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El Terrorismo Nazi

Europa: Fascismos y Frentes Populares

Santos Juliá y otros

Editorial: Temas de hoy

Colección: Historia 16 Vol. 13

Madrid, 1998

Este material se utiliza con fines


exclusivamente didácticos
ÍNDICE
EL TERREMOTO NAZI
Europa: Fascismos y Frentes Populares

PRESENTACIÓN
Santos Juliá ............................................................................................................................................. 5

RESPUESTAS POLÍTICAS A LA CRISIS


Santos Juliá ............................................................................................................................................. 7

EL NAZISMO ALEMÁN
Julio Aróstegui ..................................................................................................................................... 39

FRANCIA Y EL FRENTE POPULAR


Manuel Tuñón de Lara ......................................................................................................................... 59

IBEROAMERICA Y LA CRISIS DE 1929


Nelson Martínez Díaz ........................................................................................................................... 73

EL ESTADO CORPORATIVO FASCISTA


Alejandro Pizarroso Quintero ............................................................................................................. 103

LAS PURGAS DE STALIN


Elena Hernández Sandoica ................................................................................................................. 113

LA SEGUNDA REPUBLICA ESPAÑOLA


Manuel Tuñón de Lara ....................................................................................................................... 121

CRONOLOGÍA .................................................................................................................................. 144


RESPUESTAS POLÍTICAS A LA CRISIS

Santos Juliá
Catedrático de Historia del Pensamiento de los Movimientos Sociales y Políticos, UNED

Nada hacía presagiar, a principios de siglo, que los recién nacidos herederos de familias burguesas estuvieran
destinados a presenciar en su joven madurez el hundimiento de aquella sociedad, al parecer estable y, desde
luego, civilizada, que les vio nacer.
Los tradicionales principios de representación parlamentaria, que garantizaban la fusión en el plano
político de los intereses burgueses y aristocráticos, regían sin discusión la acción de gobierno. El crecimiento
económico era razonable, todo el mundo parecía vivir cada vez mejor y el comercio mundial no dejaba de
expandirse.
Precisamente, no era el último motivo de orgullo saber que las banderas europeas flameaban por
todo el globo. Y por lo que se refería al propio país, era maravilloso desayunarse cada mañana con prensa
libre y gozar de plena libertad para dirigir los negocios.
Sin duda, los capitales se concentraban con más rapidez de la deseada y las masas obreras crecían
quizá algo más de la cuenta en los suburbios de las ciudades, pero los sindicatos habían aprendido a negociar
y, por lo demás, la razón, la democracia y el progreso abrirían nuevos caminos para el futuro.
En 1930, todas esas razonables creencias y expectativas habían saltado por los aires. Los principios
liberales eran motivo, no ya de irrisión, sino de violento ataque. El crecimiento económico se había
convertido en parálisis y, luego, en pura ruina.
Todo eran barreras proteccionistas para el comercio mundial y las banderas comenzaban a perder su
antiguo brillo en las colonias. La libertad de prensa, amenazada por doquier; el Estado, cada vez con más
pretensiones sobre unos negocios antaño libres. Los sindicatos se veían incapaces de contener a las masas de
parados, y por todas partes volvían a sonar voces de revolución.
En efecto, 1929 fue, no el año de una mera crisis económica, sino centro cronológico de una crisis
política y de civilización, que abrieron las armas en 1914 y cerraron también las armas en 1945. Mil
novecientos veintinueve no fue sólo un año de crisis, sino momento central de un tiempo de crisis.

Crisis política

Aquel joven burgués que en 1918 hubiera saludado con alegría la instauración de la democracia en
algunos de los más importantes países del continente tenía todos los motivos para sentirse desolado veinte
años después del fin de la guerra.
De las democracias europeas, entonces o antes instauradas, pocas quedaban en pie en 1939. En el
extremo occidental de Europa, Portugal se había dado una sólida dictadura entre militar y corporativa.
España acababa de salir de una espantosa guerra, en la que quedó liquidado el intento de convertirse en
nación moderna por medio de un sistema político democrático. Italia no había durado en democracia ni
siquiera el primer lustro después de la guerra: tras las ocupaciones de fábricas de 1920 y la huelga general de
1922, los liberales dejaron el camino expedito para que los fascistas se hicieran con el poder.
En la región central, la República de Weimar, débil en su origen, quedó hecha trizas a consecuencia
de la crisis económica del 29 y sólo fue cuestión de tiempo que los regímenes presidenciales cedieran el
poder a un partido nazi crecido a favor de la miseria y el caos social.
En Austria, Dollfuss no tardó en dar un golpe de Estado, y, más hacia el este, todas las recientes
democracias de Europa oriental, excepto la checa, siguieron un camino similar al abierto por Pisuldski en
Polonia desde 1926: dictaduras monárquicas, militares o burocráticas que, sin ser estrictamente fascistas,
hicieron todo lo posible por parecérseles.
Por ese lado, de la democracia nada sobrevivió, ni siquiera en Grecia, donde Metaxas gobernaba en
dictadura desde 1936: de las repúblicas instauradas tras la Guerra Mundial no quedaba ni una en pie cuando
se acercaba la segunda ronda de aquella misma guerra.

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Ioannis Metaxas (Ithaca, 1871-Atenas, 1941). Militar y político griego. Inició su
carrera militar combatiendo en la guerra greco-turca de 1897. Tras un período de
estudios en Alemania, regresó a su país y participó en las guerras balcánicas de 1912-
13. Ascendido a general en 1916, su oposición a la entrada de Grecia en la Gran
Guerra y la caída del rey Constantino le hicieron abandonar el país, al que volvió en
1920. Se opuso a la aventura militar en Asia Menor y cuando se proclamó la República
se convirtió en uno de los líderes del movimiento monárquico. Tras la restauración de la Monarquía, se
convirtió en primer ministro y en agosto de 1936 estableció un régimen autoritario. Se inspiró en el patrón
fascista, cuyo aparato externo copió, aunque fue incapaz de levantar un Estado totalitario.
Partidario de la neutralidad balcánica, el expansionismo italiano le llevó a buscar la protección
británica. Logró contener el ataque fascista a Grecia y murió en el momento en que las tropas helenas
pasaban al contraataque en Albania.

