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HERACLES TIROJO

Agachado, de espaldas a una roca grande y negra, espera Tirojo el momento preciso, la señal
convenida. Todos los sentidos en alerta. Cuando oiga el silbido de Gaspar, deberá girar el cuerpo,
levantarse, echarse la carabina a la cara, apuntar al primero y disparar.

Ha preparado la emboscada durante días, ha colocado a cada cual en el sitio preciso; anoche cuando
requisaron las vacas del cortijo dejaron pistas suficientes para atraer a la guardia civil a través de la
quebrada y esperarlos aquí, el mejor enclave para la primera acción de su partida.

En la vaguada, la yerba, antes toda verde, empieza a amarillear y puede verse el prado salpicado de
reses que pastorean en silencio, sin cencerras, mientras alguna vaca con su ternero se acercan al
arroyo para abrevar. Desde las peñas que lo circundan, el paraje se ve esplendido, de ensueño; si no
fuera por lo que está por acontecer.

Llevan una hora apostados y no se oye nada, solo de vez en cuando el cacareo de un macho de
perdiz. El calor no apretará hasta el mediodía y la brisa ligera hace soportable la espera. Los olores
de la primavera impregnan de aromas y fragancias el ambiente de la sierra. Así que por momentos,
aunque se afana en mantener la tensión, Tirojo se transporta a otra primavera, a otra época.

A los catorce años ya era consciente que destacaba; desde que dio el estirón, siempre fue de los mas
altos de su edad, pero nunca se aprovechó de su estatura para someter a los mas pequeños; más bien
al contrario, eran los más bajitos, como Gaspar, los que buscaban en él protección.

En la escuela el maestro le tenía un especial afecto. Recuerda que en la clase siempre estaba atento,
le fascinaba D. Rafael, la capacidad que tenía para explicar el sentido íntimo de las cosas que
ocurren en la naturaleza y la forma de desentrañar los problemas más complejos. En las ocasiones
en que no alcanzaba a comprender el sendero y la lógica de la razón, se atrevía a preguntar y sin
más, aquel hombre volvía a mostrar sus cualidades pedagógicas. Cuando, por cualquier
circunstancia, el maestro se tenía que ausentar, le dejaba como responsable de la clase y él, sin
necesidad de esfuerzos, solo atento a sus deberes, comprobaba como sus compañeros, a imitación
de lo que él hacía, se afanaban en sus cosas; solo si en alguna ocasión; si uno de los muchachos se
levantaba o iniciaba alguna travesura; entonces le reconvenía con la mirada y media sonrisa.

Cuando podía, ayudaba al padre en las faenas del campo, siempre campo de otros y estaba solícito a
las demandas de la madre para cualquier mandado que le encargase, era él quien, para mitigar el frio
de la sierra en las noches de invierno, se responsabilizaba de encender el fuego de leña y preparar el
brasero.

Pero también disfrutaba con los amigos, por las tardes o en las mañanas de domingos, se entretenían
con cualquiera de los juegos que ellos mismos inventaban. Todo el pueblo era territorio de juego y
también el campo, donde llegado el verano, buscaban nidos que marcaban, para luego, cuando los
polluelos casi estaban por abandonarlos, hacerse con las tórtolas o perdices, que terminaban de criar
en jaulas. Especial habilidad recordaba con el tirachinas y de ahí el sobrenombre por el que los otros
chavales empezaron a llamarle.
A punto de cumplir los quince años, en la primavera del último de los cursos que se impartían en la
escuela del pueblo, D. Rafael le dijo que quería hablar con sus padres. Dos días después y con la
puesta de sol, bajo la parra que enmarcaba la puerta de entrada a la casa, el maestro tuvo la
oportunidad de comunicarle a sus padres, en su presencia, la confianza que le tenía como estudiante
y la oportunidad que suponía la apertura el próximo curso de un instituto en Antequera. Incluso nos
dijo que se había tomado la confianza de hablar con el director del centro. Recuerda como, antes de
marcharse y con suma deferencia, el maestro le hizo entrega de un obsequio, un diccionario de
bolsillo.

Pero, toda la alegría de aquel día y de los días de vacaciones que siguieron, toda la capacidad
persuasiva que D. Rafael había invertido en convencer a sus padres y que en él había prendido
como el inicio de un maravilloso viaje, se tornó en frustración a mediados de julio. Algo que
empezó en África y que, como pólvora negra, se extendió por otros lugares, paralizó la vida del
país, dio al traste con muchas ilusiones y sin comerlo ni beberlo, con las suyas y las de sus padres,
también.

Aquel reguero negro un día llegó a su pueblo. El odio larvado emergió y se impuso la razón de la
sinrazón, la envidia y la venganza. Y una noche el teniente Rivera con otros dos civiles se llevaron a
su padre y luego supo que a muchos otros padres y que, hasta el maestro se llevaron. Y tuvo que
hacerse hombre cuando aún era casi un niño y ver y vivir como adulto la oscuridad; la muerte del
maestro, la ausencia de su padre, el maltrato a su madre y por último, la huida con ella al pueblo del
abuelo. Y cuando tuvo edad, recuerda como prolongó la huida, atravesó la sierra y tomó contacto
con los suyos y con los suyos, al poco tiempo perdió guerra y siguió la huida.

Ya hace cinco años de aquello, ahora ha vuelto al pueblo, lleva meses montando la partida, con sus
antiguos amigos y con los de otros pueblos, ha organizado una, adscrita a la Agrupación Guerrillera
del Sur. Las vicisitudes vividas estos años han hecho mella en su rostro y aunque mantiene la
sonrisa y el libro que le regaló D. Rafael, en las noches de vigilia piensa que también los avatares de
la vida le han viciado y ennegrecido el alma.

El sol está en todo lo alto, ya no hay brisa y las chicharras entonan sus cánticos. Entonces se oye el
silbido de Gaspar y poco después, el ruido de los cascos de las caballerías contra las piedras del
camino de la quebrada. Tirojo se levanta y en el mismo movimiento gira, se echa la carabina a la
cara y apunta. Primero va el teniente Rivera en su yegua torda.

JPL 82

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