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Retratos por palabras

Creación de portada y contraportada: Pedro Estudillo Butrón.

© Pedro Estudillo Butrón, 2014

Registrado en el Registro Territorial de la Propiedad Intelectual de Andalucía,


con nº de expediente CA-241-14 el 3 de junio de 2014.

Registrado en el Registro de Propiedad Intelectual de Safe Creative con código


1405160874970 el 16 de mayo de 2014.

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Pedro Estudillo Butrón

Dedicado a todos mis compañeros y compañeras, excompañeros y


excompañeras, del Colectivo Letraslibres y del taller de letras de Chiclana de la
Frontera impartido por Miguel Ángel García Argüez, del que surgieron algunos
de los relatos aquí presentes. Con todo mi agradecimiento por la ayuda prestada
a la hora de elaborarlos, pulirlos y darles color.

Muchas gracias chicos y chicas, os quiero.

Y especialmente no puedo dejar de mencionar a mi querida amiga y


compañera Déborah, a la que le encomendé la difícil tarea de traducir en
imágenes mis humildes letras, al menos en su imaginación de pintora,
obteniendo como resultado los magníficos y sugerentes subtítulos que
acompañan a cada relato. El sorprendente resultado habla por sí mismo. Muchas
gracias amiga.

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Retratos por palabras

Índice:

• Prólogo 5
• El ingenioso hidalgo 6
• Cristian 7
• El final del camino 11
• El hombre que perdió la sombra 15
• Huyendo de la vida 17
• Imelda 20
• Juan 22
• La cabina 28
• La caída 29
• La caverna maldita 30
• La espera 32
• Magia en la playa 34
• Dime mamá 36
• El día en que Matilde recobró su libertad 38
• Melocotón 39
• La persona que más admiro del mundo 40
• Nieves 42
• Papel en blanco 44
• Vida más allá de la memoria 46
• Ramón 48
• Tan sólo una historia 52

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Pedro Estudillo Butrón

• De cómo la señora Bermúdez acabó con una vil cucaracha 56


• Testamento vital 57
• El guerrero 58
• Reflejos 60
• Obnubilación 61
• Un hermoso sueño 63

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Retratos por palabras

Prólogo

Momentos fugaces, retazos de una existencia cumplida o la plenitud de


toda una vida condesada en unos pocos trazos sobre un lienzo arrugado.
Multitud de brillantes colores, tonalidades de grises impersonales o borrosas
manchas irregulares conformando un gesto congelado en el tiempo… Matices e
interrogantes… Retratos.
También con vocales, consonantes, acentos, puntos y comas puede ser
esbozada una sonrisa, un par de arrugas sobre la frente, un grito de horror o una
lágrima traicionera resbalando por un rostro confuso y temeroso. Sin grandes
pretensiones, a eso es exactamente a lo que aspira este pequeño libro que
sostiene entre sus manos; si lo consigue o sólo se queda en el intento, dependerá
por completo de las imágenes que sea capaz de dibujar en su mente cada uno de
los relatos que leerá.
Encontrará pinceladas delicadas y hermosas, de colores pasteles y finas
líneas perfectamente marcadas; así como trazos rápidos y sangrientos, violentas
manchas de tinta china esparcidas por el papel que pareciera pudieran salpicarle
en cualquier instante imprevisto. Imágenes dolorosas que le harán fruncir el
ceño de rabia e impotencia, mezcladas con otras vestidas de melancolía,
desdibujadas con imprecisión profesional sobre una tela finamente bordada.
Caricaturas coloreadas a cera que le harán reír, mezcladas con bosquejos
amargos que le encogerán el estómago y le anudarán la garganta.
Algunos de estos retratos por palabras provienen directamente de la cruda,
o maravillosa e imprevisible realidad, pertenecientes a personas cuya existencia
pasa desapercibida entre tanto vocerío ensordecedor. Otros tan sólo son fruto de
un momento de inspiración surrealista, de una noche de insomnio interminable,
salidos directamente de la imaginación del que suscribe, sin otra finalidad que la
de pretender extraer de su corazón cualquier tipo de emoción o sentimiento que
ni usted supiese que se encontraba ahí. Un propósito ambicioso que tan sólo
usted podrá juzgar como cumplido o no.
Muchas gracias por su generosidad.

Pedro Estudillo Butrón


Borroneado durante la esplendorosa y colorida primavera del 2014

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Pedro Estudillo Butrón

El ingenioso hidalgo
(Fresco – Renacimiento)

Cerró el libro tras deleitarse extasiado hasta con la última de sus letras;
se recostó en el asiento, dejando la cabeza descansar sobre las palmas de sus
manos cruzadas bajo la nuca. Y embriagado aún por el clamor de una lejana
victoria rememorada y el sabor del último beso de agradecimiento, entornó los
ojos y se adentró despacito, sin prisas, en un mundo de ensoñaciones, evocando
con una sonrisa bobalicona cada batalla, cada aventura, cada doncella salvada,
cada reino conquistado y cada villano caído bajo su espada; siempre siendo el
protagonista indiscutible, caballero andante, valiente, arrojado y justiciero,
aclamado en mil lugares, adorado por innumerables princesas, todas ellas
jóvenes y hermosas...

Cuando despertó, se encontró tumbado en la cama, débil, enjuto y


dolorido, con el cuerpo envejecido veinte años más y al borde de la muerte.
Para el noble hidalgo don Alonso Quijano, vecino de un perdido lugar de
La Mancha de nombre difícil de recordar, los últimos años de su vida sólo
fueron el reflejo de una realidad enardecida por la sombra de los sueños y el
ingenio de la locura.
Reza así su epitafio:

“Yace aquí el Hidalgo fuerte


que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura,
morir cuerdo y vivir loco.”

