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Adolf Hitler
Hitler El nazismo La Segunda Guerra Mundial

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La Segunda Guerra Mundial


La Segunda Guerra Mundial (1939-1945) fue uno de
los acontecimientos fundamentales de la historia
contemporánea tanto por sus consecuencias como
por su alcance universal. Las «potencias del Eje»
(los regímenes fascistas de Alemania e Italia, a los
que se unió el militarista Imperio japonés) se
enfrentaron en un principio a los países
democráticos «aliados» (Francia e Inglaterra), a los
que se sumaron tras la neutralidad inicial los
Estados Unidos y, pese a las divergencias
ideológicas, la Unión Soviética; sin embargo, esta
lista de los principales contendientes omite multitud
de países que acabarían incorporándose a uno u
otra bando.

La ciudad alemana de Dresde tras los bombardeos aliados


(febrero de 1945)

La Segunda Guerra Mundial, en efecto, fue una


nueva «guerra total» (como lo había sido la «Gran
Guerra» o Primera Guerra Mundial, 1914-1918),
desarrollada en vastos ámbitos de la geografía del
planeta (toda Europa, el norte de África, Asia
Oriental, el océano Pacífico) y en la que gobiernos y
estados mayores movilizaron todos los recursos
disponibles, pudiendo apenas ser eludida por la
población civil, víctima directa de los más masivos
bombardeos vistos hasta entonces.

En el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial


suelen distinguirse tres fases: la «guerra
relámpago» (desde 1939 hasta mayo de 1941), la
«guerra total» (1941-1943) y la derrota del Eje
(desde julio de 1943 hasta 1945). En el transcurso
de la «guerra relámpago», así llamada por la nueva
y eficaz estrategia ofensiva empleada por las tropas
alemanas, la Alemania de Hitler se hizo con el
control de toda Europa, incluida Francia; sólo
Inglaterra resistió el embate germánico.

En la siguiente etapa, la «guerra total» (1941-


1943), el conflicto se globalizó: la invasión alemana
de Rusia y el ataque japonés a Pearl Harbour
provocaron la incorporación de la URSS y los
Estados Unidos al bando aliado. Con estos nuevos
apoyos y el fracaso de los alemanes en la batalla de
Stalingrado, el curso de la guerra se invirtió, hasta
culminar en la derrota del Eje (1944-1945). Italia
fue la primera en sucumbir a la contraofensiva
aliada; Alemania presentó una tenaz resistencia, y
Japón sólo capituló después de que sendas bombas
atómicas cayeran sobre las ciudades de Hiroshima y
Nagasaki.

El miedo a la expansión del comunismo soviético


había hecho que Hitler fuese visto por las
democracias occidentales como un mal menor,
suposición que sólo desmentiría el desarrollo de la
contienda. La Segunda Guerra Mundial costó la vida
a sesenta millones de personas, devastó una vez
más el continente europeo y dio paso a una nueva
era, la de la «Guerra Fría». Las dos nuevas
superpotencias surgidas del desenlace de la guerra,
los Estados Unidos y la URSS, lideraron dos grandes
bloques militares e ideológicos, el capitalista y el
comunista, que se enfrentarían soterradamente
durante casi medio siglo, hasta que la disolución de
la Unión Soviética en 1991 inició el presente orden
mundial.

Dividida en dos áreas de influencia, la Occidental


pro americana y el Este comunista, Europa, como el
resto del mundo, quedó reducida a tablero de las
superpotencias, y aunque la Europa occidental
recuperó rápidamente su prosperidad, perdió
definitivamente la hegemonía mundial que había
ostentado en los últimos cinco siglos; en el exterior,
tal declive se visualizaría en el proceso
descolonizador de las siguientes décadas, por el que
casi todas las antiguas colonias y protectorados
europeos en África y Asia alcanzaron la
independencia.

