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Introducción

por Pierre GRIMAL

En general los historiadores escriben sólo la historia de los hombres. Por


que proclamen muy alto su ambición (algo quimérica) de reconstruir
la totalidad del pasado humano, en realidad se aprovechan de la ambigüedad
que en muchas lenguas confunde en un mismo vocablo los representantes del
humano en general y los del sexo masculino en particular, para, con
el pretexto de explicar la historia de los "hombres", limitarse a la de los
hermanos, hijos y padres. Hijas, mujeres, hermanas y madres quedan
embarcadas silenciosamente, como pasajeros clandestinos; existen sólo de
modo secundario. Es más, en cuanto una mujer destaca en los anales de la
humanidad, se sospecha que traicionó su feminidad. Juana de Arco fue en-
viada a la hoguera, en parte, porque se obstinó en vestir como un hombre.
Pero, por mucho respeto que se pueda tener por la historia tradicional,
conviene no admitir acríticamente sus criterios. Durante mucho tiempo, por
se consideró al pueblo como una masa tan sólo
tenían derecho a ser protagonistas. Las gentes, en general, eran sólo
para sus éxitos, trabaf adores anónimos cuyo esfuerzo llenaba
y graneros. Aceptación o rechazo, obediencia o rebelión san-
tal era la respuesta sin matices del siervo a su dueño. En los bajo
babilónicos, al igual que en los frescos egipcios, impera la figura
rey; es una figura identificable que contrasta con los rostros insignificantes,
de cuantos le rodean. Desde hace ya mucho, nadie ignora que
pueblos pesan en la historía más que los reyes. Y una de las "emancipa-
ciones" más importantes de la mujer sería quizá que la historia reconociera
Y mesurara su función real en el devenir humano.
la historia se mantenga fiel a lo que tradicionalmente se consí-
su misión, es decir, a la investigación y la descripción de los acon-
tecimientos, es permisible ignorar la mitad femenina de la sociedad, pero
entonces es necesario que se limite a dar un relato lineal, contrarío a la
y a la causalidad, un relato en el que pasan tan sólo siluetas
donde, como en los bajo relieves asirios, el elemento humano queda
Desde el momento en que la historia intenta penetrar más pro-
fundamente en lo real, desarmar los mecanismos vivos, no puede prescindir
consagrar estudios particulares al mundo de las mujeres; entonces cam-
de plano y se convierte en la historia de una o de varias civilizaciones.
10 Historia mundial de la mujer