Por supuesto, el gran Estado de la Europa oriental, la Unión de Repúblicas soviéticas, nunca fue una
democracia y mal podía dejar de serlo, pero la común corriente hacia regímenes fuertes y dictatoriales o
totalitarios no fue exclusiva del capitalismo. También allí, y justamente en este año central de la crisis, en
1929, Stalin acababa con la oposición llamada de derechas, es decir, con Bujarin, y decidía iniciar lo que se
ha bautizado como tercera revolución rusa: la colectivización masiva de tierras y la industrialización a
cualquier precio, para lo que fue preciso reforzar el aparato de poder central.
Más hacia Oriente, la gran potencia capitalista del Pacífico, Japón, caía también bajo un régimen
militar y burocrático de carácter imperialista, que se acercaba progresivamente a las potencias centrales
europeas a la vez que pretendía el control del Pacífico, comenzado con la ocupación de Manchuria.
¿Qué quedó, pues, de esa forma de gobierno que a principios de siglo se presumía válida para todo el
universo y para cualquier circunstancia? Apenas los países escandinavos, donde socialistas se afanaron por
hacer frente a la crisis multiplicando la intervención del Estado en la economía y vaciando así la democracia
de su originario contenido liberal. También, claro está, el Reino Unido que, sin embargo, se apresuró a
levantar barreras de preferencia imperial para evitar los peores efectos de la crisis, disociando así democracia
y libre comercio.
En fin, y si se exceptúa a Holanda, Bélgica y Suiza, de lo que quedó sólo importaba Francia, donde
la III República se debatía entre el parlamentarismo extremo y los intentos de Gobiernos de unión que no
queden al vaivén de la coyuntura, y que con su tradición política mostraba que el Parlamento no era
precisamente el mejor órgano para combatir el paro.
Quedó, en fin, la gran potencia vencedora en la guerra y llamada a jugar un papel cada vez más
prominente en la escena mundial. Pero en 1929 los Estados Unidos de América no podían servir de consuelo
al burgués demócrata europeo.
Porque, por una parte, y tras aquella retórica optimista de Wilson que fue recibida aquí con alguna
sonrisa escéptica, Estados Unidos volvía a su aislamiento tradicional: no había ratificado el pacto de
Versalles y, para colmo, no respaldó a su presidente en el proyecto de la Liga o Sociedad de Naciones. Pero,
además, en 1929 Estados Unidos fue centro de la crisis económica, que arrojó a millones de obreros a la
calle, trastornó el comercio internacional y arruinó a Alemania. Nada se podía esperar, pues, por ese lado.
Democracias débiles, que preparaban tímidas respuestas a regímenes totalitarios en expansión: tal es
el panorama que el esperanzado observador de 1919 podía contemplar veinte años después.
Entre esas dos fechas, cortando todo el período por la mitad, 1929 fue el año de la quiebra política de
Estados Unidos, del fin de su optimismo y de las dudas en torno a su sistema de gobierno; año también en
que Stalin emprendió la destrucción de los kulaks; año, en fin, que sirvió de pórtico para el resonante ascenso
del nazismo en Alemania.

Crisis de civilización

La concentración de cambios tan profundos en tan corto espacio de tiempo indica bien que lo que
ocurría en 1929 no era una mera crisis política, sino el momento central de una crisis de civilización, que se

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expresaba en la dislocación de los valores que habían acompañado y legitimado el ascenso de la burguesía
desde 1840.
Dicho en sus elementos más esenciales, lo que estaba en juego durante todo ese período era la
tradicional relación que la burguesía había creado entre nación y democracia, entre derecho y poder y,
finalmente, entre Estado y sociedad.
En la tradición liberal heredada de la Revolución francesa, nacionalismo era igual a democracia y no
había nación que no fuera la expresión de la soberanía de un pueblo. Los pueblos que, para su desgracia, no
podían expresar libremente su soberanía, no estaban constituidos en naciones, sino que formaban parte de
imperios cuya soberanía pertenecía a la casa reinante. La constitución democrática era, por tanto, la esencia
de la constitución nacional.
Ahora, sin embargo, el nacionalismo había desprendido de la democracia hasta el punto de que su
afirmación era la negación de ésta. Y no por cualquier medio. Los nacionalistas aparecían como los más
violentos enemigos del liberalismo y la democracia y proponían su destrucción como buen motivo de
agitación de las masas.
Asimismo, el burgués se había acostumbrado a que el ejercicio del poder fuera regulado y limitado
de acuerdo con el derecho. La sustancia de la cultura política liberal y burguesa era que nadie podía mandar
si no se atenía a normas preestablecidas y si su poder no estaba limitado por tales normas.
Era la única forma de liquidar el absolutismo e impedir que ningún poder pudiera gobernar contra la
sociedad, entendiendo por tal el conjunto de intereses burgueses. Ahora, sin embargo, se llevaba a gala
exaltar el poder por encima del derecho, hasta el punto de proponerlo como su única y verdadera fuente. Ni
regulación ni limitación: el poder creaba y modificaba el derecho.
En fin, la burguesía ascendente de la segunda mitad del siglo XIX se había preocupado de distinguir
sociedad y Estado con objeto de que fuera el libre juego de los intereses sociales el que regulara la totalidad
social. Mejor fiarse de la mano invisible que de la muy visible mano del Estado.
Todo el liberalismo pendía, en efecto, en su estructura económica de ese sencillo principio del dejar
hacer. Por supuesto, ya en 1870 se observaba que el Estado no podía quedar al margen de los negocios, pero
entre no quedar al margen y convertirse él mismo en sociedad había un paso que muchas voces de los años
treinta no dejaban de proponer.
Esta dislocación de los principios que habían enmarcado el avance de la civilización burguesa
provocó el hundimiento de lo que, durante décadas, había sido su creencia fundamental: que la razón dirige
el orden de la sociedad.
Bastaba, en 1930, salir a la calle para convencerse de lo contrario: miles de mendigos y parados
testificaban con su presencia en cualquier ciudad de la quiebra de un sistema político y social creado a la
medida de aquella burguesía que era propietaria a la vez que directora de sus negocios.
La razón de fondo de la crisis de los años treinta fue que el mismo crecimiento económico, la
industrialización, la urbanización, la conquista del mundo y el imperialismo habían provocado cambios y
conflictos de tal magnitud que el marco político y los principios ideológicos que acompañaron el ascenso de
la burguesía liberal resultaron estrechos y obsoletos para canalizar sus propias tensiones.
La guerra ya había puesto en evidencia la capacidad del sistema para encontrar una salida pacífica a
sus contradicciones pero la depresión y la crisis económica mostraban que grandes masas de población eran
arrojadas fuera de la economía y de la sociedad. En estas condiciones, el marco liberal-burgués se vino abajo
y, con él, los principios que lo legitimaban.
El tiempo de crisis abierto con la guerra europea fue, pues, caldo en que se cultivaron diversas
respuestas, cuyo único denominador común era su intento de liquidar las formas de poder liberal-demócratas.
Entre ellas, y aparte de los movimientos insurreccionales de la clase obrera, reapareció con fuerza la
tradicional reacción de la derecha, que desembocó, en varias naciones europeas, en la instauración de
dictaduras monárquicas o militaristas, o ambas cosas a la vez.
La persistencia de una situación de crisis general tras fallidos intentos de revolución obrera o
socialista, en sociedades con débiles o recientes formas democráticas de gobierno y en las que la derecha no
podía imponer –por su reciente derrota en la guerra– una dictadura tradicional, explica la aparición de nuevas
formas de reacción de derecha con novedades sustanciales respecto a las formas tradicionales.

