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¿DE QUÉ SE RÍE?

Veinte cuentos
de humor inestable

Néstor Leuchenco · Gastón Rama · Sara Solana


Grimanesa Lazaro · Pilar Rezzano · Damián García
Luciano Rosé · Federico M. Soler · Eduardo Elechiguerra R.
Alfredo Ariel Rossi · Humberto Manuel Botana
Contratapa

Nunca falta el que suelta la carcajada antes de


rematar el chiste. También está el que gasta bromas
todo el tiempo con cara de yo no fui. Tales
situaciones contrapuestas provocaron, en su
momento, que al comediante de cine mudo Buster
Keaton se lo llamara el hombre que nunca ríe. Cada
quien sabrá en cuál de las partes de su cuerpo
prefiere que le hagan cosquillas, una evidencia que
no se opone en absoluto a la afirmación que Henri
Bergson ensayó en La risa: “Fuera de lo que es
propiamente humano, no hay nada cómico”. A los
veinte relatos aquí reunidos, escritos en distintas
latitudes, que van desde Neuquén a Estocolmo, les
viene muy bien la cita del filósofo francés. Con las
particularidades que los distinguen, ninguno de
ellos se muestra ajeno a los temas que desde siempre
nos han quitado el sueño. El límite entre lo
concebible y lo anómalo. El lado oscuro de los
sentimientos y sus derivas impensadas, por las que se
cubre de sombras la aventura del amor. Las máscaras
de la identidad. La pérdida de control sobre los
instintos más desembozados. La muerte y los
artilugios tecnológicos en que se fundan las
promesas de una sociedad de posmortales. El lector
avezado podría responder a la pregunta del título de
esta antología, quizás, con otra pregunta: ¿Y a usted
qué le importa?
¿DE QUÉ SE RÍE?

Veinte cuentos de humor inestable


¿DE QUÉ SE RÍE?

Veinte cuentos de humor inestable

Néstor Leuchenco · Gastón Rama · Sara Solana


Grimanesa Lazaro · Pilar Rezzano · Damián García
Luciano Rosé · Federico M. Soler · Eduardo Elechiguerra R.
Alfredo Ariel Rossi · Humberto Manuel Botana
¿De qué se ríe? Veinte cuentos de humor inestable /
Néstor Leuchenco ... [et al.]. -
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:
Ediciones Paco, 2022.
Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-48707-7-3

1. Cuentos Humorísticos. I. Leuchenco, Néstor.


CDD 867

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Ediciones Bucarest
Buenos Aires, Argentina
Contacto:
celiadosio@gmail.com
instagram.com/edicionesbucarest

Maquetación: Sara Solana y Federico M. Soler

Fotografía y diseño de cubierta: Sara Solana


Índice

Prólogo 5

Cuentos

La mujer que olía los quesos 8


La cabeza asomada 10
La pasión de los fuertes 13
Lo que queda de mi padre 16
Domótica 19
El galpón de los espejos 22
Un curso de milagros 24
Las muertes de Julio 26
El arponero impreciso 30
Guachafita 32
Attikí Symptom 34
Ignatius 35
Irina y yo 39
Un chorro sin interrupciones 42
Puerkiaria Upp 44
La conspiración 47
Un cuervo, Drácula, Batman, o un barman,

o las alas de una rata cualquiera 49


Gitana 51
Revancha 52
La manija 54

Autores 56
Prólogo

Dicen que el lugar con menos sentido del humor del mundo es una
fábrica de embutidos alemanes en el noreste del conurbano bonaerense.
Existe desde hace más de tres generaciones, cuando los antepasados de los
actuales dueños llegaron de Europa. Tiene un local a la calle, con venta al
público, que abre de seis a diez de la mañana. Es un lugar inhóspito, donde
las balanzas son de precisión, las cabezas de cerdo cuelgan del techo y los
empleados, que apenas hablan español, atienden con delantal blanco y
guantes. Aunque sea por una cuestión de estadística, suponemos que,
alguna vez en los años transcurridos desde que existe el lugar, alguien
entró ahí decidido a contar un chiste. La pregunta que se impone es:
¿cómo hacer reír a una audiencia que no parece dispuesta ni siquiera a
escuchar al narrador, en un lugar donde todos los intentos anteriores
fracasaron? El chiste retrocede y cada uno de los valientes ofrece su propia
versión del humor. El resultado de esa aventura improbable podrían ser
estos veinte cuentos.

¿Una antología de cuentos de humor, entonces? Sí, pero también otras


cosas. El humor puesto por acá y por allá, usado con un criterio diferente
cada vez. Sobre todo, digamos, una antología escrita desde lugares muy
diferentes. En cuanto a la geografía, tenemos autores de Santa Fe, de
Neuquén, de Campana, de Necochea, de Tucumán, de Córdoba, de Salta,
de Buenos Aires, una española desde Estocolmo y un venezolano desde
Ibiza. En cuanto a los estilos, incluso son más variados.

No tiene sentido preguntarse por las reglas del humor, qué normas hay
que seguir para hacer reír, qué mecanismos son válidos. El humor muchas
veces no nos da risa. A veces nos deja serios, pensativos, o con una ligera
sonrisa de complicidad. Lo que se promociona en el mercado de las letras y
el espectáculo como humor, muchas veces puede sernos indiferente. Y al
mismo tiempo, encontramos que una ironía, una frase a contrapié, nos
queda en la memoria y siempre la recordamos y compartimos como un
momento de verdad regocijante.

Cuando leímos estas narraciones, encontramos en ellas mucho de la


mejor tradición del cuento breve universal, y también una amplia paleta de
recursos y personajes. La antología es deforme en muchos aspectos, y eso
nos gusta.
5
Al lector le proponemos entrar en este catálogo como quien entra en
un cabaret antiguo y disperso donde las cortinas de terciopelo no llegan a
ocultar las luces estroboscópicas, varias pistas con músicas diversas y
placeres disímiles. A él le toca recorrerlo y elegir.

Sebastián Robles / Juan Terranova


Ciudad de Buenos Aires, 28 de noviembre de 2022

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Cuentos

7
La mujer que olía los quesos

Néstor Leuchenco

Elvira la vieja parecía una vieja desde que nació.


Más vieja era, más largos se le volvían los bigotes. Andaba por la casa
esquivando a los tres ratoncitos de su hija Lucrecia. “¡Que te los voy a
pisar, pero no importa! ¡Antes ratones que perros!”, chillaba. Lucrecia le
hacía caso, y cada vez que la vieja aplastaba uno, lo reemplazaba por otro.
Hasta que la mujer se cayó y se rompió la cabeza. “Me pisé los bigotes”,
deliraba con los ojos en blanco. Antes de dar el último suspiro llamó a
Lucrecia, que ya no era joven, y desde la cama le dijo: “Por fin podrás
tener un hombre. ¡Qué le vamos a hacer!”.

Lucrecia enterró a la vieja. Sentó a los tres ratones y les habló muy
seria: “Voy a seguir haciéndole caso a mi madre, porque es mejor darle la
razón a los demás que equivocarse una”. Luego les repartió trozos de
gorgonzola, ella comió el suyo y enseguida se fue al pueblo por un marido.
No es que iba a tontas y a locas. Hacía tiempo se había fijado en
Feliciano Gavioli. Le gustaba, era dueño de una quesería, ¿y acaso ella no
comía queso todo el día? Lo único: tenía tres perros. Sin embargo, algo le
decía a Lucrecia que o se casaba con éste o no se casaba nunca. Así que al
llegar a su negocio, y solo para hacer alguna cosa ante Feliciano, comenzó
a oler los quesos. “Olfateo, olfateo, y sé cuál es el feo”, le dijo al hombre.
“¿Ah, sí?”, sonrió él, y la desafió a que identificara los buenos.
Lucrecia, según Feliciano, no acertó ni uno. Pero ella no se hizo
problema: “Más conoce el que vende que el que compra”, pensó, y a los
tres días ya le estaba dando un beso.
A la semana siguiente se casaron y él se fue a vivir a la casa de ella con
sus tres perros: el primero tenía la nariz de poroto negro, el segundo de
aceituna negra, el tercero de uva tinta. “Mejor perros con hombre, que
ratones sin nada, ¿eh, Lucrecia?”, le decía Feliciano, y ella terminó por
aceptar que esa era mejor verdad que la de su madre. Igual los perros
miraron con indiferencia a los ratones, y tanto animales como humanos
vivieron esos primeros tiempos en armonía. Hasta que llegó el año de la
hambruna.
La gente no tenía qué comer ni dinero para comprar comida. Los
quesos del negocio se vencieron y para que nadie se intoxicara decidieron
tirarlos a un barranco. “No te preocupes, Feliciano –lo consoló Lucrecia–.
En todos lados andan diciendo que hay que votar como presidente al que

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nos traerá prosperidad”. El otro estuvo de acuerdo, y los dos se sentaron a
esperar la votación.
Pero los ratones no podían esperar tanto. Se juntaron en la falda de
Lucrecia y le dieron a entender, moviendo ojos, hocicos y bigotes, que sin
queso terminarían muriendo de hambre. “Si ellos piensan así, yo también”,
razonó. Le propuso a Feliciano comprar más hormas con el último dinero
que les quedaba: ella alimentaría a los animalitos, y de paso estarían
preparados para la bonanza que venía. Ganó el candidato de ellos, y resultó
ser tan mal presidente que tuvieron que revolear la mercadería otra vez al
barranco.
Estaban sin dinero y con hambre, y Feliciano propuso deshacerse de
los tres ratones: “No ladran anunciando visitas ni cuidan la casa, y es mejor
darle de comer algo a los perros, que son como mis hijos, que a tus
ratones”. A Lucrecia no le pareció mala idea, a pesar de que le daba tristeza
separarse de sus animalitos. Ese mismo día, él los metió en una caja y los
puso en un tren que iba desde la estación del pueblo a Carcarañá.

A la noche, y nunca se sabrá cómo, los tres ratoncitos regresaron a la


casa. Entraron en silencio, fueron a buscar a los perros que dormían y le
comieron a uno la aceituna negra, al otro el poroto negro y al último la
uva tinta. A la mañana, Feliciano los encontró desangrados en un rincón y
puso el grito en el cielo.
Todo el amor que sentía por Lucrecia se fue diluyendo con cada perro
que enterraba, y al final, lleno de rabia, le dijo adiós para siempre. Ella,
sentada en un rincón, pensó: “Qué sabio es Feliciano; me ame o me odie,
tiene razón”. Se resignó a ser vista menos valiosa que un perro, nada hizo y
se quedó sola.
Lucrecia envejeció tan rápidamente que pronto se pareció a su madre.
Una amiga de las que nunca faltan le dijo: “Pensá que no sos vieja
bigotuda, sino una mujer feliz”, y ese sencillo consejo le permitió vivir
sonriendo hasta el final de sus días. Los tres ratones se reían de las dos
mujeres; pero el presidente cambió, y ellos tuvieron su gorgonzola.

9
La cabeza asomada

Néstor Leuchenco

“¡Qué castigo el que me dieron! ¡Ser el mismo!”, gritaba sin gritar


Egidio Guascón. La justicia le había cortado la lengua para que no
agrediera al débil y le había amputado las manos para que no matara al
indefenso. Pero su maldad seguía ahí.
Egidio se iba a rumiar su suerte bajo un árbol de hojas negras que
tenía en el fondo de la casa. Era el único árbol en varias cuadras a la
redonda. El hombre vivía sobre una colina revestida de mármol negro,
según era la moda en el siglo XXIII, y en ese suelo lo único que podía
brotar tenía el color de la noche. Hasta que una tarde escuchó una noticia
que lo dejó sin aire. Los científicos habían descubierto la manera de
manipular a una persona mala y volverla buena; con una limitación: su
cuerpo debía estar completo. ¡Cómo bramó entonces, sin bramar!

Desde esa vez se sintió más desgraciado que nunca. Comía poco y
casi ni dormía, pero una mañana se levantó decidido a pensar en cosas
buenas. Fue a pararse junto al árbol, revoleó sus muñones en el aire fresco
y no le costó nada evocar a su vecina: “¡Leticia Dudú! ¡Siempre tan
buena!”. Él amaba a esa mujer desde que los dos eran chicos, aunque nunca
se lo había dicho porque siempre le había parecido mejor pasar el tiempo
golpeando y acuchillando a la gente.
Leticia Dudú lo esperaba a veces asomada en la medianera. Su cara
blanca permanecía quieta como si del otro lado estuviera suspendida en el
aire igual que un colibrí. Y suspiraba “¡Ay, Egidio, Egidito! ¡Tan bonito y
tan maldito!” al verlo en el jardín.

Un día Egidio no aguantó más de amor, fue a verla a su casa y se puso


a mirarla de tal modo que ella también comprendió cuánto la quería ese
hombre aunque fuese malo.
“¡Ay, Egidio, Egidito! ¡Tan bonito y tan maldito!”, fue lo único que se
le ocurrió a Leticia decirle esa vez, un poco porque ya sabía la frase, y otro
poco porque ella también lo quería. Y enseguida: “¿Y si aprendieras a ser
bueno? ¡Porque a ser malo aprendiste muy bien!”.
Egidio, que vio la oportunidad de ser mejor que los científicos, elevó
un muñón y asintió con la cabeza. Y ella, como era adivina, agregó:
“Entonces tendrás que ir hasta la Isla del Peroné, donde se esconde Ramón
Zumbón. Es un malo igual que vos, pero vive escapado de la justicia y

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violando a diez mujeres esclavas. ¿Me lo traerías prisionero, como prueba
de que sos bueno y que me amás?”.
Egidio se preguntó cómo podría hacer eso si él no tenía manos. Sin
embargo asintió de nuevo, se despidió y partió enseguida rumbo a la Isla
del Peroné.

Pero Egidio amaba a Leticia tanto como seguía siendo malo, de modo
que por el camino lo pensó mejor y en lugar de meterse en problemas se
fue a su casa. Allí se mantuvo oculto durante un año para que ella no lo
viera. Una tarde se le ocurrió imaginar que llegaba a la Isla del Peroné.
Que había una lucha, que con un golpe de hombro tumbaba a Ramón
Zumbón y que diez mujeres aparecían de la nada para abalanzarse sobre el
hombre y arrancarle los testículos a tarascones.