Causas de la Segunda Guerra Mundial

A pesar de las controversias, los historiadores


coinciden en señalar diversos factores de especial
relieve: la pervivencia de los conflictos no resueltos
por la Primera Guerra Mundial, las graves
dificultades económicas en la inmediata posguerra y
tras el «crack» de 1929 y la crisis y debilitamiento
del sistema liberal; todo ello contribuyó al desarrollo
de nuevas corrientes totalitarias y a la instauración
de regímenes fascistas en Italia y Alemania, cuya
agresiva política expansionista sería el detonante de
la guerra. Ya en su mera enunciación se advierte
que tales causas se encuentran fuertemente
imbricadas: unos sucesos llevan a otros, hasta el
punto de que la enumeración de causas acaba
convirtiéndose en un relato que viene a presentar la
Segunda Guerra Mundial como una reedición de la
«Gran Guerra».

Soldados americanos en el desembarco de Normandía (junio de


1944)

Ciertamente, la Primera Guerra Mundial (1914-


1918) no apaciguó las aspiraciones nacionalistas ni
los antagonismos económicos y coloniales que la
habían ocasionado. Todo lo contrario: la forma en
que fue fraguada la paz, con condiciones abusivas
impuestas unilateralmente por los vencedores a los
vencidos en el Tratado de Versalles (1919), no hizo
sino incrementar las tensiones. Alemania, que había
sido declarada culpable de la guerra, perdió sus
posesiones coloniales y parte de su territorio
continental, siendo además obligada a
desmilitarizarse y a abonar desorbitadas
reparaciones a los vencedores. Italia, pese a formar
parte de la alianza vencedora, no vio compensados
sus sacrificios y su esfuerzo bélico con la
satisfacción de sus demandas territoriales.

El desenlace de la guerra había llevado a la


desmembración de los imperios derrotados (el
alemán y el austrohúngaro) y a la implantación en
los viejos y nuevos países resultantes de repúblicas
democráticas. No era fácil consolidar en estas
sociedades sometidas a autocracias seculares y
carentes de tradición democrática un sistema
liberal, máxime cuando los valores en que éste se
sustentaba (confianza en la razón humana, fe en el
progreso) habían sido minados por los horrores de
la guerra. Pero además, las democracias liberales
mostraron pronto su incapacidad para hacer frente
a una situación extremadamente delicada. El
conflicto había dejado un paisaje de devastación
económica y empobrecimiento generalizado de la
población que los nuevos gobiernos no supieron
abordar.

Todo ello fue capitalizado por grupúsculos y


formaciones políticas extremistas, de entre las
cuales cobraron progresivo protagonismo las
organizaciones de la ultraderecha nacionalista, con
el fascismo italiano y su variante alemana (el
nazismo) a la cabeza. Junto a las aspiraciones
nacionalistas anteriores a la Primera Guerra Mundial
(por ejemplo, el ideal pangermanista de unir a los
pueblos de lengua alemana), estos grupos
asumieron como componentes ideológicos el
revanchismo suscitado por el Tratado de Versalles y
el militarismo expansionista implícito en doctrinas
como la del «espacio vital», que preconizaba la
necesidad ineludible de obtener un ámbito territorial
dotado de la extensión y los recursos necesarios
para asegurar el desarrollo económico y la
prosperidad de la nación.

Mussolini y Hitler

Presentándose además como los verdaderos


patriotas frente a una clase política de traidores que
había ratificado las imposiciones de Versalles, los
fascistas ridiculizaron abiertamente el
parlamentarismo y la democracia e incluso algunos
de sus principios fundamentales, como el
igualitarismo, contribuyendo al descrédito del
sistema liberal desde una perspectiva opuesta pero
complementaria a la de los comunistas, que veían
en los gobiernos democráticos meros instrumentos
opresores al servicio de la burguesía capitalista.

Sin embargo, para los fascistas, las formaciones


comunistas y los sindicatos obreros eran poco
menos que agentes de Moscú, es decir, una conjura
organizada por enemigos exteriores para debilitar a
la nación. Este inequívoco y furibundo
anticomunismo acabaría resultando clave en su
acceso el poder. Su mensaje no sólo caló
paulatinamente entre las legiones de descontentos
que había dejado tras de sí la guerra, sino que, en
los momentos decisivos, el fascismo recibió el apoyo
de las clases dominantes, temerosas de una
revolución social como la que había liquidado la
Rusia de los zares en 1917.