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El fascismo

Como ocurre, en general, con todos los movimientos políticos, el éxito del fascismo dependió tanto
de la respuesta que supo ofrecer a las necesidades sentidas por amplios sectores de la población como de la
organización de esa respuesta.
Esta primera afirmación sirve ya para distinguir lo que, en términos estrictos, debe considerarse el
fascismo de lo que, por extensión del concepto y por necesidad de la lucha política, se ha designado luego
con ese término.
El fascismo responde desde abajo a ciertas necesidades de determinados sectores de la sociedad y,
por tanto, se distingue radicalmente de los regímenes dictatoriales, sobre todo militares, que imponen una
forma de gobierno por medio de un golpe de Estado. Allí donde han tomado el poder, los fascistas no lo han
hecho nunca a través de un golpe de Estado.
Todo lo contrario. Tras algunos conatos insurreccionales, el fascismo lo que hace es buscar y obtener
el apoyo de algunos sectores sociales antes de hacerse con el aparato del Estado.
El fascismo no es, por tanto, o no es tan sólo ni principalmente, el ejercicio de una violencia desde
arriba, sino un movimiento de masas, lo que, por cierto, le valió una primera desconfianza de la derecha
tradicional.
Será luego el prestigio del fascismo, una vez conquistado el poder, lo que empujará a otro tipo de
dictaduras a adoptar símbolos, estilo, contenidos ideológicos suyos o sus principios de organización del
Estado. Pero, como primera cautela, es preciso distinguir esa base social de masas que caracteriza al
fascismo de otras formas de dominación de la derecha.
Ese movimiento de masas se canaliza y encuadra en una organización política, segundo rasgo que
diferencia a los fascismos de otros sistemas que han adoptado sus contenidos. Esas masas que asisten a los
multitudinarios mítines organizados por los fascistas están luego encuadradas políticamente en forma de
partido. No hay fascismo sin partido fascista.
Los militares que toman el poder por medio de un golpe de Estado en varios países europeos, o los
civiles que hacen lo mismo sirviéndose de las burocracias de Estado, pueden ser catalogados de fascistas,
porque luego sirvieron para lo mismo que éstos, pero en su acción no hay nada que se asemeje a la acción de
un partido político que no es ni un ejército ni una burocracia, aunque tenga elementos de ambos.
En estas dos notas se encierra, pues, todo lo que distingue al fascismo de los tradicionales
movimientos de la reacción o contrarrevolución europea.
El fascismo es un movimiento de masas que se organiza políticamente para ofrecer a determinados
sectores sociales una respuesta para una crisis. Que ese movimiento triunfe o fracase dependerá del partido
que lo dirija, pero también del contenido de lo que ofrezca, de la aceptación de esos contenidos por amplios
sectores sociales, de las complicidades que encuentre en el aparato de Estado y de las resistencias que le
opongan otras fuerzas sociales o políticas.
En ese conjunto de factores es donde hay que buscar la explicación del triunfo del fascismo en Italia
y Alemania, y su fracaso en Gran Bretaña y Francia, países en los que, como es notorio, gozó de amplias
simpatías.
El mero enunciado de los países en que triunfa el fascismo pone ya en la pista de lo que ofrece.
Alemania fue la gran perdedora de la guerra europea e Italia se sintió como si lo hubiera sido, y ambas se
consideraron víctimas de acuerdos inicuos tomados por los vencedores.
En ambas creció, pues, el sentimiento de nación humillada. Por otra parte, tanto Alemania como
Italia habían sido las penúltimas llegadas a ese proceso de unificación nacional, o de creación de un Estado
nacional, que Francia o Gran Bretaña habían llevado a cabo bajo fórmulas burguesas durante el siglo XIX.
Al sentimiento de nación humillada se añadió el de nación por realizar.
El fascismo recogerá, pues, esa reivindicación nacional y la propondrá como nacionalismo, no ya de
la burguesía, sino del pueblo, de la sangre o de la raza. En ese nacionalismo que apela, más allá de la razón
burguesa, a elementos irracionales como la sangre, encontrarán un superior sentido de pertenencia a una
comunidad todos aquellos que en la sociedad democrática y burguesa resultan marginados y desclasados o se
encuentran en proceso de serlo.
El nacionalismo fue así una ideología para las clases medias bajas, las pequeñas burguesías
arruinadas, los rentistas, y para los jóvenes y estudiantes en mal de rebelión contra los traidores a la Patria.
Por otra parte, tanto en Italia como en Alemania se produjeron, después de la guerra, grandes
movimientos obreros de carácter revolucionario que, en Italia, culminaron con la ocupación de fábricas y, en
Alemania, con varias insurrecciones e incluso con la proclamación de una república soviética en Baviera.

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A la frustración nacional se añadió, pues, la frustración derivada de un movimiento revolucionario.
No es de extrañar, por tanto, que a la ideología nacionalista se sumen contenidos de ideologías socialistas y
revolucionarias. El fascismo se presenta, pues, como nacionalismo revolucionario.
Con esta reconciliación en una misma propuesta ideológica de lo que aparecían como elementos
contradictorios de ideologías opuestas, el fascismo rompe la racionalidad de las construcciones ideológicas
políticas y resuelve su carácter irracional en la exaltación de un líder carismático.
Como se sabe, el nacionalismo es un ingrediente ideológico del liberalismo burgués en su proyecto
de construir un Estado nacional; la revolución, por su parte, es un concepto indisolublemente unido al
internacionalismo proletario y, en su misma definición, entraña la destrucción del nacionalismo. El fascismo,
a la vez que ataca al liberalismo y al socialismo, resuelve la contradicción asumiéndola y afirmando en una
misma ideología lo que había sido núcleo de ideologías opuestas.
Tal contradicción, irracionalmente resuelta en la exaltación del líder, se convirtió en fuerza
movilizadora de los afiliados al movimiento fascista. El fascismo propone la creación de una nación basada
en la sangre o en el pueblo por medio de una acción revolucionaria y, por consiguiente, violenta, en el seno
de una fuerte organización dirigida y penetrada por un único líder.
Así, el avance del fascismo implica, por una parte, el fracaso o la derrota de una burguesía para
construir la nación y, por otra, el fracaso o la derrota de un proletariado para llevar a término su revolución.
Porque ese doble fracaso se salda en un inestable compromiso entre burguesía y proletariado que no satisface
a ninguno de ellos y deja desorientados a amplios sectores del pequeño y medio campesinado y de las
pequeñas burguesías, sea en sus formas más tradicionales –artesanos, tenderos, pequeños patronos–, sea en
sus formas nuevas –profesionales, intelectuales, empleados.

La base de masas

El descontento obrero y burgués y la desorientación pequeño-burguesa se volverán insostenibles si a


ese compromiso que a nadie satisface se añade una profunda crisis económica que deja en la miseria a
multitud de asalariados, empobrece a los agricultores y a los pequeños patronos e impide o dificulta el
crecimiento de la burguesía.
Tal fue el conjunto de factores que caracterizó la situación social en Alemania e Italia al fin de la
guerra y que volverá a definir la de Alemania en 1929.
Los compromisos entre los partidos obreros y la burguesía convirtieron a los primeros en único
sostén de una democracia que, sin embargo, actuó contra ellos. Los dirigentes obreros insistirán, por tanto, en
que su apoyo a la democracia es transitorio.
Por su parte, los partidos burgueses tampoco mostraron entusiasmo alguno hacia un Estado que era
democrático contra su voluntad y en virtud de un compromiso arrancado por los trabajadores y que limitaba
gravemente su expansión debido al nuevo poder de los sindicatos y a las trabas para una política exterior
imperialista.
Con los partidos obreros divididos y con una burguesía incapaz de establecer su dominio a través del
aparato democrático del Estado, dependió en buena medida de los sectores agrarios y pequeño-burgueses que
la balanza se inclinara a favor de fórmulas políticas democráticas o totalitarias.
En Italia, la crisis económica de 1920, con la inmediata ocupación de las fábricas y el compromiso
arrancado por Giolitti a la burguesía, dejó a los obreros escindidos entre socialistas y comunistas, y a los
burgueses decepcionados ante lo que consideraron una abdicación del Estado.
Esa circunstancia permitió que el partido de Mussolini se reforzara con la entrada masiva de
agrarios, que con las expediciones de castigo dieron al fascismo su característica crueldad ante la
complicidad de la magistratura y la pasividad y complacencia de la Iglesia.
Similar conjunto de condiciones se reprodujo a mayor escala en la Alemania de 1930. Mientras la
economía gozó, desde 1924 a 1929, de un período de relativa estabilidad y expansión, los grupos de extrema
derecha que predicaban un nacionalismo radical y violento sólo se alimentaron de soldados y oficiales
veteranos de la guerra o de desclasados y jóvenes, que con su retórica anticomunista y antiliberal no hicieron
progresos significativos.
La crisis del 29, sin embargo, amplió de forma sustancial los niveles de audiencia dispuesta a
alimentarse de la propaganda nazi. Sectores enteros de las pequeñas burguesías se quedaron sin trabajo o con
sus rentas muy disminuidas, mientras categorías sociales como las de jóvenes y mujeres experimentaron
impotentes su marginación del sistema productivo. Ellos engrosaron las filas nazis mientras los obreros