Ni bien Egidio tuvo esa historia para contar, salió de su escondite y se


fue de Leticia Dudú. Ella se puso muy contenta de verlo, y le preparó un
banquete de bienvenida a base de jabalí, rabo de cerdo, morcillas y mollejas
de chivo, porque en el siglo XXIII estaba muy bien visto comer solo carne.
“Lo único que te traía de Ramón Zumbón —se disculpó él— eran sus
testículos, y se pudrieron por el camino”.
“Me lo imagino” contestó ella, que como buena adivina que era,
enseguida se dio cuenta de que Egidio Guascón le mentía.
Terminaron de comer, y Leticia quiso probarlo otra vez: “¡Ay, Egidio,
Egidito! ¿Me harías otro mandadito?”.
Él le dijo que sí y ella lo mandó a la montaña Rughuyú, que quedaba
en la zona incandescente del planeta. En la cima había un monasterio,
cuyos monjes preparaban una tintura con la que volvían negros para
siempre los cabellos blancos. “Cuando vuelvas con mi pedido nos
casaremos”, le prometió Leticia. Y para asegurarse de que la tintura tuviera
el mismo tono de la noche que el árbol de Egidio, le pidió que se llevara
algunas hojas para que pudiese comparar. Él arrancó un manojo que
guardó en una riñonera, se despidió de Leticia y no le quedó otra que
partir hacia esa lejana región del mundo.

Cuando cruzó la línea incandescente que dividía la Tierra, el calor del


suelo le derritió los zapatos y le dejó los pies en carne viva. “Cómo te amo,
Leticia Dudú”, se dio ánimos, y siguió caminando. Un poco más allá
decidió avanzar de rodillas, hasta que el calor lo dejó por completo sin
piernas. Después de arrastrarse por dos días, encontró un río de vertiente

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que bajaba de la montaña Rughuyú, pero las aguas pasaban con truchas y
algas hervidas, así que cuando bebió dos sorbos, se quemó todo por dentro.
Y se habría muerto de hambre si no se hubiese acordado de las hojas negras
que llevaba en la riñonera. Apartó una, se comió el resto y así obtuvo
fuerzas para llegar al monasterio.
Ni bien los monjes le abrieron la puerta, se dieron cuenta de lo que
ese guiñapo de hombre buscaba: un frasco de tintura tan negra como la
hoja negra que llevaba en su riñonera. Para entonces Egidio tampoco veía,
porque el sol de las alturas le había cocinado sus débiles ojos, de manera
que confió en lo que los monjes hicieran.

Una tarde, Egidio Guascón pudo regresar a su casa, a su jardín, a su


medianera con la cara blanca de Leticia asomada. Tan feliz se puso ella al
verlo, que corrió a lavarse la cabeza con la tintura, y ni bien le quedaron
negros los cabellos, se casaron. Esa noche Egidio Guascón se portó muy
bien, porque su pene era la única parte del cuerpo que le funcionaba y
además conservaba el calor que había absorbido en la otra parte del mundo.
Leticia Dudú comentó al pasar, al otro día, que ella supo desde el
principio cuáles eran las penurias que aguardaban en el camino a
Rughuyú. “Pero ahora puedo decir: ¡Egidio es una buena persona!”, y tan
feliz estaba con el resultado, que se fue a meditar al fondo del jardín.
Egidio la escuchó, pero no pudo evitar pensar: “Yo creía que se podía
confiar en una mujer buena”. Y como al fin y al cabo ahora él era un
pedazo de carne sin piernas, sin manos, sin lengua, sin ojos y esposo de una
mujer así, se sintió triste. Y tanto, que se convirtió ahora sí en un hombre
bueno. ¿Alguien conoce a un hombre triste que sea malo?

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La pasión de los fuertes

Néstor Leuchenco

Silvio Tentempié tenía el cuerpo lleno de músculos, y la cabeza, de


exageraciones. Ya se veía viviendo en la calle con su novia, porque otra
vez no podían pagar el alquiler del departamento. Olinda, a su lado, lo
escuchaba lamentarse y se reía, porque esa era su manera de decirle que la
pobreza nunca es un problema. “¡Dios proveerá!”, aseguraba. “¿Te
parece?”, dudaba él.
Entonces ella desnudaba sus pezones, que eran pequeños y rojos, y
más bien se parecían a los de un chico, y se le acercaba en el balcón:
“Vos mostrame la película”.
Él se arremangaba enseguida la camisa. Tensaba poco a poco el bíceps
enorme, donde ella le había tatuado un barquito a vapor que echaba humo,
y entonces la embarcación se estiraba tan lentamente que parecía venirse
desde un fondo muy lejano. A Olinda eso le daba gracia: “¿Qué sigue en la
otra escena?”.
“Si lo querés saber, vení al muelle”, y ¡zas!, los dos terminaban siempre
abrazados y haciendo el amor.
Pero Olinda a veces no tenía ganas, y Silvio, que la amaba, la invitaba
a sentarse al costado de la cama con los pies colgando: “Mejor miremos la
isla de enfrente”, y los dos se quedaban uno junto al otro, como si
realmente estuvieran en un muelle al costado de un río.

Hasta que un día Silvio razonó: “Tengo que ganar el premio en dinero
del Torneo Míster Músculo”, ni bien se dio cuenta de que no podían
seguir así. Comenzó a empujar barras y mancuernas como un loco. Sus
hombros se inflaron y se llenaron de várices y sus pectorales se elevaron a
los costados de un desfiladero de tendones mojados de transpiración.
Olinda lo miraba. “Si él hace eso, yo haré esto otro”, pensó. Y ya que
era dibujante de una editorial, donde ganaba poco, estudió a Silvio de
adelante y de atrás. Dándose cuenta de que entre su pecho y sus
abdominales bien cabía una historieta, y entre sus deltoides, dorsales y
espinales, otra, le dijo: “Serás el único fisicoculturista del mundo con un
cómic tatuado en el cuerpo”.
Y como Olinda era muy viva, agregó: “O te hacés conocido vos, o me
hago conocida yo. Alguno de los dos se hará famoso, recibirá dinero,
pagaremos lo que debemos y viviremos felices”.

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Lo primero que se le ocurrió a Olinda fue aprovechar el barquito del
bíceps para iniciar su historia. Lo repitió en el cuadro siguiente atracado en
un muelle del Mato Grosso, con el agregado de un hombrecito de brazos
de mujer y piernas de pollo que descendía por la planchada. “Nuestro
héroe”, lo presentó.
“¿Te parece?”, dudó Silvio otra vez.
“Ya verás”, sonrió ella, mientras no dejaba de tatuarlo. El hombrecito,
que resultó ser un salesiano, en lo que iba del hombro derecho a la tetilla
izquierda compró el cuero curtido de un caimán y lo cortó por la mitad,
dejándole los colmillos, las placas del lomo y las garras. Le puso un cierre,
se escondió ahí dentro y se fue caminando a ver a los indios. “Soy el
hombre caimán —les dijo—. Si me siguen, derrotaremos a los tiranos, a los
terratenientes y a las tribus del otro lado del río Das Mortes”. Y los indios,
acostumbrados a matar a sus enemigos arrancándoles los pelos con las
manos, se fueron detrás de ese hombrecito metido en un cuero de caimán:
porque si les daba miedo a ellos, ¡el susto que se iban a llevar los otros!

“Solo a vos se te ocurren estas cosas” le dijo Silvio Tentempié, lleno


de orgullo, a su compañera. A los dos meses, marchó a lucir su musculatura
y los cuadritos de Olinda al Torneo. Pero los jueces se burlaron: “¿A quién
se le ocurre tapar con dibujos los músculos, que ya son dibujos?”. Y no le
dieron ningún premio.
“¡No me explico cómo pude fracasar!”, se lamentó Silvio. Y con sus
brazos, que estaban más duros y pesados que nunca, abrazó a Olinda
tratando de que se sintieran lo más blandos y leves posibles. Y ella: “No
importa, Silvio. Si no pueden verte a vos, que por lo menos me vean a mí”.

Les quedó un único camino: exhibir las aventuras del hombre caimán
en las librerías de cómics de la avenida Corrientes de Buenos Aires y en la
feria de revistas del Parque Rivadavia. A quien quería leerlas tatuadas en el
corpachón de Silvio Tentempié se le cobraba, y a eso se reducía todo. El
público al principio se aglomeró alrededor del fisicoculturista semidesnudo;
pero no los convenció ver a un héroe flaco. Las colas ralearon, y la pareja
se encontró a punto de quedarse en la calle y sin un peso.
“¿Desde cuándo un hombre fuerte no puede proteger a una mujer
débil?”, se angustiaba Silvio. Un día en que Olinda lo escuchaba refugiada
entre sus brazos, le dijo con firmeza: “¿Y cómo puede un hombre creer
que una mujer es débil?”. Y a partir de entonces se sucedió todo esto que
sigue, sin que ella dejara de sonreír:

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Olinda llegó a la conclusión de que la carrera deportiva de él estaba
arruinada, pero que la suya como artista aún no había empezado. Y pensó
que la manera correcta de concluir la aventura del salesiano era
tatuándosela a Silvio como si fuera el primer cómic abstracto impreso sobre
los muslos, empeines y gemelos de un ser humano. Cinco meses después, a
los lectores de historietas ese final terminó por decepcionarlos. A los del
mercado del arte, les resultó poco.
La pareja no tardó en escuchar un bo, boo, booooo. Un barquito
había aparecido pitando y echando bocanadas de humo en un recodo del
Paraná, y Olinda calculó que en diez minutos pasaría junto a ellos. “¡Ahí
empieza la película, Silvio! ¡Ahí empieza!”, gritó. Entonces Silvio
Tentempié, que estaba bien parado en un muelle perdido de la isla, se
acercó a ella y no tuvo más que hacerle el amor como al principio.

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Lo que queda de mi padre

Gastón Rama

Mi viejo estiró la pata. De eso no cabe ninguna duda, aunque los


desvaríos de mi madre contradigan lo innegable del hecho. No vale la pena
deschavarla, ni siquiera le reprocho que se haya unido en matrimonio con
un tipo así, para nada memorable, al que eligió como compañero por
descarte. Nuestras rencillas se dan por las diferencias que tenemos respecto
de qué destino les corresponde a sus restos mortales. Yo me opongo a que
en casa conservemos su cabeza. Ella se vanagloria de la prolijidad del
embalsamador que la momificó.
Los alaridos de mi madre hicieron vibrar las paredes cuando recibió, de
madrugada y por teléfono, la noticia de que él había pasado a mejor vida.
Se sentó a los pies de mi cama y me transmitió la mala nueva, no sin antes
controlar el llanto y atemperar el tono de su voz. Yo advertía que a ella no
se le escapaban mis sospechas sobre la fuente dudosa de los ingresos
económicos de nuestra familia, por lo que detecté un dejo de orgullo en su
explicación de que mi padre crepó mientras trabajaba.
Supe, por fin, que se dedicaba al tendido de cables de alta tensión y que
uno de estos cables le rebanó el cuello. Estaba trepado a un poste, con el
arnés de seguridad que lo sujetaba. Su cabeza cayó de ahí arriba. No estalló
contra el suelo porque un transeúnte la atrapó en el aire. El resumen del
suceso me conmovió. Aunque al parecer no hubo testigos y los peritos
concluyeron que carecían de pruebas para explicar las causas del accidente,
acepté cómo válida esta versión.
Sin embargo, al día siguiente mi madre le contó a una de sus amigas
otra historia. Mi padre, que en realidad podaba árboles como peón de una
cuadrilla municipal, fue víctima de un crimen terrible. El capataz lo atacó
por la espalda con un machete. Su cabeza, escindida del tronco, rodó por
las champas de pasto recién plantadas en el cantero del bulevar. A cada
instante modifica la descripción del acontecimiento.

Absorbimos el impacto inicial, sí, pero desde entonces mi madre asume


posturas que impiden que establezcamos un acuerdo de manera cabal.
—Ya no aguanto que a la hora de comer uses el marote del viejo como
centro de mesa.
—Vienes portándote muy mal, quiero recordártelo. Conviene que te
sientas vigilado por la mirada rectora de tu padre.

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Lo reconozco, mantiene intacta y filosa la suspicacia a pesar de su edad.
No pierde las mañas. Es cierto que, en esta circunstancia actual de
conmoción, he cambiado mi conducta. Y no para bien. Todas las noches
me largo a las calles. Las asolo. Vago igual de ciego que mi impulso y, muy
campante por la falta de alumbrado público, vandalizo los autos que
duermen al sereno. Les robo las chapas de las matrículas. Si los
conductores, a través de ellas, ostentan un lugar de origen, de pertenencia,
yo los desafío a que vean que no es así y corrijo su error con mi fechoría
módica. Nadie proviene de lugar alguno. Acumulo una cantidad
importante de chapas y regreso antes de que la mañana claree. La
extenuación del cuerpo me lleva a rastras hasta la casa. Mi madre, que
todavía no ha abandonado el hábito de levantarse temprano, me pone en
un brete. La mayoría del tiempo le presta atención a la radio que suena con
el volumen al máximo. No obstante, desde el primer momento registró el
tintineo dentro de la mochila.
—¿Cómo dice el noctámbulo que le va? ¿En qué cosas andás vos? ¿Por
qué no abrís la boca? —jamás se harta de repetir las mismas preguntas—.
Bueno, no importa. Al menor descuido tuyo lo averiguo.
La imposibilidad de hacer oídos sordos a su mala leche se debe a que,
apoltronada en una reposera, me la tira a la cara mientras le acomoda el
cabello a mi padre con los dedos nudosos por el reuma. Él me escruta desde
el regazo de ella. Estoy recontraseguro de que no lo alucino.