En fecha tan temprana como 1922, la «Marcha


sobre Roma» de los fascistas italianos llevó al
nombramiento como primer ministro de Mussolini,
quien, tras ilegalizar las restantes fuerzas políticas
en 1925, instauró su régimen fascista en Italia.
Hitler, en política activa desde 1920, hubo de
esperar al «crack» de 1929 y a su nueva espiral de
bancarrota y desempleo; en 1932, el partido nazi
fue la fuerza más votada en las elecciones; en 1933
fue nombrado canciller, y a mediados de 1934,
habiendo suprimido las instituciones democráticas y
toda oposición política, detentaba un poder absoluto
como «Führer» o caudillo al frente del régimen nazi.

En aplicación de su ideario, Adolf Hitler desdeñó


todas las disposiciones de Versalles y preparó a
Alemania para satisfacer por la fuerza las
reivindicaciones territoriales que no fuesen
atendidas: implantó el servicio militar obligatorio y
ordenó un rearme masivo que, a base de fuertes
inversiones, dotó a Alemania de un formidable
ejército, reactivó la industria nacional y fortaleció
sensiblemente la economía del país y su propio
liderazgo. Sin el respaldo de la opinión pública para
embarcarse en una nueva guerra, la posición de los
gobiernos de Francia e Inglaterra era, por contraste,
claramente débil.

Londres tras un ataque de la aviación nazi (7 de junio de 1940)

En 1938, Hitler anexionó Austria a Alemania y


reclamó la región checa de los Sudetes, con
numerosa población alemana. Ese mismo año, en la
Conferencia de Múnich (30 de septiembre de 1938),
Hitler fingió limitar sus ambiciones ante el primer
ministro británico Neville Chamberlain y el
presidente francés Édouard Daladier. Pero en
seguida se vio que la «política de apaciguamiento»
de Inglaterra y Francia, consistente en ceder a sus
demandas a cambio de la promesa de renunciar a
nuevas reivindicaciones, era completamente inútil.
Vulnerando los acuerdos de Múnich, Hitler ocupó no
únicamente los Sudetes, sino toda Checoslovaquia
(marzo de 1939), invadió la región de Memel
(Lituania) y puso sus ojos en Polonia, a la que
reclamaba el corredor y la ciudad libre de Danzig,
territorios que el Tratado de Versalles había
arrebatado a Alemania para proporcionar a Polonia
una salida el mar.

Al mismo tiempo, y en previsión de la inminencia de


la guerra, Hitler atendió hábilmente al flanco
diplomático. Desde años atrás había colaborado
estrechamente con el régimen hermano de Italia,
entendimiento que reforzó subscribiendo con
Mussolini el Pacto de Acero (mayo de 1939). Tres
meses después, el 23 de agosto de 1939, selló el
tratado Ribbentrop-Molotov, así llamado por sus
firmantes, el ministros de Exteriores alemán
Joachim von Ribbentrop y el ruso Vyacheslav
Molotov. Fundamentalmente, el tratado era un
pacto de no agresión entre Alemania y la Unión
Soviética que incluía entre sus cláusulas secretas el
reparto de Polonia, a la que Francia y Gran Bretaña
habían prometido ayuda en caso de guerra.

El pacto con la URSS garantizaba a Alemania que no


habría de luchar en un doble frente; sintiéndose
seguro, Hitler ordenó la invasión de Polonia. El 1 de
septiembre de 1939 se iniciaron las operaciones
militares; dos días después, Francia e Inglaterra
declararon la guerra a Alemania. Comenzaba así la
Segunda Guerra Mundial, que por el exiguo número
de beligerantes no parecía que hubiese de merecer
ese calificativo; dos años y medio más tarde, sin
embargo, el conflicto se había extendido por todo el
planeta.