Resulta demasiado fácil considerar que una civilización consiste simple-


mente en una suma de elementos comparables. Así proceden los historiadores
que simplemente añaden capítulos sobre artes plásticas, sobre literatura o
sobre la moda, y la cocina, a la evolución tradicional. Una civilización no
es un mosaico de hechos, sino Hn sistema jerarquizado, una síntesis imprevi-
sible en la cual las batallas, los acontecimientos y sucesos, las revoluciones,
las catástrofes naturales y políticas, desempeñan, en efecto, ima función, pero
son simples "excitantes" que provocan reacciones (decisivas o no) en el cuer-
po total en cuya superficie sobrevienen esos episodios. La historia no es la
serie de acontecimientos, sino resultado de esa sucesión y también el con-
;unto de fuerzas que los provocan o modifican. Igual ocurre con una enf er-
medad, no se identifica con la invasión microbiana que la provoca.
Desde tal perspectiva está claro que la historia debe preocuparse de las
mujeres que, en toda sociedad, representan la reserva estable en relación a la
·cual y por la cual se desarrolla el drama. Si es cierto que el devenir humano
no se resuelve en una serie de momentos históricos, sino que comporta tam-
bién el elemento, quizá aún más importante, de lo cotidiano, es necesario que
el historiador preste una atención siquiera igual a la vida de quienes cons-
tituyen la mitad cotidiana de la humanidad. La vida familiar o pasional en-
cierra fuerzas cuya potencia activa no es menos decisiva a la larga, aunque
no siempre sea explosiva. Entre los generales era un lugar común antes de
entrar en batalla, recordar a sus hombres que iban a combatir por la salva-
ción de sus hogares, la libertad de sus mujeres y el honor de sus hi¡os; y
efectivamente, durante generaciones eso respondía a la verdad más pura. En
definitiva, era un determinado ideal de vida femenina lo que dirigía y ga-
rantizaba la disciplina establecida por los hombres. Y ese ideal, a su vez, no
se formó espontáneamente; sin duda los soldados tenían la impresión de obe-
decer a la naturaleza de las cosas, a la ley divina, pero en realidad obedecían
a una imagen que las mujeres les imponían acerca de ellos mismos y de ellas,
y también de la ciudad entera.
Existe en el seno de la sociedad una imagen colectiva sobre la mujer
(del mismo modo que sobre el hombre y sobre todas las cosas), que nunca es
la misma para todos aunque tampoco sea totalmente distinta. Esa idea actúa
como un modelo, un fin hacia el cual tiende el individuo; se hallará con fre-
cuencia como primer, móvil, pues todos consideran más importante ser que
tener. La adquisición de los bienes es simplemente un medio para realizar
un ser, que será lo que admire, deslumbre, seduzca a los demás. El modelo
propuesto e impuesto aparece como un absoluto; se consagra por la costumbre,
se consolida por la presión del grupo presente y pasado; se encuentra en
el lenguaje, en la literatura y en la pldstica (cuando existen, ¿pero, hay alguna
sociedad tan primitiva que no posea sus valores estéticos?). Y se comprende
que la condición ele la mujer en un momento determinado y en una so-
ciedad dada, presente una estabilídad que la hace prácticamente inmutable
durante generaciones y generaciones. Está tan estrechamente ligada a la es-
tructura del grupo, tan arraigada en tm gran número de almas, que las re-
beliones individuales quedan sin efecto; hay más, cuantos se rebelan tienen
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mala conciencia, pues son muchas las cosas de las que han de renegar, incluso
ellos mismos, hasta el punto de destruirse. Las imposiciones exteriores,
económica, moral, la reprobación, el ostracismo no son sino ligeros obstáculos
en comparación a los que la conciencia descubre en ella misma. Siempre, en
las ocasiones, el margen de libertad es débil, del mismo ,modo que
puede ser débil la imperceptible mutación que, a la larga, cambiará la
especie.
Así pues, no puede asombrarnos que este problema haya dado lugar a
mitos de entre los cuales algunos, quizá los más claros, son leyendas de la
raza heroica.
Los griegos explicaban que en otro tiempo, en la isla de Lemnos, las
mujeres abandonadas por sus maridos se habían conjurado para eliminar en
país a todo el sexo masculino: maridos, padres, hermanos, todos habían
muerto y la isla había quedado habitada tan sólo por mujeres. Pero una vez
quedaron solas se aburrían; por eso, cuando los ar¡sonautas hicieron escala en
Lemnos, fueron acogidos por las habitantes de la isla con tal entusiasmo que
se quedaron allí un afío, tiempo necesario para repoblar a placer esa tierra
viuda. Y así, gracias a ellos, todo había tomado de nuevo el curso normal.
Las mujeres de Lemnos cayeron de nuevo en su antigua sujeción con alegría.
En varías ocasiones, los poetas han soñado con esa leyenda. Aristófanes
sacó de ahí el tema de dos de sus comedias. El pueblo ateniense, que impuso
la historia contar con el "demos" frente a los tiranos y reyes, descon-
de las mujeres como si no tuviera la conciencia tranquila frente a ellas.
Pesadillas colectivas, pesadillas de hombres que se creen a menudo 'transpor-
a un universo sometido a las mujeres, o privado por completo de ellas,
lo cual en definitiva es lo mismo. La historia de las habitantes de Lemnos
está ahí para tranquilizarles. Termina bien, pues el orden tradicional, lo que
se cree "natural'', acaba por triunfar; eso justifica la sumisión total de las
esposas e hijas, que es el precio que deben pagar por el cumplimiento de
destino de mujeres.
Otra leyenda ateniense vuelve sobre el mismo problema. Se trata de la
historia de Teseo, donde se nos cuenta que el héroe tomó por mujer a una
amazona, la reina Antíope. Las amazonas eran guerreras que mataban a los
que nacían varones y sólo aceptaban uniones esporádicas con extranjeros
perpetuar su raza. Pero el matrimonio de Teseo con Antíope termina
Debido a una razón que no resulta clara, Teseo la mató y el joven
H ípólito (el único varón hijo de amazona que no es sacrificado en sus pri-
meros instantes de vida) fue víctima de una terrible fatalidad. Sin quererlo,
provocó el amor de su madrastra, Fedra, la cual hizo que pereciera calum-
niándolo ante Teseo. De ese modo se prueba que el orden normal no puede
ser violado impunemente. Pues si el foven Hípólito es ahí la víctima, no por
eso es totalmente inocente. Ha heredado de su madre, la amazona, una cierta
aversión por los lazos de Afrodita y rechaza la ley de "naturaleza'', sim-
bolizada por la diosa. Ésta le castiga entregándolo a un amor monstruoso.
No menos amenazadora es la historia de Psiquis, cuyo tema se encuentra
extendido y no es en absoluto exclusivo de la z;yenda helénica. Tal como
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lo ha contado Apuleyo en las Metamorfosis constituye una variante del tema


