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Augusto Sarmiento

AL SERVICIO DEL AMOR


Y DE LA VIDA

RIALP
12 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

© Copyright 2006. Augusto Sarmiento


Instituto de Ciencias para la Familia. Universidad de Navarra.
© 2006, Ediciones Rialp, S. A., Alcalá, 290. 28027. Madrid.
ISBN: 84-321-3571-2 Depósito legal: M-24.407-2006
13 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

ÍNDICE GENERAL con enlaces


ÍNDICE GENERAL .............................................................................................. 13
INTRODUCCIÓN ................................................................................................. 14
PARTE PRIMERA MATRIMONIO Y VOCACIÓN ........................................ 14
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA .......................................... 16
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA ................................................ 34
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD ............................. 55
PARTE SEGUNDA LA FIDELIDAD MATRIMONIAL ................................. 70
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO .......................................................... 72
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR
................................................................................................................................. 98
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL ......... 119
PARTE TERCERA LA FECUNDIDAD DEL AMOR .................................... 131
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN ............................................. 136
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA ........................................... 163
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR ..... 184
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD ................................................................. 195
PARTE CUARTA ............................................................................................... 213
MATRIMONIO Y FAMILIA EN EL PLAN DE DIOS ................................... 213
MATRIMONIO Y FAMILIA EN LA ENCRUCIJADA ACTUAL ................. 214
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL.. 233
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN»:
FUNDAMENTOS ANTROPOLÓGICOS ........................................................ 262
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA ....................................................... 274
1.1.......................................................................................................
1.2. Amor conyugal y fecundidad: confirmación de la encíclica
14 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

INTRODUCCIÓN

Amor. Vida. Servicio. Palabras que dan razón del existir de la


persona humana. Creado a imagen de Dios, que es Amor, el ser
humano ha nacido para amar. Esa es su vocación fundamental e
innata. Sólo se realiza como persona, si existe «con alguno», o,
mejor, si existe «para alguno». Cuando hace de su vida un servicio a
los demás. Se puede decir entonces que la persona humana «vive»
en la medida que ama, si su existencia se puede describir como una
expresión y cauce de amor. «El hombre -ha escrito Juan Pablo II en
la encíclica Redemptor hominis, n. 26- no puede vivir sin amor. Él
permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está
privada de sentido si no se le revela el amor, si no lo experimenta y
lo hace propio, si no participa en él vivamente».
Hacer de la propia existencia una donación sincera a los demás
es, en consecuencia, el camino de la realización personal, y de la
santidad, en el caso del cristiano. En eso consiste el auténtico amor
a uno mismo. Lo que comporta también, ayudar a los demás a
descubrir que ese es el verdadero sentido de la vida. Es una ayuda
o servicio que la persona humana, cada persona humana, por ser
imagen de Dios, no puede ni debe eludir. Nadie se puede
desentender y pensar que son otros los que lo tienen que cumplir.
En estas páginas, la atención se centra de manera particular en
el matrimonio y la familia: en el servicio que esas instituciones
pueden y deben prestar al amor y a la vida. Y se tiene delante tanto
el ámbito ad intra o hacia dentro de los propios matrimonios y
familias, como ad extra, es decir, el que se refiere a la ayuda que
pueden dar a cuantos desde fuera se relacionan con ellas, a todos
15 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

los demás. Se consideran, sin embargo, sólo alguno de los aspectos


de ese servicio.
El libro consta de cuatro partes -«Matrimonio y vocación», «La
fidelidad matrimonial», «La fecundidad del amor» y «Matrimonio y
familia en el plan de Dios»-, cuyo hilo conductor es el designio o
plan de Dios. Desde esa perspectiva, se analizan siempre los
diversos temas y cuestiones sobre la vocación, la vocación
matrimonial, el amor conyugal, el matrimonio como comunidad de
vida y amor, la fidelidad matrimonial, la castidad conyugal, el
respeto a la vida, la función social de la familia, etc.
No surgió, sin embargo, como fruto de un proyecto
determinado. Es decir, el libro no es el resultado de una idea
anterior que después se plasma en un escrito. Ha ocurrido lo
contrario. Primero se han redactado o dictado los diferentes
artículos o ponencias, y luego se ha reunido hasta conformar la
publicación conjunta que ahora se hace. Son, por tanto, distantes en
el tiempo y difieren también en el motivo u ocasión que les hizo
nacer. De todos modos, el tratamiento dado a las cuestiones
trasciende el momento o circunstancias de entonces, sigue siendo
válido y guarda una coherencia que, a nuestro juicio, justifican la
publicación conjunta de esos artículos antes dispersos. Todos ellos
tienen como denominador común poner de relieve el servicio del
matrimonio y de la familia al hombre concreto, el que vive.
Estas páginas quedarían claramente incompletas, si no hiciera
alusión a otra circunstancia, que ha sido, en última instancia, la
causa de que vieran la luz. Me refiero al ánimo que, para hacerlo,
me dio el profesor Javier Escrivá, Director del Instituto de Ciencias
para la Familia, de la Universidad de Navarra. Ha sido él quien, con
amabilidad y constancia, me ha empujado a llevarlo adelante. Es de
justicia mostrar públicamente ese reconocimiento y a la vez darle
una vez más las gracias.

Pamplona, 14 de febrero de 2006


14 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

PARTE PRIMERA
MATRIMONIO Y VOCACIÓN

Una de las líneas de fuerza del Concilio Vaticano es, sin duda, la
solemne proclamación de la llamada universal a la santidad. Todos
y cada uno de los cristianos, de cualquier y raza y condición, por el
hecho de su incorporación a Cristo por el bautismo, están llamados
a la plenitud de la vida cristiana. Desde esta perspectiva, carece de
sentido clasificar a los cristianos según criterios de una mayor o
menor dignidad, como si hubiera algunos que estuvieran
destinados a una santidad «menor».
Esa doctrina, sin embargo, sólo tiene incidencia práctica si se la
capta con otra verdad, que le da cuerpo. La plenitud de vida
cristiana ha de ser perseguida por cada cristiano según los dones y
funciones que le son propios. Santidad y vida no son dimensiones
yuxtapuestas, sino realidades que se entrecruzan, porque
constituyen una profunda unidad. Es lo que tiene delante el
Concilio, cuando, refiriéndose a los matrimonios, dice que los
esposos y padres cristianos, «al cumplir su misión conyugal y
familiar, imbuidos del espíritu de Cristo, que satura toda su vida de
fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección
y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la
glorificación de Dios» (Gaudium et spes, n. 48). El matrimonio -la
vida matrimonial y familiar- es el camino que han de vivir los
esposos para responder a la vocación cristiana, que es vocación a la
santidad.
De la consideración de esta doctrina se ocupan los tres
capítulos de esta Primera Parte. El primero -«vocación, moralidad y
vida cristiana»- viene a ser el marco o contexto de referencia de los
otros dos. Trata de poner de relieve que la vida del cristiano -de
todo cristiano- encuentra su sentido cuando se desarrolla como
seguimiento e imitación de Cristo. Así es como, viviendo en y de la
verdad, es verdaderamente libre y llega a la santidad. El capítulo
segundo -«el matrimonio, vocación cristiana»- se detiene en la
consideración del matrimonio como uno de los caminos del
15 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

seguimiento e imitación de Cristo. Sirviéndose del texto de una ho-


milía con el mismo título, de San Josemaría, subraya algunas de las
consecuencias de gran incidencia en la existencia conyugal y
familiar. Entre otras, la trascendencia de las vicisitudes ordinarias
para la realización humana y cristiana de los esposos: son la
respuesta que el Señor espera de ellos para llegar a la santidad. Por
último, en el capítulo tercero -«el matrimonio, una vocación a la
santidad»- se vuelve sobre el mismo tema, con una atención
particular a la responsabilidad que atañe a cada esposo en la
santificación del propio cónyuge. En ese cometido -es otro de los
puntos subrayados-siempre deben ser conscientes de que cuentan
con la ayuda de la gracia de Dios, capaz de superar todas las dificul-
tades y hacerles crecer cada vez más en el amor.
Los capítulos se publicaron por separado. El primero, en 1993,
formando parte de un cuaderno preparado por la revista Scripta
Theologica como introducción a la lectura del Catecismo de la
Iglesia Católica\ Después se publicó el que aparece aquí en tercer
lugar, en 1994. También en Scripta Theologica y con motivo de la
carta de Juan Pablo II las familias, al celebrarse el Año Internacional
de la Familia1 2. El último de los artículos escritos es el que ocupa el
segundo lugar. Es una comunicación presentada en XXIII Simposio
Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, celebrado
en Pamplona los días 10-12 de abril de 20 023.

1 A. SARMIENTO, Vocación y moralidad cristianas, «Scripta Theologica» 25 (1993/2), 663-680.


2 ídem. El matrimonioy una vocación a la santidad, «Scripta Theologica» 26 (1994/3), 999-
1019.
3 ídem, El matrimoio, vocación cristiana,, en J. ILLANES y otros (dir.), El cristiano en el mundo.
En el centenario del nacimiento del Beato Josemaría Escrivá (1902-2002), Pamplona 2003, 347-365.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 16
Capítulo I

VOCACIÓN, MORALIDAD
Y VIDA CRISTIANA

La parte tercera del Catecismo de la Iglesia Católica consta de


dos secciones: la primera, sobre «la vocación del hombre: la vida en
el Espíritu»; y la segunda, sobre «los mandamientos». Es la parte
moral que, según la división habitual, responde a lo que se conoce
como moral fundamental o general (Ia sección) y moral especial (2a
sección).
Al estudio del Catecismo -y, por tanto, de esta parte dedicada a
la conducta moral cristiana-, es posible acceder desde perspectivas
diversas y con objetivos variados: buscando, por ejemplo, el uso de
la Escritura o de la Liturgia en la exposición de los temas; o cómo se
articula el tratamiento que se da de las cuestiones, etc.
Perspectivas, todas ellas, muy legítimas.
Con estas páginas, sin embargo, se pretende tan sólo ofrecer
una introducción a la lectura directa de los textos y temas morales,
según son ofrecidos por el Catecismo. Con ello se quieren decir dos
cosas: que estas líneas no deben sustituir o ser una alternativa que
dispense de la lectura del Catecismo; y que la naturaleza del
documento cuyo texto se considera determina ya de alguna manera
esta introducción. Porque, aunque es absolutamente legítima la
pluralidad de perspectivas en los estudios sobre el Catecismo, no se
puede desconocer que, por su misma naturaleza, es una autorizada
exposición de la fe y de la misión de la Iglesia 4, adaptada a la vida
actual de los cristianos 5. Por eso, si los estudios se hacen desde la
consideración de lo que Iglesia cree y enseña que debe ser hoy el
4 Cfr. JUAN PABLO II, Const. Apost. Fidei Depositum, n. 4.
5 Cfr. ibídem, n. 3.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 17
obrar moral cristiano, el Catecismo ha de ser reconocido «como
norma segura para la enseñanza de la fe» 6, como «un texto de
referencia segura y auténtica para la enseñanza de la doctrina
católica»7.
Cada uno de los fieles ha de encontrar en el Catecismo un
criterio de valoración de la autenticidad con que realiza la función
profética que, según la participación que le es propia, le
corresponde llevar a cabo en la Iglesia. Porque, «para dar una
respuesta adecuada, tanto en el contenido como en el método, a las
exigencias que dimanan de las diferentes culturas, de edades, de la
vida espiritual, de situaciones sociales y eclesiales» (n. 24) 8, serán
siempre necesarias las expresiones culturales de la fe y de la moral;
pero tan sólo se podrán recibir como tales -en el caso que nos
ocupa como expresiones válidas de la moral católica- aquéllas que
sean coherentes con lo que la Iglesia proclama sobre «los
contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina... sobre... la
moral» (n. 11). Una finalidad y cometido, que, por su propia
naturaleza, son propios del Catecismo. En cuanto expresión
histórica de la moral y vida cristiana, el Catecismo se sirve de la
teología, si bien como catecismo de la Iglesia y, por tanto como
exposición válida y autorizada de la fe y la moral está por encima
de la teología o reflexión científica sobre la fe. En este sentido el
Catecismo debe inspirar y «regular» el debate teológico; no al revés.
De la parte moral, llama la atención la sección primera, por los
contenidos, la disposición de los temas, el lenguaje, etc. Es
enteramente nueva, si se compara, por ejemplo, con el otro
Catecismo Mayor de la Iglesia, el del Concilio de Trento. A diferencia
de éste, que introduce la exposición de los mandamientos -esa es la
parte moral que desarrolla- con una breve referencia al valor,
autor, finalidad, obligatoriedad... del Decálogo 9, en el Catecismo de
la Iglesia Católica encontramos tres densos capítulos sobre la
antropología moral cristiana, expuesta según la parte primera de la
Constitución Pastoral Gaudium et spesy del Concilio Vaticano II.
El capítulo primero de esta sección trata de «la dignidad de la
persona humana» y considera los temas siguientes: el hombre

6 Cfr. ibídem.
7 Cfr. ibídem, n. 4.
8 El número señalado entre paréntesis (en este caso, n. 24) corresponde al texto y la
numeración del Catecismo de la Iglesia Católica. Así deben leerse las abundantes referencias que se
hacen en el capítulo: indican el número del Catecismo.
9 Cfr. Catecismo Romano, parte III.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 18
imagen de
Dios (nn. 1701-1715), nuestra vocación a la bienaventuranza (nn.
1716-1729), la libertad del hombre (nn. 1730-1748), la moralidad
de los actos humanos (nn. 1749-1761), la moralidad de las
pasiones (nn. 1762-1775), la conciencia moral (nn. 1776-1802), las
virtudes (nn. 1803-1845) y el pecado (nn. 1846-1876). El segundo
capítulo, que tiene como titulo «la comunidad humana», se refiere
al carácter comunitario de la vocación humana (nn. 1878-1896), la
participación en la vida social (nn. 1897-1927) y la justicia social
(nn. 1928-1948). Y en el capítulo tercero, sobre «la salvación de
Dios: la ley y la gracia», se habla de la ley moral (nn. 1949-1986), la
gracia y la justificación (nn. 19872029) y la Iglesia, Madre y
educadora (nn. 2030-2051). De esta manera se exponen los
fundamentos del ser y obrar cristianos -el seguimiento de Cristo-,
cuyas exigencias y contenidos se explicitan y desarrollan en la
sección segunda, la que se centra sobre los mandamientos.
La novedad, a que se alude, obedece al propósito que dio
origen a la redacción del Catecismo10 y es exigencia interna de la
fidelidad a la doctrina de la fe que, siendo la misma y
permaneciendo siempre idéntica, debe encarnarse y realizarse en
las diversas épocas y culturas.
Sin embargo, el propósito de estas líneas no se dirige a la
valoración de esta novedad ni de otros aspectos como, por ejemplo,
la medida en que se incorporan o tienen en cuenta los
planteamientos teológicos con que actualmente se abordan algunas
cuestiones; con esta introducción se intenta hacer emerger y
subrayar el hilo conductor que, en mi opinión, vertebra y organiza
la exposición de la parte moral del Catecismo11. Ese hilo o línea de
exposición es la llamada universal a la santidad que, como se
reconoce por todos, constituye una de las «líneas de fuerza» del
Concilio Vaticano II. Precisamente en relación con la renovación de
las disciplinas Teológicas, el Concilio dice, a propósito de la
Teología Moral, que debe mostrar en su exposición «la grandeza de
la vocación de los fieles en Cristo»12, en coherencia con la doctrina
de «la llamada universal a la santidad» de que se trata en la

10 «Este catecismo —se lee en el n. 11— tiene por fin presentar una exposición orgánica y
sintética de los contenidos esenciales y fundamentales de la doctrina católica tanto sobre la fe como
sobre la moral, a la luz del Concilio Vaticano II y del conjunto de la Tradición de la Iglesia».
11 En estas páginas se analizan únicamente los capítulos primero y tercero de la primera
sección.
12 Cfr. CONC. VATIC. II, Decl. Optatam totius, n. 16.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 19
Constitución Dogmática Lumen gentium13.
La reflexión que aquí se hace se articula en torno a estos
apartados: (1) «La vida cristiana, vocación a la santidad»
(dimensión escatológica y secular de la vida cristiana); (2) «la
vocación cristiana, vocación en Cristo» (dimensión cristocéntrica
de la vida y moral cristiana); (3) «la moral cristiana, moral de la
persona» (dimensión personalista de la moral cristiana).

1. La vocación cristiana, vocación a la santidad

Temáticamente la doctrina de la llamada universal a la


santidad como la vocación propia de los cristianos es tratada en el
artículo que lleva como título «la santidad cristiana» (nn. 2012-
2016) en el capítulo tercero. Pero es la perspectiva que da razón de
los diferentes capítulos y apartados, según se explica en los
números que introducen la sección (n. 1699) y los tres capítulos
que la componen (nn. 1700; 1817; 1949). La misma afirmación se
encuentra en el prólogo del Catecismo (n. 1) y también en la
introducción de la segunda sección (nn. 2052-2053), en el capítulo
primero (n. 2083).

1.1. La vida cristiana, como vocación

El Catecismo se sirve de múltiples términos y expresiones para


referirse al designio creador y redentor de Dios. Unas veces se
habla expresamente de «vocación» (n. 1699; passiní) o se dice que
los cristianos han sido destinados (n. 1703; passim), ordenados (n.
1711; passiní), llamados por Dios (nn. 1692-1693; passim). Otras
veces se considera la vida cristiana como la respuesta que el
hombre tiene que dar a Dios o la manera concreta de incorporarse
a los planes salvadores de Dios (n. 1696; passim). Los contextos son
también diferentes: al tratar de la actividad moral (nn. 1749-1754),
las pasiones (nn. 1762-1770), la actuación de la libertad (nn. 1730-
1748), el pecado (nn. 1846-1876), la gracia (nn. 1987-2030). Se
puede decir que la doctrina de la vida cristiana como respuesta a la
vocación de Dios constituye la clave para penetrar adecuadamente

13 Cfr. ídem, Const. Lumen gentium, nn. 39-42 (cap.V).


VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 20
el sentido y alcance de las cuestiones y también la disposición de
los temas que integran la sección primera, «la vocación del hombre,
la vida en el Espíritu».
En el designio por el que Dios, desde toda la eternidad, destina
al hombre a participar de su misma vida y bienaventuranza (nn.
1720- 1721; passim) está la razón de la peculiaridad de la creación
(nn. 17011706) y restauración posterior del hombre después del
pecado (nn. 1707-1709) (artículo 1). Sobre la vocación primera y
radical, que corresponde al hombre como criatura hecha «a imagen
y semejanza de Dios», se asienta la vocación sobrenatural que es la
propia de los redimidos: articuladas -una y otra vocación- en una
maravillosa unidad según el modelo de Cristo, verdadero Dios y
verdadero hombre (nn. 1716-1724) (artículo 2). Para responder a
esta vocación el hombre ha sido dotado de verdadera libertad (nn.
1731-1738) que, aunque ha sido dañada por el pecado (nn. 1739-
1740), como ha sido también restaurada admirablemente (nn.
1741-1742) (artículo 3), es capaz de ordenar la propia actividad
(nn. 1749-1756) (artículo 4) y vida moral (nn. 1762-1794)
(artículo 5); de esa manera se conforma con el bien prometido por
Dios y atestiguado por la conciencia moral (nn. 1776-1794)
(artículo 6). De este modo la educación de la conciencia -«voz de
Dios» que llama y «voz del hombre» que responde- es una de las
tareas fundamentales de la vida cristiana entendida como vocación
(ibídem). Con la ayuda de la gracia, el cristiano crece en virtud (nn.
1803-1845) (artículo 7), evita el pecado (nn. 1946-1876) (artículo
8) y se desarrolla en la caridad a cuya plenitud se ordena toda la
vida cristiana. El capítulo tercero de esta misma sección trata de los
medios que Dios ofrece al hombre a fin de que pueda seguir su
vocación: la ley (nn. 1949-1995) (artículo 1) y la gracia (nn. 1996-
2005) (artículo 2).
Es la vocación -hacer al hombre capaz de conocer y seguir la
llamada de Dios- la perspectiva que da sentido e ilumina la
exposición del Catecismo sobre la libertad humana, las pasiones y la
sensibilidad, las virtudes. Esta es también la óptica con que se trata
de la ley y los mandamientos: se contemplan como la manifestación
de la vocación, es decir la «voz de Dios» que lleva a obrar el bien y
evitar el mal (nn. 19621963) y como la ayuda que Dios da al
hombre para que pueda seguirle (n. 1949). La ley moral está
inscrita en el ser, en el orden de la creación y naturaleza humana
(n. 1704), y resuena también en el interior de la conciencia (n.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 21
1706). Se sigue de ahí que forma parte del quehacer de la vida
cristiana, el deber de luchar contra el pecado (n. 1848), las pasio-
nes (n. 1767) y los vicios (n. 1768), en la misma medida en que
pueden ser obstáculo para el conocimiento y observancia de la ley
y los mandamientos; y también el deber de poner los medios para
crecer en la rectitud de la conciencia como lugar del conocimiento y
a la vez de la respuesta a la propia vocación. (Este es, en el fondo, el
sentido del estudio sobre la conciencia).
Idéntica finalidad persiguen los apartados sobre las
bienaventuranzas (nn. 1717-1729), la gracia y la justificación (nn.
1987-2005) o cuanto se dice sobre la actividad humana: porque la
persona humana ha sido llamada a participar de la felicidad de
Dios, ha sido hecha partícipe de la condición de hija de Dios y
enriquecida con su gracia, a fin de que pueda vivir con sus actos la
fidelidad de esa vocación. La valoración de los actos humanos, para
que sea completa, ha de tener siempre delante este horizonte más
amplio de la vocación.
En esta misma línea, hay que subrayar como particularmente
significativo el lenguaje con que -en la parte de moral especial- se
abordan los temas de la sexualidad -«la vocación a la castidad»
(artículo 6)-, la fe, la esperanza, y la caridad tratados en el primer
mandamiento (artículo 1), aunque sólo en el primer caso se emplea
explícitamente el término vocación.
De esta manera se ponen de relieve aspectos particularmente
importantes para la vida y moral cristianas. Entre otros, que
corresponde a Dios la iniciativa en la vida cristiana y que ésta debe
configurarse como obediencia y respuesta a Dios, más que como
esfuerzo del hombre por buscarle. También se destaca así el
carácter dinámico de la vida cristiana que viene a coincidir con el
«desarrollarse» o «trasformarse» del hombre por la acción de Dios
y la colaboración humana, en el diálogo gracia-libertad, en el que la
acción de Dios lleva siempre la iniciativa y primacía14. Se trata de
unas características que son claramente perceptibles en los
enfoques y tratamientos de los diversos temas y que hacen que la
exposición esté penetrada de esa visión positiva, que ha de
distinguir siempre la moral cristiana, como «moral de virtudes» y

14 La vida cristiana viene descrita como la «acción de Dios» en nosotros que «nos hace obrar»
(n. 1695). A partir de ahí es perceptible la importancia de los sacramentos en la vida cristiana y el
sentido positivo de virtudes como la mortificación (n. 2015), la penitencia (n. 2043) etc., en cuanto
son la manera de tener el corazón libre para seguir al Señor.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 22
no de pecados.

1.2. La llamada del cristiano a la santidad

La vocación cristiana es vocación a la santidad. El Catecismo -


como se decía en el apartado anterior en relación con la vocación-
se sirve de múltiples expresiones y términos para describir la
vocación a la que son llamados los cristianos. Además de las voces
«santidad» (n. 1695), «santificación» (n. 2009), se usan expresiones
como «plenitud de vida cristiana» (n. 2013), «plenitud» o
«perfección de la caridad» (n. 1700; passim) u otras equivalentes
que, por el contexto, se ve claramente que tienen la misma
significación: «vocación a la bienaventuranza divina» o eterna (n.
1700; passim), «vivir corno hijos de la luz» (n. 1696), «seguir el
ejemplo de Cristo» (n. 1694), etc. La riqueza que se trata de
expresar permite que se pueda formular de manera diversa, según
el ángulo desde el que se considere: la acción de Dios, el resultado
de la cooperación humana, el lenguaje bíblico, etc.
La santidad a la que son llamados los cristianos consiste en la
«unión íntima con Él» (n. 2014), mediante la «conformación de sus
pensamientos, sus palabras y sus acciones con los sentimientos que
tuvo Cristo» (Flp 4,5) y el «seguimiento de sus ejemplos (cfr. Jn
13,12-16)» (n. 1694). Se actúa y manifiesta a través de la fe, la
esperanza y la caridad, con la obediencia a la voluntad divina (n.
1991) y lleva «a obrar» (cfr. Ga 5,25) para dar «los frutos del
Espíritu» (Ga 5,25) «por la caridad operante» (n. 1695). A esta
forma de vida son llamados los cristianos como consecuencia de
haber sido «renovados» y «santificados internamente» (n. 1992) -
justificados- por la fe en Jesucristo y por el Bautismo (n. 1987;
passim). En la raíz, por tanto, del santificarse de los cristianos -la
santidad subjetiva u obrar como santos- está el hecho mismo de
haber sido santificados o hechos santos -la santidad objetiva o
«ser» santos-, como consecuencia de haber sido destinados desde
toda la eternidad o la plenitud de la vida divina (n. 2012). Así se
pone de relieve la primacía del ser sobre el obrar y de la
interioridad sobre la actividad externa, que se considera siempre
como la consecuencia y manifestación de autenticidad.
De ahí que el tema de «la santidad cristiana» que aparece al
término de la sección como fin de la vida cristiana (artículo 2) esté
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 23
también al principio como punto de partida y línea que inspira toda
la exposición. Ese sentido tienen -me parece- la introducción a toda
la parte moral (nn. 1691-1698) y los artículos sobre «el hombre
imagen de Dios» y «nuestra vocación a la bienaventuranza» al
comienzo de la sección (artículo 1). La misma intención se puede
percibir en el desarrollo de los demás temas y cuestiones.
La vocación a la santidad es universal en el sentido de que se
dirige a todos los cristianos y, además, pide de cada uno una
respuesta radical en su totalidad, sin condiciones. Con palabras del
Concilio Vaticano II se dice expresamente que «todos los fieles, de
cualquier estado o régimen de vida son llamados a la plenitud de la
vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40). «Todos son
llamados a la santidad» (n. 2013), «Dios nos llama a todos a la
unión intima con El» (n. 2014). Por eso son buenas las realidades
concretas en las que se desenvuelve la vida de los hombres: en
concreto, el hombre puede y debe ir a Dios -santificarse- a través
del amor matrimonial (nn. 2362-2364), las relaciones del hogar (n.
2227; 2232), la actividad política (n. 1882) y económica (n. 2426),
etc. En otro caso carecería de significación la llamada universal a la
santidad.
Por otro lado, el cristiano tiene que responder a la vocación a la
santidad con la totalidad de su ser, es decir, inteligencia, voluntad,
afectividad, pasiones, etc. A este fin se orientan las virtudes cuyo
cometido viene a consistir en permitir a «la persona no sólo
realizar actos buenos sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus
fuerzas sensibles y espirituales la persona virtuosa tiende hacia el
bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas» (n. 1803).
«El objetivo de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante
a Dios» (ibídem). El Catecismo sitúa en esta perspectiva la entrega y
obediencia propia de la fe (nn. 1814-1816), la respuesta de la
caridad (nn. 1822-1829), el papel de las pasiones en la vida moral
(n. 1762)... También es éste el marco de la exposición de los
mandamientos en cuanto «explicitan la respuesta de amor que el
hombre está llamado a dar a su Dios» (n. 2083) con todo el
corazón, con toda el alma con toda la mente (Mt 22,37).
Coherentemente ya no hay lugar para la separación entre «consejos
evangélicos» -que señalarían el camino de los que habrían de
tender a la santidad- y «mandamientos» -a cuyo cumplimiento se
limitarían todos los demás-; si todos los cristianos están llamados a
la plenitud de la vida cristiana, «los consejos evangélicos -enseña
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 24
expresamente el Catecismo- son inseparables de los
mandamientos» (n. 2053) y «han de practicarse» por todos «según
la vocación de cada uno» (n. 1974).
Al sentido positivo que ha de caracterizar siempre la vida y
moral cristiana, según se señalaba antes, el Catecismo añade ahora
otro rasgo de particular importancia ascética y práctica: la moral
cristiana no puede nunca entenderse como una «moral de
mínimos» (n. 2014).
La universalidad y radicalidad de la vocación cristiana -
subraya el Catecismo- derivan de la incorporación a Cristo por el
Bautismo (n. 1964) y los demás sacramentos (n. 1917). Del
Bautismo arranca la vida cristiana (n. 1213; passim), a cuyo
desarrollo y plenitud contribuyen todos los otros sacramentos (nn.
1211-1212). Especialmente significativo es, en este punto, el
artículo sobre la gracia y la justificación (nn. 19872016) y también
la introducción general a la sección que comentamos (nn. 1601-
1698), además de la parte dedicada a cada uno de los sacramentos.
A partir de estas consideraciones el Catecismo lleva a poner el
acento en las dimensiones trinitaria y sacramental-litúrgica de la
vida y moral cristianas. La vida cristiana iniciada en el Bautismo es
«vida en Cristo» y, por eso, «vida en el Espíritu» (n. 1965), para «la
gloria de Dios Padre» (n. 1963). Es una vida que se participa en la
celebración de los sacramentos (n. 1076), los que, con las gracias
específicas que comunican, señalan a la vez el marco en que debe
desplegarse la vida recibida (n. 1657). En este contexto, se habla de
la vida cristiana como culto a Dios (n. 2031).

1.3. La llamada a la santidad como criterio de


valoración de las realidades terrenas

La vocación cristiana que se realiza en la santidad, en la unión


íntima del hombre con Dios, es vocación a la bienaventuranza
propia de Dios (nn. 1720-1721; passim). Esa es la meta definitiva
de la existencia humana, el fin último de los actos humanos (nn.
1719-1720), «porque Dios nos ha puesto en el mundo para
conocerle, servirle y amarle y así ir al cielo» (n. 1721). Por eso el
pecado, ha de ser considerado no sólo como una ofensa y
desobediencia a Dios (n. 1850) sino como una falta contra la razón,
la verdad, la conciencia recta (n. 1849), en cuanto que aleja al
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 25
hombre de la razón de su existir en la tierra (n. 1855).
El Catecismo a la vez destaca con trazos fuertes que «la
vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza
su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos
del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz» (n.
2820). «Este deseo [la venida final del Reino de Dios] -se dice
también- no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, mas
bien la compromete» (n. 2818). Porque la perspectiva de la
bienaventuranza constituye, en última instancia, el criterio de
valoración de las realidades en las que el hombre está inmerso: el
amor humano (n. 2392), la vida conyugal y familiar (n. 2360), el
trabajo (n. 2427), las actividades políticas y económicas (nn. 809,
905). «La bienaventuranza del cielo determina los criterios de dis-
cernimiento en el uso de los bienes terrenos en conformidad con la
ley de Dios» (n. 1720). Aunque las realidades temporales no son
definitivas y el hombre no debe poner en ellas el corazón como si
constituyeran su fin último, gozan de una verdadera consistencia y
valor, ya que son el medio para llegar a la bienaventuranza eterna
(n. 2402). El amor a Dios ha de expresarse y materializarse en el
amor -ciertamente ordenado- a las cosas creadas (n. 901).
Con esta visión, el Catecismo aborda, entre otros, los temas de
la vocación de los laicos y su participación en la misión de la Iglesia
(nn. 897-913). Este es también el horizonte de exposición de la
virtud de la templanza (n. 1809), el uso de los bienes temporales
(n. 2407), el respeto a la integridad de la creación (nn. 2415-2416),
etc. En la bienaventuranza eterna encuentra su razón y significado
la esperanza cristiana (n. 1817), en cuanto «asume las esperanzas
que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para
ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene
en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la
bienaventuranza eterna» (n. 1818). De esta manera, incluso las
dificultades han de contemplarse como una invitación a la
esperanza ya que se cuenta siempre «con los auxilios de la gracia»
(n. 1821) para superarlas.
En este sentido las bienaventuranzas -que «iluminan las
acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son
promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones» (n. 1717)- señalan el «camino hacia la dicha eterna a
la que aspira el corazón del hombre» (n. 1697).
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 26
2. La vocación y vida cristiana, vocación y vida
en Cristo

Si los cristianos están llamados a la santidad y ésta se resuelve


en un diálogo entre el amor de Dios y la libertad del hombre, Cristo
ha de ocupar siempre el centro de la vida y moral cristianas. La
vocación y moral cristiana es vocación y moral en Cristo.
La tesis de fondo seguida por el Catecismo es que la vocación y
vida cristiana son en Cristo, porque a la vez y primero son vocación
y vida de Cristo. Por la fe y el Bautismo (n. 1987; passim) los
cristianos se unen e incorporan a Cristo (nn. 1693-1694) de
manera que participan (n. 1997; passim) y viven desu misma vida
(nn. 1694-1695; passim)', y, por eso mismo, la vida cristiana ha de
ser un vivir con y para Cristo (n. 1694). Los cristianos tienen como
tarea seguir e imitar a Cristo hasta llegar a identificarse con El
mediante la conformación de los pensamientos, las palabras y las
obras con los sentimientos que tuvo el Señor (n. 1694). Cristo es y
debe ser el centro de la vida cristiana, porque es a la vez su
principio y su fin; y, por eso, el modelo -la ley- que todos tenemos
que seguir e imitar (n. 1648; passim).
A continuación se señalan algunas perspectivas que, dentro de
este marco, inspiran la manera de tratar las cuestiones de esta
parte.

2.1. La vida cristiana, seguimiento e imitación de Cristo

La vida cristiana se resume en el seguimiento e imitación de


Cristo, porque en El se nos ha dado a conocer la grandeza de la
vocación y también participar de la gracia y los modos de
responder a ella (n. 1698; passim). En Cristo se revela plenamente
al hombre el misterio del Padre y de su amor (n. 1701). En Cristo el
hombre llega a conocer, también de una manera plena, quién es él y
cómo -aunque cuenta con dificultades como consecuencia del
pecado (n. 1707)- está capacitado para llevar una vida de fidelidad
a la vocación que ha recibido, hasta alcanzar la plenitud de la
caridad (n. 1709).
Desde este contexto se iluminan los temas de la primera
sección que hacen referencia a la manifestación del plan de Dios y a
la respuesta que debe darle -v.g. la ley (n. 1949), la conciencia (n.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 27
1785), etc.- y también los temas de la segunda sección sobre «los
mandamientos» en cuanto «explicitación de la respuesta al amor
que el hombre está llamado a dar a su Dios» (n. 2083).
La vida cristiana es seguimiento e imitación a Cristo en primer
lugar porque es vida de Cristo. «La gracia de Cristo es el don
gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu
Santo en nuestra alma (...) Es, en nosotros, la fuente de la obra de la
santificación» (n. 1999). El desarrollo de esa vida exige como deber
ético la conformación de la propia existencia con el nuevo ser
recibido en Cristo (n. 1709). Vivir como hijos de Dios, «en unión
con el Hijo único» (n. 1997) es el modo propio de vivir su vida los
cristianos. Además sólo en Cristo y por Cristo les llegan a los
cristianos los auxilios necesarios para «vivir y obrar según la
vocación divina» (nn. 2000-2001).
La vida cristiana es seguimiento e imitación de Cristo porque a
la conformación e identificación con Cristo está dirigida toda la
obra de la justificación y santificación (nn. 2012). Ese es el fin de la
libertad y actividad humanas, las virtudes, etc. Para ese mismo fin
somos instruidos y ayudados por la ley (nn. 1952-1953) y la gracia
(n. 1949). En la conformación con Cristo mediante la fe que actúa
por la caridad encuentran los cristianos la plenitud de vida
cristiana a la que están llamados por vocación.
Es también seguimiento e imitación de Cristo la vida cristiana,
porque es Cristo la norma y el modelo que se debe seguir. La ley
moral que señala el campo que conduce hasta Dios es obra de
Cristo (n. 1965) y Cristo dirige a través de ella al hombre (n. 1949).
Pero sobre todo, Cristo es la ley de la vida cristiana (n. 1903), la ley
se encuentra en la Persona de Cristo (n. 1953). «Como Cristo hizo
siempre lo que agradaba al Padre así deben hacer y vivir los
cristianos» (n. 1693).

2.2. Ley moral mandamientos y vida cristiana

El seguimiento de Cristo se da en la entrega entera y libre, en la


adhesión personal por la fe y la caridad a la Persona de Cristo (n.
1814). Con todo, la ley moral y los mandamientos desempeñan una
función determinante en la vida cristiana, ya que constituyen el
marco y la mediación necesaria entre Dios que llama y el hombre
que responde (n. 1953). Desde perspectivas diferentes los
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 28
mandamientos son a la vez respuesta de Dios (n. 2056) y respuesta
del hombre (n. 2062).
Como «palabras de Dios», los mandamientos son resumen y
proclamación de la ley de Dios (n. 2058), que «tienen en Cristo, su
plenitud y su unidad» (n. 1953). Se puede afirmar que a través de la
ley moral -obra de la sabiduría divina (n. 1950)- resuena la voz de
Dios que habla al hombre por medio de su Hijo. Los mandamientos
son «las palabras» con las que Dios se dirige al hombre a través de
su Hijo, la «Palabra de Dios» (nn. 2056-2061). Pero, porque se trata
de palabras encarnadas toda vez que en ese diálogo se debe
recurrir a la mediación y lenguaje humanos, se necesita además de
la mediación de la Iglesia que, como «maestra y columna de la
verdad», garantiza la autenticidad de esas «palabras». La mediación
y autoridad de la Iglesia se extiende también a las aplicaciones
concretas de la verdad en cuanto normativa (n. 2032) y, después
del pecado, es moralmente necesaria para las verdades morales
naturales y absolutamente necesaria para las de orden sobrena-
tural (nn. 2030-2040). En este contexto se ve como el desarrollo de
la función del Magisterio de la Iglesia no es una injerencia o
atentado contra la libertad de los fieles; es, por el contrario, la
garantía de esa libertad en cuanto que les protege del error (nn.
2032-2040).
La entrega a Cristo por la fe y la caridad -es otra de las
consecuencias de la mediación de la ley y los mandamientos en
relación con Dios- no puede reducirse a un sentimiento de
adhesión vital más o menos vago o general sino que ha de
expresarse «con obras y de verdad», es decir con hechos y
actuaciones concretas. El Catecismo habla de mandamientos
determinados que deben regular y modelar las conductas de-
terminadas, no sólo de inspiraciones o ideales más o menos
genéricos y trascendentales (n. 2052); y para ello se apoya en la
Escritura y la Tradición (nn. 2056-2068). Los mandamientos, que
son expresión y se resumen en la caridad (n. 1970), no se reducen a
la caridad (n. 1968) ni quedan superados con la venida de la Ley
Nueva, cuya ley es la caridad (n. 2068).
Como «palabras de Dios», la ley y los mandamientos son
manifestación del amor y de los dones de Dios, pertenecen a la
revelación que Dios hace de sí mismo (n. 2059), expresan la alianza
-compromiso de amor— de Dios con el hombre (nn. 2060-2063) y
son «memorial» de la Ley Nueva que actúa por la caridad (n. 1966).
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 29
Por eso señalan el camino de la verdad del hombre y de su libertad
(n. 1972), indican la respuesta que debe dar a la vocación de amor
que ha recibido (n. 2062). No han de verse como imperativos
extrínsecos (n. 2070)
Como «palabras de Dios», la ley y los mandamientos son
obligatorios (n. 1950, passim), van a la raíz de las acciones y llegan
al corazón del hombre: es decir, exigen la entrega de la interioridad
(n. 1968). De ahí surge el deber que tienen los fieles de conocer la
ley y los mandamientos (nn. 2072-2073), la obligación de juzgar
rectamente cuando haya que aplicarlos a los casos particulares (n.
2038), y el derecho a la adecuada instrucción de parte de los
pastores (n. 2037).
A su vez los mandamientos como «palabra del hombre» -en
cuanto el hombre sigue y obedece a la ley y los mandamientos-
señalan la respuesta a la invitación de Dios. Es la manera -se decía
antes- de unirse a Dios por la fe y la caridad. Una perspectiva de la
que ahora no tratamos.

1.1. CristOy verdad y vida del hombre

Cristo es el centro de la vida cristiana, el camino que los


cristianos han de seguir para responder a su vocación. La vida
cristiana es vida en Cristo. Pero eso quiere decir también que sólo
en Cristo conoce el hombre el camino y su realización personal y
humana. «Cristo, el nuevo Adán [...] manifiesta plenamente al
hombre y le descubre la grandeza de su vocación», dice a este
propósito el Catecismo (n. 1701) con palabras del Concilio Vaticano
II. «En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada por el
primer pecado ha sido restaurada a su belleza original y
ennoblecida con la gracia de Dios» (n. 1701).
En Cristo descubrimos la sublimidad de la vida nueva que Él
nos confiere (n. 1691); la dignidad de la naturaleza humana apta
para acoger y desarrollar -con el auxilio de la gracia- esa vida (nn.
1847-1848; passim)\ la debilidad del hombre después del pecado
(nn. 1739-1740) y la magnanimidad con que Dios viene en su
ayuda (nn. 1708-1709); la íntima unión entre lo divino y lo humano
en cada existencia humana (n. 1709; passim). La consecuencia es
que tan sólo en Cristo llegamos a conocer las enteras perspectivas
de la vida humana y que, por tanto, hay un modo cristiano de
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 30
entender la conducta humana, las categorías y nociones de la vida
moral -v.g. las pasiones, la ley, la conciencia, la libertad, la actividad
moral, etc.- que es a la vez el único plenamente digno del hombre
(n. 1704; passim).
En la base de esta doctrina, subyacente en la exposición de las
cuestiones a que nos referimos, está la tesis de que lo
verdaderamente humano no es aquello a lo que inclina la
naturaleza caída; lo verdadera y auténticamente humano es lo que
conviene al hombre, una vez que ha sido restaurado por la gracia.
El bien, la perfección moral son términos cuyo exacto contenido es
conocido sólo dentro de la Historia de la Salvación (nn. 1706-1709;
passim).
Con esta antropología, el Catecismo -en la línea de Gaudium et
spes— no da pie a la negación de lo natural en el hombre, ni a la
reducción de lo sobrenatural a lo simplemente humano, o a la
identificación entre la naturaleza y la gracia. Al situar a Cristo en el
centro de la vida cristiana como consecuencia de que la vocación de
los cristianos a la santidad es vocación en Cristo, lo que se hace es
subrayar que, en el hombre histórico y concreto -el que vive-, la
gracia no suprime la naturaleza humana y que ésta está siempre
englobada en la única vocación divina (nn. 1900-1905). Por eso
«los mandamientos» señalan el camino de la verdadera humanidad
del hombre (nn. 2070-2071).
Este es el contexto en el que deben leerse buena parte de los
textos sobre la imagen de Dios en el hombre (nn. 1701-1715), la
bienaventuranza y felicidad (nn. 1716-1729), la libertad (nn. 1730-
1748), las pasiones (nn. 1762-1775), la ley moral (nn. 1949-1986),
la gracia y la justificación (nn. 1987-2029), etc. Por ejemplo, la
vocación y moral cristianas no pueden explicarse a partir o en
torno a la categoría de ley natural si ésta se entiende como la
autocomprensión que el hombre tiene de sí mismo; esa noción ha
de integrarse en otras de origen bíblico y muy empleadas en la
patrística, como las de «nueva criatura», «recreación...». En el actual
orden de la salvación el ser-creatura es ser-creatura- en-Cristo (n.
1999).
Para expresar cuanto se viene diciendo, el Catecismo recurre a
formulaciones como «Cristo nuevo Adán» (n. 1701), «restauración
por Cristo de la imagen divina en el hombre» (n. 1708), «la ley
evangélica como perfección de la ley divina natural y revelada» (n.
1965), etc.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 31
3. La moral y vida cristiana, moral y vida de la persona

El centro de la vida y moral cristiana es Cristo; pero, por eso


mismo, lo es también el hombre. La persona humana es el
verdadero actor y sujeto de su propia vida (nn. 1704-1709). Si bien
con la acción del hombre han de actuar siempre la gracia y los
auxilios de Dios, absolutamente necesarios para que esa actividad
se pueda calificar como cristiana y verdaderamente humana (nn.
1987-2011).
Es también personalista la moral cristiana porque, además de
sujeto, la persona es el objeto de la moral cristiana. Se puede
afirmar que en el respeto a la dignidad de la persona se encuentra
un criterio de valoración moral15 y que la conciencia es el centro de
esa dignidad16. Hasta el punto de que la actividad conforme con la
dignidad personal se ha de considerar como verdaderamente
humana y capaz de conducir a la Bienaventuranza, a Dios.
En el marco de comprensión de la vida cristiana como
respuesta a la llamada universal a la santidad, el Catecismo, como el
Concilio Vaticano II, se sirve de la doctrina bíblica del hombre como
«imagen de Dios» revelada en Cristo Redentor y de la Alianza, para
exponer el sentido y el valor de la conducta y actividad cristianas.

3.1. La autonomía moral: libertad y responsabilidad

Como autor y señor de su propia vida, el hombre goza de una


verdadera libertad y capacidad para decidir sobre su propio
destino (n. 1705): de él depende llegar o no a la perfección (nn.
1730-1742); en sus manos está orientar su vida hacia el bien y la
verdad (n. 1704); es capaz de descubrir y aceptar el orden
establecido por el Creador en las cosas (ibídem), etc. La inclinación
que, como fruto del pecado, siente hacia el mal y el error (n. 1707),
no ha destruido esa libertad. Con la ayuda de la gracia, puede obrar
rectamente y practicar el bien (nn. 1708-1709).
Sin embargo, esta libertad no es absoluta. La libertad de la
persona humana -«imagen de Dios» que ha sido recreada en Cristo
(n. 1701)- es siempre participación de la libertad divina y para Dios

15 Cfr. GS, nn. 27, 51.


16 Ibídem, n. 16.
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 32
(nn. 17311733). La autonomía de que goza el hombre no puede
concebirse al modo kantiano -como si el hombre fuera autónomo
porque fuera ley para sí mismo- ni de manera arbitraria (n. 1740).
Con su actividad, el hombre tiene que buscar a Dios (n. 1739); pero
sólo es búsqueda de Dios -es decir, conduce al encuentro de Dios-
aquel ejercicio de la libertad que responde al orden y plan de Dios
(n. 1703; passim). El sentido de la libertad consiste en que el
hombre pueda incorporarse a los planes de Dios -responder a su
vocación- de la manera que le es propia, porque quiere y sin ser
coaccionado por nada (n. 1730; passim), haciendo aquello que debe
hacer.
Se habla, por tanto, de una libertad estrechamente ligada a la
ley moral (n. 1740), a la verdad (n. 1741), al bien y a la justicia (n.
1733). A este propósito cabe notar la insistencia con que el
Catecismo subraya la racionalidad y objetividad de los valores
morales. Se obra moralmente bien cuando se actúa racionalmente,
es decir cuando el hombre, al actuar, se deja guiar por el bien y la
verdad que descubre su racionalidad: la racionalidad le lleva a
obrar humanamente (n. 1767), le hace descubrir el orden recto (n.
1704), oír la voz de Dios (n. 1706), regular las pasiones en orden al
bien moral y humano (n. 1767)... Gracias a la racionalidad, la ley
moral «es establecida y declarada (...) como una participación en la
providencia de Dios vivo, Creador y Redentor de todos» (n. 1951).
Para ser verdaderas reglas del obrar humano -es decir, acordes con
la condición personal del hombre como sujeto moral-, la ley moral,
las normas deben estar ancladas en el bien y en la verdad -en el
orden recto- y además ser realización de la propia interioridad.
La libertad alcanza su sentido en el bien último que es Dios (n.
1732), cuando sirve de «crecimiento» y de maduración en la
verdad y la bondad (n. 1731). De ahí que, dado el carácter
imperfecto con que la libertad es poseída por el hombre -por la
condición creatural, las heridas de pecado, etc.-, se hace necesario
que en su actuación el hombre proceda siempre con
responsabilidad (nn. 1731-1758). Para ello no es suficiente con
obrar consciente y voluntariamente -con libertad-; se necesita
además proceder de acuerdo con el bien y la verdad descubiertos
por la racionalidad -y en el caso de los cristianos- iluminada por la
fe. La responsabilidad se sitúa en el esfuerzo por alcanzar, con la
gracia de Dios, que la ley moral aparezca con nitidez cada vez
mayor en la conciencia y oriente como por connaturalidad la
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 33
propia actividad. La responsabilidad está en descubrir, en no
obscurecer la voz de Dios. Otra vez se manifiesta así la necesidad de
tener una conciencia recta y, por ello, el deber de la educación de la
conciencia, ya que «la dignidad de la persona humana implica y
exige la rectitud de la conciencia moral» (n. 1780).
Existen una verdad y un bien anteriores que miden al hombre
y su libertad; las nociones de bien y mal se relacionan
primariamente con Dios, no con el hombre. El designio creador y
redentor de Dios alcanza a toda la creación, al hombre entero en
todas sus acciones, aún las más concretas y singulares. Los seres,
las cosas creadas poseen una verdad y significación propias que no
dependen del sujeto que se relaciona con ellas. Si la ley de Dios se
redujera o consistiera tan sólo en disposiciones de carácter general,
habría que concluir que -por lo menos en algunos casos- el hombre
podría decidir sobre el bien y el mal al margen de Dios: por sí
mismo podría determinar lo que se debería hacer u omitir en los
casos singulares. Según el Catecismo, es claro que ese juicio perte-
nece tan sólo a Dios a través de su ley; y también, que el
fundamento de esta doctrina hay que ponerlo en las verdades de la
Creación y la Encarnación. De cuanto se viene diciendo son prueba
suficiente los tratamientos de la ley (n. 1949) y la conciencia (n.
1776).

3.2. La intención y la moralidad

Cumplir los mandamientos, observar la ley moral es el modo


concreto de responder a la vocación. Si bien, como acaba de verse,
tan sólo es respuesta de fidelidad la que se vive responsablemente.
Pero ¿en qué medida interviene la intención en la determinación de
la moralidad? En el fondo, de lo que se trata es de precisar cómo el
Catecismo habla de la finalidad o intención de la persona en la
configuración de la actividad u obrar moral. Es, como se ve, la
cuestión de la estructura del acto moral.
En el debate actual el tema se plantea -hablando
resumidamente- en torno a la pregunta: ¿moral de la persona (de la
intención)? o ¿moral de los actos (del objeto)? El Catecismo se
coloca por encima de las discusiones teológicas y, por eso, carece
de sentido pretender encontrar argumentos a favor o en contra de
una posición. Pero es indudable que el Catecismo adopta una línea
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 34
de exposición, la que se puede calificar como personalista. Ahora
bien, ¿cuál es el sentido de esa afirmación? ¿Hay que entenderla en
contraposición al orden real y objetivo?
El artículo fundamental sobre esta cuestión es el que se dedica
a considerar «la moralidad de los actos humanos» (nn. 1749-1756).
La moralidad de la actividad humana -se dice- depende de la
libertad, del juicio de la conciencia (n. 1749). Con ello, sin embargo,
no está dicho todo, ya que, como se decía antes, la persona ha de
observar y seguir la ley, los mandamientos. Eso lo hace -señala el
Catecismo- cuando en sus actuaciones tiene en cuenta el objeto que
elige, el fin que busca y las circunstancias que acompañan a la
acción que realiza: «El objeto, la intención y las circunstancias
forman las fuentes o elementos constitutivos de la moralidad de los
actos humanos» (n. 1750).
Pero ¿cómo se articulan estos elementos en el juicio de la
conciencia en la determinación de la moralidad? Dada la función
que la voluntad desempeña en el acto humano, está fuera de duda
que la intención es un elemento esencial y juega el papel principal.
El Catecismo se refiere a ello con palabras claras: «el corazón es la
sede de la personalidad moral: ‘de dentro del corazón salen las
intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones» (n. 2517),
«es un elemento esencial en la calificación moral de la acción» (n.
1752). Desde la persona que actúa, la intención es el elemento
principal para determinar la moralidad de las conductas. Es tan
importante que puede corromper la acción, convertir en malo un
acto cuyo objeto sea de suyo bueno (n. 1755).
Una vez dicho esto, el Catecismo acentúa con igual intensidad
que es también absolutamente necesario atender al objeto de la
acción, porque «específica moralmente el acto de la voluntad» (del
querer) (n. 1751), es la materia del acto humano. Se quiere decir
que, para que las acciones sean moralmente buenas, aunque es del
todo imprescindible intentar el bien y tener una intención buena,
esto sólo no basta: se necesita antes y primero que la acción sea en
sí buena. Para que las acciones sean de hecho ordenadas a Dios, es
necesario que puedan ser ordenadas, es decir ordenables a Dios (n.
1756). En el acto moral se conjugan la intención y el objeto como la
forma y la materia: ésta nunca puede ser informada por aquélla a
no ser que esté debidamente dispuesta; y en el acto moralmente
bueno se da esa disposición cuando el objeto es conforme al bien
según las reglas objetivas de la moralidad (n. 1751).
VOCACIÓN, MORALIDAD Y VIDA CRISTIANA 35
En consecuencia: «hay actos que, por sí y en sí mismos,
independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son
siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» (n. 1756);
«una intención buena (...) no hace bueno ni justo un
comportamiento en sí mismo desordenado» (n. 1753); «el fin no
justifica los medios» (ibidem) «ni está permitido hacer el mal para
obtener un bien» (n. 1756).
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 34
Capítulo II

EL MATRIMONIO,
VOCACIÓN CRISTIANA

«El matrimonio, vocación cristiana» es el título de una homilía


pronunciada por San Josemaría Escrivá de Balaguer en la Navidad
de 197017. Es también, con estas o parecidas palabras, una
afirmación permanente en su predicación y escritos, ya desde
192818. Es, en efecto, la concreción, para los casados, de la doctrina
sobre la llamada universal a la santidad, después proclamada
solemnemente por el Concilio Vaticano II. Por eso, sería de gran
interés hacer un estudio sobre la vocación matrimonial en su
predicación y escritos. Ese trabajo, sin embargo, excede, entre otras
cosas, las posibilidades de tiempo de que disponemos y, sin
renunciar a ello, nos limitaremos a algo mucho más modesto.
Buscamos tan sólo hacer emerger o, mejor, subrayar las que cabría
describir como líneas de fuerza de la teología sobre la vocación
matrimonial, según es presentada en esa homilía por San
Josemaría.
Esta observación se ha de tener presente constantemente a lo
largo de este escrito. Primero, porque ayuda a determinar la
naturaleza del escrito que se va a considerar. Es un texto preparado

17 Ha sido publicada en J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, ES Cristo que pasa, Madrid (4a edic.) 1973, nn.
23-30 (en adelante las referencias a esta homilía se harán así: Es Cristo que pasa (título del libro),
seguido de n. o nn. (el número o números a que se alude). El comentario que ahora hacemos presenta
como novedad más notable respecto al que se publicó en el año 2000 el hecho de la canonización, por
Juan Pablo II, del entonces Beato. Por eso, en la reproducción de aquel comentario se anota esa
circunstancia con la sustitución de «San» por «Beato».
18 Cfr. Decreto de Introducción a la Causa de Beatificación, n. 2 y Decreto Sobre las virtudes
heroicas (AAS 82 [1990], 1430-1431), donde se dice de San Josemaría que es «reconocido
unánimemente como precursor del Concilio por haber proclamado la vocación universal a la santidad
desde que fundó el Opus Dei en 1928».
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 35
para la predicación, para ayudar a la oración y, enfrentando a los
oyentes consigo mismos, sacarles del anonimato y hacerles actores
de sus propias vidas. No se puede intentar descubrir una
exposición completa ni sistemática de la teología del matrimonio
como vocación cristiana. Después -es otro motivo para no olvidar
que el estudio que hacemos se limita a esa homilía-, porque de esa
manera, al no abarcar la totalidad de sus publicaciones, el estudio
que aquí hacemos sobre la doctrina del Fundador del Opus Dei
acerca de la vocación matrimonial es necesariamente incapaz de
recoger toda la riqueza doctrinal y teológica que nos ha trasmitido.
Pero a la vez esa evidente limitación contribuye a poner de
manifiesto la profundidad que encierra la homilía que analizamos.
Por otra parte, parece oportuno advertir también que el interés que
nos mueve al centrarnos en esa homilía es subrayar la
transcendencia que tiene, para las familias y la Iglesia, vivir el
modelo de vida matrimonial y familiar que allí propone San
Josemaría. Porque, según hace notar Juan Pablo II, «entre los
numerosos caminos» de la Iglesia para salvar al hombre «la familia
es el primero y más importante» 19. Y con el correr de los años el
texto de esta homilía sigue teniendo la misma actualidad. Incluso es
posible afirmar que recordarlo de nuevo es más urgente en nuestra
sociedad.
Cualquier análisis que se realice sobre la homilía que
estudiamos ha detener siempre delante, como marco de referencia,
la doctrina de la llamada universal a la santidad. «A todo cristiano -
se lee en la homilía-, cualquiera su condición -sacerdote o seglar,
casado o célibe-, se le aplican plenamente las palabras del apóstol
que se leen precisamente en la epístola de la festividad de la
Sagrada Familia: Escogidos de Dios, santos y amados (Col III, 12).
Eso somos todos, cada uno en su sitio y en su lugar en el mundo:
hombres y mujeres elegidos por Dios para dar testimonio de Cristo
y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios, a
pesar de nuestros errores y procurando luchar contra ellos» 20. En
el fondo, esta homilía no es más que una aplicación de lo que esa
vocación a la santidad comporta en el caso de los casados. Por eso
sólo con luz de esa perspectiva más amplia será posible penetrar en
las riquezas doctrinales y pastorales o prácticas del escrito que

19 Cfr. JUAN PABLO II; Carta Gratissimam sane, n. 2 (en adelante GrS).
20 Es Cristo que pasa,, n. 30.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 36
analizamos.
Uno de los presupuestos teológicos de la doctrina de la llamada
universal a la santidad, a cuya difusión San Josemaría dedicó por
entero su vida desde que, en 1928, el Señor le hizo ver el Opus Dei,
es la afirmación de la íntima unidad entre la Creación y la
Redención. Son constantes en su predicación y escritos las
referencias a la Encarnación del Verbo, como fuente y modelo del
ser y obrar cristianos. Es en Cristo y sólo en Cristo, la «imagen de
Dios invisible»21 y «Primogénito entre muchos hermanos»22, al que
el hombre se ha incorporado por el Bautismo y de cuya Vida vive
por los sacramentos, donde se encuentra la explicación última de la
dignidad humana: la filiación divina. Ser hijos de Dios en el Hijo -
ser cristiano- se revela así como una participación en la naturaleza
divina23, y, por eso mismo, en la misma misión por la que el Hijo de
Dios se hizo hombre y vino a la tierra: la salvación de la humanidad.
Ése es el motivo de que, entre otras cosas, la vocación humana
forme parte de la vocación divina 24, y de que el discurrir de la vida
diaria constituya el medio y la materia de realizar esa vocación 25.
Con relación al matrimonio, también el mismo San Josemaría
—según se verá enseguida- llama ya la atención sobre las
consecuencias que comporta la valoración adecuada del misterio
del Verbo Encarnado. Junto a otras, cabe señalar: a) la bondad de la
sexualidad y el amor humano26; b) la necesidad de materializar el
amor27; c) la dignidad y santidad de las relaciones conyugales 28; d)
la dimensión apostólica adintray ad extra de la vida del hogar29; etc.

21 Cfr. Col 1, 15.


22 Cr. Rm 8, 29.
23 Cfr. 2 P 1, 4.
24 Cfr. Es Cristo que pasa,, n. 46.
25 A esta doctrina, que se encuentra en el corazón de las enseñanzas de San Josemaría, se alude
así en la homilía: «El nacimiento de Jesús significa, como refiere la Escritura, la inauguración de la
plenitud de los tiempos (Gal IV, 4), el momento escogido por Dios para manifestar por entero su
amor a los hombres, entregándonos su propio Hijo. Esa voluntad divina se cumple en medio de las
circunstancias más normales y ordinarias: una mujer que da a luz, una familia, una casa. La
Omnipotencia divina, el esplendor de Dios, pasan a través de lo humano, se unen a lo humano. Desde
entonces los cristianos sabemos que, con la gracia del Señor, podemos y debemos santificar todas las
realidades limpias de nuestra vida. No hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca,
que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de nuestro caminar hacia el Reino de los
cielos» (Es Cristo que pasa, n. 22).
26 Cfr. ibídem, n. 24.
27 Cfr. ibídem, n. 25- Por eso, en la misma línea que Santo Tomás de Aquino (cfr. I-II, q. 34, a. 1;
II-II, q. 142, a. 1)), San Josemaría concluye que no tiene nada de peyorativo buscar el placer en las
relaciones conyugales que son expresión de «amor auténtico», es decir, dentro del «bien y el fin al
que debe estar ligado y ordenado».
28 Cfr. ibídem, n. 24.
29 Cfr. ibídem, n. 30.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 37
Nada de lo que ha sido creado y el Verbo ha asumido puede estar
manchado -alegan los Padres contra las tesis «espiritualista» que
minusvaloraban el matrimonio y la corporalidad30-, y apoyado en
ese mismo principio es como San Josemaría habla de la realidad
matrimonial31.
Son tres las partes en que se divide nuestro estudio. La primera
trata de responder a la pregunta: ¿qué quiere decirse cuando se
afirma que el matrimonio es una vocación cristiana? (1). En la
segunda parte, siguiendo con a esa misma pregunta, la respuesta se
concreta en lo que es específico del matrimonio como vocación:
¿cuál es la «novedad» o singularidad de la vocación matrimonial
respecto de las otras vocaciones cristianas? (2). La tercera parte se
refiere a algunas consecuencias que la conciencia de la vocación
matrimonial comporta para la respuesta que cada uno de los
esposos ha de dar, como esposo, a la llamada universal a la
santidad. Se puede formular así: ¿cómo hacer realidad los
compromisos de esa vocación en la existencia matrimonial y
familiar de cada día?

1. El matrimonio, «una auténtica


VOCACIÓN SOBRENATURAL»

«El matrimonio no es, para un cristiano, una simple institución


social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas:
es una auténtica vocación sobrenatural»32. Es una de las formas de
seguimiento e imitación de Cristo en la Iglesia. Uno de los dones o
carismas del Espíritu para la edificación de la Iglesia 33. Por el don
del matrimonio, los esposos cristianos, que por el bautismo
formaban ya parte del Pueblo de Dios, lo son de un modo nuevo y
específico. Cabe, por eso, preguntar: ¿De qué manera el sacramento

30 Entre los Padres latinos cabe destacar a IRENEO DE LYON (t ca. 202) y TERTULIANO (t220)
que, enfrentados a la tesis gnóstica de la incapacidad radical de la carne para ser salvada, responden
con el argumento de la Encarnación del Verbo, que asumió la carne para salvar a la carne. Sobre S.
Ireneo puede verse A. ORBE, Antropología de S. IreneOy Madrid 1969.
31 Es Cristo que pasa,, n. 112: «Hablando con profundidad teológica, es decir, si no nos
limitamos a una clasificación funcional; hablando con rigor, no se puede decir que haya realidades —
buenas, nobles, y aun indiferentes— que sean exclusivamente profanas, una vez que el Verbo de Dios
ha fijado su morada entre los hijos de los hombres, ha tenido hambre y sed, ha trabajado con sus
manos, ha conocido la amistad y la obediencia, ha experimentado el dolor y la muerte».
32 Ibídem, n. 23.
33 Cfr. 1 Co 7, 7; Ef 3, 32. Cfr. CONC. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 11 (en adelante LG).
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 38
del matrimonio da origen a ese «nuevo modo de ser» en la Iglesia.
Como bautizados, los esposos están llamados ya a la plenitud
de la vida cristiana34. Ésa es la vocación de todo cristiano. Desde
esta perspectiva no hay diversidad, sino una «radical igualdad de
vocación a la que todos somos llamados en Cristo por la iniciativa
de Dios Padre»35. Carece de sentido, en consecuencia, «clasificar» a
los cristianos según criterios de «mayor» o «menor» dignidad. Una
llamada a la plenitud de la vida cristiana ha de ser perseguida por
cada cristiano «según los dones y funciones que le son propios» 36.
«Los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino»37. El
cumplimiento de su misión conyugal y familiar es el camino que
han de seguir los esposos para llegar a la santidad 38.
Cuando un hombre y una mujer se casan, aquella vocación
radical y fundante de una nueva existencia -la cristiana- iniciada en
el bautismo, se determina con una modalidad concreta. En el «gran
sacramento» de Cristo y de la Iglesia descubren el espacio y la
concreción de su vocación a la santidad 39. De tal manera que los
esposos cristianos ocupan, como tales, una posición o lugar propio
y permanente en la Iglesia -también en su relación con Cristo-, cuyo
despliegue existencial es un quehacer vocacional. «El matrimonio
introduce en un ordo ecle- sial, crea derechos y deberes en la
Iglesia entre los esposos y para con los hijos»40. Desde el punto de
vista objetivo, los esposos cristianos se convierten, por el
sacramento del matrimonio, en sujetos de la vocación matrimonial,
que, como se acaba de decir, es siempre una determinación de una
realidad vocacional anterior: la bautismal. Conlleva, por tanto -esa
es la consecuencia-, las exigencias de radicalidad, irreversibilidad,
etc., propias de la vocación cristiana 41.

34 Cfr. LG, n. 40.


35 P. RODRÍGUEZ, Vocación, trabajo, contemplación. Pamplona 1987, 26. Un buen estudio sobre
el tema que se aborda en este apartado es el que se ofrece en el capítulo 1 —«El sentido de la
vocación cristiana» (pp. 16-36) y el capítulo 3—»La economía de la salvación y la secularidad
cristiana» (especialmente pp. 142-131)—. También puede consultarse J.L. ILLANES, Mundo y
santidad, Madrid 1984, 83-120 (sobre todo).
36 Cfr. LG, n. 41.
37 Ibídem.
38 CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 48 (en adelante GS). Sobre el alcance de la
llamada universal a la santidad y cómo integrar la vida en esa llamada: J.L. ILLANES, Mundo y
santidad, cit., 83-96; 194-208.
39 Cfr. JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 19 (en adelante LC).
40 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1631 (en adelante CEC).
41 En relación con estos aspectos y la diversidad de planos a considerar en la vocación —
teológico, antropológico-existencial, institucional...— remito a los estudios de P. RODRÍGUEZ,
Vocación, trabajo, contemplación, cit., 16-35; J. L. ILLANES, Mundo y santidad, cit., 97-120.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 39
Pero esta doctrina, que, como pone de relieve el Concilio
Vaticano II, forma parte de la entraña misma del Evangelio 42, no ha
sido valorada suficientemente en la teología y la pastoral. En «los
años cuarenta, la idea de una plenitud de santidad en el
matrimonio estaba lejos de ser algo unánimemente aceptado (...).
La llamada universal a la santidad no era todavía, en esos
momentos, patrimonio común, ni tenía su reflejo en la pastoral» 43.
No ha de extrañar, por eso, la perplejidad que provocaba la
doctrina y espiritualidad promovida por San Josemaría, a partir de
1928, según testimonian unas palabras de Camino escritas por esos
años: «¿Te ríes porque te digo que tienes Vocación matrimonial 5?-
Pues la tienes: así, vocación. Encomiéndate a San Rafael, para que
te conduzca castamente hasta el fin del camino, como a Tobías»44.
Hoy, sin embargo, después del Concilio Vaticano II, es contante,
tanto por parte del Magisterio como en la Teología, referirse al
matrimonio como vocación cristiana y, por tanto, como vocación a
la santidad45. Aunque no siempre se penetra del todo en la
significación y alcance que a esa doctrina quisieron dar los textos
conciliares. Porque «la idea de la llamada universal a la santidad
sólo puede tener incidencia histórica si se la capta en unión con
otra verdad, que la completa y le da cuerpo. Esa otra verdad es la
del valor vocacional de la entera existencia, incluidas sus
dimensiones seculares. La afirmación de una llamada universal a la
santidad implica, en efecto, que santidad y vida no son dimensiones
yuxtapuestas, sino realidades que se entrecruzan, mejor, que
constituyen una profunda unidad»46.
En este sentido, las enseñanzas de San Josemaría constituyen
una guía luminosa para alcanzar el sentido de la «novedad» de la
vocación universal a la santidad, y, concretamente, de la vocación
matrimonial47.

42 Cfr. Mt 3, 48; Ef 1, 3-6; 1 Ts 4, 3; etc.


43 A. DE FUENMAYOR, V. GÓMEZ-lGLESIAS, J. L. ILLANES, El itinerario jurídico del Opus Dei.
Historia y defensa de un carisma, Pamplona 1987, 198-199.
44 J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, Madrid 441986, n. 27.
45 Aunque con diversidad de matices y con tratamiento desigual, el tema puede verse en: C.
ROCCHETTA, IIsacramento della coppia, Bologna 1996, 189-190; M. SÁN- CHEZ-MONGE, «Serán una
sola carne...», Madrid 1996, 94-96; A. MlRALLES, El matrimonioy Madrid 1997, 193-198; A.
FERNÁNDEZ, Teología Moral. II. Moral de la persona y de lafamiliay Burgos 1993, 602-6; E.
ALBURQUERQUE, Matrimonio y familiay Madrid 1993, 236; J. R. FLECHA, La familia, lugar de
evangelización, Madrid 1983, 41-71.
46 J. L. ILLANES, Mundo y santidad, cit., 66.
47 Cfr. ibídem, 63-96. Al respecto son muy clarificadoras las páginas dedicadas al tema de la
santificación del laicado en el pensamiento de S. Francisco de Sales (pp. 7679) y en Mons. Escrivá de
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 40
Conectando con la Escritura y el existir de los primeros cristianos,
San Josemaría hace ver que el matrimonio -la propia casa, las
ocupaciones y quehaceres familiares...- es el camino, lo que tienen
que vivir los casados para llegar a la plenitud de santidad a la que
han sido convocados por el bautismo. Es, en esa vida, donde tienen
que realizar su vocación a la santidad. «El matrimonio -son sus
palabras- (...) sacramento grande en Cristo y en la Iglesia (...), signo
sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma de los que
se casan, y les invita a seguirle, transformando toda la vida
matrimonial en un andar divino en la tierra.
»Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a
santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si
edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su
hogar. La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la
educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente
adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las
otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son
situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben
sobrenaturalizar»48. «Todos los cristianos -ahora es un texto del
Concilio Vaticano II- en cualquier condición de vida, de oficio o
circunstancias, y precisamente por medio de eso, se podrán
santificar día a día con tal de recibirlo todo con fe de la mano del
Padre celestial, con tal de cooperar con la voluntad divina,
manifestando a todos, incluso en una servidumbre temporal, la
caridad con que Dios amó al mundo»49.
Son unos textos que muestran claramente el valor vocacional
de la existencia matrimonial. Para los matrimonios cristianos,
santidad y vida -como para todos los cristianos- no son
dimensiones paralelas; se implican y relacionan tan estrechamente
que forman una única unidad. «¡Que no, hijos míos!- decía en otro
contexto aunque vale ciertamente para el existir matrimonial-. Que
no puede haber una doble vida, que no podemos ser como
esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida,
hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser -en el alma y
en el cuerpo- santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encon-
tramos en las cosas más visibles y materiales»50.

Balaguer (pp. 80-90) así como las conclusiones para el enfoque de la teología (pp. 90-96).
48 Es Cristo que pasa, n. 23.
49 LG, n. 41. El subrayado es nuestro.
50 JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid 1969, n. 114 (en
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 41
Se muestra así en toda su fuerza la realidad de la Encarnación
del Verbo recapitulando en sí todas las cosas 51. El matrimonio no
da lugar a una segunda vocación que vendría a sumarse a la
primera: la que correspondería a los casados gracias al bautismo
recibido. Se trata, por el contrario, de la misma vocación,
determinada ahora en un ámbito bien definido: el matrimonial. Por
eso valorar en todo su alcance el sentido vocacional del matrimonio
supone penetrar primero en la «novedad» que significa el bautismo
para el existir cristiano, es decir, en la irrupción de ese espíritu
nuevo en la existencia humana, que resulta así incorporado e
integrado en el existir cristiano52. Lo específico del sacramento del
matrimonio se inserta en la dinámica de la conformación e
identificación con Cristo en que se resume la vida cristiana iniciada
en el bautismo.
En el orden práctico, eso lleva a concluir que, para vivir la
vocación sobrenatural del matrimonio, es absolutamente necesario
valorar en toda su amplitud y profundidad la realidad matrimonial
en cuanto institución natural o creacional. Es eso -no otra cosa- lo
que constituye la «materia» de la plenitud de la vida cristiana en el
matrimonio «Santificar el hogar día a día, crear, con el cariño un
auténtico ambiente de familia: de eso se trata» 53. Por otro lado, es
necesario advertir que la condición sobrenatural del matrimonio
cristiano, lejos de separar a los esposos cristianos de los afanes e
ilusiones de los demás matrimonios y familias, los acerca e inserta
entre ellos todavía más: porque sólo es posible llevar a plenitud las
exigencias de «humanidad» inscritas en el matrimonio como
realidad humano- creacional, si vive con fidelidad la vocación
matrimonial cristiana. Esta es una de las razones por la que los
esposos cristianos han de sentirse urgidos a responder con
fidelidad a los compromisos de su matrimonio. De esa manera, los
demás -tanto los no cristianos como los cristianos que tal vez se
encuentren «en dificultad»- se sentirán movidos a imitar su modo
de proceder. Verán «hechos vida» los anhelos de verdad y bien que
sienten en su interior, y también que es realizable el modelo de
matrimonio que los esposos verdaderamente cristianos proponen.

adelante Conversaciones)
51 Cfr. Ef 1, 10.
52 Cfr A. DE LUENMAYOR, V. GÓMEZ-lGLESIAS, J. L. ILLANES, El itinerario jurídico, cit., 71.
53 Es Cristo que pasa, n. 23.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 42
2. La peculiaridad de la vocación matrimonial

Por el bautismo, los esposos cristianos están insertos y


participan ya en el misterio del amor de Cristo por la Iglesia. (Ésta
es una característica propia de todo sacramento). Sin embargo,
según también se acaba de decir, esa participación se hace
específica en el matrimonio. Y consiste en que se lleva a cabo por
medio y a través de la condición de marido y mujer: los «dos»,
como esposos, se insertan y participan del misterio de amor de
Cristo y de la Iglesia. La corporalidad, en su modalización
masculina y femenina, en cuanto recíprocamente complementaria y
abierta a la fecundidad, es entonces el modo propio de relacionarse
los esposos -como tales- entre sí y con Cristo. No puede faltar esa
convicción «en la conciencia de aquellos (los esposos) a quienes
Dios quiera en ese camino»54.
La celebración del matrimonio -supuestos los debidos
requisitos y formalidades- da lugar, entre el hombre y la mujer que
se casan, a una unión con una naturaleza y unas características que
no dependen para nada de la decisión humana. Sellada por el
mismo Dios, nace una «sociedad» tan única y especial que los
contrayentes, superando la relación «yo»-«tú», llegan a ser, cada
uno, «yo» y «tú»: «nosotros», una «unidad de dos»55. Se unen tan
estrechamente, que el Señor, refiriéndose a esa «unidad en la
carne»56, concluye con lógica coherencia: «de manera que ya no son
dos, sino una sola carne»57. «El matrimonio -dice San Josemaría- es
un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice
con expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los
esposos su materia. El Señor santifica y bendice el amor del marido
hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo
la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos»58.
Esta singular comunión -con terminología técnica «vínculo
matrimonial»- es, por su misma naturaleza, perpetua y exclusiva.
Es el efecto primero e inmediato de todo matrimonio válidamente
celebrado. Constituye la esencia del matrimonio59. Así ha sido

54 Ibídem, n. 30.
55 Cfr. GrS, nn. 7 y 10.
56 Cfr. Gn 2, 24.
57 Cfr. Mt 19, 8.
58 Es Cristo que pasa, n. 24.
59 Cfr. FC, n. 13.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 43
establecido, como se acaba de decir, por el mismo Pero, si Dios60.
los que se casan son cristianos -eso es lo que ahora interesa
considerar-, su alianza queda de tal manera integrada en la alianza
de amor entre Dios y los hombres que su matrimonio -el vínculo
conyugal- es «símbolo real» de ese amor. «Su recíproca pertenencia
es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma
relación de Cristo con la Iglesia» 61. Entre la alianza esponsal de
Cristo con la Iglesia y la alianza matrimonial del sacramento del
matrimonio se da una relación real, esencial e intrínseca. No se
trata sólo de un símbolo, ni de una simple analogía. Se habla de una
verdadera comunión y participación que, sobre la base de la
inserción definitiva e indestructible propia del bautismo, une a los
esposos «en cuanto esposos» con el Cuerpo Místico de Cristo 62.
Si el sacramento es decisivo en relación con la comunión
conyugal o «unidad de dos» -el vínculo matrimonial- ha de serlo
también con el amor matrimonial. Es la consecuencia. El amor
conyugal o matrimonial es un amor de una naturaleza y
características propias que le distinguen de todas las demás clases
de amor. Se puede decir que es el amor que se da entre un hombre
y una mujer en tanto que y porque son personas distintas y
sexualmente complementarias. Por eso son tres las coordenadas
que definen necesariamente ese amor: a) originarse a partir de la
alianza matrimonial, es decir, la celebración del matrimonio; b) ser
eminentemente humano; y c) comprometer la dimensión sexual. Es
una «participación singular en el misterio de la vida y del amor de
Dios mismo»63, una participación cualificada y específica que
transforma «toda la vida matrimonial en un andar divino en la
tierra»64.
Cuando el Señor -según señala el Vaticano II- «sale al
encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del

60 Cfr. CEC, n. 1640.


61 FC, n.13.
62 A la realidad de esta profunda transformación del vínculo matrimonial —en el matrimonio
sacramento— se alude a veces en la teología diciendo que el matrimonio imprime un «cuasi-
carácter». Ese es el sentido que debe darse a las palabras del Concilio Vaticano II y también de la
Encíclica Humanae vitae cuando citan a la Encíclica Casti con- nubii: «Por ello, los esposos cristianos
son robustecidos y como consagrados con un sacramento especial...» (GS, n. 48; LG, n. 35; HV, n. 25).
Otras veces, la teología, situándose en una perspectiva más bien eclesiológica, habla del vínculo
matrimonial —en tanto efecto del sacramento del matrimonio— como uno de los dones o carismas
dentro del Pueblo de Dios (cfr. CEC, n. 1631; LG, n. 11). Esta doctrina ha sido recogida en el canon 226
del Código del Derecho Canónico.
63 FC, n. 29.
64 Es Cristo que pasa,, n. 23
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 44
matrimonio (...), el amor conyugal auténtico es asumido por el
amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo
y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los
cónyuges a Dios y fortalecerlos en la sublime misión de la
paternidad y de la maternidad» 65. Como consecuencia de la
inserción -en la celebración del sacramento- del vínculo
matrimonial en la comunión de amor de Cristo y de la Iglesia, el
amor de los esposos -el amor matrimonial- está dirigido a ser
imagen y representación real del amor de Cristo redentor. Cristo se
sirve del amor de los esposos para amar y dar, conocer cómo es el
amor con que ama a su Iglesia. El amor matrimonial es -y debe ser-
un reflejo del amor de Cristo a su Iglesia.
La Encíclica Humanae vitae, en continuidad con el Concilio
Vaticano II66, hablando de las características del amor conyugal,
dice que ha de ser humano, total, fiel y exclusivo, y fecundo 67.
Expresa así una realidad que está «escrita en sus mismos
corazones»68. De esta manera, ciertamente, los esposos se
convierten -el uno para el otro- en don sincero de sí del modo más
completo y radical: se afirman en su desnuda verdad como
personas; etc... «El amor incluye el reconocimiento de la dignidad
personal y de su irrepetible unicidad; en efecto, cada uno de ellos,
como ser humano, ha sido elegido por sí mismo»69. Pero, con la
celebración del sacramento, ese amor humano ha sido asumido en
el amor divino, en el amor de Cristo por la Iglesia. Ese amor es el
que los esposos deben reflejar.
El amor de Cristo a la Iglesia alcanza su punto culminante en la
entrega de la cruz. El Señor, con su presencia en Caná de Galilea,
revela, a la luz de la Nueva Alianza, la verdad eterna del
matrimonio y del amor conyugal. Pero esa revelación la realiza
sobre todo con el sacrificio de la cruz. «Cristo amó a la Iglesia y se
entregó a sí mismo por ella» 70. Es el amor redentor hasta el
extremo de la cruz el que los esposos, como «unidad de dos»,
participan por la celebración sacramental. Ésa es, además, su
manera propia y específica de contribuir a la edificación de la

65 GS, n.48; cfr. LG, n57.


66 Cfr. GS, n. 49
67 Cfr. HV, n. 9.
68 Rm 2, 13.
69 GrS, n. 19.
70 Ef 3, 23 («entregarse» es convertirse en «don sincero», amando hasta el extremo [cfr. Jn 13,
1]).
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 45
Iglesia: colaborando con el amor de Dios en la transmisión y
educación de la vida humana, de los hijos de Dios. El diálogo
conyugal, la vida matrimonial -incluidos sus aspectos más íntimos-
y familiar son entonces -deben serlo, para que respondan a su
verdad interior- celebración de la unidad y donación de amor de
Cristo y de la Iglesia, prefiguradas en «los orígenes» y realizadas en
el misterio de la cruz71. El seguimiento e imitación de Cristo, por
tanto, encuentran en la comunión matrimonial una expresión
cualificada de la donación con la que Cristo ama y se une a su
Iglesia.
El amor conyugal, al ser asumido en el amor divino, no pierde
ninguna de las características que le son propias en cuanto realidad
hu- mano-creacional. Es el amor genuinamente humano -no otra
cosa- lo que es elevado al orden nuevo y sobrenatural de la
redención. Pero, a la vez, se produce en él una verdadera
transformación (ontológica) que consiste en una re-creación y
elevación sobrenatural y no sólo en la atribución de una nueva
significación. Por eso el «modo humano» de vivir la relación
conyugal, como manifestación del amor matrimonial, es condición
necesaria para vivir ese mismo amor de manera sobrenatural, es
decir, en cuanto «signo» del amor de Cristo y de la Iglesia.
Con trazos expresivos San Josemaría alude a este mismo
aspecto al hablar del lugar del «amor de los cónyuges» en el
matrimonio y de castidad como cauce y garantía de autenticidad en
la vida y relación matrimonial: «La castidad -no simple continencia,
sino afirmación decidida de una voluntad enamorada- es una virtud
que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de vida. (...)
No hay amor humano neto, franco y alegre en el matrimonio si no
se vive esa virtud de la castidad, que respeta el misterio de la
sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega. (...) Con
respecto a la castidad conyugal, aseguro a los esposos que no han
de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa
inclinación es la base de su vida familiar»72.
Por otro lado, se debe recordar que la asunción y
transformación del amor humano en el amor divino no son

71 La Carta apostólica de JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem —sobre la dignidad de la mujer—
es una meditación profunda sobre esta doctrina a partir, sobre todo, de los textos de Gn 1, 27-28; 21,
18-25 y Ef 5, 25-32; cfr. entre otros, los nn. 6-7, 10, 23 (en adelante MD). Esa misma reflexión se
encuentra en la Carta a las familias Gratissimam sane, nn. 18-19.
72 Es Cristo que pasa, n. 25; cfr. también Conversaciones, n. 121.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 46
transitorias. Como tampoco lo es la inserción del matrimonio o
vínculo conyugal en la alianza de Cristo con la Iglesia. Es tan
permanente -mientras vivan- y exclusiva como lo es la unión de
Cristo con la Iglesia. Cristo -dice el Concilio Vaticano II- «por medio
del sacramento del matrimonio (...) permanece con ellos [los
esposos], para que (...), con su mutua entrega, se amen con
perpetua fidelidad, como El mismo ha amado a su Iglesia y se
entregó por ella»73. Se concluye, por eso, que en el amor de Cristo
por la Iglesia los esposos cristianos han de encontrar siempre el
modelo y la norma de su mutua relación. Ése ha de ser el referente
permanente del amor de los esposos. Pero -interesa recalcarlo- el
amor de Cristo ha de ser la referencia constante de ese amor,
porque primero y sobre todo es su «fuente». Su amor es un «don» y
derivación del mismo amor creador y redentor de Dios, del amor
de Cristo. Precisamente esa es la razón de que sean capaces de su-
perar con éxito las dificultades que se puedan presentar, llegando
hasta el heroísmo si es necesario. Ese es también el motivo de que
puedan y deban crecer más en su amor: siempre, en efecto, les es
posible avanzar más, también en este aspecto, en la identificación
con el Señor.
Después del pecado de los orígenes, vivir la rectitud en el amor
matrimonial es «trabajoso». A veces es difícil. La experiencia del
mal se hace sentir en la relación del hombre y la mujer. Su amor
matrimonial se ve frecuentemente amenazado por la discordia, el
espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden
conducir en ocasiones hasta el odio y la ruptura 74. Acecha
constantemente la tentación del egoísmo, en cualquiera de sus
formas. Hasta el punto que «sin la ayuda de Dios el hombre y la
mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a
la cual Dios los creó al comienzo’»75. Sólo el auxilio de Dios les hace
capaces de vencer el repliegue sobre sí mismos y abrirse al «otro»
mediante la entrega sincera -en la verdad- de sí mismos.
Precisamente, tras la caída del principio, este es uno de los come-
tidos asignados por Dios al sacramento del matrimonio en relación
con el amor conyugal, como señala el Concilio Vaticano II cuando
afirma que «el Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar

73 Cfr. GS, n. 48.


74 Cfr. CEC, n. 1606.
75 Ibídem, n. 1608.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 47
este amor con el don especial de la gracia y de la caridad» 76
Es clara la trascendencia de cuanto acaba de decirse para el
existir de los matrimonios y la espiritualidad matrimonial. Las
manifestaciones de amor entre los esposos pueden y deben ser
expresiones del amor sobrenatural. La elevación al orden
sobrenatural del amor conyugal, que mantiene íntegras todas las
características de la condición humana de ese amor, constituye el
punto de referencia necesario que los esposos cristianos deben
tener siempre delante para consolidar, fortalecer y recuperar -en
su caso- el genuino amor conyugal.
Pero, por eso mismo, se revela absolutamente indispensable
poner los medios necesarios para custodiar, consolidar y
acrecentar ese amor. Ésa es la manera adecuada de responder, los
esposos, al «don» del amor de Dios77. De alguna manera todos esos
medios se pueden resumir —hacia esa meta conducen en relación
con el amor conyugal- en la vivencia de la virtud de la castidad
matrimonial. Haciéndose eco de la oración de Tobías 78, y de la
recomendación que a éste le hace el Arcángel Rafael 79, San
Josemaría comenta: «No hay amor humano neto, franco y alegre en
el matrimonio si no se vive esa virtud de la castidad, que respeta el
misterio de la sexualidad y lo ordena a la fecundidad y a la entrega
(...). Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida
matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y
mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien divino de
la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y la
mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara»80
De cuanto se lleva dicho se concluye, entre otras cosas, que:
- De modo pleno la naturaleza del vínculo matrimonial se
comprende desde la historia de la Alianza de Dios con su pueblo,
desde el misterio del amor de Dios en Cristo a su Iglesia. «El
matrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza de personas
en el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado
solamente por el Amor, aquel Amor que es ‘derramado en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado 5 (Rm 5,5)»81.

