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RAYMOND DE ROOVER (1904-1972)

Nació en Bélgica, y obtuvo el grado de MBA en


Harvard y de Ph.D. en la Universidad de Chicago. Es
ampliamente conocido como uno de los grandes
historiadores flamencos de la contabilidad. Es autor
de The Rise and Decline of the Medici Bank (“Ascen-
so y Ocaso del Banco de los Medici”) 1397-1494. Es
una autoridad en materia de escolástica.
En la antigua Grecia, por “economía” no se entendía lo mismo
que en la actualidad; se refería, más bien, a lo que hoy entendemos por
economía doméstica. (Este significado se mantuvo hasta el siglo
XVIII). La economía política, o economía en sentido actual, no se
consideraba una disciplina independiente, sino que formaba parte de
la ética o la política. Las cuestiones socioeconómicas pertenecían a la
ética en cuanto se ocupaban de los contratos privados, y a la política
en cuanto se referían a la gestión pública o al ordenamiento social. No
es, pues, de extrañar que Aristóteles estudiara la economía en sus obras
Ética a Nicómaco y Política.
Los filósofos griegos no pasaron de los fundamentos y de obser-
vaciones triviales. Pero sus aportaciones son importantes, porque,
como ha señalado Joseph A. Schumpeter (1954), su economía es la
fuente primera de prácticamente todos los trabajos posteriores. Plan-
tearon los problemas cruciales, desde el valor y los precios hasta la
organización económica, problemas de los cuales siguen ocupándose
los economistas en la actualidad.

Platón (427-347 a.C.) partió en sus Diálogos del supuesto de que


ningún individuo es autosuficiente, y afirmó que la cooperación y la
ayuda mutua son, por tanto, la base del Estado y de la economía. La
división del trabajo es causa de eficiencia, ya que según Platón, la
diversidad de talentos natos mueve a los individuos a especializarse en
aquello que mejor les va, hecho que a veces es pasado por alto o
negado, por ejemplo, por Adam Smith. Tampoco los Estados son
autosuficientes, y raras veces poseen tal variedad de recursos que
puedan prescindir del comercio. La existencia de la economía de
cambio se da por supuesta, ya que Platón afirmaba que cada comu-
nidad necesita un lugar de mercado y una moneda para facilitar los
intercambios. En contra de lo que se afirma con frecuencia, Platón no
fue realmente un defensor del comunismo. En su esquema, el comu-
nismo estaba limitado a la clase militar, cuyos miembros tenían
prohibido poseer propiedades y de los que se esperaba que compartie-
ran la comida común y vivieran juntos como soldados en campaña.
No obstante, Platón fue vituperado por su alumno Aristóteles por
plantear esta poco realista propuesta.

Al igual que Platón, Aristóteles (384-322 a.C.) supuso de entrada


la existencia de una economía de cambio basada en la división del
trabajo y la institución de la propiedad privada. Justificó esta última
por razones de eficiencia: la gente se ocupa más de lo propio que de lo
común. El dinero es necesario para superar los inconvenientes del
trueque. Además de ser un medio de cambio, el dinero es una medida
de todas las cosas y “una garantía de cambio en el futuro”, ya que
puede acumularse hasta que se necesite. Aun cuando, según Aristóteles,
varía el poder de compra del dinero, su valor tiende a ser constante y
más estable que el de otros bienes. Por ello, Aristóteles, al contrario de
Platón, no fue partidario del dinero fiduciario, sino que exigía una
moneda compuesta de una sustancia, como la plata, que “tenga
realmente valor por sí misma” y que sea fácil de manejar.
Según Aristóteles, la fuente del valor es la necesidad, pues no
habrá intercambio alguno sin necesidad; la base del intercambio
variará a la vez que las necesidades. Aunque en su obra Tópicos se
refirió Aristóteles al principio marginalista, no existen pruebas de que
pensara en aplicarlo a la teoría de la demanda. En cambio, desarrolló
los conceptos de valor de uso y valor de cambio, que mucho más
adelante ocasionaron a Adam Smith dificultades insuperables. Los
comentadores medievales y posteriores han tratado en vano de aclarar
los oscuros pasajes que dedicó Aristóteles a la determinación de los
precios en el libro V de su Ética a Nicómaco. Aunque no menciona las
virtudes de la competencia, se refiere al monopolio como un procedi-
miento de explotación del público.
Aristóteles sostuvo claramente la opinión de que las relaciones
económicas deben ser reguladas por la justicia, de la cual hay dos
clases: la justicia correctiva o conmutativa, que se aplica a las transac-
ciones privadas, como las compras y ventas; y la justicia distributiva,
que regla la distribución de la riqueza. La justicia conmutativa se basa
en el principio de equivalencia; la distributiva, en el mérito, cuyos
criterios pueden variar de una sociedad a otra. Este concepto de la
justicia fue más tarde tomado por Tomás de Aquino y los escolásticos,
casi sin modificación, y todavía está en uso entre los científicos sociales
de la Iglesia Católica.
Cita Aristóteles la leyenda de Midas para recalcar que el dinero no
coincide con la riqueza. La agricultura y la economía doméstica son
actividades honorables, pero critica duramente la “crematística” o
actividad simplemente acumuladora de riqueza, como el comercio.
Condena, sobre todo, el préstamo de dinero, ya que lleva consigo la
usura; el “dinero pare dinero” es antinatural, ya que el dinero fue
inventado para servir de medio de cambio. También estas opiniones
fueron adoptadas por los escolásticos.

