se
ubican éstos" (ibid.: 10). Pero la cuestión de las profesio-
nes intelectuales no puede ser ignorada, aunque resulte
insuficiente, si se quiere situar a la intelligentsia en la
trama y las instituciones de la vida social. El enfoque de

103
Ci\l{I ()\ 1\1 l;\MIIU\N()

Bauman, de todos modos, tiene la virtud de resaltar el


registro político ("movilización y autorreclutamiento")
que aloja la noción de intelectual.
Los intelectuales son, en resumen, una especie mo-
derna, tanto que podría decirse que la expresión in-
telectual moderno resulta redundante, un pleonasmo.
Todas las grandes narrativas de la modernidad, sea la
del progreso, la de la nación o la del pueblo, así como
el conjunto de los "relatos militantes" de los siglos x1x
y xx (Angenot, 2000), proceden de las filas de la inte-
lligentsia. La especie no brotó de golpe, por cierto, sin
progenitores ni tradiciones. En realidad, se la ve surgir
en las sociedades europeas occidentales al final de un
itinerario jalonado por estaciones y escenarios cambian-
tes, en concomitancia con las vicisitudes de las distintas
sociedades nacionales del viejo continente.

Algunos trazos y uri recorrido: humanistas,


phi1osophes, intelectuales
Para algunos estudiosos el primer escenario es el de
las ciudades-Estado de la Italia renacentista. Es la opi-
nión, por ejemplo, de Eugenio Garin (1981: 78), el gran
especialista en la cultura italiana del Renacimiento, quien
ve en los humanistas de los siglos xrv y xv las señales que
anuncian al intelectual: "Inicialmente, el Humanismo
se consolidó simultáneamente en el ámbito de las artes
del discurso (retórica y lógica) y en el de la moral y la
1
política". Este nuevo saber docto franqueará las aulas
1 universitarias y se radicará en instituciones de nuevo
tipo, creadas por los propios humanistas ("academias"
1
y cenáculos) (Burke, 2002: 56)). Nada exalta tanto la
1
admiración de Garin por el Humanismo como la acción

104
1

J......- - - - - - - -
Intelectuales. Notas de investigación

(le los humanistas insertos en la máquina político-admi-


11 ist rativa de la república florentina, esos hombres cultos

( onvertidos en funcionarios: "El Humanismo se afirmó


rnn Petrarca; pero su cátedra más alta fue el palacio
de la Señoría de Florencia; sus maestros los cancilleres
de la república ... " (íbíd.: 80). Cancilleres o secretarios,
estos hombres redactan las comunicaciones oficiales del
Estado, negocian con representantes de los gobiernos
extranjeros, escriben proclamas políticas y se ocupan de
problemas organizativos, la propia defensa de la ciudad,
entre ellos. El ejemplo dilecto de Garin (1999: 5) es el
.1 de Coluccio Salutati, notario de profesión y canciller de
Florencia de 13 75 a 1406: "Coluccio Salutati, en la Flo-
rencia humanista, representa bien un ideal del hombre
de cultura válido para cualquier tiempo: el que pone al
servicio de la comunidad su propio saber, el que usa sus
capacidades para mover y transformar la vida de todos,
para ayudar al progreso de la sociedad".
La difusión de la cultura renacentista y los studia
humanítatís al resto de Europa durante los siglos xv y xv1
habría implicado también la propagación de la nueva
"clase cultural".
Más extendido es el juicio que hace del siglo xvm,
el Siglo de las Luces, el momento de aparición del in-
telectual en la cultura europea. "Se puede hablar del
intelectual en el siglo xvm", escribe el historiador francés
Daniel Roche (1988: 225-241). También para Robert
Darnton (1987: 148) el tipo social empieza a surgir en
esa época: "Aunque no se había acuñado una palabra
para denominarlos, los intelectuales ya se estaban mul-
tiplicando en los desvanes y en los cafés; y la policía
llls vigilaba".

105
CARLOS ALTAMIRANO

La Europa de las Luces era una Europa de las ciu-


dades, aunque, considerada globalmente, la sociedad
europea del siglo xvm era una sociedad predominante-
mente rural. El patrón de la estratificación social, sobre
todo en el continente, seguía siendo el de una socie-
dad de Antiguo Régimen, donde las posiciones y las
jerarquías fundamentales se encontraban fijadas por el
nacimiento. Ciertamente, aunque sin dislocar todavía el
orden tradicional, nuevas clases han hecho su ingreso
en el escenario social y una serie de cambios sociales y
culturales (desde la invención de la imprenta hasta la
extensión de una economía de mercado) han ampliado
tanto el número de las profesiones intelectuales, como
el reconocimiento social de los hombres de saber. No
podría decirse que el oficio de literato no necesite ya de
mecenas o protectores, pero el desarrollo de un mercado
del libro y la ampliación del círculo de los consumidores
de bienes culturales permiten que el escritor reduzca su
dependencia. "Desde comienzos de las décadas 1730 y
1740 -escribe Raymond Williams (2001: 43), refirién-
dose a Inglaterra- se presenciaba el crecimiento de un
amplio público de clase media, cuyo ascenso tiene un
estrecho paralelo con el aumento de la influencia y el
poder de esa misma clase". Aunque desigual según los
países y las regiones, la extensión de la alfabetización
alcanzó a crear las bases para lo que algunos investi-
gadores llamarían la "revolución lectora" del siglo xvm
(Wittmann, 1998).
No se trataba, sin embargo, únicamente de las posi-
bilidades referidas al oficio de escribir:

106

11
Intelectuales. Notas de investigación

A partir, aproximadamente, de 1700 fue posible


ejercer profesiones intelectuales distintas de las de
profesor o escritor, por ejemplo, como miembros
asalariados de determinadas organizaciones dedi-
cadas al acopio de conocimientos, concretamente
las Academias de Ciencias fundadas y financiadas
en París, Berlín, Estocolmo y San Petersburgo,
aun contando con que los limitados fondos de
que se disponía obligaban a los interesados a
complementar sus sueldos con otros tipos de em-
pleo. Al margen de que a estos hombres podamos
calificarlos de "científicos" (término acuñado en
el siglo x1x), la génesis de este grupo represen-
tó seguramente un momento significativo en la
historia de la intelectualidad europea. Algunos
miembros del grupo escogieron su ocupación
prefiriéndola conscientemente a la carrera uni-
versitaria tradicional (Burke, 2002: 44).

Junto con la difusión de las corporaciones doctas


-como las academias, que daban ocupación a las profe-
siones eruditas o científicas-, la proliferación de perió-
dicos a lo largo del siglo xvm ampliaría el circuito de la
palabra escrita y la influencia de los periodistas.
El movimiento intelectual del Iluminismo tuvo varios
centros: Londres, Edimburgo, Berlín, pero la capital de la
República de las Letras fue París. No sólo por sus grandes
talentos (Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Diderot. .. ),
ni por las grandes obras que generó allí la cultura de la
Ilustración, desde El espíritu de las leyes a la Enciclopedia
y El contrato social, sino porque en ningún otro sitio se
pmdujo una consagración equivalente del hombre de

107
CARLOS ALTAMIRANO

letras -por obra de una literatura, hay que decirlo, que


componían los propios hombres de letras, aunque no
fueran siempre los de primer rango-. Hacia 1760 y hasta

'
la Revolución, escribe Paul Benichou (1981: 26), "la
apología del hombre de letras se convierte en una ver-
dadera glorificación, que se asocia en un tono grandioso
a una doctrina general de emancipación y progreso". La
Encyclopédie de Diderot y D'Alambert también colabo-
ró en ese trabajo de edificación del reconocimiento del
hombre docto y le destinó dos de sus artículos: Phíioso-
phe y Gens de lettres. Mientras el resto de los hombres, se
lee en el primero de ellos, actúa sin conocer las causas
de su obrar, el filósofo, por el contrario, desenreda las
causas, las previene y "se libra de ellas con sabiduría
[... ]. La razón es, para la consideración del filósofo, lo
que la gracia es a la consideración del cristiano. La gracia
determina al cristiano a actuar, la razón determina al
filósofo". Los otros hombres son arrastrados por sus pa-
siones (sin reflexión, marchan en las tinieblas), en tanto
el philosophe aun en sus pasiones, sólo actúa después de
la reflexión: "marcha en la noche, pero precedido por
una antorcha".
El artículo sobre los literatos (gens de lettres) fue re-
dactado por Voltaire, quien describe un tipo y a la vez un
ideal -el del hombre ilustrado-. Esta denominación (gens
de lettres), dice Voltaire, corresponde a lo que griegos y
romanos llamaban gramáticos, que no eran sólo versa-
dos en Gramática, "la base de todos los conocimientos",
sino también en geometría, filosofía, historia, poesía y
elocuencia. No merecía, pues, en el siglo xvm, el título de
hombre de letras quien cultivara un solo género literario
o de conocimiento. Aunque no podía exigirse al litera-

108

¡
'

1
1 Intelectuales. Notas de investigación

lo que profundizara en todas las materias ("la ciencia


universal no está al alcance del hombre"), el verdadero
hombre de letras posee varios terrenos, si bien no puede
cultivarlos todos. A diferencia del gramático griego, sin
embargo, que se contentaba con saber su lengua, o del
romano, que no aprendía más que griego, el hombre
docto de los nuevos tiempos debía conocer, además del
griego y el latín, tres o cuatro idiomas. Socialmente más
independientes que sus antepasados, señalaba Voltaire,
los hombres de letras prestaban también servicios más
útiles a la sociedad, contribuyendo a civilizarla al tomar
como objeto del espíritu crítico no sólo ya las palabras
griegas y latinas sino los prejuicios y las supersticiones
que las infectaban.
Lo que se desprende de estos dos artículos de la
Enciclopedia identifica ya algunos rasgos del intelectual:
primacía de la razón -sobre la gracia y, aunque vaya sin
decirlo, sobre la teología-, preocupación por el conoci-
miento de las causas efectivas de la acción humana (de
los hombres tal como son), cultivo de un saber amplio,
educación de la sociedad a través de la crítica de los
prejuicios y de las tradiciones sin fundamento. Estos
valores, junto con aquellos que también están en el cen-
tro del espíritu de la Ilustración (razón, humanidad,
civilización, progreso) indican el arribo de una cultura
secular. En ella la verdad de los enunciados no se valida
en la tradición, en la Biblia o en la lección de los clásicos
de la Antigüedad, sino en las pruebas de la experiencia
y los criterios de la razón. Esa cultura se propaga a tra-
vés de libros, folletos y revistas, así como a través de la
comunicación personal en esos ámbitos de sociabilidad
intelectual que florecen en el siglo xvm (salones, cafés,

