Está en la página 1de 24

R E G I O N A L I S M O

A R Q. R A F A E L I G L E S I A

R E G I O N A L I S M O

A R Q. L U I S D E L V A L L E – CEHCAU - 2008
INDICE

1 – ANTECEDENTES

2 – ENCUADRE

3 – DEBATE

4 – ACTUALIDAD

NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

BIBLIOGRAFÍA
REGIONALISMO

1 – ANTECEDENTES

Los debates entre las visiones del Arte y la Arquitectura que han pretendido un criterio de universalidad y aquellas otras cifradas en las
búsquedas de una expresión local, de lo particular de una determinada cultura, no son nuevas ni exclusivas de las discusiones planteadas a
fines de los ’70 y en los ’80 en torno a las reformulaciones sobre el problema de lo regional, aunque en el contexto de veinte años atrás el tema
haya adquirido un carácter puntual o específico.
El pensamiento del Clasicismo – en su desarrollo desde el siglo XV al XIX – ya suponía ese criterio de universalidad basado en una serie de
principios y de procedimientos generales de aplicación universal, aunque tal desarrollo estuviese atravesado de la dialéctica y confrontación
entre la instauración de una norma y la variación, entre un código sistematizable y transferible – en tanto normativo – y las experiencias
subjetivas de lo singular o lo anómalo. En tales experiencias singulares, si pensamos por caso en Giulio Romano, emergen ya las
componentes de un discurso que remiten a una pluralidad de referentes y genealogías – medievales, paganas, bizantinas, locales – vinculada
a la contaminación o a la impureza de lenguajes y orígenes, en contraste con el intento de primacía del modelo grecolatino entendido como
único, puro, unívoco u homogéneo.
Las experiencias y el pensamiento del revival medievalista en la Inglaterra de mediados del XIX –desde la casa de Walpole o Fonthill Abbey al
Parlamento de Londres o el Paisajismo Inglés – invocaron la cuestión de una identidad que debía ser recuperada y una vocación por construir
una cultura local. Tales instancias no sólo aludían a una temática de lenguaje sino principalmente a los valores y características de un sistema
de producción cultural y material en el contexto de las transformaciones filosóficas, sociales, políticas y culturales emprendidas por la
Revolución Industrial y a la incipiente homogeneización que suponía su aplicación indiscriminada, una homogeneización presente también en
las operaciones ideológicas de la tradición clasicista asociada a la representación política. Más que una recuperación nostálgica – aún en sus
componentes regresivas hacia un pasado ideal incontaminado o hacia un origen virtuoso – esta paradójica articulación entre anacronismo e
innovación del revival medievalista significó claramente también una operación ideológica. Una operación que propuso conceptos de
superioridad, esencia y continuidad culturales.
No resulta casual que en muchos de los planteamientos posteriores en defensa de una cultura local vuelvan a aparecer estas
componentes de esencia y continuidad como valores deseables.
En todo caso lo deseable podría ser evitar las oposiciones reduccionistas o los clichés: tradición versus modernidad, tradición e identidad como
permanencia, arraigo y esencia benéficas y sanadoras frente a lo moderno como disolución y fragmentación, o civilización y barbarie.
Que William Morris sea elevado a una defensa sin más del valor de lo artesanal como restitutivo y liberador o el Movimiento Moderno pensado
como negación taxativa de la historia es algo muy discutible y que debe ser constantemente revisado en estudios de mayor particularidad y
profundidad.(1)
A lo largo de todo el siglo XX estas tensiones entre el carácter universal, abstracto y maquínico y las expresiones locales – entre diferentes
autores o dentro de la obra de un mismo autor – van a signar el propio desarrollo interno de lo moderno. En el Le Corbusier de Errázuriz, de
Mme. De Mandrot o de Ronchamp se acusa el impacto de su viaje americano del ’29 y el giro dado dentro de su propia producción. También
Wright, Aalto, Scharoun o el grupo italiano de BBPR, Quaroni o Gardella, cada uno a su manera y en distintos momentos, van a proponer una
redefinición de lo moderno en sus articulaciones con el lugar, lo vernáculo o una forma de la tradición.
Los antecedentes en Latinoamérica revisten naturalmente una condición particular.
El mismo proceso de conquista y colonización se halló sujeto a diferentes realidades, aún bajo la persistencia de la violencia de su aplicación.
En ese proceso se suceden y superponen la intención de imponer un proyecto abstracto que considera lo existente como un vacío, las
transculturaciones, las traslaciones, las adaptaciones, las hibridaciones, las fusiones o los mestizajes, todo lo cual hace imposible una lectura
uniforme del problema en estas tierras.
Sumado a esto encontramos las diversas formas en que el proceso se dio en cada región, en cada localización singular; cómo cada una de
éstas se relacionó con el mismo desapareciendo, mediando, fusionándose o adaptándose recíprocamente entre interlocutores y en momentos
diversos.
Obviamente, todo lo antedicho no encontró la misma formulación en la región del Caribe Centroamericano, en el Altiplano, en la costa atlántica
del Brasil o en la Región Pampeana.
Rafael Iglesia menciona a Leopoldo Zea cuando éste realza que a pesar de la inspiración iluminista y positivista de los próceres de la
independencia, Bolívar hace un llamado a la cohesión y a la unidad priorizando el ideal de una cultura y una identidad en común. Así también
menciona a Echeverría, quien aún estando “tan influido por el romanticismo europeo, no dudó en aconsejar un enfoque propio de los
problemas”, o a Alberdi, quien habría instaurado “el concepto de regionalismo como rector de cualquier acción”. (2)
Lo notable es constatar como las diversidades desaparecen en gran medida en el momento de las declaraciones fundacionales, las
cuales realizan un llamado basado en la unión, en una cohesión que parece licuar las diferencias a favor de una pan-cultura
integradora.
En nuestro país, los debates no van a estar dados únicamente por la opción sobre un tipo de producción artística o icónica – pictórica, literaria
o arquitectónica – sino que fundamentalmente expresan un fuerte posicionamiento cultural e ideológico. A fines del siglo XIX en las posturas
entre el criollismo de Hernández y la búsqueda de renovación de Sarmiento se encuentran latentes o explícitas las secuelas de las guerras
civiles, la confrontación entre Buenos Aires y la Confederación, el impacto inmigratorio, las cuestiones del proyecto del puerto, del refuerzo de
la centralidad o la descentralización de la ciudad o de una renovación urbana como expresión de una nueva fundación cuyo criterio es la
tábula rasa; en síntesis, están presentes los prolegómenos acerca de un modelo de país y de nación.
En la arquitectura de ese fin de siglo, el modelo dominante es el de los Historicismos y el Eclecticismo Academicista.
Su prédica universal – que no obstante incluye un alto grado de diversidad que no deja de ser moderna – es aplicada en Buenos Aires,
Rosario, La Plata, Córdoba, Tucumán o Gualeguaychú. Y no sólo por la aplicación, aceptación y repetición de un modelo del imperialismo
cultural sino también por la incapacidad o anuencia de nuestros diversos estamentos y elites de producir otro código, es que el repertorio del
Academicismo es el que, nos guste o no, va a dar respuestas a las necesidades de los nuevos programas y demandas institucionales y
domésticas.
Claramente también, su aplicación es funcional a los requerimientos de representación y reconocimiento de la mencionada elite y de sus
pretensiones de asimilación a determinados modelos, aunque muchos de ellos considerasen que su autodenominada condición patricia fuese
equivalente a ser los hijos de la tierra. Siempre resulta interesante el análisis de esta paradoja entre propiedad y tradición telúrica e
internacionalismo.
Iglesia se refiere también a las posiciones y definiciones que a principios de 1900 van a sostener personajes como Guido, Rojas o Noel,
entendidas como una reacción de carácter nacional vinculado a un sincretismo cultural ya que las antinomias prehispánico-hispánico-
contemporáneo sólo podrían resolverse bajo la forma del mestizaje.
La arquitectura derivada de estas ideas se planteó trabajar sobre formas prehispánicas e hispánicas, aunque las mismas se encontraban
despojadas de sus contenidos originales. Junto a lo discutible de los fundamentos ideológicos de este nacionalismo, la operación resultaba en
un anacronismo estéril: finalmente concluía siendo una resignificación o resemantización que intentaba dotar de contenidos a una cultura
actual – euríndica – por un camino limitado y poco fecundo en cuanto a sus posibilidades y a su interpretación de las problemáticas modernas.
Esta versión de la identidad nacional rechazó el sentido cosmopolita y de innovación de lo moderno, preocupados esencialmente por un
problema de lenguaje o apariencia por un lado, y refractaria a todas las componentes de progreso, liberadoras o críticas que el proyecto
moderno podía contener. Finalmente se redujo a una concepción estilística hegemonizada por lo españolizante.
Es ésta otra paradoja de la compleja cultura local ya que lo concebido como “nacional” terminaba siendo la reproducción de los
emergentes formales – y fosilizados – de una cultura, la española, que no había dejado de ser una forma de la violencia y del
imperialismo cultural ejercido por una potencia dominante. Lo considerado como propio era aquello proveniente de un mundo
exterior y que asumía el carácter de propio tan sólo como registro de una “estirpe” en oposición a otro impacto o desarrollo también
exterior.
Las características del intento del Neocolonial en definitiva lo que hacen es poner en evidencia y denunciar la complejidad de nuestra cultura e
identidad, una identidad signada desde su origen – también impreciso, múltiple, elusivo – y hasta nuestros días por la mezcla, la pura impura
mezcla de Girondo.
Nuestra cultura nace moderna, como producto de la violencia y la abstracción del laboratorio europeo de la modernidad del siglo XV. Y en la
modernidad del siglo XX muchas veces aparecerá el problema reducido a una cuestión de oposiciones: tradición-innovación, nacionalismo-
cosmopolitismo, criollismo-vanguardia, centro-periferia, naturaleza-cultura; lo adecuado sería el abandono de tales reduccionismos polares y
esencialistas y la asunción de la fecunda heterogeneidad que nos constituye.
Otras versiones se irán superponiendo a lo largo del siglo XX, las de Martínez Estrada y su triunfo de la barbarie demoníaca o la de Kusch y su
búsqueda de una esencia de lo latinoamericano.
Frente a la necesidad de una “verdad primaria”, de un “verbo del continente”, en donde “la tierra afirma su voluntad de forma” de Kusch, Iglesia
plantea, creemos acertadamente, la imposibilidad de una “esencia” dada por la diversidad de ese paisaje americano, la ausencia de una
“unidad” dada por la verdad de la tierra. Citando a Rapoport, Iglesia expone la importancia y la impronta “del paisaje como entorno y recurso
que encuadra pero no determina a las culturas”. Junto a las similitudes encontramos las diferencias, y es la diferencia lo que expresa y exalta
el rasgo identitario; la identidad se encuentra definida por aquellos aspectos propios de la singularidad, por lo propio diferente, lo uno como
alteridad de lo que es lo otro, lo ajeno, y en su recíproco reconocimiento.

