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mala conciencia, pues son muchas las cosas de las que han de renegar, incluso
ellos mismos, hasta el punto de destruirse. Las imposiciones exteriores,
económica, moral, la reprobación, el ostracismo no son sino ligeros obstáculos
en comparación a los que la conciencia descubre en ella misma. Siempre, en
las ocasiones, el margen de libertad es débil, del mismo ,modo que
puede ser débil la imperceptible mutación que, a la larga, cambiará la
especie.
Así pues, no puede asombrarnos que este problema haya dado lugar a
mitos de entre los cuales algunos, quizá los más claros, son leyendas de la
raza heroica.
Los griegos explicaban que en otro tiempo, en la isla de Lemnos, las
mujeres abandonadas por sus maridos se habían conjurado para eliminar en
país a todo el sexo masculino: maridos, padres, hermanos, todos habían
muerto y la isla había quedado habitada tan sólo por mujeres. Pero una vez
quedaron solas se aburrían; por eso, cuando los ar¡sonautas hicieron escala en
Lemnos, fueron acogidos por las habitantes de la isla con tal entusiasmo que
se quedaron allí un afío, tiempo necesario para repoblar a placer esa tierra
viuda. Y así, gracias a ellos, todo había tomado de nuevo el curso normal.
Las mujeres de Lemnos cayeron de nuevo en su antigua sujeción con alegría.
En varías ocasiones, los poetas han soñado con esa leyenda. Aristófanes
sacó de ahí el tema de dos de sus comedias. El pueblo ateniense, que impuso
la historia contar con el "demos" frente a los tiranos y reyes, descon-
de las mujeres como si no tuviera la conciencia tranquila frente a ellas.
Pesadillas colectivas, pesadillas de hombres que se creen a menudo 'transpor-
a un universo sometido a las mujeres, o privado por completo de ellas,
lo cual en definitiva es lo mismo. La historia de las habitantes de Lemnos
está ahí para tranquilizarles. Termina bien, pues el orden tradicional, lo que
se cree "natural'', acaba por triunfar; eso justifica la sumisión total de las
esposas e hijas, que es el precio que deben pagar por el cumplimiento de
destino de mujeres.
Otra leyenda ateniense vuelve sobre el mismo problema. Se trata de la
historia de Teseo, donde se nos cuenta que el héroe tomó por mujer a una
amazona, la reina Antíope. Las amazonas eran guerreras que mataban a los
que nacían varones y sólo aceptaban uniones esporádicas con extranjeros
perpetuar su raza. Pero el matrimonio de Teseo con Antíope termina
Debido a una razón que no resulta clara, Teseo la mató y el joven
H ípólito (el único varón hijo de amazona que no es sacrificado en sus pri-
meros instantes de vida) fue víctima de una terrible fatalidad. Sin quererlo,
provocó el amor de su madrastra, Fedra, la cual hizo que pereciera calum-
niándolo ante Teseo. De ese modo se prueba que el orden normal no puede
ser violado impunemente. Pues si el foven Hípólito es ahí la víctima, no por
eso es totalmente inocente. Ha heredado de su madre, la amazona, una cierta
aversión por los lazos de Afrodita y rechaza la ley de "naturaleza'', sim-
bolizada por la diosa. Ésta le castiga entregándolo a un amor monstruoso.
No menos amenazadora es la historia de Psiquis, cuyo tema se encuentra
extendido y no es en absoluto exclusivo de la z;yenda helénica. Tal como
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se les asignaba, fuera el que fuese, era el único susceptible ele contribuir
al equilibrio y f eliciclacl clel grupo y ele aquellos y aquellas que lo com-
rable en cuanto es un demiurgo sin más fin que ella misma. Se hablará de
instinto, lo cual es una manera masculina de denigrar y quedarse en el
exterior. Se podría hablar igualmente de amor, si no se temiera el abando-
narse a excesiva complacencia. O bien entonces habría que pensar, con Pla-
que el amor es una forma vacía que aguarda indefinidamente su rea-
y no se entrega cuando se trata de alcanzar su objeto. Pero las pala-
bras con que se designará esa actitud famíliar en la mujer enlazan ya con
los mitos y califican en lugar de describir.
En cualquier caso, ese sentimiento de permanencia, ¿en qué responde a
las aspiraciones femeninas profundas? ¿Se trata de una función primaria de
la conciencia, o es por el contrario la respuesta defensiva a una constante
tentación de transformarse? Los poetas siempre han comparado a la mujer con
el mar, y esa comparación debe hacernos ¡wnsar. Si a veces el mar aparece
como una "reserva evidente", es también ocasión de cambios repentinos, y el
en donde se aplican con mayor frecuencia los grandes ritmos de la
simpatía universal. Esto parece sugerir la superposición de tres procesos dis-
tintos: la movilidad del instante, el retorno normal de los ciclos, y más pro-
fundamente la inmovilidad de una eternidad concreta. Y cada ser concreto
pasa ágilmente de un plano a otro, de modo inconsciente, por instinto de de-
o simplemente en virtud de que la llamada de uno u otro sea más
apremiante. El entrelazamiento de los temas se hace según una combina-
ción poética que nunca es burdamente lógica. Así la mujer está muy pró-
xíma a los niños si es cierto que en el alma infantil es donde se realizan
y naturalmente las transposiciones múltiples y simultáneas: la se-
apasionada vinculada sin dificultad a la ficción del juego, pudiendo
mismo objeto, un mismo gesto, un mismo ser, de varios valores
a la vez. Universo de la pura subjetividad, de la falsedad si
pero a su vez de la creación dramática, universo de juego donde
cuentan menos que la intención de la mirada que los descubre
gesto que los anima.