109
CARLOS ALTAMIRANO

sociedades de amigos del país, etc.), en que los plebeyos


de talento se cruzan con los aristócratas ilustrados y la
conversación se mezcla con la discusión. Se trata de la
cultura de una élite y de una élite urbana.
Si, como escribe Georges Gusdorf (1971: 480), "in-
telectuales parisinos representan un caso límite en la
Europa de la Luces, que habla con gusto el francés", la
literatura destinada a encomiar las letras y a los hom-
bres de letras no halla estímulo sólo en Francia. Como
lo muestra la Academia de Berlín, que en 1780 llama a
concurso sobre este tema: "¿Cuál ha sido la influencia
del gobierno sobre las letras entre las naciones donde
ellas han prosperado? Y cuál ha sido la influencia de las
letras sobre el gobierno?" (ibid.: 586). Una red de corres-
pondencias y viajes conecta entre sí a los representantes
de esta Europa de las Luces.
Lo que resulta sorprendente, comenta Peter Burke
(2002: 48), "es que a mediados del siglo xvm enlama-
yor parte de Europa haga acto de presencia un grupo
de hombres de letras más o menos independientes con
ideas políticas propias, concentrados en algunas grandes
ciudades, concretamente en París, Londres, Amsterdam
y Berlín, en contacto regular entre ellos".
No obstante, la hora de los intelectuales no llegaría
sino tras las mutaciones y sacudimientos que trajeron
consigo la Revolución Industrial y la Revolución Fran-
cesa, que combinadamente desmoronarían el Antiguo
Régimen apoyado en la propiedad rural, las jerarquías ·
sociales fundadas en el nacimiento, la comunidad local,
la monarquía, la religión. Si no hubo que esperar que se
acuñara el término para que los intelectuales comenza-
ran a multiplicarse, para retomar las palabras de Robert

110
Intelectuales. Notas de investigación

' Darnton, sí hubo que esperar el advenimiento del capi-


talismo, el industrialismo, el Estado nacional, la propa-
gación de la vida urbana, el individualismo, las masas
en la escena política, en fin, el conjunto de fenómenos
que suele resumirse con la noción sintética de sociedad
moderna. La nueva especie no puede ser pensada con la
unidad de un cuerpo. A lo largo de los siglos x1x y xx los
intelectuales se han unido y han creado movimientos,
sociedades e instituciones comunes, tanto como se han
dividido y enfrentado prácticamente en torno de todos
los dilemas de la vida cultural y política moderna. El
caso Dreyfus es ejemplar también en este sentido, por-
que hubo intelectuales en las filas de los dreyfusistas y
en la de los antidreyfusistas, aunque sólo los primeros
hicieran de ella un signo de identidad.

De la sociedad de la religión a la sociedad


de la ideología
No se podría concluir esta serie de referencias sobre
el surgimiento histórico de los intelectuales sin hacer
al menos una mención a esa forma del discurso social
moderno que son las ideologías. Junto con las ciencias,
el despliegue de las ideologías es la otra manifestación
de la secularización del pensamiento y de las creencias.
Ellas hacen su aparición en una época en que la explica-
ción del orden político y social a partir de fundamentos
extra-mundanos ha hecho crisis en las filas de las élites
cultivadas. Es decir, cuando la institución de la socie-
dad ya no es referida a la ley divina (o lo es cada vez
menos) y la reflexión sobre el orden político busca para
éste fundamentos en la naturaleza humana "tal cual es".
La afirmación de una causalidad puramente inmanente

111
CARLOS ALTAMIRANO

para los hechos humanos -una causalidad cuyas leyes


1
no pueden ser extraídas de ningún orden superior- está
también en los comienzos de las ciencias sociales. La
prueba más clara de esta mutación de orden simbólico
la darían después de 1789 los representantes del pen-
samiento católico contrarrevolucionario en Francia, que
se verán conducidos a emplear un lenguaje secular para
defender el ideal de la sociedad cristiana.
Las ideologías responderán a la demanda de sentido
en una sociedad que se sabe histórica y que abandona
poco a poco la referencia a la religión para explicar la
organización social y el gobierno de los hombres. Toda
ideología, como escribe Marcel Gauchet (2004: 93),
1 conjugará "de manera más o menos armoniosa y cohe-
rente elementos de teoría social, preferencias políticas
y convicciones en cuanto al futuro. Hará cohabitar la
1 pretensión científica, el realismo político y la ambición
1 profética". La orientación hacia el futuro es caracterís-
1
tica del discurso ideológico, que interpreta el pasado a
1 la luz de lo que descifra como porvenir. Se trata de un
i "porvenir que nadie sabe cómo será y que sólo podemos
aprehender en la forma de la conjetura, la especulación o
la convicción, en una palabra, por el salto de la creencia".
Este lazo con la creencia explica el funcionamiento de
las ideologías como discursos militantes.
1 En torno de ellas se organizaron fuerzas colectivas
-partidos políticos y movimientos cívicos de diferente
orden-. Ahora bien, a la hora de examinar los focos de
producción y de transmisión del discurso ideológico, se
trate del liberalismo, del socialismo, del nacionalismo
1 o de cualquiera de las orientaciones que haya tomado
ese discurso en la sociedad moderna, el análisis vuelve