de la "bella y la bestia". Se trata de la aventura de una muchacha que
por una razón determinada ha sido rechazada por su propia familia, el
medio protector por excelencia, y ha sido expuesta, por tanto, por su mismo
padre a amores dudosos, parodia mortal del matrimonio. La heroína entre-
gada como pasto a quien todos (y ella también) creen un monstruo, ha de
sacrificarle su virginidad y se convierte en su esposa, en medio de la noche
y la incertidumbre. Y, al llegar el día, o bien el esposo monstruoso desapa-
rece prohibiéndole que lo mire, o bien se hace tan odioso que ella se niega
a mirarlo. Pero a la larga, la curiosidad es mds fuerte y a la luz de una ldm-
para la joven esposa constata que el pretendido monstruo es un hermoso
joven, para Psiquis es incluso un dios, el Amor, a quien sus alas tembloro-
sas y sus armas sobre la cama designan sin ambigiiedad. En otras variantes
de la historia, la mujer comete alguna falta, pero en todos los casos el resul-
tado es el mismo. En el momento en que ama al que es su marido, lo pierde
bruscamente. Psiquis olvida que la lámpara que sostiene en su mano contiene
aceite hirviente, tiembla tanto que cae ima gota sobre el Amor, el cual des-
pierta por el dolor, ve la falta cometida por su esposa y huye. Entonces en
todas las variantes, comienza un período de pruebas. La pobre mujer busca
a su marido; en muchas versiones cae en poder de una horrible bruja que
ha encantado al hermoso caballero con la esperanza de convertirlo en su
marido. Psiquis, por su parte, se convierte en la prisionera de Venus, indigna-
da de tener una nuera y a la que quiere hacer pagar las travesuras de su
hijo. Las pruebas se suceden: múltiples trabajos como granos que separar,
madejas que desmadejar, lana que hilar, cántaros de agua que llenar en una
fuente inaccesible. La pobrecílla mal que bien lo soporta todo y, naturalmente,
reencuentra a su marido, con gran vergüenza por parte de la bruja mala.
Es muy probable que esa leyenda con mil versiones sea una dramatización
de los ritos que acompañan el paso de una muchacha de la condición de virgen
a la de esposa. Y esos ritos tienen una significación evidente: la muchacha
debe lograr ser admitida en el grupo de mujeres por sus propias fuerzas,
sín la ayuda de los suyos. La ruptura con la infancia es total, brusca, seme-
jante a una muerte y el despertar a lo carnal no basta para operar el cambio.
Como mdxímo el marido puede ayudar a la "novia" a ser su compañera, a
superar la oposición de las "viejas"; pero lo hace clandestinamente. El drama
de Psiquis (se ha señalado ya) es un asunto de mujeres en el que los hombres
prácticamente intervienen lo menos posible. Son labores de muferes que la
novicia debe aprender, y las pruebas que se le imponen recuerdan, imitan
exagerdndolos, los trabajos habituales de las mujeres en los pueblos: separar
granos, hilar, tejer, buscar agua, afrontar los peligros del exterior, el miedo
a la noche y a la soledad. Y lo que la sustenta es la esperanza de volver a
encontrar, en el gran día, al que tan sólo ha podido intuir. Dentro del
peligro y la pena, se perfila un amor de mujer verdadero que florece a partir
de lo que sólo era un amor de niña.
De ese modo, todas las sociedades han reflexionado acerca del papel
que han de cumplir las mujeres, y han intentado mostrar que el papel que
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se les asignaba, fuera el que fuese, era el único susceptible ele contribuir
al equilibrio y f eliciclacl clel grupo y ele aquellos y aquellas que lo com-