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Retratos por palabras

Cristian
(Óleo sobre tabla – Arte africano contemporáneo)

La auténtica vida de una persona, aquella que le definirá tras su muerte,


en contraposición a la mera existencia física, empieza en momentos diferentes.
Generalmente suele llegar con la edad adulta, después del largo aprendizaje que
supone la infancia y adolescencia... o al menos es así como debería de ser,
aunque no siempre sucede. Existen lugares y momentos donde esto no es
posible; lugares como el que vio nacer al protagonista de nuestra historia, un
poblado situado en una llanura remota de un país olvidado por Dios y por los
hombres, y momentos que no deberían de existir, como el que le tocó presenciar
a Cristian justamente el día que cumplía ocho años en este, o en ese, repugnante
e injusto mundo.
Y fue ese momento, en el que la mayoría de seres humanos aún temen a
su propia sombra, el momento que supuso el punto de inflexión más importante
en la vida del muchacho, el momento en el que tuvo que dejar de ser un crío
asustadizo para convertirse en una persona, y comenzar así su triste y azarosa
vida auténtica, la única que tendría a partir de entonces y que él nunca tuvo
opción de elegir... aunque cabría preguntarse que quién la tiene.
Hasta ese día, los brutales episodios fruto de la terrible guerra
interminable que azotaba al país, se habían producido siempre lejos del poblado
donde vivían Cristian con el resto de su familia: sus padres y su hermana mayor,
Zuleima. Pero un temible giro del destino hizo que esa situación cambiase
inesperadamente, al menos para ellos, cuando se encontraban alegremente
festejando el octavo cumpleaños del crío. Porque, sí, también los miserables de
este mundo festejan acontecimientos y se divierten siempre que pueden... o
quizás más que los que aún se consideran afortunados, ya que ellos tienen más
necesidad, o mayor capacidad para sacarle todo el jugo contenido en los más
insignificantes momentos de su desdichada existencia.
Y en ello estaban cuando la patrulla del autoproclamado general Zahib
irrumpió estrepitosamente en el humilde conjunto de chabolas que componían el
poblado. Pronto comenzaron los gritos, los disparos y los llantos y aullidos de
dolor. La primera idea del papá de Cristian fue esconder a toda su familia en
algún lugar seguro... pero qué lugar podía tener seguro una chabola de apenas
treinta metros cuadrados.
No le dio tiempo de pensarlo, enseguida la puerta crujió violentamente y
cuatro bárbaros armados entraron derribándola con furia. Sin más dilación,
agarraron con una brutalidad innecesaria a los cuatro ocupantes y los lanzaron al

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Pedro Estudillo Butrón

polvo de la calle, junto con el resto de vecinos que habían sido sorprendidos
como ellos.
El padre de Cristian, un hombre culto y con estudios superiores en el
extranjero, se vio en la necesidad de intermediar por todos sus convecinos y
amigos, que siempre habían confiado en él y en su superior educación. Fue el
primero en caer abatido de un disparo en la cabeza. Así acabó su ambicioso e
inútil ideal de aprovechar su prestigiosa carrera de letras para intentar sacar de la
miseria y el olvido, no ya sólo a su familia, sino a todo el país. De haber oído a
su mujer, probablemente ahora se encontrase con vida, viviendo pobremente en
el norte, como tantos otros que se marcharon para nunca volver; aunque, como
él decía, una vida indigna no merece llamarse vida.
El estruendo del disparo fue seguido por el grito desgarrador de la madre
de Cristian, aquel grito que aún hoy no ha podido dejar de oír en sus noches más
sombrías, y que fue el último sonido que pudo emitir su pobre madre, a la que
también abatieron de inmediato. Zuleima quedó muda para siempre y con la
mirada perdida en el vacío. La muerte de aquel hombre que sacrificó toda una
vida por los suyos, sólo fue la primera de entre muchas otras que se produjeron
ese día; más que lamentarse por ellas, casi habría que dar gracias al cielo; al
menos eso es lo que pensaron los escasos supervivientes de esa primera
masacre, ya que para los que quedaron con vida, la suerte podría haberse
considerado aún peor. Todos los hombres adultos fueron cruelmente mutilados
de pies o manos, o de ambos; a las mujeres embarazadas se las dejó morir
desangradas, presas del dolor, tras arrancarles sin mayor miramiento el feto que
albergaban en su interior. Todo ello ante la mirada atónita e incrédula de los que
aún poseían sus sentidos despiertos. Pero a éstos, ya se encargaría el tiempo, en
su sabiduría, de quitarles la razón si en verdad desearon la muerte en aquel
preciso momento de terror desmedido, porque una vez más se cumpliría el viejo
dicho que nos anima a no perder la esperanza mientras se mantenga la vida.
Cristian, como era de prever, fue reclutado de inmediato por los invasores
para formar parte del improvisado ejército de salvación, junto con el resto de
muchachos menores de diez años. Los militares pensaban que, a partir de esta
edad, su adoctrinamiento no era del todo seguro, así que los eliminaban de
inmediato para no correr riesgos innecesarios. De haber conocido el general
rebelde los acontecimientos futuros, es seguro que hubiese bajado esta edad de
militancia.
Para las chicas, el destino era aún más desgarrador. A partir de ese día,
Zuleima se convertiría en otra de entre tantas criadas al servicio de los soldados
y oficiales. Un servicio que las solía conducir a una muerte segura al cabo de no
mucho tiempo, después de alguna paliza excesiva por parte de cualquier militar
borracho o tras algún embarazo inevitable.