..-------...
1
112

_ _ _ _ _ _ _ _ _')'!
1 Intelectuales. Notas de investigación

a llevar al trabajo de los intelectuales. No hay que pen-


sar únicamente en los grandes creadores de doctrinas,
sino también en un conjunto más amplio de profesiones
intelectuales y de operadores del mensaje ideológico,
desde los profesores a los periodistas.

113

l
1

1
1!
1 !
6. CONTEXTOS

La actividad de los intelectuales se desarrolla en co-


nexión con ciertas tramas o contextos. Algunos de estos
son de orden general, como los que establecen el Estado
y el mercado, que no son contextos distintivos de la vida
cultural como tal, aunque operan sobre ella y la afectan
de manera específica. Otros, en cambio, son espacios ins-
titucionales propios de la intelligentsia, como la universi-
dad, cuyo nacimiento suele asociarse con el surgimiento
mismo de los intelectuales. Hay redes de naturaleza más
informal en cuanto a sus reglas, cuya existencia es más
intermitente y sus límites más imprecisos: comunidades
(o coaliciones, como las llama Randall Collins [2000])
creadas por los intelectuales y que funcionan como su
ambiente. La historia de la intelligentsia es en gran me-
dida una historia de estos grupos, organizados en forma
de movimientos, sociedades de ideas, capillas literarias
o filosóficas, revistas. Están, por último, los contextos
que forman las tradiciones intelectuales. Éstas surgen
históricamente y no permanecen fijas -se reinterpretan
y se renuevan, a veces a través de las mezclas, pero ellas
no se inventan cada vez-.
La dinámica de la vida intelectual, que nunca es sólo
una dinámica de obras y de ideas, se arraiga en estos
115
CARLOS ALTAMIRANO

diferentes contextos y está marcada por ellos. Algunos


son más poderosos en sus efectos, otros son poco más
que "climas" social e históricamente localizados, pero
ninguno puede ser descartado a priori si se busca des-
cribir y analizar en términos concretos el universo de
la intelhgentsia.

Estado, nación, mercado


El Estado moderno y las élites culturales no han es-
tado siempre frente a frente, como contrincantes. La
imagen épica de los intelectuales, en lucha permanente
contra los dueños del poder, a quienes perturban con
verdades heréticas, no carece de fundamento, pero es
parcial. Si bien las relaciones entre los representantes del
poder espiritual y los del poder temporal, para hablar
con el lenguaje de Comte, han sido siempre complejas y
poco estables, la historia de esas relaciones no tiene una,
sino varias facetas. En efecto, el Estado ha desempeñado
papeles diferentes ante los intelectuales, para quienes
fue, según los momentos y los países, alternativamente
un adversario o un aliado, un mecenas o un aparato
de persecución, una agencia de vigilancia ideológica o
una fuente de alternativas culturales ante lo puramente
i' 1 "comercial" -el mercado-.
La historia del saber puede ofrecernos alguna ilustra-
ción. Como lo muestra Peter Burke (2002: 153-192), ella
tiene uno de sus capítulos en la historia del control y la
censura de la producción y la difusión de conocimien-
tos. La lucha contra las instituciones y los reglamentos
de censura -el más célebre de éstos, aunque no sería el
único, fue el Índice de libros prohibidos, publicado por la
1

w,_1_ _ _ _ _ _ _1_16_ _ _ _ _ _ J
Intelectuales. Notas de investigación

Iglesia Católica en 1564- fue a la vez una lucha contra la


autoridad religiosa y contra la autoridad estatal. "Como
las Iglesias, y siguiendo el modelo de éstas, los Estados
de comienzos de la edad moderna organizaron un sis-
tema de censura de la palabra impresa porque temían la
'sedición' tanto como las Iglesias la herejía" (ibid.: 185).
Uno de los libros que suscitará tanto el miedo a la he-
rejía como el miedo a la libertad política será el Tratado
teológico-político de Spinoza, publicado en 1670. Escrita
para criticar los "prejuicios de los teólogos", refutar la
opinión que lo acusaba de ateísmo y defender la "liber-
tad de pensar y de decir lo que pensamos" (Spinoza,
1988: 108), la obra puso las bases de la investigación
histórico-crítica de los textos bíblicos (Gebhartd, 1940:
82). Editado por cautela en forma anónima y con el pie
de imprenta falso, el libro se publicó en Holanda, la
más tolerante de las naciones europeas del siglo XVII. El
país se hallaba dividido en dos grandes partidos, el de
los republicanos, que era el partido aristocrático, y el
partido los calvinistas, que tenían a su cabeza la casa de
Orange y el apoyo popular. El Tratado provocó toda clase
se réplicas y Spinoza fue rápidamente identificado como
su autor. Pero los esfuerzos del calvinismo para que el
poder político obrara contra ese "libro nocivo, malo y
blasfemo" no tuvieron resultado mientras el control del
gobierno estuvo en manos del partido republicano, cuyo
jefe,Jan de Witt, era un protector de Spinoza. Cuando el
partido de los orangistas vuelve al poder en 16 74, llega a
su fin la libertad del Tratado, que resulta prohibido junto
con otros libros heterodoxos (ibid.: 85-86). El cambio de
situación llevaría a Spinoza a desistir de la publicación