76 GS, n. 49; cfr. FC,n. 13.


77 Los nn. 24-26 de la homilía que comentamos son un canto al amor conyugal, teniendo como
telón de fondo el Cantar de los Cantares (Ct 8, 65-7).
78 Cfr. Tob 6, 4-9.
79 Cfr. ibídem 6, 16-17.
80 Es Cristo que pasa, n. 25.
81 GrS, n. 7.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 48
Por eso la oración y la meditación frecuente del sacramento
celebrado es uno de los hilos conductores de la espiritualidad
matrimonial. Sólo con la efusión de la gracia del Espíritu Santo,
implorada en la celebración litúrgica del sacramento del
matrimonio y en la existencia de cada día, los esposos estarán en
disposición de custodiar y revelar el amor de Cristo por la Iglesia
en el que han sido insertados.
- La existencia matrimonial de los esposos responde a la
verdad que han venido a ser por el sacramento del matrimonio
cuando, en el discurrir de su jornada, «son el uno para el otro y
para los hijos», para cuantos les contemplan, «recuerdo
permanente» de la entrega de Cristo en la cruz. Cuando lo son
según ese modo propio en el que participan del acontecimiento de
la salvación y para el que son fortalecidos por el sacramento del
matrimonio82. Por eso los esposos cristianos deben modelar sus
mutuas relaciones en el «don» de Cristo a su Iglesia.
La conciencia de lo que son por el sacramento recibido es la
raíz del optimismo y seguridad con que deben afrontar las posibles
dificultades que ocasionalmente puedan sobrevenir. «Es muy
importante -insiste en este sentido San Josemaría- que el sentido
vocacional del matrimonio no falte nunca (...) en la conciencia de
aquellos a quienes Dios quiera en ese camino, ya que están real y
verdaderamente llamados a incorporarse en los designios divinos
para la salvación de todos los hombres»83. De esa manera la entera
existencia diaria será de verdad un acto de culto a Dios -no sólo el
momento de la celebración sacramental-; porque «todas sus obras,
preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el
trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan
en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren
pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a
Dios por Jesucristo (I Petr 2,5)84.

3 El matrimonio, vocación para la recíproca


SANTIFICACIÓN DE LOS ESPOSOS

Como sacramento de la Nueva Ley, el matrimonio no sólo es

82 FC, n. 13.
83 Es Cristo que pasa, n. 30.
84 LG,n. 34.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 49
símbolo de una realidad invisible, es decir, un rito o acto externo al
que se le ha atribuido una determinada significación en el orden
moral o jurídico. Ante todo es una acción de Cristo por la que el
hombre y la mujer participan de la vida divina: en su matrimonio se
da un encuentro singular y personal con Cristo que -con las debidas
disposiciones- significa y produce la gracia. Una gracia que, por ser
participación e incorporación de los dos «como esposos» -como
«unidad de dos»- en la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia,
tiene como finalidad hacerles capaces de vivir su unión según el
modelo de la unión de Cristo con la Iglesia. A partir de ese
momento les queda como tarea conformar el existir matrimonial de
acuerdo con la realidad que son y participan: santificarse y
santificar (subjetivamente) la realidad santa (santidad objetiva)
que han constituido con su matrimonio.
Cada uno de los sacramentos hace que la santidad de Cristo
llegue hasta la humanidad del hombre; es decir, penetra el hombre
-el cuerpo y el alma, la feminidad y la masculinidad- con la fuerza
de la santidad. (Nada más contrario a una doctrina sacramental
auténtica que una concepción peyorativa o reductiva de la
corporalidad humana). En el matrimonio la santificación
sacramental alcanza a la humanidad del hombre y de la mujer,
precisamente en cuanto esposos, como marido y mujer. Efecto del
sacramento es que la vida conyugal -la relación interpersonal
propia de marido y mujer, de la que es inseparable la disposición a
la paternidad y a la maternidad- esté elevada a una dimensión de
santidad real y objetiva. La corporalidad -el lenguaje de la
sexualidad-, según se ha recordado, está en la base y raíz de la
vocación matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de
su santificación. En este sentido escribe con fuerza San J. Escrivá de
Balaguer: «(...) el amor humano y los deberes conyugales son parte
de la vocación divina (...) El matrimonio está hecho para que los
que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él:
para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el
sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado
matrimonial, encuentra en ese estado -con la gracia de Dios- todo lo
necesario para ser santo, para identificarse cada día más con
Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que
convive»85.

85 Con versacionesy n. 91.


EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 50
El matrimonio es fuente y medio original de la santificación de
los esposos. Pero lo es -sobre ello interesa llamar la atención ahora-
«como sacramento de la mutua santificación» 86 «Los casados están
llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa
unión»87. Lo que quiere decir fundamentalmente que: a) el
sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad
necesaria para llevar a su plenitud existen- cial la vocación a la
santidad que ha recibido en el bautismo; b) y a la esencia de esa
capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e inseparablemente,
instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y de
toda la familia. En la tarea de la propia y personal santificación -la
santificación se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo
de la libertad personal y la gracia de Dios- el marido y la mujer han
de tener siempre presente su condición de esposos y, por eso, al
otro cónyuge y a la familia.
Y como la «voluntad divina se cumple en medio de las
circunstancias más normales y ordinarias» (...),y, en consecuencia,
«no hay situación terrena, por pequeña y corriente que parezca,
que no pueda ser ocasión de un encuentro con Cristo y etapa de
nuestro caminar hacia el Reino de los cielos»88, el cuidado y
crecimiento del amor conyugal es elemento irrenunciable de la
santidad matrimonial. No es otra la intención de San Josemaría
cuando ofrece, en un consejo breve, la que cabría describir como
regla de oro para mantener vivo el amor conyugal. «Es siempre
actual el deber de aparecer amables como cuando erais novias,
deber de justicia, porque pertenecéis a vuestro marido: y él no ha
de olvidar lo mismo, que es vuestro y que conserva la obligación de
ser toda la vida afectuoso como un novio»89.
Por el pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer no son ya
dos, sino «una sola carne» 90. Y a partir de ese momento,
permaneciendo los dos como personas singulares -cada uno de los
esposos es en sí una naturaleza completa, individualmente distinta-
son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y feminidad
sexualmente distintas y complementarias -modalidad a la que es
inherente la condición personal- una única unidad. Ha surgido

86 Cfr. FC, n. 11.


87 Es Cristo que pasa, n. 23.
88 Ibídem, n. 22.
89 Ibídem, n. 26.
90 Cfr. Mt 19, 6; Gn 2, 24:
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 51
entre ellos el vínculo conyugal, por el que constituyen en lo
conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a
pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en
cuanto esposa. Por el sacramento, esa «unidad» se transforma de
tal manera que se convierte en «imagen viva y real de la
singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo
Místico del Señor Jesús»91.
Las mutuas relaciones entre los esposos reflejan la verdad
esencial del matrimonio —y consiguientemente los esposos viven
su matrimonio de acuerdo con su vocación cristiana- tan sólo si
brotan de la común relación con Cristo y adoptan la modalidad del
amor con el que Cristo se donó y ama a la Iglesia. La peculiaridad
de su participación en el misterio del amor de Cristo es la razón de
que la manera de relacionarse los esposos sea -objetiva y
realmente-materia y motivo de santidad; y también, de que la
reciprocidad sea componente esencial de esas relaciones. Por el
matrimonio, los casados se convierten «como en un sólo sujeto
tanto en todo el matrimonio como en la unión en virtud de la cual
vienen a ser una sola carne»92. Es claro que -como se decía antes-
los esposos, después de la unión matrimonial, siguen
permaneciendo como sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es
el cuerpo del marido, ni el del marido es el de la mujer. Ha surgido
entre ellos una relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive
la condición de esposa en cuanto está unida a su marido y
viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella misma en
virtud de su unión con Cristo. Esta significación es intrínseca a la
realidad matrimonial y los esposos no pueden destruirla.
Ahora bien, el amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad
esencialmente su santificación: «Cristo amó a la Iglesia y se entregó
por ella (...) para santificarla» 93. Por eso, dado que el sacramento
del matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mismo amor
de Cristo y los convierte realmente en sus signos y testigos
permanentes, el amor y las relaciones mutuas de los esposos son en
sí santas y santificadoras; pero únicamente lo son -desde el punto
de vista objetivo- si expresan y reflejan el carácter y condición
nupcial. Si esta condición faltara tampoco llevaría a la santidad,

91 FC, n. 19.
92 JUAN PABLO II, Aloe. (25.VIII.1982), n. 3, en A. SARMIENTO - J. ESCRIVÁ, Enchiridion Familiae, IV,
Pamplona 2003, 3658.
93 Ef 5, 26-27.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 52
porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La
santificación del otro cónyuge -el cuidado por su santificación-,
desde la rectitud y fidelidad a la verdad del matrimonio, es, por
tanto, una exigencia interior del mismo amor matrimonial y,
consiguientemente, forma parte de la propia y personal
santificación94.
En el plano existencial, la tarea de los esposos -en la que se
cifra su santificación- consiste en advertir el carácter sagrado y
santo de su alianza conyugal y modelar el existir común de sus
vidas sobre la base y como una prolongación de esa realidad
participada. Algo que tan sólo es dado hacer con el ejercicio de las
virtudes sobrenaturales y humanas, en un contexto de amor a la
Cruz, condición indispensable para el seguimiento de Cristo. La
alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada
subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia
santificación. De esta manera, además, sirve para santificar a los
demás, porque -entre otras cosas- gracias al testimonio visible de
su fidelidad, se convierten ante los otros matrimonios y los demás
hombres en signos vivos y visibles del valor santificante y
profundamente liberador del matrimonio. El matrimonio es el
sacramento que llama de modo explícito a un hombre y a una
mujer determinados a dar testimonio abierto del amor nupcial y
procreador.
Por eso, la entera existencia de los esposos cristianos debe
configurarse permanentemente como una comunión de vida y
amor a imagen de la comunión Cristo-Iglesia. La transformación
ontológica, la nueva criatura que los esposos cristianos han venido
a ser por el bautismo, a partir del sacramento del matrimonio ha de
vivirse como una «unidad de dos». Y eso, como se ha intentado
poner de relieve, comporta unas consecuencias que son
determinantes en la respuesta a la vocación matrimonial que cada
esposo debe dar como bautizado y, por tanto, como hijo de Dios.

94 Se comprende, por eso, que el esfuerzo —supuesta siempre la gracia de Dios— por ayudar a
la otra parte a apartarse del mal y a crecer en la virtud no puede ser algo circunstancial o como
consecuencia de una recomendación o condición exterior al matrimonio (v.g. una ley de la Iglesia).
Es, por el contrario, exigencia de la autenticidad del amor matrimonial. Como aplicación de esta
exigencia el Vademécum para los Confesores (2. 3) recuerda que, en la cooperación material al pecado
del cónyuge que voluntariamente hace infecundo el acto unitivo, el cónyuge no culpable —además de
otras condiciones— ha de procurar «ayudar al cónyuge (pacientemente, con la oración, con el diá-
logo: no necesariamente en aquel momento, ni en cada ocasión a desistir de tal conducta)».
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 53
4. A MODO DE CONCLUSIÓN

Para terminar parece oportuno indicar, a modo de resumen,


algunas de las tesis que, según mi opinión, sustentan el cuerpo
doctrinal de esta homilía en los aspectos que aquí se han
comentado.
- La afirmación fundamental que sirve de base a toda la homilía
es el valor santificante y santificador de la vida ordinaria.
Entendida como tal, el discurrir de la existencia humana, es decir, la
multitud de situaciones corrientes en las que tiene lugar el existir
del común de los mortales. A todos sin excepción van dirigidas las
palabras del Señor: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre
celestial»95, recordadas después por el Apóstol: «Esta es la voluntad
de Dios: vuestra santificación96». Y eso -la llamada universal a la
santidad- implica necesariamente que la vida ordinaria es lugar de
la respuesta de santidad que la persona ha de dar a Dios. Comporta
además comprender que la vida ordinaria es respuesta a la
santidad porque son esas situaciones corrientes las que se han vivir
-las que hay que amar apasionadamente- para encontrar a Dios.
Son a la vez revelación del querer de Dios (palabra de Dios) y
respuesta del hombre (palabra del hombre). La valoración de la
vida ordinaria como camino de santidad no se puede entender
como el marco o lugar en el que se llega a la santidad. Una santidad
que consistiría en la imitación de un modelo o forma de vida,
exterior a la existencia que se vive. La santidad se alcanzaría a
pesar o en contra de la vida ordinaria.
- Como fundamento teológico de esa doctrina está, por un
lado, el misterio de la Encarnación del Verbo (las verdades de la
Creación y la Redención), y, por otro, la incorporación de los
bautizados a Cristo, por el bautismo. En el hecho de la Encarnación
del Hijo de Dios, en la asunción, por la Persona del Verbo, de la
naturaleza humana en su integridad -«se hizo en todo como
nosotros, menos en el pecado»-, y compartir por entero nuestra
existencia terrena, se encuentra el motivo último del valor redentor
de la vida ordinaria. Y en la incorporación de los bautizados a
Cristo, por el bautismo, está la razón de que esa vida ordinaria
(objetivamente santa) sea también la vía para su santificación y la

95 Mt 5, 48.
96 1 Ts 4, 5.
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 54
de los demás. Incorporarse a Cristo por el bautismo es participar
(aunque de manera analógica, pero real y verdaderamente) de la
naturaleza divina -en definitiva: ser hijo de Dios en el Hijo Unico de
Dios- y, por eso mismo, «pertenecer» a la familia de Dios (a tomar
parte en la relación de Amor entre el Padre y el Hijo) y participar
en la misión salvadora por la que el Hijo de Dios vino a la tierra. Por
el sacramento del matrimonio esa incorporación a Cristo reviste
una modalidad o características propias. Pero siempre, sobre la
novedad de la realidad bautismal.
- La consecuencia es que, para penetrar en la dignidad y
grandeza de la vocación matrimonial, es del todo necesario valorar
adecuadamente lo que supone y conlleva la vocación cristiana. La
matrimonial -como se termina de decir- no es más que la
determinación de la vocación que los esposos han de vivir como
bautizados. Tiene, por tanto, la radicalidad, irreversibilidad,
totalidad, etc., propias de la vocación cristiana.
- Esa determinación o concreción consiste fundamentalmente
en que los esposos -que, por el bautismo, ya participaban en la
alianza de amor entre Cristo y la Iglesia-, por el sacramento del
matrimonio pasan a hacerlo «como esposos» o como «unidad de
dos». El sacramento hace que su pertenencia recíproca sea
representación real -no sólo simbólica y analógica- de la misma
relación de Cristo con la Iglesia, y lo sea como «unidad de dos». En
un cierto sentido el marido y la mujer son, por el sacramento del
matrimonio, un solo sujeto.
- La consecuencia es doble: a) el amor conyugal y familiar
(entendido no sólo en su manifestación específica sino como
principio y fuerza del matrimonio y vida familiar en toda la amplia
gama de sus manifestaciones) responde a la verdad de lo que es, y
está llamado a ser, en la medida que es revelación -hace visible- el
amor de Cristo por la Iglesia. Y como es el mismo amor humano —
pero transformado y elevado a sobrenatural por el sacramento- el
que han de vivir los esposos, la consecuencia es que sólo las
relaciones de amor genuinamente humanas son manifestación o
revelación del amor de Cristo por la Iglesia, b) A la vez -es la
segunda consecuencia- de la autenticidad del amor conyugal es un
elemento esencial la reciprocidad. Por eso el cuidado por el bien de
la otra parte y por el de los hijos (en los diversos ámbitos de la
condición humana y cristiana) son un elemento necesario de la
EL MATRIMONIO, VOCACIÓN CRISTIANA 55
santificación de cada uno de los esposos en el matrimonio 97.

97 Muchas más son las riquezas doctrinales y pastorales de esta homilía. En concreto, no se ha
considerado uno de los aspectos que ocupa un lugar relevante en el tratamiento que la homilía hace
de la vocación matrimonial. Me refiero, entre otras cosas, a la fecundidad o apertura a la vida
(comprendida la educación), elemento esencial en la identificación del amor conyugal. Con todo, lo
que se ha dicho puede contribuir a despertar el interés y la necesidad de hacer un estudio más a
fondo de la riqueza teológica, dogmática y pastoral, no sólo de esta homilía sino de los escritos de San
Josemaría sobre el matrimonio y la familia. Ésa ha sido, en última instancia, mi intención.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 55
Capítulo III

EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN


A LA SANTIDAD

El Año Internacional de la Familia ha servido, entre otras cosas,


para prestar una mayor atención a esa institución desde los
ámbitos, saberes, organismos y entidades más diversas. Tampoco
la Iglesia podía faltar a esa cita. Situada en el corazón de la misión
evangelizadora de la Iglesia -es el hombre concreto el que hay que
salvar98-, el servicio a la familia es una de sus tareas más esenciales.
«Entre los numerosos caminos de la Iglesia -dice a este respecto la
Carta a las Familias- la familia es el primero y el más importante» 99
En este sentido, la Carta a las Familias de Juan Pablo II constituye
un hito más de ese continuado testimonio de amor y solicitud de la
Iglesia por la familia, comenzado en los inicios mismos del
cristianismo. En el campo de la doctrina este testimonio ha sido
particularmente rico y abundante y ha dado lugar a ese
«patrimonio de verdad sobre la familia (...) el tesoro de la verdad
cristiana sobre la familia» 100. El Papa vuelve sobre ese
«patrimonio» con la intención de subrayar sobre todo la dignidad y
responsabilidad de la familia cristiana, a partir de la misión que
«como familia» debe realizar en la Iglesia y en el mundo. Sigue así
la línea marcada por el Concilio Vaticano II en el capítulo sobre la
dignidad del matrimonio y la familia, de la Constitución Gaudium et

98 CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, 2 (En adelante GS).
99 JUAN PABLO II, Carta Gratissimam sane, n. 2 (En adelante GrS).
100 GrS, n. 3. Al respecto se lee en esta misma Carta: «En nuestra época este tesoro es explorado
a fondo en los documentos del Concilio Vaticano II [cf., en particular, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, nn. 47-32]; interesantes análisis se han hecho también en los
numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos [especial atención merece el Discurso a los
participantes en el Congreso de la Unión Católica Italiana de Comadronas, 29 octubre 1931]; en la
Encíclica Humanae vitae, de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo de los Obispos
dedicado a la familia (1980), y en la Exhortación apostólica Familiaris consortio» (Ibídem, n. 23).
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 56
spes y la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, de Juan Pablo
II.
La Carta a las Familias tiene dos partes -«la civilización del
amor» (I) y «el Esposo está con vosotros» (II)- y se articula en
torno a la «verdad» de la familia en su «ser» y realizarse, de los que
la componen en cuanto personas y como familia. Como comunión y
comunidad de personas en la que cada uno es «honrado» por sí
mismo, la familia es la base y el corazón de «la civilización del
amor». Es así como la familia vive su responsabilidad por el bien
común. Pero es y construye esa civilización en la medida en que es
y actúa como familia; y por lo que respecta a los padres esa tarea se
concreta, en buena parte, en la paternidad y maternidad
responsables101. Para llevar a cabo ese cometido, los esposos y la
familia no se encuentran solos: por el sacramento del matrimonio
el Señor está con ellos y les acompaña a fin de que puedan realizar
con éxito la misión que les ha sido confiada 102. Dentro de este
contexto, la exposición de los diferentes temas sigue un guión bien
determinado: el de los contenidos de los mandamientos cuarto,
quinto, sexto y noveno, sobre la base del mandamiento del amor
que es la síntesis de todos los demás 103.
Sin embargo, no es propósito de estas líneas hacer el análisis
de los diferentes aspectos de la Carta, como la naturaleza,
principales contenidos, estilo104, etc. Me voy a referir tan sólo a
poner de relieve una de las líneas que, en mi opinión, atraviesa y da
cohesión a toda la reflexión que el Papa dirige a las familias.
Emerge con claridad de los textos de la Escritura que inspiran la
meditación del Papa, especialmente de Efesios 5,21-6,9105, y
significa una insistencia mayor en la doctrina del Concilio Vaticano
-de Lumen gentium y Gaudium et spes-, de Familiaris consortio y de
todo el magisterio de Juan Pablo II. Es la doctrina del matrimonio
como vocación y «camino de santidad»106.

101 Cfr. GrS, n. 12.


102 Cfr. GS, n. 48; cf. JUAN PABLO, Exh. Apost., Familiaris consortio, n. 13 (en adelante FC).
103 Cfr. GrS, n. 22.
104 Es la primera vez —hace notar el Pontificio Consejo para la Familia— que un Pontífice se
dirige directamente a las familias, sin recurrir a la mediación de los obispos y los pastores, en general.
105 Cfr. GrS, n. 23.
106 La expresión está tomada de San Josemaría. Como bien se sabe, la proclamación solemne de
la doctrina sobre la llamada universal a la santidad es una de las líneas-fuerza de la renovación
pedida por el Concilio Vaticano II (cfr. Const. Lumen gentium, n. 32). Según se recordaba en el
capítulo anterior, como pionero de esa doctrina ha sido ampliamente reconocida la figura de San
Josemaría. Respecto del matrimonio es particularmente significativa la homilía El matrimonio
vocación cristiana, en Es Cristo que pasa, Madrid 1974, nn. 22-30.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 57
1. La Carta a las Familias: características

Con palabras del Papa, comentando Efesios 5, «podemos


constatar fácilmente que el contenido esencial de este texto 'clásico'
aparece en el cruce de los dos principales hilos conductores de toda
la Carta a los Efesios: el primero, el del misterio de Cristo que, como
expresión del plan divino para la salvación del hombre, se realiza
en la Iglesia; el segundo, el de la vocación cristiana como modelo de
vida para cada uno de los bautizados y cada una de las
comunidades, correspondiente al misterio de Cristo, o sea, el plan
divino para la salvación del hombre»107. En este contexto, la Carta
se dirige a las familias a fin de recordarles su responsabilidad en la
construcción de «la civilización del amor», que, en el caso de la
familia cristiana, consiste en hacer realidad existencial la salvación
del hombre y de la humanidad.

1.1. La familia cristiana: realismo y esperanza

Se puede decir que el «anuncio» de la Iglesia sobre la familia se


sintetiza de alguna manera en la expresión «¡familia, sé’ lo que
eres’»108. La actuación de la familia -y también la que se deba
realizar desde otras instancias en relación con esa institución-, ante
los diferentes problemas que se presenten, debe responder
siempre a las exigencias más profundas de su «ser» e identidad.
Tan sólo mediante la coherencia con su verdad interior será posible
configurar su «existir» en el ámbito de la auténtica libertad. Una
dimensión que sólo con la fe y desde la fe -con la ayuda de la ayuda
de la Revelación y la gracia- es dado descubrir y realizar en su más
honda y radical plenitud.
El realismo, por eso, es una de las características más salientes
del «evangelio» de la familia que proclama el Magisterio de la
Iglesia. No tanto porque tiene delante a las familias que viven, con
sus problemas concretos, cuanto porque es un anuncio «salvador».
De esa manera, la familia -cuantos la componen- es capaz de
superar la «dureza del corazón»109, conocer con seguridad la

107 JUAN PABLO II, Aloe. (4.VIII.1982), n.3, en A. SARMIENTO - J. ESCRIVÁ, En- chiridion Familiae, IV,
Pamplona 2003, 3640 (en adelante EF)
108 FC, n. 17.
109 Cfr. Mt 19,8.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 58
verdad sobre la familia, y también vivirla con fidelidad. La virtud
salvadora -se debe recordar- se introduce en la realidad de la
familia sin ningún tipo de violencia, precisamente porque la
elevación a la dimensión nueva y superior propia de la Redención
es la vía para que esa institución se despliegue en toda su amplitud
como realidad creada y natural. «La familia es tanto más humana
cuanto más cristiana sea». La consecuencia que se deduce es clara:
tan contrario al realismo de la fe -al evangelio de la familia- es la
sobrevaloración de las dimensiones coyunturales e históricas, que
confundiría la verdad de esa institución con el hacer y acontecer
diarios, como la huida o desatención de ese cotidiano vivir,
refugiándose quizás en una espiritualidad mal entendida.
En la fidelidad a la verdad, según las palabras y el don de
Cristo, hay que situar la razón profunda del dinamismo apostólico
que ha de distinguir siempre a la familia, como escuela de
humanidad y formadora de cristianos. Y en esa misma fidelidad se
apoyan también la esperanza y optimismo que impregnan las
consideraciones sobre su futuro. Porque, como denuncia con
frecuencia el Magisterio de la Iglesia, aunque no son fáciles ni
exentas de contradicción las circunstancias en que a veces ha de
ponerse en práctica el «evangelio» de la familia, es también cierto
que no son pocas las familias que realizan gustosamente la obra
que Dios les ha confiado 110. Y nunca se puede olvidar que la
fidelidad a la verdad es siempre modeladora de la realidad. Por
otra parte, la autenticidad tiene un efecto multiplicador, como
claramente se descubre si se valora adecuadamente la condición
del hombre, capaz -por ello- de reconocer y amar la verdad y el
bien a los que se siente atraído como por connaturalidad.
Esta es la razón de que la Carta a las Familias y los textos del
Magisterio centren su atención en la familia cristiana. A parte de
que desde el punto de vista pastoral y práctico no tienen gran
interés situar la reflexión en un orden de cosas o economía distinta
de la presente -la del hombre creado y redimido-, es sólo la familia
cristiana la que lleva a plenitud la verdad de esa realidad. Nos
situamos así en el marco de la historia de la salvación.

110 GrS, n. 5: «Que (...) constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias
que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada
nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyan ‘la
norma’, aun teniendo en cuenta las no pocas situaciones irregulares».
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 59
1.2. El matrimonio y la familia: consideración conjunta

La familia cristiana es vista no tanto en sí misma, cuanto desde


la misión que ha de realizar hacia dentro y fuera de sí misma. De
ahí que -sobre todo a partir del Concilio Vaticano II- el Magisterio
se refiera frecuentemente a la familia como «sujeto» indispensable
y creativo de su propia existir y actividad, más que como «objeto»
sobre el que se debe actuar. Ahí radican la urgencia y necesidad de
que cuantos integran la familia sean conscientes y estén bien
formados en lo que atañe a la naturaleza y ámbito de su misión. En
este sentido, cuando se analizan o denuncian las situaciones de
dificultad en que viven los riesgos que amenazan a las familias, no
se pretende tanto presentar la panorámica de las situaciones en
que se encuentran, sino, sobretodo, señalar los horizontes en los
que tienen que ejercer su misión. Conocer esas situaciones es una
de las primeras condiciones para actuar con éxito según la propia
responsabilidad.
La Carta señala ciertamente cómo debe ser el «hacer» de la
familia en relación con los diferentes aspectos y cuestiones, y
perfila con trazos claros la misión que debe realizar. Pero sobre
todo se pregunta por la raíz última de ese quehacer o misión; y, en
consecuencia, el designio de Dios, Creador y Redentor, viene a
constituir siempre la referencia y eje de toda la exposición.
Esta es la razón de que la familia aparezca siempre vinculada al
matrimonio que es su origen y su fuente 111. El matrimonio y la
familia son, evidentemente, dos instituciones que ni pueden
confundirse ni deben identificarse; pero, por designio de Dios, se
hallan tan estrechamente relacionadas entre sí que, de hecho, son
inseparables: ambas se exigen y complementan. De ahí que al
separarlas -incluso a nivel de exposición doctrinal-, tanto la familia
como el matrimonio mismo se desvanecen. La familia sin
matrimonio, aquella «familia» que no tiene su origen en el ma-
trimonio, da lugar a formas de convivencia -los distintos tipos de
poligamia, uniones de hecho, matrimonios a prueba etc.- que nada
tienen que ver con la auténtica institución familiar. Y viceversa: el
matrimonio que no se orienta a la familia, conduce a la negación de
una de sus características más radicales -la indisolubilidad- y se
sustrae de la primera y más fundamental de sus finalidades: la
111 Al respecto se podrían multiplicar las referencias de la Carta. Baste citar entre otros los nn.
7-10.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 60
procreación y la educación de los hijos.
Es evidente que, para atender a los requerimientos doctrinales
y pastorales, no hace falta desarrollar por completo la entera
doctrina sobre el matrimonio; pero no es menos evidente que, para
alcanzar aquel objetivo, habrá que abordar las cuestiones más
fundamentales que plantea el matrimonio. Porque es el matrimonio
el que decide sobre la familia, al recibir -ésta de aquél- su
configuración y dinamismo112.
1.3. El matrimonio en el misterio de Cristo

En la individuación y análisis de las cuestiones, la Carta


procede a partir de la consideración de la realidad sacramental del
matrimonio. Con ello no hace otra cosa que lo que hicieron
Jesucristo y los Apóstoles: anunciar la grandeza de la misión que el
Creador ha asignado desde «el principio» al matrimonio y que el
Redentor ha restaurado de un modo todavía más admirable. El
horizonte de la exposición es, por tanto, el misterio de Cristo
Salvador -se insiste una vez más-, la historia de la salvación. Esta
línea de profundización, así como su exposición y aplicación
pastoral, conduce sin riesgos a objetivos que son irrenunciables en
la teología y en la predicación sobre el matrimonio: por ejemplo, la
distinción entre el matrimonio como realidad humana de la
creación y el matrimonio como sacramento, propio de los
bautizados; a la par que se evita la peligrosa dicotomía entre el
orden de la Creación y el de la Redención.
Puesto que el matrimonio forma parte del designio realizado
por Dios desde «el principio», la doctrina sobre esa institución ha
de tener en cuenta la consideración del plan originario de Dios:
cuál ha sido la voluntad primera del Creador sobre el matrimonio -
y, por tanto sobre la familia- reflejada en la historia de la salvación.
Es justamente el camino que adopta el Señor -se ha subrayado
líneas arriba-, cuando dialoga con los fariseos acerca del
matrimonio: les remite -confirmándoselas- a las enseñanzas
relativas al matrimonio que se contienen en Génesis 1-3113. De
aquel análisis se concluye que el matrimonio es obra de Dios, una
institución determinada por Dios con características y finalidad
propias: «el mismo Dios es el autor del matrimonio al que ha

112 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía a las familias (12.X.1980), n. 5, en EF III, 2841.
113 Cfr. Mt 19,1-12; Me 10,2-12; cfr. GrS, nn. 7,18.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 61
dotado de bienes y fines varios» 114.
El hombre y la mujer,
«formados a imagen y semejanza de Dios»115, han sido creados en
dualidad de sexos que se atraen y complementan mutuamente en
orden a la procreación116. El desarrollo inmediato y natural de
estas dos exigencias a nivel personal -salvaguardando la dignidad
de la persona humana- desemboca en el matrimonio monogámico e
indisoluble117.
El Concilio Vaticano II pone de relieve el sentido de comunidad
de vida y amor que es propio del matrimonio. Pero, junto a ello, se
insiste también en que la esencia más íntima del matrimonio está
en hacer, del hombre y de la mujer, «una sola carne» 118. Y ser una
sola carne significa que ambos vienen a ser «como una sola
persona» porque están vinculados en sus cuerpos y en sus almas:
«Esta unidad a través del cuerpo (y serán los dos una sola carne5)
indica, desde el principio, no sólo el cuerpo5 sino también la
comunión encarnada de las personas -commu- niopersonarum—y
exige esta comunión desde el principio»119.
Con esto es fácil llegar a dos conclusiones: la primera, que el
matrimonio es «unidad en la carne», siendo la comunidad de vida y
amor una derivación -la manifestación- de esa unidad en la carne;
la segunda, que el amor esencial al matrimonio, aquél que forma
parte de su esencia, no es el amor como hecho, sino el amor
comprometido: el deber de amarse. El amor de hecho, en cambio,
sólo es indisoluble o perpetuo de modo tendencial, ya que el hecho
del amor pertenece a la historia del hombre, y, por ello, está sujeto
a posibles cambios. Si ese amor como hecho se considerase esencial
en el matrimonio, se incidiría en el equívoco de reducir la fidelidad
indisoluble a un ideal, y no a una propiedad del matrimonio.
Terminado ese amor-sentimiento, dejaría de existir la esencia del
matrimonio y, por tanto, el matrimonio mismo.
Se hace así necesario evitar dos extremos igualmente
demoledores de la identidad matrimonial: la «institucionalización
excesiva» y el «personalismo exagerado». La visión institucional y
la personalista no tienen por qué oponerse, sino que se exigen y
complementan mutuamente. De esta manera, la indisolubilidad,

114 GS 22; cfr. GrS, nn. 7-8.


115 Gn 1,26.
116 Cfr. GrS, nn. 6,8.
117 Cfr. GrS, nn. 7-8.
118 Gn 2,24; Mt 19,4-6.
119 JUAN PABLO II, Aloe. (14.XI.1979), n. 5, en EF III, 2448; cfr. GrS, n. 8.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 62
por ejemplo, no podrá ser concebida como condición accidental y
extrínseca -algo yuxtapuesto o paralelo al amor conyugal-, sino que
se verá como requisito indispensable de autenticidad, como una
genuina manifestación del amor conyugal. «El aspecto institucional,
lejos de ser una traba para el amor, es su culminación»120, el
camino necesario para la realización personal.
El designio de Dios sobre el matrimonio desvelado en «el
principio» (cfir Gen 1-3) contempla el primer hombre y la primera
mujer; pero al mismo tiempo descubre el futuro terreno de todo
hombre y de toda mujer que se unirán en matrimonio a lo largo de
la historia. El Señor remitirá a este texto, de actualidad en su
tiempo y para todas las épocas. La unión del primer hombre y la
primera mujer es, en este sentido, el «comienzo» y el «modelo» de
todas las uniones matrimoniales futuras.
El matrimonio forma parte del designio de Dios sobre la
humanidad, «desde el principio». El plan originario, desvelado en la
historia de la salvación, es que la «alianza esponsal» entre el
hombre y la mujer «sea signo y expresión de la comunión de amor
entre Dios y los hombres»121, cuya revelación llega a la plenitud con
la Encarnación y entrega de Cristo en la cruz122. Con la venida de
Cristo, el designio de Dios sobre el matrimonio es que el amor de
los esposos sea imagen y símbolo no sólo del amor y comunión
entre Dios y los hombres sino del amor de Cristo con la Iglesia; y
que lo sea precisamente como expresión y realización de ese amor.
«Por medio del sacramento del Matrimonio el Salvador de los
hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos
cristianos»123 y «la comunidad íntima de vida y amor conyugal,
fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad de
Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora 124; el
sacramento hace que «la recíproca pertenencia (de los esposos) sea
representación real (...) de la misma relación de Cristo con la
Iglesia125.
El sacramento, por tanto, confirma el designio originario de
Dios; es decir, mantiene todas las características queridas por Dios
«desde el principio» como propias de la unión conyugal: lo que era

120 ídem, Aloe. (23.11.1980), n. 3, en EF III, 2372.


121 FC 12; cfr. GrS, nn. 18-19.
122 Cfr. FC 13; cfr. GrS, n. 18.
123 GS 48; cfr. GrS, nn. 18-19.
124 FC 12.
125 Ibídem.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 63
«desde los orígenes» -no otra cosa- es lo que se eleva a sacramento.
Y, además, introduce esa realidad creacional en una dimensión
nueva, cuya originalidad primera consiste en hacer que «los
esposos participen y estén llamados a vivir la misma caridad de
Cristo en la cruz126 de un modo particular y propio. En los
bautizados -esa es la consecuencia-, la condición sacramental no se
introduce como algo yuxtapuesto o paralelo a la realidad natural de
su matrimonio; la misma institución creacional es penetrada y
elevada en y desde su misma interioridad.

2. El matrimonio, camino de santidad

De la doctrina de la llamada universal a la santidad son puntos


principales, según resalta el Concilio Vaticano II, que la santidad a
la que están llamados los cristianos es una y la máxima para todos
y que cada uno debe alcanzarse según los propios dones y gracias y
recibidos. Pero de qué manera se especifica y concreta
existencialmente en los casos. Eso es lo que ahora tratamos de
analizar.

2.1. Origen sacramental de la vocación matrimonial

El matrimonio es una de las formas de seguimiento e imitación


de Cristo. Instituido por Dios y elevado por Cristo a sacramento de
la Nueva Ley, es una verdadera vocación sobrenatural que
responde admirablemente a la estructura y condición humana.
Pues bien, si se quiere penetrar en el sentido vocacional del
matrimonio, es decir determinar el alcance y la peculiaridad de la
vocación matrimonial, la manera adecuada de hacerlo es
remontarse hasta el sacramento -hasta la consideración
sacramental- del matrimonio. Porque el sacramento decide últi-
mamente sobre la vocación de los casados en la historia de los
hombres y en la historia de la salvación.
El papel decisivo que el sacramento del matrimonio
desempeña en la vida de los que se casan y en la familia está en que
determina tanto el surgir como el «ser» y el desarrollarse de la

126 Ibídem.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 64
vocación matrimonial. El momento de la celebración del
sacramento del matrimonio hace que un hombre y una mujer
concretos se conviertan en marido y mujer, en sujetos actuales de
la vocación y de la vida matrimonial. El matrimonio es el
sacramento de la vocación de los casados.
En relación con la vocación matrimonial son varios los puntos
que se deben resaltar a partir de la relación sacramento-
matrimonio. Primero, que el sacramento constituye el origen y
determina la vocación matrimonial, en el sentido de que toda la
vida matrimonial y familiar encuentra ahí su fundamento y
justificación. Antes de la venida de Cristo -como realidad de la
Creación-, en cuanto memorial del amor de Dios al hombre a la vez
que anuncio y profecía de la donación de Cristo en la Cruz. Después
de la muerte del Señor -como sacramento de la Redención:
sacramento en sentido estricto-, en cuanto realización y
actualización de ese mismo amor de Cristo y de Dios. La tarea voca-
cional propia de los casados -a la que son llamados por el
sacramento recibido- es hacer visible el amor de Cristo y de Dios: el
ser signos y testigos vivos del amor de Cristo por la Iglesia a través
de las vicisitudes de la vida matrimonial y familiar.
Otro punto que debe subrayar es que el sacramento del
matrimonio no da lugar a una segunda vocación en los casados -ni
cristiana ni tampoco matrimonial-, que vendría a sumarse a la que
les correspondería por su matrimonio en cuanto institución de la
Creación. (Ello supondría, junto a otras cosas, no haber penetrado
suficientemente en la doctrina de la identidad e inseparabilidad
entre pacto o consentimiento matrimonial y sacramento, en el
matrimonio de los bautizados). Se trata, por el contrario, de la
misma vocación a la que corresponde una doble fundamentación,
desvelada a su vez en etapas o fases sucesivas: la de la Creación y la
de la Redención. En el orden práctico y existencial, eso lleva a
concluir que, para vivir la vocación sobrenatural del matrimonio, es
absolutamente necesario valorar en toda su profundidad y
amplitud la realidad matrimonial, en cuanto institución natural;
por otro lado, se ve cómo la sacramentalidad -lejos de separar a los
esposos cristianos de las realidades y cometidos en los que viven
inmersos con el resto de los hombres- les lleva a modelarlos según
el designio y plan de Dios.
Aquí está la razón de que el Apóstol, en el texto clásico de
Efesios 5, se dirija a los esposos cristianos a fin de que modelen su
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 65
vida conyugal sobre el sacramento instituido desde el principio por
el Creador: sacramento que halló su definitiva grandeza y santidad
en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la Iglesia. En el «gran
sacramento» de Cristo y de la Iglesia, los esposos cristianos
descubren el fundamento y espacio sacramental de su vocación y
vida matrimonial127.

2.2. El sacramento del matrimonio como «don» y como «ethos»

Cuando la encíclica Humanae vitae recuerda que los esposos


cristianos deben vivir «su vocación hasta la perfección», mediante
el cumplimiento fiel de los propios deberes, señala igualmente que,
para ello, «son corroborados y como consagrados» «con el
sacramento del matrimonio»128. El texto, aparte de insistir en la
especificidad de la vocación matrimonial, resalta el aspecto sobre el
que ahora se quiere reflexionar: «al hombre se le da en el
matrimonio el sacramento de la redención como gracia y signo de
la alianza con Dios, y se le asigna como ethos»129.
Con la gracia santificante -el matrimonio es un sacramento de
vivos que confiere el aumento de la gracia en los que no ponen
óbice-, este sacramento produce una gracia sacramental peculiar.
Es, en el fondo, el derecho a recibir, de parte de Dios, los auxilios
específicos necesarios para vivir su matrimonio según el designio
divino. Con estos auxilios, los esposos se verán capacitados para
hacer que el existir diario de su matrimonio -respecto de sí mismos
y los demás; y en relación con las propiedades, fines, etc.- se
convierta en imagen y signo fiel del amor de Cristo y de la Iglesia. El
hecho de que, por el sacramento, el misterio del amor y unión de
Cristo con la Iglesia se hace realidad de manera particular y
específica en el matrimonio de los esposos cristianos es, por tanto,
origen y cauce de la gracia propia de la vida conyugal. En otro caso,
no se podría hablar de sacramento -porque no sería un signo eficaz
de la gracia- o no se podría hablar de un sacramento peculiar y dis-
tinto de los demás, ya que no produciría unos efectos y gracias
específicos y particulares130.

127 Cfr. GrS, n. 19.


128 Cfr. PABLO VI, Ene. Humanae vitae, n. 25.
129 JUAN PABLO II, Aloe. (24.XI.1982), n. 7, en EF IV, 3775.
130 El matrimonio (sacramentum tantum) produce el vínculo conyugal (res et sacra- mentum) y
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 66
Los deberes y exigencias propios del matrimonio -cuyo
resumen último se concreta en ser «el uno para el otro y para los
hijos, testigos de la salvación» a través de su condición de esposos y
padres- han de verse siempre como expresión de la vocación. La
relación sacramento- vocación lleva a descubrir el carácter de
«don» y de «misión», que tiene el matrimonio el matrimonio: es un
don confiado por Dios a los esposos como misión. Es una misión
que -debe recordarse siempre- se presenta como exigencia y
realización de la misma verdad del matrimonio, en cuanto que tan
sólo de esa manera se puede vivir el Matrimonio de acuerdo con el
proyecto y designio de Dios. La fidelidad a la vocación es, pues, el
itinerario de la verdadera y auténtica libertad de los esposos.
El matrimonio concedido al hombre como don y como gracia es
una expresión eficaz del poder salvífico de Dios, capaz de llevarle
hasta la realización plena del designio de Dios. Primero, porque le
libera de la «dureza del corazón» en la que está inmerso por el
pecado original y que dificulta el entender correctamente la verdad
del matrimonio; y después, porque comporta la entrega efectiva de
las gracias para superar los obstáculos que en ese cumplimiento
puedan sobrevenir. Con el sacramento, los cónyuges cristianos son
ayudados por la presencia del Espíritu Santo en su corazón, que les
guía hasta el descubrimiento de la verdad de la vocación
matrimonial inscrita en la humanidad de su corazón, y les impulsa
orientar y configurar sus vidas según la ley de Dios.
Como «ethos», el sacramento del Matrimonio es, en el fondo,
«una exhortación a dominar la concupiscencia», y, por tanto, a vivir
la virtud de la castidad de la manera que les es propia, sin la cual es
imposible conseguir aquel dominio131. Del sacramento nace, como
«don» y como «tarea», la libertad del corazón -el dominio de la
«concupiscencia»- con la que es posible «vivir la unidad, y la
indisolubilidad del matrimonio y además el profundo sentido de la
dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la
dignidad del hombre en el corazón de la mujer), tanto en la
convivencia conyugal como en cualquier otro ámbito de las
relaciones recíprocas»132.

la gracia del sacramento del Matrimonio (res tantum). Sin embargo, no existe unanimidad en los
autores a la hora de explicar el modo en el que las gracias y auxilios determinados son concedidos de
hecho a los esposos en las diferentes circunstancias y necesidades. La respuesta, como es sabido, está
ligada a la concepción que se tenga sobre la causalidad de los sacramentos.
131 GS, n.51.
132 Cfr. MD, nn. 14,17.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 67
Cuando se afirma que uno de los fines del matrimonio es servir
de «remedio a la concupiscencia», se está diciendo sin más que al
matrimonio -como sacramento- le corresponde como don o gracia
particular -también como tarea- dominar el desorden de las
pasiones, estableciendo la armonía y libertad del corazón. En este
contexto «el matrimonio significa el orden ético introducido
conscientemente en el ámbito del corazón del hombre y de la mujer
y en el de sus relaciones recíprocas como marido y mujer» 133.
La consideración sacramental del matrimonio conduce a poner
de relieve que el hombre y la mujer «históricos» -los que viven-,
aunque son «hombres de la concupiscencia», son, sobre todo, los
hombres llamados a vivir y caminar «según el Espíritu»134. Aunque
la «concupiscencia» pueda, en ocasiones, arrastrarles hasta el error
y el pecado, sigue siempre inscrita en su interior la llamada a
abrazar la verdad, abandonando el error. El sacramento del
matrimonio es, por eso, fuente y razón de la esperanza y tono
ilusionante con que ha de desarrollarse siempre la vida de los
esposos cristianos. Por encima de cualquier obstáculo o
contrariedad está siempre vencedora la gracia del «don» que
recibieron. ¡Es el amor esponsal de Cristo por la Iglesia el que ellos
participan y vive en ellos por el sacramento!

2.3. Los sacramentos de la Eucaristía y de la


Reconciliación en la santificación de la familia

La Eucaristía es la consumación de la vida cristiana y el fin de


todos los sacramentos 135, es la «cumbre a la cual tiende la actividad
de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su
fuerza136. A la Eucaristía está estrecha e íntimamente vinculado el
matrimonio cristiano y, en consecuencia, la santificación de los
casados y de la familia cristiana.
El matrimonio -se decía líneas arriba- es participación y signo
de la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, que, en cuanto sellada
con la sangre de la Cruz, es representada en el sacrificio
eucarístico; hace, por tanto, que la alianza conyugal de los esposos
deba ser un trasunto y como la prolongación del sacrificio de la

133 JUAN PABLO II, Aloe. (1.XII. 1982), n. 3, en EF IV, 3785.


134 Cfr. Gal 5,16.
135 Cfr. CONC. VAT. II, Decr. Presbyterorum ordinais, n. 5; cfr. S. TOMÁS, S. Th., III, q. 73, n.3.
136 Cfr. ídem, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 10.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 68
Eterna y Nueva Alianza. En la entrega y donación de la Eucaristía,
encuentran los esposos el modelo que configura y anima desde
dentro la entrega y donación de su propia existencia conyugal y
familiar.
Como la participación de los esposos en el amor esponsal de
Cristo y de la Iglesia es real y no sólo intencional, en el amor
matrimonial se da ya un dinamismo interior capaz de conducir a
los esposos a vivir aquí el estilo del amor de Cristo representado en
la Eucaristía. Pero con la Eucaristía, ese dinamismo es reforzado y
robustecido, ya que el sacramento eucarístico transforma de tal
manera en Cristo al hombre, que éste llega a vivir la misma vida
divina: se reproducen las acciones de Cristo por que se piensa y
ama como Él, es decir, se vive de su Amor. Cada vez que los esposos
participan de la Eucaristía -supuestas obviamente las debidas
disposiciones -, su amor se transforma cada vez más- dentro de la
novedad de significación que les es propia- en «don» y «comunión»
que son, por otro lado, las características más típicas del sa-
cramento del Altar.
Consiguientemente la celebración y participación eucarística
es fundamento y alma de la santificación de la familia 137 y también
de su dinamismo misionero y apostólico138. Lo que desde el punto
de vista práctico ha de llevar en primer lugar a la participación
frecuente -diaria
si es posible- en la Eucaristía; y después, a convertir todo el día en
su prolongación y preparación. Eso quiere decir que «la Eucaristía
ha de ser siempre el centro y la raíz de la vida interior»139.
También el sacramento de la Penitencia ocupa un lugar
importante en la santificación de la familia cristiana. No sólo de los
esposos y de las familias que se encuentran en dificultades o en
situaciones irregulares, sino también de los que viven empeñados
en realizar el designio de Dios sobre sus vidas, ya que la conversión
y la reconciliación son notas distintas del vivir de los cristianos
mientras caminan por la tierra. Por eso la vida de la familia y de los
esposos cristianos ha de estar ligada siempre a la celebración del
sacramento de la Reconciliación.
El significado particular (que el sacramento de la

137 Cfr. GrS, n. 18.


138 Cfr. FC, n. 37.
139 Es Cristo que pasa, nn. 86 y 87.
EL MATRIMONIO, UNA VOCACIÓN A LA SANTIDAD 69
Reconciliación tiene) para la vida familiar»140
se descubre con sólo
advertir que, entre sus efectos, están los de hacer crecer y, cuando
es necesario, recomponer y restablecer la alianza y comunión
familiar. Porque el perdón de Dios, al quitar el pecado, reconcilia y
restablece la amistad del hombre consigo mismo y también con los
demás; ya que, según es claro desde la consideración de la
auténtica naturaleza del pecado, la ruptura con Dios en que
consiste su verdadera esencia es -no otra cosa- el origen de la
ruptura con el hombre. Por eso, al crecer o restablecerse según los
casos -mediante el perdón- la alianza y comunión con Dios, por lo
mismo crece y se restablece también la amistad y comunión con
uno mismo y con los demás hombres. (No se puede, en efecto, amar
a Dios sin amar al mismo tiempo todo cuanto Dios ama). El
perfeccionamiento y la construcción existencial del amor
matrimonial -el amor es el alma y la norma de la comunión
matrimonial y familiar- tienen, por tanto, en el sacramento de la
Reconciliación «su momento sacramental específico» 141.
De ahí que los matrimonios cristianos hayan de sentir en su
interior -sin que nadie tenga que recordarlo desde fuera- la
«urgencia» de acudir al sacramento del Perdón. De manera
necesaria cuando se haya producido una ruptura grave de la
alianza y comunión matrimonial en cualquiera de sus formas y de
cualquier modo, es decir, de pensamiento, palabra u obra. Y muy
convenientemente, en la circunstancia de que esa ruptura no
hubiera sido grave. Porque sólo cuando el hombre y la mujer que
han pecado se encuentran en Dios gracias al perdón sacramental,
se puede hablar de perdón mutuo y de verdadera reconciliación en-
tre ellos. Es así, porque sólo entonces ha desaparecido del todo y de
verdad -no sólo aparentemente- el muro y la ruptura que los
separaban. Por otro lado, en el sacramento de la Reconciliación
encuentra, cada cónyuge, las gracias específicas para otorgar y
recibir -en la parte y modo que a cada uno corresponda- el perdón
y la reconciliación que tan frecuentemente se han de vivir en la
existencia de las familias cristianas.

140 FC, n. 58; cfr. GrS, n. 18.


141 Cfr. Ibídem.
70 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

PARTE SEGUNDA
LA FIDELIDAD MATRIMONIAL

Por la alianza conyugal -el compromiso matrimonial- se


establece entre el hombre y la mujer que se casan una «unidad»,
por la que el varón, como esposo, pasa a «pertenecer» a la mujer y,
viceversa, la mujer, como esposa, al marido. «No dispone la mujer
de su cuerpo sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de
su cuerpo sino la mujer» 142. Es una unidad de tal riqueza y
densidad que comporta, por parte, de los que se casan, «la voluntad
de compartir (en cuanto esposos) todo su proyecto de vida, lo que
tienen y lo que son»143.
El matrimonio sirve al bien y es cauce de la realización de los
esposos en la medida que es cauce de la mutua donación de sí
mismos. Cuando la unidad, que han venido constituir por la alianza
matrimonial -ser «dos en una sola carne»144, como dice la
Escritura-, se puede describir, en el plano existencial, como «una
íntima comunidad de vida y amor» 145. Es, por tanto, del mayor
interés para la vida y espiritualidad matrimonial identificar los
elementos que permiten calificar de esa manera al matrimonio. Y si
los esposos son bautizados, porque, además, forman parte de la
respuesta a la plenitud de vida cristiana a la que están llamados por
la vocación matrimonial.
Reflexionar sobre el compromiso matrimonial y cómo
realizarlo en la vida de los esposos es el intento de los capítulos de
esta Segunda Parte. El capítulo quinto -«el nosotros146 del
matrimonio»5-es un acercamiento al sentido de la expresión
«comunidad de vida y amor», usada por el Vaticano II para
referirse al matrimonio. Señala el contexto cultural que tienen
delante los padres conciliares para expresarse de esa manera. Con

142 1 Co 7, 4.
143 JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 19.
144 Cfr. Mt 19, 6; Gn 2, 24.
145 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, n. 48.
146 Se publicó como El «nosotros» del matrimonio. Una lectura personalista del matrimonio como
«comunidad de vida y amor», en «Scripta Theologica» 31 (1999/1), 71-102.
71 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

esa misma finalidad, en el capítulo sexto -«la fidelidad matri-


monial»147- se pone de relieve que la fidelidad matrimonial es la
expresión más ajustada al significado del matrimonio como
comunidad de vida y amor, según el contexto personalista. El
capítulo séptimo -«construir la fidelidad»148- se detiene en la
consideración de las conductas que han de poner en práctica los
esposos para vivir la fidelidad.

147 Apareció en «Scripta Theologica» 36 (2004/2), 433-469. El título completo es La fidelidad


matrimonial. (Para una lectura personalista del amor en el matrimonio).
148 Es el texto de una conferencia a unas mujeres casadas, en el Colegio Mayor «Ola- bidea», de
Pamplona.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 72
Capítulo IV

EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO

Es ya tópico en la literatura teológica referirse al matrimonio


describiéndole como una «íntima comunidad de vida y amor». Es,
sin embargo, una expresión que, como tal, tan sólo desde hace unas
décadas aparece en un documento del magisterio de la Iglesia: por
primera vez se emplea en la Constitución Pastoral Gaudium et spes
del Concilio Vaticano II, en el capítulo 1 de la Segunda Parte. Al
considerar el carácter sagrado del matrimonio y la familia, el
Concilio dice: «Fundada por el Creador y en posesión de sus
propias leyes, la intima comunidad conyugal de vida y amor está
establecida sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su
consentimiento personal e irrevocable» (n. 48). La expresión que se
introduce ya en el esquema III149 se debe, en su materialidad, al
Cardenal Léger, según consta por las Actas150.

149 Son cuatro las redacciones o esquemas de la Constitución hasta llegar al texto definitivo. El
esquema I, discutido en el aula conciliar desde el 20 de octubre al 10 de noviembre de 1964, durante
la tercera sesión del Concilio, consta de cuatro capítulos y cinco anexos. La doctrina sobre el
matrimonio se encuentra en el n. 21 del esquema y en el anexo 2, que viene a ser un comentario
amplio del n. 21 citado. El esquema II («Textus receptus») se discute por los padres conciliares los
días 29 de septiembre al 1 de octubre de 1965: se compone de un prólogo, una parte primera
doctrinal y una parte segunda, práctica; tenía 106 números. Del matrimonio y la familia se habla en el
capítulo primero de la segunda parte, en los nn. 60 a 64. Con las sugerencias y peticiones de los
padres conciliares se reelabora el texto que se entrega a los padres el 13 de noviembre de ese mismo
año: es el esquema III («Textus recognitus»). El capítulo sobre el matrimonio y la familia es aprobado
el 16 de noviembre, si bien se hacen tantas enmiendas («modos»), que hay que enviarlo a la Comisión
para que las examine. Una vez realizado ese examen, el texto (esquema IV o «Textus denuo
recognitus») se presenta a votación. El 6 de diciembre se aprueba en la votación final ordinaria. La
votación definitiva tiene lugar en la sesión solemne del 7 de diciembre. En esa misma sesión es
promulgado por Pablo VI. Para el seguimiento de la redacción del texto conciliar sobre el capítulo
acerca de la dignidad del matrimonio y la familia, de la Constitución Gaudium et spes es de gran
ayuda E GIL HELLÍN, Constitutionis Pastoralis «Gaudium et spes» Synopsis Histórica. De dignitate
matrimonii etfamiliae fovenda., Pamplona 1982.
150 La expresión «íntima comunidad conyugal de vida y amor» aparece en el esquema III y, en su
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 73
En los últimos años se ha discutido mucho sobre el lugar del
amor conyugal en el matrimonio: si debía colocarse ahí la esencia
del matrimonio, etc. El Concilio, que se hace eco del debate, supera
la discusión entre los que pretendían afirmar que el amor es el
elemento principal del matrimonio y los que sostenían que esta
teoría lleva el peligro de reducir el matrimonio a sus componentes
subjetivos151. Y afirma abiertamente que, aunque el amor no lo es
todo en el matrimonio, si es su elemento más decisivo; y por eso ha
de ocupar el «centro» de la comunidad conyugal 152. Juan Pablo II
incide después sobre este mismo aspecto, al poner de relieve que el
amor debe ser siempre el principio y la fuerza de la comunión y
comunidad conyugal153.
Ahora, sin embargo, no me propongo analizar cómo, en los
años posteriores al Concilio, se ha desarrollado ese debate sobre el

materialidad, se debe al Cardenal Léger. Al respecto PH. DELHAYE, LEthique chrétienne face au défi de
la Moral Séculiere, en «Cahiers de la Revue Théologi- que de Louvain», Louvain-la-Neuve 1983, 112.
Las intervenciones del Cardenal Léger tienen lugar en las Congregaciones Generales 112 (Acta
Synodalia Concilii Oecumenici Vaticani II, vol. III, Pars VI, 33-36) y 138 (Acta Synodalia..., vol IV, Pars
III, 21-28). La «relatio» o presentación del texto en el aula conciliar, hecha por Mons. Hengsbach, ex-
plica que se incluye para dar respuesta a la petición de muchos padres que piden que, al hablar del
matrimonio, se subraye, ya desde el principio, no sólo los aspectos institucionales sino los de
comunión de vida. En concreto, se citan a los Cardenales Meouchi y Léger, y a los Arzobispos Dearden
y Djajasepoetra, de Detroit y Yakarta respectivamente. En el esquema II se habla de «comunidad
conyugal», que se completa en el esquema III con las palabras «íntima» y «de vida y amor». Las
palabras «y amor» les parece, a algunos padres, que es un añadido superfluo, porque —así
argumentan— el «amor» está comprendido en la «vida». Pero se rechaza esa propuesta, por la razón
apuntada antes, es decir, la necesidad de poner de relieve la importancia del amor en el matrimonio.
En la Congregación General 112, el Cardenal Léger, en las observaciones que hace al esquema sobre
el matrimonio, dice que, pareciéndole bien el esfuerzo que se hace por emplear un lenguaje pastoral
y sin tecnicismos al tratar de las cuestiones relacionadas con los fines del matrimonio, no está de
acuerdo con la manera de presentar la doctrina sobre el amor conyugal. En concreto, pide que se
ponga de relieve el valor intrínseco del amor de los cónyuges, que no sólo tiene valor moral porque
se siga de él la fecundidad. Para el Cardenal, el texto debería afirmar que el amor conyugal es un
verdadero fin de la unión de los esposos (Acta Synodalia..., vol. III, Pars VI, 55-56). En la intervención
posterior, en la Congregación General 138, es cuando propone que se hable del matrimonio como
«comunidad de vida y amor». Puesto que el matrimonio es la unión de dos personas, es necesario
referirse a él con una expresión que lo ponga de manifiesto, sin que, por ello, se descuide la
ordenación que tiene a la procreación. Por lo que su propuesta es: «a) se diga abierta y claramente
que el matrimonio es una comunidad de vida y amor; b) se exponga con nitidez el profundo signifi-
cado que la generación de hijos tiene para el amor y la vida conyugal; c) se ponga de relieve que la
voluntad de Dios es que los esposos, en su matrimonio, engendren y sean así sus cooperadores, de
manera que sepan que su amor se ordena no sólo a ellos, sino que forma parte de la Providencia
divina creadora (Acta Synodalia..., vol. IV, Pars III, 21-28).
151 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes. Textus recognitus et relationes, Pars II, en Acta
Synodalia..., vol, IV/I, 485- Sobre el lugar del amor conyugal en el matrimonio según Gaudium et spes
puede consultarse a E GIL HELLÍN, El lugar propio del amor conyugal en la estructura del matrimonio
según la «Gaudium et spes», «Anales Valentinos» 6 (1980), 1-35; s . LENER, Matrimonio e amore
coniugale nella «Gaudium et spes» e nella «Humane vitae», en «La Civiltá Cattolica» 1969/2), 25ss.;
ídem, Lamore coniugale, en «ibídem» 122 (1971/2), 451ss.
152 Cfr. CONC. VAT. Const. Gaudium et spes, n. 49 (en adelante GS).
153 Cfr. JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n 18 (en adelante FC).
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 74
lugar del amor conyugal en el matrimonio; tampoco es mi
propósito estudiar los textos conciliares relativos al amor conyugal;
o tratar de llegar hasta el sentido genuino de la expresión «íntima
comunidad conyugal de vida y amor» usada por el Concilio,
valiéndome de las Actas o del uso que el Magisterio de la Iglesia ha
dado a esa expresión, etc. Lo que se pretende en estas páginas es
situar de alguna manera los precedentes de esa expresión, es decir,
describir en parte el contexto intelectual del que se sirven los
redactores de la Constitución conciliar para acuñar y formular la
descripción del matrimonio como comunidad de vida y amor. El
estudio se desarrolla en tres apartados. El primero es una
justificación de la reflexión que hacemos. Viene a ser la respuesta a
las preguntas: ¿Por qué en el personalismo francés? ¿Por qué en
Madinier? (1). El segundo es una consideración sobre el
matrimonio como comunidad, en la perspectiva personalista (2). Y
el tercero trata de analizar, desde esa misma perspectiva, la
naturaleza y la función del amor en la construcción del matrimonio
como comunidad (3).
Es evidente que, al hacerlo, no se intenta establecer el criterio
que ha de tenerse en cuenta para determinar el sentido del texto
conciliar; pero a la vez es claro también que constituye un material
que puede ser útil en esa interpretación.

1. LOS PRECEDENTES DE LA TERMINOLOGÍA DE «GAUDIUM ET


SPES» SOBRE EL MATRIMONIO: EL «PERSONALISMO
FRANCÉS»

Cuando el Concilio, en la Constitución Gaudium et spes sobre la


Iglesia en el mundo actual, aborda las cuestiones relativas al
matrimonio y a la familia, tiene delante e intenta dialogar con el
hombre contemporáneo, es decir, el hombre postkantiano y
posthegeliano, que desconfía de la naturaleza entendida como
«vicaria Dei». Esa es la razón de que estructure su exposición en
torno a la dignidad de la persona humana en cuanto imagen de
Dios, y adopte, como uno de sus postulados, vincular la existencia
moral cristiana a la Historia de la Salvación, recurriendo, como
consecuencia, a una mayor fundamentación bíblica de los temas.
De todos modos no es necesario recordar que la perspectiva
seguida por el Concilio, al hablar del matrimonio, no supone una
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 75
ruptura ni negación de los enfoques de otras épocas: se pone de
relieve, por ejemplo, al tratar de la regulación de la procreación,
cuando se afirma que «la índole moral de la conducta no depende
solamente de la sincera intención y apreciación de los motivos, sino
de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de
sus actos»154; o cuando se proclama con fuerza que «el misterio del
hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» 155,
asegurando así -por el sólo hecho de que Cristo la haya asumido- la
consistencia de la naturaleza humana. Por otra parte, este recurrir
a la persona humana, como base de la respuesta dada «para
esclarecer algunos problemas más urgentes», no debe confundirse
con el llamado «individualismo moral» que, bajo el pretexto de
secularización, se olvida de la referencia a Dios y termina por negar
la existencia de normas morales objetivas y trascendentes. Para el
Concilio, la dignidad de la persona humana proviene de Dios y se
fundamenta en el acto creador de Dios, que culmina con la vocación
a la dignidad de hijo de Dios: «toda persona humana, incluso en su
dimensión puramente creatural, está en relación con el misterio e
historia de la salvación» 156, ya que «la vocación suprema del
hombre en realidad es una sola, es decir, divina» 157.
La presencia de esas corrientes de pensamiento, que
estructuran el desarrollo de las cuestiones en torno al primado de
la persona, se advierte enseguida desde la lectura de los diferentes
esquemas que se sucedieron en la elaboración de Gaudium et
spes158. Así, ciñéndonos al matrimonio y a la familia, se puede
constatar cómo la consideración de esas realidades, que en un
primer momento se hace desde un punto de vista
fundamentalmente jurídico, se decanta bien pronto hacia un
contexto personalista159. Por ejemplo, es claro el intento de poner
de relieve cómo los aspectos institucionales encuentran sentido en
estar ordenados y servir al bien de la persona humana; el amor es

154 GS, n. 51.


155 Ibídem, n. 22.
156 PH. DELHAYE, Personalismo y trascendencia en el actuar moral,\ en J.L. ILLANES y otros
(dir.), Ética y Teología ante la crisis contemporánea,, Pamplona 1980, 70.
157 GS, n. 22.
158 Sobre el enfoque personalista del Vaticano II en las cuestiones relativas a la moral, puede
consultarse el trabajo de PH. DELHAYE, Personalismo y trascendencia..., cit., 49-86. En relación con los
planteamientos personalistas en la teología moral cfr. A. SARMIENTO (ed.), Moral de la persona y
renovación de la teología moral Madrid 1988; ídem (dir.), El primado de la persona en la moral
contemporánea,, Pamplona 1987.
159 Cfr. E. KACZYNSKI. Le mariage et la famille. La communion despersonnes, en «Divinitas» 26
(1982), 317-331.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 76
visto como un valor en sí mismo, no sólo con vistas a la
procreación; la duración y estabilidad del matrimonio, además de
ser una exigencia del vinculo conyugal, lo es también del amor
conyugal, etc.160
Será necesario, por eso, buscar en esas corrientes -es decir, en
los así llamados «personalismos»161- los precedentes de la
descripción del matrimonio como «comunidad de vida y amor». En
este caso, esa búsqueda ha de centrarse muy particularmente en el
«personalismo francés»162, porque, según hace notar Ph. Delhaye,
uno de los redactores de la Constitución Gaudium et spes, ese
personalismo jugó un papel importante en la elaboración del texto
conciliar, tanto en los planteamientos de la Primera Parte como en
el tratamiento dado a los problemas más urgentes analizados en la
Segunda. En concreto, como autores, en los que se inspiraron para
esa redacción, se citan a Mounier, Lacroix y Nédoncelle163.
Sin embargo, en estas páginas -que, se insiste, tienen como
objetivo contribuir a presentar los precedentes de la expresión

160 Cfr, G, DELÉPINE, «Communio vitae et amoris coniugalis». Le courantpersonna- liste du


mariage dans Vévolution jurisprudencielle et doctrínale de la Rote 1969-1980, en «Travaux de doctorat
enThólogie et en Doit Canonique» (Univ. Cth. de Louvain). Nou- velle Serie, 9 (1987), 293; L. C.
BERNAL, Génesis de la doctrina de la Constitución «Gaudium et spes» sobre el amor conyugal, en
«ibídem 5 (1975), 51.
161 Bajo el nombre de «personalismo» los autores señalan esas corrientes de pensamiento que
centran en el concepto de persona, concebida como ser libre, racional y espiritual, el significado de la
realidad (cfr. T. URDÁNOZ, Historia de la Filosofía. VIII: Siglo XX: Neomarxismos. Estructuralismo.
Filosofía de inspiración cristiana, Madrid 1985, 361). Por eso, más que de «personalismo» como una
forma de pensamiento particular, hay que hablar de «personalismos», ya que son muchas las
corrientes en las que es posible encontrar al menos algunos elementos del pensamiento personalista.
Cfr. J. SEIFERT, El concepto de persona en la renovación de la Teología Moral. Personalismo y
personalismos, en A. SARMIENTO (dir.), Moral de la persona..., cit., 15-37; AA. W., Persona e persona-
lismo, Padova 1992; J. LACROIX, Lepersonnalisme. Sources, Fondements, Actualité, Lyon 1981; C. DÍAZ-
M. MACEIRAS, Introducción al personalismo actual, Madrid 1975.
162 Como corriente de pensamiento, se puede decir que el personalismo surge en el siglo XX, en
el ámbito francés. El término «personalismo», en su acepción filosófica, es usado a partir del libro Le
personnalisme, de Charles Renouvier. Pero, como se reconoce comúnmente, son los autores
relacionados con el movimiento Esprit los que consagran ese término como corriente de
pensamiento en defensa de la persona. «Llamamos personalismo —es cribe Mounier—a toda
doctrina, a toda civilización que afirma el primado de la persona humana sobre las necesidades
materiales y sobre los mecanismos colectivos que sostienen su desarrollo». Por ello, dado que con
frecuencia subyace, en cada autor, una comprensión diferente de la persona, se prefiere hablar de «la
inspiración personalista».
163 Además del testimonio referido en el artículo citado {Personalismo y trascendencia en el
actuar moral y social’ cit., 51), en el que Delhaye dice que Haubtmann se inspiró, para la redacción de
la primera parte de Gaudium et spes, en el personalismo de Lacroix y de Mounier, en el Coloquio
organizado en Lovaina La Nueva, el 20 de noviembre de 1982, con moivo de su paso a «emérito»,
vuelve a insistir: «Si la constitu- tion dogmatique sur la Révelation semble parfoit avoir le suffle court,
la constitution pastorale Gaudium et spes a put le souffle de l’Esprit et elle fait place aux influences de
Nédoncelle, Mouroux, Mounier»{FÉtique crétienne..., cit, 111). A este propósito puede consultarse a
M. VlNCENT, Les orientationspersonnalistes de Gaudium et spes, en «Travaux de Doctorat en Théologie
et Droit Canonique» (Univ. Cath. de Louvain), Nouvelle Sé- rie, 7 (1981).
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 77
conciliar del matrimonio como comunidad de vida y amor-, la
atención se centra en el análisis de otro autor: en G. Madinier164. Y
esto por varios motivos. En primer lugar, se trata de un autor que
pertenece a esa corriente personalista francesa y, en consecuencia,
comparte en buena parte los planteamientos de los personalistas
que se acaban de citar. Así consta, por ejemplo, en relación con
Lacroix, a propósito de los temas de la familia165; y con Nédoncelle,
en la consideración que hace del amor166. Con Mounier existe una
coincidencia tal en la reflexión que -uno y otro autor- hacen sobre
la comunidad como ideal de la sociedad, que, dentro de las parti-
cularidades propias de cada uno, se puede decir que Madinier
aplica al matrimonio el paradigma de comunidad que postula
Mounier. Madinier es uno de los representantes del personalismo
francés que, dedicando su atención a la comunidad como
realización ideal de la sociedad, se detiene a la vez en el análisis de
la que considera como una de sus realizaciones principales: la
comunidad conyugal. Por otro lado, si se exceptúa a Mounier, que

164 Gabriel Madinier nace el 18 de julio de 1981 en Lyon, ciudad en la que muere el 12 de
diciembre 1958. Ingresa en la «École Nórmale Supérieure», en 1919, obteniendo el grado de
Agregado de Filosofía, en 1922 y el de Doctor, en 1938. Como profesor ejerce en el Liceo de Alen^on
(1923-1924), Bourges (1924-1929), Lyon (1929-1940), encargado el la Universidad de Montpellier
(1940-1941), encargado y titular en la de Lyon (1941-1958). De sus obras cabe citar: Conscience et
mouvement. Étude sur la philosophie frangaise de Condillac h Bergson, Paris 1938; Conscience et
amour. Essai sur le «nous», Paris 1938; Conscience et signification, Paris 1953; La conscience morale,
Paris 1954; Vers une philosophie réflexive, Neuchátel 1960; Nature et mystere de la famille, Tornai
1961.
Para el estudio del pensamiento de Madinier, junto a otros estudios, son de interés los J. LACROIX,
Panorama de la philosophie frangaise contemporaine, Paris 1966; A. BERGE- RON, Lautoposition du
moipar la conscience moral,’ en «Dialogue» (1964), 1-24; AA, W., Hommage a la memoire de P.
Lachiéz-Rey et G. Madinier, Lyon 1959; A. FOREST, Lapen- sée de G. Madinier, prefacio a G. MADINIER,
Vers une philosophie réflexive, cit., 7-32.
165 J. Lacroix (1900-1986), cuya producción literaria suma un total de 24 libros y más de dos
centenares de otros escritos (entre artículos y prólogos), tiene dos obras relacionadas de manera
particular con el matrimonio y la familia: Personne et amour, Paris 1955 (Ia edic., Lyon 1942); y Forcé
et faiblesses de la famille, Paris 1948 (trad. castellano: Fuerza y debilidades de la familia, Barcelona
1962). En la 4a edición aumentada de esta segunda obra, Lacroix acude al escrito Famille et société
(una ponencia pronunciada por Madinier en junio de 1942, en Lyon, y publicada como uno de los
capítulos en el libro Nature et mystere de la famille, cit., 43-66. Entre Madinier y Lacroix existe
bastante afinidad en el tratamiento de las cuestiones sobre el matrimonio y la familia, según se des-
prende del prólogo que Lacroix escribe para el libro que se acaba de citar, y también por las
referencias que se hacen, el uno al otro, en sus escritos.
166 Para el estudio del pensamiento de M. Nédoncelle (1905-1976) son de gran ayuda los
estudios de C. VALENZIANO, Introduzione alia filosofía delVamore di Maurice Nédoncelle, Roma 1965;
M. PRETTO, La filosofía della persona in Maurice Nédoncelle, Padova 1964. En castellano está el
amplio estudio de J. FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, Antropología dialéctica. Estatuto metafisico de la
persona según Maurice Nédoncelle, I-II, Madrid 1982.
En relación con el estudio que se hace aquí, la obra más interesante, de Nédoncelle, es La réciprocité
des consciences, essai sur la nature de la personne, Paris 1942. Madi- niera cude a ella, para el análisis
que hace del «nosotros» de la familia, en el libro Nature et mystere de la famille.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 78
muere en 1950167,
desarrolla buena parte de su actividad con
anterioridad a Lacroix y Nédoncelle, con los que -como se acaba de
decir- también coincide y se relaciona.
De Madinier, en relación con el objetivo que nos hemos
propuesto, interesan sobre todo dos obras: Conscience etamour168 y
Nature et mystere de la famille169. Sirven para analizar, desde la
perspectiva psicológica y existencial -el método de la «filosofía
espiritualista francesa»- el «nosotros» del amor y de la familia, y
del matrimonio como realización principal de la comunidad
interpersonal. A partir de los datos de la psicología, de la
experiencia personal, se trata de elaborar una antropología que
permita hablar de la dimensión comunitaria como algo esencial de
la persona. Para Madinier la conciencia del «yo» es, en el fondo,
conciencia del «nosotros». La conciencia «justa» del yo personal es
la conciencia moral, la conciencia de un «yo» responsable ante
alguien, que es superior y transcendente a él; y, por eso, la
experiencia del «yo» personal es inseparable de la conciencia de los
valores transcendentes: psicología y ética son inseparables.
Marcada en lo más íntimo de su ser por un dinamismo que le abre a
una aspiración de «más ser» -como ser contingente-, la persona
está abierta a los otros: Dios, los demás, el cosmos. En el fondo ese
dinamismo se identifica con la vocación al amor.
Desde esta perspectiva, el problema de la comunidad, para
Madi- nier, es cómo concebir la unidad entre el todo -el «nosotros»
de los miembros de la comunidad- y las partes -las personas- que la
componen, porque existe el peligro de acentuar tanto el todo -el
«nosotros»- que se caiga en un monismo o, por contra, subrayar
tanto las partes -los «yo» de las personas- que el todo apenas tenga
relevancia. Para Madi- nier es el amor el que da razón tanto de la
unidad como de la multiplicidad. El «nosotros» de la comunidad se
construye sobre todo por el amor. Sobre la base de estas

167 E. Mounier (1905-1950), reconocido como el creador del movimiento personalista freancés,
escribe la mayor parte de sus obras entre 1932 y 1939. Han sido recogidas en E. MOUNIER, Oeuvres,
I-IV, Paris 1961-1963 (de la traducción al castellano se ha hecho cargo la editorial «Sígueme»,
Salamanca, 1980-1993). Sobre la obra de Mounier es mucho y muy variado lo que se ha escrito. Entre
lo publicado en castellano cabe destacar a C. DÍAZ, Mounier y la identidad cristiana,, Salamanca 1978.
Un breve apunte sobre la vida de Mounier, con abundante bibliografía puede verse en J. L. LORDA,
Antropología. Del Vaticano IIa fuan Pablo //, Madrid 1996.
168 En este trabajo se tiene delante la 3a edición (Paris 1962), prologada por H. Gouthier (en
adelante CetA).
169 Nature et mystere de la famille (Paris 1961) es el conjunto de diversos artículos sobre la
familia con motivos diferentes. El prólogo es J. Lacro ix, según se señalaba antes (en adelante NetM).
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 79
reflexiones en Nature et mistere de la famille se aborda ya la
naturaleza del «nosotros» de la familia y el matrimonio y las
implicaciones prácticas que se derivan: la inseparabilidad entre
amor conyugal y fecundidad, entre otras.
Cuanto acaba de decirse debe tenerse siempre a la vista en el
estudio de la obra de Madinier. En efecto, da razón del horizonte en
el que deben ser leídas sus reflexiones: el ético y existencial. Por
eso en el análisis del matrimonio y la familia -se afirma
expresamente-, lo que interesa realmente es «para qué» o
«intención» de esas realidades y, más concretamente, cuál ha de ser
la actuación de los sujetos que las forman, a fin de que,
respondiendo a esa finalidad, cada uno de ellos alcance su
realización personal170. Desde esta perspectiva Madinier habla del
matrimonio como «la unión del hombre y la mujer con vistas a
fundar un ‘hogar de amor en el que, gracias al don recíproco de sí
mismos, están en disposición de realizarse como personas y llamar
a la existencia a otros seres (los hijos), con el compromiso de
ayudarles en su realización personal (mediante la educación)» 171.
El bien -la realización personal- del hombre y la mujer que se unen
en el matrimonio y la paterni- dad/maternidad ejercida de manera
acorde con esa realización personal, por tanto, están vinculadas a
que la unión de los esposos dé lugar a la constitución de un «hogar
de amor» que, en otros momentos, designa con la expresión
«comunidad de amor»172. Ahora bien, ¿cuándo y cómo -según
Madinier- se puede decir que la unión de los esposos es un «hogar
de amor» o «comunidad de amor»?