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contemplaban desalentados la inanidad de su esfuerzo por sostener la República, y la burguesía pasó a
financiar directamente el partido de Hitler.

Partido y estilo

Contrariamente a otras formas de reacción de la derecha, el fascismo siempre se organiza en forma


de partido: el Nacional Fascista en Italia, el Obrero Nacional Socialista en Alemania. Y en ambos países, los
partidos fascistas se caracterizan, aparte de por su ideología nacionalrevolucionaria, por el tipo de
organización y por la práctica que de esa organización se deriva.
Los partidos fascistas se distinguen por ofrecer a masas de desclasados, parados, jóvenes, soldados,
pequeño-burgueses, estudiantes, una organización de tipo militar para su encuadramiento. Si la situación de
crisis se define por la pérdida de sentido, por la desorganización social, por lo que unos llaman anomia y
otros alienación, el partido ofrecerá un lugar de encuadramiento seguro y disciplinado.
El partido proporciona seguridad para un tiempo de crisis; predica irracionalismo cuando nadie
confía en la razón, exalta al pueblo, la sangre o la raza cuando el individuo no cuenta. Sobre todo, el partido
ofrece un jefe. Es más, el partido es el jefe.
Un partido así, y para cumplir la función instrumental que le corresponde a medida que se afianza,
no puede segregar otra práctica que la violencia. A las concentraciones de masas siguen, pues, la creación de
escuadras de acción.
Se trata, en efecto, de construir toda la sociedad según el modelo del partido, de encuadrar y
disciplinar a masas de población. No, ciertamente, en el sentido que pretende el tradicional militarismo de
derechas, buscando la pasividad de las masas, sino por medio de la movilización violenta de masas
encuadradas al modo militar.
Esa movilización continua tiene un objeto concreto de destrucción: las organizaciones obreras. Las
grandes creaciones del proletariado y de las clases medias progresistas, sus partidos políticos y sus
sindicatos, no resistirán esas expediciones de castigo, ejercidas también sobre quienes no pertenecen a la raza
o se muestran tibios en la defensa de los nuevos ideales, que se saldan con la paliza o el asesinato puro y
simple, y que siempre quedarán impunes.
Fue el método utilizado por los fascistas italianos inmediatamente después de la ocupación de las
fábricas y será el que utilicen con toda profusión las secciones de asalto nazis ante la pasividad y la
complicidad de la policía y la magistratura.
Y ese es, precisamente, el estilo que define y especifica el fenómeno fascista. Porque todo lo demás,
todo lo que pasa por ser estilo fascista –es decir, las concentraciones de masas, la profusión de banderas, los
cantos; la exaltación de la valentía y la virilidad, la carencia completa de escrúpulos; el culto al jefe, la
pasión por la obediencia, la servidumbre; el asalto a la razón, las hogueras de libros, la destrucción de las
herencias culturales– no es otra cosa que la parafernalia de que se rodea el proyecto de destrucción de
cualquier organismo social que pueda significar una alternativa al proyecto de totalidad de que es portador el
fascismo.
Una ideología irracional que une nacionalismo y revolución; en unas condiciones de crisis
generalizada que le permiten movilizar a masas de población; dotado de un instrumento organizativo, un
partido, construido según el modelo militar; con una práctica encaminada a aterrorizar primero y disciplinar
después al conjunto de la sociedad; propagando un estilo y una cultura propios: todo eso es el fascismo.
Pero nada de eso se hizo por completo evidente hasta que el fascismo no llegó al poder y, desde él,
se propuso realizar su proyecto final: disolver a la sociedad en el partido y confundir al partido con el Estado.

El fascismo en el poder

Un partido de esta índole podía cumplir en la sociedad la preciosa función de restablecer el viejo
orden de dominación. De ahí que, en su camino hacia el poder, el fascismo encontrara algo más que
benevolencia en sectores, clases sociales e instituciones sacudidos por la crisis.
Los grandes industriales, los altos mandos militares, la burocracia del Estado, la Iglesia, buena parte
de los intelectuales, la Universidad, no sólo no opusieron resistencia, sino que le prepararon un camino que
sería abierto por los propios políticos que debían su poder al funcionamiento del Estado parlamentario de
derecho.

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Hay que insistir en que los dirigentes fascistas nunca han encabezado una revolución victoriosa;
siempre fueron llamados a gobernar una vez que el propio Estado de derecho hubo sido desmantelado en su
principal institución, el Parlamento, por Gabinetes presidencialistas.
Una vez en el poder, y antes de confundirse, o a medida que se confunde con el Estado, el partido
fascista procede a la liquidación de cualquier oposición interior y exterior.
Por una parte, se liquidan incluso físicamente a los sectores radicales del propio partido, procedentes
de las clases medias bajas, que pretenden llevar adelante la revolución nacionalsocialista. Por otra, se
procede al desmantelamiento de los demás partidos políticos, sean burgueses o proletarios. En el último caso,
los dirigentes son físicamente liquidados, víctimas de palizas, o internados en campos de concentración.
Mussolini tardó algunos años en quedarse como jefe del único partido, pero Hitler procedió por el mismo
camino inmediatamente.
Una vez domeñados los radicales de las pequeñas-burguesías y liquidada cualquier oposición de
partido o de sindicatos, el partido procede a incorporarse al Estado.
En Italia, con débiles estructuras y aparatos de Estado, la incorporación fue total. En Alemania, una
más sólida burocracia estatal y una mayor independencia del Ejército, hizo más lento este proceso y más
ambiguo su resultado final. El partido se subordina en un primer momento al aparato estatal para luego, una
vez reorganizado y dirigido por miembros del partido, subordinar a éste.
Finalmente, y una vez desmantelados los sindicatos de la clase obrera, el partido interviene en la
producción disciplinando y encuadrando a los obreros, sea en organizaciones corporativas, sea en frentes de
trabajo, organizaciones verticales que reúnen a obreros y patronos según sus profesiones. En definitiva, con
estos frentes, el fascismo ofrece a una burguesía que nada debe temer ya de los radicales revolucionarios de
las clases medias una clase obrera disciplinada
Disciplina y control reforzados por una institución no específicamente fascista, pero que alcanzará en
el fascismo su máxima relevancia: la policía política. En la jerarquía del Estado, la policía política ocupará
un puesto de privilegio, por encima de instituciones más antiguas y antes de rango superior. A la policía
política se subordinarán ahora la Administración pública y el propio Ejército.
Sería un error, sin embargo, reducir el fascismo a su pura razón instrumental, a la función de
disciplina social que cumplió al servicio de unas clases. El fascismo, gracias en buena medida a la política de
rearme, fue la primera comprobación de que la intervención del Estado podía reabsorber el paro. El éxito de
Italia y Alemania en la reabsorción del paro durante los primeros años de dominio fascista explica que
encontrara un apoyo popular en los sectores más afectados por la depresión económica.
Ahora bien, ese apoyo popular –limitado, pero sustancial– no se debió únicamente al descenso del
paro, sino que tal hecho se interpretó como prueba de que la nación volvía a estar sobre sus pies.
Al contemplar las masivas concentraciones de personas que aclaman con sus voces ritualmente
repetidas una y otra vez al líder que encarna a la nación y al Estado, es preciso volver a las raíces profundas
del fascismo, es decir, a la protesta tradicional contra la alienación de la sociedad industrial y urbana.
Esa protesta se expresó de múltiples formas culturales y políticas en las que se pretendía rescatar el
alma individual presuntamente perdida, por medio de la exaltación de lo comunitario: de la familia, la
comunidad local, la nación o, más irracionalmente, la sangre, la raza.
El reencuentro de todo esto en un sistema que no es ya el tradicional, puesto que produce a pleno
empleo y en grandes unidades, es lo que se celebra en las multitudinarias asambleas de comunión con el
líder. Y es ahí donde se debe buscar una explicación del impacto que los movimientos fascistas tuvieron
entre las poblaciones de unas naciones en las que a la rápida desorganización de la sociedad tradicional se
sumó la derrota en una guerra, la humillación en la paz, el fracaso de los movimientos obreros y, en fin, el
hundimiento de las formas democráticas de dominación burguesa.