En contraste con los griegos, los romanos no hicieron aportacio-


nes especulativas ni a la filosofía ni a la economía, salvo la posible
excepción de los tratados sobre agricultura, que fueron prácticos más
que teóricos. Administradores por excelencia, los romanos sobresalie-
ron en la legislación; su gran contribución es el cuerpo de leyes
codificado por el emperador Justiniano, que reinó desde 527 hasta 565.
En realidad, el derecho romano es una compilación de textos jurídicos
que no se aproximan, ni remotamente, al análisis económico; no
obstante, a causa del uso del mismo por los escolásticos, es muy
importante para la evolución del pensamiento económico.

La economía escolástica suele considerarse como una doctrina


medieval; pero esta opinión, en sentido estricto, es incorrecta. Aun
cuando tuvo sus raíces en la Edad Media, sobrevivió a este periodo en
más de dos siglos. Lejos de morir en torno a 1500, la economía
escolástica continuó floreciendo durante el siglo XVI con la famosa
escuela de Salamanca, fundada por el gran jurista Francisco de
Vitoria, O. P. (aproximadamente, 1480-1546). Alcanzó su apogeo de
refinamiento y elaboración en las grandes obras de síntesis y vulgari-
zación del siglo XVII, y todavía conservaba cierta fuerza en el siglo
XVIII, cuando Pietro Ballerini (1698-1769) y Daniel Concina, O. P.
(1687-1756) hicieron el último esfuerzo por defender la doctrina
tradicional de la Iglesia sobre la usura contra los insidiosos ataques de
Marchese Francesco Scipione Maffei (1675-1755) y Nicolás Broedersen
(aproximadamente, 1690-1772).
Pero tampoco entonces murió la economía escolástica. Dejó su
impronta, aunque no reconocida, e incluso desaprobada, en las obras
del abate Ferdinando Galiani (1728-1787) y el abate Antonio Genovesi
(1712-1769), ambos precursores napolitanos de la escuela clásica.
Adam Smith (1723-1790), si hemos de creer a Schumpeter, debió más
a la escolástica que al mercantilismo o a la fisiocracia. En todo caso,
la doctrina escolástica le fue transmitida por Hugo Grotius (1583-
1645) y Samuel von Pefendorf (1632-1694), cuyas obras se utilizaban
como texto cuando Smith siguió el curso de filosofía moral dado por
Francis Hutcheson (1694-1746) en el Glasgow College. Este es un
hecho que no puede negarse. Con independencia de las controversias
acerca de quién influyó sobre quién, y en qué medida, existió continui-
dad, y no una ruptura violenta, punto que debiera resaltarse.
Al igual que los filósofos griegos, los doctores escolásticos no
consideraban la economía como una materia autónoma, sino como
una rama de la filosofía moral (o de la teología moral). Esta es la que
enseñaron Smith y Genovesi, el primero en el Glasgow College y el
segundo en la Universidad de Nápoles. Sin embargo, Smith convirtió
la economía en una ciencia independiente, regida por la conveniencia,
más bien que por la ética.
En la construcción de su sistema filosófico, del que la economía
era una parte, los doctores escolásticos combinaron elementos de
cinco fuentes diferentes: la Biblia, la literatura patrística, la filosofía
griega, el derecho canónico y el derecho romano. La filosofía griega,
especialmente la de Aristóteles, y el derecho romano fueron quizás los
elementos más importantes de su economía. El derecho canónico
aportó únicamente los cánones que prohibían la usura y los que
declaraban el comercio ocupación ilícita. Los escritores escolásticos
tomaron del derecho romano la clasificación de los contratos, que
proporcionó la estructura de toda su doctrina. Así, por ejemplo, el
precio justo se estudiaba en conexión con la emptio-venditio, o
contrato de compraventa; y la usura, en conexión con el mutuum, o
préstamo.