2 – ENCUADRE

Los debates sobre la temática del Regionalismo se van a dar a fines de los ’70 y en los ’80 en el marco de la revisión y de la crítica que se
producen en ese momento sobre los alcances del proyecto moderno.
En realidad el tema no era nuevo. En nuestro país, por ejemplo, en los años ’60 el movimiento de las Casas Blancas ya había propuesto una
búsqueda respecto de lo local que resultase alternativa a otros despliegues de lo moderno en esa época. Más hacia atrás, experiencias como
las de Sacriste o Bonet también abrían filones internos de lo moderno que ponían en tela de juicio su supuesta hegemonía en base a una
abstracción reductiva y maquínica y a la repetición indiferente, universal y sin cualidad.
Pero en los años ’80 la revisión efectuada por la llamada Posmodernidad – como superación, cancelación o nueva fase de lo Moderno – abrió
nuevas interpretaciones que habrían de poner en relevancia, entre otras cosas, ciertas formas de recuperación de la tradición, la cuestión de
las culturas locales, una producción material diferenciada, la singularidad y la alteridad, los beneficios de una reivindicación y recuperación de
aquello supuestamente periférico o lo contextual como valor deseable.
En ese marco, Kenneth Frampton propone su término de Regionalismo Crítico a partir de una serie de ensayos publicados desde 1981. Uno
de ellos, el que aparece en la segunda edición, de 1985, de su Historia Crítica de la Arquitectura Moderna, estaba encabezado por una cita de
Paul Ricoeur en donde se mencionaba la pérdida de la identidad y de las raíces a manos de una creciente universalidad. Pero este texto de
Ricoeur era de 1961, en un contexto en el que podía resultar más pertinente a la situación de ese momento en relación a la confianza en el
progreso técnico-social de fines de los ’50 y principios de los ’60 y a sus posibilidades de aplicación universal. No obstante, veinte años
después sería tomado por Frampton en un tiempo sustancialmente distinto.
En ese trabajo Frampton realiza una serie de precisiones. En primer lugar el término Regionalismo no debe confundirse con Vernáculo,
entendido éste como “la integración de clima, cultura, mito y artesanía”. La categoría de Regionalismo obedece a una forma de identificar – y
de clasificar y congelar – una serie de experiencias o escuelas recientes surgidas en diversas regiones, o sea, una forma de la producción
contemporánea.
En segundo término se hablaba de Regionalismo Crítico y de su asociación con la Identidad Cultural de esas regiones, entendiendo esa
identidad cultural como formaciones ideológicas – en tanto políticas, económicas, sociales y culturales – que planteaban una contestación a
una producción “central” no crítica, metabolizada en su universalidad. Ha de notarse que lo crítico estaba aquí en la condición de
particularidad, de singularidad.
En todo caso el planteo no dejaba de ser una típica clasificación y una típica visión europea sobre lo por ella considerado “periférico”, sobre la
visión repetida de una necesidad o imaginario que la cultura europea precisa depositar en lo otro y que no deja de expresar una necesidad
también propia.
Más a pesar de esta clasificación, y en coincidencia con Ricoeur, Frampton no dejaba de reconocer la condición dialéctica entre lo local y lo
universal, la necesidad de buscar formas propias y a la vez adoptar lo externo, considerando lo regional no como algo inmutable o constante.
Tiempo más tarde Frampton vincularía lo regional con la resistencia.
Estas conformaciones locales, particulares, debían funcionar como una retaguardia, una resistencia frente a los aspectos nocivos de la
globalización incipiente, en equidistancia entre el mito del progreso acrítico y los retornos a formas pre-industriales.
El Regionalismo debía así crear – en consonancia con la idea de lugar – enclaves de resistencia frente a la exacerbación del consumismo
enajenante y a la neutralización de toda singularidad. Nuevamente una necesidad europea en el ya tradicional debate que podía remontarse a
sus orígenes desde Morris a Grosz, con todas las diferencias obvias del caso.
En sus manifestaciones arquitectónicas, estas experiencias del Regionalismo podían presentar ciertos factores en común, como su dialéctica
entre lo marginal y lo central o entre Tradición y Modernidad, la asimilación como manera de responder al contexto y de construirlo, la
preponderancia de la densidad de lo matérico, la integración de lo topológico y lo climático, la acentuación de los rasgos expresivos y de lo
táctil y su alejamiento de toda disolución en lo folklórico, lo vernáculo o romántico.
Pero el planteo de Frampton, tal vez llevado por una inclinación a construir taxonomías o por su circunscripción al campo de la arquitectura,
adolecía de ciertas limitaciones las cuales era necesario abrir a través de una mirada más profunda desde lo antropológico y lo cultural por un
lado, y por medio de un abordaje crítico respecto de las convenciones establecidas sobre conceptos tales como Tradición, Modernidad, Lugar,
Forma o Técnica, por otro.
Respecto de los aportes provenientes de la filosofía y la antropología, existe una filiación que vincula el pensamiento de Ricoeur, Hall,
Rapoport y Norberg-Schulz, llegando hasta Heidegger, en una genealogía del pensamiento existencialista.
En Habitar, Pensar, Construir, Heidegger ya planteaba la integración de estos tres términos en un sentido de unidad, de arraigo y de comunión
con una condición profunda del lugar como espacio del ser y estar.
Norberg-Schulz va a retomar la idea de un espacio existencial en relación con la identificación del hombre con su entorno como hecho
significativo, entendiendo el lugar y la habitación como articulación entre el mundo interior y exterior del sujeto. Schulz le confiere un sentido
transhistórico y de continuidad al habitar, y la condición existencial de lugar es propia de las nociones de arraigo y permanencia, algo que para
Schulz se ha perdido en las aporías de lo moderno y que como tal se debe “reencontrar”.
En esta misma dirección, para Hall y Rapoport el hábitat construido posee un carácter significativo y en él el habitar es inapelablemente
cultural. Todos los fenómenos culturales se encuentran implicados en la concepción, construcción y apropiación del espacio, siendo el lugar
una construcción cultural simbólica y ritualista que trasciende lo meramente pragmático o funcional.
Otro aporte coincidente es el de Marc Augé y el lugar antropológico. Augé habla de un lugar en donde se produce una identificación entre el
sujeto, el lugar, el territorio y sus vecinos. El lugar es la materialización de una idea sobre la identificación entre lugar-sujeto-comunidad. Y es
una experiencia tanto individual como social que se inscribe en un tiempo y un espacio y se manifiesta como una encarnadura, como una
construcción.
No obstante Augé aclara que esa idea es mutable, parcial, cambia con cada sujeto o grupo, pero aunque no remite a un espíritu romántico o a
un idealismo primigenio, también expone una esencia, algo inefable y esencial de la existencia.
De una manera u otra, todas estas visiones conllevan un cierto sentido de esencia.

