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Notas sobre la actualidad de la noción de vanguardia


Adrián Gorelik

Una versión de este trabajo se ha publicado en


Vanguardias argentinas. Ciclo de mesas redondas del
Centro Cultural Ricardo Rojas, Universidad de Buenos
Aires, 2003.

1. Como toda categoría del imaginario social, la noción de vanguardia es polivalente y


viscosa: el resultado de capas y capas de significados acumulados en una larga
historia de teorías, prácticas artísticas y usos sociales. Quizás por eso hoy se puede
afirmar, con múltiples evidencias en la realidad artística, que es una categoría vacía,
hospitalaria a casi cualquier significado, pero, al mismo tiempo, que sigue
manteniendo la capacidad de convocar cierto horizonte irrenunciable para el arte: el
ideal, nacido ya hace dos siglos, de su vinculación con todo aquello que el arte no es:
la vida, el mundo, la política, la sociedad.
Pero las vanguardias hicieron mucho más que actualizar ese ideal, y por eso
no alcanza con hablar de “legado” para pensar nuestra relación con ellas. Habitamos
el territorio estético y cultural que abrieron y no podemos abandonarlo. Aún en
condiciones tan diferentes. Aún cuando todo el paisaje aparezca transfigurado. Por
eso no dejamos de apelar a esa noción. Porque las vanguardias nos dieron la lengua
que nombra ese territorio y, como en aquella escena primaria de tragedia cultural, no
podríamos prescindir de ella ni siquiera para maldecirlas.

2. El fenómeno de las vanguardias es pensado por la crítica de dos modos


antagónicos. Como un fenómeno histórico, producto de una coyuntura peculiar e
irrepetible de la cultura occidental (las “vanguardias históricas”, entre finales de siglo
XIX y la década de 1920). O como una actitud que caracteriza de modo genérico un
conjunto de rasgos que continúa activándose por épocas en algunos artistas o
movimientos (búsqueda de reunión del arte con la vida; crítica de las instituciones;
experimentación; provocación del público; etc.).1 Pero ambas posiciones tienen, a su
modo, razón. Porque es un fenómeno histórico, pero uno de tal magnitud que ya no se
pudo prescindir de las condiciones que creó. Por eso la vanguardia es hoy al mismo
tiempo imposible e inevitable, tanto para imaginar la relación del arte con la sociedad,
como para comprender la relación con su propia tradición y su propio hacer.
Como fenómeno histórico, las vanguardias creyeron que estaban clausurando
un larguísimo ciclo de la cultura occidental, abierto en los mismos orígenes de la
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representación moderna, que había mostrado sus límites y aporías con la crisis del
lenguaje clásico. Poco se tardó en constatar, en cambio, que el grado cero del
lenguaje al que arribaron, la tarea que se autoimpusieron de terminar el ciclo del arte
occidental, sea a través del gesto de la máxima pureza o del de la máxima
contaminación, no resolvía esa crisis, no conformaba un nuevo “lenguaje natural” (de
los materiales y de su tiempo), pero instalaba los límites para todo nuevo lenguaje y
para toda nueva búsqueda. Tal la calidad inédita de la nueva crisis que abrió el fracaso
de su empresa: todo el resto del siglo XX no pudo más que recorrer, desolado o
irónico, extasiado o desencantado, el territorio incógnito que dejó aquella
extraordinaria e irrepetible experimentación, poblado de interrogantes que no hemos
podido responder, pero tampoco dejar de formularnos.

3. Esta conciencia póstuma genera una situación inédita. Porque si esa


experimentación se agotó, si la muerte del arte se convirtió en espectáculo y el grado
cero del lenguaje pudo transmutarse en grado cero de la ideología, también se
agotaron de modo increiblemente veloz todos los intentos de restauración. ¿Cuál sería
hoy, en esta situación inescapable, una actitud de vanguardia? ¿Volver a tentar la
reunión aurática entre los polos que en aquella experiencia histórica entraron en
máxima tensión? Las vanguardias son justamente históricas porque constituyeron una
encrucijada única de valores, que sólo en ese momento de extrema productividad
estética y política no funcionaron como opuestos: crítica social / renovación lingüística;
destrucción / construcción (nueva síntesis de forma); pesimismo sobre el progreso /
optimismo tecnológico; revolución política / búsqueda de pacificación por el arte;
disolución del arte en la vida / autonomía estética. La canonización tardomodernista
primero, y la crítica postmodernista después, se empeñaron en separar esos polos,
apicándoles diferentes etiquetas y valoraciones. Todo momento de vanguardia
posterior, a su vez, partió de un intento por volver a reunir al menos algunos de ellos.
¿Pero es realmente posible y eficaz cuando cada uno de esos intentos encuentra
rápidamente su lugar en las instituciones y el mercado, cuando la idea de vanguardia
se reduce a la voluntad publicitaria de una provocación sin memoria?