La mentalidad medieval fue legalista. La cuestión que se plantea-
ba no era cómo funcionaba el sistema económico, sino si esto o lo otro
era lícito o ilícito, justo o injusto. En otras palabras, el enfoque
escolástico de los problemas económicos fue jurídico y ético, más bien
que mecanicista. La exagerada insistencia de muchos autores escolás-
ticos en la usura puede haber dado la impresión de que esta sola
cuestión fue el núcleo de su doctrina, pero no es así. Según los
escolásticos, el objeto de la economía consiste en determinar las reglas
de justicia aplicables al intercambio de bienes y servicios (justicia
conmutativa) y la distribución de la renta y la riqueza (justicia
distributiva). Esta distinción entre la justicia conmutativa y la
distributiva fue, por supuesto, tomada de Aristóteles. La justicia social
es un nuevo concepto añadido por los escritores neoescolásticos de los
últimos años.
Al igual que la dialéctica marxista, el método escolástico sigue un
patrón inexorable. Es seguro que se encuentran cuestiones económi-
cas estudiadas en cualquier tratado escolástico de teología moral o
titulado De contractibus (“Sobre los contratos”) o De justitia et jure
(“Sobre la justicia y el derecho”). Con frecuencia basta con leer el título
o repasar el índice general para identificar un tratado como pertene-
ciente a la escuela escolástica.
Los doctores escolásticos, siguiendo a Aristóteles, suponían que el
individuo es incapaz de satisfacer sus necesidades sin la ayuda de los
demás. Según Tomás de Aquino, O. P. (1225?-1274), la división del
trabajo fue ordenada por la divina providencia, que dotó a los hombres
de una inclinación mayor a una profesión que a otra (Suma contra
gentiles III, 134).
De acuerdo con el derecho canónico, la comunidad de bienes se
consideraba una utopía, excepto cuando se practicaba en pequeña
escala monasterios o conventos. Aun cuando no era una institución de
derecho natural, la propiedad privada, según Tomás de Aquino, era
una adición al mismo obtenida por la luz natural de la razón (Summa
theologica II-III, 66, 2, ad I).
Justificaba su existencia por las mismas razones que Aristóteles:
en primer lugar, porque la propiedad común suele descuidarse, y en
segundo, porque la propiedad pública solo engendra confusión y
discordias. En ausencia de planificadores, era por entonces inimagina-
ble una economía planificada. Aun siendo privada la propiedad, el uso
de la misma era común, y los bienes superfluos debían darse a los
pobres. Sin embargo, las personas podían vivir de acuerdo con su
estado social. A un caballero, por ejemplo, no se le exigía que entregara
sus caballos, ya que podía necesitarlos para cumplir con sus obligacio-
nes feudales. Solo en caso de extrema necesidad se convertían en
comunes todas las cosas. Así, un pobre que se hallara a punto de morir
de hambre no robaba cuando se apropiaba de un trozo de pan sin el
permiso de su dueño.
Los doctores escolásticos ensalzaron la agricultura como la
ocupación más propicia a la virtud, pero compartieron todos los
prejuicios de Aristóteles y de los Padres de la Iglesia contra el comercio.
¿No declaraba el derecho canónico que los comerciantes difícilmente,
si es que en algún caso, agradaban a Dios (Decretum Dist. 88, c. 11)?
La actitud de los teólogos fue mitigándose gradualmente. Tomás de
Aquino alababa a los fabricantes e importadores que traían del
extranjero bienes necesarios. Más tarde también se reconoció como
legítima la función de almacenamiento, pero la venta al detalle hubo
de esperar hasta el siglo XVI para obtener aprobación.
La doctrina escolástica centró su atención en dos principales
problemas: la teoría del precio justo y la usura. Ambos han dado lugar
a gran número de equívocos.