El problema planteado por las mujeres a las socieclacles no es ni mucho


menos simple; quizás es insolventable. Los propios términos son /contradicto-
rios: los hombres, insertos en los actos ele la vida colectiva, tienden a formar
ww socieclacl ele leyes y ritos clefiníclos; la parte ele su activiclacl consagrada
a la reproducción ele la especie puede ser marginada cómodarnente ele sus
ocupaciones "serias" y más importantes. Las mujeres, en cambio, se encuen-
tran profundamente clívicliclas; también sienten la atracción del grupo, del
colectivo en el pueblo que las acerca a las demás mujeres. Existen
sociedades femeninas muy coherentes que prueban lo vano que resulta pre-
que la mujer sea indívidualista y anárquica por naturaleza. Pero no
es menos cierto que, en otros momentos, a la mujer se la arranca violenta-
mente de la sociedad de sus compañeras y se la lleva a un camino que
lw de recorrer sola. La maternidad, los cuidados que requieren los hijos,
ello las aísla, y durante una gran parte ele su vida no pertenecen a la
sino por intermedio ele un marido, ele un padre o ele un protector,
sea el que sea. Esa doble pertenencia tiende, evidentemente, a crear conflic-
tos y serias dificultades.
En ocasiones las sociedades buscan la solución en la constitución de
grupos según edad, en cada uno de los cuales varía el papel de la mujer,
con el fin ele conciliar en el curso de la vida lo que es inconciliable en
períodos. Así, por ejemplo, durante su infancia la niña disfruta ele
vive en camaradería con las muchachas o m11chachos
de su edad, Luego, muy pronto, al llegar la e incluso en muchas
antes ele ese momento, se convierte en esposa y madre, Es un
de retiro; su vida se separa ele todo y queda entregada por completo
euiclados requeridos por los hijos u el marido, Posteriormente, al termi-
fecundiclacl, en tanto que "abuela", a una vida in-
y ejerce ww gran influencia por intermedio ele sus propios hijos
que se han convertido ya en hombres, influencia que ejerce también sobre.
sus nueras que lzan. entrado a su vez en el período de fecundidad y sumisión.
Este esquema responde a ww necesidad fáctica y se encuentra presente
en las sociedades indonesias tradicionales como en la antigua Roma y
con frecuencia íncluso en las comunidades rurales de nuestro tiempo. A me-
esto va aparejado con la costumbre del matrimonio precoz. Los matri-
monios en la infancia, acerca ele los que se interrogan los sociólogos y que
a causas económicas, en realidad parecen responder a una precau-
contra el individualismo femenino. "Cuando el corazón está ya maduro,
no se defa moldear'', se decía en Bantam. Y los romanos, según Plutarco, ase-
que era necesario casar a las hijas temprano para que fueran más
Defender a las mujeres contra sí mismas, contra los impulsos
contra todo cuanto pueda perjudicar la tarea que tan sólo ellas
curnplir en cuanto madres. Se trata de ww amplia conspiración para
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configurar una "naturaleza" f emenína, plenamente compatible con las exigen-


