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La gran discusión de la década parece ser la polémica entre Indigenistas e Hispanistas acerca
del significado del Descubrimiento y la Conquista de América. Sus voces llenan todos los
espacios como si los latinoamericanos no tuviéramos nada que decir sobre este tema crucial.
Alegan los primeros que el 12 de octubre no debería ser celebrado precisamente en América,
que fue la víctima trisecular de la explotación ibérica, y ponen de relieve el despojo de que se
hizo objeto a sus habitantes, para los cuales exigen reivindicación completa. A su vez, los
hispanistas defienden la conquista española, detallan sus realizaciones y atribuyen a los
indigenistas las peores intenciones.
El dominico Fray Domingo de Santo Tomás denunciaba al consejo de Indias, en 1550, a poco
de nacida la mina, que Potosí era una “boca de infierno” que anualmente tragaba indios por
millares y millares y que los rapaces mineros trataban a los naturales “como a animales sin
dueño”. Y Fray Rodrigo de Loaysa diría después: “Estos pobres indios son como las sardinas
en el mar. Así como los otros peces persiguen a las sardinas para hacer presa en ellas y
devorarlas, así todos en estas tierras persiguen a los miserables indios…”
“Todo lo que podían destruir lo destruyeron”, sintetiza Jorge A. Ramos y agrega: “El núcleo
de los conquistadores del Perú constituía una gavilla de bandidos que se acuchillaba
mutuamente, traicionaban a su rey y hubieran hecho buena figura como condenados a galera
en cualquier lugar del mundo. En este sentido, un Francisco Pizarro, muerto por sus acólitos
en Lima; Diego de Almagro, asesinado por los pizarristas; Carvajal, un criminal de alma
helada; o Lope de Aguirre, poseído de demencia homicida, resisten victoriosamente cualquier
comparación con los conquistadores ingleses, holandeses y franceses de su época”.
En el Caribe, cuenta el historiador y ex presidente de Santo Domingo, Dr. Juan Bosch, que la
explotación y la impiedad de los españoles eran tales que los indios preferían suicidarse a
tener que seguir soportando el régimen laboral que les habían impuesto. Los hidalgos que
despreciaban el trabajo manual consideraban que tomaban la última determinación porque
eran “vagos”…
Con sus métodos, las ruinas de Potosí tragaron en tres siglos ocho millones de vidas
humanas, destruidas por los vapores de mercurio y los gases de las profundidades.
En México, cita Ramos, había en 1523 16.871.408 habitantes, en 1568, quedaban 2.649.573.
Según Ángel Rosenblat, los 250.000 indios que encontraron los españoles en la isla de Santo
Domingo en 1492 se habían reducido a 500 en 1538.
Añade que en el transcurso de la Conquista la población primitiva se redujo al 5;9% de la
existencia en los días del descubrimiento. De los 6.000.000 de incas que habitaban el Perú en
vísperas de la llegada de Pizarro, sólo quedaban en 1628 –asegura Rowe- apenas 1.090.000.
Si esto no puede llamarse un genocidio porque faltó la intención específica de exterminar, sin
duda fue un “cataclismo social”, como la denomina Sergio Bagú. Algún hispanista ha
pretendido refutar la existencia misma de esta hecatombe demográfica por la vía de su
ridiculización, afirmando que, de ser cierta, los españoles, habiendo matado 50.000.000 de
indígenas, tendrían que haber causado “el deceso violento de 17.94 indígenas por hora”
durante sus 318 años de dominación, cosa que considera humana y aritméticamente
imposible.