2. El matrimonio, «hogar de amor»

Madinier se refiere a la finalidad del matrimonio, situando su


reflexión en la perspectiva de los esposos, y, en este sentido, con la
expresión «fundar un hogar» indica claramente el «hacer» de los

170 Cfr. NetA, 17.


171 Ibídem, 80.
172 Los lugares son abundantes. Por vía de ejemplo, NetM, 83. También el Cardenal Léger, en el
voto remitido a la Comisión Conciliar, identifica las expresiones «hogar de amor» y «comunidad de
vida y amor»: «II. La commununauté conjúgale. Les aspects du mariage sont nombreux. Mais il es
legitime á nos cotemporains de découvrir en lui un foyer d’amour, c’est-á-dire le lieu d’une
communauté intime de vie et amour entre un homme et une femme....»{Textus emendatus a Cardinale
Léger propositas, en F. GIL HE- LLÍN, Constitutionis Pastoralis..., cit., 344-343).
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 80
esposos. Desde esta perspectiva habla del matrimonio como de una
«realidad a construir»: «la familia -dice textualmente- (vale lo
mismo para el matrimonio, toda vez que éste es la primera forma
de familia), mas que algo enteramente acabado es algo que se debe
realizar»173. Como consecuencia de la unión que han establecido,
los esposos constituyen un «nosotros» -una «unidad de dos»- en
cuyo interior cada uno de ellos deja de ser un «él» y,
permaneciendo «yo» y «tú», se convierten en un «nosotros» en el
que pasan a ser el uno del y para el otro. De tal manera que se
puede decir, en algún sentido, que son «recreados», es decir, pasan
a existir de un modo nuevo: se han convertido en «esposos» y, por
tanto, en padres/madres posibles 174. Madinier insiste una y otra
vez en el «nosotros» del matrimonio como «creación» de los
esposos. Pero el problema que aquí se plantea es el que se refiere a
la naturaleza y calidad de ese «hacer» de los esposos para que su
unión funde ese «nosotros», ese «hogar de amor». Porque es
evidente, en el pensamiento de Madinier, que, siendo indispensable
la libertad del hombre en la constitución y desarrollo del
«nosotros» del matrimonio -no pueden ser sustituidos-, también lo
es que cualquier forma de hacer «no puede servir» para ese co-
metido. Así se concluye, entre otras causas, de su condición
creatural.
La posición de Madinier sobre esta cuestión es terminante.
Sólo da lugar al «hogar de amor» o «comunidad de amor» (que para
Madinier, como se verá después, connota inseparablemente ser
«comunidad de vida») aquella unión de los esposos que se
despliega existencialmente como respuesta fiel a las «leyes
esenciales» del matrimonio como institución. De ahí que es
necesario advertir dos significados en el término «nosotros»
referido al matrimonio: a) uno transcendente, anterior y por
encima de los esposos (son los elementos institucionales,
irreformables y permanentes: lo que la unión de los esposos está
llamada a ser según su propia naturaleza para que sea «comunidad
de amor»; b) otro, dependiente del existir de los esposos como
respuesta fiel a esas leyes esenciales175.
La existencia conyugal sirve al bien y realización personal de
los esposos en la medida que se enmarca y es expresión de unas

173 NetM, 17.


174 Cfr. ibídem, 38.
175 Cfr. ibídem, 83-84.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 81
leyes fundamentales, transcendentes, por encima de la voluntad de
los que se casan. Pero ello sólo es posible si el matrimonio se vive
como intima comunidad de vida y amor. Ver los pasos para llegar a
esta conclusión en Madinier es lo que ahora nos proponemos,
describiendo en primer lugar esas leyes; luego el sentido del
término «comunidad»; después el papel del amor en la
construcción de la comunidad; a continuación, el amor conyugal en
la realización del matrimonio; y por último la apertura a la vida de
la comunidad conyugal.

2.1. El «deber ser» o las «leyes esenciales» de la unión conyugal

Para Madinier, el matrimonio -como la familia- es una realidad


natural. Eso, entre otras cosas, quiere decir que es una realidad
definida, en sus elementos esenciales, con unas leyes irreformables
y permanentes, precisamente porque son naturales; tan definida y
fijada como lo es la Sabiduría divina de la que es expresión la
naturaleza humana. A la vez, sin embargo, tanto el matrimonio
como la familia son realidades no del todo naturales, si con la
palabra «natural» se pretende sostener que se trata de entidades
totalmente cerradas 176. Por este motivo, como el descubrimiento y
seguimiento de esas leyes están confiados a la libertad del hombre,
Madinier prefiere hablar del matrimonio como misterio de amor,
porque -afirma- de esta manera «se indica que se trata de una
realidad insondable, no revelada del todo»177, en la que
«preguntarse por alguno de sus aspectos es preguntarse por su ser
y no tan sólo por su actividad» 178: una realidad que «es dada»179,
«anterior, superior» a los que la forman180; y «sagrada», en cuanto
deriva su origen del Creador181. Y, a la vez, se pone también de
relieve el papel de la libertad humana, que, en última instancia,
consiste en responder activa y positivamente al misterio del que,
como casados, forman parte.
No se desfigura el pensamiento de Madinier si se dice que el
matrimonio es una realidad «natural», que hunde sus raíces en la

176 Cfr. ibídem, 22, 26-31.


177 Ibídem, 30.
178 Ibídem.
179 Ibídem.
180 Ibídem.
181 Cfr. ibídem, 30-31.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 82
humanidad del hombre y de la mujer, y, en consecuencia, uno y
otra están orientados creacionalmente por Dios a la mutua unión y
complementariedad. En este sentido, la unión a que da lugar el
matrimonio es superior, es decir, transciende y está por encima de
la voluntad de los que se casan. Pero no se puede olvidar que, en el
caso del matrimonio, se está hablando de la «naturaleza humana»,
de la que la libertad es un componente esencial. De ahí que, aunque
la constitución y el desarrollo posterior de esa unión estén ligados
al ejercicio de esa libertad, ésta, siendo verdadera, es también
relativa. Ha de actuarse siempre en el ámbito de la orientación
recibida creacionalmente, es decir, tan sólo responde a la verdad -
es verdadero ejercicio de la libertad- en la medida que es respuesta
afirmativa a las «leyes» o condición propia de esa «naturaleza hu-
mana».
La fidelidad a esas leyes esenciales, en consecuencia, viene a
ser el cauce y la garantía de la constitución del matrimonio como
«hogar de amor» y, por eso mismo, de la realización personal de los
esposos182. Por emerger de la misma naturaleza humana, no son
externas a las estructuras de la persona humana ni pueden ser
contrarias a su libertad183. Convencido de esta verdad, Madinier
invita a los casados a considerar esas leyes, no de una manera
negativa -desde aquello que prohíben-, sino desde la perspectiva de
los bienes que protegen: es decir, como camino para la realización
del bien184.
Esas «leyes esenciales», de cuya observancia se hace depender
la existencia de la familia (y el matrimonio) como «hogar de amor»,
son -para Madinier- cuatro: «la ley de la institución, la ley de la
monogamia, la ley de la indisolubilidad y la ley de la
fecundidad»185. Son unas leyes que, por ser expresión de exigencias
radicadas en la naturaleza humana, la razón humana es capaz de
descubrir si procede con sinceridad, orientando su búsqueda en la
dirección del bien186.
Con este presupuesto, Madinier se limita a hacer una somera
descripción del alcance o contenido de estas leyes. Primero, porque
le parecen algo evidente. Pero, sobre todo, porque lo que le interesa

182 Cfr. ibídem, 22, 30-31.


183 Cfr, ibídem, 26.
184 Cfr. ibídem, 23-26.
185 Ibídem, 18.
186 Cfr. ibídem, 19.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 83
es descubrir la manera en que los esposos han de configurar su
existencia a fin de que pueda ser respuesta al bien que protegen
esas leyes; y, de ese modo, hacer que su unión matrimonial dé lugar
a un «hogar de amor» o «comunidad de amor». Esta es, en resumen,
su exposición:
- La ley de la institución. A Madinier no le parece difícil probar
la necesidad de un marco ético-jurídico, público, que «regule» tanto
el constituirse como el desplegarse de la unión del matrimonio. El
matrimonio, dice, no puede ser un asunto privado, limitado en
exclusividad a la intimidad de los que se casan. Están implicados
unos bienes y valores de tal naturaleza, que hacen que la
institución sea necesaria siempre. La institución, antes que
imperativo jurídico, es exigencia del amor de los esposos, del
lenguaje de la sexualidad como expresión de ese amor, del bien de
la sociedad cuya existencia y calidad está comprometida en esa
unión, etc.187 En último término, la necesidad de esos elementos
institucionales deriva de la sabia disposición del Creador, quien con
su Providencia dirige todo al bien de las personas. Por ello -eso es
lo que Madinier quiere poner de relieve- la institución no va contra
el bien y libertad de los esposos, sino que, por el contrario, sirve
para proteger y hacer que su amor se fortalezca y vaya a más.
- La ley de la unidad (monogamia). Madinier fundamenta la
necesidad de la unidad en el matrimonio a partir de la naturaleza
de la unión conyugal y también de la igual dignidad personal de los
esposos. (No dice nada del bien de los hijos). Al amor de los
esposos le es esencial la totalidad y, por eso mismo, la exclusividad:
en efecto -asegura Madinier- «sólo la monogamia realiza la verdad
del amor en cuanto donación total, exclusiva y recíproca» 188. Esta
exclusividad aparece confirmada por la igual dignidad del hombre
y la mujer, ya que, de no ser así, la otra parte sería considerada
como inferior y, de manera particular en el caso de la mujer, se la
rebajaría a la condición de «objeto» de placer 189. Algo que jamás
puede conciliarse con el verdadero amor esponsal que, en cuanto
tal, es siempre donación sincera de sí mismo, es decir, afirmación
del otro en su dignidad y peculiaridad.
- La ley de la indisolubilidad. La indisolubilidad es una
propiedad de la unión matrimonial distinta de la unidad: una cosa

187 Cfr. ibídem.


188 Ibídem, 20.
189 Cfr. ib ídem.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 84
es que la entrega recíproca sea exclusiva y otra, que esa entrega sea
para siempre; pero se implican y reclaman de tal manera que, en el
fondo, no son más que dimensiones diferentes de la misma
realidad. La indisolubilidad es la permanencia en el tiempo de la
exclusividad de la unión conyugal, hace referencia a la duración del
matrimonio que, una vez que se ha contraído, no se puede
disolver190.
Madinier se sirve de los mismos argumentos empleados para
afirmar la unidad: la naturaleza del compromiso de la unión
conyugal del que el amor matrimonial es expresión, la dignidad de
los esposos que se unen en el matrimonio; y enumera además uno
nuevo: «el bien de los hijos» 191. Sin embargo, se detiene
particularmente en mostrar cómo la sola posibilidad del divorcio es
una injuria contra el amor conyugal que, por ir de persona a
persona y expresarse en la donación de la conyugalidad, exige ser
incondicional y para siempre192. Jamás se podría hablar de
sinceridad en el amor que no entrañara el compromiso de
fidelidad: si eso ocurriera, el amor se habría reducido a
sentimiento, algo pasajero; muy diferente del verdadero amor 193.
- La ley de la fecundidad. También sobre este punto la
exposición de Madinier es escueta. Dando por descontado que el
matrimonio debe ser fecundo, se limita a decir que es ley del
matrimonio estar abierto a la vida (en este sentido -concreta- los
esposos, dándose cuenta de esta responsabilidad, deben
preguntarse con sinceridad si viven de manera generosa esta ley de
su matrimonio)194; y, por ello, «son condenables todos los pro-
cedimientos dirigidos a esterilizar voluntariamente el acto
conyugal»195.
Madinier no duda en afirmar que se trata de unas leyes
fundamentales, fáciles de descubrir como exigencias de la
naturaleza humana, si a ésta se la considera adecuadamente 196.
2.2. El significado del término «comunidad»

Es conocida -señala Madinier- la distinción, corriente entre los

190 Cfr. ibídem.


191 Cfr. ibídem.
192 Cfr. ibídem, 20-21.
193 Cfr. ibídem, 21.
194 Cfr. ibídem.
195 Ibídem.
196 Ibídem, 22.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 85
sociólogos, entre «sociedad» y «comunidad». La primera designa a
aquellas agrupaciones de personas que se organizan
exclusivamente, es decir, se constituyen y determinan únicamente
por la voluntad de los que las componen: son artificiales. La
segunda se aplica a las agrupaciones de personas que tienen su
origen en la naturaleza. Estas pueden ser espontáneas o
dependientes, en su constitución y desarrollo, de la voluntad de los
que las integran; si bien, en esta segunda hipótesis, la intervención
de la voluntad no puede ser arbitraria, ya que ha de proceder según
la intención de la naturaleza 197. Sin abandonar esta distinción y
manera de referirse a la sociedad, Madinier prefiere otra forma de
hablar. A partir del análisis del acto que da lugar a la constitución
de la sociedad y, por tanto, del lazo que une a sus componentes, es
posible -dice- distinguir tres clases o modos de asociarse: la
«cooperación», la «asimilación» y la «intimidad» 198.
En la «cooperación», los sujetos se unen con el propósito de
lograr un fin común, siendo evidente que cuanto más estrecha sea
la cooperación más fuerte será el lazo que los una 199. Con todo, hay
que decir que se trata tan sólo de una unión exterior: se unen en la
medida en que desempeñan una función o actividad que resulta útil
al conjunto200. Por eso, puede darse una cooperación estrechísima
entre ellos y a la vez, cada uno, permanecer encerrado en su
egoísmo201. En cualquier caso, la cooperación, siendo necesaria
siempre en cualquier tipo de sociedad, no constituye el ideal de
sociedad202.
Puede suceder que la unión entre los miembros de la sociedad
en orden a conseguir un fin común sea la consecuencia de un cierta
mentalidad o ánimo común que les lleve a entregarse al servicio de
una misma causa. Tiene lugar entonces la «asimilación». No se trata
ya de una simple unión externa, sino de una unidad real,
constituida desde dentro, por amor al mismo fin203. Pero tampoco
esta forma de unión realiza el ideal de sociedad, ya que la
«asimilación» no tiene lugar si no es por el abandono de lo que es

197 Cfr. ibídem, 94.


198 Cfr. ibídem, 47, 94-95.
199 Cfr. ibídem.
200 Cfr. ibídem, 94.
201 Cfr. ibídem.
202 Cfr. ibídem, 48.
203 Cfr. ibídem, 94-95-
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 86
más propio y singular de cada uno 204:
al absorber al individuo en la
masa, no sirve para desarrollar la personalidad de cada uno 205.
El ideal de sociedad debe buscarse -dice Madinier- en otro tipo
de unión. Éste será -continúa- aquel, capaz de integrar a cada
miembro, abarcándolo en la totalidad de su ser, en lo que tiene de
más personal; y, a la vez, sometiéndolo enteramente a la unidad
formada, de tal manera que no se dé en él nada que no esté
insertado en esa unidad y, a la inversa, que esa unidad concurra a
desarrollar la sigularidad y peculiaridad de su ser personal 206.
Madinier designa a esta forma de unión como «intimidad» y es la
que hace, de la unidad o sociedad de personas, una comunidad.
Aquí los sujetos no se unen únicamente para llevar a cabo una
actividad común, ni se identifican hasta el punto de disolverse en
una especie de alma colectiva o mentalidad común, sino que,
permaneciendo cada uno en su singularidad concreta, se
complementan y engarzan en una «presencia» que les envuelve,
sostiene y enriquece207. En esta forma de unión, la persona es lo
que cuenta, precisamente en lo que tiene de singular e
insustituible: es la persona, en cuanto tal, la que se da y recibe en
esa unión que, de esa manera, es cauce del enriquecimiento y
perfeccionamiento mutuos 208. En esta unidad, en la que -se insiste-
Madinier cifra el ideal de la sociedad y que designa con la expresión
de «intimidad» -una «comunidad» que es «intimidad»-, cada una de
las personas hace de sí misma un don para los demás 209. Aquí la
relación es reciprocidad y, por ser interpersonal, ha de ser
necesariamente total y gratuita210.
Una unión de este tipo, es decir, la «intimidad» que Madinier
describe también como «unión y donación recíprocas»211, sólo es
posible si es fruto del amor. Se inicia y esboza en la amistad, pero
sólo se realiza de manera acabada en el amor, es decir, en «la
donación que dos personas hacen de sí mismas, la una a la otra» 212.

204 Cfr. ibídem 49.


205 Cfr. ibídem 95.
206 Cfr. ibídem, 49-50.
207 Cfr. ibídem, 95.
208 Cfr. ibídem, 96.
209 CetA, 105.
210 Con todo, es necesario advertir que estas tres formas de unión —la cooperación, la
asimilación y la intimidad— no tienen por qué excluirse entre sí, porque, en el fondo, más que de tres
clases de sociedad, se está hablando de tres modos o grados de socialidad.
211 Cfr. NetM, 96
212 Ibídem.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 87
La relación con el otro es debida, no a las cualidades que pueda
tener, sino a que es él, un «tú» con nombre propio que le diferencia
de todos los demás. No se desprecian sus valores y cualidades,
tampoco dejan de tenerse en cuenta; pero lo verdaderamente
importante es su persona, con su libertad.
El amor es unión; no es fusión, ni identificación. Aunque puede
haber identidad de sentimientos, comunión de intereses, etc., si se
ama, se quiere al otro en su insustituible singularidad 213. Con
palabras de G. Marcel, Madinier subraya que lo propio del amor es
afirmar al otro como un «tú»: cuando se considera al otro como
«él», existe, a lo sumo, concurso o cooperación: es decir,
colaboración de funciones y actividades con vistas a conseguir un
fin que es exterior a la persona; se le ve como un extraño. El «tú»,
en cambio, es el otro, en cuanto participa en el diálogo, es decir, en
cuanto entra a formar parte de una comunidad.

3. La «comunidad», fruto del amor

Acaba de verse cómo ni la categoría de identidad ni la de


finalidad dan lugar a la existencia de la sociedad como
comunidad214. Unicamente el amor conduce a esa unidad que se
realiza en la comunión215. De ahí que sea necesario precisar bien la
naturaleza de ese amor, porque -advierte Madinier- se trata de un
término que es equívoco y, por ello, cabe preguntarse si todas las
formas de amor, es decir, las realidades a que se alude con ese
nombre pertenecen al mismo género. Al respecto -continúa- es ya
clásica la tesis de la oposición entre el amor de concupiscencia y el
de benevolencia; pero -sigue preguntándose- ¿ese término es de tal
manera equívoco que no existe ningún tipo de continuidad entre
las diversas formas de amor?216 3.1. El amor: perspectiva
personalista

Según Madinier, se puede contestar a este interrogante desde


una doble perspectiva. La primera, que podría denominarse
«objetivista», es clásica, próxima al sentido común y se formula a

213 Cfr. ibídem, 51.


214 Cfr. CetA, 72, 75.
215 Cfr. ibídem, 80.
216 Cfr. ibídem, 81.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 88
partir de dos afirmaciones relacionadas entre sí: a) el que ama
tiende a identificarse con el amado, a hacerse una sola cosa con él;
b) si el amor es tendencia del amante hacia su bien, se da
continuidad entre todas las formas de amor217. Es verdad, sigue
diciendo Madinier, que el contenido de esas tesis y, por tanto, la
teoría que las sustenta, parece ser reflejo de la realidad, porque,
como la experiencia atestigua claramente, lo que el amante busca
es unirse al amado; y, en este sentido, el amor de concupiscencia y
el de benevolencia son grados diferentes del mismo amor (el amor,
en definitiva, no es otra cosa que el deseo de unirse al bien
propio)218. Es así porque una y otra forma de amor obedece, en el
fondo, al hecho de ver al amado como un objeto 219.
Sin embargo, existe otra perspectiva en la consideración del
amor. Es la «personalista». Ésta permite descubrir que la
estructura del amor es diferente, según sea el bien al que se aspira.
Aquí el que ama desea y anhela también la unión con el amado,
hacerse una sola cosa con él; pero es una unión que nunca es fusión
ni identificación: se ve al amado como un ser que es único, un «tú»
que es querido precisamente en su singularidad, a quien se desea
que exista y llegue a su perfección 220. Por ello, es necesario di-
ferenciar claramente la simpatía y el amor. La simpatía, en cuanto
«pasión afectiva de sujetos que se identifican en una emoción
común», es importante, constituye como la antesala del amor:
prepara el terreno del amor, ofrece -si se puede hablar así- los
materiales para el amor; pero no es el amor. El amor no es el
desarrollo sin más de la simpatía 221. Cuando el amor se limita a la
simpatía, acecha siempre el riesgo de sucumbir al deseo 222.
«El amor transforma la unidad-fusión de los sujetos
(=comunidad de naturaleza) en una unidad-sociedad que es
relación de personas. No da lugar a una totalidad biológica en la
que los individuos se diluyen, sino a una totalidad espiritual en la
que se desarrollan las personas»223. Crea, por tanto, una comunidad
espiritual en la que esas personas son afirmadas en su irrepetible

217 Cfr. ibídem. 81-82.


218 Cfr. ibídem, 82-83.
219 Cfr. ibídem, 84.
220 Cfr. ibídem.
221 Cfr. ibídem, 85.
222 Cfr. ibídem.
223 Ibídem.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 89
singularidad224.
Entre el deseo (el amor-pasión) y la donación (el amor-
entrega) no tiene por qué haber forzosamente una ruptura. En el
amor-pasión puede darse también un querer a la persona del otro
en cuanto tal; aunque sólo esto último es lo verdaderamente
decisivo y determinante de la verdad del amor, ya que «amar es
querer al otro como sujeto»225, es decir, como persona con toda la
entidad de bien que le configura como tal. El amor no destruye la
alteridad, la afirma transformándola 226. Algo que parece evidente
desde la experiencia del amante y del amado227.
La consecuencia es que si nos colocamos en esta perspectiva,
tres son las notas que definen el amor que da paso a la comunidad
de personas: a) la alteridad; b) la totalidad; c) la conciencia de
«nosotros».
- La alteridad. Amar es constituir un «nosotros», en cuyo
interior se sitúa la relación «yo»-«tú» y viceversa. Una intimidad en
la que, buscándose la unión, no se da ninguna identificación,
ninguno pierde la propia identidad. El amor implica esa alteridad,
que es reciprocidad de presencia, entendida ésta como intercambio
y diálogo desde dentro y en el interior. La reciprocidad hace que los
sujetos (en este caso los esposos) lo sean en la medida que lo son -
es decir, se comporten como tales- uno «para» el otro: únicamente
entonces dejan de ser extraños («ellos») y se convierten en
«nosotros» («yo»-«tú»). «Presencia, diálogo, reciprocidad son
términos que designan uniones totalmente diferentes a la fusión.
En el amor, en efecto, es esencial la alteridad» 228.
- La totalidad. Porque, en el «nosotros» de la comunidad, el
«tú» jamás pierde su identidad, el amor tiene como segunda
característica esencial la totalidad. Se ama al otro tal como él es, no
por sus cualidades y servicios. A la vez es necesario que el que ama
se pertenezca por entero, porque sólo así podrá hacer donación
sincera de sí mismo229.
En este sentido, se puede decir que el amor es esencialmente
inventor (creador) del «tú». No porque «ponga» en el sujeto
cualidades que no tiene, sino porque es capaz de descubrir, detrás

224 Cfr. ibídem.


225 Ibídem, 85-86.
226 Cfr. ibídem, 86.
227 Cfr. ibídem.
228 Cfr. ibídem, 87-88.
229 Cfr. ibídem, 88-89.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 90
y debajo de la mediocridad, el sujeto (la persona) que, como tal,
tiene una dignidad absoluta.
- La conciencia de «nosotros». El «yo» y el «tú» -las personas-
se perfeccionan en tanto en cuanto viven su relación como un
«nosotros», fruto del amor. Se establece entonces una relación
interpersonal que, a la vez, es «creación» y «creadora» de la
persona230. Cuando se dice que la persona «es» amor, lo que se está
afirmando es que no se realiza como persona, si no es a través de la
entrega de sí mismo. Es así porque, dado que es un ser
esencialmente social, es decir, «para» la comunión, únicamente por
el amor se desarrolla según la calidad de su ser. El ser relación no
es una dimensión que se añada a la persona ya constituida. (Con
ello no se insinúa que la persona que no ama pierda su condición
de persona; lo que se dice es que no se realiza de acuerdo con la
plenitud de ser a la que está llamada). Y como el «nosotros», fruto
del amor, es afirmación de cada uno de los «tú» como singularidad
y, por tanto como libertad, la comunidad creada no es algo
totalmente cerrado y construido de una vez, sino que ha de
realizarse constantemente231. En este sentido, hay que hablar de
«nosotros» o comunidad como creación, es decir, como resultado
de la decisión libre de las personas. No sólo porque su existencia
depende de la voluntad de los que la integran, sino porque eso
mismo hay que decir de su permanencia: tan sólo cuando su
relación es fruto del amor viven de acuerdo con la comunidad que
han constituido. A la vez, sin embargo, el «nosotros», o comunidad,
es creador de las personas que lo forman, ya que, entre otras cosas,
la decisión de la voluntad, tanto en el originarse como en el
posterior desarrollo de la comunidad, ha de ser afirmación del bien
de la persona en su totalidad. Sólo así es expresión del amor. Pero
es claro que esa afirmación de la persona sólo es posible desde un
«nosotros» transcendente, superior y anterior a la voluntad de cada
uno, cuando a la persona se la considera como un «tú» cuya
naturaleza tiene su origen en el amor de Dios Creador.
Con relación al matrimonio, Madinier descubre en la unión de
los que se casan -cuyas leyes fundamentales enumera: las leyes de
la institución, de la unidad, de la indisolubilidad y de la fecundidad-,
ese «nosotros» trascendente y creador de su nuevo modo de ser. La

230 Cfr. ibídem, 91.


231 Cfr. ibídem, 114.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 91
fidelidad a ese «nosotros» mediante la donación recíproca del amor
es el camino que hace del matrimonio una íntima comunidad. Se
trata, sin embargo, de un amor específico, es decir, el matrimonial o
conyugal.

3.2. El amor conyugal en la realización del


matrimonio como «comunidad»

Para Madinier, el matrimonio es la realización más plena del


ideal de la comunidad. Hace posible, en efecto, que dos seres
humanos de carne y hueso -el hombre y la mujer que se casan- se
unan de tal mañera que queden comprometidos en la totalidad de
su singularidad como personas sexualmente distintas y
complementarias232.
«La unión conyugal -son sus palabras- es un nosotros
constituido por la donación que dos seres complementarios hacen
de sí mismos el uno al otro, en la que cada uno se entrega con lo
que es y tiene, un nosotros abierto a la creación de otros seres para
los que la intimidad de esa unión es necesaria a fin de que puedan
desarrollarse adecuadamente»233. Da lugar a un «nosotros» que, al
mismo tiempo, es apropiación y subordinación, nunca fusión ni
identificación. Se quiere al «tú» del otro en su irrepetible alteridad
y misterio (tan sólo así es posible la complementariedad); «no
como una cosa, sino como una libertad», es decir, como un «tú» o
interioridad susceptible de dialogar y tomar iniciativas. Eso,
ciertamente, implica el deseo de unirse al otro para poseerle; pero,
a la vez, comporta inseparablemente la donación del propio «yo» al
«tú» del otro, porque únicamente de esa manera es posible la
apropiación del otro como interioridad o libertad. En la unión del
matrimonio, apropiación y subordinación (deseo y donación) se
implican hasta el punto de que la apropiación es donación y
viceversa234.
Decir que el matrimonio es una comunidad es afirmar, dicho de
manera negativa, que no es una mera asociación o una relación de
amistad, más o menos fuerte, entre dos personas; y, en términos
positivos, es sostener que es una unión en la donación común a un

232 Cfr. NetA, 57.


233 Ibídem, 64.
234 Cfr. ibídem, 82.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 92
«nosotros», pero de tal naturaleza que sólo puede ser recíproca,
única, definitiva y total. Por eso, supone y exige la intimidad de los
cuerpos y también la de los espíritus y corazones al servicio del
mismo ideal (en otro caso sería un «egoísmo a dos» o
compartido)235.
Es evidente que una intimidad de esas características sólo es
posible como fruto del amor. Si toda comunidad de personas es
siempre fruto del amor (es afirmación clara de Madinier), el
matrimonio será comunidad en la medida que proceda de un
verdadero amor conyugal. En consecuencia, cualquier clase de
relación entre el hombre y la mujer no vale para poder hablar del
matrimonio como comunidad; pero, a la vez, las características
propias del matrimonio hacen que únicamente sea comunidad de
personas aquella unión alimentada por la presencia del amor
conyugal. De ahí la necesidad de determinar con precisión la na-
turaleza y características de ese amor.

235 Cfr. ibídem, 98-99.


EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 93
El pensamiento de Madinier sobre este punto es claro.
Unicamente se puede calificar como tal aquél que revista las notas
de exclusividad (alteridad-reciprocidad: unidad), totalidad
(definitivo) y publicidad (reconocido institucionalmente). El amor
conyugal sólo puede darse entre un hombre y una mujer (es
exclusivo), porque, el matrimonio inicia una unión en la que el
hombre se entrega por entero a la mujer y ésta al hombre; y, en
otro caso, la donación no sería total. Por esa misma razón el amor
conyugal exige ser para siempre o definitivo, ya que, de no serlo, la
donación no sería verdadera porque no sería total; por ser entrega
de la persona, ha de ser para siempre, definitiva, sin posibilidad de
retorno236. Además ha de ser pública, es decir, la naturaleza de la
donación reclama el reconocimiento de la sociedad. Madinier no
desarrolla este punto, se limita a afirmarlo; pero no se hace
violencia a su pensamiento, si se dice que el motivo de esa
publicidad -en el fondo, la institución- radica en las implicaciones
que derivan para la sociedad237.
El análisis que Madinier hace del amor parte siempre de la
«intención» hacia la que está dirigido desde su estructura e
interioridad. Con esta perspectiva a la vista, se detiene de manera
particular en la consideración de este amor como: a) afirmación del
«tú» que implica la com- plementariedad sexual; y b)
consiguientemente, la apertura a la vida o fecundidad. (Sobre este
aspecto se trata después, en el apartado siguiente). En resumen su
pensamiento es éste.
Como todo amor, el conyugal es esencialmente afirmación de la
persona del otro. Es la persona del esposo/esposa la que se afirma
valiosa por sí misma, con un valor único que no está ligado a sus
cualidades (lo que no equivale a decir que éstas se desestimen).
Algo que no es posible sin un acto de la voluntad -el compromiso-
que debe ser racional, es decir, acorde con la dignidad personal y,
por tanto, conforme con la verdad y bien integral de la persona del
que ama y del que es amado. Por eso, entre otras cosas, no se puede
hablar de autenticidad en el amor conyugal si no tiene plenitud
moral.
Basándose en la amistad, el amor conyugal connota como
elemento necesario la donación-aceptación recíprocas de los

236 Cfr. ibídem, 83.


237 Cfr. ibídem.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 94
esposos en cuanto se- xualmente diferentes y complementarios.
Eso quiere decir que implica la dimensión sexual y que, por su
propia naturaleza, tiende a expresarse en la unión sexual. Una
expresión que, cuando se observa, sirve para fomentar el amor
conyugal y, por eso mismo, para proteger y hacer que sea más rica
la dimensión existencial del matrimonio como comunidad 238. A
veces, sin embargo, no se valora y se descuida este lenguaje de la
sexualidad en el matrimonio, por una consideración equivocada del
amor conyugal, concebido como algo casi exclusivamente
espiritual, mejor dicho, espiritualista. La dimensión carnal del amor
conyugal no se puede minimizar ni, en modo alguno, despreciar.
Eso sí, deberá integrarse éticamente en la unidad de la persona
para que sea expresión del amor 239.
Por esta razón sólo se puede designar como amor conyugal
verdadero, capaz de formar la comunidad conyugal, el que es
transcendente: en el sentido de que no es egoísta, no se encierra en
sí mismo; dicho positivamente, cuando responde al «nosotros» del
que son expresión las cuatro leyes fundamentales del matrimonio.
El amor que da lugar a la comunión/comunidad existe en la medida
en que el «tú» es querido como un sujeto, cuando se le quiere a él y,
en él, todo lo que es y puede llegar a ser (también la posibilidad de
ser padre/madre). Una comunidad de amor que, por realizarse en
la interioridad y libertad de cada uno, sólo puede llevarse a cabo
por el servicio a un mismo ideal, es decir, por la entrega común a
un «otro» transcendente en el que participan y que a la vez les
sobrepasa: por la fidelidad al «nosotros» que han instaurado por el
matrimonio. Ese «otro» transcendente, que -en palabras de
Madinier refiriéndose a cada uno de los esposos- «es en mí, más
que yo mismo», es, por un lado, el hogar que han fundado (el
«nosotros» del matrimonio) y, por otro, el Amor (Dios), el principio
y la fuente de su matrimonio y de su amor. La conclusión es que la
comunión/comuni- dad conyugal se realiza cuando el amor
conyugal es donación sincera de los esposos al «nosotros» del
matrimonio, cuando su donación recíproca es, en el fondo, la de un
Amor que les transciende. Pero, por eso mismo, esa comunidad de
amor ha de ser comunidad de vida, ya que sólo de esa manera no es
egoísta y, desde este aspecto, puede ser considerado como amor.

238 Cfr. ibídem, 82-83.


239 Cfr. ibídem, 91
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 95
3.3. La apertura del amor conyugal a la vida

El «nosotros» o comunidad conyugal es un «nosotros»


esencialmente fecundo. La fecundidad es una dimensión que
pertenece a la estructura de la «unidad de los dos» y, por eso, del
amor conyugal; no es algo accidental o añadido 240.

240 Cfr. ibídem, 83-86.


EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 96
El amor es fecundo o creador en varios sentidos. Según se ha
dicho ya, en relación con los mismos esposos. El amor, en efecto, es
esencialmente creador de un todo de reciprocidad en el que el
amante y el amado se hacen presentes y se donan el uno al otro,
formando así un «nosotros» que les transciende, haciéndoles
existir de un modo nuevo241. El amor conyugal es creador porque
da origen al «nosotros» de la familia, la célula inicial de la
sociedad242, es el lugar del nacimiento y crecimiento de los hijos243.
La procreación es una exigencia tal del amor, que no respetarla
conduce necesariamente a pervertir el amor; y, consiguientemente,
a hacer que el «nosotros» no dé lugar a la comunidad conyugal ni,
por eso, al perfeccionamiento de los esposos. La solución correcta
ante las dificultades que pudieran presentarse a la hora de vivir
esta dimensión del amor no consiste en derogar esta ley natural del
amor, sino en comprender su sentido244. No puede haber motivo
alguno que justifique la disociación de las dimensiones
procreadora y unitiva en el acto de amor conyugal, aún cuando ese
acto deba buscarse como infecundo, ya sea porque existan razones
graves para no procrear o porque el acto sea de suyo infecundo,
v.g., en la época de esterilidad femenina245. Cuando no se actúa así,
se desnaturaliza el amor conyugal246.
Madinier dice que no respetar la dimensión procreadora del
acto de amor conyugal es grave por múltiples razones. Se abriría la
puerta a innumerables abusos, pero sobre todo -como acaba de
decirse- se desnaturalizaría el mismo gesto de amor (que no
respondería a la verdad que por sí mismo está llamado a expresar)
y no estaría ya al servicio del perfeccionamiento personal247. No
tanto porque la perfección de los esposos haya de estar
subordinada a la procreación, cuanto porque la apertura a la
fecundidad es condición indispensable de la verdad del amor
conyugal y, en consecuencia, de la misma perfección de los esposos.
En este contexto, el problema de la jerarquía de los fines del
matrimonio -dice Madinier- no se resuelve recurriendo a la
distinción entre «fines» y «sentido» del matrimonio. Lo

241 Cfr ibídem, 32-33.


242 Cfr. ibídem, 56.
243 Cfr. ibídem.
244 Cfr. ibídem, 87.
245 Cfr. ibídem, 88-89.
246 Cfr. ibídem.
247 Cfr. ibídem, 87-88.
EL «NOSOTROS» DEL MATRIMONIO 97
verdaderamente decisivo es que el bien de los esposos y la
apertura a la procreación son indisociables, porque, en el fondo,
son aspectos o dimensiones de la misma finalidad248.

Cfr. ibídem, 86.


LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 98
Capítulo V

LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA


EN LA DECISIÓN DE AMAR

Una lectura, incluso superficial, de las páginas de Gaudium et


spes advierte enseguida de la diferencia de lenguaje en ese
documento, si se compara con otros anteriores también del
Magisterio de la Iglesia. Se debe, según han notado ya los autores, al
enfoque pastoral de la Constitución conciliar que, en su intento de
dialogar con el mundo contemporáneo, se sirve de una
terminología y formas de expresión significativas también fuera o
más allá de los ámbitos cercanos a la Iglesia.
Si nos referimos al capítulo sobre «La dignidad del matrimonio
y la familia», el examen de los diferentes «Esquemas» permite
constatar cómo la comprensión de esas realidades, iniciada en los
primeros trabajos a partir de un punto de vista fundamentalmente
jurídico, da paso después a una consideración cada vez más
cercana a la perspectiva personalista Y de esa manera se pone de
relieve cómo la institución tiene sentido y está ordenada al servicio
de la persona humana. El vínculo jurídico del matrimonio -sin
perder nada de su necesidad- cede paso a la comprensión amorosa
de dicha realidad. El amor conyugal se aborda en sí mismo y no
sólo desde la perspectiva de la procreación. La duración del
matrimonio, que es ciertamente exigencia del vínculo matrimonial,
se presenta también como una condición de la autenticidad de la
donación interpersonal, en la que los esposos se entregan en su
totalidad, creando así una verdadera comunión. Se puede decir que
la relación interpersonal constituida entre los esposos por el
matrimonio viene expresada en Gaudium et spes por la manera de
108
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 99

explicarse esa realidad en las corrientes personalistas249. Algo que


no debe sorprender si, como han confesado los redactores del
texto, para esa redacción se tuvo delante la denominada corriente
personalista francesa250.
La Constitución conciliar habla del matrimonio como de una
«comunidad de vida y amor». Y desde entonces no han faltado
voces afirmando que el Concilio pone la esencia del matrimonio en
el amor. Como escribía en otra ocasión, «el Concilio, que se hace eco
del debate, supera la discusión (...) y afirma abiertamente que,
aunque el amor no lo es todo en el matrimonio, sí es su elemento
más decisivo: ha de ocupar por eso el centro’ de la comunidad
conyugal»251. Juan Pablo II incide sobre esa principalidad al poner
de relieve que el amor debe ser siempre el principio y la fuerza de
la comunidad conyugal252. Surge por eso enseguida la pregunta:
¿qué se entiende por amor en la expresión «comunidad de vida y
amor» referida al matrimonio, o cuando se afirma que debe ser el
principio y la fuerza de la comunidad conyugal?
Con estas líneas, sin embargo, no se busca responder a esos
interrogantes. Tampoco se intenta estudiar la presencia de las
corrientes personalistas -ni siquiera del así llamado personalismo
francés- en el texto conciliar. Y todavía menos es nuestro propósito
hacer una interpretación del capítulo de Gaudium et spes sobre el
matrimonio y la familia a partir de las categorías y conceptos
propios de esos movimientos. Ese cometido corresponde al
Magisterio de la Iglesia. Es el mismo Concilio el que, en primer
lugar, ha fijado el sentido de los textos (basta acudir a las Actas y
analizar el zftr que ha seguido hasta la redacción definitiva). Y

249 Cfr.G. DELÉPINE, «Commununio vitae et amoris conjugalis». Le courantpersonna- liste du


mariage dans Vévolution jurisprudencielle et doctrínale de la Rote 1969-1989> en «Travaux de
doctorat en Théologie et Droit Canonique» (Univ. Cath. de Louvain), Nouvelle Série 9 (1987), 293; L.
C. BERNAL, Génesis de la doctrina de la Constitución «Gaudium et spes» sobre el amor conyugal, en
ibidem 5 (1975), 51; E. KACZYNSKI, Le mariage e la familie. La communion despersonnes, en
«Divinitas» 26 (1982), 317-331; M. VlNCENT, Les orientationspersonnalistes de «Gaudium et spes»,
Louvain 1981, 33ss.
250 Cfr PH. DELHAYE, Personalismo y Trascendencia en el actuar moral y social’ en J. ILLANES
(dir.), Ética y Teología ante la crisis contemporánea. (I Simposio Internacional de Teología), Pamplona
1980, 49-86. Esa inspiración se adivina sin dificultad con sólo tener en cuenta los que participaron en
la elaboración del documento: Garrone, Ancel, Ménager, Haubtmann, Delhaye, Dondeyne, Heuschen,
Moeller, Philipps, Prigon, Thils, Houtart, Pére, Rigaux... Cfr. K. WOJTYLA, Upodstaw odnwy. Studium o
realizacji Vaticanum II, Kraków 1972.
251 A. SARMIENTO, El«nosotros» del matrimonio. (Una lectura personalista del matrimonio como
«comunidad de vida y amor»), en «ScriptaTheologica» 31 (1999) 72-73. Está recogido en el capítulo
anterior: El«nosotros» del matrimonio, 71.
252 Cfr. JUAN PABLO II, Exh. Ap. Familiaris consortio, n. 18 (en adelante FC).
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 100

después ha sido Juan Pablo II el que, a través de sus variadas y


múltiples intervenciones, ha mostrado además la profundidad y
riqueza de los textos del Concilio. Como se decía en el capítulo
anterior, «lo que se pretende es (...) describir en parte el contexto
intelectual del que se sirven los redactores de la Constitución
conciliar para acuñar y formular la descripción del matrimonio
como comunidad de vida y amor253»5 y, más en concreto, para
referirse a la fidelidad matrimonial254. Aunque, como también se
decía entonces, es claro que la aproximación a ese trasfondo y
contexto intelectual constituye un auxiliar nada despreciable en esa
interpretación.
El estudio se hace en Nédoncelle fundamentalmente por dos
razones. En primer lugar, porque sus escritos se tuvieron en cuenta
en la redacción de la segunda parte de la Constitución Gaudium et
spes255. Y después, porque una de esas obras versa sobre la
fidelidad256. Nédoncelle no dedica ninguna de sus obras a tratar
directa y expresamente del matrimonio. No existe por tanto, entre
sus escritos, uno expresamente dedicado a reflexionar sobre la
fidelidad de los esposos en el matrimonio. Pero, por una parte, la
fidelidad matrimonial, aunque con características específicas, es
una variante de la fidelidad. Y por otra -y no parece que sea una
razón menor-, es el mismo Nédoncelle, quien, en su escrito sobre la
fidelidad, encuentra «en la vida familiar un ejemplo privilegiado
para el análisis fenomenología)» de la fidelidad257.
Estos son los pasos que seguimos en nuestro análisis. El
primero consiste en un acercamiento o aproximación a la idea o
concepto de persona. ¿La persona -para Nédoncelle- es una
realidad acabada o dinámica? Y si es una y otra cosa, ¿cómo se

253 A. SARMIENTO, El «nosotros» del matrimonio, cit., 71.


254 Cfr. GS, n. 48.
255 Ph. Delhaye, además del testimonio en el artículo citado (cfr. «Personalismo y
Transcendencia...», 51), en el Coloquio de Lovaina la Nueva, del 20.XI.1982, con motivo de su paso a
«emérito», vuelve a insistir: «Si la constitution dogmatique sur la Révelation avoir la suffle court, la
constitution pastorale Gaudium et spes a put la souffle de l’Esprit et elle fait place aux influences de
Nédoncelle, Mouroux, Mounier» {LÉthique chrétienne face au défi de la Moral Séculiere, en «Cahiers de
la Revue Théologique de Louvain», Louvain- la-Neuve 1983, 111). En el mismo sentido se expresan
Ch. Moeller (Uélaboration du Schéma XIII, Paris 1968, 29 y Mons. Haubtmann («La comunidad
humana», en Y. CON- GAR [dir.], La Iglesia en el mundo de hoy, II, Taurus 1970, 328). Se debe advertir
que Delhaye, Haubtmann y Moeller intervinieron en la redacción de Gaudium et spes.
256 M. NÉDONCELLE, De la fidélité, Paris 1953 (en adelante DF);versión española: La fidelidad,
Madrid 2002 (traducción: A. Esquivias; introducción: J.-Á, García-Cuadrado). Sobre este autor se pude
consultar, con gran provecho, la nota bibliográfica de J.L. LORDA. Antropología. Del Concilio Vaticano
II a Juan Pablo II, Madrid 1996, 229230 (una breve introducción en pp. 53-55).
257 Cfr. DF, 128.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 101

articulan o hay que «entender» esa doble dimensión? Lo hemos


titulado «persona y personalización» (1). En el segundo apartado,
se analiza la función que corresponde a la persona en la realización
o perfección de sí misma, y también el modo de llevarla a cabo. Es
el tema de «el amor en la realización personal» (2). A continuación,
siguiendo con este análisis, nos detenemos ya directa y
expresamente en el estudio de la fidelidad. Primero, se considera la
fidelidad en general -es el apartado «la fidelidad, cauce y condición
del amor» (3)-; y después, se trata sobre la fidelidad de los esposos
en el matrimonio. Este apartado lleva como título «la fidelidad
matrimonial (4). El estudio se cierra con una «conclusión» en la que
exponemos la que, a nuestro juicio, es comprensión de la fidelidad
matrimonial a partir del planteamiento de Nédoncelle sobre el
amor y la fidelidad (5).

1. La persona y la «personalización»

Existe una amplísima bibliografía sobre los autores, escritos,


características, etc. del así llamado «personalismo». Y todos esos
escritos, a la vez que ponen de manifiesto la existencia de una gran
diversidad entre los distintos autores a la hora de considerar y
analizar las cuestiones, constatan también, de una u otra manera,
que es común la perspectiva desde la que se realiza ese análisis. Se
puede decir que todos ellos coinciden en defender que el primado
ha de corresponder siempre a la persona.
Las divergencias o, si prefiere, matices aparecen a la hora de
precisar al alcance que se debe dar al concepto de persona. (Una
cuestión absolutamente decisiva a la hora de determinar la
naturaleza y sentido de la libertad, la actividad moral, etc.). Y ahí
radica -se comprende enseguida- la diversidad e incluso
contradicción en las respuestas que los autores dan a las mismas
cuestiones. De ahí que estas páginas se inicien con una apro-
ximación -tan sólo eso- al pensamiento de Nédoncelle sobre la
persona.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 102

1.1. «Personalismo metafíisico»258

Una de las acusaciones más frecuentes contra el personalismo


es la ambigüedad terminológica. Se acusa a los personalistas de
«considerar la persona desde una perspectiva ética, que toman
como metafísica»259. De esa manera «la persona quedaría reducida
al proceso de su personalización y la conciencia que se tuviera del
mismo»260. Nédoncelle, consciente de ese riesgo261, sale al paso de
esa crítica e «intenta proporcionar una fundamentación ontológica
del amor como principio radical de la persona» 262.
«Es importante, sin embargo, precisar que Nédoncelle no hace
metafísica en el sentido clásico de la palabra. Lo que le interesa es
el ‘estudio fenomenológico y filosófico de la persona, es decir, una
pro- fundización teórica en la estructura del hombre. Y también es
interesante aclarar que, cuando Nédoncelle habla de
fenomenología, no se está refiriendo al método técnico de Husserl
de intuición de las esencias, sino a algo más general, a un modo de
acercarse a la realidad a través de la riqueza de la experiencia, sin
reduccionismos conceptuales y con la apertura necesaria para
intentar introducir en la propia filosofía lo que la experiencia
muestra»263. La reflexión de Nédoncelle sobre la persona se puede
describir, según él mismo señala, como «una osmosis entre la
fenomenología y la metafísica» 264. En la misma línea de otros
autores de la llamada «filosofía del diálogo» (Buber, Lé- vinas,...),
Nédoncelle trata de superar la falsa alternativa entre dos de las
notas fundamentales de la persona humana, es decir, entre la auto-
nomía y la sociabilidad. Y encuentra la solución en «la estructura

258 Es así como los autores acostumbran a designar el personalismo de Nédoncelle siguiendo a
J. Lacroix («La philosophie chrétienne de M. Nédoncelle», cit., 115); cfr. T. URDANOZ, Historia de la
filosofía. VIII, Madrid 1985, 398.
259 E. FORMENT, El personalismo de Santo Tomás, en «Sapientia» 45 (1990),
278.
260 J.-J. PÉREZ-SOBA, ¿Personalismo o moralismo?: La respuesta de la metafísica de la comunión,
en A. SARMIENTO (ed.), El primado de la persona en la Moral Contemporánea,, Servicio de
Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1997, 283
261 Cfr. M. NÉDONCELLE, Vers unephilosophie de Vamour et lapersonne, Aubier, París 1957, 265
(en adelante VphAetP). Este libro es una ampliación de Vers une philosophie de Vamour, Paris 1946.
262 J.-Á., GARCÍA-CUADRADO, «Introducción...», cit., 16. Cfr. J.L. LORDA, Antropología, cit., 53-56;
C. VALENZIANO, Introduzione alia filosofa dellamore di Maurice Nédoncelle, Roma 1965, 37. Sobre
este mismo punto incide J.-J.Pérez-Soba en el artículo citado.
263 J.M. BURGOS, Elpersonalismo, Madrid 2000, 81.
264 M. NÉDONCELLE, Personne humaine et nature. Étude logique et métaphysique, Paris 1963, 16
(en adelante PetN). La primera versión de este libro, más reducida, es en 1956: La Personne humaine
et la nature, étude logique et métaphysique, Presses Universi- taires de France, Paris 1956.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 103

constitutivamente dialogante y relacional de la persona


humana»265. Ésta, en el fondo, no es otra cosa que un eco o reflejo
del acto creador de Dios.
La relación con Dios, por tanto, es un elemento fundamental de
la comprensión nedoncelliana de la persona 266. Y, por eso, la
relación con los demás es otro de los elementos fundamentales en
la comprensión de la persona. Como persona, el ser humano está
orientado desde su misma estructura a la búsqueda, encuentro y
construcción de los otros «yo». Una orientación o apertura que
tiene un fundamento divino y que es, en realidad, una llamada a la
«personalización» o realización del propio «yo». Algo que tiene
lugar únicamente si puede calificarse como relación de amor 267. Se
concluye por eso que el acto creador (aunque no sólo) da lugar a
una relación entre el «Tú» divino y el «yo» humano que explica, en
última instancia, el sentido la persona humana.
Nédoncelle desarrolla su reflexión sobre la persona -y se puede
decir que toda su obra- en torno a la noción del amor. Una noción
que, a la vez que explica la peculiaridad de la persona en el mundo
de la creación, constituye la clave para describir la calidad de las
conductas en la realización de la vocación o proyecto personal. Es
fundamental, por tanto, para la «construcción» del «yo» de la
persona. Ello, sin embargo, plantea una serie de cuestiones. Estas
son algunas: ¿Qué se entiende por «construcción del yo’ de la
persona» o «personalización»? ¿De qué clase de amor se trata
cuando se afirma que es el camino de la realización personal?

1.2. La «personalización» de la persona

La respuesta de Nédoncelle es la que da un pensador cristiano


a las filosofías materialistas y existencialistas de su época 268. Y debe
ser comprendida como una llamada continua a la presencia de la
persona en la consideración de todas las cosas269.
El análisis del propio «yo» permite concluir que la persona se

265 Cfr. J.-Á. GARCÍA-CUADRAD O, «Introducción...», cit., 14.


266 M. NÉDONCELLE, Conscience et Logos, horizonts et méthodes d’une philosophie personnaliste,
París 1961, 11-12 (en adelante CetL).
267 Cfr. J. LACROIX, Lepersonnalisme, sources-fondaments, actualité, Lyon 1881, 74s.
268 Cfr. J.-Á. GARCÍA-CUADRADO, «Introducción...», cit., 12.
269 Cfr. J. LACROIX, La philosophie chrétienne de Maurice Nédoncelle, en ídem, Panorama de la
philosophie frangaise contempomine, París 1968, 1 l4s.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 104

experimenta a sí misma como dueña y autora de sus propios actos,


de su propia vida, capaz de orientarla en una u otra dirección. (Es
una convicción que se impone por sí misma, sin necesidad de
razonamientos o argumentación. Y es la perspectiva que -a mi
parecer- Nédoncelle tiene delante en su reflexión sobre el camino
que la persona ha de seguir para realizarse como tal y lograr así su
personalización). La noción de personificación o personalización
está, por tanto, estrechamente vinculada con la de persona y
también con la de personalidad, que es entendida como la
condición del «yo» que lleva a la persona a desarrollarse según una
perspectiva a la vez única y universal270.
«En primer lugar -escribe Nédoncelle- el amor y la persona
están estrechamente relacionados. (...) En el amor hay una voluntad
de promoción mutua, un deseo de ayudar al otro a tener una
perspectiva universal, a tener el señorío de sí mismo para poder
darse a los demás, a no encerrarse en sí mismo, sino a abrirse
ordenadamente a todas las personas, y de esta manera encontrar la
propia realización. (...)
«El tú’ es una fuente y no una limitación del yo’ (moi). Por otro
lado es necesario advertir que la persona jamás está realizada del
todo: tiene delante un proyecto que cumplir, y, al hacerlo, deberá
contar -servirse a la vez que ayudar- con los demás. Es así -al seguir
esta vocación o proyecto- como acontece la personificación que,
evidentemente, será siempre progresiva y laboriosa (...). Es claro,
sin embargo, que un hombre no puede ser la causa ni el efecto de
otro hombre. (...)
«Por esta razón -continúa el autor- ni el aparecer ni la
realización final de la persona se puede explicar por entero si no es
acudiendo a la trascendencia divina.(...) Cada uno de nosotros no
sólo es causado por el Ser, sino que es querido por Dios y lo es en la
totalidad de su ser»271.
Sin entrar en la valoración de la reflexión de Nédoncelle, para
nuestro propósito es interesante subrayar que esa personalización
o realización de la persona es posible gracias a su dimensión
espiritual. Nuestra experiencia habla claramente de que la material
es una dimensión que, a la vez que se percibe en cierta manera
extraña a nuestra pura subjetividad272, nos acompaña

270 Cfr.VphAetP, 74-75.


271 Cfr.CetL, 8-10.
272 Cfr. PetN, 43. Nédoncelle tiene una visión muy crítica de la materia, la que en ocasiones
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 105

permanentemente a lo largo de la vida. Permite identificar a los


sujetos y las cosas, hace posible a la persona relacionarse con los
demás, etc. Es un componente del ser humano que no se puede
despreciar. Pero la reflexión sobre la persona -viene a decir
Nédoncelle- lleva a concluir que, en la relación entre su dimensión
espiritual y su dimensión material, la primacía corresponde a lo
espiritual. Sólo desde esa dimensión es posible captar el valor de la
persona, establecer la debida jerarquía de valores en la relación
con los otros sujetos y entablar el diálogo con los demás. Los
sentimientos que no están integrados y regidos por la racionalidad
-cuando lo material no está al servicio de lo espiritual- dificultan,
cuando no impiden, el proceso de la personalización de la
persona273. La conclusión es que, en el ser humano, lo material y lo
espiritual está orientado a la comunicabilidad. Ésta se realiza a tra-
vés de la dimensión material, pero sólo es posible por la dimensión
espiritual274.
Característica de la persona es la posibilidad de pensar, del
obrar reflexivo. La persona humana no sólo puede obrar, sino que
es consciente de que es ella la que actúa y también de la bondad o
malicia de su conducta. La persona es, a la vez, el sujeto y el objeto
de la reflexión sobre sí misma275. Se pone así de relieve que el
principio de la personalización de la persona se sitúa en lo
espiritual. Es tal la importancia del espíritu en la estructura íntima
de la persona que la afirmación del espíritu es afirmación de la
persona276.
Sobre el protagonismo de la persona en el proceso de su
personalización es luminosa la reflexión que Nédoncelle hace sobre
el «yo ideal». Desde ese análisis subrayará, entre otras cosas, el
carácter creativo de la persona así y también la necesidad de las
relaciones interpersonales en la realización de la vocación
personal. Tres niveles se pueden distinguir en la percepción del
«yo». Uno, en el plano psicofisiológico, es el «yo objetivo» (moi
objectif). Este tipo de «yo» es solitario. En el segundo nivel, está el

parece considerar como un espíritu degenerado y, como tal, es, dice, un obstáculo en el proceso de
personalización.
273 Cfr. ibídem, 44-45.
274 Nédoncelle, en el análisis de la persona, describe con trazos muy generales su componente
biológico y pone de relieve su carácter dinámico: no se satisface con lo presente y siempre busca más.
Y por eso precisamente es imprescindible la intervención de lo espiritual que ordene e integre esas
tendencias y dinamismos.
275 Cfr. DF, 46.
276 Cfr. ibídem, 43.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 106

«yo empírico» (moi empirique ou positif) que puede ser com-


prendido como la conciencia que la persona tiene de sí misma. Y en
el tercer nivel, el «yo ideal» (moi ideal) que viene ser como el
proyecto o ideal que uno se forja de sí mismo. Señala, por tanto, la
meta de la personalización de la persona a la vez que la
insuficiencia y carencias que el «yo» en el presente (moi empirique
ou positif)277. La distinción entre el «yo positivo» y el «yo ideal»
condiciona, en consecuencia, la comprensión de la persona. El ser
humano es un ser estructuralmente dinámico, inacabado. Así lo
percibe la consideración de uno mismo278. Por eso, el «yo ideal», a
la vez que indica la meta de la perfección al «yo empírico», le sirve
de estímulo para llevar a cabo esa perfección 279.
Está, por tanto, en manos de la persona poder desarrollar su
personalidad. Percibe que ya es y, a la vez que todavía no es a lo
que está llamada. Y además advierte que de ella depende realizar,
es decir, seguir la orientación que experimenta en su ser. La
persona, como tal, es un ser histórico, con capacidad de «crearse» a
sí misma280. Esa «creación» -se debe advertir- no se puede
entender como si fuera efecto exclusivo del hombre. Primero,
porque no es la persona quien establece el horizonte de ese
desarrollo único y total, integral. Después, porque el «yo ideal» se
expresa en la íntima comunicación con Dios, en el vínculo del amor
recíproco del Creador con la criatura 281. Es en Dios -en la relación
con Dios- donde la persona humana encuentra la explicación última
de su ser y existir. La persona no es un ser que responda con
indiferencia ante el bien; desde su misma interioridad está
ordenada a la búsqueda del bien que, en cierto sentido, se puede
entender como la búsqueda ordenada del propio «yo» mediante el
desarrollo de su totalidad.

2. El amor en la realización personal

277 Cfr. ibídem, 48.


278 Cfr. M. NÉDONCELLE, La réciprocité des consciences. Essai sur la nature de la per- sonne,
Aubier, Paris 1962 (en adelante LrC), 74. Este libro, ampliado con nuevos artículos, es una nueva
versión de La réciprocité des consciences, Paris 1942; versión española: La reciprocidad de las
conciencias, Madrid 1996 (traducción: J.L. Vázquez Bourau y U. Ferrer).
279 Sobre el «yo ideal» puede consultarse a C. DÍAZ-M. MACEIRAS, Lntoducción al personalismo
actual, Madrid 1975, 133.
280 VphAetP, 74-75 (cfr. nota 22).
281 Cfr. J. LACROIX, Lepersonnalisme..., cit., 77.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 107

Una vez afirmado el protagonismo de la persona en el proceso


de su personalización, el paso siguiente es ver las vías de esa
personalización.

2.1. La relación interpersonal en el proceso de personalización

Nédoncelle comparte el principio de que la apertura a los


demás es el elemento más significativo para la comprensión de la
persona. La comunicabilidad pertenece a lo más íntimo de su ser.
La dimensión social es una característica esencial de la persona 282.
Y una de las manifestaciones de esa orientación a la relación con los
demás es el deseo natural de vivir en sociedad.
La persona no se realiza si no es en la relación con los demás.
Pero no toda relación sirve para la personalización. Tan sólo lo
hace aquella que es capaz de establecer una comunión
interpersonal. Para ello es necesario pasar desde la comprensión
del otro como un «no-yo» a la del otro como un «tú». (No basta una
consideración del otro como un «no-yo»: eso sería tratar al otro
como objeto y no como persona283). Y eso tiene lugar cuando la
relación con el «tú» puede ser expresada como «nosotros»: si, como
consecuencia de la liberación del egoísmo, la relación entre las
personas es recíproca y, además, de amor. Una relación que,
aunque puede nacer espontáneamente, necesita, sin embargo, de
un desarrollo histórico, requiere la intervención libre de la
voluntad284.
De tres maneras puede darse y cabe referirse al vocablo
«nosotros». Una, en la que la relación se funda en la utilidad. Se
valora al «otro» como un elemento que sirve para lograr un bien o
un valor que resulta útil. La relación de ese tipo conduce al
desprecio de la persona. Con la palabra «nosotros» se puede aludir
también a ese tipo de relación que se basa en el sentimiento o
conciencia de grupo. Lo que une a las personas es el sentimiento de
colectividad, con el riesgo de exaltar tanto la comunidad que no se
valore debidamente al «tú» por sí mismo sino en razón del grupo o

282 Cfr. M. NÉDONCELLE, Prosopon etpersona dans l'antiquité classique, essai de hilan
linguistique, en «Revue de Sciences religieuses» 22 (1948), 277ss; ídem, «Remarques sur l’expression
de la personne en grec et en latín», en Explorations Personnalistes, Paris
1970, 148.
283 Cfr. LrC, 291; cfr. VphAetN, 36-37.
284 Cfr. PetN, 35.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 108

colectividad285. En un tercer sentido, el término «nosotros» sirve


para señalar esa relación en la que las personas son valoradas por
sí mismas. Es el propio de las relaciones típicamente humanas 286. Y,
en consecuencia, sólo este «nosotros» sirve a la persona para
realizar la dimensión relacional propia de su ser y, por eso mismo,
para desarrollarse como persona
Se trata de un «nosotros» en el que el «yo» es reconocido por
sus características propias, es visto como un ser personal, con su
propio nombre. En ningún caso se le valora por la importancia del
cometido que pueda desempeñar. Es un «nosotros» que, como tal,
tiene una función propia y que, sobrepasando la que realiza cada
uno de sus miembros, viene a ser una síntesis de todas ellas: cada
uno aporta algo de su personalidad a la vez que recibe la de todos
los demás. Es un «nosotros» con vocación de crecimiento: se
desarrolla y tiene historia como la persona humana. Esta
conciencia no conduce a encerrarse sino a abrirse a otros y de esa
manera a enriquecer el «nosotros» del grupo como tal. La
comunicación de las cualidades va de unos miembros a otros y
también de todos a cada uno. En cualquier caso, el grupo o
«nosotros» no es el efecto de la relación -sin más- de sus
componentes entre sí y de la que se pueda dar con otros. Supone
además la presencia de un valor o una idea, un fin que dé cohesión
y unidad a esa relación287.
De todos modos este nudo de relaciones capaz de dar lugar al
«nosotros» -expresión y a la vez cauce de la personalización de la
personase funda, como el «yo ideal», en la presencia creadora de
Dios288. Dios es, en definitiva, quien, como Creador, da consistencia
a las relaciones interpersonales289. Por eso deben configurase
existencialmente en conformidad con la voluntad creadora de Dios.
Son en última instancia expresión de la sabiduría y voluntad
creadora de Dios.

2.2. El amor en la constitución del «nosotros» de la


«personalización»
Hacer que la relación con los otros se pueda expresar como un

285 Cfr. VphAetP, 152-153.


286 Cfr. ibídem, 154.
287 Cfr. ibídem, 149-150.
288 Cfr. ibídem, 155.
289 Cfr. PetN, 31;LrC, 22.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 109

«nosotros» es uno de los elementos de la personalización o


realización de la persona. Pero ¿cómo se llega o cuál es el camino
para lograr ese objetivo? Para Nédoncelle la respuesta a ese
interrogante es el amor. Es lo que ahora se considera.
Nédoncelle, conocido por el lugar tan privilegiado que ocupa el
amor en sus escritos290, busca sobre todo, en esa reflexión, hacer un
análisis global que permita destacar el papel del amor en el
desarrollo o realización de la persona.
La voluntad de promoción
A la pregunta ¿qué es el amor? Nédoncelle contesta que «el
amor es querer el bien del otro». El que ama quiere sobre todo que
el otro exista, busca que el otro se realice como persona en todas
sus dimensiones, viéndole como un valor en sí mismo291.
El amor no es una relación sin más entre dos personas292 293.
Supone el compromiso de la voluntad y da lugar a una comunión
que permite ir desde la subjetividad <<yo-tú» a la intersubjetividad
«nosotros»^, al «nosotros» interpersonal294. Establece un vínculo
por el que los sujetos, a la vez que buscan la identificación, afirman
su individualidad, sin perder nada de su personalidad 295. Por eso se
puede describir como una fuerza capaz de asumir -y en su caso
purificar- los otros sentimientos que pueda provocar la presencia
de la persona amada296.
El amor es una realidad compleja en la que es posible distinguir
diversos elementos que, sin embargo, deben armonizarse
debidamente. Sólo así la relación interpersonal puede ser
considerada como verdadero amor. Identificar, por ejemplo, los
sentimientos con el amor verdadero es ciertamente un error297. Si
los que se aman fundaran su relación sólo en los sentimientos, esa
actitud respondería, más bien, a una visión utilitarista de la
relación y no podría hablarse de un auténtico amor. La relación que
se apoya sólo en el sentimiento es, por su propia naturaleza,

290 Cfr. C. VALENZIANO, Maurice Nédoncelle filosofo per il nostro tempo, en «Filosofía e vita» 6 (1965)
61; A. CANIVEZ, La doctrine de Vamour chez Maurice Nédoncelle, en AA. W., La penséephilosophique et
religieuse de Maurice Nédoncelle (Actes du colloque, organise par la Faculté de Philosophie et le
Centre d’Histoire des Religions, les 21-22 mars 1979), Paris 1981,115.
291 Cfr. VphAetP, 15.
292 Cfr. LrC, 22.
293 Cfr. PetN, 32, 34.
294 Cfr. VphAetP, 154.
295 Cfr. T. URDANOZ, Historia de la filosofía, cit., 400.
296 Cfr. LrC, 25.
297 Cfr. ibídem, 11.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 110

egoísta e inestable.
Los sentimientos, sin embargo, desempeñan una función
importante en el despertar y desarrollo del verdadero amor.
Aunque existe el peligro de considerar a las pasiones como si
fueran el amor verdadero, no se puede olvidar que las pasiones
sirven, en primer lugar, de preparación de ese amor298. Y después
contribuyen a que la voluntad se afiance en la decisión de amar,
porque una cosa es el propósito de amar y otra hacerlo
existencial299. La pasión o los sentimientos son un elemento im-
portante del amor verdadero 300.
Pero lo verdaderamente decisivo es la voluntad, es el factor
determinante de la autenticidad del amor. En la búsqueda de la
esencia del amor -de lo que podría llamarse «el amor en su estado
puro»-, Nédon- celle, después de analizar los términos «eros» y
«agapé», concluye que el acento ha de ponerse en la valoración de
la persona amada. Amar no es desear las cualidades o valores de la
persona del otro301. No es el deseo natural o la atracción provocada
por las cualidades naturales de la persona302. Amar es querer la
promoción y perfección de la persona amada 303. Amar es querer al
otro en cuanto tal, es querer el bien del otro (su desarrollo y
realización) y quererlo según el bien al que debe dirigirse como
persona304. Algo que, evidentemente, sólo puede ser fruto de la
voluntad racional305. Por eso sólo las personas pueden amar y por
eso precisamente sólo son actos de amor los realizados con
libertad.
Ésa es también la razón de que el amor sea esencialmente don
y que «el amar no sea un dar sin más, sino sobre todo darse a sí
mismo»306. Sólo de esa manera se afirma y valora al otro por lo que
es. El amor verdadero busca, entre otras cosas, el mayor bien para
la persona amada (en definitiva, que se realice según el proyecto de
Dios)307, necesita del diálogo para crecer y desarrollarse (tan sólo

298 Cfr. ibídem, 26.


299 Cfr. ibídem, 84.
300 Cfr. VphAetP, 15 (cfr. nota 44).
301 LrC, 12: «L’attitude esthétique, si souvent associée depuis Platón á la contem- plation
amourouse n’est pas cette contemplation méme. Aimer la beauté ou la bonté ou la verité d’un étre, ce
n’est pas la méme chose qu’aimer cet étre».
302 Cfr. ibídem, 11.
303 Cfr. ibídem, 84.
304 Cfr. VphAetP, 74
305 Cfr. ibídem, 89.
306 M. NÉDONCELLE, Le soufrance, essai de réflexion chrétienne, Paris 1939, 44 (en adelante LS).
307 Nédoncelle ve con claridad los peligros que desde el estructuralismo de Levi- Straus, los
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 111

así se valora a las personas concretas) 308 y ha de ser siempre fruto


o requiere el compromiso de la libertad309 (no sólo porque
únicamente la voluntad racional es capaz de darse al otro como don
sino porque comporta la decisión de permanecer como don en el
futuro: es un amor comprometido 310). El amor verdadero se
distingue frontalmente del «dominio» y de la «posesión». Aquí el
motivo de la relación es el «yo», no el «tú»: el «tú» no existe como
tal, se considera exclusivamente como un bien útil o agradable del
que se puede usar311.

La reciprocidad
La vida social desarrolla un abanico de posibilidades de
reciprocidad que de alguna manera se pueden distinguir en cuatro
a modo de grados. El primero y más fundamental se da cuando la
respuesta a la voluntad de promoción de la persona consiste en el
mismo hecho de existir (la relación entre el «yo» y el «tú» es
asimétrica312). El segundo nivel tiene lugar cuando el «yo» percibe
el proyecto de realización del «tú» (lo que significa un
enriquecimiento, incluso si ese proyecto es captado en forma
anónima313). En el tercer nivel el «tú» acepta el proyecto del «yo»
sobre «él»(se afirma sencillamente por el hecho de venir de quien
viene314). El nivel mayor de reciprocidad es aquél en el que el «tú»
quiere a su vez la promoción del «yo» y le corresponde con la
misma voluntad. Entonces la reciprocidad es completa 315. Es el
nivel de unión interpersonal verdaderamente personalista. A él
están orientados la estructura y los dinamismos de la persona, pero
su realización está ligada al esfuerzo continuo de la voluntad 316. Se
sitúa, evidentemente, en el plano existen- cial.
Esta reciprocidad entre el «yo» y el «tú» da lugar al «nosotros».
Es un tipo de comunión tan profunda y fuerte que se puede

neomarxismos, el totalitarismo o el individualismo acechan a la dignidad de la persona. Por eso busca


poner de relieve el valor de la persona como ser personal creado por Dios. Cfr. K. BUKOSI, Fiolozof
odoby i milosci- Maurice Nédoncelle, en «Colloquium Salutis» 16 (1984), 341.
308 Cfr. VphAetP, 26.
309 Cfr. PetN, 32., 34.
310 Cfr. CetL,44.
311 Cfr. VphAetP, 37.
312 M. NÉDONCELLE, Intersubjectivié et ontologie, Louvain-Paris, 11 (en adelante IetO).
313 Cfr. ibídem, 10.
314 Cfr. ibídem, 12.
315 Cfr. VphAetP, 30-31.
316 Cfr. ibídem, 33-34.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 112

describir como la identificación de las personas en el amor. En esa


relación cada uno de los «tú» son complementarios, ninguno pierde
su identidad. Se da una comunión y comunicación de bienes, fines,
medios, etc., pero el otro sigue siendo comprendido y afirmado
como tal simplemente por ser «él» 317. Es una identidad -repite
Nédoncelle una y otra vez- de tipo heterogéneo, no se puede
entender en sentido matemático 318. Y, por otro lado, sólo la
comunión que se da en este «nosotros» hace posible realizar
existencialmente la apertura del «yo» al «tú» que caracteriza al ser
de la persona.
La «reciprocidad» es, por tanto, un elemento esencial del amor
que ha de caracterizar al «nosotros» que realiza la apertura a los
demás propia del ser personal. El amor verdadero busca
ciertamente el bien del otro y se manifiesta en la donación sincera
de sí mismo, pero, por eso mismo, es recíproco. En primer lugar,
porque el bien del otro es bien para el que ama o se da
sinceramente319. (Se percibe en seguida con sólo advertir que el
amor es la vocación fundamental e innata del ser humano). Y en
segundo lugar, porque el «nosotros» en el sentido que aquí se
contempla connota siempre la afirmación o valoración de todos y
cada uno de sus miembros por el simple hecho de serlo: por su
condición de personas, con todas sus circunstancias 320. Sólo si la
relación es de amor recíproco se puede hablar de un «nosotros»
personal, de una comunidad de amor321.
En la reciprocidad el «yo» y el «tú» ya no cuentan, lo que
verdaderamente vale es el «nosotros»322. No en el sentido de que el
uno o el otro pierda su singularidad, sino en cuanto que cada uno
de los «tú» que lo integran, conservando su propia identidad, es
«otro» en el «nosotros». Y este «nosotros» es el camino para la
perfección y el acabamiento de todos ellos323. Da lugar a un vínculo
que, a través de la afirmación y donación recíprocas, establece una
interdependencia y posesión mutuas que son la vía para el

317 Cfr. LrC,44.


318 Cfr. PetN 32, 34.
319 Cfr. VphAetP, 74; cfr. J. LACROIX, Lepersonnalisme..., cit., 76.
320 Cfr. LrC, 12.
321 Cfr. IetO, 13.
322 Cfr. LrC, 79.
323 Cfr. PetN, 35.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 113

enriquecimiento de todos y cada uno 324.

3. La fidelidad, condición y cauce del amor

El amor verdadero es fiel. La fidelidad no es una cualidad que


se añade desde fuera al amor. Es, por el contrario, la «forma» que
hace que la relación entre las personas sea de amor. La noción de
«fidelidad» tiene su raíz etimológica en la palabra «fe». Y, según se
coloque el acento, la fidelidad puede ser comprendida de dos
modos: como «creencia» y entonces se subraya el aspecto creativo,
es decir, la convicción firme de ser fiel325; o como «promesa», en
cuyo caso lo que se prima es el compromiso de actuar de acuerdo
con las exigencias que derivan de ese amor 326. Una y otra
perspectiva se complementan. La fidelidad conlleva el compromiso
de ser fiel no sólo en el presente sino también en el futuro 327. Es un
valor que, siendo estable y permanente, ha de construirse
existencialmente cada día328.
Y como, según se acaba de ver, la donación y la reciprocidad
son elementos constitutivos del amor, el valor de la fidelidad
depende del objeto o valor que se ama y también de los medios y el
modo con que se pone en práctica. No es igual la fidelidad que se
otorga a los valores dignos de la persona o la que, por el contrario,
se da a los que contradicen esa dignidad 329. Tampoco lo es una
fidelidad rutinaria o la que es fruto de un esfuerzo voluntario330.
Por eso, como sólo Dios es el amor pleno y definitivo, tan sólo son
dignos de la fidelidad los valores compatibles con ese amor 331.
Precisamente, es ahí, en Dios, donde la fidelidad encuentra su
fundamento último. Por un lado, porque esa perspectiva permite
acceder al sentido y valor de las fidelidades humanas (se ven, en el
fondo, como mediaciones de la fidelidad a Dios)332. Y por otro lado,
porque de esa percepción se derivará -en el caso de los creyentes,

324 Cfr. P. GUERRIN, Unephilosophe de lapersonne, en «Revue d’histoire et de philo- sophie


religieuse» 28 (1947), 260; cfr. J. LACROIX, L’ontologiepersonnaliste de Maurice N¿doneelle, cit., 103.
325 Cfr. DF, 8.
326 Cfr. ibídem, 52.
327 Cfr. ibídem, 11.
328 Cfr. ibídem, 54.
329 Cfr. ibídem, 8, 9.
330 Cfr. ibídem, 7.
331 Cfr. ibídem, 104,418.
332 Cfr. ibídem, 106.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 114

sobre todo- la fortaleza para perseverar en la fidelidad a los valores


elegidos333.
Por otra parte, la fidelidad entendida como promesa334 implica
varias cosas. En primer lugar, la convicción del valor y permanencia
del compromiso por encima y más allá de las posibles dificultades
que puedan surgir a la hora de llevarlo a la práctica. Y en segundo
lugar, comporta la disposición a conservar la fe en la persona
portadora del valor que ha sido objeto del compromiso y hacerlo en
la medida que dependa de nuestro consentimiento 335. Como se
apuntaba antes, esta es la razón de que la persona que desea ser
fiel procure serlo en cada momento de su vida. Cada acto particular
de fidelidad es posible sólo y en la medida que se desea ser fiel no
sólo en el momento presente sino también en el futuro 336. Y de esa
manera crece y se hace cada vez más firme la fidelidad337. Por ese
mismo motivo la promesa de fidelidad conserva toda su exigencia
aún cuando las conductas concretas no respondan al compromiso
realizado.

3.1. Los grados y niveles de la fidelidad

El análisis de la fidelidad lleva a descubrir que es posible


distinguir en ella varios grados o niveles. Sirviéndose de dos
ejemplos -la relación amorosa y la conversión a la fe- Nédoncelle
hace ver cómo la relación se caracteriza, en el principio, por un
ardor y fervor (el sentimiento) y, sin embargo, esa característica es
suplantada después por la reflexión y el comportamiento sosegado.
Y es entonces cuando tiene lugar el desarrollo de los hábitos, cuya
finalidad -en el caso de los hábitos buenos: las virtudes- es
perfeccionar a la persona. Así es como la fidelidad inicial, más
emocional, adquiere un nivel de madurez que la hace ser más refle-
xiva y profunda338.
El campo de la fidelidad es muy amplio. Aunque con un signifi-
cado diferente se extiende también a las cosas y a las ideas, no sólo
a las personas. Cada una de esas fidelidades se basa en un

333 Cfr. ibídem, 105-106.


334 Cfr. ibídem.
335 Cfr. ibídem, 25.
336 Cfr. ibídem, 11.
337 Cfr. ibídem, 12.
338 Cfr. ibídem, 29.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 115

sentimiento de amor, pero es evidente que el amor de que se habla


y la fidelidad a que da lugar son de naturaleza y características
absolutamente diferentes 339. La que aquí interesa considerar es la
fidelidad interpersonal. Es, por otra parte, la fidelidad que engloba
los elementos que caracterizan a todas las demás 340.
Son varios los niveles que se pueden distinguir en la fidelidad
interpersonal. El nivel más bajo de fidelidad es el que se da cuando
la persona-objeto de la relación es incapaz de responder de manera
similar al trato que recibe. Es, por ejemplo, el tipo de fidelidad del
moribundo, inconsciente de su situación: la familia lo cuida y
acompaña, aunque el moribundo no pueda corresponder a las
atenciones que le dispensan. El segundo nivel de fidelidad es el que
corresponde a la colaboración entre las personas. Se da entre los
miembros de una asociación o los trabajadores de una empresa. La
razón de la fidelidad que les une es la cooperación en el proyecto
común. El nivel más alto de la fidelidad interpersonal es aquél en el
que la comunión y la comunicación son plenas. Ejemplo
privilegiado de este tipo de fidelidad es el que se da -o debe darse-
en la familia: el padre y la madre se sienten unidos por un vínculo
que les trasciende y a la vez preside su mutua relación 341.
Se ve, en consecuencia, que la calidad de la fidelidad está
vinculada al objeto de la misma. Y, por eso, entre las personas, la
fidelidad viene determinada por la naturaleza de la relación que las
une. Para que la relación entre personas pueda ser cauce de
comunión y comunicación, es la persona misma la que debe ser
tratada como tal. La fidelidad de que se habla dice referencia a los
valores objetivos, en última instancia a la persona como
fundamento de los mismos342. Pero las personas viven y se
desarrollan en el tiempo y en el espacio, están configuradas con
una serie de relaciones que las distinguen como tales: son
hombres/mujeres, padres/madres, esposos/esposas,
solteros/solteras, etc. Circunstancias y condiciones que no pueden -
acaba de decirse- dejarse de lado en la relación interpersonal. Por
eso los valores que puedan caracterizar a la persona jamás deben
ser despreciados o no estimados suficientemente en la relación
interpersonal. Lo que se pide es que sean transparentes, es decir,

339 Cfr. ibídem, 7.


340 Cfr. ibídem, 21.
341 Cfr. ibídem, 21-22.
342 Cfr. ibídem, 9.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 116

que no oculten a la persona. Sólo el amor que va de persona a per-


sona es verdaderamente humano y sirve para la personalización o
perfección de la persona343.

3.2. La fidelidad como expresión de la libertad

La libertad y la fidelidad se implican de manera que la una no


puede darse sin la otra. La fidelidad desgajada de la libertad es
servidumbre o esclavitud. Y la libertad sin fidelidad se convierte en
libertinaje: porque se considera como irrelevante (da lo mismo ser
fiel o no) o como algo absoluto (cada uno decide por sí mismo el
objeto y el modo de ser fiel).
Cuando -afirma Nédoncencelle- la persona promete ser fiel lo
que busca y a lo que se compromete es a ser libre, a huir de toda
alienación y esclavitud y vivir de acuerdo consigo mismo 344. Es, por
tanto, la verdad o realidad -la persona misma- el fundamento del
sentido último de la libertad y la fidelidad.
La fidelidad se desarrolla en el tiempo y a la vez es seguridad
para el futuro. La fidelidad valora sumamente lo momentáneo y
pasajero. No es algo irrelevante, porque se percibe como
actualización de la promesa (el compromiso primero) y a la vez
como anticipación y proyección del futuro 345. Cada elección
particular se inscribe en la decisión libre, primera y radical, de
actuar o vivir de acuerdo con la dignidad y condición personal. Así
entendida, la fidelidad no es en modo alguno reducción de la
libertad. Es, por el contrario, afirmación decidida de la libertad
(tanto de la «libertad para» como de la «libertad de»)346. Es el
camino que ha de seguir la persona a fin de ser ella misma y no
dejarse arrastrar, por ejemplo, por el desorden de las pasiones.
El problema que, en ocasiones, pudiera darse sobre el modo de
relacionarse la libertad y la fidelidad surgiría siempre de una falta
de comprensión del verdadero sentido de la libertad o de la
fidelidad. O porque ésta se entiende como esclavitud o servilismo, o
porque aquélla se concibe como un puro voluntarismo. No
conducen a eso sin embargo, las auténticas concepciones de la

343 Cfr. GS,49.


344 Cfr. DF, 50.
345 Cfr. ibídem, 55.
346 Cfr. ibídem, 51.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 117

libertad y la fidelidad. Como propia de la condición creatural de la


persona, la libertad está medida siempre por la realidad. Libertad
humana, aunque verdadera, es siempre relativa, no puede ser
absoluta. Y, por eso mismo, para ser personal, la fidelidad ha de
vivirse siempre de un modo racional347.