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Retratos por palabras

Cristian había caído al infierno sin paracaídas, pero jamás olvidaría los
años que vivió en el cielo con su familia. Y este recuerdo conservado hasta el fin
de sus días, fue el que lo mantuvo siempre sereno y con la mirada altiva, algo
que nunca supieron reconocer los salvajes asesinos encargados de adiestrarlo
para la guerra, que en todo momento confundieron esa arrogancia del muchacho
con la fe ciega a la causa, que ellos trataban de sembrar, a base de
grandilocuentes consignas y severos castigos, en las mentes inocentes de todos
aquellos niños a los que previamente habían dejado huérfanos.
Durante interminables y agotadores años, el chico fue capaz de
mantenerse firme y obediente, disimulando su odio hasta lo imposible, al punto
de parecer que su pasado había quedado sepultado para siempre en el lodazal
abandonado que fue su antiguo hogar, junto con los huesos de sus amados
padres.
Pero la paciencia siempre es recompensada de algún modo, y, gracias a
esta ciega obediencia simulada, Cristian fue ganándose poco a poco la confianza
y el respeto de todos sus mandos, hasta llegar a convertirse en el protegido del
general Zahib, la persona que más temía y a la que más odiaba del mundo. Todo
ello, sin perder jamás la vista de su horizonte.
Y así fue como llegó el tan esperado día de la venganza, aunque él
siempre prefirió llamarlo justicia, unos siete años después de aquel aciago día en
el que se tuvo que despojar de su niñez para vestir el traje caqui que lo
convertiría en hombre. En ese momento, el ejército de salvación del general, se
había hecho más fuerte y poderoso de lo que jamás pudieron haber sospechado
las fuerzas gubernamentales, llegando a dominar prácticamente la mitad de la
nación, y se preparaban decididamente para llevar a cabo el más osado y
decisivo de todos los ataques: el asalto a la capital.
Todo estaba ya dispuesto para la ocupación del edificio principal del
gobierno, un día en el que tomarían por sorpresa en su interior al presidente
junto con todos sus ministros y demás personalidades importantes del país. Pero
el general Zahib había cometido un error imperdonable: toda la fuerza y el poder
de su ejército, dependía básicamente de él. Él era el único que daba las órdenes
pertinentes para el avance de sus hombres, y sólo él tenía autoridad para ordenar
el comienzo de cualquier ataque, tal era su desconfianza y su imprudencia... y a
la postre, su perdición.
Porque este hecho no pasó desapercibido para el astuto y paciente
Cristian, que aprovechando su aventajada posición de confianza, supo colocarse
ese día bien cerca de su jefe, junto con otros pocos hombres de alto rango, que
se mantendrían en la retaguardia, a salvo de los disparos del ejército
gubernamental. Y así fue como, momentos antes del ataque, cuando todas las
miradas apuntaban hacia delante, y no hacia atrás, donde él se encontraba, vació
un cargador completo de su vieja AK sobre los hombres que llevaban tanto

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Pedro Estudillo Butrón

tiempo extorsionando al país, provocando destrucción y muerte a su paso y


cometiendo las mayores crueldades jamás imaginadas por el hombre.
El resto pertenece ya a la historia oficial del país. Cristian se puso
inmediatamente en contacto por radio con los agentes del gobierno,
anunciándoles lo que acababa de ocurrir. También puso en desbandada al
huérfano ejército de salvación al advertirles a los principales cabecillas que se
encontraban a la espera de la orden de ataque, que su general había sido abatido
por sorpresa y que todo estaba perdido. No llevó mucho tiempo acabar con
todos los rebeldes huidos, ya que la mayoría terminaron rindiéndose y
poniéndose a disposición de la justicia.
Con sólo quince años, Cristian logró sacar a su país de un conflicto que
parecía interminable, o en cualquier caso, que lo conduciría a una situación aún
más lamentable. Se convirtió en un héroe, y, con el tiempo y muchos años de
estudio y esfuerzo, volvió a poner su inteligencia al servicio de su gente,
convirtiéndose en el primer presidente elegido democráticamente, algo por lo
que su padre había luchado desde sus primeros años en la universidad.

Lamentablemente, de esta historia, tan sólo es real lo que debería ser


ficción, y es ficción lo que debería ser real. Aunque no me gustaría despedirme
sin hacer antes hincapié en la importancia de no perder nunca nuestro rumbo ni
nuestras ilusiones, por mucho que se nos tuerza el camino, porque, mientras nos
mantengamos firme y con nuestro horizonte siempre a la vista, conservaremos
inalterable la esperanza de alcanzar algún día nuestros propósitos, y.... quién
sabe, puede que éstos incluso lleguen.

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Retratos por palabras

El final del camino


(Acrílico sobre lienzo – Hiperrealismo)

¿Qué estarán poniendo en la televisión?


¡Qué pregunta! Pues lo mismo de siempre, ¿qué si no?
Por más que cambio de canal, no encuentro nada que me distraiga lo más
mínimo, o que me haga olvidar que no puedo hacer otra cosa más que estar aquí
sentado, o más bien clavado, frente al maldito aparato, que ya empiezo a odiar
con toda mi alma, a pesar de ser mi único y fiel acompañante en estas largas y
largas jornadas de mi postrera vida.
De la cama al sillón, del sillón a la cama, pasando por el baño. Y vuelta a
empezar. Despacito, no vaya a caerme, y con el bastón bien apretado en una
mano, mientras la otra se apoya torpemente en cada mueble o pared que
encuentro en mi camino; por si los mareos.
¿Y mañana?
¿Mañana? Ya olvidé el significado de esa palabra. Como el de tantas
otras: esperanza, proyecto, meta, futuro. La espantosa rutina las borró para
siempre de mi mente. ¿Qué sentido pueden tener cuando tan sólo queda pasado?
Porque ya ni el presente es digno de tener en cuenta. Bueno, quizás descubra
algún dolor o alguna molestia nuevos. Eso si sigo vivo, claro.
¿Pero quiero seguir vivo?
Pues claro, ¡qué clase de pregunta es esa! Todo el mundo quiere vivir...
O no... No lo sé. ¿Para qué?
¿Cómo que para qué? Mis hijos vienen de vez en cuando a verme y me
preguntan cómo estoy...
¡Qué cómo estoy! Siempre les contesto lo mismo: bien. ¿Cómo voy a
estar?
(Muriéndome).
Pero ya llevo setenta y cuatro años sobre este mundo; ya es hora. Eso es
lo que piensan todos: que ya es hora.
¿Y yo? ¿Qué pienso yo? Yo pienso que no; que no es hora. Si pudiera
gritar lo diría a gritos. QUIERO VIVIR. Un día más, un año más. Quiero salir;
pasear por mi jardín, por mi huerto, al que tantas horas le dediqué durante mi
perra vida y que tan abandonado se encuentra tras mi retiro. Quiero coger el
coche, conducir, ir de compras, al cine, leer un libro sin que me lloren los ojos a
los cinco minutos. Quiero hacer lo que hace la gente viva.
¿Cuánto tiempo permaneceré así? ¿Días? ¿Meses? ¿Años?