Aparentemente se olvida que la conquista no es solamente responsable por las muertes
violentas (en guerras o represiones), sino además por todas aquellas otras provenientes de la
extenuación física causada por la explotación laboral, de las enfermedades transmitidas por
los conquistadores, de la subalimentación derivada del cambio de una economía centrada en
las necesidades endógenas, en una economía mercantil para la exportación y aun de las que
produjo el desgano vital que causó en millones de indios el avasallamiento de su cultura y su
organización comunitaria tradicional. Se alegará que todos estos hechos vandálicos estaban
prohibidos por la legislación de Indias dictada por los piadosos Habsburgos (uno de los
cuales, Felipe II, estaba dispuesto a quemar 60 o 70 mil hombres “si fuera necesario para
extirpar de Flandes la herejía”), y es cierto. Pero esas leyes humanitarias no se aplicaron sino
por excepción. Fueron siempre letra muerta, y no en todos los casos por voluntad de los
conquistadores de no admitir limitaciones a su poder arbitrario en América, pues muchas de
las disposiciones reales venían acompañadas secretamente de la contraorden de no
efectivizarla. Tales los casos en que se prohibía formalmente el trabajo personal de los indios
en las minas, pero bajo cuerda se ordenaba a los encargados de aplicar la ley que no la
hiciesen efectiva en caso de que aquella medida hiciese flaquear la producción. Como se ve,
el espíritu antes que nada. Es que la corona iba con el “vente per cento” de aquel mineral
lleno de sangre (el famoso “quinto real”).
Su avidez de riquezas rápidas, su afán de señoría sobre otros hombres a los que redujeron a
ignominiosa servidumbre, la estupidez con que destruyeron la magnífica cultura de mayas,
aztecas e incas, su brutalidad, su egoísmo y su crueldad no pueden ser compensadas por la
apelación a la “evangelización” o a la “obra cultural de España en América”. Sobre la
primera se ha señalado suficientemente –salvo en el caso de los jesuitas, que salvaron
efectivamente a decenas de miles de naturales de caer bajo el yugo de los encomenderos- que
la conversión al cristianismo, desarticulando el universo espiritual de los primitivos
americanos, los privó del resorte anímico que los capacitaba para resistir la opresión. De
manera que la evangelización (y que más allá de las mejores intenciones de tantos frailes
animosos) sirvió, como regla, para preparar o justificar la Conquista, de la que también se
benefició la Iglesia en el más crudo sentido material (diezmos, esclavos, prebendas, etc.).
Es que ella no fue ni una “hazaña del genio hispano” ni una “cruzada” evangelizadora para
atraer a los pobres indios idólatras a la verdadera religión, como se ha dicho
hiperbólicamente, sino –más prosaicamente- un resultado de la expansión del capital
mercantil, cuyo desarrollo hacia el Este habían bloqueado los turcos al apoderarse de
Constantinopla en 1453. La muerte heroica de su último emperador, Constantino Paleólogo,
en las murallas bizantinas, marcó el inicio de una nueva época signada por una aceleración de
las pulsiones de una economía europea que ya había comenzado a desafiar a la “Mar Océana”
con Enrique el Navegante. El 12 de octubre de 1492 no fue un suceso extraordinario acaecido
sorpresiva e imprevistamente, sino la culminación deslumbrante de un atrevido proceso de
avances de la burguesía mercantil en dirección al Oeste.
Tampoco faltan en el coro de los hispanistas aquellos “marxistas” que justifican la Conquista
y la Colonización porque ellas redundaron finalmente en un “aumento de las fuerzas
productivas”: incorporación de nuevas técnicas de aprovechamiento de recursos naturales e
introducción de nuevas especies animales y plantas aprovechables.
Aun sin considerar la destrucción de los sistemas de regadíos y de las redes viales de los
incas, es preciso señalar a estos “marxistas” que el mismo Marx indicó que la principal de las
fuerzas productivas era la propia comunidad, que fue precisamente la victima central del
proceso de la Conquista. Otros, más discretamente, como Otto Vargas nos ponen en guardia
contra la tentación de “idealizar” la sociedad incaica precolombina, porque se trataba de un
“régimen de clases”, dividida entre “explotados” y “explotadores”. Esta anacrónica
observación “clasista” ha sido puesta en su debido lugar por el gran marxista alemán Rudolf
Babro cuando reconoció que “jamás un sistema de dominación se ha acercado tanto a su
óptimo posible”.
Hoy, la objetividad de las ciencias, histórica, tan llena de nombres ilustres, ha probado
indubitativamente –más allá de las exageraciones notorias de la leyenda negra y descartando
las justificaciones puramente retóricas de la contraleyenda rosa– el saqueo económico a que
fue sometida América por parte de españoles y portugueses, el cataclismo demográfico que
sufrieron sus poblaciones, la desarticulación de las estructuras sociales y la destrucción de sus
altas culturas. Lo cual no es extraño, porque estamos hablando de una conquista y no de otra
cosa. Se dirá que la obra de aquellos conquistadores no fue peor que la de los ingleses en la
India o la de los holandeses en Indonesia. Ciertamente es así, pero por la misma razón, si
condenamos a los últimos no tenemos por qué alabar a los primeros por los mismos hechos
sólo porque han sido nuestros ancestros. La biología no anula la razón ni la ética. Quienes
somos enemigos de todo imperialismo y toda explotación del hombre por el hombre no
podemos absolver al colonialismo ibérico.