3.3. Las «ayudas» de la fidelidad

La fidelidad es obra de la voluntad, supone la decisón libre de


la persona. Es, sin embargo, un valor sumamente frágil cuando no
está «protegida» o carece de la garantía institucional 348. Ese
cometido es el que realizan, entre otras figuras, el contrato y el
juramento en las relaciones interhumanas. Están, por tanto, al
servicio de la fidelidad.
Nédoncelle, sin embargo, estima que el juramento garantiza
mejor la fidelidad. A diferencia del contrato centrado sobre todo en
los aspectos jurídicos de la relación, el juramento deriva su fuerza
de la parte más íntima de la persona -la conciencia-349, relaciona a
la persona con Dios350, es absoluto351 352, etc. En el juramento se da
un elemento que sobrepasa los límites de la persona y que la
compromete en lo más profundo de su ser: un algo sacruml0A. Por
eso la voluntad de no realizar los compromisos del juramento
comporta la ruptura de la unidad personal con el consiguiente
desequilibrio psíquico353.
Uno de los rasgos que, según Nédoncelle, hace ver la diferencia
entre el contrato y el juramento es el papel que desempeña el
testigo en uno y otro caso. En el contrato el testigo se limita a
constatar el acuerdo. En cambio, en el juramento, el testigo, además
de ser un elemento del contrato, es sobre todo garante de la
intención y voluntad del sujeto: participa en la relación de tal
manera que tiene el derecho a actuar juzgando, sancionando, etc. la
fidelidad en el cumplimiento del compromiso354. En el juramento

347 Cfr. ibídem, 55.


348 Cfr. ibídem, 22.
349 Cfr. ibídem, 97.
350 Cfr. ibídem, 98.
351 Cfr. ibídem, 97.
352 Cfr. ibídem, 102.
353 Cfr. ibídem, 168-169.
354 Cfr. ibídem, 102-103.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 118

que se pone a Dios por testigo, Dios, a la vez que testigo, es la


fuente y la garantía de la fidelidad355.
De todos modos Nédoncelle, a pesar de las preferencias que
tiene por el juramento como garantía de la fidelidad, defiende tam-
bién la necesidad del contrato en la custodia y defensa de la fideli-
dad, concretamente a propósito de la estabilidad propia del
compromiso matrimonial. Es así como la fidelidad se hace
resistente a las crisis internas y también a las dificultades que
puedan acechar desde el exterior356.

4. La fidelidad matrimonial

Si la fidelidad es la cualidad que define la autenticidad del


amor y, por otra parte, tan sólo cuando la relación interpersonal
está fundada y es expresión de amor puede ser cauce de
comunicación y comunión, es indudable el papel decisivo que la
fidelidad juega en el matrimonio. Éste sólo entonces puede ser
considerado como una comunidad de vida y amor.

355 Cfr. ibídem, 115.


Cfr. ibídem, 166.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 119

4.1. La fidelidad como tarea

El matrimonio (y el hogar) se constituye por la unión del


hombre y la mujer. Desde ese momento surge entre ellos una
unidad de tal naturaleza que, como dice la Escritura, «ya no son
dos, sino una sola carne»357, y la mujer pasa a pertecer al marido y
éste a la mujer358. Por eso la alianza o el surgir del matrimonio
exige ser fruto del amor. Y esa es también la razón de que el
desarrollo existencial de la unidad que han constituido haya de
configurarse como una expresión de amor. Sólo así el existir de su
matrimonio responde a la donación recíproca que han hecho de sí
mismos y es conforme con su dignidad de personas. La donación de
los esposos propia de la entrega matrimonial exige la totalidad, sin
nigún tipo de reservas, capaz de comprometer a la vez su futuro 359.
La fidelidad matrimonial -esa es la consecuencia- es la
manifestación primera de la totalidad de la donación conyugal. Es
total en la exclusividad y exclusiva en la totalidad. El hombre y la
mujer que se unen en el matrimonio, se entregan y reciben en
cuanto sexualmente distintos y complementarios. Y es evidente que
esa clase de donación sólo es total si es exclusiva, entre un solo
hombre y una sola mujer. Y, por otra parte, esa donación tan sólo es
total si es para siempre. (La sexualidad es una dimensión o modo
de ser la persona humana). De los diversos grados o niveles sólo el
tercero, es decir, el que se expresa a través de la comunión y
comunicación recíprocas, responde a la condición propia de la
comunidad y donación conyugal.
Se debe observar a este propósito que este amor exclusivo y
total de los esposos en el matrimonio «no tiene nada de idolátrico».
El mal no consiste en amar a los hombres, sino en no amarles como
es debido, es decir, en no hacerlo según el orden y la medida en que
debe hacerse360. La totalidad del amor matrimonial «no puede
confundirse con un egoísmo de dos, pues exige que la diada se
ponga al servicio de otros seres y se abra al universo entero de las
personas»361. En efecto, una de las características que definen el
amor conyugal es la apertura a la vida. El hijo no se une como algo

357 Mt 19, 6; Gn 2, 24.


358 Cfr. 1 Co 7, 4.
359 Cfr. DF, 128-129.
360 Cfr. ibídem, 129-130.
361 Cfr. ibídem, 130.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 120

yuxtapuesto al amor de los esposos. Es, por el contrario, el fruto y


cumplimiento de ese amor 362.
Antes que compromiso ético o disposición disciplinar, la
fidelidad es, en el matrimonio, una exigencia antropológica. Lo
reclama la «unidad de dos» que con su unión han formado. Lo exige
la promesa de amor a la que, como consecuencia de su unión, se
han comprometido. Y alude al «deber ser», es decir, al modo de
proceder los esposos tanto en el constituirse de su matrimonio
como en su posterior desarrollo. El amor ha de llevar al hombre y a
la mujer que se casan a casarse (se casan porque se aman), pero,
una vez casados, ese estado -lo que son- ha de llevarlos a amarse
(porque están casados se deben amar). «La indisolubilidad -dice
Nédoncelle- es inherente al compromiso del amor. Éste no es
solamente una gracia inicial, un momento feliz; es una tarea que
hay que realizar y un querer ilimitado. Es un quehacer de los dos
que no está nunca terminado: cada día hay que construir la unión,
crear el conjunto de hábitos que la constituyen, en lugar de
imponer al cónyuge las propias preferencias particulares. Os habéis
comprometido a buscar cada uno la felicidad del otro, en la buena y
en la mala fortuna, lo que supone que sois infinitamente amables
en el sentido etimológico de la palabra, y si no lo sois, os reconocéis
obligados a llegar a serlo. Esa misma amabilidad perfecta que
habéis visto en vuestro cónyuge la debéis ver siempre o, si ha
desaparecido, habéis de esforzaros hasta conseguir que lo sea
definitivamente»363.
Si los esposos no actuaran de esa manera, su relación no
estaría de acuerdo con la realidad que son y la condición a que han
sido llamados. No dejarían de estar casados ni dejaría de existir
entre ellos el deber de amarse. (A no ser que, por causa justa y con
intervención de la autoridad competente hubiera tenido lugar la
separación conyugal. En ese caso, sin embargo, el vínculo conyugal
permanecería y, en consecuencia, seguirían estando casados).

4.2. La «institución» al servicio de la fidelidad

La fidelidad es una exigencia del amor matrimonial. Los

362 Cfr. ibídem, 22; cfr. CEC, 2366.


363 Cfr. DF, 132.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 121

esposos se deben fidelidad porque están casados. Es claro, sin


embargo, que el amor que se sustenta sólo en la voluntad de las
personas es frágil364. Le acechan constantemente unos riesgos,
tanto internos como externos, que pueden hacerle tambalear o,
incluso, desaparecer. Es necesaria, por eso, una ayuda que proteja
contra esas amenazas la permanencia de ese amor. Este es el
cometido de la institución. «El estatuto matrimonial -escribe
Nédoncelle en referencia a los cónyuges- está destinado a salvar el
amor que les ha unido, a impedirle ensombrecerse, a ahorrarle lo
peor, a prepararle la posibilidad de resucitar si tiene necesidad» 365
Lo institucional -el así llamado «contrato matrimonial» que en
modo alguno puede ser considerado un contrato como los
demás366- puede parecer, a primera vista, una injerencia y atentado
contra la autenticidad del amor 367. Sin embargo, si se analiza
detenidamente, no sólo no es ninguna intromisión en el amor
matrimonial sino que es su mejor garantía, es el cauce para su
realización. Porque, como se ha apuntado ya, el amor matrimonial,
por su propia naturaleza y dinamismo, exige la perpetuidad en la
exclusividad («uno con una» y «para siempre»). Ése es el sentido de
la libertad de los esposos, una vez que por su matrimonio han
venido a ser un «nosotros» o una unidad de dos. «Amar -
Nédoncelle insiste a los cónyuges- es ya no poder evitar la prueba
de la ley de la monogamia y ésta es, en el fondo, una misericordia
para el amor, pues es la única que tiene piedad de él, cuando se pre-
tende desertar o proclamar que está muerto. No es cruel contra
vosotros; si lo es, es por el amor y a causa de vosotros; y, por otra
parte, sólo es cruel en la medida en que se debilita el amor y como
medio para rescatar el sentimiento al que asegura, por así decir, en
los momentos y pasos difíciles. La ley de la indisolubilidad (...) les
defiende de atentar contra su promesa inicial y exige que nada la
rompa, pues el amor que ha unido a esos dos seres no se puede,
como tal, ni destruir ni hacer desaparecer»368.
El papel de la institución en la custodia y promoción de la
fidelidad matrimonial se percibe con nitidez si se considera -
aunque no solo- desde la perspectiva religiosa o sacramental. «La

364 Cfr. ibídem.


365 Cfr. ibídem, 132.
366 Cfr. ibídem, 130-131.
367 Cfr. ibídem, 132.
368 Cfr. ibídem, 133.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 122

voluntad divina pasa entonces por el amor exclusivo a una criatura,


no para que nos limitemos a llenar nuestra necesidad más
elemental o más egoísta, sino para que realicemos por ella y con
ella la obra más seria y más fecunda de nuestra vocación humana.
Si el mismo adulterio psicológico está prohibido a los cónyuges,
esto no es para sacralizar unos celos irracionales, sino para amar
con mayor nobleza y servir con mayor eficacia al universo de las
personas. De manera paradójica, el horizonte religioso salva así el
pluralismo del corazón y es el único que puede hacerlo. Pero lo
hace con rudeza, pues el amor que lleva al matrimonio encuentra
allí su disciplina: toma el contrato y el juramento como auxiliares y
se da una regla pesada que mira hacia lo eterno en el tiempo» 369.
Esa «disciplina» o ley de la institución deja de ser pesada cuando se
contempla y se intenta vivir según toda su verdad, guiados sobre
todo por su espíritu370.

5. Conclusión

La fidelidad, en el lenguaje de Nédoncelle, es una condición o


característica de la autenticidad del amor. Éste -el amor verdadero-
es el único camino para llegar a «construir» la comunión y
comunicación entre las personas. Y la comunión interpersonal es el
modo de llevar a cabo la perfección o realización de la persona.
En el matrimonio, la fidelidad viene a ser como la «piedra de
toque» del amor matrimonial. Hace que sea expresión de ese amor
la manera de relacionarse entre sí los esposos como exigencia de la
«unidad en la carne» que han formado por su matrimonio. La
fidelidad matrimonial es una expresión que sirve para describir el
existir de los esposos, alude a la comunidad de vida y amor que se
han comprometido a vivir como consecuencia del matrimonio que
han celebrado. Matrimonio, amor matrimonial y comunidad de vida
y amor son realidades que, aunque no se identifican, están
íntimamente relacionadas. Una cosa es estar casados, otra el deber
o exigencia de amarse como casados y otra el hecho de tratarse o
relacionarse como tales. La fidelidad matrimonial es -si se puede
hablar así- como la fuente que vivifica y el hilo conductor que une a

369 Cfr. ibídem, 134-135.


370 Cfr. ibídem, 136.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 123

todas esas situaciones. La fidelidad ha de estar al principio (si no


hay promesa de fidelidad -«uno con una» y «para siempre»-, no
surge el matrimonio), en el medio (la fidelidad es una de las notas
que definen el amor matrimonial) y al final (sólo la relación de
fidelidad hace que el matrimonio se pueda calificar como
comunidad de vida y amor).
La fidelidad de los esposos -es una de las consecuencias- no
puede concebirse como algo estático y acabado. Es, por el
contrario, una tarea, señala un horizonte y una meta que debe ser
conquistada cada día. La unión de amor de los esposos está llamada
«a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana a la
promesa matrimonial de la recíproca donación total» 371. Es
evidente si se considera que la comunión conyugal de los esposos -
el «nosotros» en que se ha convertido la relación «yo»-«tú» deriva,
en cierta manera, del «Nosotros» trinitario 372- y ha de realizarse
existencialmente. A los esposos siempre les cabe alcanzar una
mayor identificación con el «Nosotros» divino. Siempre es posible
reflejar con mayor transparencia esa «cierta semejanza entre la
unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios -en
este caso, los esposos- en la verdad y en el amor» 373. Siempre
puede darse una mayor radicación del amor de los esposos en el
amor de Cristo por la Iglesia y, en consecuencia, siempre es posible
una mayor fidelidad al reflejar el amor divino participado. «Con el
Señor, la única medida es amar sin medida. De una parte, porque
jamás llegaremos a agradecer bastante lo que Él ha hecho por
nosotros; de otra, porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se
revela así: con exceso, sin cálculo, sin fronteras» 374
Por eso la «unidad de los dos» ha de construirse cada día.
Cuando se experimenta el gozo de verse hechos el uno para el otro
y también cuando surgen las dificultades, porque la «realidad» no
responde a lo que tal vez se esperaba. Vivir la fidelidad requiere no
pocas veces recorrer un camino de paciencia, de perdón. Eso es
fatigoso y exige estar constantemente comenzando. Caminar
unidos, sin cansarse uno del otro, reconociendo el don de Dios, es
siempre una gracia.
Se necesita, por tanto, además del auxilio de Dios, la respuesta

371 FC, 19.


372 Cfr. GrS 7-8.
373 GS, 24.
374 SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, cit., n. 232.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 124

y la colaboración de los esposos. En este caso, el esfuerzo por


mantener viva «la voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo
que tienen y lo que son»375. El empeño de permanecer en aquella
decisión inicial, libre y consciente, que los convirtió en marido y
mujer. De ahí la «necesidad» -se entiende desde la óptica
existencial y ética- de renovar (hacer consciente y voluntariamente
nuevo) con frecuencia el momento primero de la celebración
matrimonial. Serán así conscientes también de que su matrimonio,
si bien se inicia con su recíproco «sí», surge radicalmente del
misterio de Dios. Un misterio que es de amor y que, siendo manda-
miento, es primero y sobre todo don. En esa conciencia,
precisamente, radicarán el optimismo y la seguridad que deben
alentar siempre el existir matrimonial vivido en la verdad y el
amor. Lo que, ciertamente, pedirá, en no pocas ocasiones, un
esfuerzo que puede llegar hasta el heroísmo, porque no hay otra
forma de responder a las exigencias propias del matrimonio como
vocación a la santidad. El don del Espíritu Santo infundido en sus
corazones con la celebración del sacramento «es mandamiento de
vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso
estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada
vez más recia entre ellos en todos los niveles -del cuerpo, del
carácter, del corazón, de la inteligencia, de la voluntad, del alma-
revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor
donada por la gracia de Cristo»376.
En ese esfuerzo -mantenido siempre con la oración y la vida
sacramental- los esposos deberán estar vigilantes -es una
característica del verdadero amor- para que no entre la
«desilusión» en la comunión que han instaurado. Con otras
palabras: habrán de estar atentos para evitar no abrir la puerta a
ningún «enamoramiento» hacia otra tercera persona, poniendo los
medios necesarios para evitar el «desenamoramiento» del propio
cónyuge. Se trata, en el fondo, de mantener siempre vivo el amor
primero. Para ello deberán «conquistarse», el uno al otro, cada día,
amándose «con la ilusión de los comienzos». Sabiendo que las
dificultades, cuando hay amor, «contribuirán incluso a hacer más
hondo el amor». «Digo constantemente, a los que han sido llamados
por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran

375 FC, 19.


376 Cfr. ibídem.
LA FIDELIDAD O PERMANENCIA RENOVADA EN LA DECISIÓN DE AMAR 125

con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre


concepto tiene del matrimonio -que es un sacramento, un ideal y
una vocación-, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan
las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es
entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y
de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor:
une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la
Escritura, aquae multae -las muchas dificultades, físicas y morales-
non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el
cariño»377.
La fidelidad «hace» que el matrimonio «sea», es decir, se
realice como una comunidad de vida y amor. Hacia esa meta los
esposos son ordenados desde su masculinidad y feminidad.
Disponen, además, de las ayudas necesarias (la institución; el
sacramento en el caso de los bautizados). Pero sólo podrán
conseguirlo con el empeño decidido de su voluntad. Vivir fielmente
la realidad que por su matrimonio son es un quehacer confiado a su
libertad. «La naturaleza señala el camino. Las instituciones reciben
un depósito. Es la persona la que debe construir su destino. En el
exterior encuentra ayudas para sus fidelidades y el desafío de las
circunstancias. Pero se trata de auxiliares ambiguos. Hace falta algo
más que tierra para crear otra tierra» 378. Hace falta, en este caso, la
actuación libre de la voluntad.

377 SAN JOSEMARÍA, Conversaciones, n. 91; cfr. ídem, Es Cristo que pasa, n. 24.
378 Cfr. DF, 136.
Capítulo VI

«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR
LA FIDELIDAD MATRIMONIAL

En virtud del pacto de amor conyugal el hombre y la mujer que


se casan ya no son dos, sino «una sola carne»379. A partir de ese
momento son, en lo conyugal, una «única unidad». Ha surgido entre
ellos el vínculo conyugal -una «comunidad»- por el que constituyen
en lo conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a
pertenecer a la mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en
cuanto esposa. Hasta tal punto que cada uno debe amar al otro
cónyuge no sólo como a sí mismo —como a los demás hombres—
sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y
manifestación de la «unidad en la carne»-es decir, de la «unidad»
que han constituido con la entrega recíproca de sí mismos en
cuanto sexualmente distintos y complementarios-, abarca todos los
niveles -cuerpo, espíritu, afectividad, etc.- y ha de desarrollarse más
y más cada día.
¿Cómo hacer para que el trato y la existencia matrimonial sea
manifestación y testimonio cada vez más vivo de esa unidad?
Contestar a esta pregunta es el intento de esta reflexión, que se
desarrollará en tres apartados. El primero tratará de precisar el
sentido o alcance de lo que se quiere decir cuando se habla de la
fidelidad matrimonial(l). El segundo afrontará el tema de la
custodia de esa fidelidad(2). Y el tercero la cuestión de la necesidad
de la protección y custodia de la fidelidad en el matrimonio(3).

Mt 19,6; cfr. Gn 2,24; FC, n, 19.


«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 122
1. La FIDELIDAD MATRIMONIAL: vivir de acuerdo
CON LO QUE SE «ES»

Por el Matrimonio los casados se convierten «como en un sólo


sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión en virtud de la
cual vienen a ser una sola carne»380. Es claro que los esposos,
después de la unión matrimonial, son, como personas, sujetos
distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el del
marido es el de la mujer. Sin embargo, ha surgido entre ellos una
relación de tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de
esposa en cuanto está unida a su marido y viceversa. Y si los que se
casan son bautizados, esa unión se convierte en imagen viva y real
del misterio de amor de Cristo por la Iglesia.
Pero, como hace notar la Revelación381, uno de los rasgos
esenciales y configuradores de esa unión y del amor de Cristo por
la Iglesia es la unidad indivisible, la exclusividad. Cristo se entregó y
ama a su Iglesia de manera tal que se ha unido y la ama a ella sola.
Así como el Señor es un Dios único y ama con fidelidad absoluta a
su pueblo, así tan sólo entre un solo hombre y una sola mujer
pueden establecerse la unión y amor conyugal. La unidad
indivisible es un rasgo esencial del matrimonio exigido por la
realidad representada.
El sacramento hace que la realidad humana sea transformada
desde dentro, hasta el punto de que la comunión de los esposos se
convierte en anuncio y realización -eso quiere decir «imagen real»-
de la unión Cristo-Iglesia. A la vez que une a los esposos tan
íntimamente entre sí que hace de los dos «una unidad», les une
también tan estrechamente con Cristo que su unión es
participación -y por eso debe ser reflejo- de la unidad Cristo-Iglesia.
«En Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la purifica y la
eleva, conduciéndola a la perfección con el sacramento del
matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración
sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión
nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima
unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo Místico del Señor
Jesús»382.
«El sacramento del matrimonio hace entrar al hombre y a la

380 JUAN PABLO II, Aloe. (25.VIII.1982), n. 2, en EF, IV, 3657.


381 Cfr. Ef 5,25-33; Os 2,21; Jr 3,6-13; Is 45; etc.
382 FC, n. 19.
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 123
mujer en el misterio de la fidelidad de Cristo para con la Iglesia» 383.
Hace que la unión de los esposos sea imagen de esa fidelidad
porque es su participación. Eso quiere ser imagen real del amor de
Dios. Han de ser signos o hacer visible ese amor de Dios, el uno al
otro, ante los hijos y ante los demás. Así como Cristo se ha unido a
su Iglesia para siempre y es fiel a esa unidad (Cristo-Iglesia), así los
esposos deben estar unidos y hacer visible esa unidad para
siempre.
La fidelidad no es otra cosa que la constancia en esa
manifestación. «La fidelidad se expresa en la constancia a la
palabra dada»384. Esa palabra es el «sí te quiero y te recibo como
esposo/a» proclamada ante Dios y ante la Iglesia.
Varias cosas, entre otras, derivan de aquí, todas ellas decisivas
para la vida de los matrimonios:- la fidelidad matrimonial, antes
que respuesta del hombre, es, sobre todo, iniciativa del amor de
Dios;- la fidelidad matrimonial, antes que exigencia jurídica o
imperativo legal, es compromiso de la libertad;- la fidelidad es
permanencia, consciente y voluntaria, en la decisión de amar.

2. La custodia de la fidelidad matrimonial

La comunión conyugal de los esposos -el «nosotros» en el que


se ha convertido la relación «yo»-«tú» que deriva, en cierta manera,
del «Nosotros» trinitario385- ha de realizarse existencialmente. Está
llamada «a crecer continuamente a través de la fidelidad cotidiana
a la promesa matrimonial de la recíproca donación total» 386. A los
esposos siempre les cabe alcanzar una mayor identificación con el
«Nosotros» divino. Siempre es posible reflejar con mayor
transparencia esa «cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios -en este caso, los esposos- en
la verdad y en el amor» (GS, n. 24). Siempre puede darse una mayor
radicación del amor de los esposos en el amor de Cristo por la Igle-
sia y, en consecuencia, siempre es posible una mayor fidelidad al
reflejar el amor divino participado. «Con el Señor, la única medida
es amar sin medida. De una parte, porque jamás llegaremos a

383 CEC, n. 2365.


384 Ib ídem.
385 Cfr. GrS, nn. 7-8.
386 FC, n. 19.
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 124
agradecer bastante lo que Él ha hecho por nosotros; de otra,
porque el mismo amor de Dios a sus criaturas se revela así: con
exceso, sin cálculo, sin fronteras» 387.
Por eso la «unidad de los dos» ha de construirse cada día:
cuando se experimenta el gozo de verse hechos el uno para el otro
y también cuando surgen las dificultades, porque la «realidad» no
responde a lo que tal vez se esperaba. Vivir la unidad requiere no
pocas veces recorrer un camino de paciencia, de perdón. Eso es
fatigoso y exige estar constantemente comenzando. Se necesita, por
tanto, además del auxilio de Dios, la repuesta y la colaboración de
los esposos. En este caso, el esfuerzo por mantener viva «la
voluntad (...) de compartir todo su proyecto, lo que tienen y lo que
son»388. El empeño de permanecer en aquella decisión inicial, libre
y consciente, que los convirtió en marido y mujer.
De ahí la «necesidad» -se entiende desde la óptica existencial y
ética- de renovar (hacer consciente y voluntariamente nuevo) con
frecuencia el momento primero de la celebración matrimonial.
Serán así conscientes también de que su matrimonio, si bien se
inicia con su recíproco «sí», surge radicalmente del misterio de
Dios. Un misterio que es de amor y que, siendo mandamiento, es
primero y sobre todo don. En esa conciencia, precisamente,
radicarán el optimismo y la seguridad que deben alentar siempre el
existir matrimonial vivido en la verdad y el amor. Lo que,
ciertamente, pedirá, en no pocas ocasiones, un esfuerzo que puede
llegar hasta el heroísmo, porque no hay otra forma de responder a
las exigencias propias del matrimonio como vocación a la santidad.
El don del Espíritu Santo infundido en sus corazones con la cele-
bración del sacramento «es mandamiento de vida para los esposos
cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada
día progresen hacia una unión cada vez más recia entre ellos en
todos los niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la
inteligencia, de la voluntad, del alma- revelando así a la Iglesia y al
mundo la nueva comunión de amor donada por la gracia de
Cristo»389.
En ese esfuerzo -mantenido siempre con la oración y la vida
sacramental- los esposos deberán estar vigilantes -es una
característica del verdadero amor- para que no entre la

387 SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 232.


388 FC, n. 19.
389 Ibídem.
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 125
«desilusión» en la comunión que han instaurado. Con otras
palabras: habrán de estar atentos para evitar no abrir la puerta a
ningún «enamoramiento» hacia otra tercera persona, poniendo los
medios necesarios para evitar el «desenamoramiento» del propio
cónyuge. Se trata, en el fondo, de mantener siempre vivo el amor
primero. Para ello deberán «conquistarse», el uno al otro, cada día,
amándose «con la ilusión de los comienzos». Sabiendo que las
dificultades, cuando hay amor, «contribuirán incluso a hacer más
hondo el amor». «Digo constantemente, a los que han sido llamados
por Dios a formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran
con el amor ilusionado que se tuvieron cuando eran novios. Pobre
concepto tiene del matrimonio -que es un sacramento, un ideal y
una vocación-, el que piensa que el amor se acaba cuando empiezan
las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre consigo. Es
entonces cuando el cariño se enrecia. Las torrenteras de las penas y
de las contrariedades no son capaces de anegar el verdadero amor:
une más el sacrificio generosamente compartido. Como dice la
Escritura, aquae multae -las muchas dificultades, físicas y morales-
non potuerunt extinguere caritatem (Cant 8, 7), no podrán apagar el
cariño»390.
Se puede decir que la custodia de la fidelidad matrimonial se
resume en vivir -en hacer consciente y actual- la palabra dada en el
consentimiento matrimonial: en prolongar en el tiempo y el espacio
el «sí» de la celebración del matrimonio. Por eso el cuidado por
vivir la fidelidad matrimonial se resume, en última instancia, en
poner por obra, sin desfallecimiento, dos decisiones que parecen
fundamentales: a) quitar lo que estorba o impide ese compromiso;
y b) poner los medios para mantener viva la decisión primera, (es
decir, renovarla o hacerla nueva cada día).

2.1. Los peligros que hay que evitar

Acechan a la fidelidad matrimonial una serie de peligros o


amenazas que es necesario desenmascarar y combatir sin
desfallecer. Como consecuencia del desorden causado por el
pecado de «los orígenes», esos riesgos acompañan constantemente

390 SAN JOSEMARÍA, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, Madrid


1985, n. 91.
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 126
el existir del ser humano sobre la tierra, con manifestaciones muy
particulares en la relación del hombre y la mujer en el matrimonio.
Cabe recordar, entre otros peligros contra la fidelidad conyugal:
una idea equivocada del amor matrimonial; el afán de dominio en
la mutua relación; la falta de lucha por superar las dificultades; la
imprudencia en las relaciones sociales y laborales; etc.
- Una idea equivocada del amor matrimonial Con mucha
frecuencia el amor se identifica con el sentimiento; y el amor
matrimonial con la atracción. El amor verdadero, en cambio, no es
un mero sentimiento poderoso, es una decisión, una promesa: su
sello de autenticidad es la donación, entrega. El sentimiento, por su
propia naturaleza, es efímero: comienza y desaparece con facilidad.
Perder esto de vista o no haberlo comprendido origina muchos
problemas matrimoniales, cuando la atracción y el sentimiento van
quedándose atrás. Por eso, hay que evitar idealizar a la otra
persona como si ya fuese perfecta o «una santa», como si fuera
imposible que tuviera defectos.
- El afán de dominio en la mutua relación. El primero y
principal enemigo de la felicidad conyugal es la soberbia, una de
cuyas manifestaciones es el afán de dominar a los demás, en este
caso al propio cónyuge. Se puede llevar a cabo de muchas y
variadas formas: no escuchando, intentando imponer el propio
parecer en asuntos opinables, procediendo con hechos
consumados en la administración de las cuestiones que son
comunes a los dos, etc.
Se puede y se debe implicar al cónyuge, por ejemplo, en las
tareas del hogar. Pero se deberá estar atentos para no caer en
victimismos (con quejas continuas que hacen poco atractivas la
relación común y la vida del hogar) o en actitudes reivindicativas
(que pueden responder a verdaderos derechos), pero que se
compaginan difícilmente con el amor. No sería razonable la actitud
de la mujer, que se tradujera en presentar al marido hechos
consumados como la decoración de la casa, compras u otros
aspectos, con la excusa de que se carece de la sensibilidad o del
gusto necesario para que se le tenga en cuenta. Tampoco lo sería el
proceder del marido que reclamara para sí una posición de
dominio absoluto, manifestada, por ejemplo, en que hubiera que
pedirle permiso para todo -sin que él lo pida a nadie-, en que
hubiera que rendirle cuentas de todo sin que él tuviera que rendir a
nadie, o en tomar a su mujer simplemente como una instancia de
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 127
consulta reservándose siempre para sí la decisión y sin tener que
dar razón de ella.
- La falta de lucha por superar las dificultades. Vivimos en una
sociedad cómoda en la que es dominante la mentalidad que lleva a
huir de los problemas, en vez de afrontarlos y resolverlos. Lo que
se pide a la vida es que todo salga sin esfuerzo. Es evidente, sin
embargo, que la realidad no es esa, según la experiencia demuestra
claramente.
El verdadero amor se manifiesta no tanto en encontrar una
especie de sintonía perpetua lograda sin esfuerzo, como en una
lucha por superar los obstáculos que se interpongan para
conseguir la concordia y aumentar más la unión. «Tendría un pobre
concepto del matrimonio y del cariño humano quien pensara que,
al tropezar con esas dificultades, el amor y el contento se acaban.
Precisamente entonces, cuando los sentí- mientos que animaban a
aquellas criaturas revelan su verdadera naturaleza, la donación y la
ternura se arraigan y se manifiestan como un afecto auténtico y
hondo, más poderoso que la muerte»391.
En los matrimonios esa falta de lucha por superar las
dificultades en sus mutuas relaciones se manifiesta no sólo en las
desavenencias y rupturas matrimoniales, sino en el
distanciamiento y falta de comunicación aunque se mantenga la
convivencia. Y sobre todo, en las discusiones y disputas. Es
necesario hacer un esfuerzo por evitarlas, lo que pone en juego una
multiplicidad de virtudes: la fortaleza -dentro de ella, sobre todo la
paciencia-, la humildad, etc. Es así como se conseguirá muchas
veces evitar esas disputas.
- La imprudencia en las relaciones sociales y laborales. Se dan
también circunstancias que pueden poner en peligro la felicidad
matrimonial. El ambiente laboral y social facilita en ocasiones un
tipo de relaciones que pueden resultar a veces agresivas para la
fidelidad matrimonial (se comparten muchas cosas, frecuentes
viajes, comidas de trabajo, etc. que pueden llevar a un excesivo
compañerismo, camaradería, provocaciones...). Es necesario ser
prudentes y poner los medios oportunos: la guarda del corazón,
evitar hacer o recibir confidencias... y sobre todo fomentar el trato
y el diálogo con el propio cónyuge (buscar tiempo, planes
familiares, etc.).

391 SAN JOSEMARÍA, ES Cristo que pasa,, cit., n. 24.


«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 128
2.2. Los medios que hay que poner

La guarda de la fidelidad requiere poner en juego un ascética


para que se convierta en una realidad. Además de los peligros que
se deben evitar, es necesario poner otros medios que son de dos
clases: sobrenaturales y naturales. Entre unos y otros se da, sin
embargo una relación tan estrecha que, sin identificarse, son
inseparables: los sobrenaturales son como el alma que vivifica los
naturales y éstos constituyen, a su vez, el espacio y la materia a
través de la que se expresa la autenticidad de los sobrenaturales.
- Como medios naturales para la custodia de la fidelidad
matrimonial se recuerdan, entre otros, «el respeto mutuo», «la
comunicación y el diálogo», «el saber perdonar», «el cuido de los
pequeños detalles», etc.
* El respeto mutuo. La primera exigencia del amor que se
manifiesta en la fidelidad es el respeto. Respetar a una persona es
valorarla por lo que es. Eso significa que, como la persona humana
sólo existe como hombre o como mujer, requisito indispensable de
ese respeto es tener en cuenta tanto la igualdad radical (el hombre
y la mujer como personas son absolutamente iguales) como su
diferenciación también esencial (por su masculinidad y feminidad
son totalmente diferentes). Sólo así se les trata de una manera
justa, es decir, la que se ajusta a la realidad de lo que son.
*La comunicación y el diálogo. La diferenciación del ser
humano en hombre y mujer está ordenada a la complementariedad
y, por eso mismo, al enriquecimiento mutuo. En este sentido, se
recuerda una vez más que uno de los fines del matrimonio es la
mutua ayuda o bien de los esposos. (No se identifican el bien de los
esposos y la mutua ayuda, pero uno y otra se reclaman hasta el
punto de que no son separables: la mutua ayuda sólo es tal si se
ordena al bien de los esposos y éste solo se alcanza con la ayuda
mutua: es la consecuencia necesaria de la «unidad de dos» que son
por el matrimonio).
Esta es la razón de que el diálogo, la comunicación y el
intercambio de pareceres sea un componente esencial de la vida de
los matrimonios. Y esta es también la razón de que en su trato
mutuo los esposos no deban olvidar nunca que la psicología del
otro sexo es distinta (en la manera de enfocar las cosas, en la
importancia que se da a ciertos detalles, en la manera de valorar los
aspectos -más objetivos o más subjetivos- de las cuestiones, etc.).
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 129
Advertir esa manera de ser distinta, tenerla en cuenta (poniéndose
en el lugar del otro) enriquece a la persona y hace atractiva la vida
del hogar.
Es evidente que todo esto supone una seria de actitudes
básicas que se pueden resumir, en una cierta manera, en el espíritu
de servicio: es decir, en el afán por hacer fácil y agradable la vida a
los demás. Eso pedirá, entre otras cosas, proceder de común
acuerdo en los asuntos familiares, hablando y exponiendo las
razones antes de tomar las decisiones, etc. Llevar esto a la práctica
exigirá muchas veces repartir las responsabilidades -todas ellas, sin
embargo, compartidas en última instancia- teniendo en cuenta
siempre las capacidades y aptitudes de cada uno, en buena medida
ligadas a la condición propia del hombre y de la mujer.
Y un elemento importante de esa comunicación es el tiempo.
Los esposos necesitan tiempo para ellos solos. También cuando
haya una familia numerosa con hijos pequeños que atender, deben
buscar por todos los medios algunos momentos para atender al
cónyuge en particular, para conversar sin más, no sólo para tratar
asuntos de la vida familiar. Con frecuencia será necesario poner en
juego una buena dosis de desprendimiento y de fortaleza para
poder hacerlo realidad, pues habrá que superar el cansancio -
comprendiendo a la vez que puede ser mutuo-, recortar aficiones,
olvidarse de los asuntos de los hijos, profesionales o de otra índole
que tienden a ocupar el pensamiento, etc.
Cuando los hijos se van haciendo mayores y se van independi-
zando, los esposos han de buscar puntos de unión, tareas e
ilusiones que compartir. Si no, podría ser que, después de una
etapa matrimonial con muchas ocupaciones y cosas en común,
llegara un momento en que los esposos no supieran ya qué decirse
y entrase el aburrimiento, que tanto enfría la convivencia
matrimonial.
* El saber perdonar. Uno de los mejores índices para medir el
amor es el perdón, el rechazo a guardar agravios o a dar vueltas
una y otra vez a lo que desune. La mayoría de las veces se tratará
de cuestiones intrascendentes, en otras ocasiones los agravios se
deberán a valoraciones excesivamente subjetivas... En cualquier
caso, el saber perdonar connota siempre la calidad del verdadero
amor.
Por eso el examen frecuente -mejor diario- sobre la manera de
vivir este aspecto no puede faltar a la hora de valorar la
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 130
autenticidad del trato conyugal. Cuántas veces se ha sabido pedir
perdón; cuántas se ha perdonado a la primera -o mejor, aún se ha
adelantado uno a poner cariño antes de que le pidan perdón-; cómo
se reacciona ante un desacuerdo del cónyuge -si se sabe ceder en lo
intrascendente, si se sabe escuchar-; cuántas veces se ha rectificado
una opinión, pues la pretensión de tener siempre la razón o de ser
el único capaz de juzgar acertadamente la realidad es pura
soberbia: son preguntas que, de una u otra forma, indican la
disposición que se tiene y cómo se vive este aspecto del amor.
Y difícilmente se puede esto tan fundamental si estas
preguntas no entran en el examen de conciencia y en la confesión
sacramental.
* El cuidado de los detalles pequeños, el empeño por hacer feliz
al cónyuge. El amor -también el de los esposos- necesita renovarse,
es decir, hacerse nuevo cada día, de lo contrario corre el riesgo de
enfriarse y desaparecer. Lo normal serán los detalles sencillos, pero
significativos y necesarios (un par de besos, recordar al cónyuge
que se le sigue queriendo, etc.). No son cosas que se deben dar por
dar por supuestos ni tampoco como ya adquiridas, como si no
necesitaran una renovación permanente o no fuera necesario el
esfuerzo por «conquistar» al cónyuge, procurando hacer que la
propia relación matrimonial sea siempre interesante.
Con el correr de los años, cobra una gran importancia en este
terreno una caridad que lleva a pensar en lo que satisface al
cónyuge más que en las necesidades propias de cariño, venciendo
las tentaciones que se pueden presentar: las más comunes son la
rutina por parte del varón, y la susceptibilidad por parte de al
mujer, debido que esta última suele ser más sensible al cariño
manifestado. Hay que tener en cuenta, además, que el marido suele
pedir que la mujer exprese con claridad lo que quiere o necesita;
por eso sería una actitud equivocada esperar a que él «adivine» lo
que pasa a la mujer, y pensar que «ya no le quiere como antes» si
no lo hace. Pero también lo sería por parte del marido olvidar ese
aspecto de la psicología de la mujer. Parte de ese cariño se debe
traducir en detalles materiales, con respecto a lo cual se debe huir
de dos extremos: su carencia por un lado, y, por otro, el no acertar a
compaginarlo con una vida sobria. (Se debe tener en cuenta que lo
que se aprecia de verdad es la «sorpresa» movida por el cariño, no
el enfrascarse en un tren de vida de lujo, aunque haya otros que
reiteren esas manifestaciones de ostentación. Otras veces esos
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 131
detalles materiales ostentosos podrían enmascarar el deseo de
«comprar» al propio cónyuge).
—La importancia de los medios sobrenaturales en la custodia
de la fidelidad matrimonial se descubre enseguida si se advierte
que, por el sacramento, el matrimonio es una verdadera
transformación y participación del amor humano en el amor divino
y, en consecuencia, sólo con la ayuda de la gracia los esposos serán
capaces de construir su existencia matrimonial como una
revelación y testimonio visible del amor de Dios. Por ello el recurso
a la oración y a los sacramentos es decisivo en la custodia de la
fidelidad matrimonial.
* Es en la oración y meditación frecuente del sacramento
recibido donde los esposos contarán con la luz y fuerza del Espíritu
Santo para penetrar en la hondura y exigencias de su amor
conyugal. El amor sólo puede ser percibido en toda su radicalidad
desde su fuente, el Amor de Dios -El Espíritu Santo, el don del Amor
de Dios infundido en sus corazones con la celebración del
sacramento392- cuya luz se hace particularmente intensa en el
diálogo propio de la oración.
* La Eucaristía tiene una significación especial en el
crecimiento y custodia de la fidelidad matrimonial. «La
esponsalidad del amor de Cristo es máxima en el momento en que,
por su entrega corporal de la Cruz, hace a su Iglesia cuerpo suyo, de
modo que son una sola carne . Este misterio se renueva en la
Eucaristía»393. Por eso los esposos han de encontrar en la
Eucaristía la fuerza y el modelo para hacer visible, a tra-
vés de sus mutuas relaciones, la unidad y fidelidad del misterio del
amor de Cristo a su Iglesia del que su matrimonio es un signo y
participación.
* También el sacramento de la Reconciliación tiene su
momento específico en la custodia de la fidelidad matrimonial. El
perdón de las ofensas es índice claro de la calidad del amor. Ha de
estar presente entre los esposos que quieren vivir con sinceridad
su amor conyugal. Pero las ofensas que pudieran darse, antes que
faltas de amor al propio cónyuge, son primero y sobre todo, ofensas
a Dios. Por eso el perdón y la reconciliación con el propio esposo
exigen siempre que tenga lugar también el perdón y la

392 Cfr. Rm 3, 3.
393 DPF, n. 60.
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 132
reconciliación con Dios. De manera necesaria mediante el
sacramento de la Reconciliación en el caso de ofensas graves, y
muy conveniente en todas las demás.

3. La necesidad de salvaguardar la fidelidad matrimonial

Varias son las razones que hacen especialmente necesario dar


prioridad al tema de la custodia de la fidelidad matrimonial en el
discurrir de la vida de los esposos y en la formación y apostolado
de los matrimonios y las familias.
- En primer lugar, porque sólo de esa manera los casados están
en condiciones re responder adecuadamente a la plenitud de vida
cristiana a la que, como bautizados, están llamados.
Por otra parte, la condición histórica del ser humano indica
que la persona humana se realiza en el tiempo y en el espacio; y, en
consecuencia, la decisión de los esposos de ser fieles ha de hacerse
realidad cada día. Y es evidente que las contrariedades que a veces
es necesario superar exigen el empeño por mantenerse constantes
en el compromiso matrimonial, sobre todo si se tiene en cuenta las
consecuencias del pecado de «los orígenes»: acechan
constantemente riesgos como el cansancio, el acostumbramiento,
etc.
La necesidad de este empeño y apostolado es aún mayor si,
como es fácil advertir, existe, también entre los que quieren vivir
con rectitud su vida matrimonial y familiar, una concepción
bastante rebajada de lo que es y supone la fidelidad matrimonial.
No son pocas las veces que aparecen personas casadas que
entienden la fidelidad matrimonial como un simple no romper el
compromiso matrimonial. Aunque eso ciertamente es lo primero
(la condición imprescindible), ¿cómo es posible conciliar esa
actitud con la afirmación de que el matrimonio es uno de los
caminos para vivir la llamada universal a la santidad? Porque se
debe recordar siempre que «la unión matrimonial y la estabilidad
familiar comportan el empeño, no sólo de mantener sino de
acrecentar constantemente el amor y la mutua donación. Se
equivocan quienes piensan al matrimonio es suficiente un amor
cansinamente mantenido; es más bien lo contrario: los casados
tienen el grave deber -contraído en el compromiso matrimonial- de
«CONSTRUIR» Y CUSTODIAR LA FIDELIDAD MATRIMONIAL 133
acrecentar continuamente ese amor»394.
Nos encontramos, por tanto, particularmente en estos casos,
con personas que, queriendo vivir con sinceridad las exigencias de
su compromiso matrimonial, se ven incapacitadas para hacerlo
(desde el punto de vista objetivo). En muchos casos, no es que no
quieran. Es que no saben.
- Existen además otra serie de factores, provenientes en buena
parte de la cultura y mentalidad que envuelven a la sociedad actual,
que hacen más urgente la necesidad de la custodia de la fidelidad
matrimonial. Me refiero, entre otros, a la difusión de una falsa idea
de la libertad, incapaz de «entender», ni siquiera como posibilidad,
un compromiso estable y de futuro. Pero, ¿cómo entender una
entrega de la persona -la que exige un amor conyugal auténtico-
limitada sólo a un período de tiempo o a aspectos más o menos
agradables según los resultados?
También la difusión de una mentalidad divorcista que llega a
proclamar como señal de madurez y autenticidad la ruptura
matrimonial en aras-se dice- de una mayor sinceridad con uno
mismo y con el propio cónyuge. O la existencia de legislaciones
divorcistas que llevan el riesgo de inducir a justificar el divorcio
como algo moralmente lícito.
Se hace necesario dar un lugar de primera importancia al tema
de la custodia y crecimiento de la fidelidad en el matrimonio. Como
acaba de apuntarse, no son pocas las dificultades que es necesario
superar. Y, a la vez, la salud y éxito de la familia en la vida de la
sociedad y de la Iglesia están ligadas a la fidelidad matrimonial. Nos
encontramos ante una cuestión que es siempre clave. También en
aquellas familias y matrimonios que se esfuerzan por ser
coherentes con las exigencias que conlleva el proyecto de Dios
sobre sus vidas.

394 JUAN PABLO II, Aloe. (8.IV.1987), n. 4, en EF, V, 4661.


PARTE TERCERA
LA FECUNDIDAD DEL AMOR

Gracias a su libertad, la persona humana tiene en sus manos la


capacidad de decir sobre su destino. De su decisión depende
rechazar o alcanzar la perfección -la santidad, en el caso del
cristiano- a la que ha sido llamada. Se realiza como tal, es decir,
como persona e hija de Dios, en la medida que ama. Cuando su
existencia se desarrolla como un respuesta a la vocación al amor.
Ésa es, en efecto, la vocación fundamental e innata del ser humano,
creado a imagen y semejanza de Dios.
Sin embargo, como se advierte fácilmente, no todas las formas
de llevar acabo esa respuesta pueden considerarse como
expresiones del verdadero amor. Como consecuencia del pecado de
los orígenes, existe instalado en el interior del corazón un desorden
que dificulta identificar y poner en práctica el camino que conduce
a hacer de la propia existencia una respuesta fiel al plan de Dios.
Con frecuencia, el ser humano se deja llevar por ese desorden y
elige formas de vida que en modo alguno pueden ser calificadas
como revelación de la autenticidad del amor
Interesa sobre manera, por eso, acertar en la identificación del
verdadero amor. Y también, señalar, al menos en algunos de sus
puntos más elementales, los pasos que son necesarios en la
superación de esa dificultad. De atender esa doble finalidad se
ocupa esta Tercera Parte, aunque sólo parcialmente. En primer
lugar, porque la atención se dirige casi exclusivamente al amor
conyugal. Y después, porque en esa consideración se tiene en
cuenta sobre todo la apertura a la fecundidad.
134 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

El capítulo séptimo -«persona, sexualidad y procreación» 395 396-


versa sobre las tesis o afirmaciones antropológicas fundamentales
para la adecuada valoración de la sexualidad. En concreto, sobre la
unidad sustancial del ser humano; la sexualidad como dimensión
constitutiva de la persona humana; y de los significados unitivo y
procreador, inmanentes a la sexualidad. El capítulo octavo-«la
fecundidad del amor conyugales una reflexión acerca de la apertura
como característica irrenunciable del amor conyugal. Y los dos
siguientes, el noveno -«la virtud de la castidad»397- y el décimo -«la
libertad de la castidad»398- son una consideración sobre la función
que desempeña la virtud de la castidad en la superación del
desorden introducido por el pecado en el bien la persona y en el
bien de la sexualidad. Se señala allí el modo que ha de seguirse en
la integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona.

395 Es el texto de la ponencia pronunciada en XVII Simposio Internacional de Teología, de la


Universidad de Navarra (Pamplona, 17-19 de abril de 19996, sobre «El primado de la persona en la
moral contemporánea». Está recogido en las actas: A. SARMIENTO y otros (ed.), El primado de la
persona en la moral contemporánea,, Pamplona 1997, 379-406.
396 Recoge la conferencia dictada en las Primeras Jornadas de Formación Permanente, del Curso
Pastoral 2004-2003, organizado por la Diócesis de Cartagena, en Murcia, 18-19 de octubre de 2004.
397 Ha sido publicada en el libro homenaje al Prof. J. L. ILLANES, con motivo de su jubilación. El
título completo es: La virtud de la castidad o la autenticidad del amor, en T. TRIGO (ed.), Dar razón de
la esperanza. Homenaje al prof. J. L. Manes, Pamplona 20004, 729-742.
398 Apareció como artículo: La libertad de la castidad, condición para la humanización del amor y
la sexualidad, en «Scripta Theologica» 21 (1989/3), 803-824.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 136
Capítulo VII

PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN

La bibliografía sobre la sexualidad es muy abundante,


particularmente en los últimos años. No parece exagerado decir
que se abordan todas las cuestiones relacionadas con esa materia y
que, además, se tienen en cuenta las más diversas perspectivas.
Esta afirmación es también válida en el campo de la Teología Moral.
Precisamente desde este ámbito -en el que se mueven estas líneas-,
un examen de esa literatura, incluso no muy detenido, permite
hacer algunas observaciones que me parecen de interés para
nuestro tema. Estas son algunas.
- Si se compara con otras épocas, se advierte enseguida -aparte
de la amplitud ya reseñada- una clara novedad. De manera
particular a partir de los años treinta comienzan a formar parte de
la reflexión teo- lógico-moral cuestiones no consideradas hasta
entonces; y, además los temas «de siempre» empiezan a plantearse
de un modo nuevo. Es, indudablemente, la consecuencia de prestar
una mayor atención a las así llamadas ciencias del hombre en el
discurso propio de la Teología Moral399. Por tanto se trata de una
novedad exigida, en primer lugar, por la naturaleza misma del
quehacer teológico-moral400. Esto se comprueba también en la

399 Como indicativos de esa atención pueden consultarse, entre otras, las obras de: B. LAVAUD,
Mundo moderno y matrimonio cristiano, Barcelona 1944; J. STOETZEL, Renouveau des idées sur la
famille, Paris 1954; F. G. ESPOSITO, Matrimonio «societá di amore» da Pió XI al Concilio Vaticano II,
Roma 1966; L. ROSSI, Morale sessuale in evoluzione, Torino 1967; etc.
400 La Teología Moral, según señala la generalidad de los autores, tiene por objeto la conducta
humana a la luz de la revelación. Sobre este punto cfr. S. TOMAS, S.Th. I q. 1. Además puede
consultarse a J. RATZINGER-PH. DELHAYE, Principes d’ethique chrétienne, PARIS 1975; G. GRISEZ, The
Way ofthe Lord Jesús. I: Christian Moral Principies, Chicago 1983; S. PlNCKAERS, Las fuentes de la
moral cristiana. Su método, su contenido su historia, Pamplona 1988; R. GARCÍA DE HARO, La vida
cristiana, Pamplona 1992. Por eso las Ciencias del hombre constituyen una fuente imprescindible para
el conocimiento y reflexión teológica sobre la sexualidad.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 137
manera de abordar esos mismos temas el Magisterio. En este
sentido es clara la novedad de perspectivas, lenguaje v.g. de Casti
connu- biU Gaudium et spesy Humanae vitae, o, más recientemente,
la carta a las familias Gratissimam sane, de Juan Pablo II, al hablar
de la naturaleza del amor conyugal401.
- El análisis de esa bibliografía teológico-moral sobre la
sexualidad lleva también a constatar cómo la perspectiva de la
persona es otra de las constantes en el tratamiento de las
cuestiones402. Si se hace abstracción de los planteamientos que
niegan la existencia o la cognoscibilidad o el valor de la persona403,
se puede decir que en el discurso teológico-moral sobre la
sexualidad están presentes todas las concepciones sobre la persona
que se dan cita en el debate contemporáneo (las que, sin calificarse
como personalistas, reconocen el valor de la persona 404; los así
llamados personalismos405; y las diversas formas de «retorno» o
«redescubrimiento de la persona 406). Todas ellas, en cierta manera,
son coincidentes en afirmar la necesidad de partir de una
concepción de la persona capaz de dar razón de la
intersubjetividad y de la identidad personal 407.
- Con todo -es otra observación-, se percibe también que, en
torno a la publicación de la encíclica Humanae vitaey comienza a ser

401 Cfr. A. MATTHEEUWS, Unión y procreación., Madrid 1989; cfr. A. AUTIERO, Mensaje cristiano
y sexualidad, voz sexualidad, en Nuevo Diccionario de Teología Moral’ Madrid 1992, 1688. Sobre la
«Humanae vitae», cfr. L. ClCCONE, Interpretazione e ap- profondimento della «Humanae vitae» nel
Magistero seguente, en W. AA., «Humanae vitae»: 20 anni dopo. Atti del II Congresso Internazionale di
Teología Morale (Roma, 9-12 nov. 1988), Milano 1989, 139-181.
402 Desde esta perspectiva se considera cuanto se refiere a la institución matrimonial: ¿contrato
o alianza?; el concepto de institución; la realidad del amor conyugal; la paternidad responsable; etc...
Para una panorámica sobre las cuestiones planteadas —aunque no comparto todos sus puntos de
vista— puede consultarse A. HORTELANO, Problemas actuales de moral. II: La violencia, el amor y la
sexualidad, Salamanca 1982, 480-300.
403 A la cabeza de estas formas de pensamiento abiertamente antipersonalistas está, sin duda, el
pensamiento de Nietzche, cuya herencia ha sido recogida por el último Hei- degger quien une
indiscriminadamente metafísica y técnica y para el que el sujeto es siempre y sólo la voluntad de
poder, de dominio. En Italia, más recientemente Vatimo.
404 Como representantes, se pueden citar, en Alemania, a Scheler, quien, en el ámbito de su ética
material de los valores, considera a la persona como «portadora de valores» y a Jaspers, que concibe
la existencia como «ser persona»; en Francia, dos posiciones opuestas: el existencialismo de Sartre y
el neotomismo de Maritain, para el que la persona es un «todo» abierto: la persona es pero a la vez se
hace... Cfr. E. BERTI, II concetto di persona nella storia delpensiero filosófico, en W. AA., Persona e
personalismo, Padova 1992, 57-59.
405 Con el término «personalismos» se designan esos movimientos que hacen de la persona el
centro y el fundamento de toda la realidad. Entre esos movimientos, sobresale el desarrollado en
Francia en torno a la revista Esprit, del que hay que citar a nombre como Mounier, Lacroix,
Nedoncelle... Cfr. E. BERTI, II concetto di persona, cit., 59-61.
406 Cfr. P. RlCOEUR, Meurt lepersonnalisme, revient lapersonne, en «Esprit» (1983/1) 113-119; E.
BERTI, II concetto di persona, cit., 64-71.
407 Otra cosa es que lo consigan: cfr. E. BERTI, II concetto di persona, cit., 71-74.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 138
masiva la difusión de una valoración ética de la sexualidad
claramente diferente de etapas anteriores y también de otras
valoraciones que en esta misma época se ofrecen por otros autores.
No es infrecuente advertir que, apelando a la perspectiva
personalista y usando un mismo vocabulario, se termina en claras
divergencias -cuando no en oposición frontal- en la consideración
ética de las cuestiones. Un ejemplo claro es lo sucedido con la
enseñanza de la Encíclica. Como bien se sabe, Humanae vitaey a
propósito de un problema bien concreto -la moralidad del uso de
los contraceptivos orales- hace una afirmación ética clara: la
contracepción es intrínsecamente mala. Así lo exige «la inseparable
conexión, que Dios ha querido y que el hombre no puede romper
por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el
significado unitivo y el significado procreador» 408. La Encíclica,
siguiendo al Concilio Vaticano II, deduce este principio de la
consideración «de la misma naturaleza del matrimonio y de sus
actos» (Gaudium et spes dice: «de la naturaleza de la persona y de
sus actos)409. Es una exigencia de la naturaleza de la relación y
donación propias del matrimonio y amor conyugal que, por ir «de
persona a persona», abarca el bien de toda la persona 410. La
condición personal del amor conyugal -y del acto conyugal como
expresión de ese amor- reclama esa inseparabilidad. Y lo pide como
cauce y garantía de autenticidad: tan sólo de esa manera el lenguaje
de la sexualidad propio de la relación conyugal responde a la ver-
dad de la donación que está llamada a expresar.
En no pocos casos, sin embargo, ese principio antropológico, la
norma ética a que da lugar y la argumentación aludida son
tachados de biologicistas y fisicalistas 411. La condición personal del

408 PABLO VI, Ene. Humanae vitae{25-VII.1968), 12 (En adelante HV).


409 Cfr. HV, n. 10; CONC. VAT. II, Const. Past Gaudium et spes (7.XII.1965), n. 31 (En adelante GS).
410 Cfr. GS, n. 49.
411 Es lo que se dice en el así conocido como el «documento de la mayoría» de la Comisión para
el Estudio de la Población, Familia y Natalidad. Como bien se conoce, Juan XXIII, en marzo de 1963,
instituyó con ese nombre una Comisión —ampliada por Pablo VI en 1964 y, de nuevo, en 1965—
para, estudiar entre otras cuestiones, la de la responsabilidad de los esposos en la transmisión. Al no
ponerse de acuerdo los integrantes de la Comisión, proponen por separado —cada uno de los dos
grupos que han formado: «la mayoría» y «la minoría»— sus conclusiones al Papa. «La mayoría»
argumenta en contra de la posición que sostiene «la minoría» que, junto a otras cosas, que se apoyan
en una concepción biologicista de la sexualidad y de la ley natural. Puede verse un resumen de esa
argumentación en A. HORTELANO, Problemas actuales de moral, cit., 623-626; y también en A.
FERNÁNDEZ BENITO, Contracepción: Del Vaticano II a la «Humanae vítele», Toledo 1994, 137-218.
Uno de los autores pertenecientes al grupo de «la mayoría» es B. HÁRING, La crisis de la encíclica, en
«Mensaje» 17(1968)476-484; ídem, Nuevas dimensiones de la paternidad responsable, en «Razón y
Fe» 19 (1976) 311-328.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 139
amor conyugal -y del acto conyugal, expresión de ese amor-
reclama, se dice, una interpretación distinta. Es la persona, la
norma personalista la que pide esa separabilidad. De tal manera -se
llega a decir- es decisiva la centralidad de la persona y, por otro
lado, esta perspectiva ha estado tan ausente de la consideración de
la sexualidad, que es necesario proponer nuevos criterios en la
valoración ética de la sexualidad: «necesitamos encontrar una
criteriología moral que esté más allá de las normas jurídicas (supe-
ración de la presión exterior) y de la aceptación pasiva de la
biología (superación de la naturaleza) para participar del hombre
integral (...) La sexualidad tiene que ser expresión de la persona en
cuanto tal y estar al servicio de la persona misma» 412 413.
Lo que ahora, sin embargo, se intenta, en esta reflexión, no es
analizar esa literatura, poniendo de relieve -por ejemplo- las
antropologías, el concepto de persona que subyacen en las
diferentes valoraciones de la sexualidad o qué consecuencias
implican en temas concretos v.g. el amor conyugal, la paternidad
responsable, la procreación, etc. Se pretende tan sólo mostrar
cómo, para una valoración acertada de la sexualidad, sólo sirve una
concepción de la persona que explique suficientemente en la
unidad del ser humano -corpore et anima unusx<b- las diversas
dimensiones y significados de la sexualidad. Una tesis que, bien se
sabe, es central en la antropología cristiana.
La sexualidad es una realidad compleja, atraviesa todas las
dimensiones del ser humano: «caracteriza al hombre y a la mujer
no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual
con su huella consiguiente en todas sus manifestaciones» 414. Pero a
la vez -se puede decir- es también simplicísima, como la persona de
cuya unidad participa y a la que afecta en su núcleo más íntimo 415.
Existe, por eso, el riesgo de absolutizar o considerar

412 Así piensa A. HORTELANO, Problemas actuales de moralcit., 530-531. Y en esta misma línea
se pueden mencionar a M. ORAISON, Le mystere humaine de la sexualité, París 1966; B. HÁRING, La
crisis de la encíclica, cit.; C. CURRAN, Contraception. Authority and dissent, London 1969; P. E.
CHARBONNEAU, Amore e libertó, Assisi 1970; M. VIDAL, Moral del amor y la sexualidad, Salamanca
1971; A. VALSECCHI, Nuevos caminos de la ética sexual, Salamanca 1974; W. AA., Catholic Theological
Society of America, Human Sexuality, New York 1967.
413 Cfr. GS, n. 14.
414 CONG. EDUC. CAT. Orientaciones educativas sobre el amor humano (1.XI. 1983), n. 5; CONG.
DOCT. FE, Decl. Persona humana (29.XII.1975), n. 1. En este sentido los autores hablan de dimensión
y dimensiones, características, etc... de la sexualidad humana. De la dimensión de altura, longitud,
profundidad anchura: M. VIDAL, Etica de la sexualidad, Madrid 1991. 19-22; distingue dimensión
personal, relacio- nal, social, teológica: M. CUYAS, Antropología sexual, Madrid 1991, 15-114; etc.
415 Cfr. JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio (22.XI.1981) 11 (en adelante FC).
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 140
separadamente algunos de esos aspectos y dimensiones y, al
perder el sentido de la realidad, derivar exclusivamente de alguno
de ellos los criterios de moralidad y, como consecuencia, impedir la
integración adecuada de la sexualidad en la unidad del ser humano
(dimensión interpersonal) y en la relación con los demás
(dimensión interpersonal) 416. En el discurso sobre la sexualidad es
necesario no perder nunca de vista la verdad y significado de la
sexualidad: su verdad ontológica, el logos. Sólo así será posible dar
razón de su complejidad -la presencia y diversidad de dimensiones-
y a la vez señalar el fundamento que permita integrar éticamente
esa diversidad en la unidad de la persona, superando los dualismos,
las visiones fragmentarias, etc.
Por otro lado, es irrenunciable también advertir claramente los
diferentes niveles en que cabe referirse a la sexualidad. A parte de
servir para indicar la condición o dimensión del ser humano como
hombre o mujer -la masculinidad o feminidad- ese término puede
señalar la facultad sexual y también la actividad propia de la
facultad sexual. Aunque íntimamente relacionadas entre sí, son
realidades que no pueden identificarse: una cosa es el ser sexuado;
otra, la facultad sexual; y otra muy distinta, la actividad
correspondiente a la actuación de esa facultad. Sería improcedente,
por eso, hablar de «humanizar» o «personalizar» la sexualidad, si
con esa expresión se quisiera decir algo diferente de integrar
éticamente-zn el bien de la persona-, es decir, en el plano operativo
la realidad de la sexualidad que, por ser de la persona, ya es hu-
mana y personal417.
Pero, ¿cuál es la verdad y significado de la sexualidad? Y ¿cómo
realizar éticamente esa verdad? Son los interrogantes sobre los que
reflexionamos en nuestra exposición, cuyo desarrollo se articula en
torno a tres afirmaciones más generales: la sexualidad, dimensión
constitutiva de la persona (1); la vocación de la persona humana al
amor: los significados unitivo y procreador de la sexualidad
humana (2); y la integración ética de los bienes de la sexualidad: la
virtud de la castidad (3).
1. La sexualidad, dimensión constitutiva de la persona

416 Es lo que ocurre no pocas veces en las patologías sexuales, v. g. cuando los aspectos
biológicos se consideran separadamente y falta esa integración dentro de la unidad ordenada de todo
el organismo. Cfr. E. SGRECCIA, Manuale di Bioética, Roma 19 8 9 , 1 8 1 -1 9 8 .
417 Cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, Barcelona 1993, 23.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 141
Lo que afirmamos -esa es nuestra tesis según se apuntaba
antes- es que penetrar en el logos, en la verdad y sentido de la
sexualidad sólo es posible si se parte de una concepción
fuertemente unitaria del hombre418. Esta tesis, tan significativa
para la recta comprensión de la sexualidad, se explica
frecuentemente de manera negativa, es decir, como contrapuesta a
toda forma de dualismo (sea de inspiración platónica 419 o
cartesiana420). Y en esa perspectiva la unidad de la persona viene
definida sobre todo por lo que no es: la persona humana es una e
indivisible porque no está sujeta a ninguna forma de dualismo421; la
sexualidad es una dimensión de la persona humana porque, de no
serlo, habría que considerarla como una realidad extrínseca y
accidental al ser humano.
Pero si se quiere describir adecuadamente la naturaleza de la
sexualidad humana, se hace necesario además penetrar
positivamente -no sólo en sentido negativo- en el alcance de esa
afirmación, central para el logos y ethos de la sexualidad. ¿Qué
quiere decir que la sexualidad pertenece al ser de la persona?
Porque, si la persona humana es la totalidad unificada cuerpo-
espíritu -esa es la realidad que se llama hombre422, y si, por otro
lado, la persona humana no tiene otra posibilidad de existir que
como hombre o como mujer, la sexualidad -masculinidad/femini-
dad- es una dimensión constitutiva de la persona humana. La
conclusión inmediata de estas dos tesis -la unidad substancial de la
persona y la sexualidad es el modo de ser la persona humana-

418 En la tesis de FC, n. 11, que sigue en ese punto a GS, n. 14. Es constante en el Magisterio —
sobre todo de los últimos años— la afirmación de situar en el marco antropológico adecuado la
consideración de los diversos problemas morales. A parte de los documentos citados se deben
recordar en este sentido HV, n. 7, DV, n 3 (CONG. DOCT. FE, Decl. Donum Vitae [22.11.1987]); etc.
419 La cuestión de la relación entre el cuerpo y el alma ha sido siempre uno de los puntos claves
de la antropología; y su comprensión ha marcado siempre la manera de entender la valoración de la
corporalidad y la perfección (la relación entre perfección espiritual y moral). Para Platón, el cuerpo y
el alma son dos sustancias completas unidas accidentalmente en la existencia terrena, pero sin
constituir una única sustancia: el alma y el cuerpo están la una al lado o en el otro. Por eso la
eliminación de la corporalidad es el camino necesario para llegar a la perfección. Esta forma de
pensar es retornada por otros autores como Plotino, Filón de Alejandría, San Agustín, Descartes,
Malebranche, Spi- noza, Leibniz, etc... Cfr. B. MONDIN, voz Corpo, en Dizionario Enciclopédico de
Filosofía e Teología Moraley Milano 1989, 167-168.
420 Parecida es la posición de Descartes: destruye la unidad de la persona reduciéndola a dos
sustancias independientes entre sí, el alma — res cogitans- y el cuerpo — res extensa—y de las que
sólo el alma sería la persona. Cfr. E. BERTI, II concetto dipersonay cit., 32-33.
421 Cfr. C. ZUCCARO, Unita de la persona e integrazione sessuale, en «Rassegna di Teología» 36
(1995) 710. Para este autor, esa es la manera de explicar la unidad de la persona de D. TETTAMANZI,
La corporeita humana. Dimensioni antropologiche e teologiche, en «Medicina e Morale» 4 (1989) 678-
679.
422 Cfr. FC, n. 11.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 142
constituye el fundamento antropológico y teológico de la ética de la
sexualidad423.

1.1. El hombre «corpore et anima unus» (GS, n.


14): la unidad substancial de la persona
humana

El hombre -es un dato de experiencia- se advierte así mismo


como una realidad una y compleja. Aun cuando es consciente de la
pluralidad y diversidad de operaciones, cada ser humano percibe a
la vez que su «yo» es el mismo y único. «El mismo e idéntico
hombre es el que percibe, entiende y siente» 424. No existen
principios diferentes para cada una de las actividades que realiza.
Esa unidad y diversidad se explican -como enseñan la filosofía
y la antropología- porque, si bien el ser humano está compuesto de
cuerpo y espíritu, entre uno y otro componente se da una unidad
substancial. El alma es la forma substancial del cuerpo. Y como ésta
es única -no se da una pluralidad de formas substanciales en el
alma-, el alma hace «no sólo que el hombre sea hombre, sino
también animal y viviente y cuerpo y sustancia y ente» 425. Se
deduce de ello que «el alma racional da al cuerpo humano todo lo
que el alma sensible da a los animales (...) y algo más»426. Este algo
más es la perfección de orden superior, espiritual, la propia de la
persona humana427. En la complejidad del ser humano existen
elementos diversos, físicos y espirituales, que hacen posible dis-
tinguir la composición materia-espíritu -cuerpo-alma-; pero esa
composición no se puede explicar como si el cuerpo y el alma
fueran dos realidades puestas la una en o al lado de la otra. El
cuerpo y el alma son dos coprincipios constitutivos del hombre, de
la misma y única persona. El hombre participa de la condición
personal -es persona- gracias al espíritu: en el espíritu está la razón
de la subsistencia de la persona; pero la condición personal es
propia también e inseparablemente del cuerpo. Ello implica que el
cuerpo es humano porque está animado por el alma, no existe,
como tal, con anterioridad a ser informado por el alma. (Tampoco
423 Cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit., 27.
424 S. TOMÁS, S. Th. I q. 76 a. 1.
425 ídemy Despíritu creat. 3.
426 ídem, S Th. I q 76 a. 2 ad 2.
427 C. CARDONA, Presentación a C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit., 3.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 143
el alma, que es creada en el momento en el que se comunica al
cuerpo). Además ni uno ni otro coprincipio pierden su naturaleza
en esta unión: el alma es esencialmente distinta del cuerpo.
El cuerpo, todo él, se encuentra atravesado por el espíritu; y
éste, a su vez, penetra toda la corporalidad. No se puede decir que
la persona esté unida o tenga cuerpo, sino que es su cuerpo. Entre
el cuerpo y el alma hay una unidad de tal naturaleza que el cuerpo
es la persona en su visibilidad. Señalar el cuerpo humano es señalar
la persona428. Imaginar la posibilidad de relacionarse con el cuerpo
humano y no con la persona es imposible.
Por esta razón, aunque desde una perspectiva científica -v.g. en
el microscopio de un laboratorio- el cuerpo humano puede ser
estudiado como si fuera el de un animal, existe entre uno y otro una
diferencia esencial y radical. No es que el cuerpo humano sea más
que el de los animales; es que es otro: pertenece a un grado de ser
cualitativamente superior. El cuerpo humano es más que un
conjunto armónico de células vivientes 429. El lenguaje de la
anatomía y de la biología no es capaz de captar y expresar toda la
verdad.
Por otro lado, decir que el ser humano es persona significa
también que esa totalidad unificada corpóreo-espiritual -el
hombre- está dotada de una interioridad que le hace posible entrar
en comunicación con las demás personas y principalmente con
Dios. Trasciende el simple ser individuo de una especie y está en sí
mismo lleno de sentido.
Pero esta unidad no se ha explicado siempre de la misma
manera. Unas veces se ha negado alguno de los términos de la
totalidad -el espíritu, en los materialismos; la corporalidad, en los

428 Cfr. J. RATZINGER, Presentación a la Instrucción «Donum vitae», en W. AA., El don de la viday
Madrid 1992, 19; cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit., 34.
429 Cfr. G. MARCEL, Étre et avoir, Paris 1968, 223-226. Al respecto se debe notar que una forma
bastante generalizada de concebir el cuerpo y la vida humana —ya lo señala la encíclica Evangelium
vitae (25.III.1995)— es considerar al hombre «en el contexto de los demás seres, especialmente vivos
y sobre todo de los animales superiores morfológica y comparativamente más semejantes al
hombre» Cfr. F. COMPAGNONI, voz Corporeidad, en Nuevo Diccionario de Teología Moral, Madrid
1992, 282. En este contexto, el hombre no es en realidad superior a los animales. Está en la cima de
los seres creados, pero no es diferente (teoría de la evolución de Darwin; escuela behaviorista...). Esta
concepción del hombre se apoya en algunas antropologías contemporáneas que ya no contemplan al
hombre como un ser creado de modo especial por Dios y redimido.
En cambio, otros autores que admiten la diferencia esencial que como persona tiene el ser humano
respecto de los que no lo son, explican ese concepto con criterios exclusivamente biológicos,
sicológicos o sociológicos: la persona se definiría no por lo que es sino por lo que está en condiciones
de hacer o aparentar. Sobre este punto cfr. E. SGRECIA-M. C. Di PlETRO, VOZ Procreación aritificial, en
Nuevo Diccionario de Teología Moral, cit., 1483.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 144
espiritualismos430-; otras, porque no se ha entendido
adecuadamente la unidad, explicándola, en la mayoría de los casos,
en términos de causalidad instrumental: la persona sería el
espíritu; y el cuerpo, el instrumento del que aquél se serviría para
obrar431. Y entonces es evidente que la sexualidad en modo alguno
puede ser considerada como dimensión constitutiva de la persona.
Con lo que resulta imposible acceder a la profunda verdad y
sentido de la sexualidad432.

1.2. La sexualidad, «modalización» de la persona

Damos ahora un paso más. En el fondo, no es más que una


derivación y explicitación de la tesis anterior. No es, sin embargo,
irrelevante como se ha encargado demostrar suficientemente la
historia del pensamiento sobre el matrimonio y la sexualidad.
El cuerpo y el espíritu constituyen esa totalidad unificada
corpó- reo-espiritual que es la persona humana. Pero ésta existe
necesariamente como hombre o como mujer: no existe otra
posibilidad de existir la persona humana. El espíritu se une a un
cuerpo que necesariamente es masculino o femenino y, por esa
unidad substancial entre cuerpo y espíritu, el ser humano es en su
totalidad masculino o femenino. La sexualidad es inseparable de la
persona. La persona humana es una persona sexuada. En abstracto
cabe hacer una consideración de la persona en cuanto espíritu y,

430 La historia demuestra cómo las actitudes hacia la sexualidad han sido frecuentemente
contradictorias. Desde la visión más pesimista (teorías maniqueas, gnósticas, cáta- ras, jansenistas...)
como consecuencia de una consideración peyorativa de todo lo relacionado con el cuerpo, hasta la
exaltación más absoluta sin ninguna otra norma que la del placer (J. Van Usel; W. Reich). Ambas
actividades responden a la misma concepción dualista de la persona. Si en el primer caso se
desprecia lo sexual y corpóreo y se aboga por una esplritualismo descarnado, en el segundo se olvida
la dimensión espiritual afirmando exclusivamente la biológica (el ser humano como mono desnudo:
v.g. D. MORRIS, El mono desnudo, Barcelona 1969). En esta perspectiva la sexualidad —las facultades
sexuales— es pura materia, mera función biológica, es una mercancía de consumo: no existe
diferencia ninguna con la sexualidad animal. Una y otra posición comparten la misma antropología: la
absoluta separación entre el alma y el cuerpo, entre lo racional y lo biológico en el hombre. En
algunos casos, la negación de uno u otro componente del binomio.
431 Sobre este punto cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit.
432 Es lo que sucede desde el individualismo, utilitarismo y hedonismo, tres formas del
materialismo práctico (cfr. EV, n. 23). Cada una de ellas se caracteriza por una actitud respecto del
cuerpo humano, en la que éste no es percibido según su dimensión personal. Es, por el contrario,
reducido a su materialidad de tal manera que pasa a ser considerado como objeto de placer
(hedonismo) o de explotación o utilidad (utilitarismo). En este contexto, la sexualidad deja de
considerarse como lenguaje de amor —es despersonalizada— y se desconoce por entero su «verdad
ontológica»; el individualismo se opone a la relación interpersonal que supone respeto, gratuidad y
donación.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 145
bajo este aspecto, la persona humana no es hombre ni mujer; pero
como espíritu humano está orientado a informar el cuerpo -para
eso ha sido creado- y éste es siempre y necesariamente hombre o
mujer. La sexualidad no es un simple atributo; es la modalidad
substancial del ser de la persona humana.
Ahora bien, decir que la sexualidad es modalización de la
persona humana es afirmar que la sexualidad impregna la
humanidad del hombre y de la mujer en su totalidad. La sexualidad
-masculinidad o feminidad- caracteriza y determina a todos y cada
uno de los componentes de la unidad substancial cuerpo-espíritu
que llamamos hombre o mujer. Por eso todas las dimensiones
espirituales del hombre están impregnadas por esta dimensión; y
ésta, a su vez, por la espiritualidad. La sexualidad afecta al núcleo
íntimo de la persona en cuanto tal. Es la persona misma la que
siente y se expresa a través de la sexualidad. Afecta tan
profundamente a la persona que al decidir sobre la sexualidad, v.g.
en la alianza conyugal o en la entrega propia de la unión conyugal,
se decide sobre la persona. Los mismos rasgos anatómicos, en
cuanto expresión objetiva de esa masculinidad o feminidad, están
dotados de una significación trascendente objetivamente: están
llamados a ser manifestación visible de la persona.
La sexualidad humana, entonces, es esencialmente diferente de
la sexualidad animal ya que -gracias al alma como forma
substancial del cuerpo- a la vez que sensitiva es racional por
participación. En el ser humano todas las dimensiones y funciones
orgánicas están incorporadas a su unidad total. Todo en él es
humano. En el nivel que ahora consideramos -el del ser- nada hay
en el hombre que, siendo de él, se pueda considerar infrahumano:
especialmente -si se pueda hablar así- en la sexualidad, una
dimensión que más que ninguna otra es intrínsecamente corpóreo-
espiri- tual. Por eso es del todo inadecuado considerar a la
sexualidad humana como asimilable a la sexualidad animal o como
dimensión separable de la espiritualidad433. No se puede ver en la
conducta sexual humana tan sólo el resultado de unos estímulos
fisiológicos y biológicos.
Los relatos bíblicos de la creación con el lenguaje que les es
propio expresan esta misma verdad al hablar de la creación del
hombre y la mujer. Uno y otro es imagen de Dios en su

433 Cfr. M. BRUGAROLA, Sociología y Teología de la natalidad, Madrid 1967, 376, nota 32.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 146
masculinidad y feminidad. Como hombre y como mujer el ser
humano es imagen de Dios; y dado que sólo se es hombre o mujer
en la humanidad especificada sexual- mente, la conclusión es que la
diferenciación sexual es un dato originario -tiene su origen en el
acto creador de Dios- y participa de la espiritualidad propia de la
persona. La discriminación por razón de sexualidad no tiene
ningún sentido434.

2. La vocación de la persona HUMANA AL AMOR:


LOS SIGNILICADOS UNITIVO Y PROCREADOR DE LA SEXUALIDAD

La dimensión sexual del ser humano -la masculinidad y la


feminidad- es una dimensión constitutiva de la persona humana.
Pero penetrar en la verdad -el logos- de la sexualidad exige seguir
preguntándonos: ¿Qué sentido tiene la diferenciación sexual? ¿Cuál
es el significado de la sexualidad humana? Como la bibliografía
pone claramente de manifiesto se trata de un punto decisivo en la
determinación del ethos de la sexualidad. De la respuesta que se dé
depende la solución a cuestiones como la relación entre el amor
conyugal y la procreación, la moralidad de la procreación artificial,
la paternidad responsable, etc., por citar algunas de las más
debatidas. Una cuestión que cobra aún mayor relieve en la cultura
contemporánea, de signo marcadamente positivista, de la que cabe
resaltar como características más salientes -al menos en algún
sentido- el agnosticismo y el utilitarismo práctico: sólo se admite la
vía empírica para ir a Dios (en el primer caso) y se confunde lo útil
con lo honesto (en el segundo).
Nuestra tesis es que la significación de la sexualidad se debe
buscar últimamente en la relación de la creatura con el Creador,
expresada, según la Revelación enseña abiertamente, en la idea del
hombre creado a imagen y semejanza de Dios. (De la naturaleza de
esta imagen acabamos de ocuparnos en el apartado anterior al
tratar de la metafísica de la persona). Por otra parte, cuanto dice la
Revelación responde admirablemente a las exigencias más

434 Sin embargo, no parece que sea el sentido que dan a esa expresión autores como Spinoza,
Kant, etc. cuando en su discurso antropológico afirman que la diferenciación sexual es irrelevante y
ponen la dignidad humana en «la razón». Mucho menos lo es en aquellos que con un marcado tinte
antifeminista sostienen que la racionalidad es una característica de la masculinidad.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 147
profundas de la humanidad del hombre y de la mujer. Y, además,
esta significación «originaria» de la sexualidad es la que ha sido
asumida en el orden de la Redención. Este -no otro- es el del
hombre «histórico», el que vive: el de ahora y el de todos los
tiempos.

2.1. Amor y sexualidad

En el marco de una antropología unitaria, no resulta difícil


percibir que la sexualidad está orientada a expresar y realizar la
vocación del ser humano al amor. La diferenciación sexual -la
sexualidad- está al servicio de la comunicación interpersonal; y, de
esa manera, a la perfección propia y de los demás. Incluso desde la
consideración de la biología es imposible reducir el lenguaje de la
sexualidad al significado procreador. Desde aquí, en efecto, se
descubre que la sexualidad humana -a diferencia de la animal- ni es
automática ni se despierta únicamente en los períodos de
fecundidad. Bajo cualquiera de los aspectos que se contemple -el
biológico, el psicológico, el social, etc.- la sexualidad tiene una
dimensión relacional. Es una de las conclusiones de la tesis
fundamental de la unidad substancial del ser humano.
Como imagen de Dios, el hombre ha sido creado para amar.
«Creándola a su imagen, (...) Dios inscribe en la humanidad del
hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la
capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor
es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser
humano»435. El hombre creado a imagen de Dios es todo hombre -
todo miembro de la raza humana: el hombre y la mujer- y todo el
hombre-A ser humano en su totalidad: cuerpo y espíritu-. La
imagen de Dios alcanza al hombre -corpore et anima unus- en todas
las dimensiones de su ser. El hombre es imagen de Dios en cuanto
persona humana sexuada. En consecuencia, «el hombre es llamado
al amor como espíritu encarnado, es decir, alma y cuerpo en la
unidad de la persona»436. «En cuanto modalidad de relacionarse y
abrirse a los otros, la sexualidad tiene como fin intrínseco el

435 FC, n. 11.


436 CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA, Sexualidad humana: verdad y significado
(8.XII.1995), nn. 3; 10.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 148
amor»437. La sexualidad humana, por tanto, es parte integrante de
la concreta capacidad de amor inscrita por Dios en la humanidad
masculina y femenina, comporta «la capacidad de expresar el amor:
ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte en
don y -mediante este don- realiza el sentido mismo de su ser y
existir»438.
«Cuando Yahwéh Dios -señala Juan Pablo II comentando el re-
lato de Gn 2,18- dice que no es bueno que el hombre esté solo’ (Gn
2,18), afirma que el hombre por sí ‘solo5 no realiza totalmente esta
esencia. Solamente la realiza existiendo con alguno5, y más
profunda y completamente existiendo para alguno 5»439. La
diferenciación sexual está orientada a la complementariedad. Entre
el hombre y los animales media una distinción tan radical que, con
relación a ellos, el hombre se encuentra solo. Para superar esa
soledad, es necesaria la presencia de otro «yo», que, de esa manera,
sirve para afirmar a la vez el «yo» de su ser personal. Con la
creación del ser humano en dualidad de sexos, el texto440 señala,
entre otras cosas, el significado axiológico de esa sexualidad: el
hombre es para la mujer y ésta es para el hombre441. La
diferenciación sexual es indicadora de la recíproca
complementariedad y está orientada a la comunicación, es decir, a
sentir, expresar y vivir el amor humano442.
En el matrimonio cristiano, por la inserción del amor conyugal
en el misterio de amor de Cristo por la Iglesia, esa significación, ins-
crita en la estructura misma de su amor como realidad humana, se
transforma hasta el extremo de estar llamada desde su más
profunda verdad a hacer visible el mismo misterio de amor de
Cristo. Se ha instaurado entre los esposos una comunión y
participación en el misterio de amor de Cristo por la Iglesia que
hace que sean signos -están llamados a serlo- porque lo realizan443.
Su inserción en el amor de Cristo por la Iglesia a través de su
«unidad de dos», en cuanto sexualmente distintos y
complementarios, hace que la donación y entrega conyugal estén

437 Ibídem, n.l 1.


438 JUAN PABLO II, Aloe. (16.1.1980), n. 1, en EF, III, 2511.
439 Ibídem, Aloe. (9.1.1980), n. 2, en EF, III, 2503-2504.
440 Cfr. Gn 2, 18-24.
441 Cfr. JUAN PABLO II, Aloe (14.XI.1979), n. 1, en EF, III, 2442.
442 Cfr. CONG. EDUC. CAT., Orientaciones educativas sobre el amor humano (1.XI. 1983), n. 4.
Sobre esa comunión intepersonal hunde sus raíces el matrimonio instituido por Dios desde los
orígenes.
443 Cfr. GS, n. 48.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 149
orientadas a significar también la alianza de amor entre Cristo y la
Iglesia.
2.2. Sexualidad y procreación

Pero no se agota ahí el sentido y la significación de la


sexualidad. Desde cualquier perspectiva que se contemple se
descubre también fácilmente que la sexualidad está también
orientada a la fecundidad. Se admite por todos. «Todo el proceso
gonádico, hormonal, anatómico y psicológico, en sus diferentes
etapas y reacciones está programado para que esta finalidad pueda
alcanzarse y en sus mismas estructuras biológicas aparece escrito
con evidencia este mensaje, que no se debe ocultar o reducir al
silencio»444. De la misma manera que el ojo sirve para ver, así la
sexualidad tiene como horizonte -es su destino- la procreación.
Pero ¿esa dimensión, que es inmanente a la sexualidad, es déla
persona o lo es sólo del cuerpo? El hecho de que la fecundidad
biológica no sea continua, sino que se siga tan sólo en épocas
determinadas ha llevado a algunos autores a afirmar que «debe ser
asumida en la esfera humana y estar regulada por ella»445. La
dimensión procreativa no sería, en realidad, algo humano sino
infrahumano. Es la conclusión a la que se llega desde una
concepción de la naturaleza humana que se identifica con la
biología y de la persona como libertad trascendental.
Como respuesta, se debe decir que una cosa es la integración
onto- lógica en la naturaleza personal del ser humano, y otra es la
integración ética de las diversas dimensiones de la sexualidad, obra
de la voluntad racional y libre. En el nivel ontológico, la orientación
a la fecundidad, inmanente a la sexualidad como dimensión
constitutiva del ser humano, es humana y ¿Z^la persona: no es una
propiedad que sea exclusiva del cuerpo y no de la persona a la vez;
es una propiedad esencial de toda la persona corpóreo-espiritual y,
por tanto, sexuada. (Sobre la integración ética se tratará
después)446.

