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Primero, fue asesinada una joven profesora de historia, hermana de una conocida tenista.

Después, una quinceañera que salía de un club bailable. Y más tarde, una estudiante que
desapareció rumbo al trabajo.
Las tres murieron sofocadas, entre el último día de 1991 y febrero de 1993.
En todos los casos, las víctimas habían sido vistas por última vez con vida en Carrasco, el
barrio más acomodado de Montevideo.

Al haber cumplido la totalidad de la pena, no hay otra opción para el sistema de justicia que
liberarlo”, dijo Raúl Oxandabarat, portavoz de la Suprema Corte de Justicia uruguaya, a
BBC Mundo.
Explicó que, en base al trabajo y estudio que realizó mientras estuvo detenido, Goncálvez
logró reducir la pena máxima a 23 años, cuatro meses y tres días.

Ana Luisa Miller (Momento de montar las victimas, mostrar foto del diario de
la epoca con la noticia,
https://historico.elpais.com.uy/especiales/aniversario/1990/1992/1.html)
Por la tarde del primer día del año 1992, en las dunas de Solymar, se encontró al cadáver de Ana Luisa Miller,
una joven Licenciada en Historia, de 26 años de edad, hija mayor de una acaudalada familia del residencial
barrio de Carrasco. El crimen concitó, como ninguno antes, la atención permanente de la opinión pública
durante los dos años posteriores, tiempo durante el cual se tejieron mil hipótesis en torno al asesinato,
aparecieron videos, camisas enterradas en la arena, sospechosos por doquier, declaraciones de testigos frente
al detector de mentiras o polígrafo y hasta el FBI.
Fue sofocada a los 26 años de edad, en la noche de año nuevo de 1992. Su cadáver, con
marcas de golpes en el rostro, fue arrojado por la mañana en una playa próxima a Carrasco.
Su auto estaba a metros de la casa de Goncálvez.

Casi nueve meses después desapareció Andrea Castro. Salía de una discoteca de
Carrasco frecuentada por Goncálvez. La quinceañera fue estrangulada y su cuerpo
enterrado en una playa del lujoso balneario de Punta del Este, a unos 120 kilómetros de
Montevideo.
Pasaron cinco meses y fue el turno de María Victoria Williams. El propio Goncálvez confesó
que la vio cerca de su casa y le pidió que le ayudara con su abuela, fingiendo que sufría un
ataque. Cuando la joven de 22 años entró a su casa, la golpeó y sofocó con una bolsa de
nylon.
Escondió el cadáver tras un sofá por más de un día, hasta que lo llevó a un parque cercano.
La serie de homicidios aterraba a los uruguayos.

“Mi madre tenía pánico, decía que (el asesino) buscaba a jóvenes de mi tipo, delgadas y
morochas. Me llamaba cada noche para saber si había llegado bien a casa”, recuerda una
mujer que en aquellos años estudiaba en Montevideo y prefiere mantener su nombre en
reserva.
La policía interrogó a cientos de personas, sin resultados. Familiares de las víctimas
cuestionaban a los investigadores. El gobierno sentía la presión.
De pronto surgió una pieza clave: un amigo de Goncálvez entregó a la policía unas esposas
que éste le había dado.
Los investigadores recordaron la denuncia de violación, ataron cabos y lo detuvieron.
Después de confesar los homicidios, Goncálvez se desdijo, afirmando que había sido
torturado por la policía.

En la cárcel Goncálvez fue atacado a puñaladas y casi muere. También se casó y hasta
tuvo una hija con una mujer que lo visitaba, pero luego se divorciaron. Estudió derecho,
economía y enseñó inglés a otros presos.
En los últimos tiempos estuvo recluido en un presidio de baja seguridad de una zona rural,
al noreste de Montevideo.
Tuvo algunas salidas transitorias, sin lograr la libertad anticipada. Y ahora que finaliza la
pena, hay un debate público sobre si volverá a matar.
El psiquiatra forense Yamandú Martínez sostuvo en el diario uruguayo El País que “es poco
probable” que cometa un nuevo crimen.

Transcurría enero del 92. Concretamente era el primer día del año y Ana Luisa Miller no
había llegado a su casa después de una fiesta a la que había ido con su novio. Su familia
hizo la denuncia y comenzó una búsqueda que tendría éxito en encontrarla, pero la
desgracia de que fuera sin vida. El cuerpo de la joven apareció esa tarde en un arenal de
Solymar (Canelones) y presentaba signos de violencia.
Más tarde hallaron su auto a cinco cuadras de su casa, pero a 14 kilómetros del lugar en el
cual apareció su cuerpo: estaba cerrado y en su interior había refrescos, caravanas y
manchas de sangre. Lo que pocos sabían era que este sería el inicio de varios años
tortuosos, de idas y vueltas, de llantos, de interrogatorios y demasiados cabos sueltos.