Desarrollo de la Segunda Guerra Mundial

Cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, la


potencia bélica de los bandos contendientes era
prácticamente equivalente, a pesar de que Francia e
Inglaterra habían comenzado más tarde su rearme.
Cada uno de los aliados había desarrollado de forma
distinta sus medios bélicos. Francia mejoró y
desarrolló su sistema de trincheras (la famosa Línea
Maginot, impulsada por el ministro de Guerra André
Maginot), previendo una guerra de posiciones como
en la Primera Guerra Mundial. La poderosa marina
británica no invirtió en la construcción de unidades
que se convertirían en vitales (como el
portaaviones), pero el país desarrolló ampliamente
su fuerza aérea.

De las potencias que pronto intervendrían en el


conflicto, la URSS contaba con sus ingentes
recursos humanos, y el otro gigante mundial, los
Estados Unidos de América, poseía mayor potencial
industrial que capacidad militar efectiva; sólo tras
decidir su participación en la guerra enfocó
rápidamente su industria a la fabricación de armas,
y especialmente a la construcción de aviones (cazas
y bombarderos) y potentes buques de guerra
(portaaviones y acorazados).

Bombarderos estadounidenses sobre Ploiesti (Rumanía)

Los términos del Tratado de Versalles habían


impuesto a Alemania la desmilitarización y la
limitación de sus arsenales; tal humillante
obligación tuvo sin embargo la virtud de eliminar
armamentos que hubieran resultado obsoletos en la
Segunda Guerra Mundial y de favorecer, llegado el
momento, la creación desde cero de un eficiente
ejército dotado de armas de última generación. De
este modo, cuando Hitler ordenó la remilitarización
y el rearme del país, orientó la industria hacia la
producción de aviones y unidades terrestres
motorizadas, especialmente tanques y carros de
combate, y aunque desechó la fabricación de
portaaviones y otros barcos de superficie, construyó
una potente flota de submarinos. No hay que
olvidar que Alemania contaba con un importante
potencial técnico, tanto en la metalurgia como en la
industria química y eléctrica, de gran aplicación en
la industria de guerra.

La «guerra relámpago» (1939 - mayo 1941)

La invasión de Polonia, que había desencadenado la


Segunda Guerra Mundial, se completó en poco más
de un mes; en virtud de una cláusula secreta del
tratado de no agresión germano-soviético, los rusos
facilitaron la victoria ocupando la zona oriental de
Polonia, que había pertenecido a la Rusia zarista.
Después de esta primera ofensiva, curiosamente, se
entró en una fase que los periodistas bautizaron
como la «guerra de broma»: Francia, Inglaterra y
Alemania se habían declarado la guerra, pero, entre
octubre de 1939 y marzo de 1940, en ninguno de
estos países se registraron combates. Ambos
bandos movilizaron y prepararon sus efectivos y
defensas, pero dejaron pasar el invierno sin tomar
ninguna iniciativa.

Antes de comenzar la guerra, y pensando en los


efectos que podría tener un bloqueo similar al
llevado a cabo durante la Primera Guerra Mundial,
Hitler había promovido la autarquía económica,
intentando llevar el país a un nivel de
autosuficiencia o de mínima dependencia del
exterior. Pero aunque lo había logrado en muchos
ámbitos, Alemania carecía de algunas materias
primas imprescindibles para su industria de guerra,
como el hierro: seguía dependiendo del hierro
escandinavo. Por esta razón, el primer paso de
Hitler fue la ocupación de Dinamarca y Noruega
(abril de 1940); la escasa resistencia fue vencida en
pocos días, y los gobiernos de los países ocupados
hubieron de trasladarse a Londres.

En mayo de 1940, Hitler lanzó una tercera ofensiva,


esta vez contra Francia, que resultaría en una
victoria tan aplastante como las de Polonia y
Escandinavia: bastó poco más de un mes para que
toda Francia quedase bajo el control efectivo de
Alemania. Convencidos de que, al igual que en la
Primera Guerra Mundial, el conflicto iba a dirimirse
en las trincheras, los generales franceses habían
reforzado las fronteras (Línea Maginot), pero
descuidaron la región de las Ardenas, considerando
que sus bosques y montañas eran intransitables
para las unidades blindadas del Reich.