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Pedro Estudillo Butrón

No, años no.


Claro que aún podía ser peor. Podría estar postrado en la cama sin
poderme levantar...
Todo se andará.
Yo era de los que pensaban que todo tiene un principio y un final, que la
muerte nos llega a todos y nada podemos hacer, sólo resignarnos. Es ley de vida.
Creía que con esta idea asumiría mi final con dignidad y valentía cuando éste se
presentase.
Pero eso era antes, cuando ese final se presumía lejano.
Ahora maldigo esta despreciable vida, que nos pone por delante toda la
inocencia y la alegría de la niñez, nos hace gozar de los más bellos placeres de
la despreocupada juventud, nos da serenidad y armonía durante nuestra
responsable madurez... y nos lo arrebata todo, sin avisar, el día que más feliz
eres por todo lo que has conseguido; condenándonos a una eterna agonía sin fin,
sin propósito alguno, más que el de ver como se van agotando poco a poco la
energía, la vitalidad, las ganas,... la ilusión.
No hay derecho. Siempre había pensado que una vida sin ilusión no
merecía la pena ser vivida, que era ésta la que nos mantenía siempre alerta y
activos. Pero, ¿y ahora? ¿Qué pienso ahora? No lo sé.
¿Pero cómo podía ser si no?
Tampoco lo sé. Yo no dicto las normas. Sólo las sufro.
Se supone que este es el momento de hacer recuento de lo que ha sido mi
vida, del bien o del mal que he hecho a los demás, de cómo me he portado con
mis hijos, con mi mujer, de la huella que he dejado en este miserable mundo (si
es que he dejado alguna)... Pero es que no me apetece hacerlo. ¿Para qué? Ya no
puedo remediar nada de lo que hice; lo hecho, hecho está.
¿De qué me arrepiento o de qué me siento orgulloso? ¡Y yo qué sé!
¡Acaso he podido elegir!
Todo el mundo piensa que es fácil responder a estas preguntas una vez
que se ve el final del camino, pero todos se equivocan; no lo es. Me gustaría
poder gritarlo al mundo entero. ¡NO LO ES!
Claro que ya se darán cuenta. Todos pasaran por este calvario.
Bueno, no todos. Algunos tendrán la fortuna de irse de este mundo tal y
como llegaron, sin enterarse, sin necesidad de pasar por esta lenta angustia a la
que nos vemos avocados algunos más desafortunados.
Muchos dicen que debería sentirme dichoso por haber alcanzado esta
edad, haber tenido una vida placentera y holgada, una familia unida y feliz...
¿Qué sabrán ellos?
¡Pues no, no me siento dichoso! Muy al contrario, me siento la persona
más desgraciada de la tierra. Quiero vivir, pero al mismo tiempo quiero morir.

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Retratos por palabras

¡No, no quiero morir!; voy a morir. ¿Quién se puede sentir dichoso viendo
venir el final de los días?
Otros dirán: “Al menos tiene la cabeza en su sitio; debería de dar gracias”.
¡Serán hijos de...! “La cabeza en su sitio”, vaya consuelo. Y encima quieren que
dé gracias y todo.
Pero tengo que ser generoso y amable con todos y decirles que tienen
razón. ¿Para qué mortificarles con mis penas y amarguras? Seguramente dirían
que son achaques de viejo. Pensarían que estoy entrando en un estado depresivo
debido a mi debilidad. Al final terminarían deseándome una pronta muerte y se
engañarían diciendo: “Es lo mejor que le podría suceder”.
Ignorantes.
No. Tengo que mantenerme firme; aparentar placidez y bienestar, para
que al menos se sientan a gusto a mi lado y no terminen rehuyéndome. Hablar
de política, del colegio de los niños, de la comida de Navidad, de lo que subirán
las pensiones para el año que entra...
¡Qué me importarán a mí las pensiones ni el colegio de los niños!
Creo que estoy siendo demasiado cruel conmigo mismo; debería de
relajarme un poco e intentar vivir lo poco que me quede de vida con la mayor
integridad posible...
¡A la mierda la integridad! Tengo derecho a ser cruel conmigo mismo. Es
más, quiero serlo. A estas alturas de la vida nadie me puede prohibir que me
sienta conmigo como me dé la gana. Bastante me he obligado ya a lo largo de
tantos años a sentirme como se suponía que tenía que sentirme para que todos
estuvieran contentos a mi lado. Que si los niños, mi mujer, los clientes, los
socios, los empleados, los proveedores, las amistades, los yernos y las nueras...
Tanto esfuerzo para qué. Para acabar plantado delante de un
decepcionante aparato electrónico que no hace más que recordarme lo inútil que
soy y todo lo que me estoy perdiendo y me voy a perder ahí fuera.
Y todavía hay quien opina que la vejez da libertad.
Iluso.
Claro que yo también llegué a pensarlo cuando me jubilé y pude
dedicarme a lo que me dio la gana. Estuvo bien mientras duró. Pero una libertad
tan exigua no debería ni existir. ¿Qué clase de Dios es ese que te hace creer que
tienes todo el tiempo del mundo para disfrutar de lo que te has ganado con tanto
esfuerzo y sacrificio para poco después arrebatártelo por completo dejándote en
la más humillante de las miserias?
No. Definitivamente yo no quiero esa libertad. Prefiero mil veces el
forzado trabajo en el campo o el estrés de los negocios antes que esta mierda de
libertad.
Bueno, al menos sí que soy libre para poner el canal de televisión que
quiera. Por cierto, creo que ya va a empezar la corrida de toros; si no recuerdo

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Pedro Estudillo Butrón

mal hoy toreaba Morantes. Promete ser una gran corrida; creo que me lo pasaré
bien.