cias de la supervivencia colectiva.
En realidad, todo lo que se alcanza a captar remontando el análisis lo
más atrás posible son menos hechos primordiales que mitos ya formados.
Y rnitos lo cual es más grave - de los que se nutre la misma mujer,
que fundan su posición subordinada y están en el origen de lo que se de-
nomina, en otras circunstancias, su esclavitud. Así la mujer dirá de otras,
que rechacen cumplir su destino de mujer, que son seres incompletos; es-
grimirá una piedad de la que no podría decirse si encubre envidia o resen-
timiento. Reacción que no deja de inquietar profundamente a las que son
objeto de tales censuras, particularmente teniendo en cuenta que quizá no
son por completo injustificadas. En ese campo máximamente secreto de la
afectividad, el menor rayo de luz, por discreto que sea o inseguro que pueda
ser, modifica los objetos que tan sólo debería iluminar, tíñe los sentimientos
o los disipa.
Las mujeres gustan de atribuirse un reíno que es el de la vida. Las
romanas, cuando aún eran campesinas, eran las dueñas absolutas de su huerta.
Tenían a su disposición lo que se denomina el heredium, la herencia, la
única parcela perteneciente a la familia cuando los bienes eran aún propie-
dad colectivá. Esa función de pequeño -cultivo en la Roma arcaica probable-
mente es una simple supervivencia residual de tiempos nwy remotos en que,
según está demostrado, la economía de cultivo estaba en manos ele las mujeres.
Resulta significativo constatar que la 1m1ier haya conservado ese resto ele su
antigua función, /Jese a todas las transformaciones aportadas por el desarro-
llo y la organización de una agricultura sistemática. Y las razones sin duela
pueden entreverse. La recolección de cereales y los productos ele la ganadería
son fenómenos estacionales, ele amplios ritmos. Son traba¡os del hombre. Si-
quiera es lo más frecuente, en las sociedades que llegamos a entrever, que
sea el hombre quien ara y siembra. Es él qt1íen siega. Sin duda en torno
suyo estci la ayuda de la mu¡er, que colabora duramente en los "trabajos pe-
sados". Pero a partir ele que los ritmos se hacen menores y ese trabafo se
hace cotidiano, la mttjer se ocupa en exclusiva de esa tarea que sabe llevar
bien. Parece capaz ele proseguir el esfuerzo moderado aunque constante,
con aquella perseverancia, aquella preocupación agotadora del detalle sin lo
cual 110 se daría la ef ícacia. Y entre sus manos nada más satisfactorio para
ella que moldear la vida. Conoce por experiencia la larga paciencia del ve-
getal que hunde sus raíces, y gusta ele sentir el ascenso de la savia, acos-
tumbrada a las mutaciones lentas. Si el sueño del hombre está próximo a
la muerte, el de la mujer es ya promesa.
Así gustan de soñar las mujeres, mientras sus gestos siembran, plantan,
cortan las ramas, echan la comida a los anímales domésticos, preparan la
de los hijos y hombres, creando a su alrededor la apariencia, a veces la rea-
lidad, de un universo estable en que lo perdurable ¡Jrotege. Es difícil decir
si la creadora, o siquiera ordenadora, ele ese microcosmos trabaja para ella o
para los clemds. El hecho de estar sola y de que nadie dependa de ella
no será obstáculo para cumplir los ritos de esta creación tanto más admi-
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rable en cuanto es un demiurgo sin más fin que ella misma. Se hablará de
instinto, lo cual es una manera masculina de denigrar y quedarse en el
exterior. Se podría hablar igualmente de amor, si no se temiera el abando-
narse a excesiva complacencia. O bien entonces habría que pensar, con Pla-
que el amor es una forma vacía que aguarda indefinidamente su rea-
y no se entrega cuando se trata de alcanzar su objeto. Pero las pala-
bras con que se designará esa actitud famíliar en la mujer enlazan ya con
los mitos y califican en lugar de describir.
En cualquier caso, ese sentimiento de permanencia, ¿en qué responde a
las aspiraciones femeninas profundas? ¿Se trata de una función primaria de
la conciencia, o es por el contrario la respuesta defensiva a una constante
tentación de transformarse? Los poetas siempre han comparado a la mujer con
el mar, y esa comparación debe hacernos ¡wnsar. Si a veces el mar aparece
como una "reserva evidente", es también ocasión de cambios repentinos, y el
en donde se aplican con mayor frecuencia los grandes ritmos de la
simpatía universal. Esto parece sugerir la superposición de tres procesos dis-
tintos: la movilidad del instante, el retorno normal de los ciclos, y más pro-
fundamente la inmovilidad de una eternidad concreta. Y cada ser concreto
pasa ágilmente de un plano a otro, de modo inconsciente, por instinto de de-
o simplemente en virtud de que la llamada de uno u otro sea más
apremiante. El entrelazamiento de los temas se hace según una combina-
ción poética que nunca es burdamente lógica. Así la mujer está muy pró-
xíma a los niños si es cierto que en el alma infantil es donde se realizan
y naturalmente las transposiciones múltiples y simultáneas: la se-
apasionada vinculada sin dificultad a la ficción del juego, pudiendo