II
Todas estas verdades, sin embargo, no autorizan a concluir, como hacen los indigenistas, en
una reivindicación anacrónica de culturas que ya no están y a exigir para poblaciones
indígenas profundamente penetradas ya por la cultura europea el derecho a formaciones
estatales propias. “Los mapuches actuales –explica el indigenista chileno Hugo Carrasco
Muñoz- aspiran a un estado que sin estar separado del Estado chileno tenga independencia
económica, política y cultural”. Y así siguiendo tendríamos un estado para los aymarás, otro
para los quechuas, otro para los guaraníes, los tobas, etcétera.
De allí que si los nefastos designios del etnopopulismo pudieran llevarse a cabo no harían
sino sumar la balcanización étnica a la balcanización política que ya padece la América
latina, con gran beneplácito de las potencias imperialistas. Para ellas la necesidad de dividir
para reinar sigue siendo una divisa que conserva todo su valor práctico y que no es
contrapuesta al intento de Estados Unidos y sus mulinacionales de organizar el Mercosur
como un coto unificado bajo su dominio. Por el contrario, la consigna “divide et impera” es
complementaria y no opuesta a su política de hegemonía económica, ya que toda tentativa de
dominio de un espacio ajeno a nivel económico necesita de la atomización de las fuerzas
internas de dicho espacio a nivel político.
Con razón el indigenismo a ultranza cuenta con tantos europeos y norteamericanos entre sus
militantes y con motivos sobrados tantas fundaciones y sectas religiosas yanquis vuelcan
generosamente su apoyo a favor de las organizaciones indigenistas.
Sin embargo, el rechazo a las dañinas propuestas políticas alimentadas por el etnopopulismo
no tiene por qué llevarnos a embellecer la conquista española (o portuguesa, según el caso).
No es necesario celebrar ni ensalzar la conquista para condenar las tesis de los indigenistas: el
indigenismo, como corriente política que no osa confesar su naturaleza, se condena por sus
propios pecados. Debe ser rechazado por sus propios motivos. No porque aquellos rapaces
hidalgos cubiertos de hierro tuvieran razón contra sus víctimas, sino porque es nocivo para la
solidaridad entre las razas, para la unidad de la nación latinoamericana y –en definitiva–
perjudicial para la propia causa que dice defender: la reivindicación y la promoción humana y
social de los indios. A la inversa, el repudio a la conquista ibérica y a la expoliación de
América, desenvolviéndose en el plano de la ética y el juicio histórico, no debe llevar
forzosamente, según dijimos arriba, a sacar conclusiones políticas e institucionales
indigenistas que sólo benefician a los opresores actuales de Latinoamérica.
Es un hecho que la actividad política de los etnopopulistas, más allá de lo que puede tener de
noble y generosa preocupación por los desposeídos indígenas que sobreviven hoy, está vista
con muy buenos ojos por el imperialismo, porque introduce nuevos motivos de discordia
entre los latinoamericanos. Introduce artificial y anacrónicamente una diferencia y una vía de
enfrentamiento entre los latinoamericanos de origen europeo, indio o africano en momentos
en que la exigencia suprema es cerrar filas contra el explotador común y las clases sociales
nacionales parasitarias asociadas a él. Con la movilización de los miskitos por los “contras”
en Nicaragua, ya se ha visto como el imperialismo se sirve de las consignas de reivindicación
étnica para debilitar y provocar a las revoluciones nacionales progresistas. El indigenismo
puede ser manipulado por los grandes intereses antinacionales porque no es un movimiento
de masas real, sino una mera corriente de ideas motorizada por algunos antropólogos,
sociólogos y personas de ingenua buena voluntad, sin sustento numérico en aquellos que
dicen representar. Por el contrario, y más allá de sus sofisticados congresos, cada vez que los
auténticos indígenas se han podido manifestar lo han hecho contra el etnopopulismo. En el II
Encuentro de Organizaciones Indígenas Independientes, por ejemplo, la inmensa mayoría de
las organizaciones indias de base se negó a ingresar el Consejo Regional de Pueblos
Indígenas (COPRI); “filial del consejo Mundial de Pueblos Indígenas, transnacional del
indianismo financiado por el consejo Mundial de Iglesias y que tiene como objetivo último -
dice Araceli Burguete Cal y Mayor- provocar los resultados contrarrevolucionarios que se
advierten, por ejemplo, en Nicaragua”.