\j¡¡
CARLOS ALTAMIRANO

ele lo que la historia de la filosofía moderna considera su


obra maestra, la Ética demostrada según el orden geomé-
trico, que se editará sólo tras su muerte.
Las tribulaciones de Spinoza con la censura no son
por supuesto únicas ni las más dramáticas. En el siglo
siguiente los escritos en favor de la tolerancia religiosa y
la libertad de opinión se multiplicaron y la coexistencia
entre credos cristianos rivales acabó por establecerse.
La censura no desapareció, sin embargo, aunque su
ejercicio se hizo menos severo que en el pasado. Bajo
el imperio de Napoleón la censura previa de libros y
periódicos se restableció y tras su caída, en los años de
la Restauración, se reforzó el poder del clero sobre la
cultura. En realidad, los controles sólo comenzaron a
ceder en los países occidentales poco a poco y de manera
desigual en el último siglo y medio. La marcha no ha
sido continua ni irreversible, como lo probó en el siglo
xx el establecimiento de estados socialistas despóticos y
de regímenes de tipo fascista. Estas experiencias no sólo
mostraron que la libertad de investigación y expresión
podían desaparecer, sino que toda la producción cultu-
ral, aun la científica, podía colocarse bajo la vigilancia
de órganos de censura ideológica. Lo paradójico es que
el retorno a métodos inquisitoriales no ocurriría con el
control de clérigos religiosos, sino bajo el imperio de
autoridades laicas que proclamaban el valor de la ciencia
y de la creación artística.
Pero el Estado moderno no fue ni es para el conoci-
miento y sus productores sólo esta máquina de control,
represión e interdicciones. Ha sido, también, sobre todo
a partir del siglo xvm y a medida que se edificaba como
Estado nacional, un polo de atracción para los hombres

118
Intelectuales. Notas de investigación

de cultura. No hubiera podido consolidar su dominio


en el territorio que reclamaba como propio con el solo
recurso de la coerción, es decir, sin la cooperación de
competentes que pudieran producir y ofrecer conoci-
mientos, sean administrativos, geográficos, técnicos,
estadísticos o sociológicos. Tampoco sin quienes pu-
dieran suministrar discursos de legitimación destinados
a engendrar la alianza incondicional de los ciudadanos
con "su" Estado -narrativas de la patria, de la identi-
dad nacional, del pueblo en lucha por la nación en los
campos de batalla, o por la democracia en las calles y
las barricadas-. En otras palabras, el Estado nacional
moderno no hubiera podido construirse sin la alianza
con diferentes categorías intelectuales. La producción y
la reproducción misma del pueblo de los ciudadanos ha
requerido, y requiere, de una organización de agentes
intelectuales que sólo puede ser costeada por el Estado:
el sistema educativo nacional moderno, una pirámide
"en cuya base haya escuelas de primera enseñanza con
maestros adiestrados en las de segunda enseñanza, que
a su vez hayan tenido maestros preparados en la univer-
sidad y guiados por los productos de escuela graduadas
avanzadas" (Gellner, 1988: 52).
En suma, si la lucha por la autonomía de la creación
cultural, sea científica, artística o literaria, aparece como
un hecho cierto de la historia intelectual moderna, ese
proceso de autonomización no pueden describirse ni
interpretarse de acuerdo con un modelo general y único.
Tanto en los tiempos como en la modalidad de la auto-
nomía del campo intelectual hay que registrar también
la gravitación que tienen las diferencias entre las áreas
geográfico-culturales. Por ejemplo: mientras en Europa
CARLOS ALTAMIRANO