Los doctores escolásticos fueron casi unánimes en reconocer la


utilidad como la fuente del valor. En palabras de Schumpeter, su
análisis «no careció de otra cosa que del aparato marginalista» (1954,
pág. 1054). El valor no se consideraba como una cualidad intrínseca,
sino como algo que dependía del proceso mental de valoración. Para
ilustrar este punto, los escolásticos citaban con frecuencia a San
Agustín (354-430), quien afirmó en La ciudad de Dios que, a pesar de
la superioridad humana, un caballo o una piedra preciosa eran con
frecuencia más valiosos que un esclavo. Algunos llegaron con este
argumento incluso a la paradoja de que si el valor fuera cuestión de
dignidad natural, una criatura viviente, como una mosca, sería más
valiosa que todo el oro del mundo. El valor, en otras palabras, era
función de la utilidad. El otro elemento del valor, la escasez, tampoco
fue pasado por alto. Quizá una de las mejores exposiciones escolásticas
de la teoría del valor se halla en los sermones de San Bernardino de
Siena, O. F. M. (1380-1444). Sin embargo, no es el autor original del
pasaje, que se apropió, sin reconocerlo, de un manuscrito, todavía
inédito, de Pierre Olivi, O. F. M (1248-1298). No le importó hacerlo
porque Olivi había sido acusado de herejía. Según Olivi y Bernardino
de Siena, hay tres fuentes de valor: la escasez (raritas), la utilidad
(virtuositas) y la deseabilidad (complacibilitas). La escasez no exige
comentario. La utilidad es una cualidad objetiva: la capacidad de
satisfacción de necesidades. La complacibilitas solo puede tener un
sentido: el deseo subjetivo de satisfacer una necesidad. Esta interpre-
tación coincide con la de Schumpeter (1954, pág. 98), quien, sin
embargo, considera erróneamente a San Antonio de Florencia, O. P.
(1389-1459), como el autor original de esta concepción. Lamentable-
mente, esta línea de pensamiento no tuvo continuidad. Los escolásti-
cos se hallaban ciertamente en el buen camino, pero no consiguieron
resolver el problema del valor.