Siguiendo el plan del general Erich von Manstein, el


Estado Mayor escogió precisamente las Ardenas
como punto de paso hacia Francia. El 10 de mayo
de 1940, las fuerzas alemanas iniciaron los ataques
sobre Holanda y Bélgica, y cuatro días más tarde, el
grueso del ejército alemán caía sobre Francia desde
las Ardenas, haciendo inútil la Línea Maginot. Con
uso masivo de divisiones de tanques (Panzer) y de
unidades especializadas como las de paracaidistas y
la aviación (Luftwaffe), que destruían puntos claves,
las tropas alemanas se lanzaron sin impedimentos
sobre el Canal de la Mancha, dejando embolsadas
las tropas británicas y francesas en la zona de
Dunkerque. Inexplicablemente, los alemanes
detuvieron durante su avance dos días, dando
tiempo a que franceses e ingleses pudiesen
completar, el 4 de junio de 1940, el reembarco de
sus efectivos (más de trescientos mil soldados)
hacia Gran Bretaña.

Hitler en París, pocos días después de la ocupación (23 de junio


de 1940)

Al día siguiente, los alemanes emprendieron el


avance hacia el sur; el 14 de junio entraron en
París. El mariscal Philippe Pétain, que había asumido
la presidencia, pactó con Hitler un armisticio.
Francia quedó dividida en dos: el norte ocupado,
que daba a Hitler el control de toda la fachada
atlántica y de la capital, y una zona sur de
jurisdicción francesa administrada por un gobierno
colaboracionista (presidido por Pétain) que tenía su
sede en Vichy. Mientras tanto, el general Charles de
Gaulle, que rechazó este acuerdo, organizó desde
Londres la resistencia interior, lanzando a través de
la radio consignas que por el momento tendrían
escasa repercusión; para muchos franceses, Pétain
había salvado al país de males mayores.

Las campañas citadas, y muy especialmente la


ofensiva sobre Francia, son ejemplos eminentes del
éxito de las nuevas tácticas militares conocidas
como «guerra relámpago» (Blitzkrieg). Apoyándose
en la rapidez, movilidad y perfecta coordinación de
sus unidades motorizadas (aviación, tanques, carros
de combate, artillería autopropulsada), los
alemanes concentraban sus energías en puntos
débiles o estratégicos hasta forzar sorpresivas
rupturas en el frente por las que penetraban las
fuerzas terrestres, que avanzaban rápidamente por
la desguarnecida retaguardia hacia sus objetivos
finales, sembrando el caos y el desconcierto entre
las líneas enemigas.

La «guerra relámpago» (hasta mayo de 1941) dio a Hitler el


control de Europa

La guerra se convirtió así en una orgía de la


velocidad: de las tropas motorizadas, de las
comunicaciones, de las órdenes, de la definición
sobre la marcha de ofensivas y objetivos. El ajedrez
reposado de la Primera Guerra Mundial dio paso a
una partida rápida que los grandes estrategas
franceses perdieron por tiempo. El mismo concepto
de frente quedó finiquitado; había frente donde
atacaban los alemanes, lo cual, dada su rapidez y
movilidad, era como decir que no lo había. Que la
Línea Maginot se mantuviera intacta tras la caída de
París era el negro chiste que señalaba la abismal
diferencia entre la guerra antigua y la moderna,
entre acumular tropas para defenderse de nadie y
exprimirlas al máximo dotándolas de un duende de
dinamismo que parecía ubicuidad. Hay que notar
que este novedoso enfoque respondía también a
una necesidad estratégica profunda: Inglaterra
seguía ejerciendo el dominio de los mares, y, al
igual que en la Primera Guerra Mundial, Alemania
podría quedar desabastecida de petróleo y otros
productos básicos si era sometida a un prolongado
bloqueo marítimo por los británicos. De ahí la
prioridad de llevar rápidamente el conflicto hacia su
desenlace.