Por el lado de la antropología son innumerables los estudios en relación al valor cultural del lugar y a las formas grupales e individuales de
construirlo, aunque muchos de ellos se vuelquen sobre formaciones sociales o comunidades tradicionales o pre-modernas.
En algunos de estos estudios lo regional está circunscripto a las condiciones físicas o materiales del lugar, topografía, vegetación, clima,
orientación, a una asimilación a estas condiciones y a una utilización de materiales propios de ese sitio.
En otras versiones de mayor espesor o desarrollo se profundiza en la necesidad de que la obra se articule con los modos de habitar de una
comunidad, en los ritos domésticos cotidianos pero también en las componentes trascendentes de la cultura y en la concepción y definición de
espacios consagrados, simbólicos, intangibles. Es este sentido Iglesia propone una diferencia entre Lugar y Sitio, entendiendo a este último
no sólo como un espacio de carácter físico o práctico sino en la condición especial, inefable, que se crea en ese lugar, y que no sólo
comprende al espacio físico sino sobre todo al conjunto de acciones y objetos que se ponen en juego en la construcción del mismo y en su
apropiación.
Una demarcación, un trazado, una costumbre tradicional, una forma de ejercer apropiación, la repetición de un ritual doméstico. Los espacios
se constituyen en sitios por el valor adquirido a lo largo de un proceso de simbolización, conductas, acciones e imaginarios realizados o
depositados en ellos. Por todo esto los sitios poseen un papel fundamental en la construcción de la identidad individual y colectiva. En una
primera acepción la identidad surge del concepto de lo idéntico, de la afinidad con lo mismo.
Pero esto sólo es definible y comprensible por el reconocimiento de lo otro, lo ajeno, o aquello que nos distingue.
Por otro lado, y más allá de todo reduccionismo en cuanto a un regionalismo definido por la evidencia de lo idéntico o de lo permanente, las
cuestiones están – tal como lo plantea Waisman citada por Iglesia – en las preguntas tales como ¿Dónde está la identidad? ¿Cuáles son sus
características? ¿Está en la esencia? ¿En la continuidad? ¿En la diversidad? ¿Cómo se valora ese lugar de la identidad en virtud de una
hegemonía de la Tradición? ¿Y qué sucede cuando la identidad es inseparable de lo Moderno?
En las culturas pre-modernas o de una pertenencia espacio-temporal determinada por condiciones particulares de pertinencia – para no
referirnos a las ideas de “evolución” o “desarrollo” que podrían resultar impertinentes por su propia extracción moderna – como en las
comunidades tribales de los Boro-Boro o los Canakas, existe una identificación entre cultura, lugar y trascendencia con un fuerte sentido de
unidad. En ellas, el espacio, el mito, la denominación y el grupo social son la expresión de una unidad determinada por un orden cósmico; en
su universo de objetos la función práctica está ligada a una función simbólica. Desde los utensilios de uso cotidiano a la estructura de la aldea,
desde los comportamientos individuales y grupales, la propiedad y los usos a las manifestaciones artísticas y trascendentes están
determinados por un sentido de continuidad y permanencia en el que su alteración modifica esencialmente el sistema.
El problema surge en las conformaciones culturales modernas, en donde el sentido de unidad ha estallado y el marco epistemológico y las
categorías de análisis deben ser otras. Sin que esto resulte un panegírico del “progreso”, cabría volver a preguntarse sobre estas cuestiones
en el contexto de nuestra propia Modernidad. Desde donde se plantea una recuperación, la idea misma de recuperación, en las componentes
y funciones sígnicas de los objetos y del espacio dentro de un sistema de signos culturales complejos y diversos – que incluya la
fragmentación, la inestabilidad, la provisoriedad, la tensión, la dialéctica concentración-dispersión, entre otras cosas – como es el de la
Modernidad.

3 - DEBATE

Tal como se dijo al principio, en los años ’80 el debate sobre lo regional va a cobrar un nuevo impulso e instalado en un nuevo contexto sus
características van a ser reformuladas en el marco puntual o específico de esa época.
En aquel tiempo asistimos a una reivindicación de experiencias que, se decía, trabajaban sobre lo local, lo mismo que a una profusión
revitalizante de debates, publicaciones, seminarios y congresos que desarrollaron el tema, insistimos, bajo nuevas perspectivas.
Esas perspectivas se alimentaban de una serie de fenómenos, tanto de índole local como internacional, en donde revistaban las
transformaciones producto de sucesivas revisiones de lo moderno; un cambio de mirada dirigido ahora a una reivindicación de lo singular, lo
particular; una serie de reconversiones económicas y productivas derivadas de los ’70 o las modificaciones en el plano de lo político y lo social
y de sus formas y niveles de articulación entre sí.
Uno de los eventos en los que se dieron tales debates fueron los Seminarios de Arquitectura Latinoamericana (SAL), que recogieron las
diversas posturas de quienes estaban interesados en la problemática de la arquitectura y la cultura latinoamericanas. Hoy, a la distancia,
podría servir revisitar algunas de aquellas visiones, no tanto como trabajo de inventario histórico sino antes bien para analizar algunos de sus
contenidos y ponerlos a la luz de nuevas interpretaciones o formulaciones. (3) Este trabajo importa una decisión epistemológica y operativa si
se considera que todo fenómeno histórico debe ser desplegado en sus sucesivos desarrollos y multiplicidad sincrética para que adquiera su
mayor espesor. (4)
En oportunidad de los SAL de Manizales de 1987 y de Tlaxcala de 1989, algunas de las ponencias allí vertidas quedaron registradas en la
publicación de Summarios Nº 134 (5), las cuales dejaron asentada la diversidad de posturas, como en los casos de Silvia Arango, Marina
Waisman y Adrián Gorelik, por tomar tres ejemplos.

En el caso de Silvia Arango, la autora coloca el debate en el marco de la recuperación de la idea de lugar y de lo local, y de las operaciones
acerca de una supuesta recuperación de la tradición efectuada por lo posmoderno en los años ’80.
A propósito de esa recuperación Arango le atribuye un carácter aparencial, la mera manipulación de formas y su profusión de lenguajes, a los
cuales se opone. El lenguaje es algo secundario, aparece en Arango como “algo subordinado o adicional” (6), y critica la ausencia de una
esencia o estructura profunda como legitimadora de la experiencia. La esencia, como estructura profunda, es algo que subyace en la obra
más allá de las diferencias lingüísticas y le otorga un contenido de verdad ahistórico, absoluto. Esa estructura esencial, en este caso, estaría
dada por la relación con el contexto, con el ambiente físico: el sitio, el paisaje, la ciudad, en la cual se expresan los valores fundantes de la
calle, la plaza o el espacio público como arquetipos. Para Arango, el lugar está antes que el tiempo, y se trata de “mantener los valores
ambientales de nuestras ciudades, siendo lo fundamental respetar las escalas, paramentos…el resto, el lenguaje, es secundario”. (7) En este
relato, la arquitectura, las nuevas intervenciones, deben imbricarse con la ciudad tradicional, recuperando los valores urbanos que amenazan
con desaparecer. En esta relación lo que se plantea es la conciliación.
Otra de las características mencionadas por Arango – invocando los ejemplos de Barragán, Salmona, Dieste o Testa – son las componentes
de magia, embrujo, misterio y poesía que reunirían estos ejemplos. La ensoñación, la atmósfera sensorial, la experiencia sensorial, en suma,
una exaltación de lo sensible vivencial, es loque transmiten un sentido, el de “una arquitectura de siempre que consulta estratos básicos de
la manera latinoamericana de entender el mundo”. (8)
El planteo de Arango sostiene entonces que lo propio de una cultura latinoamericana se funda en la esencia – basada en la continuidad, la
permanencia, la conciliación y la preservación – y en una componente mágica, poética y misteriosa que la distingue.
Esta postura implica inevitablemente algunas consideraciones.
En primer término toda esencia importa un contenido de autenticidad, un valor fundacional, primigenio, algo absoluto que se torna improbable
ya que desconoce la heterogeneidad y complejidad de las culturas y de las construcciones históricas particulares dentro de Latinoamérica.
¿Cómo encontrar, y con qué objetivo, un valor común a todo lo latinoamericano cuando su mayor espesor está dado por la diferencia?
En segundo lugar, y tratándose de una producción indiscutiblemente moderna, ¿Cómo dar cuenta desde la continuidad o la permanencia de
todo aquello que de fragmentación, ruptura, transformación, tensión y dinamismo está preñado desde su definición lo moderno? Solamente
entendido desde una posición dialéctica – antes que desde la instauración de una esencia o de una permanencia – podrían construirse un
conjunto de relatos que den cuenta de las articulaciones entre Tradición y Modernidad de las que están atravesadas nuestras culturas.
Solamente aceptando la dinámica entre transformación y permanencia, solamente aceptando la inestabilidad inherente a nuestras identidades
pueden elaborarse una interpretación y una acción – para las formas de abordaje respecto de lo histórico, lo teórico y lo proyectual – en el
sentido de una praxis vital alejada de los esquematismos. En cuanto a la componente mágica, misteriosa o existencial, la misma no puede ser
considerada patrimonio exclusivo de lo latinoamericano. Esto significaría suponer que toda una serie de experiencias europeas carecieron o
carecen de tal componente, lo cual pareciera ser improbable.
Si lo mágico-existencial es lo que distingue a la cultura latinoamericana, ésto lo convertiría en un rasgo de excepción por el cual la misma se
diferencia. Esta asociación de lo propio con lo excepcional pareciera surgir de la necesidad de diferenciarse – resistir en términos de Frampton
– de lo moderno como homogeneidad, uniformidad, masividad o falto de calidad, de lo moderno como absoluta mercancía en su repetición
dentro de un sistema de producción con la única lógica del mercado.
Pero lo moderno no solamente es eso, y lo propio puede constituirse en una de las tantas versiones de lo moderno en su heterogeneidad y
multiplicidad; en lo moderno entendido como constelación, lo propio se halla en igualdad de condiciones junto a todos los otros relatos y sin
necesidad de distinguirse por un rasgo excepcional ni como una categoría dentro de una clasificación.
Además, esta componente mágica-existencial pareciera ser más propia de la mirada y de los imaginarios europeos – emparentada a la
“exuberancia” y el “exotismo” – que de nuestra propia percepción.
Por último, aunque el planteo de Arango no se lo propusiese, el mismo no dejaba de pensar en términos de opuestos: esencia – apariencia,
local – universal, compromiso – moda, singularidad – masividad neutral.