El vínculo entre mi madre y yo arrancó averiado. Para ella, soy un


malparido. Las citas furtivas y a las apuradas con mi padre nunca le
produjeron la sensación de alcanzar la plenitud. Caviló y hasta creyó que
las fantaseaba. Las vísperas de mi concepción no le depararon regocijo ni
retozos. Sólo dedujo que iba a arrojarme al mundo cuando sacó la cuenta
de los meses que transcurrieron desde la fecha en que se indispuso por
última vez. Consideró innecesarios los manoseos de las matronas y se
recluyó en su habitación, la cual compartía con una prima lejana. El
matasanos que pasaba revista en el barrio se enteró por medio del
chismorreo y de las habladurías, la subió a una ambulancia y arreó con ella.
Dentro de la sala de partos, y más todavía después del alumbramiento, se
aleló por completo. A los gritos se negó a que la inscribieran como la
progenitora del monstruito.

Las cosas continúan precipitándose en lo más hondo de la


desvergüenza. Yo sugerí, insistente, que preserváramos en secreto lo del

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embalsamamiento, a lo que mi madre respondió que, a la vista de la
opinión que las demás personas se habían formado de nosotros, ya no
resultaba conveniente la ausencia de una figura paterna en nuestro hogar.
Aprovechó una jornada de sol para empezar a exhibir la cabeza de mi
padre en el antepecho de la ventana que da al jardín delantero. Exploto de
bronca si observo que los vecinos, desde la vereda, le dirigen un saludo o le
sonríen. Hasta ahora no parecen escandalizarse ante tal espectáculo. ¿Esta
gente, al no cuestionarlo, presupone que acaso colabora con el duelo de la
viuda y el de su vástago?
De a ratos y a expensas de mi indulgencia hay reconciliación entre
nosotros. Cubro todo el asunto con un manto de piedad por pedido de mi
maestro en el enigma insondable de las mujeres. Porque quien me instruye
sobre dicho misterio es nada más ni nada menos que el empleado que
regentea el corralón de la ferretería donde mi madre atiende el mostrador
en el turno de la tarde. En pos de confirmar las suposiciones que me
inculca, cualquier compradora le sirve de muestra. Fiel a la pretensión de
que el conocimiento resulte tan multiuso como una pinza pico de loro,
nunca desliga el ejercicio de enseñar del contexto que nos rodea. Motivo
por el cual se fija en cada uno de los detalles.

Y gracias a este perfeccionismo que lo caracteriza me salvé de sufrir,


días atrás, una nueva humillación por parte de mi madre. Ella consiguió la
aprobación del dueño del negocio para exponer la cabeza de mi padre
encima de la caja registradora. Lo verseó con la estampa de buenas
costumbres que pintan siempre un esposo y una esposa juntos. Por fortuna
esta injuria y este agravio no prosperaron. Incluso hoy sigo sin
comprender cómo la convenció, pero la cuestión es que ella, después de
que mi maestro la charló, la agarró por los pelos y la escondió debajo del
mostrador.
—Te doy la razón, mi marido le gana en presencia a este hijo. Ni una
sola clienta le ha echado el ojo al monstruito y mucho menos la cosa va a
caminar si lo tiene a su padre cerca de él —extrajo como conclusión del
coloquio que sostuvieron.

18
Domótica

Sara Solana

Cuando cumplí dieciséis años mi padre me regaló un anillo que con el


tiempo me ha ido quedando cada vez más grande, hasta que ayer
desapareció de mi mano sin enterarme. Por la mañana lo llevaba puesto,
me aseguré de ello porque ya he perdido tres. Lo busqué en la pila de la
cocina, por el suelo y las alfombras, en los huecos del sofá y en todas las
basuras (plástico, papel, compost, otros). Nada. Papá dijo que me lo ha
quitado el universo, pero yo creo que ha sido el trasgu.
Ya había perdido cosas antes. Es molesto pero igual me resignaba, hasta
ahora yo también creía que el universo estaba detrás. A estas alturas es
bastante evidente que tengo un duende doméstico. La lógica me dice que
en una casa de veinticinco metros cuadrados debería haberme cruzado con
él (y que si es un trasgu medianamente listo, se iría a una casa más
espaciosa). Hay quien cree que ciertos duendes viven en las tuberías y
esperan en el desagüe de la cocina, pero ahí tampoco está, porque me
asomé y no vi nada.
Anoche me puse el pijama (la camiseta raída de mi amiga cuya etapa de
los unicornios “ya terminó”) y esperé a que saliera de su escondite. Quería
confrontarlo y decirle que no puede vivir aquí de gorra, que la cosa está
dura, que deje de robarme y que si va a quedarse, al menos limpie un poco.
Aguanté varias horas pero no apareció. Me desperté de madrugada en el
sofá, con la boca abierta por la férula, seca como el esparto. La lamparita
estaba encendida y en la tele anunciaban la promoción exclusiva de la
medalla de la Virgen del Carmen. También me faltaba un calcetín, estaba
en el suelo. Si yo fuera el trasgu tampoco habría venido.
Pensé en llamar a un zahorí, pero tendría que ser un zahorí del metal, si
es que existen. Podría ayudarme a encontrar el anillo. Necesitaría una rama
de olivo, pero de eso aquí no hay, habría que tirar con una de avellano.
Recordé que el vecino tiene uno en su terreno, iría más tarde. Qué sed
tenía. ¿Y si compraba la medalla? Quizá acabaría con mi mala suerte,
aunque nunca fui de la Virgen del Carmen. Mi favorita siempre fue la
Virgen de los Santos, porque sus devotos le llevan trenzas de pelo y úteros
de cera: ella es la verdadera influencer. Me pregunté de dónde sería el
duende. Nunca me había robado comida, tenía que ser local.

Cuando volví a despertarme ya era de día. El trasgu había visitado mi


sueño para decirme que no le acusara, que no había robado nada y que solo

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estaba recolocando mis objetos porque estaban mal dispuestos. Que los
tenía todos debajo de la casa, donde se esconden los gatos, en una caja.
Estaba muy ofendido. Me di cuenta de que tenía Asperger, definitivamente
era de aquí. Le pedí la caja con mis cosas; insistió en que no habían sido
robadas sino salvadas. Le hablé de la inflación y de que no puedo hacerme
cargo de otra persona, animal o cosa; respondió que a veces no recordaba
para qué iba a la cocina, entonces agarraba lo que fuera y marchaba. Le
sugerí un trato: si iba a quedarse, lo justo era que colaborase. Me evadió
con la excusa de que no podría limpiar al tener un agujero en la mano. Los
hombres y sus caminos para evitar la higiene.
Me levanté y salí al jardín. Intenté alcanzar la caja bajo la casa pero no
pude, el hueco era muy estrecho. Me acerqué a donde mi casero a pedirle
alguna herramienta para arrastrar objetos; no hizo preguntas y me dio un
palo de hockey. Volví muy contenta a mi jardín, pero resultó ser
completamente inútil. Necesitaba ayuda.
Me colé con disimulo en el terreno del vecino; no llegaba a las ramas
del avellano. Agarré su mesa del porche y la usé como plataforma para
alcanzar el árbol. Saqué dos ramas, y al bajarme de la mesa vi cómo me
observaba desde su ventana. Nos miramos unos segundos, devolví la mesa
a su lugar y marché. De vuelta en casa busqué en internet algún zahorí
metalúrgico. No encontré nada, ¿cómo se dice zahorí en sueco? Le
pregunté por whatsapp a mi casero, que vio mi mensaje y lo ignoró. Al
poco me escribió su mujer: el vecino se había quejado de la alquilada
invadiendo su propiedad, algo sobre reglas y monos y que esto no era la
jungla de la que yo venía. El mensaje no tenía emoticonos, y supuse que
me iban a echar de casa. Comí algo y dormí un rato.

En el sueño el trasgu ha vuelto a visitarme. Ha dicho que colarme en la


casa del vecino ha sido un esfuerzo inútil porque las ramas de olivo son
mejores, pero que igualmente los zahoríes son unos charlatanes, y ha
conseguido el número de un tipo que alquila un bobcat por horas.
También ha dicho que hacía tiempo que no me veía poner tanta pasión en
algo, le he dado las gracias pero al parecer no era un cumplido.
Al despertarme he llamado a mi padre para decirle que estaba buscando
el anillo. Me he ahorrado la parte del trasgu y le he hablado de la
excavadora, él no cree en los duendes pero sí en la ingeniería. Ha dicho
que sonaba divertido y que ojalá estuviera aquí para excavar conmigo.
Hace un rato he llamado al tipo del bobcat, llegará enseguida. Estoy
sentada en el jardín esperándole, repasando mis movimientos en las horas

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previas a cuando me di cuenta de que el anillo ya no estaba. Quizá
simplemente se me cayó por el váter al hacer pis. Veo a mis caseros
observándome desde su ventana. Sonrío y saludo, ellos hacen una mueca y
su mirada se va al tipo que llega conduciendo una excavadora.

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El galpón de los espejos

Pilar Rezzano

Cuando papá murió yo tenía cinco años. Lo que había sido el gallinero
de la abuela estaba desvencijado en el fondo de la casa. Mamá lo usaba de
galpón para guardar cosas en desuso. Además de una cama, que aún
conservaba una vieja colcha roja, y de un ropero; en las paredes había
espejos con moldura de madera dorada, manchados por el tiempo. Ellos
multiplicaban la imagen del que entraba. También había un par de zapatos
de tacón y una gargantilla, me quedaban grandes. Posaba con ellos frente a
los espejos. Imaginaba que era mi abuela con sus vestidos y peinados
antiguos, no la conocí pero llevo su nombre.
En esa época, se había despertado mi curiosidad por el sexo. Llevaba a
mi primo, un año menor que yo, a jugar en el galpón. Lo desnudaba y me
escondía con él en ese ropero, le ponía mi pintorcito del jardín de infantes
para después tocarle el pito por debajo de la falda. Le había enseñado que
tenía que pagarme con los dulces que siempre le daba su mamá.
En la biblioteca del living, estaban los veintiocho volúmenes de la
Enciclopedia Hispano Americana de 1912, traídos por la abuela en barco
cuando vino de Asturias. Yo no sabía leer ni escribir, esperaba ese
momento: ser grande para buscar y encontrar el dinero que la abuela decía
haber perdido entre sus páginas. Me habían contado que ella compró el
solar familiar pagando en plazos, con pesos argentinos que ganaba
vendiendo los huevos de las gallinas que criaba en el fondo. Lo cierto es
que, desde mi adolescencia y hasta el día de hoy, he continuado su
negocio.
Según decía mamá, la abuela era una pobre mujer que escondía esos
pesos de la vista de mi abuelo el comisario, su asiduo visitante. En la
pulpería y después de unas cuantas grapas, solía caer dormido sobre el
mostrador. Llegaban entonces sus hombres, en vez de llevárselo a su
legítima esposa lo traían a casa, que fue luego de mi padre y que siempre
mantuvimos en la familia.

Una vez fui a primer grado y empecé a leer, busqué en la enciclopedia


todas las malas palabras que iba aprendiendo: culo, teta, caca, y concha, esta
última me decepcionó al enterarme de que se trataba sólo de un nombre.
Ya más grande, en tercer grado —tendría unos nueve años, lo recuerdo
porque mamá se había vuelto a casar— me vino la idea de buscar “puta”.
Claro, no se me había ocurrido antes porque no se usaba. Se decía “es un

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HDP”, sigla que yo aún no entendía y que había buscado,
infructuosamente. Una compañera de la escuela de monjas, me explicó lo
que quería decir.
Justo en el artículo que incluía como ejemplo el verso “puta la madre,
puta la hija, puta la manta que las cobija”; encontré el tesoro con el que
había soñado. Los billetes envejecidos marcaban esa página de la
enciclopedia. Supe entonces, que el galpón de los espejos no era un
gallinero y que la abuela no había comprado la casa vendiendo,
precisamente, huevos.

23
Un curso de milagros

Pilar Rezzano

Ya estoy muerta. Antes, terminé de escribir una novela que nunca


corregí. Se la mandé para leer a unos compañeros de taller, se enojaron
diciendo que era un bodrio de muchas páginas. Después, deambulé entre
profesores y correctores, hasta que una profesora me lo sugirió: podría ser
mi ghost writer. Estábamos en un bar de Medrano y Rivadavia en el que
ella daba sus clases, me levanté y me fui sin contestarle. Nunca más la
llamé, al poco tiempo supe que había muerto de un cáncer fulminante. No
era mala. Sólo me había ofendido.

Ese año asistí a un curso de milagros. Gabriel, el facilitador de la


formación, me había dicho: “la gente piensa en mí y yo le transmito un
mensaje, ya sea en sueños o en el pensamiento. Te invito a que estés
totalmente conectada conmigo, desde hoy estoy en tu mente”. Así fue que
empecé a escuchar las voces, me explicaban lo que debía hacer y cómo.
Mamá vivía conmigo, en realidad era su casa y yo vivía con ella. Tuve
un accidente, el curso de milagros dice que todo nos pasa por algo. Yo
andaba en bicicleta y me caí en la calle, me fracturé. Estuve un mes
internada. Al regresar, me enteré de que ahora la internada era mamá. Mis
hermanos la habían llevado a un geriátrico y querían sacarme de la casa.
Escuché, entonces, la voz de una niña. Me indicó que modelara en
arcilla una muñeca igual a mí y otra igual a mi vieja. Tenían que ser
pequeñas porque debía llevárselas de regalo al geriátrico, ocultas dentro de
una planta de ciclamen (elegí una con flores blancas y rojas porque ella es
de River). Antes tenía que haberla fertilizado con las cenizas de un muerto.
Como no tenía ninguno a mano, decidí poner a dormir a su gato
negro, ya estaba viejo. Hay algunos veterinarios que ofrecen el servicio y
además se ocupan de cremar el cuerpo. Me lo devolvieron después de
cuatro días en una cajita de madera. Un gato viejo da pocas cenizas,
entraron perfectamente en la tierra de la maceta. Quizás la vocecita lo
sabía, y hacía encajar todo a las mil maravillas. Lo que yo todavía no
imaginaba era la utilidad de la ofrenda.
Cuando llegué al geriátrico, ella estaba sentada en el comedor junto a
otras mujeres. Le costó reconocerme. Las enfermeras la dopaban, no
podían soportar la fuerza de su carácter íntegro a pesar de la edad. Después
de un rato, noté que sonreía al mirar las flores y su rostro tomó otro color.
No sé si las relacionaba conmigo o con el cuadro de sus amores, pero me

24
puse tan contenta que dije: ¡mami, yo te voy a sacar de acá! Y ella repitió:
te voy a sacar de acá.
Al día siguiente hubo un incendio. Los rescatistas la encontraron ilesa
entre los escombros. En todos los portales de noticias hablaban del milagro.
Pasaban a mamá por tv, vestida con un camisón verde mientras miraba las
ruinas a su alrededor.
La traje de regreso a casa. Mis hermanos no pudieron impedirlo.
Apenas entró, preguntó por su gato. Le dije que había muerto de viejo. Al
día siguiente, la encontré hablándole. Caminaba poco, con bastón. Cada
vez que trastabillaba, lanzaba una puteada como si se hubiera tropezado
con él.