Las democracias, Estados Unidos

La crisis del 29 arrasó aquella efímera renovación del prestigio de que gozara, durante el período
inmediatamente posterior a la guerra, el sistema democrático. Convertida en guerra entre sistemas
autoritarios y democráticos, finalmente las democracias vencieron a los absolutismos y fueron ellas las que
se implantaron, bajo forma de República, en los países derrotados.
Un factor más, y decisivo, se añadió a ese resurgir del prestigio de la democracia: la presencia de los
Estados Unidos en suelo, europeo. La figura de Wilson y sus discursos idealistas reforzó la creencia de que
el sistema liberal era no sólo mejor desde el punto de vista del respeto a los derechos humanos, sino más
eficaz y más cargado de futuro.

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Nada de eso se creía ya diez años después. Y precisamente fue del propio centro de donde había
surgido aquella esperanza, del que partió la ola de escepticismo respecto a la capacidad del sistema político
liberal para acabar con la crisis.
Motivos sobraban para poner en duda la eficacia del liberalismo y de la democracia: lo que se había
creído coyuntura temporal a la baja se convirtió en verdadero hundimiento económico.
Al susto primero siguió el pánico. La crisis financiera paralizó a las industrias, que expulsaron con su
cierre a la calle a millones de trabajadores, quienes por su parte carecían de todo poder de compra, lo que a
su vez producía nuevos cierres en cadena y más parados.
Las causas de la crisis venían de lejos, probablemente de los cambios introducidos por el esfuerzo
bélico de 1914 y por el consiguiente desfase entre capacidad productiva y posibilidad de consumo. En todo
caso, e independientemente de sus causas, lo importante es que la crisis económica y la situación social por
ella creada acabaron con el optimismo americano y pusieron en duda la capacidad de las democracias.
El escepticismo y desaliento popular se agravó en la misma medida en que las primeras respuestas a
la crisis no fueron más que la rutinaria invocación a aquel optimismo inveterado. A medida que aumentaban
los parados, que se reducían los salarios, que los empleados vagaban por las calles y los agricultores se
arruinaban, el presidente Hoover no dejaba de anunciar el cambio de coyuntura para las semanas inmediatas.
Tal optimismo costó al Partido Republicano la presidencia de la Unión que, con escasas excepciones,
había ejercido durante los últimos sesenta años. En las elecciones de 1932, el peor año de la crisis, la
personalidad de Roosevelt, que utilizó por vez primera de forma masiva en una campaña electoral los medios
de comunicación y especialmente la radio, y su nuevo pacto o programa político dieron la victoria al Partido
Demócrata.
Los cambios que este partido introdujo en la política económica y, a consecuencia de ello, en la
propia relación del Estado federal con los Estados de la Unión compendian la respuesta de la democracia
americana a la crisis.
El cambio en la política económica se refiere, principalmente, al abandono de la política
deflacionista y de la búsqueda a toda costa de presupuestos equilibrados por una política de inflación
contenida y de endeudamiento público, con objeto de insuflar nuevo vigor a la actividad económica.

Franklin Delano Roosevelt (Hyde Park, 1882-Warm Springs, 1945). Político norteamericano. Hijo de una
rica familia de Nueva York, estudió en las universidades de Harvard y Columbia. Secretario adjunto de
Marina entre 1913 y 1920. Fue candidato a la vicepresidencia en 1920, saliendo derrotado. En 1921 sufrió
un ataque de poliomielitis del que jamás se recuperaría totalmente. Gobernador de Nueva York en 1928, fue
el candidato vencedor en las elecciones presidenciales de 1932 por el Partido Demócrata.
Inspirador del New Deal, puso en marcha todo un programa de recuperación para salir de la crisis de 1929.
En 1933 reconoció a la URSS, al tiempo que ponía en guardia sobre los peligros del fascismo y el
expansionismo germano y nipón. Fue reelegido en 1936 y nuevamente en 1940.
Tras el ataque japonés a Pearl Harbour decidió la entrada de Estados Unidos en guerra. Participó
en las conferencias de Casablanca (enero de 1943) y en las de Quebec, donde impuso su criterio de realizar
el desembarco en Normandía. Se reunió con Churchill y Stalin en las conferencias de Teherán (nov.-dic. de
1943) y Yalta (febrero de 1945). Sus ideales internacionalistas influyeron decisivamente en el cambio de
mentalidad estadounidense y en la creación de la ONU. Reelegido presidente por cuarta vez en 1944 (caso
único en la historia de los Estados Unidos), murió el 12 de abril de 1945.

Para apoyar la reanimación económica se abandonó definitivamente el patrón oro y se devaluó la


moneda para reanimar el comercio exterior. El Estado intervino también con programas de obras públicas
financiados con fondos públicos y con medidas legislativas como la Agricultural Adjustment Act y la
National Industrial Recovery Act, iniciativas que, aunque declaradas inconstitucionales por el Tribunal
Supremo, acarrearon una nueva relación del Estado con la sociedad.
En definitiva, y desde el punto de vista del sistema político, el New Deal significó el definitivo
abandono de la ideología de una sociedad que se autorregulaba de forma automática. El Estado tenía ahora
una capacidad de iniciativa por medio de organismos federales, de programas de obras, promulgación de
leyes, implantación de seguros obligatorios o por su respaldo a los sindicatos en el esfuerzo de éstos por
obtener una posición relevante en el conjunto de fuerzas sociales.