Después del problema del valor se estudia la determinación del


precio. El derecho romano había dejado esta materia al regateo entre
las partes contratantes. Los glosadores medievales añadieron la frase
sed communiter (“pero en común”) al principio según el cual los
bienes valen lo que se da por ellos en venta (res tantum valet, quantum
vendi potest). Así, pues, el precio se convierte en un fenómeno social
que debe determinarse por la comunidad. ¿Cómo puede fijar un precio
la comunidad? Hay dos posibilidades: o bien espontáneamente a
través del mercado, o bien mediante regulación pública. La primera
fue conocida más tarde por precio “natural” o “vulgar”; la segunda, por
precio “legal”. En ausencia de regulación, se presumía justo el precio
de mercado. Esta era la teoría tanto de los juristas civiles como de los
canonistas. Entre los teólogos, solo los tomistas aceptaron esta opi-
nión, y llegaron a ella por su propio camino; los escotistas y los
nominalistas discreparon. Así se dividieron los escolásticos y defendie-
ron tres teorías rivales, y en parte contradictorias, del precio justo.
Alberto Magno (1193-1280) afirmó inequívocamente que el
precio justo es fijado por la estimación del mercado en el momento de
la venta. Su alumno Tomás de Aquino fue menos específico y preciso.
Cuenta una historieta (tomada de Cicerón) de un comerciante que
trajo trigo a un país en el que había escasez. La cuestión que se plantea
es si ese mercader puede vender el trigo al precio vigente (pretium
quod invenit) o si está obligado a descubrir que se hallan más
provisiones en camino. Tomás de Aquino contesta a la cuestión
afirmando que ese mercader no está obligado a hacerlo en virtud de las
reglas de justicia, pero que actuaría más virtuosamente si lo hacía o si
rebajaba su precio. La respuesta, al parecer, no deja dudas sobre la
posición de Tomás de Aquino.
El mismo punto de vista adoptaron San Bernardino de Siena,
John Nider (1380-1438) y la mayoría de los teólogos: el precio justo lo
fija la “estimación común”, por la que se entiende la valoración del
mercado, con la reserva de que nunca se puso en duda el derecho, e
incluso el deber, de las autoridades públicas de fijar y regular los precios
en casos de emergencia.
Nada hemos dicho hasta ahora acerca del coste de producción
como determinante del precio. Sin embargo, Alberto Magno y Tomás
de Aquino no pasaron totalmente por alto este punto afirmaron, en sus
comentarios de Aristóteles, que las artes y oficios estarían llamados a
la destrucción si el productor no recuperara sus gastos a través del
precio de venta de sus producto. Alberto Magno proponía el ejemplo de
un carpintero, que deja de fabricar camas si el precio que percibe no le
compensa los gastos y actividad especializada. En otras palabras,
según Alberto Magno y Tomás de Aquino, el precio de mercado no
debe ser permanentemente inferior al costo. Por desgracia, esta idea se
perdió, y más tarde los tomistas centraron su atención exclusivamente
en el precio de mercado, prescindiendo del coste de producción, como
si los dos conceptos fueran antitéticos.
El campeón de la importancia del costo de producción fue Duns
Escoto (1265-1308). Partiendo de la observación de que el mercader
realiza una función útil, llegó a la conclusión de que el precio justo debe
cubrir todos los costos del mercader, incluido un beneficio normal y
una compensación por el riesgo. La debilidad de esta teoría consiste,
por supuesto, en que Escoto no se preguntó si el mercader es capaz de
vender sus mercancías por encima del precio de mercado si sus costos
son demasiado elevados. Escoto tuvo pocos seguidores; los más
conocidos son otro escocés, John Mayor (1459-1550), y un portugués,
Johannes Consobrinus, también conocido por el nombre de João
Sobrinjo (muerto en 1486), que enseñó durante algún tiempo en
Oxford.
La regulación de los precios tuvo sus más decididos defensores
entre los nominalistas. Jean de Gerson (1363-1429), durante algún
tiempo canciller de la Sorbona, sugirió incluso que se confiara a las
autoridades públicas la fijación de todos los precios, bajo pretexto de
que nadie debiera presumir de ser más sabio que el legislador. Como
esta propuesta era poco realista, encontró escaso apoyo, otro
nominalista, Henry de Langenstein el Viejo (1325-1397), formuló la
regla según la cual si las autoridades resultaban incapaces de fijar un
precio justo, se permitía al productor fijarlo él mismo; sin embargo, no
debía cobrar más que lo suficiente para mantenerse él y su familia de
acuerdo con su condición social. Si fijaba a sus mercancías un precio
exagerado con el fin de enriquecerse o de mejorar de situación social,
cometía un pecado de avaricia. La cuestión de si ese productor sería
capaz de obtener un precio superior al de sus competidores no la
plantea Langenstein. Publicada por primera vez en 1874 por Wilhelm
Roscher, la regla de Langestein obtuvo una gran publicidad y fue
ensalzada por muchos, entre otros por Max Weber, Werner Sombart,
R. H. Tawney, Heinrich Pesch y Amintore Fanfani, como una formu-
lación típica de la teoría del precio justo. No obstante, no existe ni la
más ligera justificación de ese entusiasmo. Lejos de ser representativo,
Langenstein fue una figura relativamente de segundo orden, y sus
opiniones fueron la de una minoría que ejerció escasa influencia en su
tiempo, excepto quizás, en las universidades alemanas y polacas, que
en el siglo XV fueron bastiones del nominalismo.
Aun cuando los escolásticos fueron incapaces de ponerse de
acuerdo en un criterio de justo precio, fueron unánimes en su conde-
nación del monopolio, que se definía, en sentido amplio, como toda
confabulación para manipular los precios. En primer lugar, los mono-
polios fueron condenados como “conspiraciones” contra la libertad; en
segundo, se les consideró perjudiciales al bien común por crear escasez
artificial; y finalmente, fueron acusados de elevar los precios por
encima del nivel de competencia, es decir, por encima del nivel que
regiría si no existiera monopolio. Los beneficios derivados de la
explotación monopolística calificados de turpe lucrum, beneficio
ilícito, que, al igual que la usura, obligaba a la restitución.
Siendo favorables al precio de mercado, no debe extrañar que los
escolásticos se opusieran a la discriminación de precios. Según San
Bernardino de Siena, un vendedor no debía aprovecharse de la ventaja
de la ignorancia o necesidad especial del comprador. En otras pala-
bras, los precios deben ser iguales para todos, ricos y pobres. Esto se
halla estrictamente de acuerdo con la justicia conmutativa, que, lo
recordamos, se basaba en la igualdad y reciprocidad.