En el curso de milagros aprendí cómo se desea. Esta vez escuché la voz


de una mujer, me indicó que pidiera recuperar al gato. Esa noche antes de
acostarme, le recé a todos los santos que conocía, en especial a San
Francisco, patrono de los veterinarios.
Un maullido me despertó de madrugada, en mi mesa de luz había una
curiosa miniatura negra. Era como las figuritas que yo había modelado. Se
la llevé a mamá a su dormitorio para que la viera, pero no estaba.
Preocupada, salí al patio. La encontré sentada con su gato en la falda. La
llamé, no contestó. Grité y grité, ya no me escuchaba. Con su bastón
golpeó dos veces la maceta del ciclamen. Abriéndome paso entre las raíces,
es como veo el mundo ahora. Las cenizas de mi novela ocupan el mismo
volumen que las de un gato.

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Las muertes de Julio

Grimanesa Lazaro

Cuando era adolescente me enojaba por todo. Alguien levantaba la


mano para participar en una clase y yo le lanzaba un chicle a la cabeza. En
verdad le apuntaba a los ojos. Un perro de la calle se acercaba por cariño y
yo le vaciaba mi botella de agua. Me ponían en la balanza cien gramos más
de pan, insultaba a la madre del vendedor, escupía el piso y me iba sin
comprar nada. Me mandaron a la psicóloga.
Después de analizar el caso, esta profesional me dijo que nací con un
don para ver mensajes subliminales. Detrás de las palabras amables, de las
miradas compasivas, de las tarjetas de cumpleaños siempre hay algo que la
gente oculta. Un doble mensaje. Una segunda intención más oscura.
Somos pocos los que tenemos la capacidad de notar esta faceta real de
las personas. El mal que realmente te desean cuando te dicen buena suerte.
Por este motivo, nos domina el resentimiento y la desconfianza.
Según la psicóloga la gente incapaz de leer el doble mensaje me
rechazará a lo largo de mi vida. Y ese rechazo será transformado en enojo
por mis entrañas.
Nada puedo hacer frente a esta condena cósmica. El único consejo
que me dio en ese momento fue que escribiera, que no me quedara con
eso guardado, que transformara mis sentimientos en notas de arte sanador.
Si no producía un trance entre la ira y la vida real nada bueno me pasaría
en el futuro.
—¿Querés que sea escritora? —le pregunté.
—No —me dijo. Y agregó:— Los escritores son ilusionistas. Alejate de
ese mundillo.
Así que me compré un diario íntimo que pensaba publicar después de
dejar la terapia. El día que me enteré que mi novio Julio me engañó
imaginé su muerte lenta y dolorosa en tres distintos escenarios. Las escribí,
las mandé a un concurso literario y las publicaron numeradas en una
antología.

Julio se sube a su auto con dos vecinos el sábado a la una de la mañana.


Para llegar al boliche atraviesan la ciudad. Sus amigos han consumido
anfetaminas, pero él solo ha tomado un par de cervezas porque sabe que
tiene que manejar.

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En el camino no hay controles de alcoholemia. No los hubo nunca.
Estaciona el auto en un predio grande. Se concentra porque después va a
tener que recordar dónde lo dejó. Pone la alarma.
En el boliche no se encuentra con nadie conocido. A las cinco de la
mañana se da cuenta que todo transcurrió como una noche más. Bailó con
un par de mujeres, fumó en el patio y tomó tres o cuatro cervezas.
Sale y los amigos no están. No va a esperar a nadie. Tiene sueño, está
mareado y al día siguiente debe hacer cosas en su casa. Arreglar el patio,
hacer fuego en la parrilla para el asado, bañar al perro, llevar a la abuela al
cementerio como todos los domingos.
Rastrea el auto con ayuda de la alarma. Comienza el regreso a casa.
Maneja por la ruta sin inconvenientes. No pone música. Hace mucho frío.
El mismo que lo acompañará después de terminar con su vida. Hay dos
teorías sobre el momento antes de un deceso. Una es que la persona no va
a sentir dolor y pasa directamente a la cuarta dimensión. La otra es que ve,
entiende y siente todo. Es lo que le va a pasar a Julio.
Cuando pierde el control lo primero que experimenta es una sensación
de vértigo desde la cabeza hasta el pecho. Le sorprende medir un metro
setenta, pesar noventa kilos pero ser arrastrado como una hojita por el
viento. El auto comienza a dar tumbos, da dos. No, mejor tres. Como los
tres deseos o la tercera es la vencida. El vértigo del pecho se le va para atrás
y le recorre toda la columna vertebral. El volante le golpea los pulmones
haciéndolos estallar y entonces sobreviene la falta de aire.
Primero piensa qué bajón, cómo va a perder el control del auto. Todo
por manejar alcoholizado. El auto es nuevo, los viejos lo pagaron en
cuotas. Después piensa que no sabe cuánto tiempo estará en el hospital
público porque no tiene prepaga. Y por último siente terror de aquello que
no conoce ni entiende. Aflora el sentimiento de que no estaba listo para
morir. Y todo ese tiempo con mucho, pero mucho dolor.
TRUACK. El fin, el impacto del vehículo contra un árbol. Sus partículas
terminan todas regadas por una avenida sin posibilidad de volver a
juntarse. Todos los que se acercan a mirar el accidente las respiran,
robándose la intimidad de la cita de Julio con la muerte.
Después de festejar y aplaudirme a mi misma escribí una segunda muerte
más verídica porque Julio no tiene auto.

II

Es jueves por la noche. Julio invitó a la nueva novia a comer piza casera.

27
A la tarde pensó que tenía todos los ingredientes, pero después se dio
cuenta que le faltaba el queso. Cabeza de tarro.
Recibe a la chica y sale a comprar. Camina tranquilo por las calles sin
pensar en nada. Al día siguiente en ese barrio obrero todos trabajan. Todos
menos él que es un vago. No hay nadie. Hace calor, pero está ventoso,
lloviznando. Los perros ladran al unísono. Está todo apagado.
Toma precauciones para la inseguridad. Va por la avenida y no por
calles paralelas. Camina en sentido contrario a la dirección de los autos. Por
ser ignorante y no ver las noticias nunca se enteró que la instalación
eléctrica de la zona funcionaba mal. Los hombres de la municipalidad no
pasaron a revisar. Entonces, en la esquina donde lo interceptan, no hay luz.
El sonido de la moto apareció a las 23:04:54 y pudo verla a las 23:05:00.
Se bajan dos hombres y una mujer. Lo acorralan. Lo ponen de espalda
contra la pared. Le rebotan la frente en un paredón de cemento y le piden
el celular. Le tuercen el brazo a semejante hombre. Alto y morrudo. Pero
no grita para pedir ayuda porque siente la tumbera en la sien.
No tiene nada de valor y todos en ese momento lo saben. Tal vez
robarle es una apuesta de los asaltantes, un crimen pasional o un ajuste de
cuentas. Quizás la drogona no soy yo, como siempre le dice a todo el
mundo cuando me ve tomar mis pastillas para la ira, sino él que se droga de
verdad y debe dinero de fasos. Por supuesto que le quitan las zapatillas y el
teléfono. Ambas cosas no son suficientes. Con un fierro le revientan el
cráneo y con un Tramontina le perforan el hígado.
Es un barrio obrero donde no circula nadie después de las once de la
noche. La piba con la que me engañó sale a buscarlo media hora más tarde.
Se convierte en la última que lo ve con vida y jajaja la primera que lo ve
muerto.

III

Si de verdad lo deseas y lo dices tres veces frente al espejo entonces se


cumple. Si lo deseas, lo dices y lo escribes tres veces no. Mi mundo, mis
reglas. En mi casa había uno en el baño y otro en la habitación que me
regaló él. Fue con el vidriero y lo encargó para mi cumpleaños. Lo hizo
poner en el techo, sobre mi cama.
Digo en voz alta cuando estamos cogiendo:
—Deseo que mueras, deseo que mueras, deseo que mueras.
Y el cristal estalla encima nuestro sin explicación. Los pedazos de vidrio
caen sobre la cama como una lluvia de brillantes.

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—Él te salvó —me dice un paramédico musculoso media hora después
mientras me ve derramando lágrimas falsas—. Sorprendentemente atajó
todos los pedazos con su cuello y espalda. Parece a propósito haber estado
ahí para protegerte.
El paramédico es un hombre decente. Por fin un buen hombre con
quien poder hablar.
—Sufrió demasiado —le digo con la voz entrecortada—. La sangre de
sus carótidas salía lentamente, por chorritos. Me decía que le dolía la
cabeza.
Él me responde mientras me abraza:
—Seguro que no merecía terminar así.
En ese momento me bombardean los mensajes subliminales de todos los
que están ahí presentes. Los que llegaron supuestamente para ayudarnos.
Bomberos, médicos, policías. “Qué asco la sangre”. “Estos dos tarados justo
llaman a la hora del partido”. “Espero que esta gorda se suba sola a la
camilla sin romperla”. “Mira la mugre donde viven, deben ser dos
leprosos”. “A ver qué me puedo robar cuando la casa quede sola”.
Y me da un ataque de enojo. Agarro cosas y se las tiro. El florero, el
cajón, la tijera, las conchas y los caracoles de Mar del Plata. El paramédico
termina herido. Me atrinchero en el baño y grito que no voy a salir.
Derriban la puerta mientras me dicen:
—Señorita, esto le va a hacer mal, usted está teniendo un shock.
Los mojo con un balde de agua con lavandina. Cinco hombres rodean
mi cuerpo. Uno me inmoviliza con una sábana. Atada, el paramédico me
abraza de nuevo. Me inyecta lorazepam y me dice:
—Nena, conmigo podés seguir llorando.
Le cuento que tengo un problema con la ira. Me responde que yo
podría servir para trabajar en un peaje que él conoce. Si la gente no paga te
piden que le arrojes Bombuchas con pintura a los vidrios delanteros de los
autos.

Y esa es la historia de cómo esta tercera muerte de Julio me beneficia.


Consigo trabajo y el paramédico benevolente se casa conmigo. Para
publicar la antología hablé con escritores. La psicóloga tenía razón. Es un
mundo under, de gente que no.

29
El arponero impreciso

Damián García

En la costa argentina un hombre estuvo muerto durante dos días y


luego resucitó.
Las primeras horas del resurrecto fueron apacibles. Su familia tardó en
enterarse y pudo disfrutar un tiempo en paz, a solas. Caminó hasta la
morgue para informarle al forense su error, que lo recibió con recelo
mientras verificaba los valores de su tensiómetro. El forense siempre había
sido crítico consigo mismo y con su trabajo. Se consideraba poco
cuidadoso, incluso algo torpe. Pero hasta ese entonces un arpón en el
pecho le resultaba evidencia suficiente para determinar una muerte.
El anonimato duró poco y los vecinos comenzaron a visitarlo. Algunos
querían tocar el hueco en el pecho, otros solo verlo. También le ofrecían
corazones de animales. Sin embargo, la novedad se agotó. A todos los
curiosos los despachaba diciendo que no recordaba nada y que se sentía
igual que siempre. Era mentira. Recordaba muy bien todo lo ocurrido,
desde el instante en el que el arpón plateado le destrozó el corazón hasta
que abrió los ojos en la oscuridad del ataúd. Sabía con preciso detalle cómo
era no estar vivo.
Los efectos de no tener corazón eran notables. Los silencios eran
absolutos. Habitaba una calma similar a la que se siente al desenchufar una
heladera. Los sonidos vibraban en un tono extraño. Como si no hubiese
espacio entre las notas, como si las células ciliadas de sus oídos no relajaran
entre un estímulo y otro. También tenía la piel distinta. Pálida y con una
inercia diferente. Las marcas de presión tardaban en disiparse y lo hacían
en espiral. Siempre revisaba el hueco que le había quedado en el pecho.
Por costumbre, se enjabonaba algunas costillas de vez en cuando. No lo
inquietaba. Lo más terrible de volver a la vida era la fobia al océano. Pese a
ella, siempre buscaba el rumor del Atlántico.
Los servicios de sepelio lo habían dejado sin ahorros y su terror no le
permitía volver a trabajar. Por supuesto que no le tembló el pulso cuando
decidió delinquir para conseguir dinero. Tampoco sintió miedo cuando la
jueza sentenció su condena, ni cuando la reja de su celda se cerró. La
prisión puso en perspectiva sus asuntos de revivido. Decidió que era
momento de contar sus recuerdos del más allá. Comenzó a vender sus
historias a los convictos. Era un médium en diferido. Le daban un nombre
y hacía memoria de las cosas que había visto en el otro lado. Contaba
anécdotas y detalles de la otra existencia. Los uniformados se enteraron y

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también empezaron a consultarle. Preguntaban por familiares, por colegas
y por amigos. Cuando cumplió su condena había recuperado sus ahorros y
pensaba que su esternón roto no había sido tan mala inversión.
Construyó un astillero a doscientos metros del mar. Fabricó un
elaborado sistema de rieles, poleas y alambres de acero a través de los cuales
acercaba las embarcaciones pequeñas. Él mismo reparaba los barcos, antes
pedía que los secasen porque el roce con el agua salada lo amargaba. El
negocio funcionó y creció. Contrató más secadores de barcos y jaladores
de poleas. Contrataba tullidos, hombres estériles, huérfanos y toda clase de
amputados. Construyó rieles más resistentes y poleas más eficaces.
Comenzó a reparar embarcaciones transatlánticas y a contratar africanos y
todo tipo de desertores asiáticos.
El Atlántico le ofrecía obreros y le arrebataba amores. Caminaba por
su costa muchas horas. A veces dejaba que la marea se acercase, pero
enseguida sentía náuseas. En una de sus recorridas conoció a una mujer.
Tenía rulos y la piel tostada. Era buceadora de apnea y siempre olía a sal
marina. Hablaban del mar. De los tonos de azul y verde que indicaban su
profundidad. De piratas y de naufragios. De todos los tesoros que
silenciosos se oxidaban en el lecho marino. Ella soñaba con abismos.
—Acá hay anguilas —le explicó él.
—Yo hablo de otro tipo de peces —dijo ella—. Unos que tienen una
enzima que brilla.
—Para atraer a las presas.
—No. A esa profundidad la luz ahuyenta. Los peces no la siguen.