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Aunque en algunos países –España entre ellos– se llegó a pensar que Roosevelt y su New Deal
representaban una especie de socialismo de Estado o de vía media entre fascismo y comunismo; nada estaba,
sin embargo, más lejos de la realidad. De lo que se trató fue, simplemente, de levantar acta de la muerte del
laissez faire como principio regulador de las relaciones entre el Estado y la sociedad capitalista.
Toda una concepción de las relaciones entre capitalismo como estructura económica de la sociedad y
Estado liberal como su estructura política dejó paso a una nueva regulación en la que el Estado, sin poner en
discusión los supuestos básicos de la sociedad capitalista, asumía un nuevo papel.
Por decirlo en dos palabras, el tradicional watchman state fue sustituido por el moderno wellfare
state. Por medio de la política fiscal y de la utilización del presupuesto, el Estado empezó a jugar un papel
decisivo en la distribución de la renta y, de forma más general, en la dirección de la actividad económica.

Las democracias europeas

Mientras los americanos introducían las nuevas políticas que conducirían a una radical
transformación del capitalismo, en el Reino Unido John M. Keynes ponía a punto la Teoría general de esa
política económica. Su trabajo, destinado a economistas, tuvo, sin embargo, un amplio eco social debido a
sus implicaciones políticas.
Keynes, y muchos con él, creían que las sociedades capitalistas no podrían subsistir con la carga de
parados y la generalizada miseria de amplios sectores de la población. Era preciso, pues, recuperar la
eficacia, aunque sin renunciar a las libertades ni al sistema democrático de gobierno, lo que en la práctica
significaba poner fin al individualismo liberal e iniciar desde el Gobierno una política de pleno empleo y de
redistribución de la renta.
Las democracias europeas intentaron, pues, llevar a la práctica políticas similares a las de Estados
Unidos. A un primer momento de política deflacionista y mantenimiento de cambios, siguió la intervención
en la economía por medio de políticas inflacionistas, fomento de obras públicas, devaluación de la moneda y
protección del mercado exterior.
Ahora bien, si en Estados Unidos tales políticas pudieron ser de un solo partido debido al carácter
presidencialista de su sistema político, en Europa, con sistemas parlamentarios y de difíciles mayorías, el
panorama fue mucho más diversificado, no sólo porque la crisis golpeó de forma muy distinta a sus
diferentes naciones, sino también por las diferentes estructuras de sus sistemas de partidos y por la distinta
solidez de sus tradiciones democráticas.
Así, naciones con débil tradición democrática –como Alemania–, con sistemas parlamentarios
extremos y muy castigadas por la crisis iniciaron la pendiente hacia regímenes totalitarios de carácter
fascista. Por su parte, otras naciones con clara mayoría socialista, como Suecia y Noruega, tuvieron
Gobiernos estables al haber quedado más libres de los problemas sociales acarreados por la crisis económica.
En los países escandinavos, los socialistas dieron a la crisis la respuesta típica de la
socialdemocracia: aumento de la presión fiscal, extensión de los servicios sociales, aumento de salarios y
reducción de jornada, y financiación de obras públicas.
En el Reino Unido, el final del liberalismo tradicional se alcanzó sin grandes turbulencias y a costa
del debilitamiento y división del Partido Laborista. Fueron los conservadores los beneficiados por el
sentimiento de miedo que se extendió por el país ante los primeros efectos de la crisis.
Los conservadores, que obtuvieron mayoría en las elecciones de 1931, quisieron formar, sin
embargo, un Gobierno de unión con participación laborista, lo que produjo grandes polémicas y finalmente
la división de este partido. En cualquier caso, de lo que se trataba era de que el Gobierno pudiera gobernar
sin complicaciones parlamentarias y sin la hostilidad de los sindicatos, aunque se adoptara la clásica
vertiente de derechas de la política económica: contención de salarios, reducción del gasto público, menor
presión fiscal.
Por lo demás, Gran Bretaña, que era todavía cabeza de un imperio, sufrió también los efectos de la
depresión mundial, de los que se intentó poner a salvo reforzando la zona de la esterlina con los países
escandinavos y la Commonwealth, y la introducción de medidas proteccionistas de preferencia imperial.
El abandono del patrón oro por la esterlina arrastró a las demás monedas e impidió los efectos
deflacionistas que habrían seguido a una política de mantenimiento del valor de la moneda. En fin, Gran
Bretaña comenzó pronto el rearme y sufrió así relativamente menos la nueva depresión de 1937-38, que
afectó más a Estados Unidos y a Francia, lanzados sólo tardíamente a la carrera del rearme.
En la otra democracia victoriosa de la Primera Guerra, Francia, el panorama era menos sombrío
económicamente, aunque políticamente fuera más oscuro. En efecto, a Francia sólo llegó la crisis cuando en

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los demás países se daban ya signos de recuperación, pero el sistema de partidos de la III República y su
Constitución, de un extremado parlamentarismo, habían provocado continuas crisis de Gobierno y una gran
inestabilidad política. Los Gobiernos, inevitablemente de coalición, podían caer por la votación contraria de
alguno de los grupos parlamentarios.
En tales condiciones, y con una larga tradición de partidos políticos de ultraderecha, no fue extraño
que cuando la crisis apareció también en Francia comenzaran a pulular nuevas organizaciones
reivindicadoras del fascismo, de sus ideales y de sus métodos.
Una mayor solidez de sus instituciones democráticas y una menor gravedad de la crisis económica
explican, sin embargo, que los grupos fascistas nunca alcanzaran en Francia la importancia que llegaron a
adquirir en Italia y Alemania. Con todo, a principios de 1934 fueron suficientes para formar algún ruido e
intentar un golpe ante el Parlamento.
Las revueltas de febrero y, especialmente, la debilidad política derivada de algunos recientes
escándalos y del propio sistema de partidos hicieron surgir también la conciencia sobre la necesidad de hacer
frente al fascismo por medio de un pacto político entre los defensores de la democracia.
Ese sentimiento se extendió tanto más cuanto que Francia se encontró bordeada de fascismo. Bastó
que los fascistas franceses salieran también a la calle para que surgieran voces que reclamaban un frente
común contra el peligro fascista.
Esas voces, especialmente fuertes entre comunistas y socialistas, son el origen de los frentes
populares, nueva fórmula política con la que algunas democracias europeas pretendieron hacer frente al
creciente peligro fascista y que, finalmente, fueron también pactos de gobierno en Francia y en España.