444 E. LÓPEZ AZPITARTE, Moral del amor y la sexualidad, en Praxis cristiana. II: Opción por la
vida y el amor, Madrid 1981, 292.
445 «Dossier de Roma», Documentum Synteticum de Moralitate regulationis nativita- tum, en J. M.
PAUPERT, Contróle des naissances et théologie. Le dossier de Rome, Paris 1967, 159.
446 Sobre este punto puede consultarse, entre otros, los artículos de: G. GRISEZ, Dualism and the
New Morality, en M. ZALBA, LAgire Mórale. Atti del Congresso Interna- zionale: Tommaso dAquino nel
suo settimo centenario, vol. 5, Ñapóles 1974, 323-330; M. RHONHEIMER, Contraception, sexual
behavior, and natural law. Philosophical Foundation ofthe Norm of Humanae vitae, en VV.AA.,
«Humanae vitae»: 20 anni dopo. Atti delII Congresso Internazionale di Teología Morale (Roma, 9-12
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 150
Desde la Sagrada Escritura, los relatos de la creación apuntan
abiertamente esta misma tesis. La diferenciación del ser humano
en hombre y mujer está orientada a la procreación. A la unión del
hombre y la mujer a la que conduce la recíproca
complementariedad a través de la sexualidad corresponde la
bendición de la fecundidad447. Por otra parte, si el ser humano ha
sido creado a imagen de Dios en cuanto hombre y mujer, y expresa
esa imagen de Dios a través de la comunión de personas448 -que se
realiza fundamentalmente por medio de la «unidad en la carne»-,
se comprende fácilmente que la apertura a la fecundidad sea uno
de los elementos que revelen la verdad de la imagen divina en el
hombre. (En otro caso, la relación hombre-mujer a través de la
actividad sexual no iría de persona a persona, y nunca podría ser
considerada como comunión interpersonal).
La imagen de Dios, que llevan impresa en su ser las criaturas
humanas, es una imagen o «forma» que alcanza a la humanidad del
hombre y de la mujer en todas sus dimensiones. Pero como la
creación es obra de toda la Trinidad, esa imagen es la imagen de
Dios Uno y Trino y, en consecuencia, el ser humano encuentra el
arquetipo de su amor y también de la generación en la vida
Trinitaria. Dios, el amor de Dios -es lo que ahora interesa recalcar-
es doblemente fecundo: intratrinita- riamente en la misma persona
del Espíritu Santo; y extratrinitariamente en la creación. El amor
humano participa de ese profundo dinamismo e implica
esencialmente la fecundidad. La fecundidad -esa es la conse-
cuencia- es intrínseca a la verdad de la sexualidad como lenguaje
del amor humano en cuanto participación del amor de la
Trinidad449. «Dios es amor, el Padre engendra al Hijo, el Espíritu
Santo procede de su Unión absoluta; son tres personas distintas
que viven en un amor, tan infinitamente perfecto, que no son más
que un solo Ser, una sola Naturaleza. Vemos, pues, en la absoluta
perfección creadora los dos conceptos que orientan la sexualidad,
amor y generación»450. Como reflejo y analogía de la Trinidad la
sexualidad está orientada a servir de fusión de amor y de fuerza
generadora.

novembre 1988), Milano 1989, 89.


447 Cfr. Gn, 2 28.
448 Cfr. JUAN PABLO II, Aloe. (14.XI.1979), n. 3, en EF, III, 2443.
449 Cfr. A. SCOLA, El principio teológico de la procreación humana, en W. AA., El don de la vida,
cit., 107.
450 M. BRUGAROLA, Sociología y Teología de la natalidad, cit., 374.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 151
De la profunda verdad y sentido de la sexualidad -en este caso
de la facultad sexual- forma parte, según se ha interpretado
siempre por la Tradición de la Iglesia, contemplarla como una
participación o, mejor, como cooperación con el amor creador de
Dios. En el sentido, como señala Caffarra, de que «pone las
condiciones necesarias y suficientes para que Dios cree el espíritu
humano y así una nueva criatura entre en la existencia» 451.
Eso explica la diferencia anatómica y fisiológica del hombre y
la mujer; y también, las cualidades anímicas propias de esa
diferenciación. Sobre la participación del ser divino personal que es
ya la persona -como tal-, se añade la participación diversificada en
el hombre y la mujer, diversificada para completarse y orientarse a
la procreación. En realidad -no se debe olvidar- es una sola
participación en el ser divino, que se actúa de manera diversa en la
humanidad masculina y femenina en orden a la mutua
complementariedad a la que, cuando se realiza a través de la
«unidad en la carne», es inmanente la apertura a la fecundidad.
Esto explica también que la participación de la sexualidad
humana -de la facultad sexual humana- en la actividad creadora de
Dios sea específicamente distinta de la participación propia de la
sexualidad animal. No sólo es diferente, sino esencialmente
superior. La sexualidad humana -su facultad sexual- está orientada
a la concepción de una persona humana. La sexualidad animal, en
cambio, es sólo un medio para la reproducción, tiene como fin la
continuidad de la especie. La sexualidad humana trasciende el
tiempo. «La índole sexual del hombre y su facultad de engendrar
supera maravillosamente lo que hay en los niveles inferiores de la
vida»452.
La sublimidad de la sexualidad, como facultad creadora,
adquiere todavía mayor densidad cuando se considera -según dice
la Revelación- que en Dios hay también generación (ya se señalaba
antes) y además que es el camino para cooperar con Dios en la
generación de los hijos de Dios. «El Padre desde toda la eternidad
engendra al Hijo, y este acto de engendrar encierra la mayor
glorificación divina. Y como quiera que todos los hombres son
llamados a ser hijos adoptivos de Dios por la gracia, entonces
queda aún más dignificada la facultad procreadora del hombre, ya

451 C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit., 59.


452 GS, n. 51.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 152
que por ser semejanza y participación en la potencia generadora de
Dios, colabora con Él en poner en la tierra a hijos de Dios
destinados a poblar el cielo. Todavía queda aún más sublimada esta
facultad procreadora por cuanto en plena historia de la Humanidad
multiplicada, en el orden de las generaciones humanas, aparece en
la tierra el mismo hijo de Dios hecho hombre»453. El valor especial
de la dimensión procreadora de la sexualidad -que forma parte de
su verdad y significado más profundo dentro de la Historia de la
Salvación- está ligado al hecho de ser colaboración con Dios en la
obra de la creación y la salvación. Supone, por parte de Dios, la
confianza de hacer al hombre partícipe en la humanización y
salvación de la humanidad454.

3. LA INTEGRACIÓN ÉTICA DE LA SEXUALIDAD:


LA VIRTUD DE LA CASTIDAD

La dimensión unitiva y la procreadora son inherentes a la


sexualidad. Son, por otra parte, dimensiones diferentes. Pero ¿son
inseparables? ¿Está en manos del hombre, como persona creada a
imagen de Dios, y, por tanto, en virtud de su libertad -cierto que no
de manera arbitraria- elegir una de esas orientaciones sacrificando
u oponiéndose a la otra que positivamente no se quiere? Entramos
así en el tema de la relación entre sexualidad y procreación: ¿es
posible -éticamenteposible— la procreación sin sexualidad? Y
primero ¿la sexualidad sin procreación?

3.1. La inseparabilidad de los significados unitivo y procreador

Biológicamente la función generativa es separable de la


actividad sexual -la fertilidad femenina es cíclica-; y artificialmente
también son separables una y otra función de la sexualidad. Por
otra parte, dado que la actividad sexual no es automática, sino que,
está sometida -ha de estarlo- ai dominio de la voluntad, está en la
potestad del hombre ejercer o no esa actividad, suspenderla, etc. La
cuestión que se plantea es si son separables éticamente los

453 M. BRUGAROLA, Sociología y teología de la natalidady cit., 371-372.


454 Cfr. FC, n. 21; cf W. SKRZYDCEWESKI, La verita de la sessualita coniungale, en «Angelicum»
68 (1991) 490.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 153
significados unitivo y procreador -no me refiero a las funciones- en
el ejercicio de la facultad sexual, es decir, en el acto conyugal? 455
A lo largo de estos años, tanto antes como después de la
publicación de la encíclica Humanae vitae> no han sido pocas las
voces que se han levantado contra la inseparabilidad de esos
significados. (Buena parte de los argumentos esgrimidos están
recogidos en la Encíclica). Primero fue en el Consejo Mundial de las
Iglesias, de 1930, cuando se admitió de manera oficial -dentro de
ese Consejo- la contracepción como un medio éticamente lícito
para la planificación familiar. Después el descubrimiento de la
vulgarmente llamada «píldora» hizo pensar a muchos que se había
encontrado el camino para la regulación ética de la natalidad, ya
que -así se argumentaba- si se aceptaba la continencia periódica
por respetar la estructura del acto conyugal, no se veía razón para
no admitir el uso de los anuvolatorios que mantendría también ese
respeto456. (En el fondo, por tanto, según esta opinión, no se iría en
contra de la inseparabilidad de ambos significados).
En los últimos años son variadas las «razones» esgrimidas para
defender la disociación de esos significados del acto conyugal, para
negar que se da una conexión necesaria457. Todas ellas, sin
embargo, están estrechamente relacionadas y, en el fondo,
responden a una concepción de la persona fragmentaria y
reduccionista. Se señalan a continuación algunas de esas «razones»
invocadas más frecuentemente.
- ¿Por qué la nueva concepción de la sexualidad -más
personalista- que, se dice, ha llevado a plantearse una nueva
jerarquización en los valores del matrimonio y del acto conyugal no
ha de hacer que se deba renunciar en algunos casos a la apertura a

455 Aunque no se contempla aquí, la tesis es que sólo en el matrimonio uno e indisoluble puede
darse un ejercicio de la facultad sexual acorde con la dignidad personal del hombre y la mujer. Por
eso se habla de acto conyugal y no de acto sexual sin más.
456 Para un conocimiento de las diferentes posiciones sobre este punto cfr. F. BÓC- KLE, La
regulación de nacimientos y discusión del problema dentro de la Iglesia, en «Conci- lium» 5 (1965)
101-129; A. VALSECHI, Regulación de los nacimientos. Diez años de reflexión teológica, Salamanca
1968.
457 Entre los autores que disocian ambos aspectos o significados cabe citar a: F. BOCKLE, C.
HOLENSTEIN (dir.) Die Enzyklika in der Diskussion. Eine orientierende Do- kumentation zu «Humanae
vitae» Zurich 1968; K. RAHNER, Zur Enzyklica «Humanae vitae», en «Stimmen der Zeit» 182 (1968)
193-210; L. LORENZETTI, Concilio e «Humanae vitae». Tradizione ed evoluzione della dottrina della
Chiesa sus matrimonio, Bologna 1969; L. Rossi, Sulla problemática della procreazione responsablile, en
«Revista di Teología Morale» 3 (1971) 537-556; B. SCHÜLLER, Empfdngnisverhütung in Lichte einer
ethis- chen Theorie teleologischen Typs, en R. OLECHOWSKI (dir.), Familien plannung und Se-
xualmoral, Wisseuschatliches Kolloquium (23-24.1.1976) Wien 1976, 60ss.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 154
la procreación en aras del amor?458.
- ¿Por qué el dominio que el hombre tiene indudablemente
sobre sí mismo y su corporalidad -otra objección- no ha de
extenderse también hasta su sexualidad y separar uno y otro
significado de acuerdo con los principios clásicos del «doble efecto»
y, de «totalidad». Se viviría así responsablemente el aspecto unitivo
y la paternidad responsable459.
- Si existe ya una disociación natural entre la función unitiva y
procreadora de la sexualidad -se argumenta también en una línea
muy similar al argumento anterior- ¿por qué no provocar
artificialmente esa disociación. En definitiva, no sería otra cosa que
«racionalizar creativamente» la fecundidad integrándola en el
proyecto de perfección de la persona. No hay diferencia -se dice-
entre la regulación natural y la contracepción, no son más que dos
métodos de la misma paternidad responsable 460. Si el uso de la
técnica es lícito en otros ámbitos de la corporalidad ¿qué razón
existe para que no lo sea también en relación con la sexualidad y,
por tanto, porqué no ha de ser lícita la contracepción artificial? El
rechazo de la contracepción -viene a decirse- es la consecuencia de
identificar lo dado por la naturaleza con la expresión inmediata de
la voluntad de Dios461.
- Por último -este es el argumento invocado más
frecuentemente- la doctrina de la inseparabilidad de los
significados unitivo y procreador se apoya en un biologismo ya
superado, contrario -se dice- a una visión personalista de la
sexualidad. La dimensión unitiva sería la «personal» en sentido
propio, mientras que la procreación sería la «natural» y propia de
la biología462. Por eso -se insiste- es necesario «personalizar» y
«humanizar» la sexualidad.
Pero, si se examinan bien, estos argumentos -en contra de lo
que se proclama- responden a una concepción biologicista y
extrinsicista de la sexualidad. En este contexto, en efecto, la
persona (lo personal) se definiría exclusivamente por la cultura -

458 Cfr. E. LÓPEZ AZPITARTE, Moral del amor y la sexualidad, cit., 429.
459 Cfr. B. HÁRING, The inseparability ofthe unitive-procreative. Functions ofthe Marital Act, en
CH. CURRAN (ed.), Contraception: Authority and Dissent, New York 1969, 183-185; cfr. E. LÓPEZ
AZPITARTE, Moral del amor y la sexualidad, cit., 432.
460 Cfr. B. HÁRING, Pastorale Erwágungen zur Bischofssynode über die Ehe und Fa- milie, en
«Theologie der Gegenwart» 24 (1981) 71-80.
461 Cfr. Documentum Syntheticum De Moralitate Regulationis..., cit., 158.
462 Cfr. E. LÓPEZ AZPITARTE, Moral del amor y de la sexualidad, cit.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 155
por la libertad diría Kant- como opuesta a la naturaleza (lo natural)
determinada por el determi- nismo. De ahí la antimonia entre
naturaleza y libertad (presente ya en Descartes). A esta misma
conclusión conduce también esa concepción de la libertad
trascendental del hombre que -según la definición de K. Rahner- se
realizaría como persona en la medida de su libertad, radicalmente
diversa del mundo existente y del que el cuerpo sería un elemento
más463.
La cuestión, central en la consideración de la sexualidad
humana, ha sido abordada por Humanae vitae (el aspecto de la
sexualidad sin procreación) y por Donum vitae (el de la procreación
sin sexualidad). Como se sabe, la respuesta dada desde su
perspectiva por uno y otro documento es clara: entre los bienes y
significados del ejercicio de la sexualidad -el acto conyugal- existe
una unión de tal naturaleza que «nunca está permitido separar
estos diversos aspectos hasta el punto de excluir positivamente sea
la intención procreativa, sea la relación conyugal»464. La
inseparabilidad de esos bienes y significados en la relación
conyugal está requerida por la verdad ontológica del acto conyugal
como acto de amor de los esposos, y designa el carácter
indisociable de la dimensión unitiva y procreadora de la sexualidad
humana. En Humánete vitae se dice que esa es la estructura íntima
del acto conyugal. Se habla, por tanto, del carácter objetivo de esa
indisociabilidad.
Son varias las afirmaciones que en estos documentos -
concretamente en Humanae vitae- se hacen en relación con este
principio: a) en la sexualidad -en el acto matrimonial- hay inscritos
dos significados fundamentales: el unitivo y el procreador; b) estos
significados están unidos inseparablemente por designio de Dios,
c) el hombre no puede romper esa unidad por propia iniciativa.
En continuidad con el Concilio Vaticano II y con el Magisterio
anterior, la encíclica Humanae vitae proclama que el amor conyugal
-y su acto específico, el acto matrimonial- ha de ser plenamente
humano, total, exclusivo y abierto a la vida. Es un «principio» que
no admite excepciones. Ninguna circunstancia -personal o social-
puede o podrá conseguir que sea honesta una acción que

463 Cfr. A. SZOSTEK, La concezione delVintelletto creatore di norme. Fondamenti an- tropologici
del rifiuto deH’Enciclica «Humanae vitae», en W. AA., «Humanae vitae», cit., 483-484.
464 DVII, n. 4; cfr. HV, n. 12; PÍO XII, Discurso a los participantes en el XI Congreso Mundial de
Nápoles sobre la fecundidad y la esterilidad humana (19.V.1958), en AAS 48 (1956) 470.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 156
desnaturalice y contradiga la verdad del amor conyugal: Ni la
«necesidad» de salvaguardar el amor conyugal (en un hipotético
conflicto de deberes) ni la posibilidad de que serían muchos los
esposos cristianos que dejarían la práctica de la vida cristiana o,
incluso, de la comunión de la Iglesia, si no se admite la
contracepción. La contracepción que, como su nombre indica, está
dirigida evitar la concepción, atenta directamente contra la relación
interpersonal de los esposos. Es siempre un desorden moral grave,
porque la procreación y la donación personal recíproca son bienes
básicos del matrimonio y del amor conyugal.
En la sexualidad humana, y en el acto conyugal, los significados
unitivo y procreador están unidos inseparablemente por designio
de Dios. Uno y otro se reclaman e implican mutuamente hasta el
punto que, si cualquiera de ellos falta, ni el ejercicio de la
sexualidad es humano ni la unión sexual es verdaderamente
conyugal. En el fondo, porque en la verdad de su dimensión
ontológica constituyen una unidad. Humanae vitae habla de la
«inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no
puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del
acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador». La
consideración antropológica y teológica de la sexualidad y amor
conyugal exige que en la relación del acto conyugal se observe
como norma la inseparabilidad de uno y otro significado. La inse-
parabilidad de esos dos significados es un criterio de la verdad del
acto conyugal. Es una necesidad ética: una realidad que debe ser así.
El término «significado» indica la finalidad a la que está
orientado el acto conyugal en su dimensión objetiva (lo que ese
acto quiere decir en sí mismo). Por eso mismo señala también el
criterio que determina la verdad de ese acto en su dimensión
subjetiva (lo que quieren decirse los esposos con el lenguaje del
acto conyugal). La coincidencia de estos dos significados responde
a la verdad del acto y a la norma que deben seguir los esposos. Los
aspectos personales forman parte de la verdad objetiva del acto
conyugal. La norma moral del acto conyugal se identifica con la
relectura, en la verdad, del lenguaje del cuerpo. El acto conyugal
que no está abierto a la vida -según su disposición natural- o se
impone al otro cónyuge, se revela, en sí mismo, incapaz de expresar
el amor conyugal. Cuando se separan estos dos significados se
degrada la vida espiritual de los cónyuges y se comprometen los
bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 157
El «principio» es claro y el Magisterio lo expone sin
ambigüedad y abiertamente. Otra cosa, sin embargo, es la
justificación racional, sobre lo que no hay unanimidad entre los
autores. Pero acerca de este punto se debe advertir que el valor y
obsequio que se debe dar a la doctrina no depende de la
argumentación racional, está ligado «a la luz del Espíritu Santo, de
la cual están particularmente asistidos los pastores de la Iglesia
para ilustrar la verdad». En cualquier caso, si se considera la
naturaleza de la vida y de la sexualidad humana, tal como ha sido
interpretada constantemente por la Iglesia, se descubre una
argumentación antropo- lógico-teológica que -en mi opinión-
manifiesta bien a las claras la racionalidad del principio de la
inseparabilidad de esos dos significados.
El fundamento antropológico de la inseparabilidad de esos
significados y bienes está en la unidad substancial de la persona
humana cuerpo-espíritu y en la consideración de la sexualidad
como dimensión constitutiva de la persona. No es posible pensar la
dimensión procreadora como dimensión «natural» y la dimensión
unitiva como la dimensión «personal»465. Son, en su verdad más
profunda, dimensiones de la misma y única realidad 466.

3.2. La integración de la sexualidad

La afirmación de la unidad substancial de la persona humana


es significativa para la recta comprensión de la sexualidad no sólo
como punto de partida, es decir, para penetrar en la verdad y
significado de la sexualidad como condición humana inicial, sino
como horizonte en el que se debe realizar la integración de la
sexualidad. Desde cualquier parte que se mire, constituye la
condición para poder vivir humanamente la sexualidad, es criterio
integrador de los diversos componentes de la sexualidad.
La persona humana responde a su vocación cuando vive su

465 Cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit.


466 Este es un aspecto tratado profunda y extensamente por C. CAFFARRA, cuando muestra
cómo la contracepción priva al acto conyugal de su bien propio: cfr. C. CAFFARRA, Die Umoral der
Empfangnisverhütung, en E. WENISCH (dir.), Elternschaft und Menschenwürde. Zur Problematik der
Emphangnis regelung, Wallendar-Schonstatt 1984, 261-273. Otros autores hacen ver cómo la
contracepción es contario a los valores personales de los hijos: cfr. J. SEIFERT, Der sittlich
Underschied zwischen natürlicher Empfdng nisregelung und künstlicher Empfángnisverhütung, en E.
WENISCH (dir.), cit., 191-242.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 158
existencia terrena de acuerdo con su condición humana y racional,
como ser creado a imagen y semejanza de Dios 467. Según la
Revelación enseña es cierto que no se agota ahí, en esa referencia,
la entera vocación del hombre: el plan de Dios sobre él se eleva
hasta el extremo de destinarle a participar de la condición de hijo
en el Hijo468. Por eso sólo lleva a cabo la plenitud de su vocación si
vive como hijo Dios, como hijo en el Hijo469. De todos modos -esto
es lo que ahora interesa subrayar- la vocación sobrenatural no
anula o merma aquella primera y radical, la creacional, sino que,
por el contrario, es el camino necesario para llevar ésta hasta su
plena y perfecta realización470. En la cuestión que nos ocupa, eso
quiere decir que, si bien no es suficiente una concepción de la
persona, limitada a la antropología creacional -no es esa toda la
condición del hombre-, sí es necesaria. En la consideración e
integración de la sexualidad en el bien de la persona, es
irrenunciable proceder observando la conformidad con el bien de
la persona en cuanto creada a imagen de Dios.
La sexualidad con sus bienes y significados, la facultad sexual
es de la persona: toda ella es humana y personal; como tal no
necesita ser integrada en la persona. Los diversos dinamismos
físico-fisiológicos, psicológicos, espirituales etc. de la sexualidad
son todos humanos. La integración no puede consistir en la
supresión o minusvaloración de cualquiera de ellos; por el
contrario, ha de cifrarse en la armonización de todos ellos dentro
de la unidad de la persona. En consecuencia sólo puede entenderse
como integración ética, es decir, en sentido operativo y virtuoso.
(Porque una cosa son los actos humanos y otra, la estructura de la
sexualidad. Ésta, evidentemente, no se puede identificar con la ac-
tividad moral).
En este sentido lo que nos preguntamos es: ¿qué quiere decir
que el criterio integrador de la actividad de la sexualidad se ha de
encontrar en la unidad substancial de la persona humana? Como el
carácter personal es propio de la sexualidad humana gracias al
espíritu, es decir, la sexualidad participa de la condición personal
en virtud de la unión substancial corpóreo-espiritual del ser

467 Cfr. GS, nn. 12-32.


468 Cfr. Col 1,5;2,11; Rm 8,29.
469 Cfr. GS, n. 22.
470 Eso se apunta cuando se afirma que en Cristo «la naturaleza humana (...) ha sido elevada
también en nosotros a una dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en
cierto modo, a todo hombre» (GS, n. 22).
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 159
humano, el criterio de la integración ética de la sexualidad estará
siempre en la participación de la espiritualidad y libertad propias
del espíritu. Cuanto más transido esté de racionalidad y libertad,
más -por este motivo- el ejercicio de la sexualidad participará de la
condición personal, y estará más integrado éticamente, ya que sólo
el espíritu es capaz de comunicación en sentido plenamente
verdadero471. La consecuencia, entre otras, es que la subordinación
de los dinamismos físico-fisiológicos, psicológicos... a los
espirituales es una exigencia misma de la estructura de la
sexualidad, en tanto que dimensión humana, de la persona.
Ahora bien, es evidente que esa integración sólo podrá hacerla
la voluntad en la medida que proceda de una manera
verdaderamente racional y libre. Y para ello son presupuestos
irrenunciables: a) el conocimiento de la verdad y el bien de la
sexualidad; b) y el dominio necesario para dirigir hacia esa verdad
y bien los diversos dinamismos de la sexualidad. No se puede
querer racionalmente lo que no se conoce ni se puede decidir sobre
algo sino se es libre para hacerlo. Y, por otro lado, es toda la
persona en todos sus dinamismos y dimensiones la que está com-
prometida en la integración de la sexualidad.
- El conocimiento de la verdad y bien de la sexualidad. Aunque la
verdad y bien moral de la sexualidad no se identifican con sus
estructuras físicas y biológicas, la actuación racional, es decir, el
ejercicio racional sí encuentra su fundamentación ética en esas
estructuras. La persona no ejerce su libertad, no es libre al margen
o separadamente de su naturaleza.
A diferencia de los demás seres de la creación visible, la
persona humana no está sometida a las leyes de su ser de manera
automática y necesaria, es decir, tiene en sus manos la capacidad
de actuar sobre ellas y de hacerlo de una manera u otra. Esa
libertad, sin embargo, es creada. Lo que quiere decir que pertenece
a la esencia de esa libertad respetar -no rechazar- el orden del
Creador impreso en la creación. Y como ese orden inscrito en el ser
y estructura de las cosas es diverso en las de naturaleza física y en
las de naturaleza espiritual, es claro que es diverso también el
alcance y dominio de la libertad. En los seres de naturaleza
espiritual -la naturaleza humana corpóreo-espiritual- lejos de
haber oposición entre la naturaleza y la libertad, aquélla es -de

471 Cfr. M. RHONHEIMER, Contraception, sexual behavior, and natural law, cit., 107, nota 36.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 160
ésta- su fuente y su principio. «El hombre es libre, no a pesar de sus
indicaciones naturales al bien, sino a causa de ellas»472. Por ello,
para obrar libremente, es del todo necesario conocer primero la
naturaleza de las cosas sobre las que se actúa.
En el tema que ahora consideramos hay que decir que la
verdad, el bien de la naturaleza se conoce, en primer lugar, en la
sexualidad misma: en las inclinaciones inmanentes a la sexualidad.
Porque «no se trata de inclinaciones cualesquiera; se trata de
inclinaciones humanas. Esto es, se trata de la persona humana en
cuanto sexualmente inclinada hacia un bien, un bien que no puede
ser más que humano. Más, dado que el bien humano en general, y
en especial el de la sexualidad, es el bien de la persona humana,
sujeto espiritual que subiste unido substancialmente a un cuerpo,
sujeto espiritual-corporal, persona corporal, cuando la razón
intenta descubrir el bien humano operable de la sexualidad y se
dirige a las inclinaciones sexuales (y no puede no hacerlo), éstas no
son consideradas sólo y exclusivamente como inclinaciones psico-
físicas, sino también como inclinaciones espirituales. No porque las
primeras no sean humanas, sino porque no son todo lo humano y lo
son en tanto que informadas por la inclinación espiritual. Todo esto
se puede decir de un mundo más técnico y breve: la inclinación
sexual humana es la fuente de conocimiento, para la razón práctica
del hombre, del bien (operable) inteligible de la sexualidad
humana. Conociendo el bien, la razón conoce la vía para realizarlo:
conoce la ley divina de la sexualidad» 473.
Las inclinaciones de la sexualidad no constituyen sin más e
inmediatamente las normas de la moralidad sexual. (Tampoco lo es
la razón). La sexualidad, la facultad sexual es éticamente neutra.
Pero esas inclinaciones sí son el camino que permite conocer la
verdad y el bien de la sexualidad que han de observarse para que la
actividad sexual sea recta. Es lo que se afirma cuando se dice que la
ley natural -en este caso, de la sexualidad- es obra de la razón
práctica del hombre.
Además de la ley natural para conocer la verdad y, el bien de la
sexualidad, Dios ofrece al hombre la ayuda de la Revelación, cuya
plenitud es Cristo mismo. El hombre no se encuentra sólo en la
búsqueda de la verdad y del bien.

472 S. PlNCKAERS, La nature de la moralité: morale casuistique et morale thomiste, en Somme


Theologique, 1-2, qq. 18-21, Tournai-Paris 1966, 525-
473 Cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit., 91.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 161
- El dominio de la castidad en la integración de la sexualidad’ El
segundo paso en la integración de la sexualidad en el bien de la
persona es el dominio o señorío racional sobre la propia
sexualidad474.
Como es sabido, el dominio sobre la naturaleza puede ser el
que corresponde a la racionalidad técnica o el propio de la
racionalidad ética. Uno y otro responden a un tipo de racionalidad
esencialmente diferente. Para la racionalidad técnica lo que prima
es la eficacia: que el medio sirva para conseguir el fin. Para la
racionalidad ética, en cambio, el criterio principal es la
conformidad de la actuación con el proyecto de Dios inscrito en el
ser de las cosas y conocido por el entendimiento práctico. En la
valoración de la relación medio-fin no se puede, por tanto,
prescindir de la naturaleza de las cosas sobre las que se actúa. El
hombre no es el creador de la verdad y del bien. Su cometido
consiste en descubrir esa verdad y bien y, una vez conocidos,
conformar con ellos su actividad. El dominio de la racionalidad
ética reside en respetar la verdad, los significados y bienes de la
sexualidad, integrándolos en el bien de la persona. Lo que sólo es
posible si se observan los valores éticos de la sexualidad.
En la presente economía, esa integración no se realiza sin
dificultad. Como consecuencia del pecado de los orígenes, el ser
humano experimenta que en su humanidad se ha quebrado la
armonía de la sexualidad en la unidad interior de su ser corpóreo-
espiritual y también en la relación interpersonal entre el hombre y
la mujer. Con frecuencia se advierte el bien que debe hacerse, se
percibe la verdad de la sexualidad y, sin embargo, realizarlo exige
lucha, cuesta esfuerzo. Precisamente este es el cometido de la
castidad que se puede definir como la virtud que orienta la
sexualidad hacia su propio bien, integrándolo en el bien de la
persona. Impregna de racionalidad el ejercicio de la sexualidad.
Sólo así el lenguaje de la sexualidad no se degrada y responde a
la verdad que está llamado a expresar. La castidad, en efecto, lleva a
percibir el significado de la sexualidad y a realizarlo en toda su
verdad e integridad. Al hombre «histórico» -el de la
concupiscencia- esto no le sería posible sin el auxilio de la
Redención y de la gracia. De todos modos, como el hombre

474 Cfr. ídem, «Ratio technica», «ratio ethica», en «Antropotes» 5(1989/1)129-146; ídem,
«Humanae vitae»: Veinte anni dopo, en W. AA., «Humanae vitae: 20 anni dopo, cit., 187.
PERSONA, SEXUALIDAD Y PROCREACIÓN 162
«histórico» es también el hombre de la «redención» 475,
y, en
consecuencia, en los incorporados a Cristo, el pecado ha sido ven-
cido, esa integración ha comenzado ya; aunque de forma definitiva
sólo tendrá lugar al final con la resurrección de los cuerpos.
Precisamente ese final es el que descubre al horizonte de
integración de la sexualidad en el bien de la persona a lo largo del
proceso redentor ya iniciado. Con palabras de Caffarra se debe
señalar, en ese sentido, que la redención del cuerpo -y, por tanto, la
integración de la sexualidad- «no significa la destrucción de la
dimensión psicosomática del hombre. Significa que el espíritu, -o,
mejor, la subjetividad espiritual- del hombre penetrará plenamente
en el cuerpo (plenitud intensiva y extensiva) y, por tanto, los
dinamismos espirituales gobernarán por entero los dinamismos
psico- somáticos, con la correspondiente consecuencia de una
completa subordinación de estos a aquellos (...). En esta
espiritualización, es decir, integración de la persona humana,
consiste la perfecta realización de la persona. Y, en efecto, la
persona humana perfecta no es un sujeto espiritual privado del
cuerpo; no es una persona en la que sus dimensiones constitutivas
estén dinámicamente en oposición entre sí; no es una persona en la
que la unificación ocurra por negación. Es la persona en la que se
da una perfecta participación de todo lo que en el hombre es psi-
cofísico en lo que en ella es espiritual» 476.
Como virtud sobrenatural, la castidad es un don de Dios, una
gracia que el Espíritu Santo concede a los regenerados por el
bautismo477.
Es una virtud necesaria para todos los hombres en las diferentes
etapas de su vida. En cuanto virtud propia de los casados, la
castidad conyugal está indisociablemente unida al amor conyugal.
Integra la sexualidad de tal manera que puedan donarse el uno al
otro sin rupturas ni doblez. Está exigida por el respeto y estima
mutuos que como personas se deben ya los esposos; además de
que así lo reclaman también los otros bienes del matrimonio. Es
una virtud que está orientada al amor, la donación y la vida.

475 Cfr. Rm 8,23.


476 Cfr. C. CAFFARRA, Etica general de la sexualidad, cit., 46.
477 Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2345.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 163
Capítulo VIII

EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA

«El matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su


propia naturaleza a la procreación y educación de los hijos. Desde
luego, los hijos son don excelentísimo del matrimonio y
contribuyen grandemente al bien de los mismos padres. El mismo
Dios, que dijo: No es bueno que el hombre esté solo (Gn 2,18), y el
que los creó desde el principio los hizo varón y hembra (Mt 19,4),
queriendo comunicarle una participación especial en su propia
obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: Creced y
multiplicaos (Gn 1,28). De ahí que el cultivo verdadero del amor y
todo el sistema de vida familiar que de él procede, sin dejar
posponer los otros fines del matrimonio, tiende a que los esposos
estén dispuestos con fortaleza de ánimo a cooperar con el amor del
Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su
propia familia»478.
Decir que el matrimonio tiene como finalidad la procreación es
afirmar que, por su propia naturaleza, está ordenado a la
transmisión de la vida. Así ha sido instituido por Dios desde «los
orígenes» y es así como ha sido comprendido por la tradición y la
doctrina de la Iglesia, a partir de la Revelación y la consideración

478Cfr.CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spes, n. 50 (en adelante GS). Como se indicará después, el
Concilio Vaticano II no modifica la doctrina recibida sobre la ordenación del matrimonio a la
procreación ni tampoco la jerarquía u orden entre los diversos fines. La reafirma, sin usar esa
terminología, «al menos diez veces» según consta explícitamente en las Actas (Acta Synodalia, vol. IV,
pars VII, p. 478). El abandono de esa terminología se debe a que no es propio de un documento
pastoral usar un lenguaje técnico que, por otra parte, podría no ser interpretado adecuadamente en
un contexto en el que el término «fin» viene a identificarse con «resultado»: algo extrínseco a la
realidad de la cual se predica.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 164
antropológica de la sexualidad. Aunque la terminología y la
sistematización de la doctrina de los fines entró tardíamente en el
lenguaje del Magisterio de la Iglesia, el hecho es que el Magisterio
ha considerado el matrimonio y la sexualidad fundamentalmente
desde la orientación a la fecundidad: la procreación y educación de
los hijos.
El matrimonio, ciertamente, está estructurado en torno a una
doble finalidad: el bien de los esposos, en torno a la dignidad de los
esposos en cuanto personas que forman la comunidad conyugal; y
la apertura a la fecundidad, en torno a la existencia como valor
básico de la persona. Una y otra son éticamente inseparables, como
se verá después. Pero el valor primero y singularísimo del
matrimonio, como marco para el ejercicio de la sexualidad, radica
en que por su intrínseca constitución está ordenado a dar origen a
la persona humana479. Un valor que se acrecienta aún más, cuando
se considera la sexualidad «como participación en la creación
divina de la persona humana, como el vehículo de la conjunción de
la creatividad del amor divino y del amor humano o, si se prefiere
como el ámbito de una acción que es sólo de Dios: la elevación del
acto procreativo humano hasta el orden divino de la
procreación»480.
De los textos de la Escritura sobre la creación del hombre se
desprende claramente que la procreación es una finalidad
intrínseca a la unión matrimonial. El hombre y la mujer han sido
creados («varón y mujer») para asegurar, a través de su unión en el
matrimonio, la multiplicación de los hombres sobre la tierra. El
«creced y multiplicaos»481 expresa la finalidad del matrimonio. Esta
finalidad no se ha alterado con el pecado de «los orígenes».
Después del diluvio la bendición divina del principio continúa:
«Dios bendijo a Noé y a sus hijos, y les dijo: ‘Sed fecundos y
multiplicaos482»5. Una bendición sobre la que -principalmente en el
Antiguo Testamento- se insiste desde los ángulos más diversos.
La ordenación del matrimonio a la procreación es una tesis
admitida por todos. Ése es el alcance que se da, en la teología, a la
afirmación de que el matrimonio está ordenado naturalmente a los
hijos o a la fecundidad. El problema que se debate sobre esta

479 A. RODRÍGUEZ LUÑO-A. LÓPEZ MÓNDEJAR, La fecundación «in vitro», Madrid 1986, 124.
480 Ibídem, 126.
481 Gn 1, 28.
482 Gn 9, 1.7
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 165
cuestión es otro: ¿cómo se relaciona con el bien de los esposos
como fin del matrimonio? ¿Uno y otro se sitúan en el mismo plano?
Conectados con estos interrogantes, existen otros, cuyas respuestas
son de gran transcendencia para la vida y espiritualidad de los
matrimonios y familias. Me refiero, entre otros, a la manera de
entender la unión de los aspectos unitivo y procreador del acto
específico del amor conyugal: ¿se pueden separar esas dos dimen-
siones del amor conyugal? ¿Es suficiente «admitir que la finalidad
procreadora pertenece al conjunto de la vida conyugal más bien
que a cada uno de sus actos» 483, para poder decir que el
matrimonio está abierto a la vida y que los esposos viven la
orientación a la fecundidad?
Contestar a estas preguntas es el propósito de estas páginas. A
través de tres apartados más generales se procurará mostrar la
naturaleza de la relación que se da entre las diversas finalidades
del matrimonio y amor conyugal (1). Después se considerará la
orientación del matrimonio a la fecundidad desde la consideración
de la sexualidad y el amor conyugal (2). Y por último se tratará de
la apertura del acto conyugal a la fecundidad, fijándonos de manera
particular en la inseparabilidad de las dimensiones unitiva y
procreadora de ese acto, en la racionabilidad, y en la autoridad de
la norma de la inseparabilidad (3).

1. El bien de los esposos y la procreación


COMO «RAZÓN DE SER» DEL MATRIMONIO

Preguntarse por la finalidad del matrimonio es preguntarse


por el para qué de la institución matrimonial. La palabra fin puede
entenderse como equivalente a «resultado» (=término; meta) o
como sinónimo de «tendencia» (=ordenación a...). Aquí se toma en
el segundo sentido, es decir, como la causa final del matrimonio y
que, por tanto, determina su naturaleza.
La Revelación y la Tradición de la Iglesia son explícitas y
constantes en afirmar que el matrimonio está ordenado por su
propia índole al bien de los esposos y a la transmisión y educación
de la vida. Y sobre esa enseñanza la teología ha elaborado su
exposición, de la que son puntos fundamentales: a) el matrimonio y

483 PABLO VI, Ene. Humanae vitae> n. 3 (en adelante HV).


EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 166
el amor conyugal y, consiguientemente, su acto específico -el acto
conyugal- está ordenado, por su propia naturaleza, a la procreación
y educación de los hijos; b) el matrimonio y el amor conyugal y,
consiguientemente, su acto específico -el acto conyugal- está
ordenado, por su propia naturaleza, al bien y ayuda mutua de los
esposos. En el fondo, una y otra cosa -la mutua ayuda y la
procreación y educación de los hijos- son el mismo matrimonio en
tanto ordenado a ese doble fin o finalidad.
Pero no siempre se ha explicado de igual manera el contenido
o ámbito de esos fines; ni tampoco el modo en que, por pertenecer
a la misma realidad -el matrimonio-, se deben relacionar uno y
otro. Este último punto es el que se considera ahora, con atención
particular a la manera en que es posible integrar existencialmente
esos fines en la vida matrimonial.

1.1. Las diversas «explicaciones» sobre la finalidad de matrimonio

San Agustín se refiere a esta cuestión con el propósito de


defender el valor moral del matrimonio. Santo Tomás, en cambio, al
hacerlo, trata de definir la naturaleza del matrimonio. El
matrimonio -es su enseñanza- se ordena por su propia naturaleza a
la procreación, en función de la cual se dan y existen los demás
fines en el matrimonio (aunque, como afirma también, cada uno
tenga valor propio y no pueda entenderse como un simple medio al
servicio de la procreación) 484. Y éste es el marco en el que tienen
lugar casi exclusivamente la elaboración teológica de la doctrina de
los fines del matrimonio. Sólo hacia el final de la primera mitad del
siglo pasado se aventura una nueva explicación de la finalidad del
matrimonio, esta vez desde la perspectiva existencial y
fenomenológica485.
La teoría de los fines según la explicación de Santo Tomás
empieza a ser común, gracias a sus comentaristas 486, a partir del
siglo XVI. Con todo, la terminología «fin primario»-«fin secundario»

484 Cfr. P. ADNÉS, El matrimonio, Barcelona 1969, 110.


485 Para una descripción y crítica de esa perspectiva cfr. A. MATTHEEWS, Unión y procreación,
Salamanca 1990, 24-25; J. L. ILLANES, Amor conyugal y finalismo matrimonial (Metafísica y
fenomenología en la consideración del matrimonio), en A. SARMIENTO (dir.), Cuestiones
fundamentales de matrimonio y familia, Pamplona 1980, 471-480.
486 Parece ser que es DOMINGO DE SOTO (In IVSent., d. 33, q.l, a.l) el que por vez primera usa la
terminología en el sentido que después se hace clásico.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 167
no pasa a los documentos del Magisterio de la Iglesia hasta el siglo
XX. La primera vez que se utiliza es en el Código de Derecho
Canónico de 1917487. Desde entonces esa forma de hablar es
constante hasta el Concilio Vaticano II, precisamente para insistir
en la finalidad procreadora del matrimonio488. Pero a la vez es
constante también la afirmación de que el matrimonio «alcanza su
pleno sentido cuando se orienta a la total perfección de los
esposos»489.
Por motivos diversos, sobre todo a partir del primer tercio del
siglo pasado, comienza a tomar cuerpo la difusión de una teoría
que reacciona contra la terminología fin primario y fin secundario y
la teoría de la jerarquía de los fines en el matrimonio 490 491.
Partiendo del análisis fenomenológico y exis- tencial del amor
conyugal, se pretende subrayar sobre todo el valor unitivo del
matrimonio, cuyo elemento esencial se coloca en la plena comunión
de vida que debe comprender tanto el ser como los bienes de los
esposos. A través de esta unión deben realizarse el fin personal o
perfeccionamiento de los esposos y el llamado fin biológico, es
decir, la procreación y educación de los hijos. En realidad -esa es la

487 Cfr. Código de Derecho Canónico, en. 1013 (en adelante CIC).
488 Entre estos documentos pueden citarse: PÍO XI, Ene. Casti connubii, (31 .XII. 1930), n. 17, en
A. SARMIENTO-J. ESCRIVÁ, Enchiridion Familiae, I, Pamplona 2003 (2a edc.),720 (en adelante EF);
PÍO XII, Aloe. (3.X. 1941), n. 7, en EF, 11,1027; Decr. del Santo Oficio (1.IV.1944), nn. 1-4, enEF II,
1283-1286; Aloe. (29.X.1951), n. 62, en EF, II, 1439. En todos estos documentos se describen con
claridad los fines del matrimonio y su jerarquía. Al mismo tiempo, sin embargo, incorporan la teoría
de los bienes a la de los fines.
489 A. FERNÁNDEZ, Teología Moral, cit., 457. En este sentido la Ene. Casti connubii, (EF I, 724-
725) resalta con trazos fuertes: «Esta mutua conformación interior de los esposos, este constante
anhelo de perfeccionarse recíprocamente, puede incluso llamarse, en un sentido pleno de verdad,
como enseña el Catecismo Romano, causa y razón primaria del matrimonio, siempre que el
matrimonio se entienda no en su sentido más estricto de institución para la honesta procreación, y
educación de la prole, sino en el más amplio de comunión, trato y sociedad de toda la vida». Sobre
este punto en la Encíclica Casti connubii puede consultarse a A. FAVALE, Fin i del matrimonio nel
magisterio del Concilio Vaticano II, en M. TRIACA-G. PlANAZZI (dir.), Realta e valori del Sacramento del
Matrimonio, Roma 1976, 181.
490 Entre otros motivos, cabe citar el diálogo —propio de la teología moral— con las
determinadas antropologías, la sobreestimación de la sexualidad en la vida matrimonial, la
desvalorización de los fines secundarios a que había conducido la exageración de la teoría de los fines
primario-secundario, el reduccionismo a nivel puramente biológico de la doctrina de los fines, etc.
491 En síntesis, ésa es la posición de H. DOMS, Vom Sinn undZweck der Ehe, Bres- lau 1935 (trad.
aprobada por el autor: Du sens et de la fin du mariage, Paris 1937); ídem, Amorces d’une conception
personaliste du mariage d’apres S. Thomas, en «Revue Thomiste» 45 (1939) 745-753; ídem, Du sens et
de la fin du mariage. Réponse au Pere Boigelot, en «Nouvelle Revue Théologique» (66 (1939) 513-538.
Insistiendo en esta misma cuestión: ídem, Bisexualidady matrimonio, en W.AA., Mysterium SalutisllH,
Madrid 1969, 759-841. Un resumen sobre esta teoría pueden encontrarse en G. F. PALA, Valori efini
del matrimonio nel magisterio degli ultimi cinquant’ anni, Cagliari 1973; pero sobre todo en R. B.
ARJONILLO, Conjugal Love and The Ends of Marriage in Dietrich von Hilde- brand and Herbert Doms,
Pamplona 1996, 133-206.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 168
consecuencia a que llega esta teoría- la finalidad del acto conyugal
es la unión de los esposos, no la procreación. Si se dice que la
procreación es fin del matrimonio, debe entenderse que es tan sólo
secundario: no tiene razón de fin, es sólo el efectou.
* Contra esta interpretación, aludida ya en la encíclica Casti
connu- biP, intervienen la Congregación de la Fe (entonces Santo
Oficio) y Pío XII. Estas intervenciones sirven para reforzar la
doctrina de la jerarquía de los fines del matrimonio. Pero a la vez
avisan ya del peligro de reducir la procreación y la unión conyugal
a un nivel meramente biológico. Se apunta en esas respuestas, por
tanto, la perspectiva personalista en la que el Magisterio posterior
del Vaticano II, Pablo VI y Juan Pablo II tratan de la finalidad del
matrimonio492 493.
Algunos autores han intentado dar respuesta a esas teorías
fenome- nológicas, sirviéndose de la distinción entre fines objetivos
(ontológi- cos) y fines subjetivos (psicológicos). Desde el punto de
vista objetivo, el fin primario, que especifica el matrimonio y al que
está ordenado por su naturaleza, es único: la procreación y
educación de los hijos. El fin secundario, que deriva de la

492 Cfr. PÍO XI, Ene. Casti connubii, 31.XII. 1930, nn. 45s, en EF, I,735s.
493 PÍO XII tiene dos intervenciones relacionadas con esta cuestión, en 1941 y en 1931. En la
primera (3.X.1941) —una alocución a la Rota Romana—, denuncia dos tendencias: sobrestimar el fin
primario hasta el punto de negar la existencia del fin secundario; y desvincular el fin secundario de
su subordinación al fin primario hasta el punto de considerarlo como fin principal. La segunda
intervención es la alocución al Congreso de la Unión Católica Italiana de las Comadronas, el 29 de
octubre de 1931. El Papa rechaza las teorías que pretenden elevar el perfeccionamiento de los
esposos hasta decir que es el fin primario o negar la subordinación de los fines secundarios al fin
primario. El Santo Oficio (31.111.1944) condena la posición de ciertos modernos (H. Doms y B.
Krempel) que «o bien niegan que la procreación y la educación de los hijos son el fin primario del
matrimonio o bien enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin
primario, sino que son igualmente principales e independientes». El libro de Doms es incluido en el
índice.
Entre los autores católicos, la teoría de Doms levanta fuertes críticas que ven en ella un rechazo
frontal de la doctrina tradicional sobre los fines del matrimonio: R. BOIGE- LOT, Du sens et de la fin du
mariage, en «Nouvelle Revue Théologique» 66 (1939) 5-33; ídem, Reponse au Dr. Doms, en «ibídem»
66 (1939) 539-550; A. LANZA, De fine primario matrimonii, en «Apollinaris» 13 (1940) 57-83; 218-
264; ídem, Sui fini del matrimonio, en «La Scuola Cattolica» 71 (1943) 153-163; A. PEREGO, Fine ed
essenza della so- cietci coniugale, en «Divus Thomas» 56 (1953) 343-361; ibídem, 57 (1954) 25-52;
ibídem, Le nuove teorie sulla gerarchia dei fini matrimoniali, en «Civiltá Cattolica» 110 (1959/3) 378-
392; T. URDÁNOZ, Otro grave problema moral en torno al matrimonio, en «Ciencia Tomista» 68
(1945) 230-259; E. BOISSARD, Questions théologiques sur le mariage, Paris 1948. A la vez hay autores
—algunos de ellos con alguna reserva— favorables a la teoría de Doms: B. LAVAUD, Sens et la fin du
mariage. La these de Doms et la critique, en «Revue Thomiste» 44 (1938) 746-749; M. GERLAUD, Le
mariage. A propos d’un livre recent, en «Revue Apologetique» 67 (1983/3) 193-212; etc.
Sobre la historia de la polémica puede consultarse el estudio de G. GRUBB, The an- tropology
ofMarriage in significant Román and Catholic documents from «Casti connubii» to «Gaudium et spes»,
Dissertation, St. Louis University 1986 (sobre la polémica entre Boigelot y Doms); A. SEVILLA
SEGOVIA, El pensamiento de Herbert Doms. Sobre algunos aspectos ignorados del matrimonio, tesis
doctoral, Madrid 1985 (si bien el autor parece ser favorable a Doms).
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 169
institución del matrimonio en cuanto está ordenado a completar el
fin primario, es la ayuda mutua. Pero desde la perspectiva subjetiva
nada impide que la ayuda mutua y el perfeccionamiento recíproco
sea el fin primario y principal. Con esta distinción -sostienen- se
garantiza la objetividad y primacía ontológica de la procreación y
educación de los hijos, aunque varíen los motivos por los que se
casan los contrayentes. Porque «no es contradictorio, ni muchos
menos, mantener que el hijo es a la vez fin (objetivo, natural)
primario del matrimonio y fin (objetivo, psicológico) mediato de
éste. Es una afirmación que se fundamenta en Santo Tomás494,
aunque éste la exprese en términos diferentes» 495.
El Concilio Vaticano II, guiado por una intención
marcadamente pastoral, no se propone abordar la cuestión de los
fines y de sus relaciones mutuas, al tratar del matrimonio. Pero
habla con profusión de la procreación y educación de los hijos, y del
amor y perfeccionamiento de los esposos. Señala repetidamente
que el matrimonio y el amor conyugal están ordenados por su
propia naturaleza a la procreación. La institución matrimonial no
se identifica con el amor, si bien dice relación directa al amor y
éste, a su vez, está abierto por su misma índole a la fecundidad. En
consecuencia, el amor conyugal y la apertura a la fecundidad no
sólo no se contraponen sino que se implican recíprocamente como
expresión y cauce de garantía y autenticidad en la relación matri-
monial. Fluyen inseparablemente de la naturaleza misma de la
institución matrimonial496.
Con todo, el Concilio no emplea nunca la terminología fin
primario-fin secundario; tampoco alude a la jerarquía de los fines.
No ha querido entrar en esas cuestiones y afirma tan sólo que
existen varios fines vinculados al matrimonio y al amor
conyugal497. El Concilio supera la teoría de los fines y habla

494 Cfr. S. TOMÁS, Suppl., q.49, a.3.


495 P. ADNÉS, El matrimonio, cit., 148. Entre estos autores se pueden enumerar A. LANZA, B.
LAVAUD, E BOIGELOT, E. BOISSARD etc. Un buen resumen de la historia de la polémica puede verse
en R. B. ARJONILLO, Conjugal Love and The Ends of Marriage, cit.
496 Cfr. GS, n. 30.
497 Cfr. GS, nn. 48, 30. La Comisión redactora de la constitución Gaudium et spes, en la respuesta
a una petición hecha por un grupo de Padres que pedía se empleara esa terminología, dice que «el
lenguaje técnico no es propio de un texto pastoral» (Schema Constitutionis Pastoralis De Ecclesia in
mundo... Expensio modorum, pars 11,8). Según algunos autores, el abandono de esa terminología se
debe a que el Concilio intenta hacer comprender que los diferentes fines no están subordinados entre
sí, sino que son complementarios. Este es el parecer de V. FAGIOLO, Essenza e fini del matrimonio
secondo la Constituzionepastorale «Gaudium et Spes» del Vaticano II, en «Ephemerides Iuris Cano-
nici» 23 (1967) 137-186. Sobre la doctrina de los fines en el Concilio Vaticano puede consultarse a: F.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 170
indistintamente de bienes y fines498.
Sin embargo, ese silencio y el
lenguaje empleado no pueden interpretarse como un rechazo de la
doctrina de los fines y su jerarquización. Así lo declara
expresamente el mismo Concilio499; lo recuerda la Congregación
para la Doctrina de la Fe (a. 1979) 500; y esa es la enseñanza de Juan
Pablo II: «Según el lenguaje tradicional, el amor, como ‘fuerza
superior, coordina las acciones de la persona, del marido y de la
mujer en el ámbito de los fines del matrimonio. Aunque ni la
Constitución conciliar, ni la Encíclica, al afrontar el tema, empleen
el lenguaje acostumbrado en otro tiempo, sin embargo, tratan de
aquello a lo que se refieren las expresiones tradicionales. (...) Con
este renovado planteamiento, la enseñanza tradicional sobre los
fines del matrimonio (y sobre su jerarquía) queda confirmada y a la
vez se profundiza desde el punto de vista de la vida interior de los
esposos, o sea, de la espiritualidad conyugal y familiar» 501.
Lo que hace el Concilio es situar su reflexión en un marco que
permite integrar los valores personales e institucionales: el del
amor conyugal y el de la persona (una perspectiva que será
desarrollada más ampliamente en la Encíclica Humanae vitae áz
Pablo VI y en el magisterio de Juan Pablo II). A la vez el Concilio
afirma con fuerza la unidad existente entre ellos. Unos y otros,

GIL HELLÍN, El lugar propio del amor conyugal en la estructura del matrimonio según la «Gaudium et
spes», cit., 1-33; A. FAVALE, Fin i del matrimonio nel magisterio del Concilio Vaticano II, cit.; P. FEDELE,
L»ordinatio adprolem» e i fini del matrimonio con particolare referimento alia Constitutione «Gaudium
et spes» del Concilio Vaticano II, en «Ephemerides Iuris Canonici» 23 (1967) 137-186; B. HÁRING,
Matrimonio y familia en el mundo de hoy, en «Razón y Fe» 173 (1966) 277-292.
498 Cfr. GS, nn.48y 31.
499 A la petición de 190 Padres conciliares que querían que se tratara de la jerarquización de los
fines del matrimonio, la Comisión responde (Shema Constituionis Pastora- lis, cit., 13): «Notetur
hierarchiam sub diverso aspectu considerari posse: cfr. Casti Con- nubii, AAS 1930, p.547. Insuper in
textu, qui stylo directo et pastorali mundum alloquitur, verba nimis technica (hierarchia) vitanda
apparent. Ceteroquin momentum primordiale procreationis et educationis saltem decies in textu
exponitur, de sacramento pluries sermo fit, fidelitas et indissolubilitas saltem septies in textu
sublineatur». El Concilio no rechaza como errónea la doctrina de la jerarquía de los fines;
simplemente dice que usar esa terminología no encaja en el estilo pastoral.
500 CONGR. DOCTRINA DE LA FE, Carta a Mons. John R. Quinn (Presidente de la Conferencia
Episcopal Norteamericana) 7.XII.1979 (fecha de publicación). Se adjuntan unas «observaciones sobre
el libro La sexualidad humana: Nuevas perspectivas del pensamiento católico», en las que se dice:
«Además, en lo referente a la enseñanza del Vaticano II, observamos aquí otra noción equivocada.
Este libro repetidamente declara que el Concilio deliberadamente rehusó conservar la jerarquía
tradicional de los fines primario y secundario del matrimonio, abriendo ‘la Iglesia a una nueva y más
profunda comprensión del significado y valor del amor conyugal’ (pág. 148 y passirn). Por el con-
trario, la Comisión de los ‘Modi declaró explícitamente, respondiendo a una propuesta presentada
por muchos de los padres que pedían se pusiera esta distinción jerárquica en el texto del núm. 48,
que, ‘en un texto pastoral que pretende entrar en diálogo con el mundo, los elementos jurídicos no
son necesarios. De todas maneras, la importancia primordial de la procreación y educación se
muestra a lo menos unas 10 veces en el texto’ (cfr. núms. 48 y 50)».
501 JUAN PABLO II, Aloe. (10.X.1984), n.3, en EF, V, 4200.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 171
todos ellos, son exigencias intrínsecas del matrimonio y del amor
conyugal y constituyen la plenitud del significado de esas
realidades.
La consideración de esta unidad ocupa también un lugar
fundamental en Humanae vitae, aunque lo hace desde la
perspectiva del sentido y valor del acto conyugal. Los aspectos
unitivo y procreador del acto conyugal responden al significado
más profundo de la sexualidad humana y están inscritos en la
verdad más íntima del acto conyugal. La consecuencia es que son
inseparables y nadie los puede romper502. Tampoco aparece la
terminología fin primario y fin secundario ni se habla de la
jerarquía de los fines. Para referirse a la finalidad, la Encíclica se
sirve de las expresiones «orientación» y «significados», cuya
unidad subraya con fuerza: la procreación y la unión son dos
aspectos esenciales e inseparables del acto conyugal.
Siguiendo esta misma línea, el Catecismo de la Iglesia Católica
une indistintamente los términos bienes y fines. Señala también
que son unas significaciones y valores que en modo alguno se
pueden disociar. «Por la unión de los esposos se realiza el doble fin
del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de la vida.
No se pueden separar estas dos significaciones o valores del
matrimonio sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni
comprometer los bienes del matrimonio y el porvenir de la familia.
Así, el amor conyugal del hombre y de la mujer queda situado bajo
la doble exigencia de la fidelidad y de la fecundidad»503.

1.2. La integración de los «bienes» y los «fines» en la vida


matrimonial

El matrimonio está orientado a unos determinados fines y


entre ellos se da una relación recíproca. Es una verdad permanente
afirmada con claridad por la Revelación. Diferente cosa es la

502 Para la interpretación de los números centrales de Humanae vitae (nn. 10-14) son
interesantes los estudios de K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Madrid 1978; ídem, Lamore
fecondo responsabile, en Actes du Congres International «Amour feconde et responsable», dix ans apres
«Humanae vitae», Milano 1978, 19-28; G. MARTELET, La existencia humana y el amor, Bilbao 1970,
55-151; L. ClCCONE, Humanae vitae. Analisi e orienta- menti Pastorali, Roma 1970 (2a ed.: Humanae
vitae. Analisi e commento, Roma 1989).
503 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2333, 2366 (en adelante CEC). Es la enseñanza
constante del magisterio de Juan Pablo II.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 172
reflexión teológica sobre la existencia de esos fines y el modo de
relacionarse: algo cambiante y susceptible de tratamientos
diversos, como acaba de verse. En cualquier caso -eso interesa
subrayar ahora-, el tema de la recíproca relación entre los fines no
es sólo una cuestión académica; es además decisiva para la ética y
espiritualidad matrimonial. En efecto, determina, en buena parte,
cómo deben serlas relaciones entre los esposos a fin de que
respondan al designio de Dios sobre su matrimonio como
comunidad de vida y amor.
En esta cuestión, el principal problema que se plantea es el de
la integración de los diferentes fines del matrimonio. De modo
particular cuando aparecen como contrapuestos y no conciliables
entre sí. ¿Se puede «sacrificar» alguno de ellos para alcanzar o
salvar otro o todos los demás? Sobre este punto se trata después al
hablar de la inseparabilidad de los aspectos unitivo y procreador
del acto conyugal. Pero ya desde ahora se deben indicar los
principios doctrinales firmes para la recta solución.
- Entre los diversos fines del matrimonio o las diferentes
dimensiones de la finalidad inscrita en el matrimonio no puede
haber contradicción objetiva alguna. Aunque cada uno tiene su
consistencia propia y su razón de ser, no se justifica sólo por estar
al servicio de los demás fines; están, sin embargo, tan íntimamente
relacionados que no se pueden dar separadamente. Son, en el
fondo, dimensiones de la misma finalidad. Todos ellos responden al
designio de Dios sobre el ser y la naturaleza del matrimonio. Los
conflictos que pudieran darse son sólo aparentes y subjetivos,
motivados -quizás- por un deficiente conocimiento del designio de
Dios o por la dificultad en ordenar las conductas de acuerdo con el
plan de Dios. Si, como consecuencia del pecado de los orígenes,
forma parte de la existencia del hombre encontrar dificultades para
descubrir y vivir el designio de Dios, la conducta adecuada debe
consistir en esforzarse por superarla; actuar de otro modo
constituiría una violación de la ley de Dios.
- Los esposos han de ser conscientes de que los fines del
matrimonio, en cuanto expresión del designio de Dios, señalan el
modelo ético que deben seguir. Pero, por eso, son a la vez garantía
de la donación, por parte de Dios, de los auxilios necesarios para
integrarlos en sus vidas. Uno de los efectos del sacramento del
matrimonio es la gracia sacramental específica para vivir la vida
matrimonial según el designio de Dios. En esta perspectiva, las
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 173
posibles dificultades han de constituir motivos de esperanza para
proseguir en el esfuerzo en que están comprometidos.
- La integración de los diversos fines del matrimonio en la vida
y relación recíproca de los esposos sólo es posible a través de la
virtud de la castidad. Por esta virtud los esposos son capaces de
integrar en la unidad interior de su humanidad,\ como hombre o
mujer, los valores y significados propios de su matrimonio y amor
conyugal. Son capaces de convertirse en don recíproco de una
manera total e ilimitada.
La sexualidad humana no es automática e instintiva como en el
caso de los animales. Los esposos tienen un verdadero dominio
sobre ella, está a su alcance desarrollar, suspender, o desviar todos
sus valores y significados. Pero, por el desorden introducido por el
pecado en la propia interioridad y en la relación con los demás, ese
dominio es costoso. Y respetar y dirigir la sexualidad según el
sentido de su finalidad requiere proceder de acuerdo con los
valores éticos inscritos en ella. Éste es, precisamente, el cometido
de la castidad. Una virtud que, siendo necesaria para todos los
hombres, reviste, en los casados, la peculiaridad de integrar los
diversos fines del matrimonio en la unidad de cada uno de ellos
(los casados) como personas dentro de la unidad de su matrimonio.
En consecuencia, los fines del matrimonio constituyen otras
tantas tareas de los esposos, todas ellas unidas en una inseparable
conexión. El recto orden de la sexualidad y del amor conyugal
propio del matrimonio exige que los esposos no pongan obstáculos
a la dimensión procreadora del acto conyugal. Pero a la vez, ese
mismo orden recto pide que se garantice siempre la dimensión
unitiva. El matrimonio es una comunidad que abraza al hombre
entero: no sólo en su cuerpo sino en su alma y en su corazón. En la
consideración del matrimonio es necesario, por tanto, unir a la vez
aspectos biológicos y espirituales dentro de esa unidad sustancial
que es la persona humana.

2. La apertura a la fecundidad, «exigencia»


DE LA AUTENTICIDAD DEL AMOR CONYUGAL

«El matrimonio está fundado sobre la diversidad y


complementa- riedad sexual del hombre y la mujer; y esa
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 174
diferenciación está ordenada de suyo, morfológica y
fisiológicamente, a la generación. La generación es sin duda la idea
de la sexualidad, el matrimonio y el acto sexual, aun cuando no
siempre tenga ese resultado. La mutua atracción del hombre y la
mujer, así como su unión sexual, finaliza naturalmente en la apari-
ción del hijo»504. La procreación es la finalidad hacia la que por su
intrínseco dinamismo se orienta el matrimonio, no de modo
diferente a como el ojo tiene como finalidad la visión.
La ordenación del matrimonio a la procreación es una
exigencia de la naturaleza de la sexualidad humana sobre la que se
fundamenta el matrimonio. Y hacia esa misma finalidad está
ordenado el amor conyugal. Precisamente éste es el aspecto desde
el que se considera principalmente la ordenación del matrimonio a
la fecundidad en el Magisterio reciente505. Entre la finalidad del
matrimonio, el amor y el acto matrimonial se da una indisociable
unidad. Los fines del matrimonio no se realizan sólo por el acto de
amor matrimonial; pero en ese acto se reflejan, ciertamente, los
fines. Refiriéndose a la fecundidad como fin del matrimonio dice
expresamente el Catecismo de la Iglesia Católica: «La fecundidad es
un don, un fin del matrimonio, pues el amor conyugal tiende
naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al
amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don
recíproco, del que es fruto y cumplimiento» 506.
La verdad interior del amor conyugal está condicionada
necesariamente por la apertura a la fecundidad. En su realidad más
profunda, el amor es esencialmente don, tanto si considera en Dios,
su fuente suprema507, como en el hombre. Y en cuanto don -a fin de
que el lenguaje exterior exprese la verdad interior-, los esposos han
de estar abiertos a la fecundidad. La procreativa es una dimensión
inmanente a la sexualidad, y es a través del lenguaje de la
sexualidad como tiene lugar la donación específica de la entrega
conyugal. Tan sólo así la entrega es desinteresada y sin reservas. El
amor conyugal no puede agotarse en la pareja 508. Aunque no
siempre se siga el «fruto» de los hijos, esa es su orientación esencial
y objetiva. «El gesto5 de la unión conyugal, el ‘lenguaje del cuerpo5 y

504 P. ADNÉS, El matrimonio, cit., 145 (citando implícitamente una alocución de Pío XII
[29.X.1951], en AAS 43[1951]844)
505 Cfr. GS, n. 50; HV, n. 12; FC, nn. 28-35; GrS, nn. 12,16.
506 CEC, n. 2366.
507 Cfr. ljn 4, 8.
508 Cfr. FC, n. 14
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 175
de la actividad esponsal, si no se les desposee expresamente de su
significación originaria y la naturaleza no se resiste, concluyen en la
procreación»509. La plenitud del amor y acto conyugal, tanto desde
el punto de vista biológico como afectivo, se alcanza -en caso de
que la naturaleza no falle- cuando es fecundo. La orientación del
matrimonio a la procreación no se identifica con el hecho de la
fecundidad ni con la intención subjetiva de los esposos de tener un
hijo. Desde el punto de vista ético, esa apertura a la fecundidad
viene determinada -ese es el criterio- por el respeto a la orientación
a la vida que el acto matrimonial tiene en su misma estructura.
El matrimonio está orientado a la procreación, porque la
sexualidad está ordenada al matrimonio, y la ordenación a la
transmisión y educación de la vida es una dimensión intrínseca a la
sexualidad. Éste es el sentido objetivo al que tienden estas
realidades desde su misma interioridad y verdad. Y de tal manera
es esencial la orientación a la fecundidad que respetarla es
necesario tanto en la constitución del matrimonio como en la
posterior existencia matrimonial. En el primer caso, porque sería
nulo, no habría surgido el matrimonio si se rechazara esa
fecundidad510. En el existir matrimonial, porque, si no se observa la
disposición a la fecundidad, las relaciones de los esposos, al quedar
desnaturalizadas, no pueden ser consideradas como expresión del
amor conyugal.
A este propósito, sin embargo, se deben hacer dos
observaciones importantes para la ética matrimonial:
- Que el matrimonio está orientado a la fecundidad no ha de
entenderse como si ésta fuera su única finalidad. Tampoco, en el
sentido de que la sexualidad en el matrimonio sólo es ordenada si
es posible la fecundidad (únicamente, por tanto, en la época de
fertilidad femenina). Los matrimonios sin hijos y la vida conyugal
no pierden entonces su valor. Ni siquiera cuando, por motivos
serios y graves, se intenta que esa fecundidad no tenga lugar, con
tal de que los esposos respeten la disposición natural a la
fecundidad propia del amor conyugal. Porque una cosa es la
disposición a la fecundidad -estar dispuesto a ser padre o madre si
la procreación se siguiera de los actos que se ponen según la natu-

509 A. FERNÁNDEZ, Teología Moral, cit., 529.


510 Es necesario distinguir entre el deber-derecho de los cónyuges a la procreación en cuanto
fin del matrimonio y el uso de ese deber-derecho. La exclusión de la entrega del deber-derecho en el
consentimiento del matrimonio hace inválido el matrimonio.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 176
raleza-, y otra, que esa procreación se siga.
La esterilidad matrimonial-en consecuencia- no debe constituir
un obstáculo para el perfeccionamiento y realización de los esposos
ni ha de llevar a no valorar en su medida la unión y el amor
conyugal. En primer lugar, porque la transmisión de la vida no es el
único fin del matrimonio y éste conserva su valor aunque no
hubiera descendencia511. Y, en segundo lugar, porque, según
recuerda también el Concilio, los actos de amor conyugal
contribuyen en buena medida a la mutua perfección y realización
personal512. Por eso, la Iglesia ve como buenas y santas las re-
laciones conyugales y el matrimonio de las personas que no pueden
tener ya descendencia por su edad avanzada.
- La finalidad procreadora del matrimonio ha de observarse en
to- dos y cada uno de los actos matrimoniales. No sólo en el
conjunto de la vida conyugal513. La estructura de esos actos desde
todos sus aspectos -anatomía, fisiología, biología, psicología- está
orientada a la transmisión de la vida (No menos que a la expresión
del amor y donación recíproca). Esa es la finalidad a la que el acto
conyugal tiende desde su misma naturaleza por ser expresión del
amor que le distingue esencialmente de cualquier otro tipo de
amores. Esta es la enseñanza clara de la Iglesia cuando proclama
que «cualquier acto matrimonial (quilibet ma- trimonii usus) debe
quedar abierto a la transmisión de la vida» 514.

3. La apertura a la fecundidad del acto conyugal

Hasta el primer tercio de este siglo el acto conyugal se ha


considerado siempre -al menos por la generalidad de los autores-
como unido a la procreación. Sin embargo, en torno a estos años, el
progreso de la medicina -que tan notablemente ha contribuido al
descenso de la mortalidad infantil- y de las ciencias naturales,
particularmente en el campo de la biología -posibilitando el
dominio del hombre sobre su sexualidad-, junto con la difusión
progresiva de la tesis neomaltusianas fueron introduciendo
cambios en la concepción y actitud sobre la procreación y, en

511 Cfr. GS, n. 50.


512 Cfr. n. 49.
513 Cfr. HV, n. 14.
514 Cfr. PÍO XI, Ene. Casti connubil (31.XII. 1930), n. 57, en EF, I, 743; HV, n. 11; FC, n. 32.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 177
general, sobre la vida sexual. El hecho es que la producción
industrial de contraceptivos farmacéuticos y mecánicos, unida a
una cada vez más extendida «mentalidad antivida», ha llegado a
presentar la anticoncepción como algo bueno y deseable 515.
Posteriormente, los progresos conseguidos en las técnicas
reproductivas han hecho posible, en no pocos casos, la
reproducción sin sexualidad. Sobre la base de una referencia a la
relación interpersonal de la sexualidad humana en el contexto del
matrimonio, esa misma mentalidad -con el recurso a los fármacos
contraceptivos- se ha extendido también entre algunos teólogos
católicos516. Y eso mismo cabe afirmar respecto de la reproducción
artificial.
Pero una y otra forma de proceder -es decir, ejercer la
sexualidad desligándola de industria de su orientación a la
fecundidad; o buscar la procreación sin relación con el ejercicio de
la sexualidad-contradicen la verdad y naturaleza del acto conyugal.
Así lo ha proclamado siempre la Iglesia y esa es también la
conclusión a que se llega desde la consideración de la sexualidad y
del acto propio de la entrega sexual. «La contracepción se opone
gravemente a la castidad matrimonial, es contraria al bien de la
transmisión de la vida (aspecto procreativo) y a la donación
recíproca de los cónyuges (aspecto unitivo del matrimonio), lesiona
el verdadero amor y niega el papel soberano de Dios en la
transmisión de la vida humana» 517. Esta enseñanza del Magisterio
de la Iglesia ha de ser considerada como doctrina definitiva e
irreformable, según se verá después. A continuación se considera
su racionalidad.

515 Cfr, R. LAWLER, J. BOYLE, W. MAY, Ética sexual cit., 266.


516 Una relación de estas posiciones puede encontrarse en A. VALSECCHI, Regulación de los
nacimientos. Diez años de reflexión teológica, Salamanca 1968; F. BÓCKCLE, La regulación de los
nacimientos: discusión del problema dentro de la Iglesia, en «Concilium» 5 (1965) 101-129. Al
respecto escribe E. ALBURQUERQUE, Matrimonio y familia, cit., 140: «La argumentación teológica que
se muestra favorable en estos momentos a la utilización de métodos anticonceptivos farmacológicos
se expresa principalmente en cuatro direcciones. Por una parte, se afirma que el uso de
anticonceptivos farmacéuticos no es una infracción de la doctrina tradicional, porque con ellos no
sufre menoscabo alguno la estructura del acto sexual (L. Janssens). Otros, como Auer o Reuss,
enseñan que no existe niguna diferencia moral radical entre el uso del método Ogino-Knauss y los
otros métodos anticonceptivos. E. Schillebeeck ataca el fisicismo moral de los teólogos de la escuela
tradicional, que elevan a criterio normativo la estructura biológico-fisiológica del acto sexual y la
inviolabilidad del acto, para juzgar su integridad moral. J. David defiende que los actos sexuales
particulares no deben ser considerados aisladamente, sino dentro del fin procreativo que tiene el
conjunto de la vida conyugal. Estos argumentos ha seguido estando presentes en el debate teológico,
aún después de la promulgación de la ‘Humanae vitae’».
517 PONT. CONS. PARA LA FAMILIA, Vademécum para los confesores acerca de algunas
cuestiones sobre moral conyugal\ 2, n. 4 (en adelante VdM).
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 178
3.1. Inseparabilidad de los significados unitivo y procreador del acto
conyugal

En el acto matrimonial están inscritos dos significados o


dimensiones correspondientes a la doble finalidad del matrimonio:
la unitiva y la procreadora. Una y otra se pueden separar
artificialmente y son separables también biológicamente.
Biológicamente la función generativa es separable de la actividad
sexual -la fertilidad femenina es cíclica-, y artificialmente también
son separables una y otra función de la sexualidad. Por otra parte,
dado que la actividad sexual no es automática, sino que está
sometida -ha de estarlo- al dominio de la voluntad, está en la
potestad del hombre ejercer o no esa actividad, suspenderla, etc.
La cuestión que ahora se plantea es si también son separables
éticamente. La cuestión, central en la consideración de la
sexualidad humana, ha sido abordada por Humanae vitae (el
aspecto de la sexualidad sin procreación) y por Donum vitae (el de
la procreación sin sexualidad). Y la respuesta dada desde su
perspectiva por uno y otro documento es clara: entre los bienes y
significados del ejercicio de la sexualidad -el acto conyugal- existe
una unión de tal naturaleza que nunca está permitido separar estos
diversos aspectos hasta el punto de excluir positivamente sea la
intención procreativa, sea la relación conyugal 518. La
inseparabilidad de esos bienes y significados en la relación
conyugal está requerida por la verdad ontológica del acto conyugal
como acto de amor de los esposos, y designa el carácter
indisociable de la dimensión unitiva y procreadora de la sexualidad
humana. En Humanae vitae se dice que esa es la estructura íntima
del acto conyugal. Se habla, por tanto, del carácter objetivo de esa
indisociabilidad.
En la sexualidad humana y en el acto conyugal los significados
unitivo y procreador están unidos inseparablemente por designio
de Dios. Uno y otro se reclaman e implican mutuamente hasta el
punto que, si cualquiera de ellos falta, ni el ejercicio de la
sexualidad es humano ni la unión sexual es verdaderamente
conyugal. En el fondo, porque en la verdad de su dimensión
ontológica constituyen una unidad. Humanae vitae habla de la
«inseparable conexión que Dios ha querido, y que el hombre no
41

DVi, II, n. 4. Cfr. PÍO XII, Aloe. (19.V.1956), en AAS 48 (1956) 470.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 179
puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del
acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador». La
consideración antropológica y teológica de la sexualidad y el amor
conyugal exigen que en la relación del acto conyugal se observe
como norma la inseparabilidad de ambos significados. La
inseparabilidad de esos dos significados es un criterio de la verdad
del acto conyugal. Es una necesidad ética: una realidad que debe ser
así.
El término «significado» indica la finalidad a la que está
orientado el acto conyugal en su dimensión objetiva (lo que ese
acto quiere decir en sí mismo). Por eso mismo señala también el
criterio que determina la verdad de ese acto en su dimensión
subjetiva (lo que quieren decirse los esposos con el lenguaje del
acto conyugal). La coincidencia de estos dos
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 180
significados responde a la verdad del acto y a la norma que deben
seguir los esposos. Los aspectos personales forman parte de la
verdad objetiva del acto conyugal. La norma moral del acto
conyugal se identifica con la relectura, en la verdad, del lenguaje
del cuerpo. El acto conyugal que no está abierto a la vida -según su
disposición natural- o se impone al otro cónyuge, se revela, en sí
mismo, incapaz de expresar el amor conyugal. Cuando se separan
estos dos significados se degrada la vida espiritual de los cónyuges
y se comprometen los bienes del matrimonio y el porvenir de la
familia.