Otra de las animadoras de los SAL fue Marina Waisman. En aquella ocasión registrada por Summarios, Waisman proponía la búsqueda de
una redefinición del concepto de Modernidad que hiciera posible su adopción universal sin adjetivos y sin destruir las identidades regionales.
(9) Esto pareciera ser lo más pertinente como forma de reconocer nuestra propia condición moderna, aunque los comentarios de Waisman
dejaban abierta la posibilidad de nuevas reflexiones.
En el comienzo de su exposición Waisman abogaba por la necesidad de analizar la realidad propia por medio de instrumentos y categorías
también propias, abandonando la aplicación de categorías externas. Pero Waisman no desarrollaba ni profundizaba acerca de cuáles serían
las categorías e instrumentos propios ni como llegar a ellos, más allá de proponer algunos lineamientos generales como abandonar las
antinomias, sustituir el término periferia por el de región, resaltar la categoría de lugar y relegar la de tiempo, dar cabida a la tensión y a la
diversidad y desestimar la condición de resistencia de Frampton en favor de la de vanguardia para algunas experiencias de la producción
latinoamericana. Y precisamente, más allá de coincidir con la base de algunos de estos planteos, lo interesante resulta el margen de reflexión
que los mismos nos abren.
Cuando Waisman plantea la necesidad de recurrir a categorías propias abandonando una visión eurocéntrica y resolver las antinomias sobre
las que giran nuestros problemas, inmediatamente surge el interrogante acerca de qué es y cómo se constituye lo propio. ¿Cómo escindirse,
en una cultura aluvional producto del ciclo de expansión europeo, signada por la inmigración y la diversidad de genealogías, de la relación con
esas culturas externas, dando desde ya por sentado que no se trata de una reproducción lineal? ¿Cómo distinguir Buenos Aires de Quito?
¿Cómo pensar a Borges sin Poe, Chesterton o las sagas nórdicas a la vez que con Carriego, Lugones o Hernández? ¿Cómo pensar a Dieste
sin Bonet y sin Gaudí? ¿Qué es lo propio en situaciones tan disímiles como las de Buenos Aires o La Paz?
Son éstas observaciones que resultan de una obviedad redundante, y afortunadamente parte de los trabajos de la Historia, la Crítica y la
Teoría de estos últimos veinte años han comenzado a profundizar. La necesidad de articular y revisar las relaciones de lo interno y de lo
externo; los relatos canónicos y las áreas ocultas; las operaciones de yuxtaposición, superposición, traslación, asimilación o mestizaje en
nuestra cultura; la reformulación de ciertas interpretaciones convencionalizadas de lo que es moderno o la reconsideración crítica de términos
tales como centro, periferia, propio o ajeno, lo mismo que una serie de experiencias proyectuales como expresión cultural y no como
profesionalismo vacuo, son parte de un trabajo que en los últimos veinte años ha comenzado a construir un espesor.
En cuanto a la necesidad de “resolver las antinomias”, resalta la cuestión de porqué el planteo debe reducirse a una construcción basada en
antinomias, en donde los términos son los de una oposición y no los de una integración de diversidades. O más aún, y en el otro extremo de lo
antedicho, porqué se deberían “resolver” – en términos de una conciliación superadora – dichas antinomias, y no aceptar que constituyen una
aporía de nuestra identidad con la cual hay que aprender a convivir y operar para anularlas, corregirlas o explotarlas en tanto sea deseable o
beneficioso.
Más adelante – refiriéndose a Enrique Browne y su propuesta del espíritu del tiempo y del espíritu del lugar como ejes para superar la
antinomia, en una conciliación entre mundo desarrollado y culturas locales – Waisman pondera al segundo y deshecha el primero.
Para la autora, el Espíritu del Lugar aparece como más deseable, carece de las contradicciones y ambivalencias propias del tiempo (¿?) y se
supone aprehensible, coherente y firme. El lugar posee o adquiere una pregnancia, una fuerza o identidad dadas por nociones como la solidez,
la firmeza y la constancia. El lugar se concreta en lo físico, es tangible y se enraíza en la vida misma ya que habitar supone lugar. Así el valor
de lo americano radicaría en lo que de concreto tiene el lugar como experiencia, en las experiencias concretas que se dan en el lugar. Este
relato volvería a reconocer su filiación con la tradición del existencialismo de Heidegger y de Schulz.
Frente a esto, para Waisman el Espíritu del Tiempo resulta una categoría dudosa, ambigua y problemática; el tiempo no resulta firme ni
concreto. Los propios teóricos no acuerdan y se puede ir desde el Zeitgeist – acuñado por un filón de la modernidad como tiempo universal,
único u homogéneo como suspensión otorgada por el desarrollo que marca la marcha del mundo – al supuesto fin de la historia – propio del
relato posmoderno europeo –; en el caso americano se trataría del tiempo de la sincronía, de superposiciones y saltos temporales. De este
modo Waisman desdeña la variable del tiempo por considerarla problemática o poco confiable, lo que importa, a la postre, una no aceptación
de la contradicción como variable.
En nuestro caso, creemos que el problema no debería plantearse en la supremacía del lugar sobre el tiempo sino precisamente en una
articulación de ambas variables, en el trabajo con sus desarrollos y contradicciones entre sí y en sus propias contradicciones y desarrollos
internos. La articulación tiempo-lugar no sólo abre una construcción más vital, más fértilmente compleja, sino que a la vez da cuenta de las
aporías que en definitiva cabría aceptar como inherentes a ciertas formaciones culturales en Latinoamérica. Si por un lado es posible que la
relación lugar-experiencia (como existencia) resulte capital para aquellas, por el otro es innegable que la inclusión de la variable temporal
resulta necesaria para toda construcción empezando por la condición de historicidad de todo fenómeno.
¿Qué aportes diferentes realiza el concepto de tiempo en experiencias tan opuestas como las de Dieste y Mario Roberto Álvarez? ¿Acaso no
resultan constitutivas las alusiones “arcaicas” al origen de la Forma y del Mundo, la superposición de tiempos y los saltos temporales – el
anacronismo como forma de distancia crítica –, las alusiones mediadas a distintos momentos – Gaudí a través de Bonet – o la idea de un
tiempo moderno entendido como “innovación” en una obra como la Iglesia del Cristo Obrero?
En cuanto a lo existencial, resulta llamativa la referencia a autores europeos – Heidegger o Schulz – no tanto porque no se pueda hacer sino
porque como ya se ha dicho, precisamente el problema de lo existencial vinculado al lugar es propio de una mirada europea que reconoce una
prolongada tradición. La cultura europea, a lo largo de la historia, ha acumulado un espesor temporal de gran densidad con el que parecen
comulgar y haber resuelto, y ha expresado reiteradamente y bajo diversas formas – desde las búsquedas de expansión a la utopía – una
preocupación por las cuestiones del lugar.
Lo existencial propone también otra observación. Si por existencial entendemos una condición que recupera de manera “sensiblemente
espiritual” un momento pre-moderno, un tiempo en el que supuestamente la existencia se hallaba integrada en un estado de armonía en el ser
y estar en el mundo, a tal recuperación se podrían sumar los riesgos que trae consigo la nostalgia. En todo caso debería reflexionarse acerca
de una nueva articulación de lo espiritual, de lo aurático, de una poética o una praxis vital con la expansión de la artificialización del ambiente,
las cuestiones de la sustentabilidad y la ecología, los índices de progreso y confort adecuados y los desarrollos pertinentes.
Ahora bien, si la orientación hacia lo existencial importase una valorización de condiciones y situaciones que se alejasen u opusiesen a la
cosificación, a la racionalidad meramente instrumental, al pragmatismo neutral o a la pérdida de las subjetividades y rasgos a manos de una
versión homogeneizante de lo moderno, decimos, si tal fuese la orientación hacia lo existencial, ¿porqué debería ser patrimonio de algo
considerado como propio, porqué debería ser el valor que nos distinga – si Waisman proponía una Modernidad sin adjetivos – de otras
producciones culturales “centrales” y no una posibilidad de carácter general? ¿Porqué lo existencial sería un rasgo propio de Bogotá o
Montevideo y no de Barcelona? ¿Y si hay diferencias entre Bogotá y Berlín, no las hay también entre Buenos Aires y Malargüe? Lo
existencial no puede remitir solamente a las comunidades o formaciones en donde la comunión sujeto-sitio guarda estadios de
incontaminación, unidad o equilibrio. Lo existencial también se hace presente en la realidad metropolitana: lo existencial cacofónico,
disperso, caótico, altisonante y desequilibrado. Una existencialidad imposible de evaluar o dimensionar, por ejemplo, por la mesura
o la armonía.