La teoría del precio justo se aplicó también a los salarios, ya que


estos se definían como si fueran el precio del trabajo (pretium laboris).
En consecuencia, los salarios eran determinados por la estimulación
común, es decir, por las fuerzas de la oferta y la demanda, excluyendo,
por supuesto, todos los intentos de explotación. El autor que ofreció un
tratamiento más completo de esta cuestión fue San Antonino, arzobis-
po de Florencia, para quien la finalidad de los salarios consistía en
permitir al trabajador mantenerse él y su familiares en su nivel social.
Para lograr esa finalidad, San Antonino insistía en el pago puntual del
salario acordado, y condenaba a los empresarios que pagaban a sus
trabajadores con dinero falso o envilecido. No llevó más adelante sus
críticas, aunque debió saber que los gremios de la lana y la seda de
Florencia trataban de mantener bajos los salarios utilizando la legis-
lación antimonopolística de la ciudad para impedir la formación de
“cofradías” de trabajadores. En general, los escolásticos se mostraron
menos favorables a los gremios de lo que han supuesto los socialistas
fabianos y los historiadores católicos que idealizan sobre la Edad
Media. En relación con las diferencias de salarios, Bernardino de Siena
advierte congruentemente que los trabajadores cualificados son mejor
pagados que los no cualificados por ser escasos, ya que su habilidad no
se adquiere sin herramientas y sin una formación cara.