El frente popular

Entre las condiciones que favorecieron y posibilitaron el avance de los fascismos no fue la menor,
aunque tampoco la única, la debilidad de la respuesta que encontró en los partidos obreros.
A comienzos de los años treinta, esa debilidad era el resultado lógico de la confusión y pasividad de
la socialdemocracia y de la política comunista de considerar a los fascistas como peligro risible y a los
socialdemócratas como verdaderos enemigos de la clase obrera.
La obstinación comunista en esta política catastrófica perduró hasta 1934-35 y no puede entenderse
sin echar una mirada hacia los propios orígenes de esos partidos y a su completa sumisión a las directrices
políticas emanadas de Moscú.
Como es bien sabido, la creación de los partidos comunistas como escisión de un importante sector
de los partidos socialistas fue consecuencia del fin de la guerra y de las simultáneas expectativas
revolucionarias que levantó en Europa el triunfo de la revolución bolchevique.
La creación de la III Internacional, o Komintern, como partido mundial de la revolución consolidó
los lazos de subordinación de los partidos comunistas nacionales con el partido soviético.
Esos vínculos de dependencia se extremaron cuando en el partido ruso fueron liquidadas todas las
corrientes internas, hasta el punto de que ningún partido comunista nacional pudo mantener política, no ya
divergente, pero ni siquiera independiente de la soviética. Las luchas internas del PCUS y la política exterior
de la URSS eran, en realidad, los verdaderos determinantes de las políticas de los partidos comunistas
nacionales.
Por lo que respecta al primero de esos determinantes, el año 1929 contempló la definitiva derrota de
Bujarin, cuya defensa de la Nueva Política Económica de Lenin y del campesinado medio como base de la
industrialización le hacían pasar por derechista, y la expulsión de Trotski del territorio soviético.
Fue también el año en que cristalizó el proyecto, quizá madurado antes por Stalin, de proceder a la
colectivización de las tierras y emprender el camino de la industrialización. La destrucción de los kulaks, la
colectivización, el proceso de industrialización, la consiguiente dislocación de la economía agraria con las
hambres de 1933 y 1934 y el desabastecimiento de las ciudades, y, en fin, el encarcelamiento y posterior
ejecución de los principales dirigentes de la revolución rusa, componen el cuadro de la primera, mitad de los
años treinta en la Unión Soviética.
El monolitismo y el poder personal que a consecuencia de este proceso se cernió sobre el Partido
Comunista de la URSS influyó poderosamente sobre la III Internacional y, a través de ella, sobre todos los
partidos comunistas nacionales.
Para los partidos comunistas europeos, la consecuencia fundamental de lo que ocurría en la URSS
fue la cristalización de la política llamada de clase contra clase. Consistía tal política en considerar a los
socialistas como los peores enemigos de los comunistas y, por tanto, de la clase obrera y en definirlos como

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ala derecha del fascismo. No es que en 1928 y 1929 se oyeran por vez primera tales afirmaciones, sino que
en el VI Congreso de la Internacional, que se celebró en septiembre de 1928, encontraron su consagración
oficial y su generalización a todos los países.
Semejante política tuvo su más dramática consecuencia en Alemania, único país que quedaba aún
con un partido comunista de relativa importancia. Adoptada poco antes del fin de la estabilidad económica,
que duró de 1924 a 1929, y enunciando, si bien de forma ritual, el colapso del capitalismo, esa política
parecía implicar la apertura de un nuevo período revolucionario que desembocaría en la toma del poder.
El Partido Comunista alemán aumentó con ella su atractivo entre las grandes masas de parados en la
misma medida en que descendió el de un partido socialdemócrata completamente desorientado por la crisis y
sin más política que mantener; con cesiones continuas, una democracia en la que ya nadie creía.
La nueva relación de fuerzas entre socialistas y comunistas alemanes se completó con el vertiginoso
ascenso electoral del partido nazi. El resto es conocido: con sólo el 35 por 100 de los votos, Hitler fue capaz
de hacerse con el poder ante la pasividad socialista y la ceguera comunista, que vio en el ascenso de Hitler la
prueba del anunciado derrumbe del capitalismo en Alemania.

Cambio de política

Que socialistas y comunistas alemanes solo se diera cuenta de su error en los campos de
concentración a lo que fueron enviados por los nazis fue ya un primer aviso sobre la necesidad de cambiar de
política. No fue, sin embargo, suficiente, y nunca lo habría sido si la implantación del fascismo en Alemania
no hubiera representado un peligro potencial para Francia y para la Unión Soviética.
Desde principios de 1934, la URSS abandonó sus intentos de alcanzar un pacto de no agresión con
los alemanes y Francia volvió a considerar la necesidad de un acercamiento a la Unión Soviética como forma
tradicional de contener a Alemania.
A estas necesidades de política exterior se añadieron razones de política interna, ya que el triunfo
nazi en Alemania desencadenó una oleada de activismo entre los grupos fascistas que, sin haber consolidado
un partido de masas, existían ya en Inglaterra, Francia o España. Era preciso, pues, que en estos y otros
países los comunistas establecieran nuevas relaciones con los socialistas e incluso con los partidos burgueses
democráticos.
Esos son, precisamente, los orígenes del giro político que, iniciado con la propuesta de unidad de
acción entre comunistas y socialistas, terminó en la firma de un pacto de frente popular entre éstos y los
partidos demócratas burgueses o pequeño-burgueses.
Como respuesta a las revueltas fascistas de febrero de 1934, se plasmó en Francia un pacto de unidad
de acción entre el PCF y la SFIO, firmado a finales de julio de ese año. Meses después, y empujados sin
duda por los soviéticos, que deseaban llegar a un acuerdo con el Gobierno francés, los comunistas ofrecieron
la ampliación de ese pacto al Partido Radical, que buscaba también, por su parte, la vuelta a la política
francesa de amistad con Rusia.
De esta forma, lo que se consideró en un primer momento como frente obrero contra el fascismo se
convirtió inmediatamente en frente popular antifascista, llamado también frente popular por la paz, el trabajo
y la libertad.
La experiencia francesa fue rápidamente exportada a España, cuyo Partido Comunista –
insignificante en ese período– dirigió al PSOE durante el verano de 1934 varias propuestas de unidad de
acción que eran fieles traducciones de las cartas que el PCE dirigía a los socialistas franceses.
En España, sin embargo, existían desde principios de año, y con desigual fuerza regional, unas
Alianzas Obreras, en las que se invitó a ingresar a los comunistas. No se firmó, pues, ningún pacto entre
comunistas y socialistas, y, por consiguiente, no pudo ampliarse luego según el modelo francés, es decir,
como acuerdo socialista-comunista al que se añadirían partidos no obreros.
En España, tras el fracaso de la insurrección de octubre de 1934, el nuevo acuerdo político se firmó
entre socialistas y republicanos de izquierda, y a ese acuerdo –que también se le llamó Frente Popular– se
añadieron, entre otros, los comunistas.
Esas diferencias no anulan, sin embargo, una identidad de fondo, porque si en las direcciones de los
partidos comunistas y socialistas europeos podían pesar, para llegar a estos acuerdos, consideraciones de
política internacional, en el interior de cada país lo que más pesaba era la movilización de los obreros y de
algunos sectores medios de las ciudades contra la agitación fascista.

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En sus orígenes, pues, el frente popular no fue tan sólo acuerdo entre partidos con vistas a resistir el
peligro fascista o la amenaza alemana, sino sobre todo movilización popular contra la creciente marea
fascista en países como Francia y España.