4. No cabe duda que esta descripción pesimista de la actualidad de la vanguardia


peca de pintura-centrismo. Lo primero que enseña el análisis histórico, sin embargo,
es el carácter diferencial que, dentro de las vanguardias, asumió cada disciplina

1
Ver la buena presentación que hace Gonzalo Aguilar de ambas posiciones, que llama lecturas
“historicistas” o “posicionales”, en su artículo “Vanguardias”, en Carlos Altamirano (director),
Términos críticos de sociología de la cultura, Paidós, Buenos Aires, 2002.
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artística. Si el momento del surgimiento de la vanguardia histórica fue el de máxima


tensión entre valores opuestos, también fue heterogénea la misma consistencia
intrínseca de esos valores en cada disciplina y en cada conceptualización de la
vanguardia. Lo que entendemos por vanguardias parece haber sido un conjunto plural
de intrincadas tramas que se activaron de conjunto, pero cruzando cuestiones de muy
diferente entidad: cada disciplina artística encontró diferentes caminos y le impuso
límites objetivos a las aproximaciones teórico-críticas que sin embargo se han querido
universales. Un ejemplo obvio de lo primero es la natural proclividad de la arquitectura
a la constructividad, lo que mereció, por ejemplo, que Manfredo Tafuri la eliminara del
universo de las posibles vanguardias. Un ejemplo ovio de lo segundo es la presencia
de la afinidad electiva de Theodor Adorno con la música en su perspectiva general
sobre el arte moderno.
Así que si para comprender las vanguardias históricas conviene diferenciar las
marcas disciplinarias tanto en las prácticas artísticas como en sus producciones
conceptuales, no habría que dejar de hacerlo para pensar los límites de su posible
actualidad. Y en este sentido parece claro que la espectacularización de la
provocación y la celebración de la ocurrencia como único procedimiento legítimo de
producción artística es un fenómeno más bien restringido al panorama de las artes
visuales, con su inflacion museográfica y su mercado global.
La arquitectura y el urbanismo están fuertemente afectadas por esa situación
de las artes visuales, desde ya, en la medida en que buena parte de lo que ha
construido la “vanguardia” arquitectónica en las últimas dos décadas han sido museos
y sectores de ciudad como mercados de la memoria: basta ver la última proeza
estético-comercial-imperial en el proyecto para el Ground Zero en Manhattan.2 La
arquitectura, campo especial de prueba de las vanguardias históricas por su
esquizofrénica combinación de un máximo grado de autonomía y un máximo grado de
anclaje en la realidad (en ese universo que define los márgenes de toda realidad
moderna, la metrópoli), ha mostrado con crudeza en las últimas décadas que la
lucidez vanguardista puede conducir a la aceptación cínica de las lógicas del poder.
Por el contrario, quizás en algunas disciplinas con públicos fuertemente
constituidos en parámetros que lograron imponer nuevas clasicidades, con academias
sólidas y mercados que funcionan todavía de acuerdo a ellas, la idea de vanguardia
sea capaz todavía de introducir rupturas, de mantener otra productividad: cabe pensar
en la música, el cine, ciertos géneros literarios, el teatro.

2
Ver el análisis de Graciela Silvestri en “La vida victoriosa según América. Comentarios sobre
el concurso del Ground Zero”, Punto de Vista 76, Buenos Aires, agosto de 2003.
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5. La vanguardias históricas argentinas estuvieron asociadas de modo complejo y