De a poco fueron apareciendo posibles líneas de investigación: un video en la cena de esa


noche, una camisa encontrada cerca del cuerpo y un cinturón de auto que apareció cerca
del lugar, entre tantas otras pistas que parecían no llevar hacia ningún lado.
Incluso llamaron a una “sensitiva” que había percibido el lugar exacto en donde había
aparecido el cuerpo de un niño. Para ella, el asesino de Ana Luisa era rubio, de ojos celeste
y con una cicatriz en la ceja izquierda.

“En este momento hay tres millones de sospechosos”, declaró el inspector del caso. La
investigación se encontraba estancada.
Las aguas parecieron aclararse cuando —en lo que fue un hecho inédito —viajó un agente
del FBI a Uruguay para colaborar con el caso. En ese momento, las investigaciones
llevadas a cabo en el sur eran muy tradicionales y basadas principalmente en el capital
humano, pero desde tierras norteamericanas llegaron herramientas más sofisticadas.

La línea de investigación que manejaba el juez Rolando Vomero se basaba en lo dicho por
el novio de Ana Luisa: él y su novia cenaron en su casa, fueron a un restorán en donde
estaba la familia de ella, se retiraron, pasaron por la casa de él, luego por lo de unos amigos
hasta finalmente llegar a una fiesta organizada por el Old Christians Club. Todo ese
recorrido fue hecho en un auto Fiat 1 de Ana Luisa, pero manejado por su novio, Hugo
Sapelli.
A las 6:15 de la mañana se retiraron, volvieron a la casa de él, tuvieron relaciones y a las
7:20 Ana Luisa se fue. Sobre el mediodía, la madre de Hugo lo despertó, le contó que había
desaparecido Ana Luisa y horas después hallaron el cuerpo y el auto.
Un joven que estaba en una casa contigua entre las 7:15 y las 7:30 declaró que no vio nada
y que, ni el Fiat 1 ni un auto celeste que Sapelli decía haber visto, estaban ahí. Además,
mientras estaba en la seccional, un policía escuchó al joven decir por teléfono: “Retirá eso
de ahí. Hacelo desaparecer porque pueden ir a revisar”.
De esta forma, el novio de Ana Luisa comenzó a ser visto como el principal sospechoso.
El agente del FBI sometió a Sapelli a una prueba de polígrafo (una máquina detectora de
mentiras) y notó que hubo “cambios en las declaraciones realizadas”. En tanto, desde
Washington DC un colega realizó un informe en el que coincidía con las conclusiones del
agente en Uruguay. Para los investigadores rioplatenses el polígrafo no dejaba lugar a
dudas, entonces decidieron ir con todos los recursos para hacer caer al novio de la víctima.
El testimonio de un vecino
En medio de la confusión se dio a conocer el testimonio de un vecino que vivía a pocas
cuadras de donde había aparecido el cuerpo y decía haber visto a un Fiat 1, dos mujeres y
un hombre entre las 6:30 y las 6:40 de la madrugada del 1° de enero. Una de las mujeres
corría a la otra, que había sido alcanzada y empujada hacia el auto. Posteriormente
buscaron algo en el suelo y se retiraron. Al mostrarle un video, reconoció a Ana Luisa y a su
novio como dos de las personas presentes. Sin embargo, en los primeros dos meses de
investigación no se le prestó atención.
La teoría de que el novio era el asesino creció en popularidad y varias de sus declaraciones
comenzaron a ser puestas en tela de juicio, pero Sapelli redobló la apuesta y pidió que se lo
interrogara bajo el efecto de la hipnosis. Luego trascendió que el informe no indicaba que
estuviera mintiendo, aunque apareció otro documento que negaba que el joven hubiera sido
hipnotizado por completo.
La muerte de Andrea Castro
En setiembre de 1992, Andrea Castro, una joven de 15 años, fue a un boliche en
Montevideo y nunca más volvió. Veintiún días después apareció su cuerpo sin vida
enterrado en la Playa Mansa de Punta del Este. No mostraba signos de violencia sexual ni
de intoxicación; la muerte había sido por asfixia.
Distintas versiones comenzaron a circular: se decía que un chico la había arrastrado a una
moto en la puerta del boliche England —Carrasco—, que se había ido sola y caminando,
que había salido a las 3:30, que se había ido a las 5:30 o que a esa hora ella seguía ahí.
Tampoco faltaron los juicios estereotipados, como que se vestía de manera provocativa y
que le pagaban por bailar.
Se interrogó a su círculo más cercano, al dueño de la discoteca, al DJ, a empleados del
lugar bailable y a exparejas, pero todo cambiaría cuando un interrogado mencionó a un tal
Pablo, que aparentemente había sido novio de Andrea y según el DJ había estado en
England la noche del homicidio.
Pablo declaró como testigo y admitió haber ido a la discoteca, pero dijo que simplemente
había saludado al DJ y que no había visto a Andrea. Era el primero de los interrogados en
sembrar dudas sobre la presencia de Andrea en England esa noche y, aunque aún nadie no
lo sabía, haber dado con ese tal Pablo permitiría unir varios cabos sueltos en un futuro.