l()S lll()virnientos artísticos y literarios de vanguardia,


desde el posromanticismo en adelante, se destacan como
un fenómeno internacional -o paranacional- de base
metropolitana (Williams, 1981: 77), en una región pe-
riférica como América Latina, las vanguardias reelabo-
ran y mezclan la lección europea del modernismo con
programas que buscan dar expresión a una identidad
nacional. En este caso, la reivindicación de autonomía
se afirma contra la influencia de determinadas metró-
polis culturales, antes que contra el poder político. Más
todavía: en estos países los intelectuales frecuentemente
han visto, y aún ven, la autonomía de la cultura en con-
i:
¡ ';
1 1
comitancia con la autonomía política de la nación y no
con la autonomía respecto de la política.
1
1',,,1 El mercado, el otro principio organizador de la socie-
dad moderna, ha obrado también de modo variado sobre
lil la producción intelectual. En un comienzo, la aparición
¡1 de un mercado de bienes simbólicos y de agentes, como
los libreros-editores de los siglos xvm y x1x, que acostum-
bran a pagar por los manuscritos que publican y ven-
den, creó para autores de textos literarios o filosóficos,
aunque no para todos, una alternativa frente al sistema
tradicional de mecenas y protectores. Desde entonces, la
relación entre productores culturales y mercado atravesó
por varias fases. Con el desarrollo de estas fases se liga
lo que se conoce como profesionalización del escritor,
noción con la que se indica su pasaje a la condición de
profesional del mercado, cuya contraparte es el editor
moderno. "En las aristocracias los lectores son difíciles y
poco numerosos; en las democracias, es menos penoso
complacerles, y su número es prodigioso", escribía en
1840 Tocqueville. "La multitud siempre creciente de

120
1

~ . It1 ti ') IT
Intelectuales. Notas de investigación

lectores, y la necesidad continua de novedades, aseguran


la renta de un libro que apenas estimen" (Tocqueville,
1969: 252). Escribir atendiendo a las demandas de esa
multitud siempre creciente de lectores -el mercado- o
bien ignorarlas (o resistirlas) se convertiría desde el siglo
x1x en un tema de debate y distinción dentro del campo
de los escritores: frente a una literatura juzgada como
puramente "comercial" o "industrial", se reivindicarían
los derechos de la literatura como tal, valiosa en sí mis-
ma. El modernismo artístico y literario haría de esta
oposición -la literatura como creación exigente frente
a la literatura como pasatiempo de masas- uno de sus
fundamentos. A la historia de las relaciones entre pro-
ducción intelectual y mercado pertenece también la larga
lucha por la propiedad sobre lo escrito, el copyright, y el
derecho a cobrar por él, el derecho de autor (Williams,
1981: 44-45).

Universidad
La universidad está en el corazón del contexto insti-
tucional que produce las élites intelectuales en la socie-
dad contemporánea. No hay que entender por esto que
todo intelectual sea, por definición, un universitario ni
que todo aquel que ostente un grado universitario sea un
intelectual. Significa únicamente que en nuestra época la
universidad, entendida como núcleo del sistema de ense-
ñanza superior, es el centro productor de las profesiones
de donde se recluta la enorme mayoría de aquellos que
desempeñan en el espacio público el papel de intelectua-
les, sean médicos o enseñantes, sociólogos o abogados,
biólogos o lingüistas, críticos literarios o historiadores,
arquitectos o filósofos. Por cierto, la universidad como
CARLOS ALTAMIRANO

sc<le del saber docto no es una invención moderna -sur-


ge en la Europa medieval en los siglos xn y xm-. Pero la
universidad contemporánea no desciende directamente
<le aquella universidad medieval, sino de las transfor-
maciones que experimentó la enseñanza superior entre
los siglos XIX y xx, transformaciones que siguieron dife-
rentes rutas y modelos. El primero y el que resultaría a
la postre el más prestigioso de esos modelos fue el que
forjó la reforma universitaria que tuvo su foco en la Ale-
mania de las primeras décadas del siglo XIX. La filosofía
idealista "fue la contraparte intelectual de la revolución
académica, de la creación de la universidad moderna
centrada en facultades de profesores investigadores que
otorgan grados, y esa base material se ha extendido hasta
dominar desde entonces la vida intelectual" (Collins,
2000: 618). Kant todavía vivió a horcajadas entre dos
:il,,
'.
mundos: "las redes de patronazgo del período anterior,
y la moderna universidad de investigación, que cobró
plena existencia en la generación de sus sucesores, en
parte por obra de la propia agitación kantiana. El tiempo
de los románticos y los idealistas fue una transición a
nuestra situación contemporánea" (ibid.).
El ejemplo universitario alemán inspiraría reformas
en otros países europeos y, sobre todo, en los Estados
Unidos. La enseñanza superior en Francia tuvo más al-
tibajos y sólo a fines del siglo x1x comienza a hacerse
más equilibrada la relación entre enseñanza e investi-
gación en el ámbito universitario. También se registra
un cambio en la proporción de estudiantes consagrados
a disciplinas humanísticas y de investigación frente al
contingente de alumnos de las carreras profesionalistas,
derecho y medicina sobre todo. Al lado de las profesio-