mismo objeto, un mismo gesto, un mismo ser, de varios valores
a la vez. Universo de la pura subjetividad, de la falsedad si
pero a su vez de la creación dramática, universo de juego donde
cuentan menos que la intención de la mirada que los descubre
gesto que los anima.
mundo fluido de la conciencia femenina se sitúa más acá o más
lo que es el inteligible puro. Es mundo heterogéneo respecto al de
la razón que es el mundo masculíno por excelencia (siquiera a título de ideal)
!! por consiguiente mantiene relaciones muy estrechas con el universo ele lo
El universo de lo sagrado se presenta a menudo, en efecto, como
lo real ha de fingirse para ser captado en su totalidad: el símbolo
se acerca al objeto, y toda manipulación mágica es en cierto grado un fuego
a su vez lo recíproco es también cierto). La fe es más familiar al
f emenína, menos incómoda que otros espíritus ante la apariencia ele lo
Sería erróneo considerar que el choque emocional producido a me-
por el descubrimiento de lo sagrado sea la principal causa de esa eví-
predisposición femenina. La búsqueda de la emoción viene por aña-
¿por qué no proseguirla en dominios menos peligrosos? Pensaríamos
preferentemente en una psicología de la ficción que anula, o siquiera hace
menos firmes, los contornos del objeto. Mientras que la sociedad acepta ele
vez por todas su teología o su magia, clasifica y codifica los ritos
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cuya ejecucion confía a sus sacerdotes, la mujer, más indiferente a las "leyes"
por cuanto éstas limitan y mutilan, por su propia estabilidad, se abando-
nará gustosa a su inspiración en la percepción de lo sagrado y en la acción
que emprenderá sobre ello. Aquí una vez más nos ayudarán quizá las no-
cíones romanas a captar en su realidad viva esa actitud universal. Los romanos
oponían religio y superstitio como dos polos opuestos de la vida religiosa; la
primera tenía derecho de ciudadanía, interesaba al máximo grado a la vida
de la ciudad, y los romanos se enorgullecían de ser los más "religiosos" de
entre los mort'ales. En cambio, la superstitio estaba condenada, o siquiera
resultaba sospechosa, y no porque estuviera considerada un conjunto de creen-
cias absurdas, sino, a la inversa, porque representaba una actitud peligrosa,
susceptible de provocar manifestaciones intempestivas de las potencias divi-
nas. Entraba dentro de la "superstición" ese sentimiento ele ser testígo de una
presencia sagrada que a veces oprime, esa intuición de un peligro misterioso
del que no se sabría rendir cuentas y que, la mayoría de las veces, se revela
vano, pero que en ocasiones se encuentra justificado. "Superstición de mujer
vieja", decían los romanos, pero con cierta inquietud. La religión tranquiliza
porque se puede cumplir con los ritos y plegarias, por numerosos o com.
plicados que sean. Con la superstición no hay modo de cumplir; es un esca-
lofrío, un presagio, un encuentro; es un gesto que se convierte en hábito y
luego en rito. Así, cuando los romanos querían alabar a una mujer, decían que
era "piadosa sin superstición".
Una sociedad desprovista de ritos codificados o que no cree ya en sus
disciplinas tradicionales, pronto quedará sujeta a las improvisaciones de la
mística femenina. Tal es la sociedad de las mujeres que impuso en Roma, a
despecho de todas las prohibiciones oficiales, el culto de Isis, y que parece
fue el ambiente ideal en que se propagaron las religiones orientales que daban
un amplio margen a las relaciones personales entre el creyente y la divinidad.
Los hombres, al contrario, eran más sensibles a concepciones elaboradas en
torno a creencias astrológicas: cuanto implica de cálculo el examen de los
astros, de ciencia segura, de constancia, les parecía aportar tina mayor ga-
rantía de verdad. Pero, puesto que en la sociedad masculina los filósofos
nunca son mayoría, los astrólogos terminaron por ceder el lugar a los profe-
tas, que tenían a su favor, además, la casi unanimidad ele las mujeres.
Y además la mujer en sí misma es sentida como algo sagrado. Su cuerpo
encierra potencias misteriosas que los magos han intentado siempre captar.
Ante la sangre de la mujer huyen los espíritus del mal. En muchas partes,
las sacerdotisas están encargadas de unirse con el dios en un matrimonio fe-
cundo para todo el país. Las prostitutas que se encontraban en torno a los
santuarios sirios tenían también una función análoga, y sería fácíl alargar
la relación indefinidamente. En su esencia, la f emínidad es sagrada, es decír
misteriosa y beneficiosa a la vez, en el mismo instante o de modo sucesivo.
Pero quizá no hay que reducír ese aspecto del "misterio femenino" a la ex-
clusiva función de la fecundidad. Sí así fuera, las mujeres sólo serían deposi-
tarías de las fuerzas de la vida y su papel no sería sino el de intermediarias,
de receptáculo. Cesaría una vez agotada la fecundidad. Y en cambio parece
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que el papel religioso de las mujeres aumenta con la edad en lugar de