Dedicado a mi padre y a todos aquellos ancianos que, como él,


sufrieron y sufren en silencio la soledad y la amargura del final del camino.

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Retratos por palabras

El hombre que perdió la sombra


(Óleo sobre lienzo – Surrealismo)

Recuerdo con una claridad tenebrosa el día en que comenzó el ocaso de


mi vida. ¿Cómo podía ser otra cosa, si tan parecido fue a anteriores pesadillas
vividas?
En aquellos sueños de antes, salía a la calle y de inmediato me veía
rodeado de miradas acuciantes. Unas divertidas, otras asombradas, las había
disimuladas e incluso descaradas, pero todas penetrantes y acertadas, como
saetas en sus dianas.
Claro que en ellos, el motivo solía ser bien diferente al de aquella vez:
aparecía en mitad de la calle en ropa interior o en completa desnudez.
Algo tremendo... aunque pueril, ante aquella terrible realidad, que terminó
transformando en anécdota infantil lo que antaño sería calamidad.
No necesité comprobar que llevaba la bragueta subida o los pantalones
puestos, porque como digo, no fue exactamente esto, sino justo lo opuesto.
Aunque en principio me fue imposible identificar el motivo de aquella
situación infernal, poco a poco pude adivinar que aquello no parecía real.
Era extraño, nadie llegaba a verme. Cada fulano con el que me cruzaba
me obligaba a torcerme, de otro modo el trompazo sería seguro, creedme.
Los primeros que me obligaron a bajar la acera bruscamente, tan sólo me
parecieron unos maleducados, como mucho algo dementes, o si acaso un poco
despistados, pero nunca intransigentes.
Pero conforme la situación se repetía, mi preocupación aumentaba. Me
tocaba la cara, sacudía el pelo, en su sitio todo aparecía, y yo más me
perturbaba.
Sin embargo aquel drama no había hecho más que comenzar, hasta
entonces sólo me incomodaba la fatalidad de tropezar, nada comparado con lo
que aún estaba por llegar.
Lo peor vino a suceder cuando entré en la cafetería, en principio nada que
temer, allí a todos conocía, porque yo a la hora de comer no me fío ni de mi tía,
y aunque en ésta nunca llegué a desayunar bien, yo más terco bien que insistía.
Era como si fuese completamente invisible. No es que yo hubiese sido
anteriormente un tipo irresistible, pero el saludo nunca me lo habían negado, y
mi voz de barítono resultaba inconfundible, pidiendo la consabida tostada con el
café cargado.

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Pedro Estudillo Butrón

Pero aquel día era como si no existiese, nadie me hacía caso, ni tan
siquiera el perro de la entrada ladró a mi paso. No es que me confundiesen, tanto
el barman como los clientes me ignoraban, con decir que incluso añoré tiempos
pasados, cuando en mi niñez todos me insultaban...
Mi desesperación me hizo olvidar mi habitual prudencia y languidez y
empecé a gritarle a todo el mundo, buscando alguna respuesta a tanta estupidez.
Todo fue inútil, cada intento iracundo por hallar lucidez, topó con un rostro
inmundo que me miraba sin inmutar la tez.
Aquello fue ya el colmo; agotó mi paciencia. Abandoné el bar lleno de
ira, y con la mayor violencia, me dispuse a hacer arder en la pira al primer
peatón que me ignorase con impertinencia.
No fue necesario. Nada más poner un pie en el asfalto, agitado y sudoroso
como me encontraba, con un sol que con un millar de agujas afiladas en la cara
me golpeaban, traté de hallar antes refugio y hacia una salvadora sombra me
dirigí... y fue entonces cuando en la cuenta caí: ¡Mi propia sombra ya no estaba,
cómo es que antes no lo advertí!
Como una pesada losa de granito, la realidad cayó sobre mí. Miré hacia
un lado, hacia otro... nada. No estaba allí.
Intuí que aquella anomalía podría ser un posible motivo por el que ser
ignorado, pero esto pareciome que ya nunca hubiese importado.
Lo principal entonces consistía en averiguar qué había ocurrido con mi
sombra, ¿dónde se metía? Siempre había estado conmigo, para mí era tan
cercana..., fiel y perseverante como lo es el sol cada mañana.
Aquel misterio era como una montaña desconocida y lejana, es decir, de
él yo nada entendía. Raudo y aterrado acudí a la clínica más cercana. Confiaba
en que alguien me lo aclararía. Pero... el problema persistía; nadie se percataba
de mi presencia, incluida la cirujana, ya que hembra era la que me tendría que
dar asistencia.
Por más que yo insistía y la zarandeaba con brusquedad, todo parecía en
vano, ella simplemente me apartaba con frialdad, como el que se espanta una
mosca en el calor del verano.
Cuando me abandonó la paciencia, cansado y abrumado, decidí desahogar
mi impotencia entrando en el acusado. Sin más compañía que la soledad que
nunca perseguí, me enfrenté al espejo viejo y deteriorado y... entonces todo lo
comprendí: no había perdido la sombra, era ella la que me había encontrado a
mí.