3.2. La «racionabilidad» de la norma de la


inseparabilidad de los significados unitivo y
procreador

El «principio» de la inseparabilidad de los significados unitivo


y procreador del acto conyugal está formulado con claridad y el
Magisterio lo expone sin ambigüedad y abiertamente. Otra cosa, sin
embargo, es la justificación racional 519, sobre lo que no hay
unanimidad entre los autores. Pero acerca de este punto se debe
advertir que el valor y obsequio que se debe dar a la doctrina no
depende de la argumentación racional, está ligado «a la luz del
Espíritu Santo, de la cual están particularmente asistidos los
pastores de la Iglesia para ilustrar la verdad» 520. En cualquier caso,
si se considera la naturaleza de la vida y de la sexualidad humana
tal como ha sido interpretada constantemente por la Iglesia, se
descubre una argumentación antropológico-teológica que
manifiesta bien a las claras la racionalidad del principio de la
inseparabilidad de esos dos significados.
El fundamento antropológico de la inseparabilidad de esos
significados y bienes está en la unidad substancial de la persona
humana cuerpo- espíritu y en la consideración de la sexualidad
como dimensión constitutiva de la persona. No es posible pensar la
dimensión procreadora como dimensión «natural» y la dimensión

519 Entre los intentos de argumentación se pueden citar —a parte del artículo ya citado de M.
RHONHEIMER- los estudios de: G. MARTELET, Amor conyugal y renovación conciliar, Bilbao 1968; B.
HONNINGS, IIprincipio di inscindibilitci un segno per due significati, en «Lateranum» 44 (1978) 169-
194. Por su profundidad destaca el estudio de K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Madrid 1972.
520 HV, n. 28.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 181
unitiva como la dimensión «personal» 521.
El vínculo que une esos significados es indisoluble ya que es
indisoluble también la unidad cuerpo-espíritu de la totalidad
unificada que es la persona. En cuanto modalización de la
corporalidad, la sexualidad participa de la condición personal (el
ser humano es hombre o es mujer). Y, en cuanto tal, expresa la
persona y es cauce de comunicación. Por otro lado, la dimensión
procreadora es constitutiva de la sexualidad, es decir, por su
intrínseca naturaleza y dinamismo está orientada a la procreación.
En consecuencia, tanto el aspecto unitivo como el procreador son
dimensiones constitutivas e indisolubles del ejercicio de la sexuali-
dad, estructuradas en torno a la dignidad y al bien de los esposos
en cuanto personas llamadas a la comunión interpersonal (la
unitiva) y en torno a la existencia como valor básico de la persona
(la procreativa). No se observa la dimensión unitiva si se rechaza la
relación interpersonal. Este proceder, además de responder a una
visión fisicista, genitalista de la sexualidad, introduce una actitud
de «apropiación» en la relación sexual, que contradice a su más
íntima verdad: la de ser cauce y expresión de donación. Hacia esa
finalidad están encaminados la sexualidad y el acto conyugal. Por
eso este acto ni puede realizarse automáticamente ni ser impuesto.
Para que sea expresivo de la relación interpersonal ha de ser un
acto de libertad en el que participe la persona en su totalidad. Y
aquí está -en la verdad de la donación interpersonal a través de la
relación sexual- la razón de que el acto matrimonial deba estar
abierto a la fecundidad. La apertura a la transmisión de la vida es
una exigencia del carácter interpersonal y de la totalidad propia de
la comunión conyugal. Conyugalidad, unión o acto conyugal
significan también apertura a la fecundidad.
Pero la dimensión procreadora reclama a su vez la dimensión
unitiva, es decir, el contexto de amor y comunión. Tanto si se
considera desde la perspectiva de los esposos como desde los hijos,
los frutos de la unión conyugal. En el primer caso, porque su unión
es verdaderamente expresiva de la relación interpersonal en la
medida en que es desinteresada y total. Y eso no sucede cuando no
se respeta la apertura a la fecundidad: al menos no se entregan en
esa dimensión. En el segundo caso -es decir, desde los hijos-,
porque su condición de personas exige que vengan a la existencia

521 Cfr. C. CAFFARRA, Ética general de la sexualidad, cit., 35.


EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 182
en un contexto de amor y donación gratuitos. Tan sólo así se re-
ciben como don y son afirmados por sí mismos. Pero esto sólo
puede tener lugar en la unión sexual -verdaderamente humana, fiel
y exclusiva, total, abierta a la vida- propia del matrimonio, uno e
indisoluble.
Como la experiencia demuestra también, los actos humanos,
todos, son a la vez del cuerpo y del espíritu. Sólo existe un
suppositum, la persona humana. El amor no es sólo una realidad
que pertenece a la subjetividad del sujeto que actúa. Tampoco la
procreación es sólo el resultado de un proceso biológico. El acto de
la procreación -por ser de la persona- no puede ser aislado o
separado de la dimensión espiritual: es a la vez corporal y
espiritual. Si no fuera así, se daría una dicotomía o fractura en la
unidad de la persona522.
La procreación exige el amor y éste a su vez implica la apertura
a la procreación. Uno y otro bien y significado se reclaman e
implican de tal manera que, si se separan, se destruyen. La verdad
interior del amor y del acto conyugal está condicionada
necesariamente por la apertura a la fecundidad. En su realidad más
profunda el amor es esencialmente don, tanto si se considera en
Dios, su fuente suprema, como en el hombre. Y en cuanto don -a fin
de que el lenguaje exterior exprese la verdad interior-, los esposos
han de estar abiertos a la fecundidad. La procreativa es una
dimensión inmanente a la sexualidad y es a través de la sexualidad
como tiene lugar la donación específica de la entrega sexual. Tan
sólo así la entrega es desinteresada y sin reservas.
Desde el punto de vista teológico se debe advertir que el amor
conyugal es, en su verdad más profunda, participación del amor
creador de Dios; y, por eso, es esencialmente don. Según su
naturaleza e intrínseco dinamismo es, a la vez que comunión
interpersonal entre los esposos, colaboración con Dios en la
generación y educación de nuevas vidas. En toda concepción
humana se unen misteriosa, pero realmente, el poder creador de
Dios y la colaboración del hombre. De tal modo que tal vez, más que
de procreación y de la dimensión procreadora del acto conyugal, se
debería hablar de con-creación y dimensión con-creadora, «en el
sentido de que pone la condición necesaria y suficiente establecida
por la libre decisión divina para que Dios cree al espíritu humano y

522 Cfr. M. RHONHEIMER, Contraception, sexual behavior and natural law, cit., 88-89.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 183
así una nueva persona entre en la existencia» 523.
Esto explica que la
actividad sexual propia del matrimonio -el acto matrimonial- exija,
por su propia naturaleza, la presencia simultánea, inseparable de
las orientaciones unitiva y procreadora. Sólo así es expresión de la
verdad interior del amor conyugal; y sólo así es «signo» del amor
creador de Dios. La lógica del «don» -esa es la consecuencia- debe
determinar el ethos del acto conyugal.

3.3. La «autoridad» de la norma de la


inseparabilidad de los significados unitivo y
procreador

Es una norma que debe recibirse como verdadera e


irreformable. Es una ley moral, orientada a dirigir la conducta que
los esposos deben seguir en su relación matrimonial. Pertenece,
por tanto, a ese ámbito de cuestiones -la fe y la moral- cuya
proposición e interpretación auténtica pertenece al Magisterio de
la Iglesia524. Enseñada repetidamente, recoge la norma siempre
antigua y siempre nueva de la Iglesia sobre el matrimonio y la
transmisión de la vida humana525.
Por estar inscrita en las estructuras de la vida del amor y de la
dignidad humana, deriva en última instancia de la ley de Dios. El
Magisterio de la Iglesia subraya que esta norma no es más que una
declaración de la ley natural y divina 526 inscrita en la naturaleza
humana y confirmada por la Revelación; pertenece, por tanto, al
orden moral revelado por Dios527. Es, por eso, una norma
definitiva528. La Iglesia no puede renunciar a enseñarla529 tan sólo
es la depositaría y su intérprete 530 y ha de proclamarla con
humildad y firmeza531. (A la vez, como es una norma de la ley
natural y se basa en la conformidad con la razón humana cuando
ésta busca la verdad, afecta a todos los hombres, sean o no

523 C. CAFFARRA, Ética general de la sexualidad, cit., 59. El autor explica en estas páginas el
sentido en el que, hablando con rigor teológico y filosófico, es posible referirse a la sexualidad como
facultad de cooperar con el amor creador de Dios.
524 Cfr. HV, n46;FC, n. 33.
525 Cfr. FC, n. 29; CEC, n. 2366.
526 Cfr. HV, nn. 11, 18-20.
527 Cfr. ibídem, nn. 11-10; cfr. JUAN PABLO II, Aloe. (18.VII.1984), n. 4.
528 Cfr. LG, n. 23.
529 Cfr. HV, n. 19.
530 Cfr. ibídem, n. 18.
531 Cfr. ibídem.
EL AMOR CONYUGAL, ABIERTO A LA VIDA 184
cristianos).
En continuidad con el Concilio Vaticano II y con el Magisterio
anterior, la Ecíclica Humanae vitae proclama que el amor conyugal -
y su acto específico, el acto matrimonial- ha de ser plenamente
humano, total, exclusivo y abierto a la vida. Es un «principio» que
no admite excepciones. Ninguna circunstancia -personal o social-
puede o podrá conseguir que sea honesta una acción que
desnaturalice y contradiga la verdad del amor conyugal: ni la
«necesidad de salvaguardar el amor conyugal (en un hipotético
conflicto de deberes) ni la posibilidad de que serían muchos los
esposos cristianos que dejarían la práctica de la vida cristiana o,
incluso, de la comunión de la Iglesia, si no se admite la con-
tracepción. La contracepción que, como su nombre indica, está
dirigida a evitar la concepción, atenta directamente -por eso-
contra la relación interpersonal de los esposos. Es siempre un
desorden moral grave, porque la procreación y la donación
personal recíproca son bienes básicos del matrimonio y del amor
conyugal.
Es, por tanto, una norma obligatoria para la conciencia de los
creyentes, que debe ser recibida con asentimiento religioso e
interior. Por ser expresión de un magisterio auténtico, es decir, de
una doctrina propuesta autoritativamente -aunque no sea con
carácter infalible- ha de recibirse «con pronta y respetuosa
obediencia de la mente»532.

532 LG, n. 25.


LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 184
Capítulo IX

LA VIRTUD DE LA CASTIDAD
O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR

La sexualidad, como lenguaje de la persona, está en la base de


la respuesta de la vocación al amor que, en cuanto imagen de Dios,
ha de vivir cada día. En ocasiones, sin embargo, ese lenguaje se
lleva a cabo de una manera que no sirve e, incluso, contradice la
realización de esa vocación. Integrar el bien de la sexualidad en el
bien de la persona exige observar unos valores que suponen
esfuerzo y, no pocas veces, el hom- bre-el que vive- se deja
arrastrar por el desorden introducido por el pecado y no elige el
bien de la sexualidad. La necesidad de ese esfuerzo se percibe
también si se tiene en cuenta la condición histórica del ser humano
que, por serlo, ha de ejercer su libertad en el tiempo, en el discurrir
de los diversos momentos de su existencia temporal.
Surgen por eso, entre otras, cuestiones como las que se
refieren a la naturaleza de esa necesidad y también a la calidad del
esfuerzo que se debe realizar a fin de que el lenguaje de la
sexualidad contribuya al bien de la persona o, con otras palabras,
esté al servicio de la vocación de la persona al amor. ¿Por qué es
necesaria la integración del bien de la sexualidad en el bien de la
persona? ¿Qué papel ha desempeñar la libertad en esa integración?
Sólo las personas son capaces de amar y sólo son actos de
amor los realizados con libertad. Por eso, como el amor es
donación y entrega de sí mismo, no es posible amar -es decir,
darse- si no se es dueño de sí mismo. Ese señorío, sin embargo, en
relación con la sexualidad sólo es posible en la medida que esté
ordenada y se realice de acuerdo con su dignidad personal.
Precisamente ese es el cometido de la castidad. Esa virtud que hace
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 185
que el lenguaje de los sentimientos, pasiones y afectos por los que
se manifiesta la sexualidad se integre en el bien de la persona de
manera que ésta se pueda relacionar libremente, como don, con los
demás.
En relación con el bien de la sexualidad sólo es conforme con la
dignidad de la persona el dominio que corresponde a la
racionalidad ética, es decir, conforme con la naturaleza de la
sexualidad. Como bien de la persona, la sexualidad tiene una
significación en sí misma, reflejo, en definitiva, del proyecto
creador de Dios. A la persona humana sólo le cabe descubrir esa
verdad y bien y observarlos en su actividad. Es el dominio propio
de la racionalidad ética que consiste en respetar la verdad, los
significados y bienes de la sexualidad, integrándolos en el bien de la
persona. Y esto sólo es posible si se observan los valores éticos de
la sexualidad. Una condición absolutamente necesaria en la
integración de la sexualidad en el bien de la persona533.

1. La castidad, «integración» del bien


DE LA SEXUALIDAD EN EL BIEN DE LA PERSONA

La castidad se puede definir como la virtud que orienta la


actividad de la sexualidad hacia su propio bien, integrándolo en el
bien de la persona. Hace que el lenguaje de la sexualidad no se
degrade y responda a la verdad que está llamado a expresar. Es la
virtud que impregna de racionalidad el ejercicio de la sexualidad.
La castidad lleva a percibir el significado de la sexualidad y a
realizarlo en toda su verdad e integridad.

1.1. Afirmar el valor de la persona

En cuanto psico-físicos, los diversos dinamismos que


componen de sexualidad se dirigen hacia su bien sólo en cuanto
sensible (la dimensión erótica), no en cuanto dimensión o lenguaje
de la persona. Son instintivos y éticamente neutros. Para que se
orienten hacia su bien en cuanto dimensión de la persona es

Cfr. C. CAFFARRA, «Ratio technica», «vatio ethica», en «Anthropotes» 5 (1989/1) 129-146; ídem,
533

«Humarme vitae»: Venti anni dopoy en W. AA., «Humanae vitae: 20 anni dopoy cit., 187.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 186
necesaria la intervención de la voluntad racional.
La persona posee interioridad, es «alguien», no «algo» ni una
más entre las cosas. Hay una diferencia esencial entre la persona y
las cosas. Con relación a ellas es «otra». Pero también es «otra»
respecto a los demás «tú» o personas. El «tú» -cada persona- no se
distingue de los otros «tú» simplemente porque son un «no-yo».
Cada «tú» es «él» y sólo «él». Una de las características de la
persona es su «mismidad» e «inalienabili- dad»: es insustituible e
irremplazable. Aunque los valores inherentes a la persona juegan
un papel importante en la valoración que se debe hacer de ella, no
son más que una particularidad de su ser. Y el valor de la persona
está ligado -debe estarlo- a su ser íntegramente considerado. La
conciencia de esta verdad exige que la reacción ante el bien de la
sexualidad sea elevada al nivel de la persona. No puede quedarse
encerrada en el bien sensible sin más. Esa integración es el amor en
sentido verdadero. El amor es afirmación de la persona o no es
amor.
Por eso, el lenguaje de la sexualidad ha de ir de persona a
persona; y eso tan sólo es posible si responde a una decisión
«libre» de la voluntad racional. Ha de ser obra de la voluntad,
porque esa afirmación de la persona (es bueno que «tú» existas) es
un compromiso real de la libertad de la persona-sujeto (el que
ama), fundado sobre la verdad que corresponde a la persona-
objeto (el amado). Y ha de ser obra de la voluntad «racional»,
porque la persona, en cuanto tal, no es objeto de la percepción
sexual, ha de ser descubierta por un saber intelectual previo. Una
voluntad que ha de penetrar todas las reacciones, el
comportamiento en su totalidad respecto de la persona. Porque no
se trata de dejar de lado los valores inherentes a la persona (v. g.
los sensuales, los corporales, etc.), sino de ligarlos a la persona. El
amor, para ser auténtico, ha de dirigirse a la persona, no sólo al
cuerpo o al ser humano de distinto sexo.
Sólo de esa manera, gracias a un acto de la voluntad racional, la
persona puede ser conocida y afirmada. Y es entonces cuando los
movimientos de los dinamismos psico-físicos adquieren su
calificación moral. Ésta es buena, es decir, responde al bien de la
sexualidad, si es integración de los diversos dinamismos (psico-
físicos, espirituales...) de la sexualidad en el bien de la persona.
Precisamente ese es el cometido de la castidad. Es la virtud que
lleva a descubrir «en todo lo que es erótico5 el significado personal
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 187
del cuerpo y la auténtica dignidad del don» y hace capaz de
realizarlo efectivamente534.
Como parte de la virtud de la templanza, la castidad -se acaba
de decir- tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los
apetitos de la sensibilidad humana 535. Desde la perspectiva
ontológica, la sexualidad -«en la que se expresa la pertenencia del
hombre al mundo corporal y biológico»- es personal y
verdaderamente humana. Pero se realiza como tal -es decir, el
lenguaje de la sexualidad es auténtico y responde a la verdad-, tan
sólo «cuando está integrada en la relación de persona a
persona»536.
La castidad se realiza, sobre todo, en «el corazón», en el
interior de la persona. «La dignidad del hombre requiere que actúe
según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido
personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego
impulso interior o de la mera coacción externa» 537.Y además, es
decir, aparte de ser consciente (con advertencia, porque se trata de
una actuación humana), ha de ser conforme con la dignidad o bien
de la persona (observando el orden moral recto).
Por eso, «la virtud de la castidad entraña la integridad de la
persona y la totalidad del don» 538. Entraña la «integridad de la
persona», porque sólo cuando la unidad de los diversos elementos
del lenguaje de la sexualidad (pensamientos, palabras, obras, etc.)
está asegurada en la unidad interior del hombre en su ser corporal
y espiritual, y se es libre para relacionarse con los demás en la
verdad. «La unidad de la persona (...) se opone a todo
comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni
el doble lenguaje»539. Y entraña la «totalidad del don», porque para
ser castos no basta con someter las pasiones al dominio de la razón,
es necesario que ese dominio -consecuencia del señorío sobre uno
mismo- esté al servicio del amor. Y el amor sólo es verdadero si es
total, es decir, si a la persona del otro se le valora por lo que es
(observada su condición de esposo/esposa, padre/madre,
hermano/hermana, casado/casada, soltero/soltera, etc.). Lo que

534 Cfr. ídem, Ética general de la sexualidad,’ cit., 71. Para una consideración más extensa pueden
verse las páginas 68 —73.
535 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica,, n. 2341 (en adelante CEC).
536 Cfr. CEC, n. 2337.
537 GS, n. 17.
538 CEC, n. 2337.
539 CEC, n. 2338.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 188
exige una relación de donación gratuita y desinteresada. El dominio
de sí propio de la virtud de la castidad está ordenado al don sí
mismo540.
Como virtud, la castidad es, además, una inclinación
permanente de la voluntad. Para asegurar el dominio sobre el
apetito sexual no es suficiente una actuación puntual, se requiere
una disposición permanente y firme de la voluntad. Primero,
porque el apetito sexual acompaña al ser humano a lo largo de toda
su existencia y su actuación exige ser asumida, en cada caso, por la
voluntad racional para que conduzca afectivamente al bien de la
persona. Y, evidentemente, son múltiples las circunstancias a las
que deben estar ligadas las elecciones de la voluntad. (Como
condición del ser humano, la libertad ha de ejercerse en la historia
de cada día). Después, porque, si bien el hecho redentor de Cristo
ha vencido el pecado, el desorden introducido por ese pecado
permanece y, en consecuencia, se hace difícil lograr el dominio
sobre la sexualidad. Es necesaria, por tanto, una inclinación estable
que lleve a la persona a ordenar toda la esfera de lo sexual de
acuerdo con su dignidad.
La castidad se puede describir como el «modo de ser» que
comporta el dominio racional y firme de la voluntad sobre el
apetito sexual. Y esto se lleva a cabo de dos maneras: haciendo que
la persona sea capaz de rechazar cuanto contradice el significado
esponsal del cuerpo, de la verdad del cuerpo como apertura a la
donación (negativamente); y, sobre todo, haciendo que sea capaz
de realizar el bien de la sexualidad (positivamente)
Por eso, la castidad es una virtud positiva y orientada al amor.
Crea la disposición necesaria en el interior del corazón para
responder afirmativamente a la vocación del hombre al amor. «La
castidad -la de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo,
sacerdote- es una triunfante afirmación del amor» 541. Sólo de esa
manera el cuerpo humano, en las funciones que le son propias, se
orienta adecuadamente al fin de la persona y a los medios para
alcanzar ese fin. Por ese mismo motivo es una virtud necesaria para
todos los hombres en todos los estados y etapas de su vida. «La
castidad -no simple continencia, sino afirmación decidida de una
voluntad enamorada- es una virtud que mantiene la juventud del

540 Cfr. CEC, n. 2346.


541 SAN JOSEMARÍA, Surco, Madrid 31986, n. 831.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 189
amor en cualquier estado de la vida. Existe una castidad de los que
sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una
castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los
que Dios llama al celibato, una castidad de los que Dios llama al
matrimonio»542.
Como afirmación de la persona, la castidad comporta, por
tanto, ordenar en el interior de la persona (y en las manifestaciones
con los demás) aquellas reacciones que tienen su fuente en la
sensualidad y afectividad, y, a la vez, comprometer la libertad
mediante la adecuada elección y responsabilidad. Por eso
precisamente es necesaria la educación en la virtud de la castidad:
el orden e integración del lenguaje de la sexualidad en sus diversas
reacciones en el bien de la persona no es automático, exige
esfuerzo par vencer las dificultades derivadas de la concupiscencia;
y, en esa educación, es necesaria también la presencia de la ética.
Como consecuencia del pecado de «los orígenes», el ser humano
encuentra dificultades en la integración de la sexualidad: en la
percepción y realización del bien de la sexualidad.

1.2. El pudor y la modestia

Con la castidad guardan una estrecha relación el pudor y la


modestia. En realidad, como explica Santo Tomás, no se trata de
virtudes distintas sino de la misma virtud en cuanto ordena
aspectos diversos relacionados con el bien de la sexualidad 543. En
su sentido más específico se entiende por modestia «la virtud que
gobierna nuestras acciones, gestos y actitudes de modo que, en lo
posible, no demos a los demás -ni a nosotros mismos- ocasión de
apetencias sexuales desordenadas» 544. El pudor, en cambio,
entendido también en su sentido más específico, se refiere al
movimiento que protege la intimidad sexual de la persona: viene a
ser el hábito que «no sólo advierte contra el abuso efectivo de la
facultad sexual, sino también contra lo que despierta sus impulsos

542 ídem, Es Cristo que pasa, Madrid 221985, n. 23.


543 Cfr. SANTO TOMÁS, S. Tk II-II, q. 151, a. 4.
544 M. ZALBA, VOZ «Modestia», en GER 16, 147. En su sentido más amplio la modestia es la
virtud que ordena, según la recta razón, los diversos apetitos y actos internos y externos relacionados
con la virtud de la templanza. Como especies o clases de modestia, se distinguen la humildad, la
estudiosidad, la modestia en las costumbres y la modestia en el ornato. Cfr. SANTO TOMÁS, S. Th., II-
II, qq. 143, 160, 168-169.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 190
sin justificación y pone en peligro la castidad» 545.
Sin identificarse
con la castidad546, la modestia es defensa externa al mismo tiempo
que efecto del pudor, y uno y otra expresión y forma de la castidad.
El sentimiento del pudor -y su manifestación: la modestia- es,
en su raíz, innato a la persona humana, responde a la íntima
convicción que percibe el ser humano de su propia dignidad e
inviolabilidad. «Nace con el despertar de la conciencia personal» 547.
Frente a la rebelión de la sexualidad surge espontáneamente como
defensa de la persona que no quiere ser reducida al ámbito de lo
sexual. De suyo, por tanto, «no es signo de represión sobre la
espontaneidad humana»548 sino exigencia de la persona en razón
de su constitución córporeo-espiritual, perturbada por el pecado de
«los orígenes». En cuanto hábito o virtud, es, en sus líneas
esenciales, el resultado de un proceso racional conforme con la
naturaleza humana.
Con el pudor está relacionado frecuentemente el sentimiento
de vergüenza. Y este sentimiento, que se deriva de la
concupiscencia debida al pecado de «los orígenes» y que puede dar
lugar, en ocasiones, a manifestaciones patológicas, es, sobre todo,
indicador de la delicadeza que debe rodear siempre cuanto se
refiere a la sexualidad como bien de la persona. «El pudor protege
el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la
moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las
condiciones del don y del compromiso del hombre y la mujer entre
sí. El pudor es modestia; inspira la elección de la vestimenta.
Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una
curiosidad malsana; se con vierte en discreción» 549

1.3. La castidad, don del Espíritu Santo

Como virtud sobrenatural, la castidad es un don de Dios, una

545 J. MAUSBACH-G. ERMECKE, Teología Moral Católica. III, Eunsa, Pamplona 1974, 300. En
sentido amplio «se entiende por pudor la tendencia natural a esconder algo, para defenderse
espontáneamente contra toda intromisión ajena a la esfera de la intimidad»: M. ZALBA, VOZ «Pudor»,
en GER 19, 453
546 La castidad tiene por objeto la regulación de los actos sexuales según la recta razón; el pudor, la

regulación de cuanto se relaciona estrechamente con aquellos actos; la modestia, el respeto al propio
cuerpo y al de los demás en cuanto que de esa manera se coopera a la virtud del pudor.
547 CEC, n. 2524.
548 Cfr J.R. FLECHA, Moral de la persona, Madrid 2002, 55.
549 CEC, n. 2522.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 191
gracia que el Espíritu Santo concede a los regenerados por el
bautismo550. Integrar el bien de la sexualidad en el bien de la
persona es una tarea, exige el esfuerzo de la voluntad. En esa lucha,
sin embargo, el hombre no se encuentra solo. Cuenta con la el
poder del Espíritu Santo que, obrando dentro del espíritu humano,
hace que su actuación fructifique en bien551. Es un don que,
respetando la libertad humana, la sana, perfecciona y eleva hasta
hacer al hombre capaz de elegir el verdadero bien, sin dejarse
llevar por las apetencias a que, como consecuencia del pecado, es
tentado por la concupiscencia de la carne. Causa, por tanto, en el
hombre una connaturalidad que le lleva a querer el bien de la
sexualidad como camino para hacer de su vida una donación de
amor a Dios y por Él a los demás.
La Sagrada Escritura considera la castidad como fruto del
Espíritu Santo552 y una virtud cristiana característica 553. Es un fruto
del Espíritu en el hombre que dispone al hombre para «mantener el
propio cuerpo en santidad y respeto» 554, dejándole «plenamente
abierto el acceso a la experiencia del significado esponsal del
cuerpo y de la libertad del don que va unida con él y en la que se
revela el rostro profundo de la pureza y su vínculo orgánico con el
amor»555.
«La infusión de la caridad en la voluntad es el primer fruto de
la presencia del Espíritu Santo en la subjetividad espiritual del
hombre. Es esta inhabitación el acontecimiento decisivo para el
obrar humano, el cual viene, por tanto, a configurarse como fruto
de esta presencia, fruto del Espíritu. (...) El espíritu Santo habita en
el corazón de la persona y la dispone permanentemente para
recibir su luz y su moción (don de la Sabiduría): luz con la que la
persona intuye el carácter valioso, la belleza única del ser persona
y moción que la empuja al don. De este modo se orienta al bien
inteligible de la sexualidad (virtud de la caridad). Inspira y go-
bierna la dimensión erótica de la sexualidad, que se integra en la
persona (virtud de la castidad). Y la persona realiza su castidad en
la santidad»556.

550 Cfr. CEC, n. 2345.


551 cfr. JUAN PABLO II, Aloe. 17.XII.1980, n. 6, en EF, III, 2986-2987.
552 Cfr. Ga 5, 23.
553 Cfr. 1 Tes 4, 3-5.
554 Tes 4, 4.
555 JUAN PABLO II, Aloe. (18.III. 1981), n. 2, en EF, IV, 3065.
556 C. CAFFARRA, Ética de la sexualidad,\ cit., 76.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 192
«La pureza como virtud, o sea, capacidad de mantener el
propio cuerpo en santidad y respeto5, aliada con el don de la piedad
como fruto de la morada [inhabitación] del Espíritu Santo en el
‘templo5 del cuerpo, confiere a este cuerpo tal plenitud de dignidad
en las relaciones interpersonales que Dios mismo es glorificado en
él. La pureza es la gloria de Dio en el cuerpo humano, a través de la
cual se manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza
brota esa belleza singular que impregna cada esfera de la
convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la
sencillez y profundidad, la cordialidad y la autenticidad irrepetible
de la confianza personal»557

2. La castidad en los diferentes modos de vida (la


virginidad y el matrimonio)

«Todo bautizado es llamado a la castidad. (...) Todos los fieles


de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida
particular»558. El bien de la sexualidad que afecta al ser humano en
su totalidad, después del pecado de «los orígenes» necesita ser
integrado en el bien de la persona. Sólo así se realiza según toda su
bondad. Esa integración, que se lleva a cabo, con la ayuda de la
gracia del Espíritu, por la virtud de la castidad, puede asumir dos
modos fundamentales: el matrimonio y la virginidad o celibato por
el reino de los cielos.

2.1. El matrimonioy integración de la sexualidad en la persona

Si la bondad de la sexualidad humana está constituida por dos


elementos o dimensiones (la unitiva, que está al servicio de la
relación interpersonal; y la procreadora, que pone las condiciones
para la transmisión de la vida), la cuestión que ahora se considera
se puede formular así: ¿cómo realiza el matrimonio esa bondad?
La respuesta a esa cuestión exige tener siempre a la vista la
naturaleza de la sexualidad humana, es decir, qué clase de bien es
el de la sexualidad. Con el término «sexualidad» -recordamos- se
puede aludir a la persona humana (como hombre o mujer), la
557 JUAN PABLO II, Aloe. (18.III. 1981), n. 3, en EF, IV, 3066.
558 CEC, n. 2348.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 193
facultad sexual (la potestad, es decir, el dinamismo espiritual y
psico-físico capaz de obrar se- xualmente) y el ejercicio o actuación
de esa facultad sexual. Pues bien, lo que caracteriza al ejercicio o
actividad sexual es que compromete a la persona en cuanto tal. Es
la persona misma la que se implica en esa actividad (no sólo los
sujetos o personas que se vean envueltos en esa actividad, sino
también la persona que pueda venir a la existencia como fruto de
esa actividad). Por eso, precisamente, la actividad de la sexualidad
sólo es buena o conforme con su naturaleza, si es conyugal, es
decir, si tiene lugar en el matrimonio uno e indisoluble.
Como lenguaje de la persona, el ejercicio de la sexualidad ha de
ir de persona a persona. De manera negativa eso quiere decir que la
persona del otro nunca puede ser usada como un objeto ni utilizada
como un medio al servicio de una función. Y de manera positiva,
que ha de ser valorada siempre por sí misma. En esa relación, la
persona es insustituible, no es intercambiable por ninguna otra. Se
relacionan las personas, no sus funciones. Por eso la actividad
sexual «exige» el marco de la exclusividad (uno con una) e
indisolubilidad (para siempre). Esto es el matrimonio uno e
indisoluble.
A la misma conclusión se llega si se considera que la
procreadora es también una dimensión de la sexualidad. Es
evidente que sólo es posible observar esa dimensión y, por tanto,
respetar la naturaleza de la sexualidad en aquellas relaciones que
no cierren el paso a la apertura a la vida (v. g. las homosexuales, la
masturbación, etc.). Pero tampoco se respeta esa dimensión
procreadora en cualesquiera de las actividades sexuales fuera del
matrimonio. El hijo, como posible fruto de la actividad sexual, sólo
es recibido de acuerdo con la dignidad de persona si su venida a la
existencia tiene lugar en un espacio de amor verdadero. Y eso,
como se acaba de ver, sólo es posible en el marco de la unión
matrimonial una e indisoluble. Por otra parte, ese mismo marco
viene reclamado por el desarrollo armónico en los diversos
ámbitos de su personalidad a la que, como persona, el hijo está
llamado.
Pero advertir la motivación profunda de la necesidad del
matrimonio uno e indisoluble como marco necesario para el
ejercicio de la actividad sexual a fin de que sea digno de la persona
humana -y, por tanto, bueno éticamente- pide una ulterior
reflexión. Darse cuenta, en efecto, de que, como el ser humano -
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 194
todo ser humano- ha sido creado por Cristo y para Cristo, la unión
matrimonial, de que se habla, es participación en el misterio de
amor de Cristo por la Iglesia. Por eso, al mismo tiempo que
exigencia antropológica, es don o gracia de Dios para la realización
de la bondad de la sexualidad.
La conclusión es que, en cuanto virtud propia de los casados, la
castidad conyugal está indisociablemente unida al amor conyugal.
Integra la sexualidad de tal manera que puedan donarse el uno al
otro sin rupturas ni doblez. Está exigida por el respeto y estima
mutuos que, como personas, se deben ya los esposos; además de
que así lo reclaman también los otros bienes del matrimonio. Es
una virtud que está orientada al amor, la donación y la vida.

2.2. La virginidad o celibato en la integración de la sexualidad

La pregunta que aquí se plantea es la misma que se hacía a


propósito del matrimonio: cómo realizan, la virginidad o celibato,
la bondad de la sexualidad, es decir, en qué consiste la castidad que
debe caracterizar a la virginidad o celibato por el reino de los
cielos559.
Uno de los elementos propios de la virginidad es la práctica de
«la castidad en la continencia» 560. El que sigue ese estado de vida
ha elegido la abstinencia absoluta y total de cualquier actividad
sexual. Sin embargo, la excelencia de la virginidad no se debe a la
renuncia sin más a la actividad sexual. Esa actividad practicada
según el orden y modo debidos es buena. «La Revelación cristiana -
dice Familiaris consorcio- conoce dos modos específicos de realizar
integralmente la vocación de la persona humana al amor: el
matrimonio y la virginidad»561. La razón de la excelencia de la
virginidad hay que buscarla, por tanto, en el motivo de esa renuncia
que de esa manera se hace realización posible del bien de la
sexualidad. Esa razón no es otra que «el vínculo singular que [la

559 El término «celibato», que etimológicamente se refiere a la condición propia de la persona que no
ha contraído matrimonio, se toma aquí como la condición o modo de vida posible para cualquier
clase de fieles, sin que por ello quede modificado su estado dentro de la Iglesia. Este es también el
sentido que se da al término «virginidad» cuando se emplea en este capítulo. Se prefiere, sin
embargo, usar la palabra «celibato», ya que tiene resonancias menos vinculadas a la vida religiosa.
560 Cfr. CEC, n. 2349.
561 FC, n. 11.
LA VIRTUD DE LA CASTIDAD O LA AUTENTICIDAD DEL AMOR 195
virginidad] tiene con el reino de Dios» 562.
Para advertir que la virginidad es realización de la bondad de
la sexualidad -esa es la cuestión planteada- ha de acudirse al
misterio de Cristo en quien, según recuerda Gaudium et spes, se
revela plenamente la verdad entera sobre el hombre563. Porque es
el amor de Cristo lo que, tanto el matrimonio como la virginidad,
tienen que revelar o manifestar. Un amor que, siendo total, es a la
vez exclusivo y universal (todos y cada uno de los seres humanos
es amado por el Señor con un amor único y personal: todos y cada
uno pueden decir con verdad «me amó y se entregó a la muerte por
mí»564). Es evidente, sin embargo, que la donación sexual, por ir de
persona a persona, sólo será total si es exclusiva. La exclusividad es
intrínseca a esa donación, ya que se realiza a través de la
corporeidad (ésta persona y no otra). Para que esa donación,
siendo total, sea a la vez universal, es necesario que quede excluida
cualquier forma de actividad sexual. Sólo de esa manera es posible
amar o donarse a todos y cada uno totalmente. La expresión de esa
capacidad de donación es la continencia o exclusión de toda
actividad sexual.

562 FC, n. 16.


563 Cfr. GS, n. 22.
564 Ga2, 20.
M. BRUGAROLA, Sociología y Teología de la natalidad, Madrid 1967, 383.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 195
Capítulo X

LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD

La historia de los diferentes pueblos y culturas muestra


suficientemente cómo los valores religiosos y el sentido de la
sexualidad humana han existido estrechamente relacionados. Esa
variedad de éticas, de acuerdo siempre con el sentido que se ha
otorgado a la sexualidad, ha dependido de una u otra manera de
una concreta concepción religiosa. Posiblemente, porque el hombre
ha advertido que el misterio y el origen de la vida humana están
ligados a la sexualidad; y también porque, aunque conoce que
puede intervenir en la sexualidad, es consciente de que ese
dominio no puede ejercerlo de cualquier manera.
Esas relaciones entre religión y sexualidad se han orientado
fundamentalmente en dos direcciones. Por un lado, las religiones
han intentado dar una respuesta o solución al problema de la
sexualidad, hablando de su sentido, finalidad, etc. Y. por otro, la
sexualidad «no ha dejado de tomar una posición frente a la religión,
sea rechazando toda intervención de lo sagrado en una cuestión
que no sería más que pura fisiología, sea haciendo de la sexualidad
una religión, sea como consciente de sus poderes, pidiendo socorro
a la religión»1.
Con todo, el propósito de estas páginas no es determinar las
vicisitudes de esas interacciones y condicionamientos recíprocos ni
analizar, por ejemplo, la diversidad de conductas en el campo de la
sexualidad a que dan lugar las diversas maneras de concebir las
relaciones entre el hombre y Dios, es decir, la religión. Mi interés se
limita tan sólo a poner de relieve algunas de las claves que, a mi
parecer, son importantes en la humanización del amor y de la
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 196
sexualidad desde el ángulo de la Revelación cristiana. Se trata, por
tanto, de considerar algunas líneas que configuran la verdad del
amor y del ejercicio de la sexualidad, imprescindibles en el proceso
de la maduración de la persona para el amor y para la realización
personalizante de la sexualidad. De esa manera se ofrecen, además,
las bases para el análisis crítico de las concepciones y conductas
sobre esas realidades imperantes en buena parte en la mentalidad
y cultura actuales.
La reflexión, por tanto, se sitúa en una perspectiva netamente
cristiana y teológica.

1. Sexualidad, amor, persona

La unidad esencial profunda del cuerpo y el espíritu es una de


las afirmaciones clave de la Revelación sobre el ser del hombre.
«Cada persona humana -señala Juan Pablo II a este propósito-, en
su irrepetible singularidad no está constituida sólo por el espíritu
sino también por el cuerpo, y por eso en el cuerpo y a través del
cuerpo se alcanza a la persona misma en su realidad concreta.
Respetar la dignidad del hombre comporta, por consiguiente,
salvaguardar esa dignidad del hombre cor- pore et anima unusy
como afirma el Concilio Vaticano II» 565. El cuerpo es parte
constitutiva de la persona, expresa y manifiesta a la persona; se
puede decir que es la persona misma en su visibilidad.
Por eso, la sexualidad, en cuanto modalidad del ser corporeo-
espiri- tual del hombre, participa necesariamente de la condición
personal y no es separable de la corporeidad. Para realizarse
humanamente, es decir, de una manera personalizada, exige la
actuación de la libertad y el respeto a los valores éticos.
Como dimensión o modalización de la unidad corpóreo-
espiritual de la persona humana, la sexualidad penetra
íntimamente el ser humano. Todo, en el hombre y en la mujer,
queda afectado por su virilidad o feminidad: la constitución física y
psíquica, la vida afectiva y sentimental, etc. Se da, por otra parte,
una rica variedad de aspectos y niveles que se pueden claramente
disociar gracias, por ejemplo, a la tecnología contraceptiva. Pero

JUAN PABLO II, Aloe. (29.X.1983), n. 6, en A. SARMIENTO-J. ESCRIVÁ, Enchir- dion Familiae, V, Pamplona
565

2003 (2a edc.), 3978; cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium et spesy n. 14 (en adelante GS).
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 197
todos ellos son de la persona: la condición personal los atraviesa a
todos ellos, confiriéndoles una dimensión ética. De ahí que lo
biológico -en el hombre- no sea un valor pre-personal y pre-moral
que existiría al lado de los valores morales los propiamente
humanos, por la sencilla razón de que se trata de una condición y
de una actividad del hombre.
Ello, sin embargo, no equivale a identificar la condición
personal y los valores éticos de la personalización de la sexualidad
con las inclinaciones naturales, hasta el punto de que pudiera
reducirse a ellas. Porque, a parte de que -como se verá después- el
pecado ha introducido en el hombre «un desequilibrio fundamental
que hunde sus raíces en el corazón humano»566, para que la
realización de la sexualidad contribuya al perfeccionamiento
personal, ha de hacerse de modo específicamente humano. Y esa
especificación -que es una exigencia inmanente de la sexualidad, en
cuanto dimensión de la persona en su unidad- reclama que, en su
ejercicio, se observe siempre la característica propia de la ac-
tuación personal: la interioridad a través del conocimiento y el
amor.
Cuando la Revelación habla del hombre como «imagen de
Dios» hay que entenderlo en el sentido de que la condición de
imagen de Dios pertenece a la íntima estructura del hombre,
alcanza también a su dimensión corporal. Cierto que la interioridad
es la razón última y fundante de la peculiaridad de la persona
humana respecto de los demás seres de la creación visible; pero
esta peculiaridad es propia también de la corporeidad por su
unidad con el espíritu. El hombre es «imagen de Dios» en la unidad
de su cuerpo y de su espíritu, en su «totalidad unificada»567. Se
comprende entonces que la libertad -«el signo eminente de la
imagen divina en el hombre»-568 desempeña un papel insustituible
en la personalización de la sexualidad; y también que, a esa
personalización, sirve únicamente la libertad que contribuye a
inscribir el ejercicio de la sexualidad en el designio y ordenación de
Dios.
La libertad es, pues, el factor que, en última instancia,
determina la existencia de la personalización del amor y de la
sexualidad. Para que sea manifestación de amor humano, la

566 GS,n. 10.


567 Cfr. JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 11 (en adelante FC).
568 GS, n. 17.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 198
atracción instintiva, sensible, recíproca entre el hombre y la mujer
ha de participar del amor espiritual, ha de ser asumida por la
voluntad racional y libre: en el amor, lo verdaderamente decisivo
es la libertad. Esa es, por otro lado, la única forma posible de
relacionarse personalmente el hombre con los demás, según la cual
el que ama y el ser amado han de tratarse observando todas las di-
mensiones que les configuran como bien en sí y para el amante. En
otro caso, se daría una degradación en el amor -y en la sexualidad-,
porque no se procedería racionalmente, de acuerdo con la
condición personal, propia de la cual es relacionarse con las
personas sin subordinarlas sino amándolas por sí mismas.

2. Amor, sexualidad, comunión interpersonal

El hombre lleva inscrita la vocación al amor en su misma


estructura, como una exigencia fundamental e innata de ser
«imagen de Dios», que «es Amor»569. Se puede decir que el hombre
es imagen de Dios en cuanto «ser en comunión».
Los relatos de la creación ponen de relieve este aspecto, al
subrayar que Dios no creó al hombre en soledad sino que «los creó
hombre y mujer»; y al situar también, en ese contexto, la institución
del matrimonio. Mediante la mutua complementariedad, el hombre
y la mujer pueden llegar a la plenitud existencial.
Como personas, el hombre y la mujer son radical y
esencialmente iguales, no pertenecen a especies diferentes. Pero, a
su vez, dado que la sexualidad afecta a la totalidad de su
humanidad en su complejidad y unidad indisoluble, difieren desde
lo más profundo de su ser. La diferenciación sexual no es solamente
anatómica, va mas allá de la genitali- dad y está orientada desde su
origen a la comunión y mutuo perfeccionamiento570
El carácter personal, inherente a la sexualidad, advierte ya del
sentido de comunicación y comunión propios de la sexualidad. En
efecto, toda relación interpersonal -cualquiera que sea el lenguaje
con que se realice- exige de manera irrenunciable que se observe
siempre la norma personalista de la no subordinabilidad. Algo que
tan sólo se consigue cuando la relación con el otro se inscribe en el

569 Cfr.FC,n. 11.


570 Cfr. Gn 1, 26-28; 2, 18-24.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 199
marco de la comunión interpersonal, es decir, cuando se valora a
cada uno por sí mismo, con toda la entidad de bien que la configura
como tal. Por eso, en la comunicación y donación propia de la
entrega sexual, esa relación y diálogo han de expresarse a través de
la corporeidad, que no serían auténticos si lo que se entregara no
fuera realmente la persona. A través del propio cuerpo, en cuanto
sexualmente distinto y complementario, lo que se entrega es la
persona.
El hombre y la mujer, cada uno de ellos, son una naturaleza
completa; y, como tales, no necesitan de la complementariedad con
el otro sexo para desarrollarse y alcanzar la madurez como
personas. Pueden relacionarse entre sí haciendo abstracción de su
condición masculina o femenina, y, teniendo en cuenta esa
modalidad, pueden limitar su relación a aquellos aspectos que no
son los específicos del lenguaje de la entrega sexual. Pero si la
relación se inscribe en este marco -propio y exclusivo del amor
matrimonial-, el diálogo ha de dirigirse necesariamente al tú
personal del otro en cuanto sexualmente distinto y comple-
mentarlo. Daría lugar, por tanto, a la mentira y falsedad -es decir,
no expresaría la verdad genuina de la entrega sexual- aquel
lenguaje que introdujera cualquier forma de ruptura o dualismo
entre el cuerpo y el espíritu, o la sexualidad y la corporeidad.
A diferencia, pues, de la sexualidad animal, orientada exclusiva-
mente a la reproducción, la sexualidad humana está ordenada
también, desde su misma interioridad, al amor y comunión
interpersonal. La actividad sexual es siempre el encuentro entre
dos personas y no sólo entre dos sexos. Y por eso la dimensión
unitiva y de comunión interpersonal de la sexualidad es una
exigencia irrenunciable de su condición personal.

3. Amor, sexualidad, procreación

La adecuada comprensión del valor y sentido de la sexualidad


humana tan solo es posible desde su referencia a la procreación.
Desde cualquiera de las perspectivas que se analice se llega
fácilmente a esta conclusión.
La Revelación cuando, en los relatos de la creación del hombre,
se refiere a la diferenciación y complementariedad sexual del
hombre y la mujer, manifiesta con claridad esta dimensión
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 200
procreadora. Dios, que puede comunicar directamente la vida a
todos y cada uno de los seres humanos, ha querido, sin embargo,
hacer partícipes de su poder creador a los hombres. Con este fin los
hizo «desde el principio» hombre y mujer, en dualidad de sexos,
con órganos propios y complementarios admirablemente dotados
para la generación de nuevas vidas. La sexualidad humana, en su
dimensión mas profunda, es la cooperación por parte del hombre y
la mujer con la potencia creadora de Dios; es la mañera que los
padres -sean o no conscientes de ello- tienen de tomar parte en la
decisión creadora de Dios. Ahí radican el valor y significado
singularísimo de la sexualidad humana -principalmente de orden
existencial-, que, por ello, debe ser objeto de respeto y no de
dominio, como es objeto de respeto y no de dominio el nuevo ser
que puede llegar a la existencia a raíz del encuentro sexual 571
A la vez, la Revelación -según se decía antes- pone también de
manifiesto que la verdad profunda de la sexualidad humana está
íntima y existencialmente ordenada a la comunión interpersonal,
cuya expresión más plena, en el matrimonio, es la entrega corporal.
El sentido íntegro de la sexualidad y diferenciación sexual está
ligado tanto a la procreación como a la comunicación. Hasta el
punto de que la apertura a la procreación es la condición y garantía
de la autenticidad de la entrega corporal de la sexualidad; y, a la
vez, la relación interpersonal y de donación amorosa es exigencia
antropológica de la misma comunicación sexual.
Si a la relación propia del encuentro sexual se le desposeyera
de la apertura a la fecundidad, además de una consideración
extrinsicista de la sexualidad tendría lugar también una visión
reductiva de la persona, que, en última instancia, vendría a ser
considerada como una simple «cosa» u «objeto». El carácter
personal, inherente a la «totalidad unificada» del ser corporeo-
espiritual, exige que éste jamás sea tratado como «medio» o como
«cosa» -lo que se hace con los seres materiales- en ningún aspecto
de su ser. Por eso únicamente hay autenticidad y verdad en el amor
conyugal cuando éste se dirige a la otra parte en tanto que ser
personal con todo el abanico de relaciones que la configuran como
tal: respecto de Dios, del otro cónyuge, de los hijos nacidos y por
nacer, de la Iglesia (en el caso del cristiano), la sociedad, etc. Si no
se procediera de esa manera, la persona se apartaría de su fin y de

571 Cfr. A. RODRÍGUEZ LUÑO, R. LÓPEZ MONDEJAR, La fecundación «in vitro», Madrid 1986, 126.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 201
la razón de su condición personal; y, por eso mismo, de su
perfeccionamiento y realización personal. El contenido de la vida
conyugal se vería reducido a violencia y entrañaría la pérdida del
dominio y señorío personal, aunque se obrara consentidamente.
«Cuando el hombre y la mujer, que tienen relaciones conyugales -
escribía el entonces Cardenal Wojtyla-, excluyen de manera
absoluta o artificial la posibilidad de la paternidad o de la
maternidad, la intención de cada uno de ellos se desvía por eso
mismo de la persona y se concreta en el mero goce; ‘la persona
procreadora del amor desaparece5, no queda mas que la
copartícipe del acto erótico»9 No sólo no se acogería y aceptaría al
otro cónyuge como hombre o mujer -condición esencial del
verdadero amor10-, sino que la esposa o esposo que actuara de esa
manera tampoco conseguiría su propia perfección por no obrar
humana y racionalmente, es decir, con libertad y
desinteresadamente mediante el dominio de sí mismo; se dejaría
llevar por el desorden de las pasiones, sin proceder con la libertad
necesaria para donarse al otro en una auténtica comunión de amor
interpersonal.
Por otra parte, la procreación es una participación de los
padres en el acto creador de Dios (el hombre es siempre el término
de un acto creador de Dios); y, como tal, no puede ser más que un
acto de amor, ya que Dios únicamente crea por amor. Sólo de esa
manera la intervención de los padres es signo del reconocimiento
del señorío y actividad creadora de Dios en la transmisión de la
vida. Además, la condición personal del engendrado -del posible
engendrado-, por la que jamás puede ser objeto de un acto de
dominio, exige que su origen tenga siempre lugar en un contexto de
amor gratuito y desinteresado.
El respeto a la finalidad procreadora inmanente a la sexualidad
constituye -por tanto- el cauce absolutamente indispensable de la
significación humana, personal de esa actividad.

4. Sexualidad, amor, pecado original

La Revelación no ofrece duda alguna en su referencia a la


bondad de la sexualidad. Como realidad creada por Dios es buena,
en sí misma; lo mismo que todas las cosas salidas de las manos de
Dios11. Una bondad que desde el punto de vista existencial se
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 202
manifiesta, entre otras cosas, en la armonía entre los diversos
niveles y aspectos que integran la orientación humana y religiosa
de la sexualidad: «Los dos estaban desnudos, el hombre y la mujer,
pero no sentían vergüenza», dice a este respecto Génesis 2, 25.
Sin embargo, el hombre y la mujer «históricos» -los que viven-
tienen la experiencia del desequilibrio en los instintos, las pasiones,
las tendencias de la sexualidad: conocen que la voluntad encuentra
dificul- 572 573 574 tades para ejercer la soberanía sobre las fuerzas
de la sexualidad e integrarlas en el orden recto. A veces, a los
casados les resulta especialmente costoso vivir la inseparabilidad
de los aspectos unitivo y procreador de la vida matrimonial.
La clave de esa tensión y ruptura está descrita también en la
Revelación. El libro del Génesis habla claramente del pecado como
causa de la anarquía y desorden misterioso que el hombre siente
en su sexualidad. El pecado es la razón fundamental de que la
relación sexual no se viva con el gesto de inocencia anterior a la
caída: «se les abrieron los ojos a los dos (a Adán y Eva), y
descubrieron que estaban desnudos» 575 576. Desde ese momento se
ha instalado, en el interior del hombre, un egoísmo que hace difícil
la actitud de entrega y donación personal propia de la sexualidad.
El factor de ruptura y división introducido por el pecado no ha
hecho desaparecer, sin embargo, la bondad originaria de la
sexualidad. La sexualidad «histórica» -la del hombre pecador y
redimido- es una realidad buena, hasta el punto de que Cristo, con
la elevación a sacramento del matrimonio de los orígenes, ha hecho
de la actividad sexual en el matrimonio un camino de santidad.
Tampoco es que la sexualidad haya dejado de tener la significación
-de comunión interpersonal y de apertura a la fecundidad- inscrita
en su estructura «desde el principio»: la distinción sexual no es, en
efecto, una consecuencia del pecado. Pero con el pecado de origen
se ha iniciado una lucha entre la «carne» y «el espíritu» que afecta
al hombre entero y, por tanto, a la sexualidad, se considere ésta en
sí misma, como cauce de diálogo interpersonal (en las relaciones
hombre-mujer) o también como expresión de la relación entre el
hombre y Dios.

572 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Madrid 1978, 266-267.


573 Cfr. JUAN PABLO II, Aloe. (16.1.1980), n. 3, en EF, III, 2314; cfr. Gaudium et spes, n. 24.
574 Cfr. Gn 1,21.
575 Ibídem, 3, 7.
576 Cfr. Gal 5, 16-17.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 203
El antagonismo entre «la carne» y «el espíritu», resaltado con
frecuencia en los escritos paulinos13, alude a la situación del
hombre como consecuencia del pecado original. Sin embargo, el
Apóstol, aunque admite la posibilidad de que por ese desorden se
hagan realidad existencialmente las obras de «la carne» 577, invita a
vivir la «vida del espíritu», es decir, según el orden y armonía
propios de la recreación -redención- realizada por Cristo también
en nuestra corporeidad. Los textos no se refieren directamente a la
sexualidad; en su contexto inmediato hablan de la doble posibilidad
que tiene, el hombre, de relacionarse con Dios: «los que viven
sujetos a los instintos son incapaces de agradar a Dios. Vosotros, en
cambio, no estáis sujetos a los bajos instintos, ya que el espíritu de
Dios habita en vosotros»578. Pero es indudable que se tiene pre-
sente también a la sexualidad.
Por otro lado, hay que notar que ese lenguaje no abre ninguna
puerta al dualismo, en el que «la carne» seria el cuerpo y «el
espíritu» el alma. En el vivir «según la carne» es el hombre
completo en su totalidad unificada el que se resiste a seguir la
llamada de Dios. San Pablo no hace una reflexión filosófica sobre el
cuerpo humano; tiene delante la existencia cristiana sobre la que
hace tan solo una consideración teológica.
El pecado es también la causa de que se introduzca el desorden
en las relaciones entre el hombre y la mujer. Cuando eso acontece,
el lenguaje de la sexualidad sirve de máscara y no de comunicación,
ya que entonces se relacionan entre sí como «objetos» del deseo y
del dominio. Se da lugar entonces, en el corazón del hombre y la
mujer, a una dinámica cuya ley fundamental -en sus relaciones
recíprocas- es la de la utilidad, el placer... En ese contexto, la
sexualidad se considera como algo que el hombre tiene y de lo que
en consecuencia puede usan sin que su ejercicio reclame siempre el
contexto del amor ya que se le ha despojado de la condición
personal. La Escritura describe con rasgos expresivos esta
actividad: «Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará»579.
El desorden introducido por el pecado en la sexualidad afecta
las relaciones del hombre con Dios de varias maneras. Una de ellas
es, sin duda, la que subyace en el anticoncepcionismo de los padres
que rehúsan cumplir con la misión de transmitir la vida. Lo que se

577 Cfr. Gal 5, 20-21.


578 Rm 8, 9.
579 Gn 3, 16.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 204
debe a que ni la vida ni la sexualidad humana se contemplan como
don. Esa actitud se da, en el fondo, porque el hombre no obra como
criatura -al actuar así se convierte él en el señor de la vida: es el que
decide si ha de engendrarse o no una nueva vida; también el modo
de hacerlo-, precisamente porque primero se ha olvidado o negado
a Dios580.
En este contexto, la sexualidad no se considera como
participación de y en el poder creador de Dios con el que los padres
están llamados a cooperar libre y responsablemente. Se ve, por el
contrario, como una realidad de la que son árbitros y dueños
absolutos. Tampoco la vida humana es vista como fruto de «la
participación singular en el misterio de la vida y del amor de Dios
mismo»581. Y, si la dignidad humana no tiene en el mismo Dios su
fundamento y perfección582, es claro que «pueden» encontrarse
«razones» económicas, biológicas, sociales..., o de otro tipo que
«aconsejen» no transmitir o incluso suprimir esa vida. En efecto,
cuando se examina detenidamente el marco existencial en el que se
expresan las conductas y actitudes anticoncepcionistas y contrarias
a la vida, se llega, también prácticamente, a la conclusión de que
penetrar en el profundo sentido de la vida humana sólo es posible
desde la referencia de Dios.
Si, pues, en las primeras páginas de la Biblia aparece ya la
diferenciación sexual como conforme al plan de Dios y capaz de
conducir al hombre hasta su realización personal y comunitaria,
humana y religiosa, también se encuentra allí claramente afirmado
que en el pecado está la raíz de los desórdenes y de la sexualidad.
San Pablo se referirá después al drama tremendo que a partir de
ahí se abre para la vida del hombre 583. Con esto, sin embargo -como
se verá enseguida-, no se ha llegado al final.

5. Sexualidad, gracia, redención

Con la introducción del pecado no se cierra la visión cristiana


del hombre y la sexualidad. La Revelación habla también de que el

580 Cfr. JUAN PABLO II, Homilía (9.X.1983), n. 2, en EF, V, 3961-3962; cfr. C. CAFFARRA, Droits de
Dieu et bien de l’homme, en «La Documentation Catholique» (6.XII.1983) 971-973 (es un comentario
al discurso del Papa anteriormente citado).
581 FC, n. 29.
582 Cfr. GS, nn. 18, 19.
583 Cfr. Rm 7, 14-23.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 205
hombre ha sido redimido. Por eso, aunque la sexualidad puede
constituir un posible aliado para realizar el desorden introducido
por el pecado, sirve también de cauce para la instauración de la
armonía primitiva y originaria. Porque la redención, que sitúa al
hombre «histórico» ante la dimensión futura que le espera, es
decir, la de la resurrección y salvación definitivas -la
«escatológica»-, le coloca también en la perspectiva «del principio»,
en la que fue creado. En efecto, una de las consecuencias que la
redención produce en el hombre justificado es la de la «sanación» o
liberación de la «esclavitud del pecado», que acompañaba siempre
a la sexualidad como efecto del pecado original. Gracias al hecho
redentor de Cristo, el desorden de la «concupiscencia» -que
proviene del pecado e inclina al pecado, aunque en sí no es pecado-,
inscrito en la sexualidad, es sobre todo una invitación a vivir y
caminar «según el Espíritu»584.
De esta manera, el desequilibrio originado en la sexualidad es
una exhortación constante a mantenerse en vela; constituye un
estímulo para esforzarse en la restauración de la armonía entre los
instintos y el espíritu mediante la integración de los diferentes
planos y aspectos que concurren en la sexualidad. Porque el
hombre y la mujer -por la redención- cuentan desde el punto de
vista objetivo con la liberación «de la dureza del corazón» suficiente
para conocer y observar el orden recto de la sexualidad. Por eso,
cuando, en este contexto, se dice que uno de los fines del
matrimonio es servir de «remedio de la concupiscencia», esa
afirmación no tiene ninguna connotación peyorativa: se señala sin
más que al matrimonio -en esta situación histórica- le corresponde
como «don» -también como tarea- dominar el desorden de la
concupiscencia, estableciendo la libertad del corazón necesaria
para dirigirse humana y racionalmente al propio cónyuge y a los
demás. «El matrimonio -escribe Juan Pablo II- significa el orden
ético introducido conscientemente en el ámbito del corazón del
hombre y de la mujer y en el de sus relaciones recíprocas como
marido y mujer»585. La virginidad (y el celibato) es el otro «don»
otorgado al hombre «histórico» para vivir ese orden y rectitud.
Consiguientemente, el misterio de la encarnación y redención
de Cristo no deja lugar para el pesimismo radical (de signo

584 Cfr. Gal 3, 16.


585 JUAN PABLO II, Aloe. (1.XII.1982), n. 3, en EF, IV, 3783.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 206
protestante). Aparte de que ni las pasiones, ni los instintos, ni la
sexualidad del hombre han sido esencialmente corrompidos por el
pecado, la gracia de Dios de tal manera se ha instalado -con la
aplicación de la redención- en el corazón del hombre, que éste
puede realizar con toda verdad el mandato de san Pablo dirigido a
todos los cristianos: «Glorificad a Dios en vuestros cuerpos» 586. Por
otro lado, tampoco queda lugar para el naturalismo (de signo
pelagiano), ya que el dominio de la sexualidad y la glorificación del
cuerpo exigirán siempre el esfuerzo del sacrificio y la entrega de la
cruz. La insumisión y rebeldía que, después del pecado, acompañan
a las pasiones, los instintos, la sensibilidad -realidades buenas en si
y que, por tanto, no hay por qué suprimirlas- sólo se podrán
dominar e integrar en el orden recto mediante la lucha que hace
posible vivir la virtud de la castidad, como se verá después 587.
Pero los efectos que la redención -respecto a la sexualidad-
produce en el hombre justificado van mucho más allá de la
liberación del desorden -de la «dureza del corazón»- introducido
por el pecado. Además de posibilitar que esa actividad pueda servir
de hecho a la justificación588 589, la redención ha hecho que, por la
elevación a sacramento del matrimonio, el lenguaje de la
sexualidad -en el matrimonio- «sea signo y expresión de la
comunión de amor entre Dios y los hombres»26, cuya revelación
llega a la plenitud con la encarnación y la entrega de Cristo en la
Cruz590. El matrimonio estaba destinado ya «desde el principio» a
tener esa significación, pero en virtud del sacramento «la
comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el
Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo,
sostenida y enriquecida por su fuerza redentora» 591, de modo que
«la recíproca pertenencia sea representación real (...) de la misma
relación de Cristo con la Iglesia» 592.
Es importante subrayar aquí dos cosas en relación con la
personalización y sentido cristiano del amor matrimonial, a) La
primera es que el matrimonio es signo del amor de Dios por la

586 1 Cor 6, 20.


587 GS,n. 51.
588 Lo mismo que las demás actividades del hombre cuando se realizan de acuerdo con las

disposiciones requeridas para que la justificación se opere efectivamente en cada hombre.


GS, n. 12.
Ibídem, n. 13.
Ibídem.
Ibídem
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 207
humanidad, y de Cristo por la Iglesia, porque es actualización y
realización de ese mismo amor. Consiguientemente la tarea
vocacional propia de los casados consiste en hacer visible y ser
testigos de ese amor que participan, a través de las vicisitudes de la
vida matrimonial y familiar, b) En segundo lugar, el sacramento
hace posible que los casados puedan vivir su propia relación con
Cristo dentro y a través de las propias relaciones conyugales. La
sexualidad -el diálogo conyugal- esta en la base y raíz de la voca-
ción matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de su
santificación593.

6. Sexualidad, dominio, castidad

Lo más característico del «ser» y «existir» personal es que éste


sea y exista por sí mismo. Como los demás seres creados, el hombre
ha recibido su ser y existencia de Dios, no tiene en sí mismo la
razón de su existencia. Pero ha sido creado de tal manera que si
tiene en sí mismo la explicación de su modo determinado de
existir: es él quien con su libertad decide verdaderamente cómo
realizar de hecho su vida. Por eso, el crecimiento y educación
personal del hombre ha de consistir necesariamente en que éste
actúe cada vez con una mayor libertad, es decir, cada vez más por sí
mismo en la decisión sobre el modo de llevar a cabo su existencia.
(Aunque, como es evidente, esas decisiones serán acertadas y
llevarán al verdadero perfeccionamiento tan sólo si se ajustan y
conforman con el bien que debe ser elegido. Es la consecuencia
necesaria de su condición creada). Y, en consecuencia, la condición
personal del hombre exige también que los demás le amen por sí
mismo, que le respeten en el ejercicio de esa capacidad de
autodecidirse que tiene por ser hombre. Ahí reside la verdadera
humanización del hombre.
La sexualidad y el instinto sexual humanos no son automáticos.
Al alcance del hombre está desarrollar o no esa actividad,
suspenderla una vez iniciada, desviarla de su sentido, etc. Pero
dominarla, tener el señorío sobre la propia sexualidad no es
destruirla o reprimirla -como si las manifestaciones sensibles de la
corporeidad fueran algo en si menos bueno-, sino respetarla y

Cfr. LG, n.4l.


LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 208
dirigirla según el sentido de su finalidad. Se trata entonces de
integrar todos los aspectos presentes en la sexualidad -biológicos,
instintivos, psicológicos, etc.- según la debida jerarquía cuya
primacía corresponderá siempre a la racionalidad, de modo que re-
sulte una figura de hombre verdaderamente humana (y en su caso
cristiana). «La actitud conforme con la moral de la persona
respecto de la tendencia sexual consiste, por una parte, en utilizarla
de acuerdo con su finalidad natural, y, por otra, en oponerse en la
medida que le seria posible impedir la realización de una
verdadera unión de personas, y por consiguiente, el acceso a ese
nivel de amor en el que afirman recíprocamente sus valores. Las
relaciones sexuales -conyugales- poseen un carácter personal y
constituyen esa unión entre personas en la medida solamente en
que contienen la disposición general a la procreación. Ello se
deduce de una actitud consciente respecto de la tendencia:
dominarla es precisamente aceptar su finalidad en las relaciones
conyugales»594.
Pues bien, el respeto y a la vez señorío -el recto orden- sólo es
posible cuando el lenguaje de la sexualidad es cauce y revelación
del amor genuinamente humano y personal. El amor, en primer
lugar, supone libertad, es un acto propio de los seres espirituales.
Porque, para amar algo o a alguien, es necesario advertir
previamente su presencia, y después, querer voluntaria y
libremente ese algo o persona previamente conocida. El que ama
sólo puede ser un ser inteligente -que se da cuenta de la presencia
de algo o alguien digno de ser amado-, y dotado, además, de
voluntad libre. Por eso, el amor es algo propio y exclusivo de la
persona, es un acto exclusivamente personal: en el sentido de que
sólo la persona puede amar, y también en el sentido de que
únicamente son actos de amor personal aquellos que el hombre
realiza con la intervención de su entendimiento y voluntad.
Precisamente esta es la razón de que el que ama -y, en
consecuencia, el amor- no pueda relacionarse con su objeto de una
manera indiferenciada, como si todos los seres amados y amables
fuesen iguales, como si todos tuvieran la misma entidad de bien.
Para proceder de una manera «racional», es decir, de acuerdo con
la condición personal propia del ser humano, es necesario que se
ame toda la entidad de bien que tiene el ser amado, es necesario

594 K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Madrid 1978, 259.


LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 209
que se amen todas las relaciones que la configuran como bien en si
y para el que ama. En otro caso, se daría una degradación en el
amor; y no sólo porque se rebajaría y tendría en menos al ser
amado -en el caso de la persona ya no se la amaría por sí misma,
como es en sí-, sino porque el que amara de esa manera tampoco lo
haría observando su condición racional: por esa no debida
valoración del ser amado, al no respetar alguna de sus relaciones,
habría dejado de obrar racionalmente, como persona con en-
tendimiento racional.
Para poder hablar de amor verdadero, no es suficiente, sin em-
bargo, que haya desaparecido la indiferencia respecto del ser
amado. Además, se requiere que el que ama quiera al ser amado en
cuanto bien; y, cuando el bien amado es una persona, que el que
ama quiera la unión con la persona amada. «En cuanto espíritu
encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado
por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su
totalidad unificada»595, y, en ese contexto, se pueden establecer
grados en el amor; pero esos diferentes grados, para que sean y se
consideren de verdad manifestaciones auténticas del amor
humano, han de ser asumidos, en última instancia, en el amor
racional. En tanto que la atracción instintiva o sensible no es asu-
mida por la voluntad racional y libre, no hay propiamente amor hu-
mano; y no lo hay porque hasta entonces el hombre no actúa de
modo verdaderamente personal, con libertad: esta, en efecto,
reside en la voluntad y no en el instinto o los sentidos.
Es deseable que se dé el amor espontáneo que se origina ante
la presencia o el recuerdo de la persona amada. Pero lo
verdaderamente decisivo es el amor de la voluntad: la decisión
libre de la voluntad, fundada en la reflexión y en el juicio de la
razón, de amar y unirse a la persona amada. Esto no quiere decir
que el amor instintivo carezca de sentido o que deba entenderse
como una realidad del todo separable del amor de la voluntad
racional; significa únicamente que en el amor humano, para que
sea verdaderamente humano y personal, todo -pasiones,
sentimientos, etc.- ha de subordinarse e integrarse en la voluntad
racional.
Pero en la situación histórica del hombre -pecador, aunque
redimido- ese señorío y dominio racional sobre las tendencias

595 FC, n. 11.


LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 210
sexuales se consigue tan sólo con la castidad. Unicamente así es
posible superar el desorden causado por el pecado e introducir el
orden recto en la sexualidad. Es, por tanto, la castidad una virtud
positiva, orientada al amor en tanto racional y personal, y que
valora en todo su sentido la sexualidad. La castidad, en efecto, no
tiene como fin más que el de proporcionar al hombre el señorío y
dominio necesarios en su sexualidad para que, al ser
verdaderamente libre, pueda relacionarse siempre con los demás
de la manera que les es debida. Es una virtud -en consecuencia-
que, siendo propia de todos los hombres, reviste modalidades
diferentes, de acuerdo con las maneras diversas de relacionarse
éstos entre sí (en cuanto casados, solteros, etc.).

7. Educación sexual, educación para la castidad

La humanización del hombre está ligada inseparablemente al


verdadero sentido del amor. El respeto a la dignidad personal del
hombre se resuelve últimamente en el amor al hombre, es decir, en
el hecho de que a la persona humana -si se trata de relacionarse
con los demás- se la ame por sí misma, cualesquiera que sean las
cualidades y bienes que la adornen o posea. No es que el amor sea
la manera mejor de respetar a los demás, sino que, cuando los
demás son personas, el amor es la única manera de respetarlas:
únicamente así se las trata con justicia y equidad, es decir, según su
dignidad.
Del amor y justicia debidos a los demás constituye una parte
importante la manera de vivir la sexualidad. Precisamente porque
por la condición personal inherente a la sexualidad y ser -por
tanto- una riqueza de toda la persona, tiene como fin «llevar a la
persona hacia el don de sí misma en el amor» 596. La consecuencia
que de ahí se deriva -si nos fijamos en el proceso de humanización
del hombre- es que la educación en la sexualidad ha de ser
educación para la castidad. Para poder relacionarse y entregarse a
los demás como don y de acuerdo con la condición propia de cada
uno -eso es amor-, es necesario primero ser dueño de la propia
corporeidad, no ser esclavo de las tendencias sexuales inscritas en
esa corporeidad. Este es el cometido de la castidad.

596 Ibídem, n. 37.


LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 211
En esa educación, por tanto, es imprescindible la formación en
los valores éticos y morales de la persona. Y para ello se hace
necesario descubrir cómo el seguimiento de la moralidad -el
conformar la propia conducta con las normas morales- es
profundamente liberalizador, ya que sólo entonces se da en el
hombre esa estrecha coherencia entre el «ser» y el «existir».
Porque, en definitiva, las normas morales del obrar humano -y, en
este caso, las que rigen la sexualidad- no son otra cosa que el cauce
de la expresión del ser del hombre que debe desarrollarse con sus
actos: son, en consecuencia, el camino que el hombre tiene para
perfeccionarse a sí mismo y vivir en libertad. Por eso, no cabe ha-
blar de educación de la sexualidad cuando se va en contra o se
prescinde de los valores éticos y criterios tomados de la naturaleza
de la persona humana y de sus actos. Esa manera de proceder
significaría la degradación de la sexualidad, que no se consideraría
como un valor plenamente personal.
La castidad no es una virtud que cierre las puertas al amor, no
tiene como meta recortar al hombre la capacidad de amar. Es
exactamente todo lo contrario: amor de verdad, amor con todas las
fuerzas, atendidas la propia condición y las relaciones que se dan
con los demás -sin ignorarlas o rebajarlas lo más mínimo- porque
es una virtud que lleva a la sinceridad en la relación con los demás.
Por eso, en la educación de la sexualidad ha de valorarse muy
particularmente la virginidad, toda vez que es «la forma suprema
del don de uno mismo que constituye el sentido de la sexualidad
humana»597
Llevar a la práctica esa educación exigirá cuidar todos los
aspectos: la inteligencia, la voluntad, etc. Los hábitos o actitudes en
que consiste la verdadera educación del hombre -no el
automatismo- sólo se generan cuando intervienen -de la manera
que les es propia- todas sus energías y potencias: cuando el hombre
conoce lo que debe hacer y quiere libremente hacerlo. Por eso será
necesario proporcionar una instrucción clara, completa, delicada...
y a la vez lograr unas convicciones que muevan a actuar personal y
libremente de acuerdo con la instrucción y formación recibidas.
Evidentemente, la instrucción y motivación variarán según las
circunstancias -edad, ambiente, etc.-, pero deberán ajustarse
siempre a la verdad. Solamente la verdad conduce a la libertad, y

597 Ibídem.
LA LIBERTAD DE LA CASTIDAD 212
ésta es la condición sirte qua non para la humanización de la
sexualidad.
PARTE CUARTA
MATRIMONIO Y FAMILIA
EN EL PLAN DE DIOS

Entre el matrimonio, la familia y la sociedad se da una relación


tan estrecha que no es exagerado afirmar que la sociedad será lo
que sea la familia; y ésta, lo que sea el matrimonio. En la familia
nace, se desarrolla y forma la persona humana, el fundamento
mismo de la sociedad. Pero sólo la familia que tiene su origen en el
matrimonio (uno e indisoluble) ofrece el marco adecuado para el
nacimiento, acogida y desarrollo de la persona humana acorde con
su dignidad.
El matrimonio y la familia son dos instituciones que no pueden
confundirse o identificarse. Se hallan, sin embargo, tan
relacionadas que, de hecho, son inseparables: una y otra se exigen y
complementan. Si se separan se desvanecen. La familia que no
tiene su origen en el matrimonio da lugar a unas formas de
convivencia -los distintos tipos de poligamia, uniones de hecho,
uniones de homosexuales, etc.- que nada tienen que ver con la
institución familiar. Y viceversa: el matrimonio que no se orienta a
la familia conduce a la negación de sus características más radicales
y se sustrae de la más fundamental de sus finalidades: la
procreación y educación de los hijos. De todos modos, es claro,
como señala Juan Pablo II, que la consideración de la institución
familiar deberá hacerse siempre desde el matrimonio, porque éste
es el que decide sobre la familia, al recibir -ésta de aquél-su
configuración y dinamismo (Homilía, 12.X. 1980, n.5).
Es evidente también que para llevar a cabo esa reflexión no
hace falta considerar por completo la entera doctrina sobre el
matrimonio. Basta con abordar las cuestiones principales: tener
delante el designio o plan de Dios, al menos en sus elementos más
básicos y fundamentales.
212 AL SERVICIO DEL AMOR Y DE LA VIDA

Por otra parte, detenerse en esa consideración es particularmente


urgente en la actualidad, ya que no pocas veces se presentan como
matrimonio y familia formas de convivencia que en modo alguno
pueden considerarse así. Es decisivo, en consecuencia, identificar el
plan de Dios sobre el matrimonio y la familia.
El capítulo undécimo -«matrimonio y familia en la encrucijada
actual»598- habla de las luces y las sombras en que se desenvuelve
la existencia de los matrimonios y las familias. Directamente
contempla la familia española en unos momentos muy concretos:
los de la primera visita pastoral de Juan Pablo II a España. Pero, con
ligeras variantes, la reflexión vale para otras épocas y también para
otras áreas geográficas, según ponen de manifiesto los documentos
del Magisterio de la Iglesia, por ejemplo la Exhortación Apostólica
Familiaris consortio, de Juan Pablo II. Esa consideración, que se
continúa en el capítulo duodécimo -«la misión de la familia
cristiana: teología y pastoral» 599-, se completa desde la perspectiva
de la misión de la familia en el desarrollo de la sociedad. Siguiendo
en esta línea, el capítulo décimo tercero-«la familia como ex-
periencia de comunión»600-analiza las bases antropológicas de la
función social ad intra, de la familia; y el capítulo décimo cuarto -
«la función social de la familia»601-busca sobre todo considerar esa
función ad extra o hacia fuera de la misma familia, es decir, en
relación con la tarea que le compete en la humanización de la
sociedad por la participación en la configuración de las leyes, en las
asociaciones, etc.

598 Con motivo de la visita pastoral de Juan Pablo II a España, en 1982, la revista «Scripta
Theologica» saca un número dedicado al viaje del Papa. Uno de ellos es el que se inserta aquí:
Matrimonio y familia en la encrucijada actual y en «Scripta Theologica» 15 (1983/3), 963-981.
599 El Sínodo de los Obispos, de 1980, sobre la misión de la familia en el mundo contemporáneo,
fue la ocasión del artículo que ahora se publica de nuevo. Apareció con este título: La misión de la
familia cristiana: teología y pastoral. (Perspectivas fundamentales para la lectura del VSínodo de los
Obispos), en «Scripta Theologica» 14 (1982/1), 233-278.
600 Es la comunicación presentada en el V Simposio Internacional de Teología, celebrado en la
Universidad de Navarra, los días 25-27 de abril de 1984, con el título La «imagen de Dios» en el
hombre y en la familia, publicada en la actas: W. AA., Dios y el hombre, Pamplona 1985, 539-555.
601 Del 3 al 5 de abril de 1991 tuvo lugar, en Pamplona, el XII Simposio Internacional de
Teología. Versó siobre la doctrina social de la Iglesia, con ocasión del centenario de la encíclica Rerum
Novarum. Se reproduce aquí, con el mismo título, la comunicación presentada, y publicada en las
actas. W.AA., Doctrina social de la Iglesia y realidad socio- económica.(En el centenario de la «Rerum
Novarum»), Pamplona 1992, 849-856.
Capítulo XI

MATRIMONIO Y FAMILIA
EN LA ENCRUCIJADA ACTUAL

El viaje apostólico de Juan Pablo II a España tenía un objetivo


muy concreto: ayudar a los católicos españoles a «recobrar el vigor
pleno del espíritu y la valentía de una fe vivida»602. Por eso, tres
fueron las coordenadas de toda la actividad pastoral del Papa en
aquellos días: «confirmar en la fe», «confortar en la esperanza» y
«alentar las energías de la Iglesia (en España) y las obras de los
cristianos»603 españoles. En el fondo, de lo que se trataba era de
que los cristianos españoles fueran cada vez más fieles a Cristo, a la
Iglesia y a su tiempo, siguiendo para ello el camino de la fidelidad y
coherencia con la fe.
Se puede decir que, de alguna manera, éste -el de la coherencia
con la fe- fue el hilo conductor de los discursos, homilías, etc. del
Papa en España. Consciente de que la «fe cristiana y católica
constituye la identidad del pueblo español»604, no cesó de animar
una y otra vez a las gentes de España «a reflexionar sobre su fe, en
un esfuerzo por conectar de nuevo con los orígenes de la tradición
cristiana»605. Con ello, evidentemente -el Papa así lo subrayó-, no se
quería invitar «a vivir de nostalgias o con los ojos sólo en el
pasado»606. Lo que se pretendía era dinamizar la virtualidad de los
cristianos españoles, haciéndoles ver que sólo desde la fe podrían
amar de verdad su pasado -purificándolo en los casos necesarios-,

602 JUAN PABLO II, Mensaje en la fiesta de Santa Teresa (15.X.1982), n. 5 (el n. corresponde al
párrafo del documento de que se trata).
603 Ibídem, n.6.
604 ídem, Homilía en la misa del peregrino (Santiago 9.XI.1982), n. 4.
605 Ibídem.
606 ídem, Palabras de despedida en el aeropuerto de Labacolla (Santiago p.XI. 10982),
siendo, al mismo tiempo, fieles a sí mismos y capaces, por ello, de
abrirse con originalidad al porvenir.
La determinación de esos objetivos responde claramente a la
convicción profunda de que la fe, lejos de apartar al cristiano del
mundo y de las realidades temporales, le lleva a vivir inmerso en
ellas, siendo a la vez el verdadero señor y protagonista de las
mismas. Responde al mismo tiempo a la seguridad de que la
fidelidad a la fe es garantía que permite evitar la fácil tentación de
confundir el amor al hombre y el estar al día con un adaptarse más
o menos ficticio a las circunstancias y situaciones históricas607.
Y éste fue también el contexto del mensaje a las familias
españolas, tanto en relación con los contenidos como con la manera
que el Papa proponía vivirlos. Se puede decir, por eso, que el
resumen de ese mensaje son las palabras de la Exhortación
Apostólica Familiaris consortio: «Familia, ‘sé’ lo que ‘eres’!»608:
¡familia cristiana española, «sé» lo que «eres»! Es ahí, en su misma
naturaleza, donde la familia cristiana española ha de encontrar la
raíz de su actuación en temas como el divorcio, el aborto, la
educación, etc. Es así como responde a las exigencias más
profundas de su verdad e identidad. Una verdad e identidad que
sólo con la fe y desde la fe, es dado descubrir y vivir en su más
honda y radical plenitud.
La familia cristiana estuvo presente siempre en el viaje de Juan
Pablo II a España. De ahí que un estudio completo del mensaje del
Papa a las familias, debería de alguna manera atender a cuanto el
Papa dijo e hizo a lo largo de aquellas jornadas. Es indudable, en
efecto, que al referirse al hombre, a los derechos del hombre, a la
defensa de la vida humana..., o en las atenciones prodigadas a los
enfermos, a los subnormales, a los niños, etc. se podía descubrir
siempre detrás a la familia. Ahora, sin embargo, me voy a referir
tan sólo al mensaje hablado, y principalmente, al que Juan Pablo II
dirigió a las miles de familias reunidas en la Plaza de Lima, de
Madrid. En él se sintetiza lo más fundamental de lo que el Papa
trató sobre la familia y, por otra parte, todas las demás referencias
se reconducen siempre hacia esa intervención609.
La reflexión que hago está dividida en siete apartados, tres de

607 CONC. VATI. II, Const. Gaudium et spes, n. 43 (en adelante GS).
608 JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 17 (en adelante FC).
609 El Papa hace alusiones directas a la familia en 19 intervenciones diferentes, aparte de la
homilía a las familias en la plaza de Lima, en Madrid.
los cuales -los primeros- son de carácter más general y los
restantes ponen de relieve algunos problemas o cuestiones
particulares. Creo interpretar así el pensamiento del Papa, aunque -
soy consciente de ello- de esa manera no hago más que señalar
algunos de los aspectos -me parecen los más notables- del mensaje
del Papa a las familias.