El VII Congreso de la Internacional

La experiencia francesa, impulsada tanto por motivos de política internacional cuanto por la propia
movilización popular antifascista, encontró en el VII Congreso de la IC, celebrado en el verano de 1935, su
consagración definitiva.
Abandonada por completo la política de clase contra clase, el dirigente búlgaro Dimitrov sometió a
crítica los errores comunistas ante el fascismo y definió a éste no ya como simple cambio de un Gobierno
burgués por otro, sino como una nueva forma política de dominación de clase. En los países fascistas –y
siempre según Dimitrov–, la burguesía había sustituido la democracia por la dictadura terrorista y abierta del
capital.
Ahora bien, esa sustitución no se efectuó por un mero cambio desde arriba. El nuevo análisis del
fascismo lo definía como un fenómeno de masas y le asignaba una base social de apoyo. Por consiguiente, la
resistencia al fascismo se debería realizar por medio de la formación de un bloque social alternativo al
bloque fascista.
En la práctica, ese análisis conducía a poner fin a la división de los partidos obreros y, en un segundo
momento, a poner fin al aislamiento obrero respecto a lo que se comenzaba a considerar como sus aliados
naturales, especialmente las pequeñas burguesías y los campesinos pequeños o medios.
En la concreta política de partido, las nuevas orientaciones significaban la búsqueda por los
comunistas de un acuerdo con los socialistas y con los partidos democráticos.
Con los primeros, el acuerdo se insertaba en una estrategia a más largo plazo que pretendía iniciar el
camino hacia la unificación de ambos partidos. Las condiciones establecidas por el Congreso eran
inaceptables por los socialistas, ya que equivalían pura y simplemente a su absorción por los partidos
comunistas y por la Internacional.
Sin duda, quienes formularon las condiciones –cinco en total– conocían bien que eran inaceptables y,
por consiguiente, propusieron que allí donde la unidad no se lograse, o mientras se lograba, se buscase un
acercamiento con los sectores izquierdistas del socialismo –antes los más denostados–, de manera que
pudieran desgajarse de sus partidos e ingresar en los comunistas. Tal desgajamiento aparecía así como
primera etapa hacia la unidad.
Como instrumento para la unificación política y para garantizar la eficacia del frente, el Congreso
propuso también la creación en barrios, talleres, fábricas, etcétera, de lo que se llamó órganos de frente
único, es decir, comités formados por obreros independientemente de su afiliación política e incluso carentes
de toda afiliación.
Pensaban los comunistas que su mayor activismo y su mejor organización les darían el control de
esos órganos cuyos dirigentes no serían elegidos proporcionalmente a la filiación política de sus miembros,
sino directamente y por sus cualidades. Trataban los comunistas de romper por abajo las fronteras entre
partidos de tal manera que el control de estos órganos de frente único hiciera secundario la pertenencia a un
partido.
Esto no era, en definitiva, más que la repetición con nuevas fórmulas de una antigua pretensión
comunista. La originalidad de la política frentepopulista consistía en que sobre esos órganos de frente único
debían construirse otros órganos, llamados de frente popular, compuestos no sólo de obreros, sino de
empleados; intelectuales, profesionales o pequeño-burgueses.
De haberse llevado a la práctica, esta iniciativa habría dado lugar a la sustitución de los partidos y
sindicatos por un nuevo tipo de organismos en todo aquello que se refería a la lucha contra el fascismo.
Finalmente, el tipo de órganos que se creó fue el destinado a actividades culturales y sociales, como los
diversos comités de intelectuales antifascistas creados en Francia y España durante la guerra civil.
En el interior del movimiento comunista, la política de frente popular representó el definitivo
abandono de las perspectivas catastrofistas sobre el fin del capitalismo. La revolución no sería ya en adelante
el resultado de un derrumbamiento catastrófico de la sociedad y el Estado capitalista, sino de una transición
hacia el socialismo, con etapas vagamente definidas de las que la primera, en todo caso, era la consolidación
de las democracias.
Se suponía que siendo el agente de tal consolidación un bloque obrero rodeado de un bloque popular,
su práctica desembocaría por necesidad en la instauración de una democracia de nuevo tipo que sería algo así

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como el umbral del socialismo. La revolución dejaba de ser un acontecimiento para convertirse en un
proceso de transición.
Transformado en concepción general del paso al socialismo, y como el monolitismo alcanzado por la
Komintern no le permitía tener ya más de una política, el frente popular fue a partir de 1935 la política oficial
de los comunistas no sólo para los países europeos, sino también para los americanos y asiáticos.

Los resultados

Los comunistas chinos, como era obvio, no prestaron demasiada atención a esa política,
completamente irrelevante para lo que ellos estaban haciendo. Pero en los países latinoamericanos, la política
de frente popular no dejó de crear graves confusiones, ya que, por una parte, no era evidente quién debía ser
allí catalogado de fascista y, por otra, no aparecían los aliados posibles en la lucha común.
Así, el lugar que en la concepción política global ocupaba el fascismo comenzó a ser ocupado por el
imperialismo, mientras se aseguraba que en aquellos países los aliados del movimiento obrero tenían que ser
las llamadas burguesías nacionales, es decir, burguesías cuyos intereses económicos estuvieran en
contradicción con los intereses del imperialismo. El carácter abstracto de esta política convirtió a los frentes
populares en esos países en poco más que motivos para la agitación y propaganda.
No ocurrió lo mismo en los países europeos que estuvieron en el origen del frente popular. En
Francia, las elecciones de mayo de 1936 dieron la victoria a la coalición compuesta por los partidos
Comunista, Socialista y Radical. Un Gobierno con miembros de estos dos últimos partidos y el apoyo
parlamentario de los comunistas, inició lo que parecía una época de profundas reformas económicas y
sociales y la instauración de un nuevo tipo de democracia.
Entre grandes expectativas obreras, y con el fondo de una huelga general y de la ocupación de las
fábricas, el Gobierno presidido por Blum arrancó concesiones a los industriales y procedió a un aumento de
salarios, ampliación de vacaciones, reducción de jornada, convenios colectivos de trabajó y otras mejoras
sociales. Sin embargo, pasados los primeros meses, el impulso de la coalición comenzó a flaquear y no pudo
superar los tradicionales obstáculos que encontró frente a las reformas.
La acción de financieros y empresarios, por una parte, y las distancias que marcaron enseguida los
radicales, por otra, dieron al traste con el Gobierno Blum en junio de 1937.
Finalmente, los radicales, que representaban intereses sociales muy distintos de los que podían
representar los socialistas o los comunistas, rompieron la coalición y, con apoyo de grupos parlamentarios de
centro y derecha, se hicieron cargo del Gobierno.
Mientras tanto, una guerra civil había estallado en el único otro país en que una coalición
frentepopulista había vencido en unas elecciones. En España, efectivamente las elecciones de febrero de
1936 dieron la victoria a una coalición similar a la francesa, aunque aquí los comunistas tuvieron un peso
mucho menor que en Francia y los socialistas, con más fuerza social y política que los republicanos, se
inhibieron de las funciones de Gobierno, a cuyo frente quedaron sólo los republicanos de izquierda.
El Gobierno fue incapaz de abortar la conspiración militar dirigida a derrocar la República. El frente
popular, ampliado con el apoyo del sindicalismo anarquista, fue la respuesta militar y política al intento de
golpe de Estado.
Su derrota acabó con los frentes populares, aunque, en adelante, los comunistas pretendieron
reproducir, siempre que las condiciones lo permitieron, una política similar. Así, la Guerra Mundial
reprodujo a gran escala un pacto similar al colocar a la Unión Soviética al lado de las democracias europeas
y de Estados Unidos en lucha común contra las potencias fascistas y Japón.
Asimismo, los Gobiernos de reconstrucción que siguieron a la guerra contaron también con la
participación de comunistas y, en fin, la reciente política del eurocomunismo repite en sustancia la misma
estructura que la de los frentes populares, aunque la inexistencia del fascismo como movimiento de masas la
reduce a pura elaboración teórica más que a política concreta.

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