Ella zarpó en agosto. Se despidieron en tierra y nunca más la volvió a


ver.
Cuando su muerte fue definitiva, los lugareños esperaron nueve días.
Lo enterraron en el cementerio municipal en una tumba poco profunda.
Escultores locales levantaron un monumento en su lápida.
Sostiene un arpón con un corazón incrustado. Antes de embarcarse,
los marineros experimentados van a rezarle. Le piden al santo patrón de las
segundas oportunidades que los ayude. Que les permita regresar a casa una
última vez.

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Guachafita

Eduardo Elechiguerra R.

Le sigue pasando cada vez que sale a la calle. Aún antes, cuando los
tapabocas no eran obligatorios, le aterraba cada vez que ocurría. Por esto
usó desde su adolescencia.

Tu labilidad emocional se exacerba en los momentos más solitarios,


dijo su psiquiatra cuando empezó un breve tratamiento doce años atrás.
Con esa misma paradójica sobriedad continuó: lo más importante es que
siempre sepas ante qué estás reaccionando. Así sabrás que no te has vuelto
irremediablemente loco.
Claro que él había asistido a aquella primera sesión para desahogar su
inquietud sobre reírse a solas. Estos eran sus instantes de mayor goce. En
las aceras, soltando carcajadas al idear ocurrencias a destiempo, la gente lo
veía más con curiosidad y envidia que con extrañeza.

Era ahí, a solas y a veces con la cara descubierta, que el origen de su


risa se volvía diáfano como finalidad de estar. Entonces oportunamente
llegó la pandemia y como muchas de sus amistades y familiares, olvidó su
infancia durante año y medio.
Quienes habían ejercitado mejor su memoria pudieron ahora hablar
de su niñez. Pero sus recuerdos al respecto eran más vagos de lo usual.
Como Sebastián olvidó casi por completo, decidió entenderse a sí mismo.
Al menos las mascarillas se volvieron más comunes. Ellas cubrieron
risas y sonrisas inoportunas de su cara en las calles. A veces él se preguntaba
cuántos más las usarían para esconder burlas solitarias.
Tenía en aquellos años amistades que se llamaban a sí mismas lloronas.
Él prefería decirles sensibles. El hallazgo de Leila, una de ellas, era creer que
el uso de tapabocas acentuaba la eterna indiscreción de llorar aún con
media cara tapada.
Una tarde, decretada “esencial” por el gobierno aunque no lo suficiente
para sumar ceros a su cuenta bancaria; ella lloró a moco tendido en el
metro. Sus mucosas segregaron tantas lágrimas para el paciente recién
fallecido que Leila tuvo que bajarse en la siguiente estación por alaridos de
otros pasajeros. Eres esencial solo si puedes contener tus emociones, le
escribió el Sebas más inoportuno al enterarse.

32
Alegría y tristeza desestabilizan el alma, dijo un profesor en el seminario
sobre emociones que él vio en remoto durante esos meses. La gente cree
equivocadamente que la risa es sinónimo de felicidad, anotó de esas clases
nuestro alumno risueño.
En realidad risa y llanto son impulsos de incomprensión, de preferir la
pérdida de sentido; remató el profesor en aquellas sesiones de pocos
alumnos. La risa nerviosa de Sebas y una tos incontenible lo sacaron
huyendo del salón en segundos. Fue la única clase presencial.
Las lecturas sobre ironía, humor y sarcasmo solo le habían valido para
practicar su caligrafía. O eso creyó. Una tarde yendo al supermercado, un
recuerdo lo raptó hasta una mañana de su infancia.
Allí, en primer grado, todo el salón estaba haciendo dibujo libre. Él
había preferido practicar una carcajada, la más íntima y macabra posible.
Nadie le prestó atención. Lo gozó como nunca y lo ejercitó durante años.
Algo en el estallido sonoro le producía más risa.
Luego, Sebastián recordó que tampoco sus padres se preocuparon de
las carcajadas nocturnas de su hijo. Media hora antes de las 12 am, él veía
una serie cómica durante cinco días a la semana de su adolescencia. Como
rezo antes de dormir, fue cómplice de episodios excéntricos hasta que sus
risas lo convirtieron, poco a poco, en otro personaje.
Esté donde esté, el recuerdo de esos ejercicios llevan a risotadas. Muy
atrás quedaron los castigos escolares por asustar con estruendo a
compañeritos desprevenidos.

Dos años después de la pandemia; las personas escuchan sus risas en la


noche. Las del ahora ausente risueño, de quien todos ignoran su paraje; y
las que ellos mismos fueron incapaces de emitir cuando podían tomarse las
cosas menos en serio.
Algunos creen que lo vieron por última vez riéndose de gafedades.
Esas versiones se descartan cuando las más allegadas caen en cuenta.
Ocurrió el 12 de julio de 2023. En el velorio de su tía, él cantaba
recuerdos, influido por la melancolía y el olor a gato encerrado en la
funeraria.

33
Attikí Symptom

Eduardo Elechiguerra R.

Andá a comprar pan, me dijo mamá. Aprovechá de ir desnudo, ya


tenés edad.
Con catorce años salí así a la calle por primera vez. Estaba un poco
nervioso. De niños y pendejos podíamos salir en interiores. Papá me
hablaba de taparrabos y leíamos juntos historias indígenas.
Eso quedó atrás cuando emigramos a la ciudad. Desnudarse en público
estaba permitido después de los trece y era obligatorio a los dieciocho. En
el colegio, clases de anatomía y salud sexual nos preparaban para este
momento. Pura teoría, claro.
Mis pies me dieron seguridad aquella mañana. Sentí nalgas y escroto
burlándose de mí. Una amiga lo había hecho a sus doce con mayor gracia.
Ya a sus diez salía sin sostenes.
Cuando pedí facturas me dieron un envoltorio únicamente para evitar
que les cayera algún vello público. O eso concluí. En las plazas amantes se
observaban y acariciaban sin tapujos. La penetración genital estaba
permitida en plazas señalizadas.
La verdad, era liberador. También ver a los demás entregándose a la
desnudez con terceros. A mis diecisiete caí en cuenta de ello.
En un episodio psicótico agudo, un amigo salió vestido a la calle. Lo
internaron. Me sentía muy desvalido y solo la ropa me protegía, dijo
cuando lo visité. Ninguno pilló que venía cosiendo trozos de tela desde
meses atrás.
Su razonamiento me pareció sensato. Pocas personas logran ser
sensibles ante otros. Consultó a varios psiquiatras y psicoterapeutas.
Culpaban que viera tanta pornografía de gente vestida. Siguió tratamiento
y sorteó diagnósticos.
Hoy en día solo se viste en la intimidad. Su psiquiatra actual lo
considera estable.
Aquella tarde, mi vieja me hizo volver a la panadería. Le había
comprado lo que ella no pidió.

Mi amigo y yo nos volvimos a ver hace un año, cuando me inició


sexualmente con ropa.

34
Ignatius

Luciano Rosé

Hay un canal de Youtube que transmite en vivo y sin interrupciones


desde hace quince años. Es frecuente cruzarlo entre las sugerencias que el
algoritmo ofrece a sus visitantes. Lo primero que capta la atención es la
figura de un oso hormiguero de color amarillo sentado en un sillón. A
juzgar por el desorden de las cosas y lo relajado de su postura, uno diría
que es su departamento. Sobre la mesa ratona hay desperdigada una serie
inverosímil de objetos: una pipa de agua, una pistola láser, un tomo del
Corán. En la pared del fondo se ve una ventana. La escena que se adivina a
través del marco es genérica en todos los detalles. Podría tratarse de un
barrio en el conurbano bonaerense, en Barcelona o en Moldavia. El
cordón de una vereda, las baldosas grises —una de las cuales está surcada
por una rajadura—, el lecho reseco de agua que se acumula en el borde de
la calle. Nada indica un rasgo puntual de pertenencia. Más atrás vemos una
segunda pared y el marco de otra ventana, esta vez con las cortinas bajas.
El espacio encuadrado entre el borde externo del segundo marco y el
límite de la vereda deja ver un cumulus nimbus surcado por cables y
antenas. Cuando uno se conecta de noche esa porción del cielo es oscura.
Si lo hace de día, es celeste. En otoño se acumulan hojas marrones en la
calle. En primavera florece la maceta del cantero. Y así sucesivamente.
El título del video es tan largo como puede caber en la configuración
del navegador desde el cual accedamos. Si se minimiza el tamaño de la
fuente y se amplía el margen de la cuadrícula las palabras siguen
apareciendo, una atrás de la otra, hasta ocupar todo el ancho de la pantalla.
Si se ponen dos o más monitores en serie las palabras siguen apareciendo.
Pero eso no fue siempre así. Durante los primeros dos años de su
existencia el encabezado del video fue el mismo: lofi radio – jams to
sleep/study/focus. Las oraciones kilométricas, los mensajes en código, el
foro. Todo eso vino después.

El autor del canal se hace llamar IGNATIUS_BRXY.


Los eventos que relato transcurrieron en un tiempo no mayor a los
tres años. En internet todo pasa muy rápido.

35
Yo trabajaba en la recepción del sanatorio de una gremial en el barrio
de San Telmo. Cubría el turno de la noche. Cuando no estaba recibiendo
drogadictos o parturientas, el trabajo era tranquilo. Los médicos, las
enfermeras, los pacientes y yo; cada cual en su mundo.
En esos ratos interminables y melancólicos, yo hacía lo que cualquier
persona interesada por aferrarse a su dignidad haría: navegar por internet.
Me dedicaba a recorrer los foros y los imageboards más remotos de la web.
Vi cosas. En un momento se volvió compulsivo. Sentía asco, incluso
miedo. Pero la web es infinita y sensual. Durante un tiempo pude cortar.
Me saturé y pegué la vuelta, volví a la superficie. Fue así que llegué al canal
de Youtube de Ignatius.
En esencia era como escuchar la radio. No sabías cuándo iba a sonar
tu canción favorita, o cuándo la iban a sacar de circulación. Eso garpaba
mucho. Y la selección de temas, cosas rarísimas, inconseguibles. Funk
nigeriano, trip hop hondureño. El clásico del canal era una canción de una
banda de post punk de Pyongyang. Eran horribles, pero nos hicimos fans.
Así y todo, la música era lo de menos. Lo que seducía a los usuarios
para volver una y otra vez eran la sección de comentarios y el título del
canal. Sospechábamos que alojaba algún tipo de clave o de simbología
oculta. Apenas un puñado de nosotros logró captar y descifrar el código
sepultado en la marea inconexa de palabras y de números.

Ignatius se comunicaba muy de vez en cuando. Sus mensajes, que


duraban segundos en la pantalla y después se perdían, eran siempre
ambiguos. Citas de discursos históricos, fragmentos de canciones, profecías
que nadie acababa de entender. Como apóstoles digitales, sus seguidores
replicábamos y analizábamos cada una de las intervenciones. Algunas,
apócrifas, terminaban siendo tomadas por verdaderas. Otras se convirtieron
en memes. Ignatius dejaba hacer.
Su otra vía de comunicación, todavía más críptica, era a través de
cambios en el link del video.
La forma en que llegué a esto fue de pura casualidad. En una de mis
tantas noches de guardia en la recepción del sanatorio, perdido en la
ímproba tarea de dilucidar la jergafasia de Ignatius, descubrí que la URL
del canal había sido alterada. Me di cuenta porque me crucé con una
referencia literaria que conocía.

36
4

El libro en cuestión era “Las Colinas de Behemoth”, de George


O’Halloran. Una novelita ignorada, traducida por la editorial Minotauro
en una única edición de cinco mil ejemplares en el año 73. La había
heredado de un tío. Cuando la leí debía tener quince o dieciséis años.
Googlear no hubiera servido de nada. Para resolver el acertijo era
necesario amar la novela. Los reinos perdidos de Behemoth albergaban
personajes ridículos y predecibles, aunque no carentes de cierta
complejidad. Augusto, el dragón sensible; Flingendolf, el enano tuerto;
Jon-Jon, el semielfo superdotado; Tirri, la mujer bárbara que se rebelaba
contra el patriarcado. Cuando finalmente logré descifrar el texto introduje
el comando en la barra de búsqueda del navegador Tor. Así accedí al foro
por primera vez.
Mientras que el canal de Youtube era cada vez más multitudinario,
con suscriptores en el orden de las decenas de miles, en el foro éramos
apenas trece personas. Las conversaciones trataban exclusivamente sobre
finanzas.
Ignatius hacía un pronóstico y, en cuestión de horas o meses,
indefectiblemente se cumplía. Nos decía, por ejemplo, que vendiéramos
Ethereum porque su valor iba a bajar mucho. Y nos avisaba, además, que
estuviésemos listos para hacer acopio de tal o cual criptomoneda. Otras
veces nos mandaba a poner plata en alguna empresa ignota. Después de
algunos aciertos empecé a creer sin ambigüedades en sus profecías. Me
acuerdo de una compañía india de psicofármacos genéricos con la que hice
muchísima plata. Tres meses después de invertir, el laboratorio patentó un
antidepresivo nuevo y multiplicó su cotización.
Todos los que integrábamos el foro empezamos a vivir de los consejos
de Ignatius. En cuestión de semanas dejé de trabajar en la clínica, me
compré un auto y conseguí un departamento en Palermo.
Y de pronto, sin que haya mediado palabra, Ignatius desapareció. Hubo
una depuración de usuarios, algunos migraron a otras redes, otros dejaron
de aparecer por el canal con la misma frecuencia de antes.
Mientras tanto, en el foro compartíamos data financiera de nuestra
propia cosecha. No traíamos ninguna bomba, pero nos alcanzaba para vivir
de eso. Podría decirse que formábamos una sociedad.