El término Regionalismo fue criticado por Fernández Cox como proveniente de una mirada europea y le contrapuso el de Modernidad
Apropiada, al que adhirió Waisman como forma de repensar el concepto de lo Moderno.
Waisman propuso también el concepto de región con la intención de sustituir o desplazar el debate en torno a una oposición centro-periferia.
Con el concepto de región se eliminaba la presencia de una “periferia” y de centros que proveen modelos para la reflexión y producción, en
tanto la región funge como una unidad cultural equivalente entre otras, sin posiciones rectoras.
Al mismo tiempo criticaba a Frampton por su idea de retaguardia para las propuestas regionales y también a aquella producción que bajo el
mote de deconstrucción la acusaba de una manipulación de imágenes y de un valor dado a la retórica antes que a la producción de
significados. En virtud de esto proponía para un conjunto de expresiones latinoamericanas una postura más afín con la idea de vanguardia, en
el sentido de construir un proyecto mirando hacia el futuro.
Más allá de los objetivos y alcances de aquellos trabajos de los ’80 surgen algunas observaciones finales que parecen apropiadas.
La reducción a una clasificación lingüística como “deconstructivismo” de una serie de experiencias altamente diversas – aunque Waisman no lo
precisaba, ¿de quién se trataría, de Tschumi, Koolhaas, Eisenman, Miralles, Gehry? – ponía en evidencia no sólo la fragilidad de ciertos
criterios de abordaje sino también un reduccionismo para con términos tales como Vanguardia o Neovanguardia, o para interpretar la
complejidad de las problemáticas culturales puestas en cuestión. Una falencia de muchos historiadores o teóricos de nuestro medio cuyo
riesgo es el de quedar atrapados en rótulos o en una supuesta sencillez pedagógica que elimina espesores y aplana el debate.
Sin hacer de esto la reivindicación de una complejidad del discurso por la complejidad misma, y dando por sentado que todas las posiciones no
sólo son respetables sino también válidas, el comentario de Waisman era al menos objetable.
El hecho de mencionar – sin ningún desarrollo o problematización – el fenómeno de la Vanguardia como algo que va hacia adelante o como
un “proyecto hacia el futuro” (10) resulta demasiado superficial por lo convencional y por su nivel de generalidad, habida cuenta que
necesariamente debe remitir a las vanguardias históricas y a sus posteriores despliegues y secuelas.
Si el ala radical del Racionalismo Alemán tuvo un programa asociado a un proyecto, ¿desde cuándo lo tuvo Dadá? ¿Sobre qué concepción de
Vanguardia se trabaja, en un arco que va desde De Micheli a Bürger pasando por Romero Brest? ¿Estamos hablando de Le Corbusier y
Picasso o de Mart Stam, Duchamp y Bäader?
Modernidad y Vanguardia no pueden ser uniformadas ni confundidas, y como categorías históricas no se dieron en Latinoamérica ningunas de
las condiciones políticas, sociales, productivas y culturales que actuaron y se articularon en el contexto europeo. Nuestra Modernidad
“incompleta” o “parcial” pudo haber exhibido cierta producción artística pero ni remotamente generó las condiciones de producción social y
material del medio europeo, aunque tampoco aquellas experiencias artísticas locales fuesen un reflejo reproductivo de los modelos “centrales”.
Es más, el propio término de Modernidad incompleta o parcial propone una visión muy discutible ya que supone que la Modernidad completa
no sólo fue societal, cultural y artística sino que además fue exclusivamente liberadora, progresista y democratizante.
Nada más irreal. Ese fue tan sólo uno de los filones de lo mejor del Proyecto Moderno en tanto proyecto emancipador, pero al mismo tiempo la
Modernidad también incluye enajenación, dominación, desigualdad o disolución. Con lo cual la nuestra no fue una Modernidad incompleta
porque le faltó una parte de la misma sino que fue completa y pertinente en sus propios aspectos negativos o regresivos. No nos faltó el
sistema de producción moderno (a la europea) sino que tuvimos la parte del sistema de producción moderno que resultó funcional a los
agentes actuantes y que también era parte de la modernidad.
Es al menos muy dudoso pensar a los latinoamericanos como “vanguardistas natos” – Waisman dixit – por el hecho de “dirigirnos más
fácilmente hacia el futuro que hacia el pasado” (11), al menos sin precisar muy rigurosamente el término.
¿Cómo pensarnos a partir de una infinidad de diversas condiciones fundacionales de las cuales gran parte ya son modernas? Sí coincidimos
con Waisman en la necesidad de un proyecto que redefina las diversas condiciones de la Modernidad – en tanto Modernización y Modernismo
–, “que replantee el concepto mismo”. (12)
Waisman recurre al término Modernidad Apropiada, de Fernández Cox, para pensar y proponer una nueva modernidad que “señale nuevas
metas y adopte nuevos valores”, desechando la innovación y la técnica per sé lo mismo que la homogeneización, en un intento de encontrar
una “natural conciliación” para los conflictos y un “marco común para los infinitos fragmentos en los que ha estallado la sociedad
contemporánea”. (13)
El juego de significados al que puede aludir apropiada no es menor. Si bien puede referirse a aquello que resulta pertinente a una situación
determinada, también puede hacerlo respecto de algo que ha sido tomado de otro lugar, algo de lo cual se ha apropiado. En todo caso,
preferimos referirnos a una Modernidad Propia. En el contexto de la discusión no se trata tan sólo de una cuestión de nombres o de
semántica sino de desmenuzar como se nombra.
Tal como ya apareciera en el caso de las antinomias, vuelve a surgir la idea de conciliación, lo cual sigue siendo problemático y contradictorio
con la misma noción de Modernidad.
Por lo tanto resulta impostergable repensar el concepto de Modernidad – y a aquellas de sus categorías constituyentes que se hacen
presentes en el debate, como por ejemplo la de progreso – a la luz de sus diversas acepciones y periodizaciones y de los procesos dialécticos
de afirmación-negación, unidad-fragmentación o concentración-dispersión que han atravesado lo moderno latinoamericano.
El debate en los ’80 identificaba a las experiencias regionalistas como alternativas a la universalización moderna y a una puntual noción de
progreso diluyente de lo particular y como avasallamiento incontenible originado en los denominados modelos centrales. Ante una Modernidad
universalizante y un progreso acrítico correspondían una Modernidad Propia y un Progreso Pertinente. Pero resultaba dificultoso discernir entre
la idea de un progreso exterior disolvente y la de un progreso exterior con el cual convenir y pactar, por lo tanto muchas posturas caían en una
oposición reductiva o en rechazo sin más.
La idea de modernidad europea identificada unívocamente con el ideal de un progreso infinito y acrítico es incompleta: tan sólo revela una fase
de lo moderno como heredera de un filón del proyecto iluminista en su versión positivista o de tono científico-racionalista. Es la propia
modernidad europea la que pondrá en crisis la noción de progreso “como marca del curso de la historia en su totalidad” cuando Benjamin
denuncie la idea de un progreso histórico automático y el sueño de progreso burgués se convierta en fantasmagoría del progreso. En tal
sentido la oposición a los contenidos uniformes, homogeneizantes o enajenadores de lo moderno no es patrimonio exclusivo de las “culturas
locales” sino una realidad de carácter más general en la búsqueda de una cualidad cultural mucho más amplia y extensiva. De ello no solo
podrían dar cuenta experiencias como las de Testa, Salmona o actualmente Solano Benítez sino también Aalto – tan caro a la mirada
regionalista – Miralles o Zumthor.
Por otro lado, la mayoría de las veces se ha identificado a la producción moderna a partir de las propuestas del repertorio de la abstracción, la
estandarización, las poéticas tecno-maquinistas o de la innovación como valor absoluto y de una supuesta negación de la historia. Pero esta
interpretación reductiva deja de lado núcleos fundamentales de la producción y del pensamiento modernos tales como las relaciones entre
figuración y abstracción, forma, lenguaje y materialidad, trama y gesto o apariencia y verdad, tanto en los casos canónicos como los de Le
Corbusier, Picasso o Klee como en los de aquellos otros menos transitados como Mendelsohn, Scharoun o Delvaux. ¿Acaso no son también
definitivamente modernas expresiones como las de De Klerk, la Planta Libre de la Casa Milá o las heterotopías de Aalto?

En una versión radicalmente diferente y crítica – la que Waisman atribuía a la “juventud del autor y a la inclinación a formar cenáculos” – Adrián
Gorelik retomaba el problema del Regionalismo, la Modernidad y la Identidad.
A partir de considerar que las formas de la Identidad y de la Modernidad son históricas y por lo tanto, basándose en García Canclini, mutables,
Gorelik efectuaba una crítica a los intentos de búsqueda de una esencia o de una pureza de genealogía. A la idea de esencia él oponía la de
despliegue, algo que resultaba más pertinente a las características de nuestras formaciones culturales y a una visión de los procesos
históricos.
El concepto de Modernidad Apropiada, como un intento de comprender las relaciones ente Modernidad y Tradición, era puesto en tela de juicio
ya que se identificaba en él una serie de falencias. Para Gorelik – velada o explícitamente – lo moderno era visto por los otros autores como
una caída, una pérdida, una componente negativa a cuyas manos se había perdido un valor original. De ello era que se preguntaba: ¿Cuál
valor original? ¿Un paraíso perdido? ¿Una autenticidad realizada? ¿Una Naturaleza intemporal? Tal valor perdido asumía inevitablemente el
estatuto de mito. El riesgo entrevisto era el de volverse sobre un discurso regresivo o restitutivo de algo que nunca fue. En el conflicto
Tradición-Modernidad tal como era puesto por las otras versiones, “la Modernidad era puesta en sordina por los grupos regionalistas que le
otorgaban a la Tradición un espacio mítico”…”nuevamente la telenovela”. (14)
Para esto Gorelik retomaba e historizaba la figura de tres autores indiscutiblemente “regionalistas” como Barragán, Sacriste y Costa, los cuales
no habrían sido parte de una Modernidad Apropiada como recuperación del locus en tanto negación de lo moderno sino profundamente
modernos en su obra y en su pertenencia a un contexto productivo. Es de remarcar que si bien Waisman los veía también como modernos, no
regresivos y no necesariamente en función de una oposición lugar-modernidad, lo cierto es que la preeminencia dada al tema del lugar teñía la
totalidad de la mirada y anulaba otros desarrollos más dialécticos que sí aparecían en Gorelik.
De una forma u otra, el despliegue efectuado por éste último de cada una de las mencionadas figuras – sus formas de articular los elementos
tradicionales y los provenientes de la innovación, un recorrido por sus genealogías y ciertas singularidades puntuales, las condiciones de los
países en los que actuaron en virtud de su particular proceso de modernización, el rol del estado y las elites o los vínculos entre modernidad y
aristocracia – revelaban una interpretación crítica que como tal no carecía de rigor y profundidad.