paradójico a aquella encrucijada originaria. Las mejores interpretaciones históricas de
nuestras vanguardias han enseñado que su propuesta más ambiciosa fue la
producción de una lengua nacional (lo mostró paradigmáticamente Beartiz Sarlo para
el Borges de los años veinte: su criollismo urbano de vanguardia).3 Quedó así
expuesta la relación conflictiva que mantuvieron entonces con el conjunto de
postulados con que se habían asociado clásicamente las vanguardias: la negatividad,
el carácter destructivo, el combate a la institución, la destrucción de la tradición, el
internacionalismo. Sin embargo, lejos de favorecer una revisión radical de tales
postulados, la conciencia de la constructividad de nuestras vanguardias se tradujo
rápidamente en adjetivación: nuestras vanguardias (no sólo argentinas, sino
latinoamericanas) no suelen ser vanguardias a secas, sino vanguardias atenuadas,
vanguardias reactivas, vanguardias oficiales, vanguardias tropicales, definiciones que
muchas veces no ocultan su carácter de oximoron. La última estación del largo debate
sobre el carácter original o derivativo de nuestras producciones culturales (esa
estación que en Brasil tomó forma a partir de la aguda formulación de Roberto
Schwarz sobre las ideas “fuera de lugar”), en los años noventa entró en un estado de
aplacamiento sin resolución.4 Un aplacamiento favorecido por el carácter académico
de las nuevas indagaciones, que generaron una serie de recaudos: eliminadas las
visiones simplistas de una vía de mano única entre un modelo central y sus
aplicaciones periféricas, lo que se ha generalizado como nuevo sentido común ha sido
una especie de suspensión del juicio que evita la discusión sobre el sustantivo
“vanguardia” y sobre el sistema de valores que lo produjo, impidiendo la renovación
conceptual e historiográfica del problema global.
Es decir, más allá de normalizar lo que antes se veía como degeneración, se
pierde la posibilidad de poner en tela de juicio la propia norma sobre la que ese
sistema de valores se montó, la viscosidad que su existencia programática le confiere
a todo el episodio vanguardista, y no sólo a sus manifestaciones periféricas. Porque
las vanguardias argentinas y latinoamericanas tuvieron un papel activo en ese
sistema, en la dialéctica global de la vanguardia. Y lo que queda pendiente entonces
es el armado de la fotografía de familia de todo el episodio vanguardista como
fenómeno mundial: una nueva fotografía que posibilite su resignificación histórica.

3
Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930, Nueva Visión, Buenos
Aires, 1988.
4
Roberto Schwarz, "As idéias fora do lugar", Novos Estudos, CEBRAP 3, São Paulo, 1973.
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6. ¿También la de su actualidad? Hay una creciente certidumbre en la Argentina,


mejor dicho, en Buenos Aires, de que toda la pobreza material con la que viene
despeñándose este país está siendo contrarrestada con una inédita riqueza cultural.
Se trata de un consuelo, que tiene al menos dos dimensiones. Una privada, aunque
colectiva, la de la reparación simbólica y el alimento artístico: desde este punto de
vista no hay por qué dejar de asistir a los festivales de cine o de teatro, ni dejar de
apoyar su realización. Pero la otra dimensión es social y política, y aquí el consuelo
tiene una función estrictamente reaccionaria: en esta dimensión el consuelo es
permanentemente activado por una opinión pública que se niega a aceptar la crisis y
sus consecuencias, obturando la discusión política y económica sobre las
generaciones de argentinos que ya no van a poder asomarse a lo que el arte y la
cultura tenga para darles. En esta dimensión el consuelo funciona como obstáculo
para discutir el núcleo de lo que deberían ser las mínimas reformas en las que una
vanguardia (artística y política) debería comprometerse: la educación masiva, la nueva
escuela que necesita este país devastado para iniciar una reconstrucción que, aunque
lenta, decida apostar de nuevo a la inclusión.
El problema para un arte que se quiera de vanguardia es la trampa en la que
este consuelo reaccionario lo coloca: porque si el sentido de un gesto vanguardista
debería ser hoy denunciarlo y desmitificarlo, su mera existencia como producción
artística no puede evitar alimentarlo: “miren ustedes nuestra creatividad a toda prueba,
seguimos generando arte de vanguardia”. Quizás se trate de una típica aporía
latinoamericana, la existencia de vanguardias sofisticadas en sociedades escindidas:
vanguardias que aunque denuncien la escisión llevan la carga ominosa de saberse su
producto. Quizás los artistas y los intelectuales tengamos que empezar de nuevo a
interrogarnos sobre nuestro rol en esta Argentina latinoamericana. Quizás esa
interrogación, de nuevo constructiva, sea nuestra única posible y módica forma de
vanguardia.

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