Lo que quieren nuestros indios no es permanecer en el ghetto de sus respectivas culturas, sino
avanzar en la conquista del bienestar material y el desarrollo espiritual, para lo cual bregan
por dominar el idioma y la cultura de la sociedad global en la que se encuentran inmersos,
aun sin repudiar lo que les es propio. El gran especialista francés de Historia incaica Alfred
Metraux, que no es precisamente un detractor de lo indio, dice acerca del Perú: “Los indios
no tienen orgullo de su lengua. La consideran un poco como una prisión en la que se habrían
encerrado y de la que desean evadirse a fin de estar más aptos para defender sus intereses o
integrarse al resto de la nación”. Esa búsqueda de integración al resto de sus compatriotas y al
mundo moderno que caracteriza al grueso de la población indígena se expresa también en
Bolivia, donde la expansión de la industria editorial desde 1985 se debe a la difusión del
castellano entre la masa de su población quechua y aymará (Ignacio Tejerina Carreras).
Hace sesenta años José Carlos Mariategui señaló agudamente que “el problema del indio” en
el Perú -por extensión en toda América latina – podía reducirse en realidad al problema de la
tierra, ya que el indígena era antes que nada un campesino despojado. Hoy, después de
décadas de industrialización y de inmigración de indios a las ciudades, puede decirse que la
cuestión indígena, lejos de ser un problema “nacional”, no es sino un aspecto de la cuestión
social que aflige al continente latinoamericano, expoliado por el imperialismo en todas sus
clases populares, sin distinción de razas. El indio es hoy un campesino o un obrero que
comparte las vicisitudes y las esperanzas de todos aquellos que están en su mismo nivel
social. Esta lucha en común, por supuesto, nada dice ni a nada obliga en materia de cultura,
de religión, de costumbres tradicionales, de idioma. Aquí no puede reinar sino la más
absoluta libertad para que los propios indígenas –no sus pseudorrepresentantes ideológicos
autodesignados– elijan si han de asimilarse o no a la cultura nacional latinoamericana (y con
qué ritmo) o si prefieren cultivar la de sus ancestros. El mantenimiento de las culturas
indígenas –acompañado obviamente del desarrollo del bienestar material– no contradice sino
que enriquece y matiza la gran cultura mestiza indo-afro-ibérica.
La dimensión de tal proceso no puede aún avizorarse, pero lo que sí es seguro es que la
unidad superestructural de América latina –sobre la base de un gigantesco mercado
continental controlado por los propios latinoamericanos– no se conseguirá fundándola sobre
la multiplicidad de las lenguas indígenas y sus valores divergentes y ya muy deculturados.
Será la confluencia del castellano y el portugués, que hablan más del 90% de la población, y
la civilización mestiza que ellos expresan, la arcilla con que la historia hará –ha comenzado a
hacer ya– la unidad de Latinoamérica en la esfera del espíritu.
La solución para los marginados compatriotas indios del Chaco y de Formosa, de Neuquén o
del Perú, de Bolivia, México o Guatemala no vendrá por la vía de su reivindicación
“nacional” frente a los “blancos” supuestamente usurpadores, sino por la vía de un frente
común de todos los explotados –de cualquier raza–.
Los efectos nefastos de esa época no serán borrados por estériles enfrentamientos en el seno
de los pueblos, sino por su acción política solidaria y racional.
Como ya lo dijo perspicazmente Bolívar en su célebre Discurso de Bacaramanga “no somos
indios ni somos europeos”. Somos latinoamericanos, y como tales, tanto la corriente
hispanista como la indigenista, con sus verdades parciales, nos son esencialmente ajenas. ¡Ni
Hispanismo ni Indigenismo: Latinoamericanismo!
Tal es la consigna.