4 – ACTUALIDAD

Retomar hoy la problemática del Regionalismo podría tender a dos objetivos.


El estudio de la categoría reviste obviamente el interés de analizar una situación histórica determinada y el contexto con el cual interactuó. En
parte es ese el trabajo de la Historia manteniendo el rigor y la pertinencia de las observaciones respecto del contexto espacio-temporal de lo
analizado.
Pero por otra parte – y en las necesarias articulaciones entre Historia, Teoría y Crítica – resulta significativo revisar aquellos discursos y
producciones a la luz de una nueva mirada y en el contexto de una nueva realidad, verificando, transformando o desplazando conceptos,
términos o posiciones.
Uno de los núcleos teóricos sobre los que giran la reflexión y la producción teórica y proyectual de estos últimos años es precisamente la
posibilidad de realizar una Historia y un cuerpo de Teoría desde lo propio. En último caso no se trata de comprobar la “vigencia” de ciertas
ideas sino de reformular y diseccionar los términos del fenómeno de la producción local e internacional bajo otras y nuevas líneas de
interpretación.
Pensar hoy la problemática del Regionalismo resulta muy diferente a veinte años atrás debido a los cambios en el contexto local e
internacional, al punto de poder llegar a cuestionar la propia denominación.
El fin del mundo bipolar y la actual preeminencia de una única potencia hegemónica han reconfigurado el mapa geopolítico y social tal como se
lo conoció desde mediados del siglo XX hasta el fin de siglo, a la par de un pretendido repliegue de la política y de lo ideológico en beneficio de
la administración. Los nuevos conflictos raciales e interreligiosos han abierto escenarios hasta ahora encapsulados o latentes o áreas de
confrontación imprevisibles. La archidifusión exacerbada del fenómeno de las comunicaciones y lo informático ha modificado sustancialmente
conductas y concepciones y diluido límites hasta hace unos años bien definidos, al tiempo que se produce un repliegue sobre un interior
protegido. La ghettización y desconfianza de clases han reformulado y deteriorado el valor de lo público y las relaciones entre público y
privado, a la par de que los procesos de circulación del capital y de reconversión económica-financiera han producido fenómenos como la
gentrificación, la concentración, la marginación y la discriminación. La creación de enclaves de uno u otro signo ha redundado en una pérdida
de la articulación, el intercambio y la convivencia, sustituidas por la separatividad y la coexistencia, en el mejor de los casos. El advenimiento
de lo virtual, de las contaminaciones y transversalidades disciplinares o de términos como Neovanguardia, Transvanguardia,
Supermodernidad, o el desplazamiento de las nociones de lugar o de utopía al espacio de las distopías y heterotopías, todo ello ha conducido
a un reposicionamiento de las formaciones culturales y de sus agentes intervinientes.
En palabras de George Harrison, “I looked at the world and I notice it´s turning”.
¿Cómo reabordar hoy, más allá de su vigencia o reduccionismo, cuestiones como centro y periferia en un mundo dominado por las
comunicaciones pero que reedita ahora el debate bajo los términos de lo global y lo local o de lo glocal?
¿Cómo repensar el problema de las identidades en el contexto de los cruces étnicos, religiosos, sociales y culturales que se manifiestan en
países o zonas de diferentes desarrollos relativos?
Estos cruces permanentemente expresan una tensión entre conservar una cierta pureza o integridad, el querer o necesitar incorporarse o
asimilarse, el disfrutar de beneficios y preservarse de agresiones y segregaciones, el acceso a mejoras a cambio de concesiones o el
aprovecharse de posiciones favorables o dominantes disimulando una corrección política. ¿Cuántas relaciones se ponen en juego en un
sistema tan complejo como el de la presencia de las comunidades africanas y musulmanas en Francia? ¿Cuántas Bolivias hay dentro de
Bolivia? Si pretendemos preservar una esencia, ¿cuál es la esencia, qué es lo propio de la Avenida de Mayo – algo tan porteño – que su
ejecución demolió toda la tradición colonial para refundar una Nación?
Somos sociedades expuestas a una forma particular del conflicto de lo Moderno, entendido éste no sólo en su acepción contemporánea sino
como una periodización mayor entre los siglos XV y XXI, como también somos una forma particular de los conflictos perpetuos entre Tradición
y Modernidad. Nuestra propia contemporaneidad debe ser entendida en su contexto actual tanto como en su inscripción en una periodización
mayor que exponga la totalidad de su problemática.
Definitivamente hoy no resulta adecuado – ya que ni siquiera vigente – poner el debate en los términos de un conflicto Modernidad-Lugar por
las diversas formas que lo moderno ha tenido y tiene de pensar y relacionarse con el lugar y por la transformación en la noción de lugar que
hoy tenemos.
Cada diferente momento de lo Moderno construye una interpretación diferente de la idea y de las relaciones con el lugar. Esas relaciones no
implican excluyentemente la mímesis, el acomodamiento armonioso o la contextualización neutra.
En la Piazza de Santa María della Annunciatta la lógica del ordo humanista se superpone a la lógica de la estructura medieval y su forma de
construir lugar, produciendo un salto histórico abrupto junto a una convivencia de diferentes memorias.
En la Casa de los Guardias Rurales, de Ledoux, la pureza y la autonomía del objeto se ubican en una comprensión de lo Natural Universal de
la época, tal como lo definiera Boullée en su Arquitectura. Ensayo sobre el Arte.
En la Ville Savoye se plantean nuevas relaciones entre objeto, naturaleza y lugar también a partir de la tradición de un ideario universal y de
las categorías de contemplación y encuadre.
Ya la propia tradición moderna del Río de la Plata, de Vilar a Bonet, de Bereterbide a Acosta, de Petorutti a Xul Solar, no puede considerarse
bajo ningún punto de vista una reproducción de experiencias europeas, por no mencionar toda la “información” que se llevaría de regreso a
Europa Le Corbusier de su famoso viaje del ’29 y de su primera experiencia en avión sobre la cuenca mesopotámica.
Toda la Modernidad está atravesada de mezcla, impureza y sincretismo: Le Corbusier mirando las bóvedas de la Escuela de la Sagrada
Familia, Wright al Japón o al Precolombino, Dieste a Bonet y nuevamente por su intermedio a Gaudí.
El Regionalismo se torna regresivo si invoca a la Naturaleza, la Tradición o la Historia como recuperación de un valor esencial o primigenio, de
lo incontaminado de la inocencia original rousseauniana. Si ésto sucede, no se efectúa una relación problematizada entre los diferentes
fenómenos o agentes actuantes. Por lo tanto, no se trata de recuperar una armonía o esencia perdidas sino de reconfigurar las relaciones
entre Ser-Estar, Tiempo-Lugar, Hombre-Naturaleza, Innovación-Tradición, Propio-Ajeno, Asimilación-Transformación.
La armonía supone una negación o una superación del conflicto - muchas veces bajo las formas de las utopías – con el cual se debería
aprender a convivir ya que en su mayoría las relaciones entre Tradición y Modernidad se hallan signadas por el mismo.
Una de las objeciones apuntadas por Gorelik en la recuperación de la Tradición por parte del Regionalismo era el lugar de mito otorgado a la
misma.
Esa recuperación mítica puede llevar a una fosilización de la Tradición, a su conversión en una ortodoxia que le confiere un estatuto de verdad
y autoridad cerrada, reconciliadora o sanadora. La Tradición se vuelca así al rol de otorgar certezas y soluciones constituidas o de proveer una
reparación o reunificación que las acciones de lo moderno han quebrado, contaminado o disuelto. Tales propósitos “reparadores” han
adquirido en numerosas ocasiones las formas de una resistencia al cambio o a una interpretación de la Tradición de manera no restitutiva,
crítica, en nombre de una supuesta esencia o en defensa de los valores de un grupo, cuando no de una elite, que se arroga la representación
de un colectivo múltiple, dando por resultado experiencias que van desde las restauraciones que se propusieron interpretar “el ser nacional”
hasta las recuperaciones de ciertos historicismos, folklorismos y chauvinismos de diverso color.
La Historia funciona también por contrastación – como en Miguel Angel, Borromini, Mies o Koolhaas – y la Tradición debería operar dentro de
un registro amplio entre la conservación y la protección por un lado y la incorporación de nuevos sustratos que van, renovada y continuamente,
a reconstruirla y reformularla, en el marco de identidades con características de crisol o de mosaico, según los casos.
Tampoco puede negarse la componente mítica – negación que puede encontrarse en una forma radical de ser moderno – ya que la misma se
encuentra en el seno de todas las sociedades y grupos culturales. En ese sentido el mito no sólo importa a la conservación – en la mejor de
sus acepciones – sino que cumple con una función liberadora en tanto ampliación y poetización de contenidos e imaginarios que son
constitutivos de toda identidad y de los mismos relatos de lo moderno.
La obra de tantos modernos, sin adjetivos, como Sacriste, Bonet, Dieste, Vilamajó, Barragán, Costa, Borges, Carpentier, Arlt, Paz, de Amaral,
Siqueiros o Berni ha sido capaz de expresar lo universal y lo local que tienen todas las culturas, a través de nuevas motivaciones, nuevas
producciones o experiencias, y no desde una esencia sino como una reflexión diversa sobre los materiales de la tradición y de la innovación,
sin quedar atrapados en una repetición pasiva o mimética o en un gesto sin espesor.
Probablemente, algunos de aquellos regionalistas confrontados por Gorelik, además de reivindicar una cuestión de esencia de lo propio o de lo
local, lo hacían a partir de una interpretación de la Modernidad vinculada a las definiciones canónicas, reductivas o ya superadas del término.
¿No hubo acaso también una acción vinculada al trabajo artesanal y a la articulación entre artesanía y repetición, entre singularidad y
reproducción material, en muchos momentos de la Bauhaus?
En casos como los de Barragán o Dieste, la articulación entre Modernidad y Artesanía es una pulsión de la componente existencial o mítica
que recoge tanto las expresiones de lo local – el propio pasado o el paisaje natural y cultural inmediatos o remotos – como también una
acepción universal de lo primigenio, de lo original, que ya se encuentra incorporada a una identidad humana más universal. También, en
Barragán o en Dieste, no son sólo los mitos de la infancia los que se ponen en juego o invocan, sino la modernidad con los que se los trabaja.
Muchos análisis del Regionalismo se han basado en el uso de los materiales, aludiendo a los materiales del lugar, técnicas tradicionales o a
una cuestión de expresión.
Pero en muchas oportunidades tales análisis han dejado de lado una problematización del tema, a saber:

1 – El abordaje se produce sólo a partir de una condición autónoma, específica de una manipulación arquitectónica, desde un punto de vista
superficialmente visibilista o descriptivo del uso del material o de la expresión, dejando por fuera las connotaciones sociales, políticas o
productivas del medio que interactúan.
2 – No se abordan las relaciones entre material y técnica de ejecución. Por ejemplo el uso de materiales locales con procedimientos dados por
la repetición, la estandarización o el extrañamiento, u opuestamente, el uso de un material “estándar” dentro de una configuración de carácter
singular o aurático.
3 – Se da por sentada la hegemonía de una condición matérica, corpórea, de lo regional, en oposición a lo virtual o abstracto de lo moderno
“central”. Lo regional resulta ser denso material y existencialmente en relación a lo sublime o exótico con que se adjetiva el lugar.
4 – La consideración unívoca acerca de la genealogía de un material, de una categoría o de una resolución. En ese sentido, ¿la Planta Libre
es universal-abstracta-corbusierana o local-gaudiana?

Lo propio no es algo que radica en la Historia, la Naturaleza o la Tradición esperando a ser interpretado.
Lo propio es una construcción en relación a las distintas versiones de lo Moderno y a sus cambios en sucesivos cortes históricos.
Gorelik proponía el concepto de transculturación como más adecuado que el de apropiado en tanto una manera de evaluar los diferentes
procesos de producción local como expresión particular de Modernización y Modernismo – en sus definiciones dadas por Habermas (15) –, a
sus derivaciones, desplazamientos y crisis en cada contexto, y ajenos a toda componente de nostalgia o redención.
Una de las características de la cultura moderna es que en ella todas las fuentes culturales están en posibilidad de contacto, y en ese contacto
se producen pérdidas, recortes, redescubrimientos e incorporaciones. Así como una obra cualquiera exhibe una plasticidad temporal – como
espacio para la superposición sincrética de diversos tiempos históricos –, así también en la cultura moderna existe una plasticidad cultural
de tiempos y espacios.
Siendo que la transculturación, los mestizajes y los desplazamientos operan desde y hacia muy diferentes patrimonios culturales, lo propio es
un despliegue en constante construcción y redefinición que se da bajo múltiples formas y apariencias, en lo individual y en lo colectivo, en un
rearmado continuo y sin fin de lo de adentro y lo de afuera.
El conocimiento disciplinar no sirve para reproducir un saber ni para ofrecer y menos ofertar clasificaciones tranquilizadoras. Sirve para
construir un saber y para identificar los modos particulares que asumen la transculturación y la transversalidad en cada situación específica, y
en relación a las muchas modernidades que atraviesan Latinoamérica y a los diversos desarrollos para cada una de sus fases y sistemas
productivos.
Repensar a Barragán, Salmona o Dieste en un trabajo de historización y de abordaje crítico y teórico no sirve para dejarlos elevados a una
recuperación romántica en tanto nostalgia, a una singularidad genial e intransferible, al paraíso de un valor perdido o como contrapeso de una
universalidad alienante. Sirven para comprender su papel en el proceso particular que tuvo la Modernidad en cada caso, para comprender la
tensión dialéctica entre su carácter fundante y su aporte a una apertura a otros puntos de una estructura rizomática, o para comprender como
fueron nuestras modernidades en la complejidad y diversidad de sus genealogías y despliegues.
Así mismo, el abordaje de la producción y el pensamiento de algunas figuras que se desempeñan en la actualidad como Solano Benítez, Pablo
Beitía, Paulo Mendes Da Rocha, Rafael Iglesia, Mathías Klotz, Jaime Aravena, Marcelo Villafañe o los miembros de la Cooperativa
URO1.ORG, por citar sólo algunos, nos posibilita repensar la producción contemporánea en nuestro medio y problematizar la vigencia, el
abandono o la recreación de conceptos, categorías e instrumentos en una nueva circunstancia de nuestra plasticidad cultural.
El Regionalismo, ¿quedó como una categoría circunscripta a un determinado momento histórico o posee una vigencia transferible a un nuevo
tiempo? ¿Sus parámetros sirven para ser aplicados a una producción actual o en su anverso, deben ser re-analizados para construir nuevos
instrumentos y categorías?
Ninguno de los arquitectos mencionados reivindica, por ejemplo, la existencia de una esencia que los vincule ni la predominación del lugar
como un factor común de carácter estable. Las cuestiones que en todo caso los vinculan son las componentes creativas y experimentales del
conocimiento como construcción y no como reproducción, su diversa manera de articular la transculturación entre patrimonios o espesores
culturales de diversa procedencia, su lectura de lo que es la Modernidad o la forma particular de refractar y a la vez construir el sistema de
producción pertinente a cada uno, con sus diversas genealogías y despliegues.
Tal vez en ellos se manifieste una diferencia o un rasgo particular que es que en su pensamiento y en su producción la Arquitectura constituya
una disciplina cultural. El diferenciarse de un profesionalismo acrítico o de la mera detención de un “oficio”, el plantear un abordaje creativo y
crítico de los problemas – en medio de una vulgarización y una devaluación del término crítico que resulta utilizado para cualquier cosa –, el
dar cabida a las componentes culturales en un sentido real y espeso y a una conjugación fértil de la Arquitectura con lo transdisciplinar o la
actitud de pensar la Arquitectura como el inventarse un problema y no responder con una solución, los ubica ya en un espesor que no requiere
de innecesarias reivindicaciones. No se invoca ni una esencia, ni una preponderancia del lugar, ni un devaneo con lo moderno o lo “central”
porque su producción es de por sí inherentemente cultural, articula las diversidades, la plasticidad de los patrimonios, los extrañamientos.