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5

¿Quién era Ignatius? ¿Cómo es posible que nunca se equivocara? ¿De


dónde sacaba la información?
El veinticuatro de octubre de 2019, el usuario
WWWMJU43X_90BRXY ingresó al foro por primera vez. El posteo
consistía en una serie de números. Dos días más tarde, el asesinato del líder
de Al Qaeda Abu Baghdadi fue noticia en todo el mundo. Leídas con
atención, las cifras revelaban las coordenadas exactas de su escondite en la
frontera entre Siria y Turquía.
Algunos lo interpretaron como una amenaza, una orden para que nos
desbandáramos sin hacer preguntas ni levantar la perdiz. Yo creo que fue
un pedido de ayuda del propio Ignatius. De eso ya pasaron dos años.
A veces pienso que Ignatius no es una persona sino varias, un paraguas
bajo el cual operan diferentes agentes, una entidad multiforme de la web.
Pero después me convenzo de que no; Ignatius es alguien. Incluso alguien
cercano. Podría ser el vecino de arriba, ese pibe pálido con ojos de
anfetamina.

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Irina y yo

Federico M. Soler

Lo que me obligó a encerrar a Irina, fue el inusual comportamiento


que adquirió desde que iniciáramos nuestra convivencia.
Nos habíamos conocido a través de Instagram un año atrás. Sin
embargo, cuando nos vimos en persona, supe que era la indicada. Por
momentos, se tornaba posesiva realizando indagaciones sobre mi estado de
salud, grupo sanguíneo y si había contraído enfermedades infecciosas. Era
la primera vez que una pareja se interesaba con tanto cuidado por mi
intimidad biológica.
Irina, como una niña traviesa, se levantaba en plena noche con lo
puesto, que a veces se reducía a una diminuta bombachita o se quedaba
largas horas del día en la cama a oscuras, completamente dormida. Una
noche la sorprendí deambulando en la cocina, no pude distinguir si estaba
despierta o dormida. Cuando la llamé me arrojó un cuchillo, que logré
esquivar: quedó clavado en la mesada. Advertí con preocupación que su
carácter se tornaba cada vez más irascible.
Lo más insólito fue, que a pesar de compartir con ella más tiempo, la
sentía lejana y distante. Sospeché que este cambio de su comportamiento se
debía a que había conocido a otra persona. Las redes sociales son propicias
para facilitar lazos sentimentales que no se concretan.
Irina, entre otras cosas, también modificó su constitución física. Estaba
más delgada, su piel no era ya rosada y tersa sino más bien áspera y
blanquecina. Supuse que esta mutación física podría ser causa de una
anorexia nerviosa o por la adquisición de una alimentación vegana, que
había empezado hacía poco.
Con el transcurrir de los primeros meses de convivencia, sus cambios
de comportamiento fueron preocupantes. Por la noche Irina se levantaba
de la cama para merodear por el departamento. En el balcón se dedicaba a
regar las plantas o mirar la luna. A veces hacía unos sonidos animalescos,
como si estuviese llamando a alguien con una especie de chasquido gutural
que producía al chocar la saliva entre sus dientes. Por respuesta, desde la
oscuridad, Irina obtenía un sonido monocorde acompañado del aleteo
torpe de algo que trepaba a la azotea del edificio. En el palier, en cambio,
parecía esperar la visita de su amante. Abría y cerraba la puerta de entrada
con ademanes de exagerada galantería.
Cuando le advertí su conducta inusual, ella lo negó muy ofendida. Y
hasta creyó que lo estaba inventando para hacerla sentir mal. No quise

39
insistir. Ponerla en mi contra me traería males peores. Le insinué, para
disculparme, que el exceso de trabajo y la falta de un correcto descanso me
estaban distorsionando la percepción. No sé si me creyó, pero se
tranquilizó.
Lo que fue llamativo y que terminó por convencerme de la gravedad
de su situación, fue cuando se obsesionó con quitar el ajo, no solo de las
comidas, si no de la casa en general, aduciendo que producía desajustes
energéticos e intestinales. Estas obsesiones me hicieron recordar que Irina
había comentado que algunos de sus familiares tuvieron desequilibrios
mentales. Su mamá Norma, estuvo internada mucho tiempo en un lujoso
geriátrico, con una esquizofrenia paranoide. Su hermano Raúl, en cambio,
fue más drástico, se había suicidado sin causas aparentes. Por estas
circunstancias escabrosas de su familia, sugerirle aunque fuese de manera
indirecta, que ella podría tener alguna distorsión mental, habría resultado
devastador para un alma tan pura como la suya.

Antes de ayer, la encontré hablando a escondidas y escudriñando de


manera sospechosa en su celular. Para sacarme la duda y desestimar
cualquier engaño, cuando se fue a acostar, le revisé el teléfono. Sé que es
una actitud inapropiada para un hombre de nuestro tiempo, pero me
estaba desesperando. Los celos son como las moscas, no sabes de donde
aparecen y no te los podés sacar más. Y si Irina no me estaba engañando,
seguro algo me ocultaba.
En esa desacertada pesquisa encontré un contacto que me llamó la
atención, estaba agendado como Dr. Vlad Tempes. En ese momento
empecé a sentir una mezcla de culpa y enojo, por dejarla tanto tiempo sola.
En su último mensaje ella le expresaba la necesidad de verlo, luego de
haberle mandado algunas fotos suyas con el torso desnudo, tapando apenas
sus pezones. No estaba preparado para descubrir esta verdad. No creo que
nadie lo esté. Fui al inicio de la conversación, que se remontaba a seis
meses atrás. En ese intercambio de mensajes, el Dr. Vlad le solicitaba de
forma insistente su tipo de sangre y si había contraído enfermedades
infecciosas. Irina le respondió natural y cortante, soy sanita.
Desde ese día la mantengo encerrada en el cuarto de huéspedes. Asumí
el compromiso de salvarla. Coloqué algunas ristras de ajo en su habitación
y en las distintas aberturas del departamento. Su conducta se volvió más
huraña y distante. Su cuerpo se consumió hasta demacrarse y su piel se
volvió mortecina. Estaba en una etapa terminal, ya ni siquiera podía
levantarse.

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Algunas noches hago venir a una enfermera amiga, que me ayuda por
una paga generosa, con los cuidados elementales y las transfusiones de
sangre necesarias para mantenerla viva.
En los noticieros insisten desde el Ministerio de Salud, para que la
comunidad informe sobre aquellas personas que se encuentren
posiblemente infectadas con el nuevo virus. Pero a mí, a Irina, no me la
saca nadie.

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Un chorro sin interrupciones

Federico M. Soler

Ahora que estoy más lúcida, les contaré qué me pasó esta tarde.
Llegué de la estética pasadas las catorce, cansada, con mucho sueño y
hambrienta. Comí como refugiada, tomé una copa de vino y me recosté
con la intención de descansar un rato. No me quería dormir, ya que había
quedado con las chicas para ir a merendar, hace más de una semana que lo
venían preparando.
Desperté tres horas después, sin saber en qué año estaba, en qué galaxia
vivía y tratando de averiguar si todavía seguía secuestrada. Tuve un sueño
muy vívido y largo.
Soñé que me raptaba un mafioso pesado, narigón y cruel. Era testigo
de algunos de sus crímenes que encargaba a sus secuaces. A un gordo que
parecía de la barra brava de Atlético le hacía quebrar algunos dedos. El tipo
chillaba como marrano. Suplicaba clemencia y juraba por la madre
enferma que devolvería el dinero mañana sin falta. Él, mientras observaba
distante el apriete, me acariciaba el pelo con ternura.
A una chica que estaba vendada y desnuda le hizo prometer absoluta
lealtad. La chica tenía el cuerpo marcado con cicatrices en la espalda y los
glúteos. Con un gesto de su cabeza la llevaron a otro lugar de la casa. Me
dio la mano con fuerza, podía sentir la palpitación de sus cinco dedos
como un ramillete de víboras.
Luego se acercó un negrito adolescente, se arrodilló, besó su anillo de
oro que tenía en el índice de la mano derecha y le pidió trabajar para él. El
mafioso le propinó un chirlo con la mano abierta y lo mandó a lavar su
auto.
Conmigo se portó como un hombre auténtico, tan maravilloso que me
enamoré de él.
No entraré en detalles porque se haría largo. Les cuento el final, me
dolía el bajo vientre. Él me tocó con suavidad por encima de la pelvis y me
dijo:
—Te estás haciendo pis, princesa.
A lo que respondí:
—Creo que estoy embarazada. Quiero darte un hijo antes de que sea
tarde.
En ese instante desperté, corrí al baño, me bajé la bombacha, me senté
en el inodoro y oriné como tres litros interminables. Las piernas me
temblaban. Fue un chorro largo, intenso y sin interrupciones.

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Me toqué la panza, la tenía dura. Las tetas estaban inflamadas y pesadas.
Rodo no había regresado de dar clases en la tecnológica. En el celular
tenía un montón de llamadas perdidas y mensajes de las chicas. En uno de
esos mensajes me sugerían que al baby shower lo deberíamos hacer en un
salón, al pie del cerro, en Yerba Buena.
Una voz de conciencia uterina me recordó que Rodo había olvidado
en el botiquín del baño su anillo de casado.

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Puerkiaria Upp

Federico M. Soler

A Manlio la noche lo sorprende con una nevada en pleno enero. Copos


negroides se amontonan en las calles dificultando la entrada a los bulag.
Aunque los humanos prefieren no salir, por el ardor que produce el hollín,
a Manlio no lo detiene. Necesita descubrir lo que sus antepasados
experimentaron en la cópula antes de la caída del primer meteorito.
Le hace señas a un taxi. Sube con dificultad, no es fácil trepar al
demoniraptor, los únicos vehículos que circulan con este clima. El tachero
es un embriario cabeza de cerdo, no habla, pertenece a los hipoacúsicos.
Manlio evita mirarlo a los ojos, por seguridad. Le indica telepáticamente
que lo acerque al Puerkiaria Upp. El tachero, al recibir la indicación se da
vuelta, ofuscado, lo mira fijo y emite unos gruñidos cerdiles reprobatorios:
—Ñoc, ñoc.
Manlio le devuelve una sonrisa amistosa, intenta una amabilidad forzada,
lo que menos necesita es la discusión con un embriario. El cerdo acelera,
en la esquina hace un giro en “u” y avanza hacia la avenida de Los Próceres
Lumbrinos. Las calles están desiertas, uno que otro androide vaga
silencioso, desafiando la nevada. El demoniraptor lo deja en la puerta del
Puerkiaria Upp, en el peligroso barrio de “Las cascarudas”, más allá de la
entrada al núcleo.
Un portero, en un traje ajustado azul oscuro, con cabeza de equino
custodia el ingreso al club. A la par un enano con cara de perro salchicha,
envuelto en un overol caqui con insignias de cruces rotas quita la nieve de
la entrada, ayudado por una pala diminuta que mueve con agilidad.
Desde el pórtico, Manlio escucha una música metalizada que hace
temblar los vidrios espejados de los pisos superiores con un golpeteo
insistente: punchi, punchi, punchi. Logra ver en su interior destellos
lumínicos y sombras que deambulan.
El equino lo mira desconfiado, no lo registra de visitas anteriores.
Manlio lo advierte, intenta caerle simpático. El embriario ausculta sus
pupilas, chequea los datos y sustrae el litem correspondiente de su cuenta.
Le indica en un tono áspero, que el trato con las chicas debe ser amable,
relincha y le permite ingresar.
Manlio tarda en acostumbrarse a la penumbra. Las luces, como
fogoneros intermitentes, le dificultan la visión. Cuando logra advertir las
primeras imágenes, se sorprende por la variedad de embriarias jóvenes de
especies diferentes: cabecitas de conejo, de gata, de canario, de lagarta.