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Retratos por palabras

Huyendo de la vida
(Tinta sobre papel – Cómic)

Todo empezó por un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en


mitad de la noche y la voz al otro lado preguntó por alguien que no era él.
Miguel se volvió a embutir pesadamente en el desvencijado catre
escupiendo maldiciones a la noche. No había nada que le molestase más que le
interrumpiesen el primer sueño; sabía por experiencia que tardaría en volver a
sumergirse en el reparador letargo nocturno, sobre todo aquella noche, la
primera que pasaba en su triste habitación después de dos años largos vagando
sin rumbo fijo por cuartuchos aún más sórdidos y polvorientos, los únicos que
su exigua economía podía poner a su alcance. Y todo por un solo error. O quizás
no. Miguel empezaba a comprender que sólo podía ser el orgullo de especie
dominante el que le hiciese creer que podía ser responsable de los avatares
fortuitos que el destino hacía cruzar una y otra vez por su insulsa vida humana;
sólo una criatura presumida y arrogante como el hombre podría pensar que es de
verdad libre de decidir su oscuro futuro. Estúpidos ignorantes.
El efecto hipnotizante de las titilantes luces de neón del exterior invitando
insistentemente a fumar Winston americano empezaron a ejercer sobre los
párpados pesados de Miguel sus adormecedoras consecuencias, cuando, de
repente, un aterrador pensamiento atravesó su cerebro como un rayo en la media
noche, haciéndole saltar de la cama, alejando para siempre el sueño y la calma.
“¿Cómo he podido ser tan estúpido?”, pensó con rabia mientras una palabra se
dibujaba tenuemente sobre sus apretados labios: Trampa.
El largo tiempo que había pasado lejos de la realidad sucia y hostil de su
mundo, le habían aletargado los reflejos y la razón, convirtiéndolo en un ser
vulnerable, como tantos otros, y colocándole en una posición muy peligrosa.
Cómo podía haber supuesto que esa clase de tipos se hubiesen olvidado de él tan
fácilmente; gente así nunca olvida; no descansan jamás hasta que no ven
pagadas sus deudas. Entonces lo vio claro; “habrán pagado a alguien para que
llame cada noche, y yo, como un capullo novato, me he delatado a las primeras
de cambio”. En cuestión de segundos se vistió con los raídos vaqueros, la
camiseta sucia y las zapatillas deportivas gastadas que constituían todo su
atuendo desde hacía semanas. Lamentándose por haberse deshecho tan
prontamente de su vieja pipa, dio un salto felino hacia la puerta del apartamento
cuando, una acuciante sospecha le paralizó la mano que ya atenazaba el
picaporte. Ruidos de pasos precipitados al otro lado. Miguel sabía que este

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Pedro Estudillo Butrón

edificio era a todas horas un hervidero de actividad humana poco prudente, pero
también conocía la rapidez con la que actuaban los hombres que le buscaban.
No podía cometer un nuevo error, pero tampoco tenía tiempo para pensar. Se
giró y voló hacia la ventana de la parte trasera; la oscuridad del callejón le
proporcionaría refugio. Un par de pasos en la cuerda floja de la cornisa y un
pequeño salto hacia la escalera de incendio le ayudarían a franquear los tres
pisos de altura que le separaban de la salvación. No había problemas, ya lo había
hecho otras veces.
Apenas había podido sortear el primer tramo de la oxidada escalera
metálica cuando sus experimentados oídos volvieron a ponerle en alerta. Un
chirriar de neumáticos en la misma boca del angosto callejón. Todo el mundo
sabe que un sonido así sólo puede significar una cosa. Por el rabillo del ojo los
vio salir de un enorme coche del color de la noche; gabardinas oscuras,
sombreros negros, no había tiempo para pensar. Como una rata asustada Miguel
saltó de nuevo al interior del edificio por un pequeño ventanuco que daba al
pasillo de la segunda planta. No pensaba, sólo corría. Se asomó por la baranda:
gabardinas oscuras y sombreros negros subían alborotadamente; la azotea se
convirtió entonces en su salvación. Intuyó que en breves momentos se
transformaría en una nueva ratonera, pero eso sería después, en aquel momento
no había tiempo para pensar. Saltó los escalones de dos en dos; tres, cuatro,
cinco plantas; el corazón le golpeaba con insistencia, pero éste, desde su oscura
oquedad, no podía adivinar lo que ocurría fuera, en el mundo real, donde se
muere o se mata porque sí, porque así son las cosas. Miguel alcanzó la pequeña
puerta que corona el edificio, “seguro que está cerrada con llave”, se atrevió a
imaginar. La empujó con fuerza y ésta cedió; respiró aliviado al tiempo que una
bocanada de aire frío y húmedo procedente del cielo estrellado le daba las
buenas noches. El sudor se le heló, pero no había tiempo para pensar. Su mirada
se movió a mayor velocidad que su vista, la cabeza giró y giró, oscuridad y
amenazas, amenazas y oscuridad; los cuatro puntos cardinales presentaban el
mismo aspecto desalentador. Volvió a correr sin pensar y sin escuchar al
atormentado corazón que le gritaba con más fuerza desde el interior de su
oquedad. “Ahora no hay tiempo, después”. El edificio que se le presentó ante
sus ojos era algo más bajo, unos dos metros de distancia, quizá tres. No había
problema, sólo sería un salto sin importancia. Tomó carrera mientras oía los
precipitados pasos a su espalda; gabardinas oscuras, sombreros negros; no había
tiempo para pensar. Corrió, saltó, eran más de tres metros, puede que hasta
cuatro, no se sabe, qué más da. Cayó a varios metros del pretil; entonces fueron
los pies y el hombro sobre el que había rodado los que le gritaron, “déjalo ya,
todo esto es una locura, no hay salvación”. Pero no había tiempo para escuchar,
qué sabrían ellos. Miguel continuó corriendo entre un bosque de humeantes
chimeneas ennegrecidas y antenas oxidadas. Su corazón se volvía más osado por