1. Realismo y esperanza

El realismo es la primera -quizá más saliente- de las


características del mensaje sobre la familia. No sólo por los
problemas que aborda, sino por el lenguaje y, sobre todo, por la
forma de hacerlo: me refiero a la línea doctrinal que estructura las
palabras del Papa. (Es la Ética, la Religión y la Metafísica lo que está
en la base de la verdad de la familia). La consecuencia es la
esperanza que debe caracterizar a la familia, capaz de encarar
siempre con optimismo su futuro.
El viaje del Papa se produce en unos momentos difíciles para
las familias cristianas españolas. Los valores morales y religiosos,
que han distinguido la vida de los matrimonios y las «familias (...)
hasta hace poco tiempo fecundo semillero de vocaciones
sacerdotales, religiosas y misioneras»610, se han visto seriamente
amenazados -incluso desde las mismas esferas del Estado- en los
últimos tiempos. Temas como la educación cristiana y religiosa, el
aborto, el matrimonio civil y el divorcio, la moralidad pública y de
los medios de comunicación social, etc., han ido reclamando con
frecuencia la intervención del Episcopado611. Por otra parte, esa

610 Discurso a los misioneros (Javier 6.XI.1982), n. 5


611 Numerosas son las ocasiones en que el Episcopado Español se ha pronunciado colectivamente
recordando las enseñanzas de la Iglesia. Sin ánimo de referir todas esas intervenciones, recordamos
las siguientes:
a) Sobre la falta de moralidad en los medios de comunicación: Comunicado de la Comisión
Permanente, 9.V. 1974, en «Ecclesia» 1691 (18.V.1974), 13-15; Comunicado de la Asamblea Plenaria
(28.11.1976), en «Ecclesia» 1780 (6.III.1976), 33; Declaración Colectiva del Episcopado Español
(26.XI. 1927), en «Ecclesia» 1864 (3.XII.1977), 21-22.
b) Sobre el divorcio, el matrimonio civil y la indisolubilidad matrimonial: Carta pastoral
colectiva (17.IV.1975), en «Ecclesia» 1737 (26.IV.1975), 21-22; Declaración del Episcopado Español
(26.XI. 1977), en «Ecclesia» 1864 (3.XII.1977), 21; Instrucción colectiva del Episcopado Español
(23.XI.1979), en «Ecclesia» 1960 (1 .XII. 1979), 20-21; Documento de la Conferencia Episcopal (sin
fechal979), en «Ecclesia» 1945 (11.VII.1979), 16-35; Declaración de la Comisión Permanente (3.II.
1981), en «Ecclesia» 2017 (7.II. 1981), 14-15; Nota de la Comisión Permanente (27.VI.1981), en
«Ecclesia» 2037 (4.VII.1981), 20-21.
dificultad se iba a incrementar con la llegada al poder del partido
socialista -ocurrida dos días antes de la venida del Papa-, en cuyo
programa se expresaba una concepción de la familia abiertamente
contraria a la cristiana: baste recordar las cuestiones de la libertad
de enseñanza, la legalización del aborto, el divorcio, etc. Este hecho
significativo mereció la atención de los Obispos: «es de destacar el
acceso democrático al poder, por primera vez en nuestra historia,
de un partido como el socialista, que en su tradición histórica y en
su programa de gobierno presenta una impronta laicista que
difiere en puntos importantes del pensamiento católico. Aunque no
pocos de sus militantes y muchos de sus votantes se declaran
cristianos y miembros de la Iglesia, con el paso del tiempo se viene
manifestando la tendencia, ya presente en etapas anteriores, a
implantar una escala de valores marcada por un humanismo
agnóstico y disociada en gran parte del patrimonio cultural y moral
del pueblo español»612.
Esta es la problemática que Juan Pablo II tiene delante cuando
habla a las familias en Madrid y a lo largo de todo el viaje: la de la
familia cristiana española de ese tiempo. El Papa se dirige a las
familias refiriéndose a los problemas que viven y lo hace usando un
lenguaje que entienden. Pero -decía antes- el realismo hay que
buscarlo sobre todo en el anuncio mismo del Evangelio de la
familia. Porque, aun siendo absolutamente necesario el
conocimiento de la problemática y del lenguaje -¡no se puede
comunicar un mensaje a alguien si no se conoce a ese alguien y si
no se sabe cómo comunicarlo!-, lo verdaderamente decisivo es la
doctrina misma o mensaje comunicado. Especialmente en el caso
del Evangelio, que, por ser Evangelio de Cristo, es doctrina sal-
vadora. Precisamente aquí -en esa condición salvadora- está la raíz
última del realismo cristiano inherente siempre al Evangelio del
matrimonio y de la familia. Primero, porque gracias a ese Evangelio

c) Sobre la enseñanza y la libertad de enseñanza y educación religiosa: Comunicado de la


Asamblea Plenaria (28.11.1976), en «Ecclesia» 1780 (6.III.1976), 32-33; Declaración de la Comisión
Permanente (24.IX.1976), en «Ecclesia» 1807 (2.X.1976), 7-12; Declaración de la Asamblea Plenaria
(25-VI.1977), en «Ecclesia» 1844 (2.VII.1977), 24-23; Declaración Colectiva del Episcopado Español
(26.XI.1977), en «Ecclesia» 1864 (3.XII.1977), 21; Declaración de la Conferencia Episcopal Española
(23.XI.1979), en «Ecclesia» 1960 (1 .XII. 1979), 19-20; Acuerdos de la Asamblea Plenaria del
Episcopado (28.XI.1980), en «Ecclesia» 2010 (13.XII.1980), 22-24.
d) Sobre el aborto y la defensa de la vida humana: Declaración colectiva del Episcopado
Español (26.XI.1977), en «Ecclesia» 1864 (3.XII.1977), 21; Documento de la Conferencia Episcopal (sin
fecha, 1979), en «Ecclesia» 1954 (11.VIII. 1979), 29-30.
11 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Exhortación colectiva del Episcopado español(25.VII. 1983),

n. 10.
el hombre puede conocer con seguridad y del todo la verdad sobre
esas instituciones -negativa y positivamente-; y después, porque
puede hacer realidad en su propia vida esa verdad previa conocida,
siendo capaz -para ello- de superar la dureza de corazón, que tal
vez se oponga a esa intelección y vivencia.
Una y otra cosa es conseguida, además, sin ningún tipo de
violencia. Ya que es en la dinámica misma de esas instituciones
donde se introduce el Evangelio del matrimonio y la familia,
elevándolas a una dimensión nueva y superior; la que -por otra
parte- las permite desplegarse en toda su amplitud, en cuanto
realidades creadas y naturales. «La familia -dice en esta misma
línea el Mensaje del Sínodo de los Obispos sobre la Familia- es
tanto más humana cuanto más cristiana sea» 613. Por eso, tan
contrario al realismo -en definitiva, a la verdad del Evangelio del
matrimonio y la familia- es la sobrevaloración de la dimensión
coyuntural e histórica -la que confundiría la verdad de esas
instituciones con el hacer y acontecer diarios-, como la huida o
desatención absoluta de ese cotidiano vivir, refugiándose quizás en
una espiritualidad mal entendida.
En la fidelidad a la verdad, «según las palabras y el don de
Cristo», hay que situar, además, la razón más profunda del
dinamismo apostólico y misionero de la familia, tanto en la
vertiente de humanidad y humanismo, como en la que le
corresponde como escuela y formadora de cristianos.
Cuando Juan Pablo II habla a las familias españolas mostrándo-
les «el proyecto cristiano de la vida familiar» «en algunos puntos
esenciales»614 -la indisolubilidad del amor conyugal, la transmisión
de la vida y el respeto a la vida concebida aunque todavía no
nacida, la educación religiosa, etc.-, lo que hace es descubrir una
vez más «la verdad de la vocación de la vida matrimonial y
familiar»615. Solamente a partir de ahí las familias cristianas
españolas podrán vivir una existencia verdaderamente
configuradora de la situación y circunstancias que atraviesan.

2. La verdad DE LA FAMILIA: fuentes y método

613 SÍNODO DE LOS OBISPOS SOBRE LA FAMILIA, Mensaje a las familias cristianas en el mundo
contemporáneo, n. 12.
614 JUAN PABLO II, Homilía en la misa para las familias (Madrid 2.XI.1982) n. 4 (en adelante:
Homilía), en A. SARMIENTO-J. ESCRIVÁ; Enchiridion Familiae, IV, Pamplona 2003, 3737 (en adelante
EF).
615 Ibídem, n. 6.
La sociedad -también la española- se ha visto sometida, quizás
con mayor insistencia en los últimos años, a revisiones profundas.
Es una crisis que, en ocasiones, ha afectado al conocimiento y a la
misma noción de verdad616. El problema -estrechamente vinculado
a la antropología y a la teología- se ha trasladado inevitablemente a
la familia y al matrimonio, dando origen no pocas veces a
concepciones sobre esas realidades absolutamente irreconciliables
entre sí.
Ahora el Papa, situándose por encima de posibles polémicas,
señala el camino seguro para llegar hasta la verdad. Y para ello -lo
mismo que hace la Iglesia-, mira en primer lugar y sobre todo a
Cristo, quien «manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre»617. Juan Pablo II no cita expresamente estas palabras de
Gaudium et spesy pero lo hace claramente cuando propone «cultivar
con todo el empeño posible»618 «la verdad de la vocación de la vida
matrimonial y familiar, según las palabras de Cristo»619, porque es
así como se conoce y hace vida el «proyecto original de Dios, la
verdad del matrimonio (cfr. Mt 19,8)»620. Y Cristo revela esa verdad
con su palabra; pero sobre todo con su vida. «La ley de Dios sobre
el matrimonio está escrita (...) en la Escritura, en los documentos de
la Tradición y del Magisterio de la Iglesia» 621.
El Papa habla también de otra vía para llegar hasta la verdad
del matrimonio, según insistió con fuerza el Sínodo de los Obispos
sobre la familia622. Es la vida misma de los matrimonios y familias
cristianas. La importancia de esta fuente y método de acceso a la
verdad es fácil de comprender con sólo tener en cuenta la sociedad
y mundo secularizados que hoy vivimos.
Estos dos modos o caminos para llegar hasta la verdad del
matrimonio y la familia -el ser y deber ser- están íntimamente
relacionados. No sólo porque se trata de la misma verdad, sino
porque el criterio último y verdaderamente decisivo en el

616 En relación con esta temática puede consultarse el trabajo de P. RODRÍGUEZ, ¿Qué es hoy
una persona «normal»? Interpretación sociológica e interpretación ética, en J. L. ILLANES y otros (dir.),
Ética y Teología ante la crisis contemporánea, Pamplona 180,
439-445.
617 GS, n. 22.
618 Homilía, n. 6, en EF, IV, 3759.
619 Ibídem.
620 Ibídem, n. 2, en EF, IV, 3754.
621 Ibídem, n. 4, en EF, IV, 3757.
622 Cfr. J. RATZINGER, Relación final, en «L’Osservatore Romano» (ed. castellana), (19.XII.1980)
9; cfr. FC, nn. 4, 5, 6.
discernimiento de la verdad revelada por los matrimonios y
familias cristianas está en el Evangelio mismo, en la Escritura y
Tradición leídas por el Magisterio de la Iglesia623. Sin que ello reste
-como es obvio- nada de importancia y trascendencia a ese vivir y
actuar de los matrimonios y familias cristianas.
El designio o proyecto cristiano de la vida matrimonial y
familiar -lo mismo que el de toda vocación- es antes que nada una
iniciativa divina, está en primer lugar en Dios. Después está en el
hombre, en el interior de todo hombre y de toda mujer
«convertidos en cónyuges en virtud del sacramento de la
Iglesia»624. Porque es necesario recordar continuamente que
cuando el hombre y la mujer cristianos reciben el sacramento del
matrimonio se produce una transformación tal del amor humano
que éste, permaneciendo substancialmente el mismo, pasa a ser y
tener una significación nueva: la de ser signo y causa en los mismos
esposos del amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Así la verdad
del amor conyugal consiste en ser participación del amor esponsal
de Cristo y de la Iglesia -ésta es su verdad ontológica-; y desde
entonces no puede tener otra ley -ésta es su verdad ética y
religiosa- que la de significar, reproduciéndoloy el amor de Cristo y
de la Iglesia.
Por eso, la fidelidad de los esposos cristianos, es decir, la
historia o hacerse realidad en las propias vidas el anterior proyecto
divino tiene siempre como punto de partida el sacramento
recibido. La existencia matrimonial cristiana -derivadamente la de
la familia- consistirá en el despliegue, cada vez más pleno y
acabado, de la configuración previamente participada. «La vida de
los cónyuges, la vocación de los padres -dice el Papa-, exige una
perseverante y permanente cooperación con la gracia del Espíritu
que os ha sido donada mediante el sacramento del matrimonio,
para que esta gracia pueda fructificar en el corazón y en las obras,
para que puedan dar frutos sin cesar y no marchitarse a causa de
nuestra pusilanimidad, infidelidad o indiferencia» 625.

3. Coherencia: el dinamismo de la fe

623 Cfr. GS, nn. 4, 5.


624 Homilía, n. 1, en EF, IV, 3753.
625 Ibídem, n. 4, en EF, IV, 3758.
Pero no todas las vidas de los matrimonios y familias cristianas
revelan la verdad de esas instituciones. Porque una cosa es que «el
Espíritu escriba en vuestros corazones la ley de Dios sobre el
matrimonio»626, y otra muy distinta que la existencia concreta sea,
de hecho, manifestación de la verdad y ley participadas. La
consecuencia es que la coherencia cada vez más empeñada con el
sacramento recibido -entre la realidad que se participa y la
existencia que se vive- es el camino necesario en esa desvelación
práctica de la verdad. Por eso «es necesaria una constante
conversión del corazón, una constante apertura del espíritu
humano, para que toda la vida se identifique con el bien custodiado
por la autoridad de la ley», que «está escrita también dentro de
nosotros»627.
Hay, pues, que valorar adecuadamente la ley de Dios y también
la libertad del hombre. La ley de Dios -el proyecto cristiano de la
vida matrimonial y familiar-, por ser expresión de la Sabiduría y
Bondad divinas, sabe y puede ordenar las vidas de los matrimonios
y las familias -de todos y cada uno de los matrimonios y familias,
por distintas y variadas que sean las situaciones en que se
encuentren-. No admitirlo es no aceptar la Creación y Redención, es
negar a Dios. Por otra parte, los esposos cristianos, ordenados ya
como criaturas -desde su misma interioridad y estructura- a Dios,
se ven reforzados en esa misma ordenación -cierto que en otro
nivel- por el sacramento recibido. «Es ésta -enseña el Papa- la
Nueva y Eterna Alianza, de la que habla el profeta, que sustituye a
la Antigua y devuelve a su primitivo esplendor a la Alianza original
con la Sabiduría creada, inscrita en la humanidad de todo hombre y
de toda mujer. Es la Alianza en el Espíritu, de la que dice Santo
Tomás que ‘la ley Nueva es la misma gracia del Espíritu Santo5
(Suma Teológica I-II, q. 108 [ó 109] a. I)»628. De esa manera, la
libertad del hombre no sólo no se ve mermada o coaccionada, sino
que es posibilitada desde dentro a incorporarse más activa y
plenamente a los planes y proyectos -la ley- de Dios. No sólo no hay
-no puede haber- contradicción entre libertad y ley, sino que ésta -
el seguimiento de la vocación- es precisamente el itinerario de la
libertad629. El mismo Espíritu que escribe la ley del matrimonio en

626 Ibídem, en EF, IV, 3757.


627 Ibídem.
628 Ibídem, en EF, IV, 3757-3758.
629 Cfr. JUAN PABLO II, Aloe. (17.IX.1983) n. 4, en EF, V, 3943.
el interior del hombre, es el que la da a conocer y lleva a hacerla
vida: «Hemos sido confiados al Espíritu, para que las palabras del
Señor acerca del matrimonio quedasen para siempre en el corazón
de todo hombre y de toda mujer unidos en matrimonio. Hoy más
que nunca es necesaria esta presencia del Espíritu: una presencia
que siga corroborando entre vosotros el tradicional sentido de
familia (...). Para que (...) seáis capaces de realizar el proyecto
cristiano de la vida familiar»630.
La coherencia o fidelidad a la ley o proyecto de Dios -a la
verdad-, a la par que reclama actitudes de responsabilidad y
esperanza, se demuestra también como el camino de la fidelidad a
la propia identidad: el de los matrimonios y las familias cristianas
que son y viven de verdad dentro de su tiempo.

4. Indisolubilidad matrimonial

El mensaje es terminante: «el matrimonio es una comunidad


de amor indisoluble»631. Juan Pablo II, sin embargo, no se limita a
anunciar sin más el evangelio sobre la indisolubilidad matrimonial.
Al hacerlo, busca sobre todo hacer creíble ese evangelio, teniendo
en cuenta el contexto sociológico general de las familias
españolas632. Por eso, sin descuidar la consideración sacramental
de la indisolubilidad -el matrimonio cristiano viene a ser como la
manifestación histórica y visible del amor incondicionado y
definitivo de Cristo y de su Iglesia-, el Papa trata de la
indisolubilidad, particularmente desde su fundamentación y ver-
tiente antropológica.
En la misma línea de Familiaris consor tío633 634 y de Gaudium et
speP, Juan Pablo II pone de manera particular el acento en que la
indisolubilidad pertenece a la estructura más íntima del amor
matrimonial. La indisolubilidad, antes que imperativo moral y
voluntad positiva de Dios, es exigencia de la misma comunión
matrimonial. Precisamente, como la primera de las consecuencias

630 Homilía, n. 2, en EF, IV, 3754.


631 Ibídem, n. 2.
632 Unos meses antes, en junio de ese mismo año, había sido aprobado el divorcio por la cámara
de los Diputados. Cfr. El matrimonio y el divorcio (Nota de la Comisión Permanente de la Conferencia
Episcopal Española), en «Ecclesia» 2037 (4.VII.1981) 20-21.
633 Cfr. FC, n. 20.
634 Cfr. GS, n. 48.
de la «norma personalista» -«la norma fundamental de la
comunidad conyugal»- según la cual «el otro no es querido por la
utilidad o placer que puede procurar sino que es querido y amado
en sí mismo y por sí mismo»635.
Como el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de
Dios636,y «Dios es amor»637, «el amor es la vocación fundamental e
innata de todo ser humano»638. Fundamental e innata, porque, dada
su condición crea- tural -propio de la cual es tener el ser por
participación-, esa vocación al amor ha de formar parte constitutiva
de su ser, en cuanto que -en el hombre- es el término mismo de la
acción creadora de Dios. Es evidente con sólo tener claro el
significado de la noción de creación. El ser «imagen de Dios»
entraña que la vocación al amor de tal manera pertenece a la
estructura y dinamismo del hombre, que éste, sin ella, se des-
vanecería.
Pero esta participación del Ser de Dios por parte del hombre
no se realiza sólo en cuanto éste es espíritu; se lleva a cabo también
a través de su cuerpo. O lo que es lo mismo: el hombre es «imagen
de Dios» también en su dimensión corporal; es «imagen de Dios»
en su humanidad, en la unidad de su cuerpo y de su espíritu: eso -el
«espíritu encarnado»639- quiere decir la humanidad del hombre. Y
precisamente por esta intima unidad entre cuerpo y espíritu del
hombre -«espíritu encarnado»-, al cuerpo hay que verle como la
expresión del alma. El espíritu y la materia, ciertamente, no se
identifican en el hombre, pero, juntos, constituyen un solo ser y
principio de operaciones, la persona humana. Por eso, «el amor
abarca también al cuerpo humano y el cuerpo humano se hace
partícipe del amor espiritual» 640 y «el hombre está llamado al amor
en esta totalidad unificada»641. Y, en consecuencia, no hay amor
personal auténtico -no hay autenticidad en el amor del hombre-
cuando no están comprometidos, a la vez y del todo, el cuerpo y el
espíritu, es decir, si no se ama con la totalidad de ese ser «espíritu
encarnado».
Este es el marco que permite valorar correctamente el ejercicio

635 Homilía, n. 5, en EF, IV,3758.


636 Cfr. Gn 1, 26.
637 1 Jn 4, 8.
638 FC, n. 11.
639 Cfr. ibídem.
640 Ibídem.
641 Ibídem.
de la sexualidad -esa forma concreta mediante la cual se expresa en
el matrimonio la vocación del hombre al amor-. En primer lugar,
porque, de esa manera, se penetra en el verdadero sentido de la
sexualidad, en cuanto expresión del amor personal: no es algo
meramente biológico y reduci- ble exclusivamente al cuerpo,
«afecta al núcleo íntimo de la persona en cuanto tal» 642. Y en
segundo lugar, porque entonces a la sexualidad se la ve como lo
que es: un don de Dios inscrito en la estructura más íntima del
hombre.
De la unidad cuerpo-espíritu del hombre, y de la consiguiente
imposibilidad de reducir la sexualidad a simple biología, surge la
indisolubilidad como característica fundamental del amor
matrimonial; y nace como exigencia y garantía de su autenticidad.
Porque, por ser «espíritu encarnado», el hombre -en cuanto
espíritu- ha sido adornado por Dios con verdadera libertad, con
capacidad de tomar decisiones que van más allá -incluso- de su
existencia corporal. No se reduce la libertad a la pura y simple tarea
de optar. Y en el caso del amor conyugal la auténtica libertad
requiere una totalidad existencial: la decisión de amarse mientras
dure y tenga lugar la unión cuerpo-espíritu, a la que va ligada la se-
xualidad. De otro modo el amor conyugal no sería total ni podría
ser personal; la decisión de amar y la entrega física -si se diera-
seria ficticia, porque ni se amaría a la persona del otro ni tampoco
la persona del que dice amar se entregaría realmente.
Con la indisolubilidad está estrechamente vinculada la unidad,
aunque es ciertamente otra propiedad diferente. Una cosa, en
efecto, es que la entrega recíproca sea total y exclusiva, y otra que
dure para toda la vida. Pero ambas dimensiones -la unidad e
indisolubilidad- mutuamente se reclaman e implican, siendo, en el
fondo, aspectos diferentes de la misma realidad, ya que lo que es
indisoluble no es otra cosa que la comunión en su unidad
indivisible. El amor entre los esposos es y ha de ser total en cuanto
conyugal, abarcando todo cuanto el hombre y la mujer tienen de
virilidad y de feminidad. Ahora bien, como la dimensión de ser
hombre o mujer no es separable de la condición personal y perdura
toda la vida, se deduce que la indisolubilidad forma parte esencial
de la exclusividad del amor conyugal.
Pero cuando se dice que la comunión conyugal es indisoluble -

642 Ibídem.
conviene recordarlo- debe entenderse de una manera exigitiva y
ten- dencial. En el sentido de que el ser del amor matrimonial
reclama por su misma estructura y dinamismo ser indisoluble; de
tal manera que todo él está encaminado desde su misma raíz a ser
para siempre: ésta es la plenitud a la que efectivamente se dirige.
Pero no debe entenderse como si el amor de hecho -el hecho de
amarse un hombre y una mujer determinados- no estuviera sujeto
a posibles cambios: si ese fuera el sentido de la indisolubilidad
habría que concluir que ésta es sólo un ideal, ya que el hecho del
amor pertenece a la historia del hombre que, como histórico, está
sujeto -por definición- a cambios y variaciones. Esta es, por otro
lado, la razón de que se pueda y deba hablar de que los esposos
hayan de construir cada día su amor conyugal, logrando que éste
sea el resultado de una conquista esperanzada; porque la
indisolubilidad que pertenece a la esencia del amor exige ser
realizada existencialmente, en la mutua fidelidad de cada día.
«Estáis llamados -insiste el Papa- a vivir la plenitud interior de
vuestra unión fiel y perseverante»643.
De esta manera la existencia de los matrimonios y familias
cristianas que viven la indisolubilidad, a la vez que dan «testimonio
de estas palabras del Señor: ‘No separe el hombre lo que Dios ha
unido5», dan «prueba -contra lo que alguno puede pensar- de que el
hombre y la mujer tienen la capacidad de donarse para siempre; sin
que el verdadero concepto de libertad impida una donación
voluntaria y perenne»644. Son pues también testigos de la auténtica
libertad y de la verdadera dignidad del hombre. Este -lo mismo que
su libertad- ni es un absoluto ni está condenado a ser pura y mera
pasividad645.
El nervio de la argumentación del Papa -así me parece- está en
que, según decía anteriormente, la indisolubilidad no es algo yuxta-
puesto o paralelo al amor conyugal -una condición accidental y
extrínseca-, sino que es su más genuina y auténtica manifestación.
Por eso, tan sólo hay verdad en el amor matrimonial -además de
otras condiciones- cuando se ama incondicionalmente: lo que,
entre otras cosas, implica la promesa de fidelidad, la voluntad de
permanencia. La decisión de ser fieles que han de tener los esposos
no viene a agregarse a un amor que ellos ya tenían antes. La

643 Homilía, n. 2, en EF, IV, 3755.


644 Ibídem.
645 En ninguno de los casos se ha penetrado suficientemente en el concepto de libertad creada.
fidelidad para siempre que ellos se manifiestan no es una
consecuencia del amor, sino todo lo contrario: la fidelidad precede
al amor y le ofrece su objeto. Por eso, no hay amor sin fidelidad,
siendo la indisolubilidad la forma objetiva de la fidelidad. Amor
duradero, fidelidad e indisolubilidad no son aspectos disociables;
son, por el contrario, vertientes complementarias e integrantes de
la misma realidad del amor matrimonial. Y, en consecuencia, antes
que ley externa, antes que exigencia funcional o social, la
indisolubilidad es exigencia interna y creacional, elemento
antropológico desde la misma raíz que le da sentido: el amor.
Cuando se ama de verdad -hay verdad en el amor conyugal- se ama
desinteresada e incondicionalmente, es decir: para siempre, que en
el matrimonio es hasta que la muerte nos separe.
5. Amor conyugal y transmisión de la vida

«Existe -dice el Papa- una relación inquebrantable entre el


amor conyugal y la transmisión de la vida» 646, de tal naturaleza
que, cuando esa relación no se observa, el amor conyugal deja, por
eso mismo, de serlo. Está, pues, en juego la verdad misma del amor
conyugal y, consiguientemente, el «complemento de los mismos
cónyuges»647 648 649.
De la inseparabilidad de los aspectos unitivo y procreador del
amor conyugal se ocupan expresamente Gaudium etspesA1, y
Humanae vitaeA8. Pero ahora el Papa acentúa preferentemente las
razones antropológicas de esa inseparabilidad: es la antropología la
que exige que los esposos no puedan ser sexualmente activos sin
iniciar procesos que en su contenido y según su intrínseca finalidad
no sean parte integrante del despertar de nuevas vidas.
Persona, según la definición clásica, es el individuo de
naturaleza racional. Designa, por tanto, el individuo completo, a
todo el hombre: cuerpo y espíritu. De ahí que el carácter personal -
y la dignidad inherente- afecte al cuerpo y al espíritu. Siendo
precisamente esa totalidad del carácter personal -todo el hombre

646 Homilía, n. 2, en EF, IV, 3755.


647 Ibídem.
648 Cfr. GS, n. 51.
649 Humanae vitae, n. 12. En relación con esta temática puede consultarse A. SARMIENTO y
otros (dir.), Cuestiones fundamentales sobre matrimonio y familia, Pamplona 1980. Y más
directamente referidos a esta cuestión, los trabajos de J. L. ILLANES, Amor conyugal y finalismo
matrimonial, 471-480; A. SARMIENTO, Amor conyugal y fecundidad, 567-576; T. LÓPEZ, La
paternidad responsable: significado del concepto, 577-582.
es la persona humana: no sólo lo espiritual sino también lo
corporal posee la condición personal-, la razón de que pueda y
deba hablarse de una no subordinabilidad de la persona también
con relación al cuerpo y no sólo respecto al alma. La persona no
puede ser subordinada en ningún aspecto de su ser y de su obrar.
En consecuencia, la donación física de los esposos no sería
verdadera si no estuviera presente la totalidad de la persona. El
amor verdadero ha de englobar no sólo a los valores parciales
ligados a la persona, sino a la persona misma y a todos los valores
que la integran. Se da, por tanto, en el amor conyugal, cuando éste
se dirige a la otra parte en tanto que ser personal. Al cuerpo no se
le puede disociar de la persona; y el valor de la persona está ligado
a su ser integro y no, precisamente, a su sexo, ya que éste no es más
que una particularidad de su ser, al que debe estar subordinado y
en el que encuentra su valor moral. El que no amara de esta manera
se estaría reservando algo y su amor no sería verdaderamente
humano, en realidad no sería amor. Y no lo sería porque entonces -
entre otras cosas- a la persona se le apartaría de su fin, de la razón
de su condición personal y se la rebajaría a la categoría de cosa u
objeto. Y el ejercicio de la sexualidad se vería reducido a violencia:
entrañaría la pérdida de la libertad personal.
Aquí está una de las razones de la profunda y esencial
«diferencia antropológica y al mismo tiempo moral, que existe
entre el anticoncep- cionismo y el recurso a los ritmos
temporales»650. Porque, mientras en el anticoncepcionismo a la
sexualidad se la considera como perteneciente al tener dd hombre,
en el recurso a la continencia periódica, por el contrario, se la ve
como inherente a su ser: ser-hombre (persona)-varón o ser-
hombre (persona)-mujer, al o a la que, por eso, se le puede y debe
amar por sí mismo.
Por otra parte, en el recurso a los ritmos temporales -a
diferencia del anticonceptismo- la sexualidad es contemplada
siempre como don: es la participación de y en el poder creador de
Dios en la transmisión de la vida con el que libre y
responsablemente se quiere cooperar. Al obrar así, los esposos
reconocen su condición de criaturas; siempre, además, como
consecuencia de una verdadera libertad. En el anticonceptismo, en
cambio, ni la sexualidad ni la vida humana son consideradas como

650 FC, n. 32.


don. El hombre es el que decide sobre ellas, convirtiéndose en su
árbitro y dueño absoluto. Lo que pasa entonces es que el hombre
no obra como criatura -se ha convertido en el señor de la vida-,
precisamente porque primero se ha olvidado o negado a Dios 651. Y
es que, según hacía notar el Cardenal Ratzinger a propósito del
Sínodo sobre la familia, la antropología está inseparablemente vin-
culada a la teología652.
6. El aborto, violación del orden moral

Cuando el Papa hacía su viaje a España, se vislumbraba ya


como próxima la legalización del aborto. Cosa que, efectivamente,
tendría lugar unos meses después 653. Nada de extrañar, por tanto,
que el Papa proclamara el evangelio de la vida «ya concebida
aunque todavía no nacida»654. Y, para ello, como en la restante
parte del mensaje, acudirá fundamentalmente a las razones
antropológicas.
Como el anticopcionismo y el divorcio, el aborto es un mal
porque va contra el hombre. Cierto que de distinta manera.
Mientras en los dos primeros casos la causa hay que ponerla en la
no adecuada comprensión de la unidad cuerpo-espíritu, en el
aborto esa causa se sitúa en la minus- valoración de esa unidad. Lo
que directamente se le está negando es la condición de «imagen de
Dios», y, por ello, su misma razón de ser persona, ya que, como tal,
exige -a diferencia de las cosas- que sea valorada por sí misma, no
por otras cosas, como la utilidad que reporta, las funciones que
realiza, etc. (Aquí está la diferencia fundamental entre uso y amor,;
siendo el amor la manera auténticamente personal de relacionarse
el hombre con el hombre).
El aborto, en consecuencia, sólo tiene cabida en una
antropología consumista y de las cosas del hombre y no del hombre.
Jamás puede con- ciliarse con una antropología verdaderamente
humana,, en cuyo centro esté el hombre, al que se le valore por el

651 JUAN PABLO II dedica los nn. 1 y 2 de la Alocución (17.IX.1983) a los participantes en el
seminario sobre «la procreación responsable» (EF, V, 3939-3942), a describir «las razones de orden
teológico» y «de orden antropológico» que sustentan las enseñanzas de Humanae vitaey Familiaris
consortio sobre este punto. Por su parte C. CAFFARRA publica un comentario a este discurso, con el
título Droits de Dieu et bien de L’homme, en «La Documentation Catholique» 1861 (6.XII.1983), 971-
973 (traducción del original italiano aparecido en «L’Osservatore Romano» [1.X.1983]).
652 Cfr. J. RATZINGER, Matrimonio y familia en el plan de Dios, en «L’Osservatore Romano» (ed.
castellana), (24.1.1982) 13-14.
653 En los primeros meses de 1983.
654 Homilía, n. 2, en EF, IV, 3733.
ser y no por el tener. Y si de una sociedad se ha hecho desaparecer
su fundamento -el hombre-, ésta ya no tiene, evidentemente, razón
alguna de ser. «Se minaría el fundamento mismo de la sociedad»655.
Cuando se examina detenidamente el marco existencial en que
se expresan las conductas y actitudes contra la vida, se llega,
también prácticamente, a la conclusión de que penetrar en el
profundo y verdadero sentido de la vida humana sólo es posible
desde la referencia a Dios; es decir, cuando a la vida se la ve como
fruto de «la participación singular en el misterio de la vida y del
amor de Dios mismo»656. Todo hombre, con independencia de la
calidad económica, biológica, etc., ha sido llamado a la existencia
por el amor de Dios, tiene como misión revelar ese amor y está
destinado a participar de manera definitiva -si es fiel- del mismo
Dios, que es Amor657. Y en consecuencia, la dignidad de origen y de
destino de la vida humana -viene y se dirige a Dios-, así como el
modo peculiar de su dignidad -viene y se dirige a Dios como
persona- constituyen el criterio último de su valoración. Una vez
más hay que concluir que la vida humana: «la dignidad humana
tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección» 658.

7. LOS PADRES, PRIMEROS EDUCADORES DE LOS HIJOS

El «servicio a la vida» de los padres «no se limita a la


transmisión física»659. La verdadera paternidad y maternidad se
prolongan más allá del hecho biológico de la procreación. Porque el
fruto de la procreación, el hijo, es un hombre, procrear quiere decir
al mismo tiempo educar: ayudar eficazmente al hombre a que viva
una vida auténtica y plenamente humana. En efecto, dado que el
término y resultado dé la procreación es la vida humana, que tiene
en sí la vocación al desarrollo y crecimiento, la misma procreación
funda y connota necesariamente el derecho y el deber de la
educación. La educación surge de la procreación, como una
exigencia interior y dinámica. Por eso, «la familia que es la unión
del hombre y la mujer (y) está encaminada por su propia natura-

655 Ibídem.
656 FC, n. 29.
657 Cfr. GS, nn. 18, 19.
658 Ibídem, n. 21.
659 Homilía, n. 3, en EF, IV, 3736.
leza a la procreación de nuevos hombres (...) es el lugar
privilegiado y el santuario donde se desarrolla toda la aventura
grande e íntima de cada persona humana e irrepetible» 660. No sólo
del crecimiento físico sino, sobre todo, del crecimiento moral y
espiritual a través de una obra educativa inteligente.
La familia es el lugar natural y primario de educación de los
hijos, donde se lleva a cabo el modo de educar específicamente
humano y enteramente acorde con la condición personal del
hombre. De manera tan fundamental y básica como lo es la
procreación, ya que, en el fondo, la educación y la procreación no
son más que aspectos y dimensiones de la misma realidad: la
paternidad. Por eso, los padres que han dado la vida a sus hijos son
y tienen que ser los «primeros y principales educadores de sus
hijos»661.
Se trata de una «gravísima obligación»662; pero también de un
grato y nobilísimo derecho, que consiste, en definitiva, en colaborar
activa y responsablemente con Dios, de la manera más próxima y
directa, a la formación de nuevos hombres663 664. Por eso, la
dimensión educativa de la paternidad y la maternidad ha de ser
vivida responsablemente -lo mismo que acontece con la dimensión
procreadora-; y esto exige tener en cuenta dos fases,
evidentemente entrelazadas entre sí: la de descubrir el plan de
Dios y la de colaborar con ese designio previamente descubierto.
Los padres no pueden proceder a su antojo en la educación de sus
hijos, el acierto y eficacia de su cometido dependen de la fidelidad
con que escuchen primero, y sigan después lo que Dios les pide.
El deber/derecho de la educación origina, tanto en los padres
como en las restantes instancias relacionadas con el mundo
educativo -incluidos los mismos sujetos de la educación: los hijos-,
un mundo de interrelaciones -de derechos y deberes- del todo
necesarios para vivirse adecuadamente. Pero todos ellos se
constituyen a partir y en función del deber/derecho de los padres,
cuyas características más fundamentales son -recuerda el Papa
siguiendo al Vaticano II- la de ser esencial, originario y primario,
insustituible e inalienable.

660 JUAN PABLO II, n. 14, en T. LÓPEZ, Juan Pablo II a las familias, Pamplona 4 1982.
661 Homilía, n. 3.
662 FC, n. 36; cfr. CONC. VAT. II, Decl. Gravissimum educationis, n. 3.
663 Homilía, n. 3.
664 Cfr. FC,n. 36.
El deber/derecho educativo de los padres se califica, en primer
lugar, como esencial; tanto si se analiza con relación a los mismos
padres que han de ejercerlo, como si se contempla desde las otras
esferas de educación: la Iglesia, el Estado, las instituciones de
enseñanza, etc. La razón está en que la procreación, en la que se
funda y de la que es prolongación, es, por encima de cualquier otra
consideración, un dere- cho/deber esencial de los padres, propio y
especifico de ellos según descubre la misma estructura y finalismo
de la vida conyugal. La educación -dice Juan Pablo II- «es para ellos
(los padres y madres de familia) un deber natural, puesto que han
dado la vida a sus hijos; es también el mejor modo de garantizar a
éstos una educación armónica por razón del carácter
absolutamente singular de las relaciones padres/hijos y de la at-
mósfera de afecto y seguridad que pueden crear los padres con la
irradiación de su propio amor (cfr. Gaudium etspes, 52)»665
El descuido o minusvaloración de ese deber/derecho, de tal
manera afectaría a la paternidad y maternidad, que no sólo a los
hijos se les privaría del desarrollo armónico de la personalidad -
por lo menos en el aspecto absolutamente único e irrepetible de las
relaciones padres-hijos-, sino que hasta los mismos padres se
verían disminuidos en el enriquecimiento de su personalidad; ésta
no se desarrollaría en esa dimensión que es esencial a la
paternidad y maternidad: la educativa.
En relación con las restantes instancias educativas -la Iglesia, el
Estado, etc.-, ese deber/derecho de los padres respecto de sus hijos,
es original y primario; porque así lo es también la relación
paternidad-filiación respecto a las demás relaciones: en efecto,
todas las demás formas de relacionarse propias del hombre, en
cuanto persona humana, son posteriores y nacen de ella, incluidas
las naturales como la fraternidad, etc. Tan primaria y original es la
relación existente entre los padres y el hijo, que éste, en realidad,
puede ser considerado como la prolongación de los padres; éstos
viven en el hijo. Por eso, los derechos y deberes que funda son
también originarios y primarios; lo que acontece concretamente
con la educación, al ser, como se ha dicho, una dimensión de la
misma procreación.
Deriva también de aquí que ese deber/derecho de los padres
es insustituible -como lo es la paternidad y maternidad- y, por el

665 Ibídem.
mismo motivo, inalienable. Los padres, en efecto, podrán ser
ayudados, y deberán serlo allí donde a ellos no les sea posible
llegar. Pero ni ellos podrán abandonar del todo su responsabilidad,
confiándosela a los demás, ni los demás podrán suplantarles en ese
quehacer666. La ayuda que prestarán las restantes instituciones o
instancias educativas comenzará, en primer lugar, por reconocer
ese deber/derecho originario de los padres -¡la primera forma de
reconocimiento es no conculcarlo!-; y en segundo lugar, por
facilitar los medios necesarios para que, de hecho, sea posible
ejercitar por los padres ese deber/derecho. Deberán
proporcionárseles ayudas económicas, instrucción, material
educativo...; nunca, sin embargo, con la condición de que esa
educación se haga o realice de una determinada manera, ya que, en
esa hipótesis, no serían los padres quienes decidirían sobre la
educación de los hijos; y de esa forma se negaría con los hechos lo
que tal vez se proclamase con las palabras667.
Y se trata -dice el Papa- de unas características que deben
marcar de tal manera el deber/derecho de los padres a la
educación de los hijos que nunca pueden faltar -en los padres-,
precisamente como desarrollo mismo de la paternidad y
maternidad. O lo que es lo mismo, el amor de los padres a los hijos
no sería paterno y materno si no se realizara también en esa
dimensión. No lo sería porque, en esa hipótesis, los padres no
harían pleno, y perfecto el servicio a la vida que han transmitido.
Para que la persona humana engendrada -el hijo- nazca y se
desarrolle hasta vivir una vida plenamente humana -se haga
hombre-, necesita ser amada por sí misma: es decir, ser ayudada y
valorada en todo su abanico de relaciones y dimensiones, entre las
que la primera y fundamental, la más intima y que más afecta a su
condición personal, es la de ser hijo. Por eso, el amor paterno y
materno -al que, por la carne y la sangre, corresponde la relación
de filiación- es el alma y la norma que debe guiar la educación de
las personas -hijos-; y eso, precisamente, porque es el origen y la
fuente de la misma educación del hijo 668.
Se comprueba, cómo son manifestaciones concretas y
consecuencia directa de las características de este deber y derecho
de los padres, la alta dignidad que corresponde a los padres en

666 Cfr. Homilía, n. 3, en EF, IV, 3736-3737.


667 Cfr. ibídem.
668 Cfr. ibídem.
relación con sus hijos, el legítimo orgullo con que deben cuidar su
educación: vigilar los programas de los colegios, los textos de sus
clases... No es más que el cumplimiento, por su parte, de un
deber/derecho que es irrenunciable. Por otro lado, se concluye
también, como ineludible, la necesidad de estar junto a los hijos,
escucharlos, etc. Lo mismo que la necesidad de formarse lo mejor
posible a fin de poder llevar a la práctica con garantías de eficacia
las exigencias que ese deber/derecho comporta.

***

Mayor riqueza existe -sin duda- en las palabras del Papa a las
familias, pero éstas -la riqueza que encierran las líneas que he
tratado de hacer emerger- sirven ya para ayudar a «recobrar y
conservar celosamente el excelso patrimonio de virtud y servicio a
la Iglesia y a la humanidad»669, que ha adornado siempre a las
familias cristianas españolas.

669 JUAN PABLO II, Discurso a los misioneros (Javier 6.XL1982), n. 3.


LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 233
Capítulo XII

LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA:


TEOLOGÍA Y PASTORAL

El Sínodo de los Obispos sobre la «misión de la familia cristiana


en el mundo contemporáneo»670 -«manifestación singular de la
solicitud colegial de los Obispos de todo el mundo por la Iglesia» 671-
ha constituido, según palabras de Juan Pablo II, «un signo
sobresaliente de la vitalidad de la Iglesia» y está llamado a tener
una «gran importancia para la vida eclesial»672.
Se hace necesario, en consecuencia, volver una y otra vez sobre
los trabajos del Sínodo a fin de profundizar desde las diversas
instancias -teológica, pastoral, científica, etc.- en las enseñanzas
sinodales. Una tarea y servicio que, por tratarse del matrimonio y la
familia, incumben de alguna manera a todos los fieles. No se trata
de un quehacer reservado sólo a los pastores y a los teólogos como
servidores del Magisterio.
El mismo Papa, plenamente sabedor de esa importancia, ha
prometido elaborar pronto un documento sobre la familia673,
teniendo como base «el fruto valiosísimo de los trabajos del Sínodo,
este rico tesoro de las Proposiciones que son en total 43» 674.

670 El «Synodus Episcoporum», desde su institución por Pablo VI, ha celebrado seis Asambleas:
cinco generales (1967, 1971, 1974, 1977 y 1980) y una (1969) extraordinaria. Esta, dedicada a la
misión de la familia cristiana en el mundo contemporáneo, se inauguró el 26 de septiembre de 1980 y
se clausuró el 25 de octubre siguiente; es la VI —la V Asamblea general— y ha tenido veintisiete
Congregaciones Generales.
671 JUAN PABLO II, Discurso en la clausura de la VAsamblea General del Sínodo de los Obispos (25-X.
1980), n. 3, en «L’Osservatore Romano» (edic. en castellano) (2.XI.1980), 2 y 20 (en adelante se citará
Clausura, con referencia a los números en que se divide el discurso, según la edición castellana
«L’Ossservatore Romano»).
672 Ibídem, n. 1.
673 Cfr. Aloe. (28.XII.1980), en «L’Osservatore Romano» (29 y 30.XII.1980),!.
674 Clausura, n. 4.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 234
Mientras tanto, no desaprovecha la ocasión de proponer y ahondar
en la doctrina del Sínodo, como ha hecho, por ejemplo, en el
discurso sobre la paternidad responsable y los métodos naturales
de la regulación de los nacimientos, pronunciado con motivo del I
Congreso Euro-africano sobre la familia675.
Pero no sólo de estímulo y aliento sirve este anuncio del Papa
sobre el documento que está redactando a partir del material
ofrecido por el Sínodo; recuerda también la naturaleza de esa
Asamblea y, paralelamente, el criterio que debe orientar siempre
las reflexiones en tomo a los trabajos sinodales: porque el Sínodo
tiene como objetivo fundamental hacer llegar al Santo Padre la
solicitud pastoral que una determinada cuestión les ha planteado
colegialmente a los Obispos. Es ésta una observación que, siendo
obvia, no puede jamás olvidarse: al Sínodo, en efecto, no se le puede
pedir otra cosa distinta de la que quiso y pudo hacer 676.
El reciente Sínodo, sin embargo, además del material de
trabajo presentado al Santo Padre, ha dirigido un «mensaje a las
familias cristianas en el mundo contemporáneo» 677. Y aunque es
cierto que el mensaje sinodal no es un resumen de las 43
Proposiciones elevadas al Papa, tampoco se puede dudar que
guarda una estrechísima coherencia con ellas: con esos trabajos,
que «como fruto inmediato este Sínodo de 1980 ha producido ya, y
están contenidos en las Proposiciones de la Asamblea» 678. Por eso,
este mensaje -junto con el discurso del Papa en la clausura del
Sínodo- ofrece el marco apropiado para subrayar las líneas y
directrices seguidas en los trabajos y debates sinodales.
Y éste es precisamente el propósito de estas páginas: poner de
relieve aquella temática más fundamental estudiada en el Sínodo,
cuyo contenido y descripción viene a constituir como la clave para
la lectura de los trabajos sinodales. Se trata, por tanto, de hacer
emerger aquellas líneas que, por estar en la base del tratamiento
sobre la familia, vertebraron y centraron, en cierta manera, todos
los resultados del Sínodo; y ello, tanto en el plano doctrinal como

675 JUAN PABLO II, Aloe. (16.1.1981), n. 1, en «L’Osservatore Romano» (edic. en castellano) (1.II.
1981), 12.
676 Cfr. R. PRIMATESTA, Comunicado de la Conferencia de Prensa (23.X.1981), en «L’Osservatore
Romano» (edic. en castellano) (2.XI.1980), 8. Los resúmenes de las relaciones del Secretario General
del Sínodo, J. TOMKO, y del Relator General del Sínodo, J. RATZINGER, vienen publicados en
«L’Osservatore Romano» (edic. en castellano) (5.X.1980), 3-6 y 6-7 respectivamente.
677 El texto en «L’Osservatore Romano» (edic. en castellano) (2.XI.1980), 10-11 (en adelante
Mensaje, y la numeración interna correspondiente que aparece en la edición castellana citada).
678 Clausura, n. 4.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 235
pastoral.
El Sínodo se había fijado como meta la de profundizar en la
misión de la familia cristiana: descubrir y recordar a las familias
cristianas el papel trascendental que, por designio divino, están
llamadas a realizar en la Iglesia y en el mundo de hoy. No podía
ignorar, sin embargo, que, a veces, esas familias se encuentran en
dificultades graves para desempeñar su misión. Algunas de ellas,
porque están tan enfermas y tan hondamente afectadas por una
crisis de identidad, que les resulta casi moralmente imposible
llegar hasta el cumplimiento del plan de Dios; otras, porque están
sometidas a circunstancias tan adversas, que les es muy costoso
vivir coherentemente con su fe; y todas, porque el dolor de la cruz
es parte de la vida de cada uno de los hombres que intentan seguir
a Cristo.
Por eso el Sínodo, que ha mirado constantemente y con amor a
todas las familias, ha dedicado una parte de sus trabajos al estudio
y análisis de las diferentes situaciones por las que atraviesa hoy la
familia; siempre, ciertamente, en orden -por un lado- a alentar y
robustecer las convicciones de las familias que, a pesar de las
dificultades, continúan siendo fieles; y -por otro- con el fin de
aplicar los remedios oportunos a aquellas que los necesiten. Este
aliento y remedio no pueden ser otros, en definitiva, que la
fidelidad y coherencia con el ser y dinamismo propios de la
institución familiar: se hacía necesario, por tanto, tratar de
descubrir el plan de Dios sobre la familia. Y así lo hizo el Sínodo:
entrando, además, en la consideración de puntos concretos, como
el de la paternidad responsable, el de la indisolubilidad del
matrimonio y los divorciados, etc. Por último, y en estrecha
dependencia con todo lo anterior, los trabajos del Sínodo se
orientaron a señalar la misión de la familia, describiendo tanto los
frentes o campos principales en que se debe desarrollar esa misión
como los objetivos que debe conseguir con esa actividad.
Dentro, pues, de este marco más amplio -el seguido por el
Sínodo al hablar de misión de la familia cristiana- se deben situar
las partes y apartados de esta nota, cuya finalidad -insisto- no es
otra que la de llamar la atención sobre las líneas que dieron fuerza
al trabajo sinodal. Y así, en la primera parte -«Planteamientos
doctrinales básicos» (1)- se señalan aquellas líneas más profundas
que, desde el punto de vista doctrinal, es necesario tener en cuenta
para acceder de una manera adecuada a la exposición hecha por el
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 236
Sínodo sobre el ser y misión de la familia. La segunda parte -
«Cuestiones doctrinales y pastorales» (2)- analiza tan Sólo algunos
de los problemas: los más representativos quizás, y que más
directamente dejan hoy sentir la influencia sobre la familia, como
son los del divorcio y los divorciados, y los relativos a la
transmisión de la vida. Y en la tercera parte -«Principios
fundamentales de pastoral» (3)- se contemplan los principios que,
según el Sínodo, deben animar toda la pastoral familiar; sin ellos,
por tanto no es posible dar todo su alcance a la pastoral que el
Sínodo propone de cara a las familias.

1. Planteamientos doctrinales básicos

Como marco idóneo para su reflexión sobre la familia, el


Sínodo adoptó el que ofrece la historia de la salvación. Ese es el hilo
conductor de toda la temática sinodal; y el que, por tanto aglutina
las líneas y perspectivas básicas que a continuación se señalan.
Unas líneas y perspectivas -se ve enseguida- que tan íntimamente
se entrecruzan y unen entre sí, que, en el fondo, no son más que
variaciones del mismo planteamiento. Por eso cada una deberá
siempre completarse desde las demás.

1.1. La familia cristiana: realismo pastoral

«Es la persona del hombre la que hay que salvar» -dice el


Concilio Vaticano II679- el hombre concreto con sus gozos y alegrías,
el que vive hoy en nuestra sociedad. Y en continuidad con esta
línea, siguiendo con la gran riqueza de las enseñanzas del Concilio
Vaticano II680, ese ha sido también uno de los intereses primeros de
las reflexiones del Sínodo sobre la familia: el hombre mismo.
«Porque el hombre -decía Juan Pablo II a las familias cristianas- no
tiene otro camino hacia la humanidad más que a través de la
familia. Y la familia debe ser colocada en el fundamento mismo de
toda solicitud para el bien del hombre»681.

679 GS, n. 3.
680 Clausura, n. 3.
681 JUAN PABLO II, Homilía a las familias cristianas (12.X.1980), n. 5, en «L’Osser- vatore
Romano» (edic. en castellano) (19.X.1980), 1-2 (en adelante Homilía a las familias, según la
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 237
Pero se trata de la familia que vive, de «la familia tal como es
realmente en la Iglesia y en el mundo contemporáneo» 682; sólo en
estas familias viven y se desenvuelven, de hecho, los hombres. Por
eso el Sínodo, consciente de que «es la familia la que da la vida a la
sociedad», y de que «es en ella donde, a través de la obra de la
educación, se forma la estructura misma de la humanidad, de cada
hombre sobre la tierra»683, no ha regateado esfuerzo alguno por
lograr que esa mirada sobre la familia haya sido completa;
abarcándola en sus aspectos más variados. «Estamos agradecidos -
puede decir Juan Pablo II- porque hemos podido proyectar nuestra
atención sobre la familia (...) teniendo en cuenta las múltiples
situaciones en las que se encuentra, las tradiciones en las que se
encuentra, las tradiciones que dimanan de las diferentes culturas y
que influyen sobre ella, los condicionamientos propios del
desarrollo a los que se ve sometida y por los que se ve afectada y
otras cosas semejantes»684.
El realismo, se puede decir, ha sido una nota dominante dentro
de los debates y consideraciones sinodales sobre la familia. Un
realismo que -como no podía ser de otra manera- ha llevado, entre
otras cosas, a impregnar de optimismo las reflexiones sobre el
futuro de la familia. Porque es cierto que no son fáciles ni están
exentas de dificultad las circunstancias en las que a veces vive y
ejerce su misión la familia: dificultades de todo tipo -económicas,
morales, etc.-, provenientes en ocasiones hasta de los mismos
Estados -¡una de cuyas tareas principales ha de consistir
precisamente en proteger y defender a las familias!685-; y el Sínodo
ha tomado buena cuenta de ello. Pero también es cierto que «tantas
familias, aunque se encuentran presionadas a obrar de otra
manera, realizan, sin embargo, gustosamente la obra que Dios les
ha confiado»686: y esto es motivo de esperanza no sólo por el hecho
de que «esas familias aumentan de día en día por todas partes» 687,
sino, sobre todo, porque la fidelidad de esas vidas es siempre
configuradora de la realidad. No se puede olvidar que la

numeración de la edición castellana).


682 Clausura, n. 3.
683 JUAN PABLO II, Homilía en la inauguración del Sínodo (26.IX.1980), en «L’Os- servatore
Romano» (edic. en castellano) (5.X.1980), 1 y 20 (en adelante Inauguración).
684 Clausura, n. 3.
685 Cfr. Mensaje, n. 3.
686 Ibídem, n. 2.
687 Ibídem.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 238
autenticidad de la vida familiar tiene, por fuerza, un efecto
multiplicador, como claramente se descubre si se valora en la
forma adecuada la condición del hombre, capaz -por ello- de
reconocer y amar el bien y la verdad hacia los que se siente atraído
como por connaturalidad. Expresivas del todo son, a este propósito,
las palabras del Mensaje del Sínodo: «conviene buscar, ante todo, lo
positivo y desarro- liarlo y perfeccionarlo siempre, confiando que
Dios está presente en toda sus criaturas y que nosotros podemos
ver su voluntad en los signos de los tiempos»688.
Por este realismo, precisamente, el Sínodo ha centrado, de
manera directa y refleja, su atención en la familia cristiana. Y no
sólo porque no tenga ya gran interés, desde el punto de vista
práctico, situar la consideración sobre la familia en un orden de
cosas u economía distinta de la de la Redención en que estamos
inmersos, sino porque es sólo la familia cristiana la que lleva a
plenitud y en la que se da la verdad auténtica sobre la familia: «la
familia -recuerda el Mensaje sinodal- es tanto más humana cuanto
más cristiana sea»689. La línea adecuada para la reflexión sobre la
familia es, entonces, la de la historia de la salvación: la que
constantemente ha tenido presente el Sínodo, según ha resaltado
Juan Pablo II: «Estamos agradecidos -decía en el discurso de
clausura del Sínodo- porque hemos podido escrutar de nuevo el
designio eterno de Dios sobre la familia, manifestado en el misterio
de la creación y confirmado con la sangre del Redentor, Esposo de
la Iglesia»690.
La familia cristiana, sin embargo, no ha sido objeto de una
reflexión cerrada en sí misma. Lo que se buscaba era «mostrar a
todas las familias su peculiar participación en la misión de la
Iglesia»691, «precisar, según el plan sempiterno de Dios sobre la
vida y el amor, la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo
contemporáneo»692. Y siempre, con vistas a hacer realidad y poner
por obra esa misión: es decir, en orden a que el conocimiento de las
funciones propias y peculiares de la familia informe cada vez con
una intensidad mayor la entera actividad familiar, dentro y fuera de
las familias mismas. Esta, en definitiva, era la finalidad última hacia

688 Ibídem.
689 Ibídem, n. 12.
690 Clausura, n. 3.
691 Inauguración, n. 3.
692 Clausura, n, 3.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 239
la que convergían todos los trabajos. Por eso, a la familia se le ha
considerado como «objeto primordial de la evangelización y de la
catcquesis de la Iglesia» y también -y sobre todo- como «el sujeto
indispensable de ellas (de la evangelización y catcquesis): el sujeto
creativo»693. «Precisamente para esto -sigue diciendo Juan Pablo II-
, para ser sujeto, y no sólo para perseverar en la Iglesia y recibir de
ella su esfuerzo espiritual, sino también para constituir la Iglesia en
su dimensión fundamental, como una ‘Iglesia en miniatura (Ecclesia
domestica), la familia debe ser consciente, de un modo especial, de
la misión de la Iglesia y de su propia participación en esta
misión»694.
El Sínodo, por tanto, en el análisis de las situaciones en que de
hecho viven las familias -las familias cristianas-, no ha pretendido
tanto presentar la panorámica de la situación familiar cuanto
señalar y tener presentes los horizontes en los que la familia ha de
ejercer su misión: advertir, en efecto, y tener conciencia clara de la
realidad que se vive -«estar en la tierra»- es una de las primeras
condiciones para poder realizar con éxito la misión asignada. Se
trataba, entonces, de descubrir y constatar el grado de salud de las
familias cristianas -ofreciéndoles la medicina Evangelii en los casos
necesarios; confirmándolas y alentándolas en todos- y, al mismo
tiempo, de destacar suficientemente los valores y contravalores,
con los que la familia se encuentra hoy, al vivir su misión en el
mundo contemporáneo.
La parte IV -Iglesia y Familia- del Mensaje que el Sínodo dirige
a las familias, está dedicada a la ayuda que debe facilitarse a las
familias en orden a que puedan salir adelante con su misión;
especialmente por parte de la Iglesia. Se recuerda aquí, en primer
lugar, «el deber de la Iglesia de confirmar y ayudar a los esposos y a
las familias»695 en esta tarea. También, la favorable acogida que la
Iglesia dispensa -y debe seguir dispensando- a las diversas formas
de «apostolado familiar»: sean éstas «ca- tequéticas», «litúrgicas» o
de cualquier otra índole; y vayan encaminadas «a la preparación
para el matrimonio» o se orienten como «ayuda a los casados en
todas las etapas de la vida matrimonial», a través de las diferentes
circunstancias en que ésta pueda desenvolverse 696. Con particular

693 Inauguración, n. 2.
694 Ibídem, n. 3.
695 Mensaje, n. 16.
696 Cfr. ibídem, n. 17
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 240
énfasis se destaca que «el sacerdote ocupa un puesto peculiar en el
ministerio familiar»697: y no porque a la familia se la deba
considerar como menor de edad o sin una vocación y espiritualidad
propias -«la familia está llamada de una manera especial a realizar
el plan de Dios»698-, sino porque sólo mediante «el alimento de la
palabra de Dios y de los sacramentos» -especialmente la Penitencia
y la Eucaristía- se protege y robustece de tal manera que pueda ser
«auténticamente ejemplar»699.
Decía que la familia cristiana, real y concreta, tal como es y vive
en la sociedad y en la Iglesia, es la que ha sido objeto de la atención
del Sínodo. Y que lo ha sido fundamentalmente, desde el ángulo de
su misión: a fin de mostrarle la función que le corresponde y
también el camino para llevarla a cabo. Pero, cómo conocerla; y,
primero, cuál es o en qué consiste esa misión. Dos preguntas o
cuestiones que están estrechamente relacionadas entre sí. Así las
ha considerado el Sínodo; y así también -conjuntamente- se
abordan en estas páginas.

1.2. El matrimonio y la familia en el misterio de Cristo

«Este Sínodo -afirmaba Juan Pablo II- se ha movido sobre dos


ejes: la fidelidad al plan de Dios acerca de la familia y la praxis
pastoral»700. Era indudablemente un camino seguro e
imprescindible, si se quería llegar con éxito al objetivo y fines del
Sínodo, es decir, a determinar la misión de la familia en la historia
de la Iglesia y de los propios hombres. Porque se trataba no sólo de
descubrir y explicar los muñera o deberes de la familia, sino, sobre
todo, de ir a la raíz última de la misión de la familia: de llegar al ser
o identidad de la institución misma, a la que, en el fondo, debe
reconducirse siempre -para su contraste; y solución, si ello se
requiere- la problemática sobre la familia, cualquiera que sea, cada
vez que aquélla se plantee.
En una época como la presente, con tantas cuestiones e
interrogantes sobre la familia, este quehacer es particularmente
urgente y necesario. Esa es la razón de que la pregunta, formulada

697 Ibídem, n. 18.


698 Ibídem, n. 8.
699 Cfr. ibídem.
700 Clausura, n. 6.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 241
constantemente en el Sínodo -latente unas veces y otras de forma
expresa-, haya sido: cuál es el plan de Dios sobre la familia. Se
trataba en cierto sentido de penetrar en el designio eterno de Dios
sobre la familia, en el designio de Dios Creador y Redentor; porque
-como decía antes- el Sínodo se ha ocupado sólo de la familia
dentro del marco de la historia de la salvación.
Por eso, el Sínodo no ha separado en su consideración las
instituciones matrimonial y familiar. Es más: a la identificación del
plan de Dios sobre la familia llega mediante el descubrimiento del
plan de Dios sobre el matrimonio. Es, a este respeto, marcadamente
expresivo de la intención del Sínodo, el título mismo de la parte II
del Mensaje Sinodal -«Plan de Dios sobre el Matrimonio y la
familia»-, cuyo contenido consiste, precisamente, en describir las
líneas principales del ser y misión de la familia.
El matrimonio y la familia son, evidentemente, dos
instituciones que ni pueden confundirse ni deben identificarse;
pero, por designio de Dios, están tan estrechamente vinculadas
entre sí, que de hecho son inseparables: ambas se exigen y
complementan. De ahí que al separarlas -incluso a nivel de
exposición doctrinal- una y otra se desvanecen. Por eso, la
verdadera reflexión sobre la familia, aquella que quiera abarcarla
en sus dimensiones más profundas, deberá partir siempre del
matrimonio, que es su origen y su fuente701.
Es evidente que para atender, por ejemplo, a la totalidad de
requerimientos doctrinales y pastorales sobre la identidad y
función de la familia no hace falta desarrollar por completo la
entera doctrina sobre el matrimonio; pero no es menos evidente
que, en ningún caso, «las consideraciones de la familia cristiana no
pueden estar separadas del matrimonio»702. Y esto no sólo porque
«el matrimonio constituye la primera forma de familia y conserva
su valor, incluso cuando no hay hijos»703, sino porque -según se
apuntaba antes- es el matrimonio el que decide sobre la familia al
recibir -ésta de aquél- su configuración y dinamismo704.
La consideración, por tanto, del matrimonio es una línea de
búsqueda irrenunciable en la identificación de la realidad familiar,

701 Cfr. GS, n.48.


702 JUAN PABLO II, Aloe. (23.11.1980), n. en «L’Osservatore Romano» (edic. en castellano)
(9.III.1980), 9.
703 Ibídem.
704 Cfr. Homilía a las familias, n. 13.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 242
en su ser y en su misión. Pero se trata -se debe insistir- de la
consideración del matrimonio sacramental, de la realidad
sacramental del matrimonio. Porque, si -como ha hecho el Sínodo-
la atención se dirige a las familias y matrimonios concretos -los que
se dan-, y se tiene como objetivo descubrir la misión que el Señor
ha conferido a esas instituciones en la presente economía u orden
de cosas, no cabe otra vía mejor que la que parte de la propia
historia de salvación: el misterio de Cristo Salvador. Y, en
consecuencia, sólo a partir de la visión teológica -mejor dicho:
cristológica- del matrimonio será factible llegar hasta la profunda
realidad de esta institución «en la historia del hombre» y «en la
historia de la salvación». «Remontarse -decía Juan Pablo II a las
familias- a los fundamentos mismos de los deberes que la familia
debe cumplir en cada época -que debe cumplir en el mundo
contemporáneo- quiere decir remontarse a este sacramento del
que San Pablo escribe que es grande, haciendo referencia a Cristo y
a la Iglesia (cfr. Ef 5,22)»705.
Esta línea de trabajo -escribía en otra ocasión- así como su
exposición y aplicación pastoral, conduce sin riesgos a objetivos
que son irre- nunciables en la teología y en la predicación sobre el
matrimonio: por ejemplo, la distinción entre el matrimonio como
realidad humana y el matrimonio como sacramento, propio de
bautizados; a la par que se evita la peligrosa oposición entre el
orden de la creación y el de la Redención706. Porque la restauración
y elevación que el Redentor hace del matrimonio instituido por el
Creador no sólo no significa merma alguna de los valores y
exigencias que a esa institución en cuanto realidad humana
(institutum naturaé) le pertenecen, sino que, por el contrario,
conlleva su más plena y auténtica realización. El sacramento -como
es obvio- hace también muchísimo más: a aquella alianza primera,
propia de los esposos en el orden de la Creación, la eleva a un nivel
esencialmente nuevo y superior, el sobrenatural; pero, conviene
repetirlo, consigue también lo primero: llevar a la plenitud de la
perfección al matrimonio, obra de la Creación. De aquí que la
condición sacramental del matrimonio, lejos de oscurecer los
valores auténticamente humanos de esta institución, lleva a
realizarlos de una manera tal que, dadas la fragilidad y debilidad

705 Ibídem, n. 3.
706 A. SARMIENTO, Presentación, en A. SARMIENTO y otros (dir.), Cuestiones fundamentales
sobre Matrimonio y Familia, Pamplona 1980, 22.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 243
humanas debidas al pecado original y pecados personales, de
hecho sólo con ella (con la condición de sacramento) es posible
vivirlos del todo. También -y es otra consecuencia-, que la
sacramentalidad no se introduce en el matrimonio como algo
extraño o ajeno al mismo: es el matrimonio, el amor mismo de los
esposos, el que es santificado de esa manera -por el sacramento-,
desde dentro.

El plan originario de Dios


En Dios —en los planes de Dios considerados en sí mismos—
no se da ni antes ni después: todo, en Él, es eterno. En el hombre,
sin embargo, si cabe con relación a esos planes la sucesión
temporal: y no sólo porque el conocimiento que de ellos se tenga
sea o pueda ser por tiempos -por etapas-, sino porque Dios los
revela, a veces, no por entero y de una sola vez sino de manera
sucesiva y gradual. Es lo que sucede con el plan de Dios sobre el
matrimonio -y consiguientemente sobre la familia- según se refleja
en la historia de la salvación: la misma realidad es desvelada,
primero en el orden de la naturaleza y luego en el de la gracia.
«Dios -dice el Mensaje del Sínodo- nos creó a su imagen (cfr. Gn
1,26) y nos dio la misión de crecer, multiplicarnos, llenar la tierra y
someterla (cfr. Gn 1,28). Para realizar este plan, el hombre y la
mujer se unen en íntimo amor al servicio de la vida. El esposo y la
esposa son llamados por Dios a participar de su potestad creadora
transmitiendo el don de la vida»707 Es, pues, en el relato de Génesis
1-3, donde el Sínodo ha descubierto la voluntad originaria de Dios
sobre el matrimonio. Lo mismo que hace el Señor en el diálogo con
los fariseos acerca del matrimonio: les remite -confirmándoselas- a
las enseñanzas contenidas en Génesis 1-3708.
Toda profundización, por tanto, teológica y doctrinal que se
quiera hacer en el contenido de esta institución -en su ser y en su
misión- deberá mirar a lo que era «desde el principio»: es eso -lo
que era «desde el principio»-, y no otra cosa, lo que Jesucristo ha
elevado a sacramento. El designio de Dios sobre el matrimonio
desvelado en Génesis 1-3 contempla el primer hombre y la primera
mujer, pero al mismo tiempo descubre el futuro terreno de todo
hombre y de toda mujer que a lo largo de la historia se unirán en

707 Mensaje, n. 8.
708 Cfr. Mt 19, 1-12; y paral.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 244
matrimonio: «por eso Cristo, en su tiempo, se remitirá a este texto -
el de Génesis- de actualidad también en su época. Creados a imagen
de Dios, también en Cuanto forman una auténtica comunión de
personas, el primer hombre y la primera mujer deben constituir el
comienzo y el modelo de esa comunión para todos los hombres que
en cualquier tiempo se unirán tan íntimamente entre sí, que
constituirán una sola carne»709.
En este sentido, la unión del primer hombre y la primera mujer
es, efectivamente, «comienzo y modelo» de todas las uniones
matrimoniales futuras -en toda la humanidad-, porque el
matrimonio -esa unión íntima y específica por la que el esposo y la
esposa se convierten en marido y mujer, siendo «una sola carne»-
es, ya desde el principio, prefiguración del amor esponsal con que
Cristo se ha unido a la Iglesia, y a toda la humanidad. «Todo
matrimonio humano -ha escrito J. Tomko-, es decir el amor
conyugal, prefiguraba el amor de Dios por la humanidad; es más,
prefiguraba ya misteriosamente y de manera escondida la unión
íntima de Jesucristo con la humanidad y, de una forma especial, con
la Iglesia. Y es aquí donde se abre el primer camino para la visión
del matrimonio ‘desde los orígenes, el matrimonio como realidad
humana, considerada en el orden de la creación» 710.

En el misterio de Cristo Redentor


El Sínodo, sin embargo, centrado en la consideración de la
familia cristiana, ha reflexionado y orientado sus trabajos desde la
perspectiva sacramental del matrimonio. Tan sólo así, a partir del
plano de la Redención, es posible conocer de manera adecuada el
plan eterno de Dios sobre el matrimonio y la familia: en efecto, «el
sacramento del matrimonio es el sacramento que decide sobre ella
(la familia) en la historia del hombre y, al mismo tiempo, en la
historia de la salvación»711. Lo que, obviamente, en modo alguno
autoriza a pensar que carezca de sentido una reflexión sobre el
matrimonio y la familia, en tanto realidades o instituciones
naturales. Debe ser, por el contrario, el presupuesto necesario y
como el punto de partida.

709 JUAN PABLO II, Aloe. (21.XI.1979), n. 3, en «L’Osservatore Romano» (edic. en castellano)
(23.XI.1979), 3.
710 J. TOMKO, La familia cristiana: cuestiones ante el Sínodo de los Obispos, en A. SARMIENTO y
otros (dir.), Cuestiones fundanmentales sobre Matrimonio y Familia, cit., 63.
711 Homilía a las familias, n. 3.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 245
«Al llegar la plenitud de los tiempos -se lee en el Mensaje del Sí-
nodo-, el hijo de Dios, nacido de mujer (cfr. Gal 4,4), enriqueció con
su gracia salvífica esta alianza (la del matrimonio ‘desde los
orígenes) elevándola a sacramento y haciéndola partícipe de la
alianza de su amor redentor sellada con su propia sangre. El mismo
amor de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo son el modelo del
amor y donación del hombre a la mujer (cfr. Ef 5, 22-32). La gracia
sacramental del matrimonio es fuente de gozo y fortaleza para los
esposos»712.
Aquella unión matrimonial, que «desde el principio» era
prefiguración y signo del amor de Dios por la humanidad -y de
Cristo por la Iglesia-, es, a partir de Cristo, además de símbolo,
realidad; una realidad que santifica y hace, a los esposos, partícipes
del amor esponsal con Cristo se ha unido a la Iglesia: es el «gran
misterio» de que se habla en Efesios 5. El Sacramento, por tanto,
manteniendo íntegras todas las exigencias y características
queridas por Dios «desde el principio» como propias de la unión
conyugal, las eleva a la solidez de la caridad de Cristo. La alianza
primera y originaria descrita en el Génesis es «asumida en la unión
de amor de Cristo y la Iglesia, no sólo sicológicamente sino también
onto- lógicamente, como enseña la misma carta a los Efesios»713.
La novedad del matrimonio cristiano consiste, sencillamente,
en elevar a la dignidad de sacramento -en sentido estricto- el
matrimonio que ya «desde el principio» estaba ordenado a Dios. La
sacramentali- dad, entonces, no es algo añadido o superpuesto al
matrimonio: es el mismo matrimonio, que, entre bautizados, o es
sacramento o no es matrimonio.
Cuando Jesucristo restaura y confirma aquella alianza
conyugal, instituida «desde el principio» por Dios como definitiva,
la inserta de modo peculiar y nuevo -sacramental- en el misterio de
la salvación. Desde el bautismo, los esposos cristianos participaban
ya del misterio y del amor de Cristo; pero ahora, por el sacramento
del matrimonio, adquieren además una forma específica de
insertarse en el misterio de Cristo: participan como esposos en el
amor de Cristo Esposo. «Ciertamente -recuerda Juan Pablo II- todo
sacramento comporta una participación en el amor nupcial de
Cristo para su Iglesia. Pero en el matrimonio la modalidad y el

712 Mensaje, n. 8.
713 Mensaje de la familia cristiana en el mundo contemporáneo (Documento presinodal),
Ciudad del Vaticano 1979, 23.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 246
contenido de esta participación son específicos» 714.
Y esta
especificidad consiste en que los esposos se insertan en el amor
nupcial de Cristo por la Iglesia, en cuanto esposos. El lazo conyugal
viene a representar el misterio de la encarnación de Cristo, y del
amor esponsal de Cristo por su Iglesia; o dicho de otro modo, el
sacramento del matrimonio hace posible vivir la relación con Cristo
de un modo específico dentro de la dimensión conyugal.

1.3. La fidelidad al plan de Dios

El Sínodo continuamente «se ha movido sobre dos ejes: la


fidelidad al plan de Dios y la praxis pastoral5 caracterizada por el
amor misericordioso y el respeto debido a los hombres,
abarcándoles en toda su plenitud, en lo referente a su ser5 y a su
Vivir5»715. Por eso, como gran tema de fondo -y en orden a que
tanto el matrimonio como la familia realicen el plan divino sobre
esas instituciones, llegando de esa manera a la plenitud de su ser y
su vivir- está el del matrimonio como vocación divina y camino de
santidad.
Una vocación y una santidad que son específicos. Porque, como
acaba de verse, el matrimonio y la familia responden a una
iniciativa divina determinada. Dios, en efecto, que es testigo del
amor entre el marido y la mujer les llama a vivir su matrimonio en
Su presencia, convirtiéndose así -los esposos- en «signos auténticos
del amor de Dios hacia nosotros e igualmente del amor de Cristo a
la Iglesia»716. Sobre la base de la llamada universal a la santidad717,
que comporta el hecho de que cada cristiano debe buscar la
santidad siguiendo su propio camino718, los casados deben
responder a esa llamada y tender a la santidad con unas formas y
estilo propios. «La familia -se lee en el Mensaje del Sínodo- está
llamada de una manera especial a realizar el plan de Dios» 719: no ya
en el sentido -como es obvio- de que los casados y, en general, los
que integran la familia estén llamados «a participar y compartir en

714 JUAN PABLO II, Aloe. (3.XI.1979), n. 4, en EF, III, 2425.


715 Clausura, n. 6.
716 Mensaje, n. 10.
717 Cfr. ibídem, n. 7.
718 Cfr. LG, n.4l.
719 Mensaje, n. 8.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 247
Cristo la vida y naturaleza divinas»720
en un grado más alto que los
demás -porque todos estamos llamados a la más alta santidad-,
sino en el sentido de que -en ellos- esa participación ha de
realizarse, por designio divino, de una manera particular, según la
vida que les es propia.
Por ello, el Sínodo, que ha tenido presente siempre la realidad
completa de la vocación matrimonial, ha colocado constantemente
a los esposos -y a las familias- ante la altísima dignidad y exigencias
que de ella se derivan. Y paralelamente les ha recordado la
seguridad que debe animar sus vidas, convencidos de que la
llamada divina comporta siempre, por parte de Dios, la donación de
las gracias convenientes para responder con fidelidad. Y, en
consecuencia, la fidelidad al matrimonio entendido como vocación
divina, además de ser el camino para hacer realidad -por parte de
los esposos- el plan eterno de Dios sobre sus vidas, constituye
también la manera mejor de «realizar las propias vidas», insertán-
dolas de lleno en los quehaceres y acontecimientos de cada día. La
santidad, entonces, -que no es otra cosa que el resultado de esa
fidelidad- termina por ser el criterio de autenticidad, ya que sólo de
esa manera se vive en la verdad. «El fruto principal de esta sesión
del Sínodo -decía Juan Pablo II- es que la misión de la familia
cristiana, cuyo corazón viene a ser la misma caridad, no puede
realizarse si no es viviendo plenamente la verdad»721.
A partir de esta realidad vocacional -decía-, el Sínodo ha
dirigido, a las familias y matrimonios, palabras constantes de
aliento. «Aun cuando, a causa de la debilidad humana, uno no viva
de acuerdo con esas exigencias (del plan de Dios), no hay razón
para desanimarse»722. Porque «la gracia sacramental del
matrimonio (que les acompaña constantemente) es fuente de gozo
y fortaleza para los esposos»723 724, y, por ello, «es necesario que los
esposos tomen conciencia de esta gracia y de la presencia del
Espíritu Santo»55, y renueven constantemente esa conciencia del
sacramento «a fin de que despierten de nuevo las potencias divinas
y humanas contenidas en él»725. Y por este medio -gracias a la co-
rrespondencia de sus vidas con las exigencias provenientes de esa

720 Ibídem, n. 7.
721 Clausura, n. 11.
722 Mensaje, n. 11.
723 Ibídem, n. 8.
724 Ibídem.
725 Homilía a las familias, n. 5.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 248
conciencia sacramental- «los esposos y esposas (...), que son
instrumentos y ministros de la fidelidad y el amor de Cristo en sus
diversas relaciones mutuas», se convierten en «signos auténticos
del amor de Dios» y «del amor de Cristo a la Iglesia»726.
Consiguiendo así ante los demás matrimonios y familias el efecto
multiplicador propio del apostolado más convincente: el ejemplo
de las obras.

1.4. El hombre, en el centro de la misión de la familia

Tratar de la misión de la familia en la Iglesia y en el mundo era


el cometido principal que se habla señalado el Sínodo. Hasta el
punto de que todo lo demás -análisis de la realidad matrimonial y
familiar, consideración del plan sempiterno de Dios sobre esas
instituciones, etc.- se ha estudiado siempre en función de ese
objetivo. Pero el Sínodo, como es claro, se proponía sólo describir
esa misión en sus líneas más fundamentales.
Y como vías de identificación de la familia cristiana -en su ser y,
por tanto, en su misión- el Sínodo ha seguido fundamentalmente
dos: la que parte de la consideración del matrimonio sacramental; y
la que la describe como «iglesia doméstica». La primera la
configura y describe mejor desde el plano ontológico, señalando
más directamente su ser y realidad; la segunda, en cambio, se
orienta más a descubrir las funciones que le corresponden. En
cualquier caso, una y otra vía se complementan mutuamente.
El sacramento del matrimonio es el que hace que un cristiano y
una cristiana determinados sean marido y mujer; pero es también
el sacramentó el que les confía una misión al frente de la familia
que forman, y el que, por ello, les asegura una presencia activa en el
seno de la Iglesia727. Por su parte, la consideración de la familia
como «iglesia doméstica» lleva, en primer lugar, a constatar que,
por serlo, debe reproducir en su dimensión propia todas las
funciones de la Iglesia728. Y debe desempeñar esas funciones como
propias, no como tareas de suplencia o como resultado, por
ejemplo, de que para realizarlas no se cuente con otras ins-
tituciones o personas.

726 Mensaje, n. 10.


727 Cfr. ibídem, nn. 8, 10.
728 Cfr. ibídem n. 13.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 249
Dos son, pues, los frentes en los que -según el Sínodo- la familia
debe ejercer su misión: hacia dentro, es decir respecto de sí
misma729; y hacia fuera, en relación con las otras familias 730 y los
demás hombres, sean o no cristianos y éstos se consideren como
miembros de la Iglesia o tan solo de la ciudad temporal 731. Dos son
también los principales objetivos que la familia debe perseguir con
su actividad: ser formadora de hombres -especialmente en la
libertad, en el amor, en los valores fundamentales-732, y formadora
de cristianos 733. En cualquier caso, se trata siempre del hombre: es
el hombre al que mira y se orienta la familia. «La misión de cada
familia cristiana -advertía Juan Pablo II en la inauguración del
Sínodo- es la de salvaguardar y conservar los valores funda-
mentales. Es salvaguardar y conservar al hombre» 734.
Pero no se ha contentado el Sínodo con perfilar a grandes
rasgos la misión de la familia cristiana. Guiado por el «gran respeto,
amor y misericordia hacia los hombres y mujeres, hermanos y
hermanas nuestros, que miran a la Iglesia para recibir una palabra
de fe y de esperanza»735, ha señalado el camino necesario para
sacar adelante esa misión, describiendo además algunos de los
pasos que hay que dar para recorrer ese camino.
La familia únicamente desempeñará su misión en la verdad: es
decir, si realiza, y en la medida que lo haga, «el designio sempiterno
de Dios sobre el amor y la vida», tal como ha sido desvelado en el
misterio de Cristo Redentor. «La misión de la familia cristiana -
decía Juan Pablo II en la sesión de clausura aludiendo a uno de los
frutos principales del Sínodo- no puede realizarse si no es viviendo
plenamente la verdad»736. Cualquier intento que se sitúe al margen
de la fidelidad se convierte, inevitablemente, en ineficaz y degenera
en esclavitud, ya que «la verdad es la que libera; la verdad es la que
pone orden y la verdad es la que abre el camino a la santidad y la
justicia»737. Se encuentra aquí la razón profunda del optimismo y
audacia que, según el Sínodo, deben animar a las familias cristianas
y a la pastoral familiar: la verdad cristiana sobre la familia, vivida o

729 Cfr. ibídem, n. 8.


730 Cfr. ibídem, n. 14.
731 Cfr. ibídem.
732 Ibídem, n. 12.
733 Ibídem, nn. 12, 14.
734 Inauguración, n. 6.
735 Clausura, n. 11.
736 Ibídem.
737 Ibídem
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 250
predicada, encuentra eco, por fuerza, en el corazón del hombre. «La
familia -repitámoslo una vez más- es tanto más humana cuanto más
cristiana sea»738.
Pero llevar a la práctica esa verdad -vivirla- no está exento, en
ocasiones, de graves dificultades. Estas provienen unas veces del
exterior: como el ambiente hedonista y de placer que domina en la
sociedad739; la penuria y escasez de bienes materiales
especialmente en algunas regiones740; el vacío espiritual provocado
por las riquezas, en otras741; la violencia de algunos gobiernos y
sociedades internacionales 742; etc. Otras veces estas dificultades
nacen desde el interior mismo de las familias 743. Por otro lado, vivir
la verdad del matrimonio y la familia exigirá siempre esfuerzo y su-
pondrá una historia de dificultades, porque «el dolor de la cruz,
como la alegría de la resurrección son parte de la vida de cada uno
de los hombres que, peregrinos en la tierra, intentan seguir a
Cristo, y solamente aquellos que se abren plenamente al misterio
pascual pueden aceptar las difíciles pero amorosas exigencias que
Jesucristo nos impone»744.
Como medios para superar esas dificultades y poder vivir la
verdad -el camino imprescindible para realizar su misión-, la
familia debe «recurrir a la oración» y «nutrirse con el alimento de
la palabra de Dios y con la participación en la vida sacramental,
especialmente con el sacramento de la reconciliación y de la
Sagrada Eucaristía», y además debe cuidar «las formas
tradicionales y recientes de piedad, especialmente las que se
refieren a la Santísima Virgen»745.
Y en relación con la superación de esas dificultades, el Sínodo
ha recomendado y alentado la ayuda que a las familias pueden
prestar «otros esposos y familias» 746, los movimientos familiares 747
y especialmente los sacerdotes, a quienes, sobre todo, compete
llevarles «el alimento y el consuelo de la palabra de Dios y de los

738 Mensaje, n. 12.


739 Cfr. ibídem, n. 15.
740 Cfr. ibídem, n. 4.
741 Cfr. ibídem.
742 Cfr. ibídem, n. 5.
743 Cfr. ibídem, n. 6.
744 Ibídem, n. 11.
745 Ibídem, n. 13.
746 Cfr, ibídem, n. 14.
747 Cfr. ibídem, n. 16.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 251
sacramentos»748.

2. Cuestiones doctrinales y pastorales

El Sínodo no se propuso nunca abordar en su totalidad ni de


manera completa la amplia gama de situaciones y problemas que
tienen planteados la familia y el matrimonio contemporáneos.
Tampoco enumerar siquiera todas aquellas cuestiones que desde el
plano pastoral o doctrinal pueden estar implicadas en la
problemática que afecta a la familia. Se detuvo tan sólo en las que,
por el especial relieve que revisten, eran objeto «de las
expectativas y de las esperanzas de muchos esposos y familias» 749.
De esas cuestiones me ocupo en esta parte; limitándome, sin
embargo, a las que, a mi juicio, fueron las más centrales.