En solamente nueve meses, Hitler se había


apoderado de Europa: los países que no habían
caído bajo su dominio eran aliados suyos o
neutrales. Con la claudicación de Francia, en efecto,
tan sólo quedaba Gran Bretaña, a cuyo frente se
había colocado el gobierno de coalición presidido
por Winston Churchill, un político de dilatada
trayectoria destinado a convertirse en el más
admirado estadista de la Segunda Guerra Mundial.
Reconociendo en su toma de posesión (10 de mayo
de 1940) que no podía ofrecer más que «sangre,
sudor y lágrimas» a sus conciudadanos, el nuevo
primer ministro insufló un espíritu de lucha en el
pueblo británico y, con su determinación de resistir
a toda costa, contrarió los planes de Hitler, que
había supuesto que el aislamiento empujaría a
Inglaterra a negociar.

Decidido a finalizar cuanto antes la guerra, Hitler


ordenó diseñar un plan de desembarco en las islas,
pero sus generales le convencieron de que, dada la
superioridad de la armada británica, tal empresa era
imposible sin conseguir previamente, al menos, el
control del espacio aéreo. De este modo, la batalla
de Inglaterra (de julio a septiembre de 1940) se
libró exclusivamente en el aire: cazas y
bombarderos de la Luftwaffe alemana y la Royal Air
Force británica se enzarzaron en cruentos combates
y soltaron miles de bombas primero sobre objetivos
militares y luego sobre Londres y Berlín, causando
terribles estragos en la población civil. Gracias a la
proximidad de los aviones ingleses a sus bases y a
las vitales informaciones sobre la aviación enemiga
que aportaba el uso del radar, el resultado fue
favorable a los británicos. Hitler se vio obligado a
posponer indefinidamente la invasión de Inglaterra;
la guerra comenzaba a alargarse más de lo
deseado.

Calle londinense tras un bombardeo nocturno

Entretanto, deslumbrado por las grandes victorias


obtenidas por el Reich, Mussolini decidió finalmente
que Italia entrara en la guerra en apoyo de
Alemania. El Duce esperaba con ello satisfacer sus
ambiciones territoriales en los Balcanes y el norte
de África. En septiembre de 1940, Italia atacó
Grecia desde Albania, pero griegos y británicos
lograron rechazarles. Hitler, que ya pensaba en la
invasión de la URSS, tuvo que desviar parte de sus
tropas y medios en ayuda de su desastroso aliado.
Con la colaboración de Rumanía, Hungría y
Bulgaria, que se aliaron con el Reich, los alemanes
emprendieron en abril de 1941 una nueva «guerra
relámpago»: en apenas dos semanas ocuparon
Yugoslavia y la Grecia continental, forzando la
rendición de los ejércitos de estos países y la
retirada de los británicos. En mayo de 1941, la
arrolladora campaña finalizó con la ocupación de
Creta.

La «guerra total» (junio 1941 - junio 1943)

En 1941, la invasión alemana de Rusia y el ataque


japonés a Pearl Harbour precipitaron la globalización
del conflicto. Alemania y la URSS habían firmado un
pacto de no agresión en cuyas cláusulas secretas se
reconocía a Finlandia, los países bálticos y
Besarabia como áreas de influencia soviética.
Inmediatamente después de la ocupación de
Polonia, Stalin se había tomado la libertad de
invadir por su cuenta las repúblicas bálticas
(Estonia, Letonia y Lituania) y de ocupar el sur de
Finlandia, de modo que la URSS había recuperado
ya los territorios perdidos en la Primera Guerra
Mundial.

Estas apresuradas anexiones molestaron a Hitler.


Pese a su visceral anticomunismo, el Führer había
buscado el pacto con la Unión Soviética con la
pragmática finalidad de no tener que luchar en dos
frentes; pero ahora las ambiciones de los rusos
chocaban con el irrenunciable objetivo de adjudicar
a Alemania un «espacio vital», expandiéndose hacia
el este. Por esta razón, Hitler preparó
concienzudamente la «Operación Barbarroja» para
conquistar la URSS y, más tarde, abatir el poderío
británico en Oriente Medio.

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