Tan sólo por tomar dos ejemplos podríamos brevemente citar los casos de Benítez y Beitía, y sin extendernos en el análisis mencionar algunas
de las cuestiones puestas en juego.
Tanto en la arquitectura como en el discurso de Benítez aparece siempre la realidad del Paraguay, desde el consabido “uso de los materiales”
hasta las particularidades de sus trama social. Las carencias, los desequilibrios, la necesidad de lo público, las condiciones productivas, una
tradición popular y artesanal, también las incidencias del clima y de la naturaleza o la interpretación de un sitio: Cultura y Naturaleza se hacen
presentes desprovistas de toda regresión o de una correcta asimilación. La sensibilidad de un acto poético, la creatividad para volver a
repensar cada problema en cada oportunidad, el rigor constructivo, la búsqueda de lo público, son rasgos que, aún no desprovistos de ironía,
tejen una urdiembre y una observación emotiva en cada condición dada en un momento y en un lugar.
Benítez no se ubica en ningún debate sobre una oposición entre Tradición y Modernidad ni reivindica ninguna esencia porque su arquitectura y
su pensamiento son incuestionablemente modernos. Y aquí moderno se refiere a dos de sus componentes básicas: la innovación y la
creatividad transformadora, y el ajuste o pertinencia a una situación particular. Las obras de Benítez son modernas porque son consientes y
dan respuesta a los requerimientos y posibilidades de un lugar; son ajustadas y pertinentes social, productiva y expresivamente a ese lugar. A
la vez son universales – modernas – en su manera de reunir un crisol de patrimonios, en su origen impuro y de diversas genealogías, en sus
categorías y procedimientos, en su plasticidad temporal o en la utilización de lo anacrónico.
En la obra para Unilever se ponen en evidencia tres aspectos inherentes a lo moderno: la innovación, la eficacia y la relación entre singularidad
y repetición. Son innovadoras la forma de plantear la imagen corporativa de una multinacional y la técnica utilizada con un material tradicional
como el ladrillo. Es eficaz el armado de los paneles de mampostería en pistas para luego ser izados y colocados y que permitió la optimización
de los plazos de obra y el trabajo con mano de obra no especializada, a un muy bajo costo y a una velocidad de ejecución altamente
competitivos. Y en su resolución técnica, en su lenguaje y expresión se reúnen un procedimiento de repetición seriada y abstracta con la
componente aurática de una singularidad matérica y del acentuamiento táctil-expresivo de la obra.
En otro ejemplo, como el del complejo Ytú, se hacen presentes otros rasgos modernos en la relación forma-materia-expresión: el
procedimiento de extrañamiento – como en la resolución de los tabiques de cerramiento que recurren a un material vegetal y a la técnica
artesanal de la cestería – o la diversidad de materiales y el montaje reunidos en una totalidad heteróclita y sin una síntesis homogénea.
En otros casos de la experiencia latinoamericana – en Mathías Klotz – como también de la europea, lo moderno se ha convertido en
repertorio. En lo arquitectónico y en lo extra-arquitectónico o ideológico, categorías, conceptos y procedimientos, formas, lenguajes o
materialidades, se han tornado también “tranquilizantes” y convenientes, en muchos casos despojados de toda componente crítica. La
ejecución de ese repertorio se ha generalizado e institucionalizado.
En Benítez lo Moderno no es repertorio, es construcción de lo Moderno en la dialéctica arquitectura-compromiso, autonomía-heteronomía. En
esa Modernidad la Identidad no está perdida ni disuelta, es genuina y real y no necesita de una confirmación por el debate estéril entre centro y
periferia, entre propio y ajeno, o entre Tradición y Modernidad; es construcción.

En una realidad diferente reflexiona y opera Pablo Beitía, inscripto en un filón de la tradición moderna rioplatense.
Atravesado de un pensamiento complejo – a esta altura analizado ya en muchos trabajos – baste decir aquí que su producción, antes de
remitir a una esencia del lugar, reúne una multiplicidad y diversidad de tonos que actúan a diferentes frecuencias a través del gran límite.
En una obra como la de la calle Serrano, el procedimiento general es moderno por definición: la zapada. La continuidad de registros
improvisados, meditados, nuevos o revisitados se suceden sin solución de continuidad ni estructura narrativa convencional. A una aparente
continuidad de la melodía – continuidad elusiva de la plasticidad y lo diverso formales – la pone en entredicho el síncope espacio-temporal. Un
síncope producto de la reunión anacrónica de Miguel Angel, la Capilla Sforza, Borromini, Piranesi, Scarpa, Gaudí, Borges, lo que las fachadas
ocultan.
La pluralidad de patrimonios culturales se hace crisol bajo la forma de un ejercicio en el cual la arquitectura se permite sin convencionalismos
ser laboratorio. Lo moderno es como esos patrimonios culturales – no sólo arquitectónicos – son conjugados.
Mencionar el Museo de Xul Solar es redundante, metáfora de todo aquello universal y local que reunió la obra del pintor. La modernidad y
pertinencia de obra pictórica y obra arquitectónica se corresponden.
Aquí, además de la presencia del lugar – privilegiada por Waisman – se pone en evidencia la necesidad de nuestra cultura de acumular
espesor temporal.
Nuestra tradición moderna – la de Testa en el Banco de Londres, la del Teatro San Martín, la de Williams – es un material para reflexionar y
ser operado en forma más explícita o sugerida. Se conjuga además con el reconocimiento de las cualidades de nuestro tejido, pero no sólo
desde una concepción morfológica o aparencial sino por sus rituales de lo público y lo privado, por el descubrimiento intersticial de la intimidad
interior de la manzana. Como en nuestra ya citada tradición moderna, la innovación tecnológica y formal permite una reformulación del
ahuecamiento de la masa y del interior para dar paso a otra componente moderna: el ideal de lo público.
La reflexión sobre la forma es a la vez innovación técnica; como en Gaudí, en Testa o en Miralles, son parte de lo mismo. Si en Benítez un
material tradicional estaba utilizado de manera innovadora, en Beitía, un material abusado en sus posibilidades d repetición sin cualidad ni
expresión como el hormigón es devuelto a su capacidad aurática de expresión única y singular. Esta manipulación es crítica en tanto creativa
en el sentido de la llamada crítica operativa de Tafuri.
Antes que una oposición local-universal, centro-periferia, tradición-modernidad, Beitía construye puentes dentro de la constelación o plasticidad
cultural.
Dando cuenta de la lógica de conformación natural y cultural de Buenos Aires – acumulación, sedimentación, sustrato, superposición,
heterogeneidad – Beitía sobrepone los diversos estratos locales y universales: Xul, Borges, Marechal, Williams, Testa, Scarpa, laberinto,
arquetipo, montaje, bricolaje. Sus filiaciones, genealogías e interacciones se mueven de manera velada, tangencial. ¿Acaso no se vuelve a
hacer presente un dramatismo miguelangelesco en la trágica ascensión de la masa del Banco de Londres, ahora en clave de modernidad, y
que persiste en el Museo de Xul Solar?
En Beitía, como en Solano Benítez, la relación Tradición-Modernidad es indócil, carece de mediaciones lineales. Ni en uno ni en otro lo propio
reside en la historia del lugar, en la Tradición o en la pregnancia de la Naturaleza a la espera de ser interpretado. En nuestra condición
moderna, tampoco y ni siquiera, la Historia, la Tradición o la Naturaleza existen ya per se, de manera natural, sino que también son
construcción cultural en continua transformación.
De una forma u otra resulta hoy improbable e innecesaria la definición de una esencia o de una generalidad en común. Al menos en esta
margen del Plata la identidad o lo propio son elusivos, mutables, conflictivos, aunque su elusión no significa carencia o ausencia; por el
contrario, una y otra vez se nos presenta como un proceso en constante construcción.
NOTAS BIBLIOGRÁFICAS

1 – En tal sentido, dentro de los estudios disciplinares y tan solo a modo de ejemplo, las relaciones de lo moderno con la tradición y la historia
han sido verificadas en numerosos trabajos, desde Tafuri y Kaufmann a Colin Rowe o Alan Colquhoun.

2 – Iglesia, Rafael. Arquitectura y Regionalismo. CEHCAU. FADU. UBA.

3 – A los fines de este trabajo se tomaron a modo de ejemplo las ponencias de Silvia Arango, Marina Waisman y Adrián Gorelik publicadas en
Summarios Nº 134, Identidad y Modernidad. Colección Sumarios. Ediciones Summa SA. Bs. As. 1990.

4 – Cabe aclarar que en una primera aproximación corresponde analizar los textos mencionados dentro del contexto del momento y del lugar
en que fueron escritos a los fines de una pertinencia del análisis. Aplicar categorías nuevas a fenómenos – o textos – ocurridos veinte años
antes pareciera atentar contra la rigurosidad y la pertinencia del trabajo. Pero a la vez es cierto que la pertinencia histórica no es la única
componente del trabajo de la historia, ya que una profundización mayor se adquiere con el despliegue del fenómeno estudiado en sus diversas
manifestaciones a través del tiempo, en la capacidad de relectura que también se encuentra en la base del trabajo del historiador, sin ceder por
ello rigurosidad.

5 – Summarios Nº 134. Obra citada.

6 – Arango, Silvia. Estructura esencial y estructura contingente, en Summarios Nº 134. Obra citada.

7 – Arango, Silvia. Obra citada.

8 – Arango, Silvia. Obra citada.

9 – Waisman, Marina. Un proyecto de Modernidad, en Summarios Nº 134. Obra citada.

10 – Waisman, Marina. Obra citada.

11 – Waisman, Marina. Obra citada.

12 – Waisman, Marina. Obra citada.


13 – Waisman, Marina. Obra citada.

14 – Gorelik, Adrián. ¿Cien años de soledad? Identidad y Modernidad en la cultura arquitectónica latinoamericana, en Summarios Nº 134.
Obra citada.

15 – Habermas, Jürgen. Modernidad, un proyecto incompleto, en El debate modernidad / posmodernidad. Puntosur. Bs. As. 1989.

BIBLIOGRAFIA

AAVV. Summarios Nº 134, Identidad y Modernidad. Colección Sumarios. Ediciones Summa SA. Bs. As. 1990.

Bachelard, Gastón. La poética del espacio. Fondo de Cultura Económica. Bs. As. 2000.

Fernández Cox, Cristián. Modernidad Apropiada en América Latina, en Revista ARS Nº 11. Santiago de Chile. Julio 1989.

Frampton, Kenneth. Historia crítica de la arquitectura moderna. Gustavo Gili. Barcelona. 1985.

Heidegger, Martin. Construir, habitar, pensar. Alción Editora. Córdoba. Argentina. 1997.

Iglesia, Rafael. Arquitectura y Regionalismo. CEHCAU. FADU. UBA. 2004.

Laplantine, François y Nouss, Alexis. Mestizajes. De Arcimboldo a zombi. Fondo de Cultura Económica. Bs. As. 2007.

Norberg-Schulz, Christian. El significado de la arquitectura occidental. Ediciones Summa. Bs. As. 1979.

También podría gustarte