2.1. Indisolubilidad y divorciados

El Sínodo ha vuelto a confirmar otra vez más la doctrina de la


indisolubilidad del matrimonio. «Este plan de Dios nos hace ver por
qué la Iglesia cree y enseña que esa alianza de amor y donación
entre los esposos unidos por el matrimonio sacramental es
perpetua e indisoluble»750. El plan de Dios sobre el matrimonio, ya
«desde el principio», es que el matrimonio -esa alianza de amor por
la que el hombre y la mujer se unen en «una sola carne» 751,
convirtiéndose en marido y mujer- sea perpetuo e indisoluble: el
plan de Dios es que «lo que Dios ha unido no lo separe el
hombre»752. La indisolubilidad es, pues, una propiedad asignada
por Dios al matrimonio ya en cuanto realidad no sacramental.
El texto del mensaje del Sínodo -es cierto- directamente se
refiere a la indisolubilidad del matrimonio sacramental. Sin duda,
porque se dirige a los cristianos, y porque, en el espacio
forzosamente breve de un mensaje no se puede entrar en la
casuística que a veces permite la disolución del matrimonio-no-

748 Ibídem, n. 18.


749 Clausura, n. 6.
750 Mensaje, n. 9.
751 Cfr. Mt 19,4-6; Gn 2, 24.
752 Mt 19, 6.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 252
sacramento, como es el caso del privilegio paulino 753.
Pero, sobre
todo, porque se intentaba perfilar la «praxis» pastoral a seguir con
los divorciados, es decir, cómo llevar a cabo el «ministerio pastoral
referente a los que han contraído nuevo matrimonio, después del
divorcio»754.
Esta pastoral con los divorciados ha de cimentarse, según el Sí-
nodo, sobre aquellos dos ejes en torno a los cuales se articula, en
cierta manera toda la doctrina sinodal: la fidelidad al plan de Dios y
el amor misericordioso a los hombres. Se trata, en el fondo, de dos
perspectivas tan íntimamente conectadas entre sí que, de hecho,
son inseparables. Sólo es posible amar verdadera y realmente al
hombre -«abarcándole en la plenitud de su ser y su vivir 5»755-, si es
sincera y plenamente fieles a la verdad. «Nadie -insistía Juan Pablo
II en la clausura del Sínodo- puede construir la caridad sin la
verdad. Este principio vale tanto para la vida de cada familia como
para la vida y la acción de los pastores que intentan ayudar
realmente a las familias»756.
Por esa fidelidad a la verdad -en definitiva, por ese amor al
hombre-, «los padres sinodales, confirmando de nuevo la
indisolubilidad del matrimonio y la praxis5 de la Iglesia de no
admitir a la comunión eucarística a los divorciados que, contra las
normas establecidas, han contraído nuevo matrimonio, exhortan, al
mismo tiempo, a los Pastores y a toda la comunidad cristiana a
ayudar a estos hermanos y hermanas para que no se sientan
separados de la Iglesia, ya que, en virtud del bautismo, pueden y
deben participar en la vida de la Iglesia orando, escuchando la
Palabra, asistiendo a la celebración eucarística de la comunidad y
promoviendo la caridad y la justicia. Aunque no se debe negar que
esas personas pueden recibir, si se presenta el caso, el sacramento
de la penitencia y después la comunión eucarística, cuando con
corazón sincero abrazan una forma de vida que no esté en
contradicción con la indisolubilidad del matrimonio, es decir,

753 Todo matrimonio, sea o no sacramento, es absolutamente indisoluble, tanto por parte de los
esposos —indisolubilidad intrínseca— como por parte de la autoridad meramente humana —
indisolubilidad extrínseca—. Con todo, la Iglesia Católica, no como sociedad humana, sino en cuanto
única depositarla e intérprete del derecho divino, puede disolver el vínculo conyugal en los
siguientes casos: a) el matrimonio rato y no consumado, por la profesión religiosa solemne y por
dispensa de la Sede Apostólica; b) el matrimonio legítimo, aun consumado, en virtud del privilegio
paulino.
754 Clausura, n. 7.
755 Ibídem, n. 6.
756 Ibídem, n. 11.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 253
cuando el hombre y la mujer, que no pueden cumplir la obligación
de separarse, se comprometen a vivir en continencia total, esto es,
absteniéndose de los actos propios sólo de los esposos y al mismo
tiempo no se da escándalo; sin embargo, la privación de la
reconciliación sacramental con Dios no debe alejarlos lo más
mínimo de la perseverancia en la oración, en la penitencia y en el
ejercicio de la caridad, para que puedan conseguir finalmente la
gracia de la conversión y de la salvación. Conviene que la Iglesia se
muestre como madre misericordiosa orando por ellos y
fortaleciéndolos en la fe y en la esperanza» 757.
La fidelidad al plan de Dios, el esfuerzo humilde y confiado por
llevar a la práctica el querer divino es siempre modelador de la
realidad. «La buena nueva de la fidelidad al amor, que tiene en
Cristo su fuerza y fundamento»758, es capaz de superar y vencer
todas las dificultades, por muchas y graves que sean. La verdad -
solamente la verdad- nos hará libres759.

2.2. Amor conyugal y fecundidad.


Confirmación de la Encíclica «Humanae
vitae»

En la raíz de muchos de los problemas que afectan hoy a la


familia está el de la verdadera identidad humana y cristiana del
matrimonio, que, a su vez, se reconduce al de la naturaleza del
amor nupcial y su integración en la dinámica del matrimonio.
El tema, por tanto, del amor nupcial debía estar presente en el
Sínodo. Pero lo estuvo, principalmente, desde la consideración de la
apertura a la fecundidad. Una perspectiva que se subrayó siempre
como condición indispensable para la verdad y autenticidad del
amor nupcial y, por ello, del existir del matrimonio y la familia. Así
lo ha recordado Juan Pablo II: «el Sínodo de los Obispos acaba de
confirmar la validez y la claridad del mensaje profético contenido
en la encíclica Humanae vitae sobre la defensa y transmisión de la
vida según los planes del Creador (...) Se trata del supremo valor de
la vida, pues la supresión del ser humano en el seno materno, la
desintegración de la unidad familiar lleva a una devaluación del

757 Ibídem, n. 7.
758 Ibídem.
759 Cfr.Joh8, 32.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 254
amor en aras del hedonismo y del placer egoísta. El valor de la
familia está unido a la inviolabilidad de la vida humana» 760.
No es que el Sínodo haya silenciado otras perspectivas al tratar
del amor conyugal -el Mensaje, citando a la Humanae vitae dice que
«el acto conyugal... debe ser plenamente humano, total, exclusivo y
abierto a la nueva vida (cfir. Humanae vitae, 9 y ll)»761-; pero «los
padres sinodales, confirmando abiertamente la validez y la verdad
firme del anuncio profético, dotado de un profundo significado y en
consonancia con la situación actual, contenido en la Carta Encíclica
Humanae vitae»762, han destacado, sobre todo, que «la transmisión
de la vida es inseparable de la unión conyugal» 763. No sólo la
inseparabilidad del amor conyugal y la apertura a la procreación,
sino que la autenticidad del amor de los esposos está condicionada
necesariamente por la disposición a la fecundidad. Por eso, también
el perfeccionamiento y la realización personal de los esposos a
través del amor conyugal son inseparables de la apertura a la
procreación. Quiere esto decir que, aunque existan razones para no
procrear nuevas vidas y los esposos se unan conyugalmente con
esa intención, los actos conyugales han de estar, por sí mismos,
abiertos a la fecundidad; y en la intención de los esposos ha de
haber la disponibilidad a ser padre/madre.
Los esposos, en los actos propios de la vida conyugal, han de
proceder siempre responsablemente, es decir, colaborando con el
plan de Dios que los «ha llamado a participar de su potestad
creadora transmitiendo el don de la vida» 764. Otra cosa sería actuar
de manera irresponsable, porque entonces ya no se obraría en
conformidad con la verdad -la identificación con el plan de Dios-,
sino arrastrados por otras instancias. Lo determinante y decisivo
de la auténtica paternidad responsable no es el número de hijos o
la adopción de una u otra clase de métodos para la regulación de
los nacimientos -si es que ello debe hacerse-, sino la fidelidad a los

760 JUAN PABLO II, Discurso al 1 Congreso Internacional de la familia de Africa y Europa, nn. 1, 2
y 3.
761 Mensaje, n. 9.
762 JUAN PABLO II, Clausura, n. 8. Cfr. las intervenciones de los relatores de los diferentes grupos
o círculos de trabajo: J. CORDEIRO («L’Osservatore Romano», [ed. en castellano: 26.X.1980], 5), D. E.
HURLEY (ibídem), J. R. QUINN (ibídem, 5-6), G. DANNELS (ibídem, 6), L. MONSENGWO (ibídem), J.
PFAB (ibídem, 7), A. N. ACHA DUARTE (ibídem), A. LÓPEZ TRUJILLO (ibídem, 7-8), A. QUARRACINO
(ibídem, 8), C. M. MARTINI (ibídem) y P. PALAZZINI (ibídem, 9); cfr. además, entre otros, W.W. BAUM,
en «L’Osservatore Romano» (ed. en castellano) (10.X.1980), 12.
763 Mensaje, n. 9.
764 Ibídem, n. 8.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 255
planes divinos sobre el don de la vida y la vocación al amor. Se
hace, por ello, necesario -en primer lugar, por parte de los padres,
pero también por parte de todos- considerar la transmisión de la
vida «como una procreación, es decir como un descubrimiento y
colaboración con el designio de Dios Creador. El plan del Creador
que ha provisto al organismo humano de estructuras y funciones
para ayudar a las parejas a alcanzar una paternidad
responsable»765. La responsabilidad en la paternidad, que, por
tanto, consiste de manera fundamental en descubrir los planes de
Dios y en seguirlos después con fidelidad, aunque ello conlleve
sacrificio, pide de los esposos «cultivar sinceramente la virtud de la
castidad conyugal»766 767. Sin esta virtud, ha recalcado el Sínodo, si-
guiendo a la Humanae vitaé*s y al Concilio Vaticano II768, es
imposible vivir bien la paternidad: la paternidad verdaderamente
responsable769.
La inseparabilidad de los aspectos unitivo y procreador de la
vida conyugal, pedida por el plan de Dios, jamás debe interpretarse
como si sólo fuesen responsables y conformes con el plan divino,
los actos conyugales a los que de hecho sigan nuevas vidas. Aparte
de que la libertad humana es condición necesaria para esa
responsabilidad -en virtud de la cual los esposos deben actuar
siempre humanamente en su vida matrimonial-, el plan de Dios es
que no todas las uniones matrimoniales sean fecundas: «Dios, en
efecto, ha dispuesto sabiamente leyes naturales y ritmos de
fecundidad que producen una separación en la sucesión de los
nacimientos»770. Por otro lado, puede suceder que existan motivos
graves y justos -de orden económico, médico o social- que hagan
obligatoria moralmente la no procreación de nuevas vidas. En
cualquier caso, la inseparabilidad de los aspectos unitivo y
procreador de la vida conyugal, según el plan de Dios, y la
actuación responsable con esa inseparabilidad piden que -aún
existiendo motivos graves para que no haya nuevos nacimientos-
los esposos han de estar siempre dispuestos a recibirlos, si es que
de hecho alguna nueva vida se siguiera de sus uniones.

765 JUAN PABLO II, Discurso al I Congreso Internacional de la familia de Africa y Europa, cit., n. 3.
766 GS, n. 51.
767 Cfr. HV, nn. 21-22.
768 Cfr. GS, n. 51.
769 Mensaje, nn. 11, 15.
770 JUAN PABLO II, Discurso al I Congreso Internacional de la familia de Africa y Europa, cit., n. 3;
cfr. HV, n. 11.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 256
Dos cuestiones están aquí planteadas: una sobre la decisión de
procrear o no hijos; y otra, en relación con los medios a seguir para
poner en práctica aquella decisión. Para una y otra, el Sínodo ha
encontrado la respuesta responsable en la fidelidad al plan de Dios.
De ahí que, cuando no existan «motivos serios» en contra,
solamente la generosidad en la paternidad es la actitud congruente
con la consideración de la procreación como don de Dios771. De ahí
también que los esposos deban rechazar del todo el empleo de
«medios como la contracepción (...), la esterilización y el aborto» 772
para la regulación de los nacimientos, y recurrir exclusivamente a
aquellos que están de acuerdo con la naturaleza.
El Sínodo -a este respecto- ha exhortado vivamente a los
teólogos y científicos a que con sus estudios encuentren el modo de
ayudar a los esposos en la valoración y puesta en práctica del
designio de Dios sobre la transmisión de la vida. Es necesario llegar
a un conocimiento cada vez más profundo de los fundamentos
bíblicos y las razones «personalistas» de esta doctrina; y también,
de los métodos naturales en la regulación de los nacimientos.

2.3. La inculturación

La familia cristiana no se debe a una región y cultura


determinadas. Como el Evangelio, está destinada a implantarse en
todos los ambientes y alcanzar a todos los hombres. Por otro lado,
en las diversas culturas de los pueblos se dan formas y expresiones
que pueden ser útiles «en orden a una mayor comprensión del
misterio inefable de Cristo»773. Es esta una doctrina que no ofrece
dificultad alguna si se toma en serio la creación divina de todas las
cosas y la redención universal por Cristo.
De ello, sin embargo, no se concluye que ya sin más todas las
cosas -en concreto, las que el hombre realiza- sean en sí
moralmente buenas: el hombre, con su pecado, a veces las daña con
frecuencia. Por eso, las culturas, en cuanto resultados de la
actividad humana, no son, por el hecho de serlo, buenas en sí; ni
tampoco, la totalidad de los elementos que las integran. Y, de otro
lado, no todos los elementos de esas culturas, aunque sean buenas

771 Cfr. HV, n. 16.


772 Mensaje, n. 5.
773 Clausura, n. 9.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 257
en sí, son aptos o sirven de cauce adecuado para la expresión de
una realidad determinada, como son el matrimonio y la familia.
Es necesario, en consecuencia, una tarea de discernimiento. El
Sínodo ha sido claro: «conviene buscar diligentemente, ante todo,
lo positivo, promoverlo con entusiasmo y perfeccionarlo siempre,
confiando que Dios está presente en todas sus criaturas y que
nosotros podemos ver su voluntad en los signos de los tiempos» 774.
Este discernimiento, por lo que hace a las instituciones del
matrimonio y la familia, debe realizarse siempre «a la luz del
evangelio». Es, en definitiva, el plan de Dios sobre el matrimonio y
la familia el criterio diferenciador de la validez o no de los diversos
factores: de la «aceptación» y «evaluación» de los mismos.
«Las riquezas que se encuentran en las diversas formas de
cultura de los pueblos y de los bienes que ofrece cada una de las
culturas han de servir para facilitar mejor la adaptación del
mensaje evangélico a la índole de cada pueblo y para percibir de
qué modo las costumbres, las tradiciones, el sentido de la vida y la
índole peculiar de cada cultura humana pueden armonizarse con
aquellas realidades a través de las cuales se manifiesta la
Revelación (cfr. Ad gentes divinitus, 22)»775. Es la fe, por tanto, el
principio último de coherencia.
Cuando se trata de expresar y discernir el plan de Dios sobre la
familia, es indudable que, las familias cristianas desempeñan un
papel importante. Las familias cristianas permiten hacer, en una
cierta manera, una lectura «contrastada» de esas culturas; y por
eso se las debe animar «a dar un testimonio efectivo del plan de
Dios en sus propias culturas» 776. Pero es siempre al Magisterio, a
quien está reservada la última palabra en esa función: «Esta
investigación aportará sus frutos a la familia si se realiza según el
principio de la comunión de la Iglesia universal y bajo el estímulo
de los obispos locales, unidos entre sí y con la cátedra de San
Pedro; que preside la asamblea universal de la caridad (Lumen
gentium, 13)»777.

3. Principios fundamentales de pastoral

774 Mensaje, n. 2.
775 Clausura, n. 9.
776 Mensaje, n. 3.
777 Clausura, n. 9.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 258
Cuanto hasta aquí se lleva dicho acerca de lo que han
constituido, en el Sínodo, las líneas y planteamientos de fondo, nos
ha introducido ya en lo que -según mi opinión- son los principios
de la pastoral familiar y matrimonial alentada por el Sínodo. Y son
los principios fundamentales, porque a ellos deben reducirse todos
los demás. Se trata, por tanto, de unos principios cuya luz deberá
iluminar siempre la actividad de los matrimonios y las familias -y
también la que con esas instituciones se realice-; especialmente la
de los matrimonios y familias «normales», ya que nadie duda que
«en las condiciones actuales la evangeliza- ción de las familias se
hará, sobre todo, por otras familias»778.

3.1. La ley de Dios, don y mandamiento

En la base de toda la actividad y pastoral matrimonial y


familiar, debe situarse la convicción profunda de que la ley es «un
mandamiento de Cristo Señor a superar las dificultades» 779. Y lo es
-es decir, la ley de Dios es una ordenación a conformar la vida
según una dirección determinada, aunque ello suponga y exija
sacrificios y negación-, porque al mismo tiempo es don. La ley es
«un precepto divino que lleva consigo la promesa y la gracia» 780, la
donación efectiva y real de las ayudas necesarias para hacer
realidad las exigencias y conductas que propone.
Comentando la doctrina del Sínodo, Juan Pablo II señalaba al
respecto que «no se trata (por parte de los matrimonios y las
familias) de observar la ley como un mero ‘ideal5, como se dice
vulgarmente, que se podrá seguir en el futuro» 781. Sería algo así
como una meta utópica tendente, quizá, a levantar los ánimos
decaídos, aislándoles de la realidad concreta: la de la vida. La ley de
Dios es, justamente, todo lo contrarío: las familias -y los
matrimonios- tienen que observar y esforzarse por guardar la ley o
plan de Dios sobre sus vidas, con la conciencia clara de que, por ese
camino, se insertan de lleno en la realidad y la modelan. Nada hay
más ajeno al seguimiento del plan divino que cualquier forma de

778 JUAN PABLO II, Aloe. (23.11:1980), en «L’Osservatore Romano» (edic. en castellano)
(9.III.1980), 9.
779 Clausura, n. 8.
780 Ibídem, n. 5.
781 Ibídem.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 259
huida o de absentismo de la vida o circunstancias concretas en que
se mueven los hombres. La tentación -por eso- más grave que
puede acechar a las familias y matrimonios cristianos no está en no
ser familias o matrimonios de su tiempo, sino en que, no siendo
fieles a la ley o plan de Dios, confundan el ser y misión de esas
instituciones con un adaptarse más o menos ficticio a las
situaciones que se presenten.
Es necesario darse cuenta del profundo valor transformante
presente siempre «en la doctrina y en la gracia de Cristo» 113, y de
que «sólo aquellos que se abren plenamente al misterio pascual
pueden aceptar las difíciles pero amorosas exigencias que
Jesucristo nos impone»782 783. «Por eso -ha dicho Juan Pablo II a los
matrimonios- deseamos renovar junto a vosotros la conciencia del
sacramento, de la que nace y sobre la que se desarrolla la familia
cristiana. Deseamos hacer que despierten de nuevo las potencias
divinas y humanas encerradas en él» 784. «Jamás se puede olvidar
que hay un sacramento, un sacramentum magnum, en la raíz y en la
base de la familia, el cual es signo de una presencia operante de
Cristo resucitado en el seno de la familia, así como es igualmente
fuente inagotable de gracia»785.
Y advertir este carácter de don que la ley comporta, conduce,
entre otras cosas, al optimismo y tono ilusionante que debe
impregnar el esfuerzo de las familias por superar las dificultades.
Las exigencias que la ley de Dios, como mandamiento, impone a las
familias, se pueden observar siempre, si se acude a los medios
adecuados.

3.2. La ley de la gradualidad

El Sínodo ha reconocido, al mismo tiempo, que no siempre es


fácil observar con fidelidad la ley de Dios: «De ningún modo
ignoramos la situación tan difícil y realmente dolorosa de tantos
esposos cristianos, los cuales aun teniendo un sincero deseo de
cumplir las normas morales enseñadas por la Iglesia, no se sienten

782 Cfr. Mensaje, n. 20.


783 Ibídem, n. 11.
784 Homilía a las familias, n. 5
785 JUAN PABLO II, Aloe. (12.X.1980), n. 3, en «L’Osservatore Romano» (edic. en

castellano) (19.X.1980), 11.


LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 260
con fuerzas para practicarlas, por la propia debilidad ante las
dificultades»786. Es, incluso -esta arduidad y esfuerzo-, una
condición inherente siempre a la observancia de la ley, porque «el
dolor de la cruz (...) es parte de la vida de cada uno de los hombres
que, peregrinos en la tierra, intentan seguir a Cristo» 787. Con todo -
continúa el Sínodo-, «aun cuando, a causa de la debilidad humana,
uno no viva de acuerdo con esas exigencias (de la ley de Dios), no
hay razón para desesperarse. ‘No se desanimen, sino que recurran
con humilde perseverancia a la misericordia de Dios 5 (Humanae
vitae, 25)»788.
Y no existe motivo para el desaliento, porque el esfuerzo
humilde y confiado por vivir con fidelidad el plan o ley de Dios -
que, repitámoslo de nuevo, reviste siempre la condición de
mandamiento y don- es «profundamente liberador»789. Eso sí: se
trata de la lucha y esfuerzo que forman parte de la «conversión del
corazón» y del «radical retorno a Dios por el cual uno se despoja
del hombre Viejo’ y se reviste del nuevo5»790, vía necesaria para
entender, primero, y aceptar y vivir, después, el plan o designio de
Dios sobre las familias. Por eso -ha insistido el Sínodo- «se ha de
avanzar siempre por el arduo camino de una fidelidad cada vez
más plena a los mandatos del Señor, acompañados y ayudados -los
esposos- por la Iglesia»791.
Son varias las cosas que, a mi juicio, se deben resaltar aquí. Por
un lado, que el Sínodo en momento alguno da pie para establecer
una ruptura entre la vida y la doctrina, entre la pastoral y la ley. Por
el contrario, constantemente «ha rechazado toda separación o
dicotomía entre la pedagogía que propone un cierto progreso en la
realización del plan de Dios, y la doctrina propuesta por la Iglesia
con todas sus consecuencias, entre las cuales está la de vivir según
la misma doctrina»792. Hay que advertir, también, que una cosa es
la existencia de la ley o la doctrina, y, otra muy distinta, el
conocimiento y la realización personal de la misma mediante la
acomodación, a sus postulados, de la propia vida. Es necesario
tener muy claro que el «ser» de la ley o plan de Dios jamás puede

786 Mensaje, n. 20.


787 Ibídem, n. 11.
788 Ibídem.
789 Cfr. ibídem, n. 20.
790 Ibídem, n. 10.
791 Ibídem, n. 20.
792 Clausura, n. 8.
LA MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA: TEOLOGÍA Y PASTORAL 261
confundirse con el «existir» concreto en unas conductas
determinadas; y también que, en ocasiones, su descubrimiento -el
conocimiento de la ley o plan de Dios por las personas singulares-
sigue un camino gradual y progresivo, en dependencia estrecha con
la fidelidad que, para vivirlo, se está poniendo.
Se puede hablar, por tanto, de una gradualidad o progreso en la
superación y esfuerzo por vivir el plan de Dios sobre el matrimonio
y la familia. También, en el sentido de que se da -y debe darse cada
vez más- una profundización mayor en las exigencias que ese plan
connota, ya que -según se acaba de recordar- paralelamente al
hecho de confor-
mar la propia vida con la voluntad divina, ocurre el hecho de la
penetración más intima en su ley.
Pero este progreso o camino gradual en la «vida» de la ley o
plan de Dios por parte de los hombres jamás «se puede aceptar (...)
si uno no observa la ley divina con ánimo sincero y busca aquellos
bienes custodiados y promovidos por la misma ley» 793. Mucho
menos todavía, si esa «ley de gradualidad» se entendiera como si la
existencia y obligatoriedad de la ley se redujera a su conocimiento
y puesta en práctica en las situaciones concretas: «Pues la llamada
‘ley de gradualidad’ o camino gradual no puede ser una
‘gradualidad de la ley’, como si hubiera varios grados o formas de
precepto en la ley divina para los diversos hombres y las distintas
situaciones»794.
La gradualidad de que habla el Sínodo es, en definitiva, ese
plano inclinado que es necesario subir cada día, «confiando en la
gracia divina y en la propia voluntad», hasta llegar a la
identificación más plena con la voluntad y planes de Dios. Es la
manera que los hombres -mientras peregrinan por la tierra- tienen
de responder a la vocación que han recibido: esa llamada universal
a la santidad.

793 Ibídem.
794 Ibídem.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN, 262
Capítulo XIII

LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN


Y PARTICIPACIÓN»: FUNDAMENTOS
ANTROPOLÓGICOS

La relación hombre-mujer hunde sus raíces en la estructura


más íntima del ser del hombre795. Por eso, si se quiere profundizar
adecuadamente en la identidad de la familia -incluso desde la
perspectiva sacramental del matrimonio-, no cabe otra posibilidad
que la de penetrar en su fundamentación antropológica; ya que esa
realidad -no otra- es la que, por el sacramento, ha sido «elevada y
asumida en la caridad espon- sal de Cristo, sostenida y enriquecida
por su fuerza redentora»796.
Con esa finalidad -analizar las bases antropológicas de la
familia- se escriben estas páginas, aunque considerando tan solo
algunos de sus rasgos más fundamentales: los que, en mi opinión,
contribuyen a poner de relieve que la familia ha de vivirse como
«íntima comunidad de vida y de amor»797. La condición de haber
sido creados -cada uno de los miembros de la familia- «a imagen de
Dios»798, configura, desde su misma estructura, a la familia de tal
manera que deberá realizarse siempre como «experiencia de
comunión y participación»799, y de «comunión interpersonal»800.
La reflexión que hacemos se divide en tres partes: «El hombre,
imagen de Dios Amor» (1); «La familia, comunión de personas» (2);
y «El amor, principio y fuerza de la comunión familiar» (3). En el
fondo -según se desprende de la misma lectura de estos títulos-, es

795 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Gaudium etspes, nn. 12, 24, 25, etc. (en adelante GS).
796 JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 13 (en adelante FC); cfr. GS, nn. 48, 49.
797 GS, n. 48.
798 Cfr. Gn 1, 26ss.
799 Cfr. FC, nn. 42-43.
800 Cfr. FC, n. 15.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 263
un comentario a la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, que
tan de cerca sigue el pensamiento de Gaudium etspes. (De esta
manera, además, se tiene en cuenta la invitación de Juan Pablo II a
los teólogos españoles en Salamanca, cuando les anima a que
procedan en sus reflexiones teológicas de modo similar al seguido
por Gaudium etspes: se debe profundizar en las enseñanzas de esta
Constitución -decía-, y también, de alguna manera, seguir un
método de análisis parecido al adoptado en ese documento por el
Concilio801).

1. El hombre, imagen de «Dios Amor»

Esa recomendación del Papa en Salamanca tiene una aplicación


particular -me parece- cuando se quiere reflexionar sobre el
sentido de la «imagen de Dios» en el hombre. Porque siendo una
cuestión que Gaudium et spess plantea expresamente -¿Qué es el
hombre? ¿Cuál es el sentido de su vocación? 802- el Concilio, para
contestarla, recurre a lo que dice la Revelación, desde el Génesis al
Evangelio, sobre el hombre creado desde el principio «a imagen de
Dios»803.
Ya desde las primeras redacciones de Gaudium et spes fue
deseo constante y casi unánime de los Padres conciliares que, en
ese texto conciliar, la antropología se expusiera de un modo
bíblico804. Por eso, también desde el principio se acude a la
801 Cfr. JUAN PABLO II, Discurso a los teólogos españoles, en Juan Pablo II en España, Madrid 1982,
37.
802 Cfr. GS, n. 12.
803 Cfr. GS, nn. 12-13, 22, 24, 27-28, 32, 38-39, etc. Relatio particularis al Textus Emendatus (Cap.
I), en Acta Synodalia Sacrosancti Concilii Oecumenici Vaticani II, vol. IV, Pars, I, Typis Polyglottis
Vaticanis 1976, 333: «Nihil igitur aliud agendum nisi fontes scrutari, unde dici possit quid sit horno,
ab initio scilicet ad imaginen Dei factum».
804 Cfr. Relatio generalis al Textus Emendatus (Cap. I), en Acta Synodalia..., vol. IV, Pars I, 524: «In
uno quoque autem Triorum capitum Primae Partís (De Ecclesia et condicione hominis), initium denuo
sumitur a veritatibus et problematibus quae omni homini obviam veniunt: quae tamen, quando fas
est, modo biblico exponuntur». Relatio genera- lis al Textus Recognitus (Cap. I), en Acta Synodalia...,
vol. IV, Pars VI, 442: «Novus textus huius capitis servat structuram textus prioris et, inquantum fieri
potuit, etiam ipsum textum. Textus videtur nunc magis ‘biblicus’ et simul humanus».
Gaudium et spes tiene como intención principal, en su primera parte, hablar de la vocación del
hombre, según señala en el mismo título (De Ecclesia et vocatione hominis). Una vez analizada la
situación del hombre en el mundo (nn. 4-11) y planteados los interrogantes que le afectan más
profundamente (cfr. nn. 1-11, 13 etc.), lo que el Concilio busca es dar respuesta a esas cuestiones de
manera que se pueda «conocer simultáneamente y con acierto la dignidad y vocación propias del
hombre» (n. 12). La cuestión, pues, del hombre es la fundamental y esencial de toda la Constitución,
ya que hablar de la vocación y condición del hombre en el mundo es hablar del hombre mismo.
En resumen este es el esquema de la antropología de la primera parte: de los capítulos que aquí
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 264
Escritura para hablar del hombre (aunque en los primeros
Esquemas se hace de manera menos desarrollada y con un orden
diferente). «La Biblia -se dice- nos enseña que el hombre ha sido
creado a imagen de Dios, con capacidad para conocer y amar a su
creador, y que por Dios ha sido constituido señor de la entera
creación visible para gobernarla y usarla glorificando a Dios» 805. En
el mismo texto -según señala la Relatio particularis a este número-,
«se enuncia brevemente la índole social del hombre, creado a
imagen de Dios, como constitutiva de la persona humana» 806.

interesan, el 1, 2 y 3 (el capítulo 4 trata de la Misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo); y, por


tanto, este es el contexto en el que Gaudium et spes se refiere al hombre como «imagen de Dios».
El hombre —se dice en el capítulo 1 dedicado a tratar de La dignidad de la persona— que ha sido
creado «a imagen de Dios» (n. 12), ya «en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad,
levantándose contra Dios» (n. 13). «Por su condición corporal es (en cierto modo) una síntesis del
universo material» (n. 14); pero por su espíritu es superior al mundo entero al que trasciende (nn.
14, 13) y—por su espíritu— descubre en sí mismo —en el interior de su corazón— la presencia del
mismo Dios con el que es capaz de conversar (n. 16). y a quien es capaz de amar y donarse —entrar
en comunión— mediante el uso de su libertad (n. 17), venciendo y superando la misma muerte (n.
18). Por eso el ateísmo contradice directamente a la dignidad humana, al oponerse frontalmente «a la
vocación del hombre a la unión y comunión con Dios» (nn. 19-20).
Esta vocación del hombre a la relación de comunión con Dios es, por eso, vocación a la unión y
comunión con los demás hombres —este es el contenido del capítulo 2, sobre La comunidad
humanasiendo la índole social y comunitaria del hombre tan originaria y esencial como la misma
relación a Dios (n. 24). La perfección de la persona y el desarrollo de la sociedad están mutuamente
condicionados (n. 23), hasta el punto de que no existe verdadera promoción del bien común (n. 26)
sin un respeto auténtico de la persona humana (n. 27), por encima de cualquier diferencia «en
materia social, política e incluso religiosa» (n. 28); y esa igualdad esencial entre todos los hombres
está exigiendo —evidentemente— un mayor reconocimiento social (n. 29). En consecuencia, la
superación de la ética individualista (n. 30) y la responsabilidad y participación social (n. 31) son
actitudes fundamentales del hombre.
El capítulo 3, centrado en la consideración de La actividad humana en el mundo es de alguna manera
el corolario de los dos anteriores. Presentado el problema (n. 33), se pasa a tratar del valor de esa
actividad (n. 34), y cómo debe ordenarse (n. 35) —respetada siempre la justa autonomía de las
realidades terrenas (n. 36), teniendo en cuenta también la deformación de la actividad humana por el
pecado (n. 37) y su posterior restauración y perfeccionamiento en el misterio pascual (n. 38)—, a fin
de que pueda servir a esa relación de comunión con Dios y con los demás hombres: contribuyendo
así a la propia perfección del hombre, con la construcción de los cielos nuevos y la tierra nueva (n.
39).
Pero «hablar del hombre es evocar inmediatamente a Cristo, el origen y la fuente de toda perfección
humana, a la par que su máximo ejemplar» (Praesentatio generalis al Tex- tus EmendatuSy en Acta
Synodalia..., vol. IV, Pars I, 555). Lo que vale y se puede decir de todos los hombres, y de todo el
hombre. Por eso los capítulos de Gaudium et spes dedicados a la antropología se cierran con unos
números de gran densidad cristológica: el n. 22 —Cristo, el Hombre nuevo—, el n. 32 —El Verbo
encamado y la solidaridad humana— y el n. 38 —Perfección de la actividad humana en el misterio
pascual—. Se trata de unos textos que, a la vez que sirven de recapitulación a los capítulos
correspondientes (16), señalan el marco y la óptica, claramente cristológicos desde los que Gaudium
et spes reflexiona sobre el hombre y la actividad humana. (Cfr. A. SARMIENTO, El misterio de Cristo y
el significado de la actividad humana (Contribución al Cristo-centrismo de la Teología Moral), en W.
AA., Cristo, hijo de Dios y Redentor del hombre, Pamplona 1982, 221-224).
805 GS, n. 12.
806 Relatio ad n. 12 Textus Recognitus, en Acta Synodalia..., vol. IV, Pars VI, 443: «Breviter hic
Índoles socialis hominis ad imaginem Dei creati enuntiatur, quia haec índoles ipsam personam
determinat».
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 265
Casi con las mismas palabras, aunque en un contexto muy dife-
rente -hablando sobre las formas y raíces del ateísmo-, vuelve a
repetirse esta misma doctrina: «La razón más alta de la dignidad
humana -se dice ahora- consiste en la vocación del hombre a la
unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado
al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios
que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva y sólo se puede
decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce ese
amor y se confía por entero a su Creador»807. El texto, es verdad, no
hace mención expresa del hombre como «imagen de Dios»; pero, al
hablar de la dignidad humana, usa unas formas de decir, similares a
las que el texto transcrito en el párrafo anterior reserva para
describir los que podrían llamarse rasgos característicos del
hombre como «imagen de Dios». En concreto: la posibilidad de
respuesta personal y libre a su Creador mediante el recono-
cimiento del amor de Dios y la entrega confiada de sí mismo,
precisamente como consecuencia de su condición peculiar dentro
de la creación. Eso es lo que quiere decirse al afirmar que «el
hombre es invitado al diálogo con Dios»: puede, en efecto, entablar
una conversación personal con Dios y establecer una relación de
comunión interpersonal con Él. Así es como «vive en la plenitud de
la verdad», también la de su verdad como hombre.
Se concluye que el hombre, debido a su condición de «imagen
de Dios», tiene capacidad de abrirse a Él por el conocimiento y el
amor; y se deduce también que, por esa forma peculiar de ser
criatura, es el dueño y señor de la creación. La libertad, entonces, es
el «signo eminente de la imagen divina en el hombre» 808: gracias a
ella -dándose cuenta de su condición de criatura con total
dependencia de origen y de destino respecto de Dios-, puede amar
esa íntima ordenación de su ser y hacer que sus obras se acomoden
enteramente con las exigencias fundamentales de ese ser. El
hombre, ciertamente, no tiene en sus manos la posibilidad de
decidir por sí mismo la existencia y la calidad de las relaciones que
le ligan con Dios y con los otros hombres -eso le viene dado y para
no darse debería dejar de ser criatura-; pero sí puede hacer -ahí
está la verdadera actuación de su libertad- que su vida sea el
resultado de una incorporación activa a las exigencias de esas

807 GS, n. 19.


808 Ibídem, n. 17.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 266
relaciones. Se puede decir con verdad que el hombre está en manos
de su propia decisión809.
Siguiendo a Gaudium et spes, de alguna manera cabe señalar ya
las que podrían considerarse como líneas constitutivas de la
«imagen de Dios» en el hombre, y que, por tanto, señalan la
diferencia específica del hombre -también su particular dignidad-
respecto de los restantes seres de la creación visible: la peculiar
manera de relacionarse con Dios y con los demás hombres, con
capacidad de comunicarse con ellos mediante el conocimiento y el
amor; la superioridad sobre el mundo material al que trasciende; y
la capacidad de decidir por sí mismo su propio destino. Y todo ello
como consecuencia de su interioridad, de su espíritul 810.
La condición espiritual es la razón última y fundante de la
peculiaridad del hombre. Ahí está, en definitiva, la causa de que él
sea la «única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí
misma»811. No es un ser más dentro de la creación -un individuo,
algo-; es alguien -una persona- capaz de dirigirse a Dios y entablar
un diálogo personal. Esta capacidad de diálogo con Dios funda a su
vez, de manera necesaria, la capacidad de relación y de diálogo con
los demás hombres. Y de igual manera que el hombre -lo mismo
que las otras criaturas- «sin el Creador se esfuma»812, es decir, sin
relacionarse con Él según el modo propio y específico suyo, así
también «no puede encontrar su propia plenitud sino es en la
entrega sincera de sí mismo a los demás»813. Por eso, el amor es la
única manera verdaderamente humana de relacionarse el hombre
con el hombre, ya que sólo de ese modo se procede -tanto respecto
de sí como en relación con los demás- sin rebajarse o ser
subordinado en ningún aspecto de su ser o de su obrar. De ahí que
la vocación al amor sea la expresión más genuina del hombre como
«imagen de Dios»: «Es imagen de Dios en la medida que puede
amar; se hace semejante a Dios en la medida en que se convierte en
ser que ama»814.

809 Cfr. ibídem. En este número —según advierte la Relatio adn. 17 al Textus Recog- nitusy en
Acta Synodalia..., vol. IV, Pars VI, 444— no se tiene presente a la libertad de los h¡j os de Dios, sino la
libertad del hombre en cuanto criatura racional. Cfr. también, Ex- pensio Modorum al Textus denuo
Recognitus, en Acta Synodalia..., vol. IV, Pars VII, 385: «Primum opponitur voluntati Patrum, qui
voluerunt, ut libertas filiorum Dei non mis- ceatur cum libértate arbitrii, de qua in hoc numero».
810 Cfr. GS, n. 14.
811 Ibídem, n. 24.
812 Ibídem, n. 36.
813 Ibídem, n. 24.
814 J. RATZINGER, Matrimonio y familia en el plan de Dios, en «L’Osservatore Romano» (24.1.1982)
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 267
Esta es también la línea que sigue Familiaris consortio cuando
desarrolla su visión del hombre como «imagen de Dios». Como
criatura -viene a decir el Papa-, el hombre lleva de alguna manera
impreso en sí mismo el plan de Dios sobre el matrimonio y la
familia. Porque, como «Dios es amor» —es decir, un ser en
relación—, y el hombre ha sido creado «a imagen de Dios», la
relacionalidad o «el amor es la vocación fundamental e innata de
todo ser humano»815. Una vez que Él ha decidido crearlo «a su
imagen», la vocación al amor de tal manera pertenece a la
estructura del hombre que -se decía antes- éste se desvanecería sin
aquélla.
Esta estructura íntima del hombre, «imagen de Dios-Amor»,
determina desde sus mismos fundamentos el comportamiento
humano y tiene, en consecuencia, una decisiva importancia,
existencial y práctica, en el campo de la moralidad. Porque, entre
otras cosas, pone de relieve la primacía de la interioridad y el valor
primero y fundante del «ser» sobre el «obrar». Las normas y los
preceptos, que son necesarios, están orientados a favorecer la
decisión personal y libre que le corresponde al hombre, en cuanto
«imagen de Dios». Y por eso la obediencia a la letra de los
preceptos importa menos que la penetración en los sentimientos y
espíritu propios del «ser imagen»: es decir, lo verdaderamente
decisivo no es repetir -imitándole quizá- las acciones del Señor,
sino identificarse con Él por el amor y, como consecuencia, realizar
su misma actividad. Esa es la manera de proceder como verdadera
«imagen de Dios», al actuar y tener por sí mismo -en la verdad- la
decisión de la propia vida y libertad 816
La participación en el Ser de Dios -hay que notarlo bien en el
tema de la «imagen de Dios» en el hombre- no se realiza sólo en
cuanto al espíritu; también se lleva a cabo a través del cuerpo. El
hombre «es imagen de Dios» también en su dimensión corporal, en

(ed. castellana), 13.


815 Cfr. FC, n. 11.
816 Parecerse a Dios es uno de los quehaceres determinantes de la actividad humana y,
concretamente, de la cristiana. La moral cristiana —también humana— es una moral de imitación
que ha de ser cada vez más perfecta, ya que así lo exige el Modelo —Dios—, cuya «imagen» el hombre
porta: la imitación de Dios es una exigencia esencial del «ser imagen». Se trata, pues, de imitación que
es consecuencia de una participación íntima en la condición de «imagen de Dios», y que, gracias a la
Encarnación, alcanza su más profunda realización y sentido con la filiación. A partir de ahí, la
semejanza no es ya la del discípulo que llega a igualar a su maestro, sino la de quien participa la
misma naturaleza y puede, así, portarse de la misma manera, porque se vive la misma vida. Se trata,
entonces, de mostrarse hijos, viviendo ese rasgo de semejanza al Padre que nos ama. Cfr. C. SPICQ,
Teología moral del nuevo Testamento, II, Pamplona 1973, 763.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 268
su humanidad, en la unidad de su cuerpo y de su espíritu.
Consiguientemente, hay que evitar toda especie de dualismo al
hablar del ser humano y al referirse al cuerpo y al espíritu del
hombre, «espíritu encarnado». Pero a la vez hay que subrayar con
todo el vigor que la dignidad del cuerpo se funda en el hecho de
estar informado por el espíritu 817; es decir, participa de la con-
dición de «imagen de Dios» por su unidad con el espíritu. De ahí
que Juan Pablo II pueda decir que «el amor abarca también al
cuerpo humano y el cuerpo humano se hace partícipe del amor
espiritual»; y que «el hombre está llamado al amor en esta totalidad
unificada»818. No hay amor humano auténtico si el cuerpo y el
espíritu no están comprometidos del todo y a la vez, es decir,
cuando no se ama con la totalidad de ese ser «espíritu encarnado».
En esta unidad de espíritu y cuerpo, y en la superioridad de
aquél sobre la materia, radica, además, la verdadera promoción y
dignidad del cuerpo, que jamás puede reducirse a ser «cosa» o
simple materia. El cuerpo es expresión del espíritu y el cauce de la
interioridad. En definitiva, se llega a la conclusión de que el hombre
-«espíritu encarnado»- sólo se encuentra como persona a través del
cuerpo y la corporalidad.
Las consecuencias son claras para la valoración del lenguaje de
la sexualidad, que, como expresión del amor humano, no es algo
meramente biológico sino que «afecta al núcleo íntimo de la
persona en cuanto tal»819. Es la persona, y no las cosas de la
persona, la que está comprometida en el ejercicio de la sexualidad.
La expresión «te quiero», con la que hablan de su amor los que se
aman, tiene -en consecuencia- una profunda significación
antropológica: es la persona -sólo la persona- el verdadero objeto
del amor: te quiero a ti por ti mismo, y no por otra cosa.

2. La familia, comunidad de personas

El amor es la manera auténticamente humana de relacionarse

817 Cfr. Relatio ad n. 14al Textus Recognitus, en Acta Synodalia..., vol. IV, Pars VI, p. 443: «Ad
satisfaciendum desideriis plurium Patrum ‘de anima’ non in n. 13, sed iam hic una cum corpore
sermo fit. Sic melius evitatur species dualismi; unitas enim animae et corporis melius efertur
(E/5633, E/3473) et ostenditur dignitatem corporis humani eo fundari, quod anima inmortali et
spirituali informatur (E/3626, El 3747, 5475)».
818 FC, n. 11.
819 Ibídem.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 269
el hombre con el hombre, en cuanto «imagen de Dios». Sólo de esa
manera, a los otros se les ama por sí mismos -como personas-, y
sólo de esa manera el que ama así procede también como persona.
Sin embargo, para que sea verdaderamente familiar -y, en su caso,
matrimonial-, es decir, para que sea fundamento y manifestación
de esa íntima comunidad de vida y de amor que es la familia, ese
amor ha de estar configurado con unas características exigidas por
la humanidad del hombre, «espíritu encarnado».
El hombre y la mujer son naturalezas humanas completas y, en
cuanto tales, no necesitan de la unión con el otro sexo para
desarrollarse plenamente como personas. Por otra parte, la
masculinidad y la feminidad afectan a las zonas más profundas del
hombre y de la mujer, que de esa manera -en cuanto personas-
quedan afectados por la modalidad sexual masculina o femenina.
Por eso, la condición personal del hombre y de la mujer, siendo
igual en ambos casos, actúa, sin embargo, según la modalidad
masculina en el hombre y según la femenina en la mujer. De ahí que
el hombre y la mujer puedan relacionarse entre sí como personas,
haciendo abstracción de su condición de hombre y de mujer. Y -
teniendo en cuenta esa modalidad- puedan también limitar su
relación a aquellos aspectos que no son los específicos del hombre-
esposo (marido) y de la mujer-esposa (mujer). Pero si se relacionan
como marido y mujer -lo propio del amor matrimonial-, entonces
ese amor ha de dirigirse necesariamente al tú personal del otro en
cuanto sexualmente distinto y complementario. Eso es lo que
quiere decir amarse conyugalmente o como marido y mujer.
Del hombre y la mujer depende llegar a ser esposo y esposa.
Pero, en el momento en que libremente disponen entregarse como
don el uno al otro y convertirse en marido y mujer, surge entre
ellos el deber de amarse según esa manera propia, como marido y
mujer, como comunidad conyugal. Hasta entonces eran libres -
estaba en su potestad poder llegar, o no, a ser marido y mujer-;
pero después de tomar la decisión de convertirse en marido y
mujer, el único poder que tienen -en lo que radica su libertad- es
amarse, el deber de amarse como marido y mujer. Porque, gracias
al consentimiento y entrega mutua, es decir, «en virtud del pacto de
amor conyugal, el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola
carne (Mt 19,6; cfir. Gen 2,24)»820. Y a partir de entonces el hombre

820 Ibídem, n. 19.


LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 270
y la mujer, permaneciendo los dos como personas -cada uno de los
esposos es en sí naturaleza completa e individualmente distinta-,
son en el amor conyugal, en cuanto virilidad y feminidad -a lo que,
ciertamente, está unido lo personal- una única unidad. Ha surgido
entre ellos el vínculo conyugal, por el que de tal manera
constituyen una comunión y unidad real en lo conyugal, que el
hombre pasa a pertenecer a la mujer en cuanto esposo, y la mujer
es pertenecida del hombre en cuanto esposa. «El matrimonio es un
sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne; como dice con
expresión fuerte la teología, son los cuerpos mismos de los
contrayentes su materia. El Señor santifica y bendice el amor del
marido hacia la mujer y de la mujer hacia el marido: ha dispuesto
no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos»821. Hasta el
punto de que cada uno de ellos ama al otro -debe amarlo- no sólo
como a sí mismo -como a todos los demás hombres-, sino con el
amor de sí mismo, siendo una sola carne; el amor del esposo a la
esposa, y viceversa, es el amor de sí mismo.
Por eso, al amor conyugal -consecuencia y derivación de esa
unidad indivisible: «no ser dos sino una sola carne»- le es esencial
la totalidad. Una totalidad que comprende obligatoriamente -como
deber- todo lo que se relaciona con lo conyugal; pero nada más. En
la historia de ese amor conyugal -para que la convivencia entre el
marido y la mujer resulte efectivamente feliz- tiene una gran
importancia el hecho de compartir los mismos gustos, aficiones,
etc.; pero, en cuanto amor y comunión conyugal, no pide ni puede
exigir la entrega de esas facetas de la persona que no están
implicadas en lo conyugal: sólo tiene como deber la totalidad en lo
conyugal. Ahí sí se requiere que se entregue todo sin reservas. Y la
primera exigencia de esta totalidad es, precisamente, la unidad y
exclusividad: de uno con una.
Una característica -la unidad indivisible de la comunión
conyugal- que es reclamada como indispensable por la misma
unidad substancial del esposo y de la esposa, como personas.
Porque si, aunque sólo fuera con el pensamiento, no observaran esa
dimensión de exclusividad y unidad en su amor y relación
conyugal, estarían procediendo como si la virilidad y la feminidad -
que ya no les pertenecen- fueran separables de cada persona, única
e irrepetible. Lo que ocurre es exactamente lo contrario: la

821 SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ, ES Cristo que pasa, Madrid 1976, n. 24.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 271
feminidad y la virilidad, por ser modalizaciones de la persona, son
absolutamente inseparables de la persona. En realidad, no son más
que dimensiones personales y, en consecuencia, no se dan sin la
persona única e irrepetible, cuya corporeidad hace que sea
masculina o femenina. Por eso, en definitiva, la unidad de la
persona -que no se puede romper- hace que el amor conyugal sea
exclusivo. En otro caso, no se amarían como esposo o esposa,
porque tampoco se amarían como personas: su amor no sería
auténticamente humano.
De esta manera se descubre, además, que la unidad y
exclusividad de la comunión conyugal está exigida también por «la
igual dignidad personal del hombre y de la mujer» 822. Las
relaciones del hombre y la mujer sólo pueden llevarse a cabo en
términos de igualdad, porque en el nivel de la condición personal la
paridad es total entre el hombre y la mujer -son igualmente únicos
e irrepetibles-, y porque la masculinidad y la feminidad no son más
que dos modos de ser, del cuerpo humano. Lo que, ciertamente, no
sucedería en el amor conyugal, si éste no fuera exclusivo, entre el
esposo y la esposa. No sólo rompen o van contra la comunión
conyugal la poligamia, la poliandria, las diversas formas de uniones
sucesivas o simultáneas..., sino cualquier forma de reserva o
egoísmo que pueda darse en la vida y unión conyugal.
Por otro lado -y esto es lo verdaderamente importante-, se ve
cómo la comunión de los esposos -derivación y manifestación de
esa unidad en la carne- ha de crecer y fortalecerse en la vida de
cada día «mediante la voluntad de compartir todo su proyecto de
vida, lo que tienen y lo que son» 823. Se trata por tanto, de vivir, con
el esfuerzo constante, una unidad de corazón y afecto, de
pensamiento e interés, como fruto de la unidad indivisible
matrimonial. Una unión que ha de darse en todos los niveles -del
cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y la voluntad,
del alma- y que ha de desarrollarse y crecer más y más, cada día.
Esta consideración del matrimonio, como comunión del
hombre y la mujer en cuanto esposos, lleva como de la mano a la
consideración de la comunión más amplia de la familia. El amor
conyugal de los esposos, al dirigirse a la totalidad de su condición
de marido y mujer, no puede excluir ninguna de las dimensiones

822 Cfr. GS, n. 49; FC, n. 19.


823 FC, n. 19.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 272
fundamentales de ese ser marido y mujer, la primera de las cuales
es la posible paternidad o maternidad. Y de esta manera el amor
entre marido y mujer -el matrimonio- se abre por su mismo
dinamismo a la familia, y es su fundamento natural. Porque la
paternidad y la maternidad, por tener como término una persona
humana -eso es el hijo-, jamás deben reducirse al hecho biológico
de la procreación: requieren que el hijo sea engendrado y
acompañado, como persona, a lo largo de toda su existencia. Y esto
únicamente puede acontecer en la familia de fundación
matrimonial, ya que sólo entonces al hijo se le ama por lo que es, en
su desnuda irrepetibilidad y con independencia de otros valores y
funciones.
Además, por tanto, de la relación conyugal -la propia de los
esposos- existe, dentro de la familia, un conjunto de relaciones
interpersonales -la paternidad/maternidad, la filiación, la
fraternidad, etc.- de las que no es posible prescindir jamás, si se
quiere que la vida de familia sea una verdadera comunión de
personas. El amor, por ser racional y libre, no puede dirigirse hacia
su objeto de una manera indeferenciada, como si todos los seres
fueran iguales; por el contrario, debe observar siempre en esa
relación propia del amor todas las características y condiciones de
ser y bondad que se dan en la persona amada -amarla por sí misma,
como es en sí y con todas las relaciones con que está configurada,
v.g. ser padre o madre, hijo, hermano, etc.-; y, al mismo tiempo,
observando siempre la propia condición personal que también está
configurada con unas determinadas relaciones -las de ser padre o
madre, hijo, hermano, etc.-. En la base del amor entre los miembros
de la familia, se encuentra la amistad -debe darse entre ellos una
relación de afecto-; pero esa amistad reviste unas características y
connotaciones específicas que la configuran con una identidad
determinada: como amor de padre o madre, de hijo, de hermano,
etc. Es, por tanto, el amor de amistad que, por darse entre personas
relacionadas entre sí con unos vínculos especiales, se convierte -
por eso mismo- en amor paterno o materno, filial, fraterno, etc. Lo
que no autoriza a negar el hecho de que, existiendo a veces los
lazos reales de la paternidad, maternidad, filiación, fraternidad,
etc., no se dé, sin embargo, ninguna forma de amistad, de amor.
Este amor -y la comunión consiguiente- se funda primaria y
originariamente en la carne y en la sangre: lo que existe primero es
el hecho de ser padre, madre e hijo, hermano, etc., respecto de esa
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 273
otra persona con la cual se relaciona cada uno de los miembros de
la familia en cuanto forma parte de esa misma familia. Pero, por
tratarse del amor de una persona, lo que es verdaderamente
importante en el amor de padre, madre, hijo, hermano, etc., es la
libre decisión de actuar de acuerdo con la condición que tienen
tanto el que ama como la persona amada. Y en este aspecto, es
donde cabe hablar de crecimiento y perfeccionamiento en el amor,
y, por lo mismo, en la comunión familiar: siempre se puede
profundizar más y mejor en el conocimiento de uno mismo y de los
demás miembros de familia -en lo que es ser padre, madre, hijo, etc.
y en lo que esa condición conlleva-, y, además, siempre es posible
un mayor esfuerzo por acomodar más exactamente la conducta al
ideal de relaciones familiares previamente conocido. Con
propiedad -por eso- se dice que, en la existencia de la familia, se
dan unos vínculos más fuertes y ricos -los del espíritu- que los
mismos de la sangre.
La familia es, entonces, la garantía del amor matrimonial de los
esposos, de la autenticidad de sus relaciones y comunión personal;
y también, de la autenticidad de las relaciones entre todos los
demás miembros que la integran. Y lo es, porque hace posible que
todos puedan relacionarse entre sí según su ser y características
propias: como personas que son esposo y esposa, padre y madre,
hijos, hermanos, etc.
Cada miembro de la familia tiene que ayudar y colaborar con
los demás en la construcción de la familia, eso sí, según su cometido
propio y específico. Sin embargo, esa ayuda imprescindible
comienza necesariamente por hacer que cada uno desempeñe en
primer lugar su función propia: de padre o madre, de hijo, de
hermano, etc. Ahí es insustituible. Con la firme persuasión de que,
debido a que es parte fundamental de la personal vocación,
siempre será posible acertar y sacar con éxito esa misión: el
cuidado a los demás, el servicio recíproco de todo los días según la
manera que a cada uno le es propia, es el modo de corresponder a
Dios, contribuyendo por ello a la unión y comunión familiar.
Por eso, la familia, el lugar en que al hombre se le ama por sí
mismo, y no por lo que tiene, está llamada a realizar la gran tarea
de humanizar, de hacer verdaderamente humana a la sociedad;
respondiendo de esa manera a su condición de célula primaria y
vital de la sociedad. Y lo consigue, haciendo humano al hombre,
construyendo la verdadera humanidad del hombre. Lo más
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 274
característico del «ser» y «existir» personal del hombre es que sea
y exista por sí mismo. El hombre, como todos los demás seres
creados, ha recibido su ser y existencia de Dios, es decir, el hombre
no tiene en sí mismo la razón de su existencia; pero de tal manera
ha sido creado que sí tiene en sí mismo la explicación de su manera
determinada de existir: es él, el que con su libertad decide ver-
daderamente cómo realizar, de hecho, esa existencia. Por eso, el
crecimiento y educación personal del hombre ha de consistir
necesariamente en que el hombre actúe cada vez con una mayor
libertad, es decir, cada vez más por sí mismo en la decisión sobre el
modo de llevar a cabo su existencia. (Aunque como es evidente, tan
sólo sus decisiones serán acertadas y llevarán de hecho al
verdadero perfeccionamiento de sí y de su libertad, cuando se
ajusten y conformen con el bien que debe ser elegido. Es la
consecuencia necesaria de su condición creada). Y, en conse-
cuencia, la condición personal del hombre exige también que los
demás le amen por sí mismo, que le respeten en el ejercicio de esa
capacidad que -por ser hombre- tiene de decidirse y construir su
vida por sí mismo. Ahí reside la verdadera humanización del
hombre.
Eso es lo que de manera natural acontece en la familia, donde
la dignidad personal es el único título de valor y las relaciones
interpersonales se viven teniendo como norma la ley de
«gratuidad».

3. El amor, principio y fuerza de la comunión familiar

Según se decía antes, el amor -la forma de relacionarse, el


hombre, con autenticidad y verdad con los demás- «es la vocación
fundamental e innata de todo ser humano» 824 Y, en consecuencia,
esa es también la vocación primera y fundamental del matrimonio
y la familia, como comunión y comunidad de personas. «Sin el amor
-dice el Papa- la familia no es una comunidad de personas», «sin el
amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como
comunidad de personas»825
Pero no todas las formas con que los hombres se relacionan

824 Ibídem, n. 11.


825 Ibídem, n. 34.
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 275
entre sí, sirven para conducir a la familia a realizarse como
comunidad de personas; y, consiguientemente, tampoco
contribuyen al crecimiento y formación personal. Y no sirven —
sencilla y llanamente— porque no son manifestación y revelación
del amor.
El amor, en primer lugar, supone libertad, es un acto propio de
los seres espirituales. Para amar a alguien, es necesario advertir
previamente su presencia, y después querer voluntaria y
libremente esa persona previamente conocida. El que ama sólo
puede ser un ser inteligente -que se da cuenta de la presencia de
alguien digno de ser amado-, y dotado, además, de voluntad libre,
capaz de elegir y decidirse por el que conocido previamente como
digno de ser amado. Por eso, el amor es algo propio y exclusivo de
la persona, es un acto exclusivamente personal; en el sentido de
que sólo la persona puede amar, y también en el sentido de que
únicamente son actos de amor personal, aquellos que el hombre re-
aliza con la intervención de su inteligencia y voluntad.
Precisamente ésta es la razón de que el que ama -y, en
consecuencia, el amor- no pueda relacionarse con su objeto de una
manera indiferenciada, como si todos los seres amados y amables
fuesen iguales, como si todos tuviesen la misma entidad de bien.
Para proceder de una manera «racional», es decir, de acuerdo con
la condición personal propia del ser humano, es necesario que se
ame toda la entidad de bien que tiene el ser amado, que se amen
todas las relaciones que le configuran como bien en sí y para el que
ama. En otro caso, se daría una degradación en el amor; y no sólo
porque se rebajaría y tendría en menos al ser amado -en el caso de
la persona, ya no se le amaría como es en sí, por sí misma-, sino
porque el que amara de esa manera tampoco lo haría observado su
condición racional: por esa no debida valoración del ser amado, al
no respetar alguna de sus relaciones, habría dejado de obrar
racionalmente, como persona con entendimiento racional.
Para poder hablar de amor verdadero no es suficiente, sin
embargo, que haya desaparecido la indiferencia respecto del ser
amado. Además se requiere que el que ama quiera al ser amado en
cuanto bien; y, cuando el bien amado es una persona, que el que
ama quiera unirse, quiera la común unión con la persona amada.
Cierto que «en cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se
expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal, el hombre
LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 276
está llamado al amor en esta su totalidad unificada» 826,
y que, en
ese contexto, se pueden establecer grados, en el amor; pero esos
diferentes grados, para que sean y se consideren de verdad
manifestaciones auténticas del amor humano, han de ser asumidos,
en última instancia, en el amor personal. En tanto que la atracción
instintiva o sensitiva no es asumida por la voluntad racional y libre,
no hay propiamente amor humano; y no lo hay porque hasta
entonces el hombre no actúa de modo verdaderamente personal,
con libertad: ésta, en efecto, reside en la voluntad racional y no en
el instinto o los sentidos.
Pues bien, la integración acertada de los diversos grados que
necesariamente deben observarse en el amor familiar, se consigue
cuando este amor se vive como comunión. Sólo entonces, en efecto,
en el trato de unos miembros con otros, se viven ese conjunto de
relaciones interpersonales que son propias de las personas que
constituyen la familia -la relación conyugal, de
paternidad/maternidad, de filiación, de fraternidad...-; y, por tanto,
sólo entonces se contribuye a la formación de la persona, y sólo
entonces la persona -cada uno de los miembros de la familia- queda
introducida de verdad -como persona- en la familia humana.
Porque únicamente en ese ámbito cada uno de ellos advierte lo
bueno de los demás, y, al margen de que espontáneamente se
sienta, o no, atraído hacia ellos -hacia eso bueno-, considera que los
demás son dignos de amor y, como consecuencia, decide
libremente amarlos: darse y entregarse a ellos. El amor-comunión,
por tanto, supone una elección e integrar dentro de ella -
purificándolas cuando sea necesario- las manifestaciones
espontáneas del amor-sentimiento.
En la base de este amor-comunión está, evidentemente, la
amistad, esa inclinación permanente y continuada por la que los
miembros de la familia se quieren y aman con una relación afectiva
perdurable, como amigos. Es deseable, además, que se dé ese amor
espontáneo que se origina ante la presencia o el recuerdo de la
persona amada. Pero lo verdaderamente decisivo es el amor de la
voluntad: la decisión libre de la voluntad, fundada en la reflexión y
en el juicio de la razón, de amar y unirse a la persona amada. Lo
que -como se acaba de apuntar- no quiere decir que el amor
instintivo carezca de sentido, o que deba entenderse como una

826 Ibídem, n. 11.


LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 277
realidad del todo separable del amor de la voluntad racional;
únicamente significa que en el amor humano, para que verda-
deramente sea humano y personal, todo -pasiones, sentimientos,
etc.- ha de subordinarse e integrarse en la voluntad racional.
Son del mayor interés estas observaciones en relación con el
amor, en cuanto principio y fuerza de la comunidad conyugal y
familiar. En primer lugar porque, si bien es verdad que se puede
decir que el amor ha de ser la condición propia de todos los
comportamientos de la familia para sacar adelante la tarea de la
formación de las personas, hay que advertir enseguida que se trata
de un amor con unas características definidas y determinadas,
según los casos. Es el amor de amistad e integra dentro sí -
ordenándola- la atención espontánea; pero es muchísimo más.
Entre los esposos, ese amor debe adoptar la modalidad de ser
conyugal, es decir, basarse en la diferenciación sexual del hombre y
de la mujer, distinguiéndose, en consecuencia, de todo otro amor,
por su específico carácter sexual y procreador. En el amor conyugal
debe haber siempre una dimensión personal -se ama a la persona
del otro-, pero al mismo tiempo, y como lo propiamente específico
y determinante, es necesario que el amor se dirija al otro en cuanto
persona sexualmente distinta y complementaria; y, por eso, la
apertura a la fecundidad es una característica esencial del amor
conyugal auténtico. Los cónyuges, en sus mutuas relaciones, deben
actuar siempre de acuerdo con esa condición propia de su amor, e
integrar en él -mediante la libre decisión de la voluntad- todo el
abanico de relaciones que les une; aunque, ello, en ocasiones, exija
ir en contra de lo que el instinto tal vez reclame. Sólo de esta
manera, vivirán la sinceridad de su amor.
En un primer momento, quizá fue el amor-sentimiento y la
mutua atracción lo que les llevó a amarse, a elegir el uno al otro con
una voluntad racional y libre. Pero, una vez que fue tomada esa
decisión mediante el consentimiento matrimonial, y se han
convertido en marido y mujer, el amor que debe existir entre ellos
es siempre conyugal. Y, conviene subrayarlo, como algo debido. A
partir de ese consentimiento existe entre ellos el compromiso de
amarse: se deben amar, porque son, el uno es para el otro, esposo o
esposa, es decir, el uno es para el otro verdadera parte de sí
mismo827.

827 Cfr. Ef, 5, 28-33.


LA FAMILIA COMO «EXPERIENCIA DE COMUNIÓN Y PARTICIPACIÓN) 278
En parecidos términos se puede hablar de las relaciones entre
padres e hijos y de los demás miembros entre sí. El amor es
principio y fuerza de la familia; pero se trata de ese amor específico
que permite realizar la comunidad familiar.
Capítulo XIV

LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA

La función social forma parte principal de la misión de la


familia. Es una dimensión que en grado y niveles diferentes
impregna desde dentro todas y cada una de sus actividades y
trabajos. De esa labor social son cometidos fundamentales -junto a
muchos otros- el testimonio fiel de los esposos a las exigencias de
unidad e indisolubilidad propias de su amor conyugal; la
generosidad en la transmisión responsable de la vida, sin miedo a
la formación de familias numerosas; el cuidado por la educación de
los hijos, con el deber -si fuera preciso- de exigir la defensa y
protección de sus deberes/derechos fundamentales; la
participación en la configuración de la sociedad a fin de conseguir
unos ordenamientos jurídicos, políticos, económicos, etc.
respetuosos con la dignidad humana; etc. Y son también múltiples
los modos como la familia lleva adelante esta tarea, tanto dentro
como fuera del ámbito familiar.
En estas páginas, la atención se centra en la consideración de
esa labor social que «debe caracterizar la vida diaria de la familia [y
que] representa su primera y principal aportación a la
sociedad»828, la que se refiere al desarrollo de la sociabilidad del
hombre y de su inserción en la sociedad. En relación con esta
cuestión, lo que aquí se pregunta es: a) si la familia tiene un
cometido propio y original, y b) en caso afirmativo, si existen unos
modos específicos para sacarlo adelante. Se considera, por tanto, el
tema de la naturaleza y el fundamento de la participación de la

JUAN PABLO II, Exh. Apost. Familiaris consortio, n. 43 (en adelante FC).
familia en el desarrollo y perfeccionamiento del hombre y de la so-
ciedad.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 277
1. Originalidad y peculiaridad de la participación
DE LA FAMILIA EN EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD

La índole propia de la participación de la familia en el


desarrollo de la sociedad está ligada a la naturaleza de las
relaciones que existen entre la familia y la sociedad. En el fondo,
deriva del hecho de que la familia es la «célula básica y
fundamental de la sociedad»: en la familia y de la familia nacen los
miembros que forman la sociedad, y la familia es el lugar natural
donde se viven y desarrollan con características propias las
virtudes que conforman la vida de y en la sociedad. La peculiaridad
de la función social de la familia depende de que en ella se ponen y
desarrollan los cimientos de la sociedad: el hombre.
Además, en la naturaleza de esas relaciones (entre el hombre,
la familia y la sociedad) se encuentra también el principio de la
articulación que ha de darse siempre en los diversos servicios
prestados al hombre, tanto si se considera la familia en sí misma
como si se tienen en cuenta las diversas instituciones, instancias,
etc. que tienen como función propia realizarlos.
El servicio a la vida es el cometido fundamental de la familia 829
y comporta inseparable e ineludiblemente la misión de la
humanización del hombre. Dado que el hijo es una persona, en cuya
estructura esta inscrita la vocación a realizarse y a la perfección, la
misma procreación funda y determina -como una exigencia interior
de su verdad- la calidad de la participación de la familia en la
educación y humanización del hombre. «La familia [...] es el lugar
privilegiado y el santuario donde se desarrolla toda la aventura
grande e íntima de cada persona humana e irrepetible» 830.
Esta misión humanizadora de la familia tiene como
característica la de ser esencial831, tanto si se analiza desde el
interior como desde fuera de la familia. La razón está en que debe
considerarse como prolongación de la transmisión de la vida que,
por encima de cualquier otra consideración, es misión propia y
específica de la familia. La minusvaloración de esta función afecta
de tal manera a la familia que no sólo a los hijos se les priva del
desarrollo armónico de su personalidad -por lo menos en el

829 Ibídem, n. 28.


830 JUAN PABLO II Aloe. (3.1.1979), n. 6, en A. SARMIENTO-J. ESCRIVÁ, Enchiri- dion Familiae, III,
Pamplona 2003 (2a edic.), 2261.
831 Cfr. CONC. VAT. II, Decl. Gravissimum educationis, n. 3; cfr. FC, n. 36
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 278
aspecto único irrepetible de la relación paternofilial-, sino que los
mismos padres se ven afectados negativamente en el
enriquecimiento de su persona, ya que ésta no se desarrollará en
esa dimensión esencial -la educativa- de la paternidad y la
maternidad.
En relación con el hombre y el servicio de otras instancias en la
humanización del hombre la misión de la familia es, además,
original y primaria832. Se ve enseguida con sólo advertir la
naturaleza de los vínculos que unen a la familia con el hombre. En
efecto, todas las demás formas de relación del hombre -en cuanto
hombre- son posteriores y se apoyan en la relación paterno/filial,
fraterna, etc. Los vínculos de la familia son tan primarios y
originales que los hijos se pueden considerar como la prolongación
de los padres: éstos viven de alguna manera en los hijos.
Por eso, la función de la familia en la humanización del hombre
y de la sociedad es insustituible e inalienable833. Para que el hombre
sea respetado y valorado según su intrínseca dignidad personal
debe ser amado por sí mismo -sin subordinarle-, es decir, teniendo
en cuenta los aspectos y dimensiones que le configuran como
persona, de las que la primera y más fundamental es la filiación. De
ahí se concluye que el amor paterno y materno -al que por la carne
y la sangre corresponde la filiación- es el alma y la norma que debe
guiar la formación de los hijos. Es el alma y la norma porque
primero es el origen y su fuente.
Pero no se acaba ahí -en esa actividad ad intra- la participación
de la familia en el desarrollo de la sociedad. Como exigencia
irrenunciable de su propia autorrealización, le corresponde
también una función social específica fuera del espacio familiar,
que consiste sobre todo en actuar y tomar parte en la vida social
como familia y en cuanto familia. Es una tarea que deben realizar
«juntos los cónyuges en cuanto pareja y los padres e hijos en
cuanto familia»834, precisamente como prolongación de la
comunidad de vínculos de sangre que les une.
De manera análoga a como en las personas singulares no cabe
establecer una dicotomía entre la dimensión personal y social de su
actividad, ni tampoco es posible limitar la función social a un
determinado campo, eso mismo hay que afirmar del existir de las

832 Cfr. ibídem.


833 Cfr. ibídem.
834 Ibídem, n. 50.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 279
familias. Se trata, por otro lado, de una coherencia que forma parte
de la verdad de la familia y de unas tareas que la familia ha de
realizar sola y asociada con otras familias hasta llegar -incluso- a la
constitución de un nuevo orden internacional. Hay que señalar
también que no todas las formas de ser y existir de la familia sirven
para la humanización del hombre o se pueden considerar
participación en el desarrollo de la sociedad: para contribuir al bien
integral del hombre -en eso consiste la humanización-, es necesario
que la familia sea y actúe de una manera absolutamente respetuosa
con ese conjunto de bienes y valores que la describen como
«comunidad de vida y amor»835.

2. La familia como lugar de comunión

La familia desempeña este cometido propio y especifico


primera y principalmente a través de la vida familiar: cuando ésta
se desarrolla como una auténtica comunidad de personas en la que
cada uno de sus miembros es valorado según toda su entidad de
bien, es decir, de acuerdo con la dignidad personal de cada uno,
modalizada por la condición de esposo, padre, madre, hijo,
hermano, etc. Eso sólo tiene lugar cuando el amor funda, impregna
y vivifica los lazos que vinculan a los esposos, a los padres, a los
hijos, etc.
En el caso de «comunidad conyugal» -sobre la que se
fundamenta la familia como «comunidad de personas»- ese amor
debe adoptar la modalidad de ser conyugal, es decir ha dirigirse a
la persona del otro en cuanto sexualmente distinta y
complementaria. Precisamente por ello los significados unitivos y
procreador, en cuanto dimensiones inmanentes a la sexualidad, son
una exigencia interior de la verdad del encuentro interpersonal,
propio del amor conyugal. Los esposos han de integrar en la
dinámica de este amor -mediante la libre decisión de su voluntad-
el conjunto de afectos y vínculos que les unen. En un primer
momento, quizá, fueron el sentimiento y la atracción mutua, la
amistad, etc. lo que les llevó a amarse. Pero una vez que por el
consentimiento matrimonial ha surgido entre ellos el matrimonio,
existe, como deber, amarse conyugalmente: es la consecuencia de

835 Cfr. CONC. VAT. II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 48.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 280
ser «una sola carne»836.
Además de la relación conyugal -la propia de los esposos-,
existen dentro de la familia un conjunto de relaciones
interpersonales que han de observarse fielmente, si se quiere que
la vida de familia sea una verdadera comunión de personas: de los
padres y los hijos, de los hermanos entre sí, de los parientes, etc.
Porque el amor auténticamente humano y personal, no puede
dirigirse hacia su objeto de una manera indiferenciada, como si
todos los seres amados fueran iguales; por el contrario, ha de
aprobar todas las características que configuran la condición del
amado y al mismo tiempo se ha de observar la propia condición,
que también está conformada con unas concretas modalizaciones,
v.g., de padre, hijo, etc.
El amor de la familia es un amor de amistad con unas
connotaciones y dinamismo tales que lo identifican con una
identidad propia: como amor conyugal, paterno o materno, filial,
fraterno, etc. Como consecuencia -y a la vez exigencia- de darse
entre unas personas relacionadas entre sí con unos vínculos
específicos, esa amistad se convierte, por eso, en amor conyugal,
paterno, materno...
El amor y la comunión interpersonal se fundan
originariamente en la carne y en la sangre: lo que existe primero es
el hecho de ser esposo, padre, hijo, etc.; pero, por ser un amor
humano y personal, lo verdaderamente importante es la libre
decisión de actuar según la condición propia, tanto del que ama
como de la persona amada. Desde este punto de vista, cabe hablar
de desarrollo y perfeccionamiento del amor y de la comunión fami-
liar. Siempre es posible profundizar más en el conocimiento de las
exigencias inherentes a la condición de ser esposo, padre, hijo..., y
siempre es posible también un esfuerzo mayor por acomodar las
conductas a ese ideal previamente conocido. «El amor entre los
miembros de la misma familia [...] está animado e impulsado por un
dinamismo interior e incesante que conduce a la familia a una
comunión cada vez más profunda e intensa» 837. En concreto, los
esposos lo conseguirán «a través de la fidelidad cotidiana a la
promesa matrimonial de la recíproca donación total» 838, por la que
comparten «todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que

836 Mt 19, 6; Gn 2, 24; cfr. FC, n.19.


837 Ibídem, n. 18.
838 Ibídem, n. 19.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 281
son»839, progresando «hacia una unión cada vez más rica entre
ellos, a todos los niveles -del cuerpo, del carácter, de la inteligencia
y voluntad, del alma-»840. Es la consecuencia primera o inmediata
de la comunión conyugal que se caracteriza no sólo por su unidad
sino también por su indisolubilidad.
En la familia cristiana, el amor y la comunidad que sus
miembros están llamados a vivir revisten la modalidad de ser signo
y revelación de la unidad y comunión de la Iglesia. Deben
manifestar esa unidad y comunión, porque la reproducen: por el
bautismo los cristianos son constituidos miembros del Cuerpo de
Cristo, hijos del mismo Padre-Dios y verdaderos hermanos entre sí,
hasta el punto de que son de la misma raza, participan de la misma
vida divina y hablan la misma lengua, sin «distinción entre judío y
gentil»841. Por otro lado, esa profunda unidad de todos los
bautizados -que se da en los componentes de la familia cristiana- es
sostenida y vivificada por el espíritu Santo, que es la raíz viva y el
alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acumula y
vincula a los creyentes con Cristo y entre sí, en la unidad de la
Iglesia de Dios. Esta «nueva y original comunión» tiene como
cometido -junto a otros- llevar a plenitud aquella primera y natural,
que nacida de los vínculos naturales de la carne y de la sangre, ha
de crecer y desarrollarse cada día «encontrando su
perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y
madurar los vínculos todavía más profundos y ricos del
espíritu»842. Por eso, entre otras cosas, la gracia de la fe confiere a
los miembros de la familia cristiana la seguridad y la audacia de los
que están en la verdad también en el plano de las relaciones
auténticamente humanas. Por la fe, en efecto, son capaces de verse
unos a otros con esos ojos nuevos que permiten descubrir el
profundo misterio en el que están insertados: su paternidad, fi-
liación, fraternidad... está llamada a vivirse según el modelo de
Dios, de Cristo, de quien procede toda paternidad, filiación y
fraternidad. La familia de Nazaret se contempla entonces como el
modelo y ejemplo de las familias y la entera vida familiar: un
ejemplo que mueve y arrastra no sólo desde lo exterior sino desde
la misma entraña de su existir, toda vez que por el bautismo y los

839 Ibídem.
840 Ibídem.
841 Cfr. Rm 10, 12.
842 FC, n. 21.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 282
sacramentos se participa y vive de su misma vida.
A cada miembro de la familia le corresponde una tarea
específica en la construcción de la familia, debiendo todos ayudar y
colaborar con los demás para cumplirla convenientemente. Un
factor determinante e imprescindible de esa colaboración
necesaria es que cada uno desempeñe su función propia de esposo,
padre, hijo, hermano..., ahí son insustituibles. El servicio recíproco
de todos los días, según la manera propia de cada uno, es el modo
práctico de vivir su vocación personal contribuyendo a la unión y
comunión familiar.

3. La familia, comunidad al servicio del hombre

Cuanto se acaba de decir subraya suficientemente que la norma


fundamental del existir familiar es la ley evangélica del amor: hacia
ahí se reconducen todos los deberes y derechos que constituyen el
entramado de la misión y vida de la familia.
El verdadero servicio al hombre consiste en darle el trato que
le corresponde, como hombre y como hijo de Dios. Para ello es del
todo necesario respetarle en sus dimensiones más fundamentales:
es decir, la de la condición personal, mediante el justo señorío y
libertad; y la de la sociabilidad, con un verdadero sentido de la
justicia y del amor. Por eso la caridad, en cuanto participación del
amor de y a Dios, es la auténtica garantía del servicio al hombre, la
imagen misma de Dios.
En primer lugar, la familia realiza este servicio dentro de sí
misma, en cuanto que, al reconocer en cada uno de sus miembros la
riqueza de su identidad, hace que la caridad sea el alma de sus
relaciones mutuas. Adopta entonces ese tono propio que se expresa
a través de los mil acon- teceres que sirven para manifestar el amor
conyugal, paterno, filial... Tan sólo así es profundamente humana y
contribuye de verdad al bien del hombre. Entre otras cosas, por
ejemplo, se descubre la trascendencia de los trabajos y ocupaciones
del hogar y la necesidad de que sean valorados adecuadamente por
la sociedad.
La edificación de la comunión familiar como servicio al hombre
exige un esfuerzo constante de superación. Hay que dar y recibir
mucho y continuamente por parte de todos. Y esto exige estar
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 283
siempre prontos a luchar contra el egoísmo, las tensiones y otras
formas de violencia que puedan amenazar la comunión. Se hace
necesario siempre vivir «la disponibilidad pronta y generosa de
todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la
reconciliación»843. No se puede olvidar que el perdón forma parte
del amor, en cuanto camino para reconstruir la comunión y
encontrar nuevamente la unidad.
El servicio al hombre debe realizarlo la familia también en el
seno de otras familias y en el círculo amplio de la sociedad.
Primero, con el ejemplo, a través del efecto multiplicador del amor
vivido en el propio hogar, que como buen olor se expandirá
necesariamente alrededor. Por el testimonio, los padres y los hijos
cristianos, formados en ese clima de amor y servicio al hombre,
dejarán sentir, allá donde vayan, el atractivo de su trato
verdaderamente humano y cristiano. Pero la familia deberá
también llevar a cabo ese servicio por medio de otras múltiples
formas, tantas cuantas descubra la caridad que no tiene límites: la
conversación y trato personal, la creación de asociaciones y
participación en las ya existentes, la actuación en los medios de
comunicación social... Particularmente significativo, en esa función
de servir al hombre y participar en el desarrollo de la sociedad, es
el esfuerzo por configurar la sociedad de modo que las «leyes y las
instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y
defiendan positivamente los derechos y los deberes de la
familia»844.
La familia jamás podrá ser sustituida o delegar en otras
instancias esa participación, la que le corresponde ejercer como
familia; seria no haber descubierto que esa tarea forma parte
esencial de su misión específica.
Se concluye de aquí que corresponde a la sociedad,
particularmente al Estado, reconocer jurídica y fácticamente,
mediante la normativa pertinente y la creación de las condiciones
adecuadas, la función primaria y fundamental de la familia dentro y
fuera del espacio del hogar. No se deberán sustraer de las familias
aquellas tareas que éstas puedan realizar por sí solas o asociadas
libremente. Además habrá que favorecer positivamente y estimular
al máximo las iniciativas de las familias, facilitando «las ayudas -

843 Ibídem.
844 Ibídem, n. 44.
LA FUNCIÓN SOCIAL DE LA FAMILIA 284
económicas, sociales, educativas, políticas, culturales- que
necesitan para afrontar de modo humano sus
responsabilidades» .
845

845 Ibídem, n. 43.


COLECCIÓN TEXTOS DEL INSTITUTO
DE CIENCIAS PARA LA FAMILIA.
UNIVERSIDAD DE NAVARRA

Varón y mujer: la respuesta de la Biblia,


Gonzalo Aranda.

Teología del cuerpo y de la sexualidad.


Estudios de exégesis bíblica de varios autores.

Elementos para una filosofía de la familia,


Francesco d’Agostino (2.a edición).

Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad,


J. Vicente-Arregui y J. Choza (5.a edición).

Antropología de la sexualidad,
Jacinto Choza.

Sexo y cultura. Análisis del comportamiento sexual,


Aquilino Polaino-Lo rente (2.a edición).

Ocho lecciones sobre el amor humano,


Tomás Melendo Granados (4.a edición).

Textos de Sociología de la familia,


Selección de textos y estudios preliminares de Enrique Martín
López.

Terapia familiar y conyugal. Principios, modelos y programas,


Aquilino Polaino-Lorente y Domingo García Villamisar.

Cómo formarse en ética a través de la literatura.


Análisis estético de obras literarias,
Alfonso López Quintas. (2.a edición).

El impacto del niño autista en la familia,


Aquilino Polaino-Lorente, E. Doménech y F. Cuxart.
Las rentas familiares en el Impuesto sobre la renta de las personas
físicas, Francisco Cañal.

Evaluación psicológica y psicopatológica de la familia,


Aquilino Polaino-Lorente y Pedro Martínez Cano. (2.a edición).
Las bodas: sexo, fiesta y derecho,
Joan Carreras.

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Antonio Moreno Almárcegui.

El éxtasis de la intimidad. Ontología del amor humano en Tomás de


Aquino, Juan Cruz Cruz.

La nupcialidad en Navarra. Análisis socio-demográfico, 1975-1991,


Carolina Montoro Gurich.

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Aquilino Polaino-Lo rente y Pedro Martínez Cano (2.a edición).

Envejecimiento demográfico y mortalidad en Navarra, 1975-1991,


Dolores López de Heredia.

Familia y sociedad. Una introducción a la sociología de la familia,


Enrique Martín López.

¿ Qué puede hacer el médico por la familia del enfermo?,


Aquilino Polaino-Lorente y otros.

Fundamentos de psicología de la personalidad,


Aquilino Polaino-Lo rente, Araceli del Pozo Armentia y Javier
Cabanyes

La familia como ámbito educativo, Aurora Bernal

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