44
Se le acerca una cabra con una bandeja, le lame la mejilla y le roza con
sensualidad la entrepierna. Tiene manos con dos dedos como si fueran
tenazas. La caprina le entrega un vaso con dos ojitos saltones flotando en
un líquido ambarino. Toma pequeños sorbos. Succiona uno de los
glóbulos oculares y lo mete en su boca, imitando lo que hacen los demás.
Juega incómodo con el ojo y su lengua. Lo traga en un descuido. Una
descarga eléctrica le produce un impulso nervioso que estalla en su cerebro.
Por unos instantes las imágenes y los sonidos se distorsionan. Le arde la
cara. Centelleos lumínicos lo ciegan. Tiene arcadas. Se queda como
perdido en esa marea de mutantes, humanos y androides. Una pantalla
emite secuencias humorísticas sobre diferentes alternativas del fin del
mundo. Se ríe. Todos saben que el apocalípsis es un mito para domesticar
humanos. Los demás parecen no prestar atención a las imágenes ni a sus
carcajadas. A lo lejos, en el escenario, una embriaria con cara de zorrita se
desnuda y hace movimientos agarrando un caño galvanizado. Por
momentos lo mira con seducción prometedora. No logra identificar su
ombligo en su cuerpo desnudo.
Se le acerca flotando una cara con barba. Tiene un círculo luminoso en
la cabeza con la frase: PAX DEI. Le guiña un ojo y canchero lo desafía:
—Si querés sentir placer, pibe, hacé un pase con la Oxi o con la Purca,
son las cascarudas más experimentadas. Después me contás.
Manlio advierte que el Comité descodificó sus intenciones.
La barbuda parlante le guiñó el ojo nuevamente y le hace un gesto con
la cabeza para seguirla. Lo deja en la puerta del cuarto 14 xul. Hace otro
guiño y desaparece.
Al entrar al habitáculo se encuentra rodeado de cinco paredes espejadas.
La música instrumental lo tranquiliza. Todo le da vueltas. En las paredes
aparecen algunas embriarias que exhiben sus encantos. Se decide por Oxi,
como le indicó la cara. Es una comadreja en un exuberante cuerpo de
mujer. Manlio toca la imagen dos veces. Luego de un tiempo de espera,
ingresa Oxi en un atuendo rosado transparente. Algo de su cuerpo ejerce
sobre él cierto efecto hipnótico. No logra advertir si estas reacciones se
deben al ojo que ingirió o es una reacción biológica relacionada con la
cópula. Con las humanas estas sensaciones son imposibles. La mutante,
como una auténtica profesional, no tarda en darse cuenta de su
inexperiencia, por lo que tiene un arrebato de ternura que espera
aprovechar. Le brillan los ojos y hace un ruido con la lengua de aprobación
y placer, al mismo tiempo realiza extrañas ondulaciones invitando al
apareamiento. Manlio tarda en interpretar estos estímulos, más bien le

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generan incomodidad y confusión. Ella emite chillidos de excitación. Su
boca se le pega al cuello y con sus garras afiladas le arranca la ropa. Manlio
se deja hacer, pero no experimenta ninguna erección, como había leído
que sucedería. Al ver su abdomen logra confirmar que no tiene ombligo.
Esto le produce una confusión extrema.
La embriante scort, al ver las dificultades de su cliente, penetra con su
delgada lengua dentro de su oreja, buscando estimular la glándula epínea.
Lo que produce un resultado inmediato. Un dolor agudo punza su sexo, lo
mantiene desencajado. Oxi se le sube con rapidez y succiona con su vulva
el pene erguido, logrando un exitoso acople. Con cada penetración ella
hace una especie de chillido de placer. Manlio no disfruta, no puede sacarse
de la cabeza que carezca de ombligo. Se pregunta si es una mutación
genética particular o propia de todas las mutantes. Recuerda el abdomen
liso de la zorrita en el salón. Se le genera un crack mental.
Le vienen arcadas. Cierra la boca, no quiere vomitar encima de Oxi.
Desencajado se la saca de encima. Corre hasta el glon. Vomita una cosa
gelatinosa. Se queda un rato desnudo agarrado al lavatorio. Está exhausto.
Un dolor agudo, como un latigazo eléctrico, se expande desde su ingle
hasta el coxis. Mira su pene y advierte con asombro una substancia
blancuzca pegajosa. Se limpia.
Cuando sale del glon Oxi ha desaparecido.
Manlio solicita nuevas prendas. Sale del Puerkiaria Upp entre aturdido y
decepcionado. El enano de la puerta lo mira y se ríe.
Manlio advierte que la tilde de su litem está en rojo.
—Maldita cascaruda —balbucea.
Desde el demoniraptor, el cerdo hipoacúsico lo reconoce y le hace una
mueca sarcástica.
—Otro gil, le llega la señal telepática del tachero.
La nevada continúa, pero es más tenue, no siente ardor, puede caminar.
Piensa que todavía le queda evadir los controles, llegar a su bulag para
purificarse y borrar los rastreos de ubicación para impedir que lo detecte el
Comité. A lo lejos ve un carro de comidas rápidas con androides, humanos
y mutantes nutriéndose.
El hambre no lo deja pensar con claridad. No puede sacarse de la cabeza
que las embriantes no tengan ombligo.

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La conspiración

Alfredo Ariel Rossi

Mi sospecha sobre los heladeros no era novedad. Desde las primeras


visitas durante mi niñez, y a fuerza de malas experiencias, forjé una especie
de secreta certeza acerca del pacto que mantienen, una forma de venganza
contra quienes buscan distensión en sus momentos de ocio, mientras ellos
se encuentran conminados al cumplimiento de una jornada laboral a
contramano del mundo.
Mis pruebas empíricas habían dado inicio una década antes, durante mi
adolescencia. Debo haber visitado todas las heladerías de la ciudad, en casi
todos los horarios posibles. El mensaje que arrojaban los números era
implacable. El accionar respondía sin duda a una manipulación deliberada,
a un plan superior y macabro que se aplicaba en forma sistemática y
afectaba a toda la clientela.
Esa noche había ido con Martina, mi segunda aspirante a futura ex
esposa. Después de encargar y pagar en caja los dos cucuruchos, y de que
ella eligiera los sabores de siempre, llegó el turno de indicar los míos al
heladero. Me predispuse a tomar los recaudos del caso y señalar los
escogidos. Lo miré a los ojos y le dije: chocolate, e hice una pausa. Me
detuve durante una fracción de segundo, un momento mínimo que juzgué
suficiente para que el mensaje fuese claro, de modo que además de evitar
cualquier error posible, no quede lugar a dudas en cuanto al orden en que
debían ser dispuestos los sabores. Así que exhalé, luego de aspirar separé los
labios en forma marcada, abrí la boca y proseguí: Y naranja.
Me entregué al silencio satisfecho, conforme de haber decidido
galardonar la velada con un postre a la altura de mis expectativas. Había
sonado tan claro, que incluso tuve la osadía de desentenderme del accionar
del operario, girando hacia Martina para hacer algún comentario divertido
y amenizar mi espera con el temblor de su risa.
Así que ahí estaba yo, acodado sobre el mostrador. Me miraba en el
espejo que cubría toda la pared del local, donde pude comprobar que una
pequeña fila se formaba detrás. Entre ellos había un padre junto a su hijo,
quien parecía dudar entre varias opciones de gustos. Hay que pensarlo bien
campeón, dijo el sujeto dirigiéndose al pequeño, un buen helado es como
un buen matrimonio, si falla algún elemento todo se derrumba…
Fue entonces cuando advertí mi postura relajada. Había caído en la
trampa, me distraje. Reaccioné de golpe, como quien regresa de un sueño
inesperado, y al girar encontré la mano extendida del heladero ofreciendo

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el encargo. Cómo olvidar su artera sonrisa, llena de oscuros sentimientos
de revancha y de odio.
La corporación lo había hecho de nuevo. El pulgar y el índice, con
apoyo del anular y el mayor, sostenían el cucurucho con los sabores
invertidos. El meñique del sujeto se alzaba en tono burlón
malintencionado.
Y estallé.
¡A qué mente siniestra se le puede ocurrir colocar la naranja debajo del
chocolate! Grité ofuscado. Años de frustración condensados en ese reclamo
sincero, lleno de un dolor que me había carcomido por dentro durante
toda una vida. Lustros acumulados durante los cuales los sabores servidos
alteraban el orden indicado, con la inequívoca y malvada intención de
perturbar el estado relajado del cliente, quien poco o nada podía hacer
frente al hecho consumado, sino resignarse a degustar su postre con
amarga tolerancia.
El muchacho, supuestamente espantado, dejó caer el recipiente. Los
comensales se paralizaron. Martina se levantó y me miró horrorizada.
No tendría sentido describir la previsible y absurda secuencia de eventos
posteriores. Pedí a Martina que se casara conmigo dos meses después de
aquella noche. Tres años más tarde nos divorciamos.

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Un cuervo, Drácula, Batman, o un barman,
o las alas de una rata cualquiera
Alfredo Ariel Rossi

En la noche aciaga del sábado nueve, que bien podría haber sido martes
trece, cuando mi cuerpo permanecía sobre el sofá del living y mi mente
hilvanaba a duras penas los sucesos de mi serie favorita, oí de pronto un
rasguido, como si algo se deslizara tras las cortinas del balcón.
Debe ser un insecto, me dije. Un artrópodo insignificante alterado por
los efectos del calor y las luces de la calle. Sólo eso, y nada más.
¡Recuerdo tanto aquel desolado diciembre! Cada gota de sudor dejaba
un rastro fantasmal. Yo esperaba por el siguiente capítulo, y en la
habitación dormía mi venerado amor, Elena, la mujer en cuya mirada
blanqueaban sus alas los arcángeles, al refugio de un split que refunfuñaba
contra el patio de luz del edificio.
Cada crujido de las cortinas me embargaba de dudas, no sólo por la
insistencia, sino por la magnitud que ganaban los aparentes movimientos,
de algo que parecía desplazarse y cobrar intensidad con el paso de los
minutos. Tuve que abrir una cerveza para mitigar mi angustia, que a estas
alturas me perturbaba por completo. Tiene que ser un insecto, me decía.
Sólo eso y nada más.
Hasta que me decidí y reclamé en tono elevado, que pretendió sonar
imperativo: ¿Quién anda ahí? No hubo respuesta.
Vacilé un momento, pero luego caminé hasta la ventana y me detuve,
invocando de nuevo, algo más decidido: Si sos algo, o alguien, y estás
ahora en mi balcón al acecho, lamento decir que te he descubierto, que
voy a salir a tu encuentro y a empujarte al vacío desde el piso ocho, seas lo
que seas.
Así que abrí de golpe y removí las cortinas inflamadas por la brisa: nada.
Sólo sombras, nada más. Miré entonces la noche, la oscuridad plena, la
profundidad erguida sobre el corazón del edificio. Y en el silencio atroz de
aquella madrugada sonó con claridad de nuevo el nombre de Elena. Algo
así como un susurro, Elena. Un llamado insistente.
Culpé al cansancio, a las copas de los árboles que dialogan en la
madrugada, a la cerveza. Pero el rasguido se escuchó más insistente. Y de
nuevo el susurro de su nombre, Elena.
Me abalancé hacia el balcón con los puños cerrados, decidido a enfrentar
a lo que fuera. Entonces me estremeció el roce de las alas de un
murciélago. En el intento por esquivar al bicho di un salto y mi cabeza se
azotó contra el marco de la puerta. El susurro creció en boca de la bestia, o

49
quizá dentro mío, Elena.
Que el roedor pudiera hablar me resultó sorprendente, pero como la
admiración es más afín al vuelo que a las palabras, mayor fue mi
conmoción al notar la habilidad que demostró para desplazarse por los
aires. Pude reparar en ese detalle a pesar de su aspecto horroroso, capaz de
habitar las peores pesadillas. Sin embargo ese malvado, cuyo aspecto daba
pena, la nombraba enamorado: Elena.
¡Habrase visto insolencia! Engalanar el chirrido con el vocablo más
hermoso… ¿Pero monstruo, por qué razón no hacés silencio todavía?
Repetís, cual rata en pena, el nombre de mi sirena: Elena…
Me fue cambiando el humor al notar su persistencia, así que lo increpé,
y en tono poco amigable reclamé con dureza. ¿Qué persigue tu actitud,
pequeño mamarracho? ¿Por qué nombras lujurioso a la más dulce entre las
dulces, mi bienamada, mi doncella? El ogro sólo dijo: Elena.
¡Ángel maldito! Dije. Bestia horrorosa, engendro proveniente de profana
tiniebla, capaz de inspirar la sombra del miedo… ¡Rajá por donde viniste
porque te surto de un zapatazo! ¡Cuervo peludo del demonio! Grité con
una fuerza inesperada, sin darme cuenta de que podía despertar a la
durmiente.
Mi grito desató el espanto, y una negrura inesperada colmó la habitación,
saturando la atmósfera de una sensación de soledad y de miedo. El vampiro
permaneció impávido entre los libros de la biblioteca. Siguió diciendo su
nombre una y otra vez, incluso cuando cesó mi reclamo.
La madrugada avanzó sigilosa hasta cubrir cada rincón del departamento,
y el silencio invadió todo reducto, amplificando la gravedad de los
movimientos más ocultos.
El murciélago permaneció esa noche sobre la biblia. Salió el sol y ahí se
mantuvo.
Ignoro en qué momento mutó en Drácula o Bruce Wayne el trapecista,
o en qué lugar del amanecer adquirió su forma humana bajo el lecho. La
sombra delató su desnudez cuando saltó la reja hacia el balcón de la vecina,
no sin antes susurrar de nuevo su nombre, que vibró como una campana
en el rumor del boulevard.

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Gitana

Humberto Manuel Botana

Surgió de la nada en la ochava de Juan B. Justo y Caracas, me envolvió


entre sus tules. Tenía el pelo renegrido cubierto con un pañuelo de gasa
roja y unos ojos iridiscentes de color canela.
Me miró y dijo:
—Te cruzaste en mi camino, debo decir tu destino.
Me quedé sin palabras. Me tomó, suave, de la mano izquierda y me
llevó, casi sin darme cuenta —sentí un agradable calor en el cuerpo—, hasta
el umbral de una casona vieja donde me senté a su lado.
Empezó a leer las líneas, a palpar el monte de Venus, pronunciaba una
oración ininteligible. Hasta que dijo:
—No eres feliz y no lo serás si sigues con esa mujer, tu salud no es
buena. Te piensan mucho y te han trabado el camino. El trabajo no anda
bien y tienes riesgo de perderlo.
Mi asombro era mayúsculo por cuanto todo era cierto, ¿casualidad? ¿O
será que todos los hombres tenemos más o menos los mismos quilombos y
nos creemos tan distintos?
Por doscientos pesos me hacía una limpieza superficial para ir tirando,
por mil me alineaba el destino y me sanaba el alma. A esa altura de los
acontecimientos, ya quería cambiar de vida y de planeta si fuera posible.
Acepté el servicio completo. Me pidió que cierre los ojos, que inhale y
exhale, emanaba de sus turgentes pechos un perfume a mirra.
Volvió a recitar la incomprensible plegaria y lo último que vi, antes de
entrar en un trance, fue que introducía una de sus manos entre las enaguas
multicolores. No sé por cuánto tiempo estuve fuera de mi cuerpo. El suave
golpeteo de sus dedos en la frente, me hizo volver. Sus labios acompasaban
un susurro que decía:
—Ya está, el daño fue transmutado.
Hizo la señal de la cruz en la frente y luego la besó. Se levantó, me
acarició la cabeza y se alejó moviendo sus voluptuosas caderas.