122
Intelectuales. Notas de invc,1 i¡•,:11 1, ,11

nes liberales, se opera así "un ascenso de 1)/"I( ·.1"11,


intelectuales, para las cuales se requiere u, 1;1 1( }/ 111,1, 1,111
crítica y un espíritu científico" (Bodin, J CJtr( ', i ) 1 .1
relación entre este cambio de la población univt·1·,1L111.1
y la movilización dreyfusista en 1898 ha sido dchid:1
mente subrayada: "Los dreyfusistas se reclutaron p1111
cipalmente en el seno de esta nueva élite. [. .. ] /\u11q1H'
se cita siempre a escritores a la cabeza de los batal!rnwc;
dreyfusistas, son los universitarios, 'diplomados' y fu-
turos 'diplomados', enseñantes y estudiantes, los que
predominan" (ibid.).
Para Alvin Gouldner (1980), lo que distingue a las
élites intelectuales de quienes controlan el poder político
o el poder económico es un conjunto de costumbres
que denomina "cultura del discurso crítico" (coc). Lo
que comparten las diferentes categorías intelectuales,
se trate de practicantes de las disciplinas humanísticas
o de miembros de la intellígentsia científico-tecnológica,
1 sostiene Gouldner, reside en esta pertenencia a una co-
¡ munidad de discurso. En la cultura del discurso crítico

¡ "no hay nada que, en principio, los hablantes se nieguen


permanentemente a discutir o a hacer problemático; en
verdad, hasta se hallan dispuestos a hablar sobre el valor
del habla misma y su posible inferioridad con respecto
al silencio o la práctica" (ibid.: 48). Dentro de esa comu-
nidad de discurso vale la fuerza del mejor argumento,
no la referencia a la posición social o la autoridad del
hablante:

Lo más importante de todo es que la cultura del


lenguaje crítico prohíbe basarse en la persona, la
autoridad o el status social del hablante para jus-

123
CARLOS ALTAM!RANO

1ílícar sus afirmaciones. Como consecuencia de


esto, la coc desautoriza todo lenguaje fundado en
la autoridad tradicional de la sociedad, mientras
se autoriza a sí misma, a la variante lingüística
elaborada de la cultura del discurso crítico, como
patrón de todo lenguaje "serio" (ibid.: 49).

Más aun: al no poder fundar la validez de un enun-


ciado en la autoridad del hablante, la cultura del dis-
1 l' curso crítico obliga a formular las normas sobre lo que
1
constituye un enunciado correcto en cualquier contexto,
1

1111

es decir, independientemente de la situación en que se


habla. Ella provee así de un código cuyas reglas atra-
viesan los límites disciplinarios e instaura así un medio
común para todas las disciplinas, sean humanísticas o
1,1 científico-tecnológicas. La "conversión lingüística" que
['1

l
1,
supone esa cultura remite al sistema escolar, prosigue
1
Gouldner, a la enseñanza secundaria y, sobre todo, a la
educación universitaria, donde culmina el aprendizaje
de las actitudes crítico-reflexivas así como la adquisición
de los lenguajes técnicos de las diferentes disciplinas.
Que la universidad moderna sea el ámbito en que se
inculca ese conjunto de costumbres intelectuales descri-
tas por Gouldner como cultura del discurso crítico no
implica que ella sea una fábrica de pensadores rebeldes.
Institución compleja, la universidad encierra inclina-
ciones diferentes, desde la que mueve a quienes tienen
afición por la ciencia y la erudición a la de aquellos que
sienten mayor atracción por el debate y la reflexión en el
espacio público. Los mismos recursos intelectuales (por
ejemplo, los de la cultura del discurso crítico) pueden
ser empleados para sostener posiciones diferentes, como

.. 1
124
Intelectuales. Notas de investigación

ocurre en el campo de las disciplinas, donde la disputa


predomina sobre el consenso formal de las reglas. En la
arena del debate público, que es un ámbito de tomas de
posición ética o política, el lenguaje no se halla some-
tido a las reglas y a los controles de esas comunidades
restringidas que son las comunidades de iniciados, sean
académicas o no. Para quien interviene en él, el lenguaje
está obligado a ser exotérico, no esotérico, y el punto de
vista que se quiere justificar, así como el que se busca
corregir o refutar, involucra valores y creencias no siem-
pre pasibles de concertar discursivamente. Para emplear
la terminología de Wittgenstein: en la arena pública el
juego de lenguaje es otro y la orientación de las posicio-
nes, incluidas las de los diplomados, depende de factores
que no pueden ser reducidos a los del modelo, útil pero
limitado, de la cultura del discurso crítico.

Microsociedades
Por importante que sea el papel desempeñado por
la universidad en la producción de conocimientos y en
la generación de élites culturales, ella no abarca todas
las esferas de la vida intelectual. Hay contextos de socia-
bilidad que no poseen estructura y reglas instituciona-
les como la universidad o las academias, pero que son
ámbitos característicos de la actividad de los hombres
de ideas, escritores y artistas. En esos espacios, com-
puestos por quienes considera sus iguales, sean amigos,
compañeros de discusión o miembros de su misma fe
ideológica o estética, el intelectual intercambia ideas y
somete a prueba las propias.
Para dar cuenta de estos ámbitos el historiador
Christophe Prochasson (1992) ha retomado la noción

125
Cilld l>S ÁII/\M!RANü

dcci monónica de medio [milieu]. "El medio no es sola-


mente un marco en el que se inscriben individuos. Es
1rn1l"i10 más y recubre una noción dinámica. Un medio
intelectual define un conjunto de relaciones intelec-
tuales, afectivas y, a ciertos respectos, jerárquicas entre