La tercera víctima: María Victoria William


El año 93 trajo con él una nueva desgracia. En febrero, María Victoria Williams esperaba el
ómnibus en Arocena y Lieja —Carrasco— pero nunca llegó a tomárselo. Tenía 21 años,
estudiaba Comunicación e iba camino al trabajo. Su desaparición fue en la misma zona en
la que habían encontrado el auto de Ana Luisa y en la que estaba localizado el boliche
England.
El vidente Marcelo Aquistapache decía verla muerta y bajo un sauce. Ese lugar fue
encontrado, pero María Victoria no estaba allí. Sin embargo, dos días después, la familia de
la joven recibió la desgarradora noticia de que su cuerpo había sido hallado sin vida, justo
donde Aquistapace lo había visionado.
“Toda la Policía a la caza del psicópata de Carrasco”, tituló El País. Es que las semejanzas
entre los tres casos eran muchas: habían sido por asfixia, en Carrasco, sin abuso sexual, a
tempranas horas de la mañana y en días lluviosos. Se estaba frente a un asesino múltiple y
eso despejaba varias hipótesis, pero faltaba un nombre que estaba ahí, a la vista de todos,
escondido.
Una violación que cambió el rumbo de la investigación
En ese momento, una denuncia por violación radicada en 1991 volvió a la mente de los
investigadores. La víctima había acusado a un hombre llamado Pablo Martínez. El caso
había quedado registrado en un oficio.
Dos años después, los ojos volvieron a estar sobre este Pablo, que vivía en las calles
Arocena y Lieja, muy cerca de donde había aparecido el cuerpo de María Victoria Williams.
Fue citado a declarar y se descubrió que no era Martínez: el hombre era Pablo Goncálvez.
Tras allanar su casa encontraron un frasco de éter, armas de fuego y la tarjeta personal de
Andrea Castro, la joven asesinada meses atrás. Y sí, el éter y la tarjeta llamarón la atención
de Boris Torres y José Felisberto Lemos, los dos comisarios que lideraban el caso.
Goncálvez fue detenido en la frontera con Brasil luego del arduo trabajo de estos dos
comisarios conocidos como los “sabuesos”, que unían al hombre con los crímenes de
Castro y Williams por varios hilos: vivían en el mismo barrio, se movían en el mismo
ambiente y su perfil psicológico indicaba que era una persona tan violenta como audaz.
Una vez en Montevideo, comenzó el interrogatorio. Fueron horas en las que Goncálvez solo
lloraba, gemía y negaba haber sido autor de los homicidios, pero el tiempo apremiaba y el
presumario duraba un máximo de 48 horas. Necesitaban una confesión contundente para
cerrar los casos.

A Andrea la había asesinado luego de una discusión. Estaban tomando cerveza, ella se
bajó del auto, fue a la playa, él la quiso llevar a la fuerza y le apretó el cuello hasta quitarle
la vida.
Respecto al homicidio de María Victoria, sus declaraciones fueron aún más impactantes.
Estaba en su casa cuando la vio pasar caminando. Se dirigió a la parada y la convenció de
que lo acompañara hasta su casa porque necesitaba ayuda con su abuela enferma: le
colocó un algodón con éter en la nariz y la mató.
Pero la historia no termina ahí. Después de dejarla detrás de un sillón de su casa, fue a la
cocina, tomó un vaso de Coca Cola, la cubrió con una bolsa, se fue a dormir, volvió a bajar
a la cocina, compró repuestos para el auto, se encontró con unas chicas con las que había
bailado la noche anterior, volvió a su casa, durmió y se despertó al mediodía. Reparó una
moto, arregló otras cosas, y recién ahí resolvió hacer algo con su víctima: cargó el cuerpo
en el auto y lo enterró en Punta del Este.
El 22 de febrero de 1993 Pablo Goncálvez fue procesado con prisión por dos delitos
especialmente agravados, un delito de violación y otro de ultraje público al pudor.

https://www.teledoce.com/telemundo/policiales/estos-son-los-crimenes-que-cometio-pablo-g
oncalvez/

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