disminuir: las viejas sacerdotisas detentan los secretos más temibles, las brujas
"al margen de la edad", lo que las convierte en maléficas para todo
cuanto es juventud. En la leyenda hesíoda, Caía (la Tierra), ancestral, es
domina los secretos misteriosos y no los revela ni al p1;opio Zeus
sino en la medida que le conviene. En el pueblo de los dioses, Caía perso-
las tradiciones ancestrales, y todos la temen.
Todas las cosmogonías prestan un gran espacio a los principios o perso-
femeninos, tanto las leyendas bantúes como los mitos germánicos. No
<I11?nn1rP. juegan esos personajes el papel de madre; a menudo se los encuentra

desempeñando funciones reales; fundan ciudades, solucionan problemas di-


instauran legitimidades, y puede comprobarse hasta qué punto el
prefuícío "sálico" qtw aleja a las mujeres de la vida cívica y las considera
impropias para las actividades públicas es un accidente histórico que no con-
justificar nada. Toda la vida política no está fundamentada sobre la
muscular, sobre la disponibilidad permanente para la guerra o cualquier
otro privilegio masculino. Sin duela el cuidado ele los niños ocupa durante
años a las madres de un modo casi total. Pero ese período está limitado en
el tiempo y llega el momento en que los vínculos entre madre e hijo o hifa
se ·más laxos. En ese momento, la mujer está infinitamente más disponible
que el hombre, el cual normalmente soporta la carga principal económica del
del que es responsable, cuando no es en exclusiva su administrador
Así se ve en muchos pueblos de África central a las mujeres de edad
ocupar funciones ímportantes en la administración de la comunidad.
está allí en de
familia en que tuvo
fue ella. La importancia
la naturaleza; es una
según las conciencias,
o al contrarío una tiranía
contempladas por mucho tiempo con indulgencia, piedad o desprecio,
a desconfiar de las evidencias del corazón, como en tiempos de
o a desconfiar de lo que nosotros obstinadamente llamamos la

cuatro volúmenes de que consta esta Historia de la Mujer han sido


por autores cuyas investigaciones, cuyas preocupaciones
llevado a prestar su atención a los proble;mas que acabamos de
Unos son historiadores en el sentido más amplío; otros, especialistas
historia literaria o filósofos o críticos de arte, incluso biólogos o sociólo-
Todos tienen en común el sentírniento de que el análísis del mundo fe-
ntenino constituye un capítulo esencial de la historia de la civilización huma-
persuadidos también de que no es posible limitarse a considerar el
puramente sexual del problema, si se quiere realizar a fondo ese
Quizá eso fuera posible en un mundo de insectos o de páfaros,
üída no desborda sino escasamente el ejercicio de las funciones de

(l¡
18 Historia mundial de la mujer

reproducción. Pero incluso en el mundo de los insectos, existen lentas meta-


morfosis que preparan la propagación de la especie de un modo muy in-
directo. El carácter dramático de las relaciones amorosas, su carácter destruc-
tor a la vez del individuo y del grupo, tiende a disimular el resto de la rea-
lidad. Sería una simplificación descentrada considerar que todo en la vida
y en la psicología de la mujer está dominado por ese drama, que todos
sus gestos están, consciente o inconscientemente, destinados a seducir, que sus
fuegos de niña son, espontáneamente, por una intención de la providencia,
un aprendizaje de los actos que deberá cumplir como madre, que sus cuali-
dades son precisamente las virtudes de la esposa o de la madre, y que
las niñas que no gustan de jugar con muñecas, o de pasear con presunción
en grupo frente a los muchachos del pueblo al hacerse mayores, son peque-
ños monstruos bastante inquietantes.
No es nuestra misión aquí ni siquiera intentar esbozar lo que en los
comportamientos tradicionales revela equilibrio hormonal y lo que es resul-
tado de un adiestramiento social. Eso es tarea del biólogo. Pero lo que sí
es evidente es que lo puramente biológico está superado, desbordado por
completo por los factores sociales. Y, como siempre, la sociedad actúa me-
diante el mito para modelar a la mujer que desea, aquella de la que tiene
necesidad.

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