'
1' J
1
muchos actores considerados aquí como intelectuales"
1 (ibid.: 444). El ejemplo más claro de estas estructuras
de sociabilidad intelectual es para Prochasson el de las
revistas: "Ellas no son sino excepcionalmente simples
recopiladoras de artículos; son lugares de vida. Las amis-
tades que se tejen, las solidaridades que se refuerzan,
las exclusiones que alli se manifiestan, los odios que se
J¡ 1 anudan son elementos igualmente útiles para la com-
" ::: prensión del funcionamiento de una sociedad intelec-
/ 1 \
'1
tual y para el análisis de la circulación de las ideas, de
los modos de recepción, para decirlo de otra manera"
(ibid.). Las revistas culturales son, pues, un modo de
organización de la intelligentsia y engendran microclimas
propios. A través de ellas pueden seguirse las batallas
de los intelectuales (libradas por lo general dentro la
propia comunidad intelectual) y hacer el mapa de la
sensibilidad intelectual en un momento dado.
Para estas formas de microsociedad intelectual, de
estructura informal -donde pueden englobarse también
los círculos literarios, ordenados alrededor de una figura
o de un manifiesto, y las sociedades de ideas- Raymond
Williams reserva el nombre de "formaciones". Williams
incluye entre las formaciones modernas los movimientos
artísticos y literarios, que a veces pero no siempre se
reúnen en torno de una declaración o una publicación
periódica. Desde el romanticismo a las vanguardias de

J:
Intelectuales. Notas de investigación

las primeras décadas del siglo xx, los movimientos se su-


cedieron en ondas de tiempo cortas, casi generacionales.
Como las revistas o los círculos, los movimientos (sus
comienzos, sus mecanismos internos, sus rivales, sus di-
visiones, sus crisis) también permiten ver y comprender
el funcionamiento del mundo de la inte!ligentsia.

Tradiciones
"Ningún poeta, ningún artista, de cualquier clase que
sea, tiene, por sí solo, su sentido completo -escribió T.
S. Eliot-. Su significado, su apreciación es la apreciación
de su relación con los poetas y los artistas muertos. No
podemos valorarlo por sí solo; debemos colocarlo, para
contraste y comparación, entre los muertos" (194 7, t.
1: 13). Se puede extender esta observación de Eliot más
allá de la literatura. ¿Por qué una idea o un texto son
valiosos? No hay una sola respuesta para preguntas como
estas, pero cualquiera que sea tendrá como referencia
una tradición y un juicio, al menos implícito, de la re-
lación de lo nuevo con lo viejo. En realidad, no sólo la
apreciación de un significado cultural, sino el trabajo
intelectual mismo opera siempre en el contexto de una
tradición. Aun la creación de vanguardia, que se defi-
ne por su espíritu de ruptura respecto de la tradición,
participa de alguna. En principio, de la tradición que
hace de la transgresión de un "estado" del pensamiento
filosófico, artístico o científico, el requisito, si no el fin,
de una verdadera creación intelectual. Poner en cuestión
una tradición puede ser así un modo de cultivar otra.
Hay tradiciones en todos los campos de la produc-
ción cultural. Ahora bien, se las identifique en términos

1Z7

[
CARLOS ALTAMlRANO

de un canon, de un grupo de autores y ternas, de formas


!l.•· .
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o de estilos, las tradiciones no recogen, sin embargo,


más que una selección de los elementos presentes en
cada campo: ellas son construcciones selectivas. Corno
aclara Robert Nisbet (1969) al introducir lo que a sus
ojos constituye la tradición sociológica. Su propósito,
escribe, es al mismo tiempo más estrecho y más amplio
que una historia del pensamiento sociológico, porque
"no son pocos los nombres aquí excluidos, que no debe-
rían faltar en una historia formal de la sociología; y más
amplio porque no ha vacilado en destacar la importancia
de personas que no fueron sociólogos -ni en lo nominal
ni en lo sustancial-, pero cuya relación con la tradición
sociológica me parece vital" (ibid., t. 1: 9). Se piensa, se
investiga y se escribe dentro de una tradición que, como
lo indican las palabras de Nisbet, no sólo es selectiva,
sino que raramente es homogénea. Por lo general, las
tradiciones se transmiten y se reciben a través de insti-
tuciones, sobre todo las que transfieren las costumbres
intelectuales de la investigación científica y erudita. Pero
esos espacios más informales e institucionalmente in-
dependientes, como los movimientos y los grupos, que
suelen ser particularmente intensos como ambientes de
indentificación y de compromiso, suelen ser excelentes
medios de transmisión de tradiciones asociadas con la
obra de figuras carismáticas.
Digamos, por último, que si bien la idea de tradi-
ción evoca permanencia y continuidad, ninguna perdura
como construcción inerte. Cada obra nueva altera y re-
ajusta la tradición, al mismo tiempo que resulta orien-
tada por ella. Por lo demás, la revisión, el abandono de

128
1 · Intelectuales. Notas de investigación

las ramas que se han secado y el injerto de otras nuevas,


es decir, la mezcla y la redefinición, a veces proclama-
das como un retorno a las fuentes, son parte de la vida
histórica de las tradiciones intelectuales.

J, 129

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