La teoría monetaria hizo escasos progresos durante la Edad


Media. El principal autor sobre este tema fue Nicole Oresme (aproxi-
madamente, 1325-1382), que no fue mucho más allá de Aristóteles.
Aun cuando olvidaran la teoría monetaria, los escolásticos, en su
mayoría, dedicaron un espacio exagerado a la usura, que al parecer
consideraban un problema social importante.
Circulan numerosos equívocos en relación con la usura. Según el
concepto moderno, la usura es un tipo de interés exorbitante y opre-
sivo; pero la definición dada por los escolásticos es muy diferente. La
usura es un incremento, excesivo o moderado, del principal de un
préstamo o mutuum. Por consiguiente, según todos los autores, la
usura se da solamente en los préstamos. Si podía demostrarse que un
contrato no era ni explícita ni implícitamente un préstamo, no había
usura. Por su puesto, un préstamo podía ocultarse bajo capa de otro
contrato, que entonces se convertía en un contrato in fraudem
usurarum, es decir, engañosamente usurario.
Desde este punto de vista del problema, es fácil ver cómo pudo la
usura convertirse en un motivo de encendidas polémicas. La defini-
ción escolástica de la usura permitía a los mercaderes llevar a la
práctica la mayor parte de los tecnicismos jurídicos y a los doctores
desplegar sus talentos para la casuística y las distinciones sutiles.
La banca es el mejor ejemplo de esto. Al estar prohibido el
préstamo con interés, los banqueros encontraron otra manera de
obtener beneficios, operando con moneda extranjera. La compra de
un giro extranjero, a causa de la lentitud de las comunicaciones,
siempre presuponía la concesión de un crédito, así como una opera-
ción de cambio. Los intereses, por supuesto, se ocultaban en el tipo, o
precio, de cambio. No obstante, los banqueros afirmaban que un
cambium, o cambio extranjero, no era un préstamo, sino una transac-
ción comercial legítima. Aun cuando el argumento se basaba en un
puro sofisma, los teólogos lo aceptaron, a no ser que el cambium fuera
patentemente un préstamo disfrazado, como en caso de cambio
ficticio. El resultado práctico de esta tolerancia fue la prohibición legal
del descuento, pero también la vinculación de la banca al cambio.
Nada podía cobrarse por el préstamo, pero el prestamista podía a
veces obtener una compensación por razones ajenas al préstamo. Así
surgió la teoría de los títulos extrínsecos. Los tres principales fueron:
poena conventionalis, damnum emergens y lucrum cessans. La
poena conventionalis era una sanción por el pago retrasado; el
damnun emergens, una compensación por los daños sufridos por el
prestamista. Estos dos fueron fácilmente admitidos como válidos;
pero no ocurrió lo mismo con el lucrum cessans, que significaba que
el prestamista podía exigir el mismo rendimiento que lo obtenido de
inversiones rivales o competitivas. Así definido, el lucrum cessans es
de hecho el equivalente del moderno concepto de costo de oportuni-
dad. De admitir este título, además, se habría puesto en peligro toda la
doctrina de la usura. El lucrum cessans fue, por tanto, la doctrina de
la usura. El lucrum cessans fue, por tanto, rechazado por Tomás de
Aquino y por la mayor parte de los teólogos. Más adelante, en el siglo
XVI, fue permitido por algunos moralistas más amplios de criterio,
pero solo entre mercaderes.
La doctrina de la usura fue el talón de Aquiles de la economía
escolástica. Envolvió a los escolásticos y a sus sucesores de lo siglos
XVI y XVII en dificultades insuperables que contribuyeron mucho al
descrédito de toda su doctrina.

Según ya indicamos, el escolasticismo continuó prosperando


durante el siglo XVI y posteriormente. Los escolásticos tardíos de la
escuela de Salamanca hicieron algunas nuevas aportaciones, princi-
palmente en el refinamiento de antiguas doctrinas. La teoría cuanti-
tativa del dinero fue aceptada como consagrada. Más que nunca, los
partidos de la nueva escuela insistieron en la justicia del precio de
mercado en ausencia de regulación pública. Algunos de ellos, como
Martín de Azpilcueta (1493-1586), más conocido por el nombre de
Doctor Navarrus, se mostraron muy escépticos en relación con los
méritos de la fijación de precios, por considerarla innecesaria en
épocas normales e ineficaz en épocas de escasez. Luis de Molinas, S. J.
(1535-1601), más famoso por sus opiniones sobre la gracia que por sus
teorías económicas, formuló la ley gracia que por su teorías económi-
cas formuló la ley de la oferta y la demanda al afirmar que “un
concurso (concurrentium) de compradores más considerable en un
momento que en otro, y su mayor disposición a comprar, elevarán los
precios, mientras que la escasez de compradores los rebajará” (De
justitia et jure II, disp. 348, n.° 4). Insistió también en que el valor
depende de las preferencias de los consumidores, en lugar de cualida-
des inherentes a los bienes. Un jesuita belga, Leonardus Lessius (1554-
1623), hizo dos aportaciones secundarias: autoriza los monopolios con
precios regulados por razón del bien común y describe exactamente el
mercado de dinero de Amberes, reconociendo implícitamente la
presencia de intereses ocultos en los tipos de cambio.
En el siglo XVII las enseñanzas económicas de la escolástica
fueron presentadas sistemáticamente en las grandes obras sintéticas
de los cardenales Juan de Lugo, S. J. (1583-1660), y Giambattista de
Luca (1613-1683), pero no hicieron aportaciones nuevas. La econo-
mía escolástica había alcanzado la madurez. Al no renovar sus
métodos de análisis, el pensamiento económico escolástico cayó en
descrédito y entró en una decadencia precipitada que envolvió a otras
ciencias y a la filosofía, a la vez que a la economía política.

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