mundo fluido de la conciencia femenina se sitúa más acá o más
lo que es el inteligible puro. Es mundo heterogéneo respecto al de
la razón que es el mundo masculíno por excelencia (siquiera a título de ideal)
!! por consiguiente mantiene relaciones muy estrechas con el universo ele lo
El universo de lo sagrado se presenta a menudo, en efecto, como
lo real ha de fingirse para ser captado en su totalidad: el símbolo
se acerca al objeto, y toda manipulación mágica es en cierto grado un fuego
a su vez lo recíproco es también cierto). La fe es más familiar al
f emenína, menos incómoda que otros espíritus ante la apariencia ele lo
Sería erróneo considerar que el choque emocional producido a me-
por el descubrimiento de lo sagrado sea la principal causa de esa eví-
predisposición femenina. La búsqueda de la emoción viene por aña-
¿por qué no proseguirla en dominios menos peligrosos? Pensaríamos
preferentemente en una psicología de la ficción que anula, o siquiera hace
menos firmes, los contornos del objeto. Mientras que la sociedad acepta ele
vez por todas su teología o su magia, clasifica y codifica los ritos
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cuya ejecucion confía a sus sacerdotes, la mujer, más indiferente a las "leyes"
por cuanto éstas limitan y mutilan, por su propia estabilidad, se abando-
nará gustosa a su inspiración en la percepción de lo sagrado y en la acción
que emprenderá sobre ello. Aquí una vez más nos ayudarán quizá las no-
cíones romanas a captar en su realidad viva esa actitud universal. Los romanos
oponían religio y superstitio como dos polos opuestos de la vida religiosa; la
primera tenía derecho de ciudadanía, interesaba al máximo grado a la vida
de la ciudad, y los romanos se enorgullecían de ser los más "religiosos" de
entre los mort'ales. En cambio, la superstitio estaba condenada, o siquiera
resultaba sospechosa, y no porque estuviera considerada un conjunto de creen-
cias absurdas, sino, a la inversa, porque representaba una actitud peligrosa,
susceptible de provocar manifestaciones intempestivas de las potencias divi-
nas. Entraba dentro de la "superstición" ese sentimiento ele ser testígo de una
presencia sagrada que a veces oprime, esa intuición de un peligro misterioso
del que no se sabría rendir cuentas y que, la mayoría de las veces, se revela
vano, pero que en ocasiones se encuentra justificado. "Superstición de mujer
vieja", decían los romanos, pero con cierta inquietud. La religión tranquiliza
porque se puede cumplir con los ritos y plegarias, por numerosos o com.
plicados que sean. Con la superstición no hay modo de cumplir; es un esca-
lofrío, un presagio, un encuentro; es un gesto que se convierte en hábito y
luego en rito. Así, cuando los romanos querían alabar a una mujer, decían que
era "piadosa sin superstición".
Una sociedad desprovista de ritos codificados o que no cree ya en sus
disciplinas tradicionales, pronto quedará sujeta a las improvisaciones de la
mística femenina. Tal es la sociedad de las mujeres que impuso en Roma, a
despecho de todas las prohibiciones oficiales, el culto de Isis, y que parece
fue el ambiente ideal en que se propagaron las religiones orientales que daban
un amplio margen a las relaciones personales entre el creyente y la divinidad.
Los hombres, al contrario, eran más sensibles a concepciones elaboradas en
torno a creencias astrológicas: cuanto implica de cálculo el examen de los
astros, de ciencia segura, de constancia, les parecía aportar tina mayor ga-
rantía de verdad. Pero, puesto que en la sociedad masculina los filósofos
nunca son mayoría, los astrólogos terminaron por ceder el lugar a los profe-
tas, que tenían a su favor, además, la casi unanimidad ele las mujeres.
Y además la mujer en sí misma es sentida como algo sagrado. Su cuerpo
encierra potencias misteriosas que los magos han intentado siempre captar.
Ante la sangre de la mujer huyen los espíritus del mal. En muchas partes,
las sacerdotisas están encargadas de unirse con el dios en un matrimonio fe-
cundo para todo el país. Las prostitutas que se encontraban en torno a los
santuarios sirios tenían también una función análoga, y sería fácíl alargar
la relación indefinidamente. En su esencia, la f emínidad es sagrada, es decír
misteriosa y beneficiosa a la vez, en el mismo instante o de modo sucesivo.
Pero quizá no hay que reducír ese aspecto del "misterio femenino" a la ex-
clusiva función de la fecundidad. Sí así fuera, las mujeres sólo serían deposi-
tarías de las fuerzas de la vida y su papel no sería sino el de intermediarias,
de receptáculo. Cesaría una vez agotada la fecundidad. Y en cambio parece
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