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Retratos por palabras

momentos, “si no lo dejas ya, seré yo quien lo haga”, le amenazó, “ya no eres el
jovenzuelo inquieto e indomable de hace unos años”. Pero no había tiempo para
pensar.
Sólo un metro le separaba de la puerta de chapa que se había convertido
por entonces en su salvación, cuando sintió junto a su cabeza un silbido
escalofriante al mismo tiempo que vio saltar frente a sus ojos un trozo de ladrillo
de la pared que ya tenía a su alcance. “Armas con silenciador, esta gente piensa
en todo; así evitarán la llegada de la policía entorpeciendo sus quehaceres”. En
aquel momento fue cuando su corazón, piernas y músculos encontraron un
aliado excepcional; también se les unió el cerebro. “Estás perdido, no hay nada
que hacer, este disparo ha pasado cerca, el próximo será definitivo”. Pero la
pequeña portezuela se abrió y cobijó a Miguel tras de sí. No había tiempo para
pensar, sólo para correr.
Más escaleras. Sus pulmones protestaron furiosamente, “no puedes
seguir”. Pero no había tiempo para pensar. Saltó los escalones de tres en tres.
Cuarta planta, tercera, segunda, primera; sus ojos se levantaron mientras giraba
bruscamente entre dos tramos de escalera; gabardinas oscuras, sombreros
negros. No había tiempo para pensar. El portal salvador ya estaba a su alcance,
un último empujón y podría perderse en la oscuridad de la noche. Allí estaría a
salvo.
Pero en esa ocasión la noche le saludó con un terrible golpe en la cabeza
que lo derribó sin remedio contra el sucio suelo acerado, haciéndole perder a un
tiempo la conciencia y la libertad.
Cuando sus ojos se abrieron a la vida y su mente a la realidad, la totalidad
de su cuerpo se puso de acuerdo para gritarle: “ya te lo advertimos”. El dolor de
la cabeza era punzante, casi insoportable, pero la negrura del cañón de una
Magnum a un palmo de distancia era motivo más que suficiente para no pensar
en ello. Al fondo del brazo que la sostenía, el rostro indolente de Toni el Manco.
–Sa... sabes que fue inevitable, Toni –consiguió articular Miguel con un
hilillo de sangre corriéndole por la comisura de la boca–. Tu hermano venía a
por mí, tuve que hacerlo, no me dejó otra opción.
–Mi hermano era un desgraciado –dijo Toni impasible sin apartar el
arma–, merecía morir.
Un rayito de esperanza cruzó la mente de Miguel durante un breve
instante.
–También tú eres un desgraciado, Miguel –continuó el mafioso con el
mismo tono de voz inexpresivo–. Y también mereces la muerte.
El rayito se esfumó tal como vino, con la premura que precede al olvido.
Ahora sí podía pensar, pero ya era tarde. Justo cuando el tenebroso pasillo
oscuro que le encañonaba se lo tragó por completo y para siempre, una lúcida
idea aterrizó en su mente: “Ahora ya soy libre”.

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Pedro Estudillo Butrón

Imelda
(Óleo sobre lienzo – Neomanierismo)

Imelda sale tarde del trabajo, le ha tocado turno doble: doce hombres y
tres mujeres han pasado sobre ella en estas últimas horas. Tarde para ella, claro,
porque para la gran mayoría de personas trabajadoras es aún temprano; el día
apenas comienza a clarear sobre los altos edificios que se levantan al Este de la
ciudad: la vida despierta y se abre camino por cada callejuela y cada rincón de
esta triste urbe inmaculada. Imelda odia esta hora en que se desperezan los
perros: demasiadas miradas inquisidoras, demasiadas sonrisas burlonas; su
estrecho vestido rosa no pasa desapercibido entre las gentes decentes que
caminan hacia sus prostíbulos particulares y oficialmente admitidos: bancos,
oficinas, centros comerciales, etc.
Imelda sube al autobús que la acercará a su refugio con la cabeza
agachada, una mano sobre el escote y la otra tratando de alargar una falda que
no logra cubrirle la decencia. En silencio, siente el peso de mil ojos clavados
sobre la poca dignidad que le dejan, acomodándose en el primer asiento que
encuentra libre: uno de esos enfrentados con otro, para su mayor vergüenza.
Inevitablemente se fija en la persona que tiene enfrente: un joven de unos veinte
años más pendiente de su juguete electrónico que de otra cosa. Imelda piensa
que esta juventud de ahora no se sorprende fácilmente en cuestiones de sexo... y
eso es algo que la excita y despierta su imaginación. Se ve de rodillas ante el
chaval, que continúa distraído con su aparatito, aún cuando ella le sube ambas
manos por cada uno de sus muslos, despacito, acercándose con cuidado a lo más
alto del pantalón, con la mirada lasciva clavada en esos ojos inocentes que no le
prestan atención. Agarra con firmeza la prenda y tira fuerte hacia abajo; el joven
le facilita la maniobra alzándose levemente del asiento, pero sin abandonar su
pasatiempo favorito; Imelda gime de gozo ante tanta indiferencia. Ahora las
manos se deslizan sobre piernas desnudas de vello erizado, hasta que la derecha,
hábilmente, se cuela juguetona bajo el calzón tipo bóxer, encontrándose sin
prisas con un pene aún virgen, duro como el granito y caliente como el alcohol;
Imelda tiembla de emoción, pero su pulso se mantiene firme sobre el miembro
empinado, al que frota y frota exaltada por una inquietante turbación más
próxima al éxtasis místico que al profano. Ya no existe ningún autobús, ni
pasajeros maleducados, ni tan siquiera el chico objeto de su sueño onanista; tan
sólo está ella, con los ojos vueltos hacia arriba, frente a un enorme volcán a
punto de entrar en erupción. Imelda sigue friccionando, ahora con mayor

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Retratos por palabras

ímpetu, con las dos manos, al mismo tiempo que introduce aquel tótem del
deseo entre sus carnosos labios, impaciente por sentir el mayor de todos los
placeres resurgir con fuerza, bajándole por su garganta, cálido y cremoso; sabe
que está a punto de lograrlo, un par de sacudidas más y... de repente... el autobús
se detiene bruscamente sacándola sin anestesia de su ensoñación; el muchacho
baja despreocupado, e Imelda piensa con tristeza que odia llevarse el trabajo a
casa.