Me sentía libre, lujuriosamente libre, fue tan así que alcé las manos al
cielo en agradecimiento y me di cuenta: en el dedo anular de la mano
izquierda no tenía mi alianza de oro.

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Revancha

Humberto Manuel Botana

Le dije al “Rengo” García, que era el arquero del equipo y el mayor de


todos:
—¿Cuándo me vas a hacer debutar?
—Pendejo, ¿estás preparado?
—Sí.
Traté de ser convincente para ocultar el cagazo que tenía. El miedo se
palpaba en el aire. La sonrisa sobradora del Rengo lo confirmó.
La noche anterior no pude pegar un ojo, la emoción ocupaba cada
centímetro cuadrado de mi cuerpo. Las preguntas me asaltaban en la
oscuridad.
Mis cinco amigos del equipo de fútbol se ofrecieron para acompañarme
en el debut, comprendiendo que era el partido más importante de mi vida.
Ya eran unos iniciados y alardeaban de su experiencia. Yo tenía 14 años y
los escuchaba con envidia.
El sábado 8 de abril de 1961, a las cuatro de la tarde, era la fecha y hora
indicados, el lugar, la cancha de San Telmo en la Isla Maciel.
¿Tendré miedo y no me presentaré? ¿Seré el hazmerreír de la barra?
Tomamos el colectivo 25 hasta La vuelta de Rocha en el barrio de la
Boca, después el bote que se llamaba “La Sacra Familia” para cruzar el
Riachuelo. El botero entonaba una canzoneta, quizás para tranquilizar a los
pasajeros durante los tres minutos de travesía.
Atrás de la cancha de San Telmo, vivía Rosa en una casa de chapas,
tenía dos plantas y estaba pintada de color azul.
El Rengo fue el primero en pasar a la pieza para organizar los turnos y
entregar la colecta. Asomó la cabeza y nos asignó el orden, a mí me tocó el
último. Fueron pasando el Cabezón, Ojo de halcón, Zócalo y Alambre.
Un hecho que nos hizo cagar de risa, fue cuando Ojo de halcón salió
de la pieza en bolas a buscar los anteojos de culo de botella que había
dejado sobre la mesa del comedor para hacerse el lindo.
—La concha de la lora, no veo ni la cama —dijo, mientras volvía
presuroso al entrevero.
Los treinta minutos de espera fueron una eternidad. Cuando entré lo
primero que vi fue un conjunto de imágenes de santas y santos de distintos
tamaños sobre una cómoda. La habitación estaba en penumbras, un
pañuelo rojo atenuaba la luz del velador.

52
Rosita, sentada en el borde de la cama, vestía un deshabillé negro. Su
pelo pelirrojo caía sobre los hombros.
—¿Cómo te llamás?
—Dante, pero me dicen Conejo.
—Acercate, no tengas miedo. ¿Es tu primera vez?
—Sí —dije balbuceante.
—Bajate los pantalones, quiero ver que traes… Bueno… bastante bien,
pero no te agrandés, no tenés el as de bastos.
Se abrió el deshabillé y dos enormes tetas salieron a escena. Me tomó
de la cabeza y me sumergió en ese océano de perfumes exóticos. Luego se
recostó en la cama y dijo cortante:
—Subite.
Ante mí se expandía una tupida selva roja, mi calentura trató de
encontrar el sendero al anhelado destino. Por un momento sentí una piel
cálida y húmeda, fue sólo un instante, de reojo veía a San Cayetano con la
espiga de trigo.
—¿Ya está? —me preguntó.
—Sí.
Me subí los calzoncillos y el pantalón y me fui rumbo a la puerta.
—La próxima vez vení solo, tenés mucho que aprender.

Nunca jugué la revancha.

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La manija

Humberto Manuel Botana

Me remonto en el tiempo sobre un barrilete hecho de papel de diario,


cañas, engrudo y la cola confeccionada con retazos multicolores.
En sexto grado, escolta de la bandera, faltó un poquito para ser
abanderado. En el equipo de fútbol del barrio, era el primer cambio en
caso de que algún titular se cansara o lesionara. Me veo sentado en el
banco de los suplentes, esperando la oportunidad de entrar y demostrar mi
habilidad con la redonda.
La mayoría de las veces a los turros de los titulares no les pasaba nada.
Volvía a casa sin una gota de transpiración, con la culpa de haber deseado
que una patada bien puesta a un compañero lo dejara fuera del juego.
Mi vieja era una vecina muy sociable, siempre estaba presente para dar
una mano en caso de necesidad. Recuerdo las charlas en la cola de la feria,
eran murmullos inteligibles en los cuales se hablaba desde la cura del
empacho hasta el casamiento de apuro de la hija del ferretero.
En la época de la epidemia de la polio, era la primera en salir a baldear la
vereda con lavandina y acaroina. Confeccionaba unas bolsitas de lienzo
que llenaba con alcanfor y nos las colgaba del cuello a mí y a mis
hermanos, decía que ahuyentaba a la enfermedad. Al atardecer se sentaba
en la puerta de casa y a cada chico que pasaba le colocaba la bolsita con la
misma unción que un cura daba la hostia.

Una tarde la noticia serpenteó por el barrio como un relámpago. Murió


Don José, el almacenero. Había llegado junto a su esposa Elvira, en los
años cincuenta, desde Ferragudo un pueblo pesquero de Portugal.
Yo era el comprador oficial de la familia. Dos veces en la semana iba
con el pedido de 200 gramos de salchichón primavera y 100 gramos de
fiambrín, que Don José anotaba en el cuaderno con tapas negras de hule.
Virginia, que así se llamaba mi madre, tomó el monedero de arriba de
la cómoda y me agarró del brazo diciéndome:
—Vamos a darle el pésame a Doña Elvira.
Se abrazaron y, entre lágrimas y gemidos, se dijeron palabras que no
entendí: hablaban en gallego y portugués. Después de unos minutos, le
pidió el cuaderno negro a Doña Elvira y me dijo:
—Suma y decime cuánto debemos.
Abrió el monedero, sacó la plata y se la puso en el bolsillo del delantal
negro.

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El velorio fue un éxito, siempre lleno de vecinos, tan es así que tuvieron
que pedir sillas prestadas a una cochería colega. Tenía bastante experiencia
en estos eventos, siempre acompañaba a mi madre que era de las que no se
perdían ninguno, quizás porque quería ir imaginando cómo iba a ser el
suyo.
El comisario vestido de gala, no podía estar ausente para dar el pésame,
no por Don José, sino por el duelo que empezaba a elaborar dada la
dolorosa pérdida de la media docena de sanguches especiales de pan francés
sin corteza, de jamón crudo y queso con manteca que todos los fines de
semana mandaba a retirar.
Cuando Cacho, el quinielero, vio entrar al botón su cara se puso más
pálida que la del finado; instintivamente, tragó los papelitos con los
números que había levantado durante la velada.
Elvira había traído dos docenas de botellas de caña quemada Legui. El
frío de ese día 24 de junio, lo ameritaba. La noche se fue haciendo
madrugada entre chismes, cuentos y risas contenidas.
El momento más complicado del evento fue cuando a las diez de la
mañana, que era la hora de la ceremonia del cierre del cajón, al “Rengo”
García y al “Pelado” Rossi no los podían separar del féretro, estaban
acodados como si fuera un mostrador. Lloraban desconsolados su
melancólica curda de caña.
El cortejo fue el más largo que presencié: el fúnebre, dos porta coronas
y ocho coches para los acompañantes, precedidos por el patrullero de la
comisaría. Cuando se puso en marcha rumbo al cementerio de Flores,
ocupaba una cuadra.
Con mi madre íbamos en el primer coche junto a Elvira. No habían
tenido hijos y tampoco familia en Buenos Aires.
El sacerdote, en la liturgia de las horas, destacó las cualidades de José en
vida y lo recomendó al cielo de los justos.
El hombre de traje negro de la funeraria miró a Elvira, ella me tocó el
brazo y me indicó que fuera junto al ataúd. Luego señaló a seis más,
éramos el equipo titular que lo íbamos a llevar a jugar al campo santo.

55
Autores

Néstor Leuchenco
Campana, Buenos Aires, 1953. Ha sido ilustrador freelance en
agencias de publicidad y en la revista El Porteño que dirigía el
escritor Miguel Briante. La Editora Ovação de Portugal lanza
su cd-rom de cuentos con ilustraciones animadas El país de los
hechizos (2008). Hoy colabora como periodista en Editorial
Prensario de Buenos Aires, escribe relatos y tiene una novela
inédita: Yo te esperaré.

nestor@leuchenco.com.ar
Facebook: nestor.leuchenco

Gastón Rama
Villa Mercedes, San Luis, 1981. Trabaja de médico psiquiatra
en el norte neuquino. Participa en talleres literarios cuando su
ocupación lo permite; cuando no es así, solo lee. Desistió de la
docencia universitaria “ad honorem” y malogró sus propias
tentativas de confeccionar con regularidad dossiers de leyendas
del jazz.

Instagram: @gastoncayetanorama

Sara Solana
Madrid, España, 1986. Es artista y editora de HAMSTER,
revista en papel de fotografía y literatura (readhamster.com).
Ha trabajado como redactora cultural y fotógrafa para
publicaciones suecas y noruegas. Vive en Estocolmo, donde
enseña español dentro del programa nacional sueco de lengua
materna.

hello@sarasolana.com
sarasolana.com
Instagram: @sara.puna

56
Autores

Pilar Rezzano
Buenos Aires, 1962. Es artista plástica, ilustradora científica y
docente. Editó el poemario Del perezoso andar (Ediciones El
Mono Armado, 2013) y también publicó ensayos en Revista
Paco. Ha participado en talleres de poesía con María del
Carmen Colombo, y de narrativa en Casa de Letras. Vive en
Quequén, donde escribió su novela Muñeca de agua, publicada
recientemente por Ediciones Bucarest.

pilakti@gmail.com
Instagram: @pilakti
Facebook: pilar.rezzano
Twitter: @pilakti1

Grimanesa Lazaro
Tartagal, Salta, 1991. Cursó Medicina y Licenciatura en Letras
en la Universidad Nacional de Tucumán, y actualmente se
desempeña como neuróloga en la Ciudad de Buenos Aires. Ha
participado de la antología 40° Narrativa Tucumana
Contemporánea (Blatt & Ríos, 2015) y en Casas Remotas,
Narradoras contemporáneas del NOA (Falta Envido Ediciones,
2021). También ha publicado la novela Niña y Basurero (Blatt
& Ríos, 2021).

Instagram: @grimanesa.lazaro

Damián García
General Roca, Río Negro, 1991. Vive en Neuquén, donde
trabaja como profesor de Física en la Universidad Nacional del
Comahue. Allí opera un microscopio electrónico de barrido en
el subsuelo de la Facultad de Ingeniería. Además, escribe para
Revista Paco y Salvaje Sur.

Twitter: @SabotageTeamMon
Medium: @damianarielgarcia

57
Autores

Eduardo Elechiguerra R.
La Candelaria, Caracas, 1987. Desde 2007 asiste a talleres de
escritura, y se recibió en Letras en 2011. Articulista para
Playboy Venezuela y crítico en Bitácora de Cine y A Sala
Llena. Publicó: Nombres, heridas del mundo. Por una geopoética
(2012). Participó con dos cuentos en Retrovisor (Textos
Intrusos, 2016) y con un ensayo en El reino del miedo (Cuarto
Menguante Ediciones, 2022). Luego de casi ocho años en
Buenos Aires, reside en Madrid.

Instagram: @elechicineyescritura
Twitter: @EElechiguerra

Federico M. Soler
San Miguel de Tucumán, 1976. Psicoanalista distópico y
escritor. En 2007 fue distinguido con el premio de poesía que
otorga el Municipio de su ciudad. Publicó poemas y cuentos
en antologías de su provincia y de Buenos Aires. Colabora con
artículos en Revista Paco, Polvo y El Ganso Negro. Tiene
editado su poemario Cuerpo liminal (El Ingenio Edita, 2017) y
sus cuentos aparecen en Las chupilas (Lago Editora, 2020).

federico.soler99@hotmail.com
Instagram: @fedher_bleu
Facebook: Fedher Fedher

Luciano Rosé
Buenos Aires, 1988. Es médico psiquiatra. Escribe
regularmente en Revista Paco, Crisis, Página /12 y Revista Ñ,
sobre los modos en que se cruzan la tecnología, la cultura y la
salud mental. El resto sintético, publicada por Ediciones
Bucarest en 2022, es su primera novela.

Twitter / Instagram: @LucIvanErre

58
Autores

Alfredo Ariel Rossi


Santa Fe, 1978. Contador Público Nacional. Publicó los
poemarios Rata de Ciudad (Automágica, 2018) y Una vez fue
todo (Automágica, 2021). Obtuvo el segundo premio en el III
Concurso Anual Universidad Nacional de Moreno (Buenos
Aires), en la categoría de Ópera prima en Poesía, y la primera
mención en el Premio Literario Municipal de Poesía de Santa
Fe 2018.

Twitter / Instagram: @poesiaesrock

Humberto Manuel Botana


Buenos Aires, 1947. Egresado de la Facultad de Ciencias
Económicas de la UBA-CPN. Se desempeñó como
administrador de empresas. Publica poesía y relatos en los
blogs Mis poetas contemporáneos y Poetas en el Zaguán. Participa
de talleres literarios. Su primera novela, The Lenines, ha sido
recientemente publicada por Ediciones Bucarest.

hmbotana@gmail.com
Instagram: @hmbotana
Twitter: @humabo
Facebook: humbertomanuel.botana

59
Esta edición digital se cerró en Estocolmo
en el mes de diciembre de 2022

Ediciones Bucarest

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