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Pedro Estudillo Butrón

Juan
(Óleo sobre tela – Expresionismo)

Juan tenía treinta y ocho años. Era un hombre sencillo y pacífico, de


ideas más bien conservadoras, inculcadas desde su infancia por sus padres con
paciencia, devoción y mucho amor. La misma devoción y pasión que él ponía
ahora en la educación de su único hijo, Alberto, de cinco hermosos añitos de
edad. El único por poco tiempo, ya que, Susana, su mujer, se encontraba encinta
de tres meses. Ambos esperaban con mucha ilusión y entusiasmo la llegada de
este nuevo retoño al hogar, el cual traería sin duda aún más felicidad, si cabe, a
la vida de Juan.
Pero a Juan no le había regalado nadie esta felicidad. Empezó trabajando
desde muy pequeño en el taller, junto a su padre, al mismo tiempo que se sacaba
los estudios obligatorios. Su padre se jubiló pronto, ya que tenía una salud muy
precaria, además de una edad avanzada para un trabajo tan sacrificado como el
que desarrollaba. Así pues, Juan se tuvo que costear la carrera de magisterio
ejerciendo los más diversos trabajos: camarero, chico de los recados, atendiendo
a la clientela en una panadería y haciendo chapuces mecánicos, aprovechando lo
aprendido con su padre. Todo ello al mismo tiempo que ayudaba en el hogar
familiar, puesto que era hijo único y la pensión de autónomo que le había
quedado al padre era bastante exigua, apenas les alcanzaba para comer. Pero
Juan se esforzó, nunca perdió la paciencia y se entregó al cien por cien en sus
obligaciones sin cuestionarse en absoluto el destino que la vida le había
deparado. Su padre le había enseñado desde que tenía uso de razón que siempre
era preferible aprender primero a adaptarse a las circunstancias y, sólo después,
una vez aprendido esto, intentar cambiarlas a nuestro interés. Y Juan seguía su
ejemplo, sin pensarlo, instintivamente, sin plantearse otras opciones;
simplemente porque él era así; lo habían forjado de esa manera.
Su inalterable empeño y dedicación le llevó a aprobar la primera de las
oposiciones a las que se presentó, después de haber terminado la carrera. De esa
forma, Juan, vio cumplido su primer sueño: trabajar de profesor en un colegio de
primaria, dando clases a los más pequeños. Pero como un escalador incansable
que alcanza una primera cumbre sólo para contemplar la siguiente, Juan
continuó su esforzada escalada por la vida, dispuesto a llegar cuanto antes a la
meta que por entonces él pensaba debía de ser el fin de toda existencia, aquella
para la que se había estado preparando con ahínco desde su infancia, el objetivo

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Retratos por palabras

que todo hombre de bien debía de tener siempre en mente: casarse, tener hijos y
formar una bonita y feliz familia perfecta.
También en este empeño le fue recompensada su total entrega y
dedicación. Conoció a Susana en un seminario impartido en su escuela. Era la
mujer perfecta: guapa, inteligente, simpática y más bien introvertida, de gustos
sencillos, enemiga de las extravagancias y de los lujos. Lo dicho: la mujer
perfecta para él. Juan era también un buen partido, así que ella lo aceptó pronto
como novio y no tardaron mucho en casarse. Tampoco el primer hijo, Alberto,
tardó en llegar, para la alegría y satisfacción de Juan, que por día veía como su
sueño se iba cumpliendo con el más rotundo de los éxitos. Por supuesto, Susana
dejó su trabajo tras la llegada de Alberto para ocuparse por completo de su
crianza, así como del cuidado del hogar. Fue algo de mutuo acuerdo, no por
casualidad Juan la había elegido a ella entre tantas otras para su insigne proyecto
de vida. Cada detalle era importante, y Juan lo sabía.
El segundo hijo se hizo esperar algo más. Incomprensiblemente para Juan,
pasaban los años y Susana se resistía a quedar embarazada; algo estaba fallando.
Algunos amigos se atrevieron a aconsejarle que acudiera a una clínica de
fertilidad, pero eso era algo que iba en contra de sus principios: Dios había
hecho al hombre y a la mujer para tener hijos; Él era el único que podía
intervenir en este milagroso proceso. Ni que decir tiene que Susana también
estaba de acuerdo con él. Pero de nuevo su tesón pudo más que cualquier
adversidad. Por fin su mujer se quedó embarazada. Ahora sí que la felicidad
sería completa; ya nada ni nadie podría pararle, su proyecto de vida estaba
resultando tal y como él siempre lo había deseado y planeado.
Pero nada ni nadie en este mundo podría haberse imaginado ni por un
momento lo que iba a acontecer en el apacible y feliz hogar de Juan aquel
inolvidable día, porque a lo que nada ni nadie puede en verdad parar es al
inevitable destino que las circunstancias cruzan en nuestro camino.
Era domingo, un día tórrido y gris de invierno, alrededor de las doce de la
mañana; el desapacible clima exterior parecía augurar el inminente desastre que
se cernía sobre aquella casa. Hacía tan sólo unos minutos que Juan y su familia
habían regresado de la capilla cercana, después de asistir, como todos lo
domingos, a la sagrada misa. Ya se habían puesto cómodos en el interior de la
confortable casa de campo que, con tanto esfuerzo y sacrificio, habían podido
adquirir hacía unos años. Juan preparaba el didáctico juego de construcción que
le habían comprado a Alberto en las pasadas Navidades, mientras su hijo lo
miraba con impaciencia y admiración, dispuesto a pasar una agradable y amena
mañana de domingo en familia. Susana, mientras tanto, se afanaba en la cocina
con un guiso que olía a las mil maravillas.
Fue ella la que advirtió la primera anomalía. “Juan, creo que ahí afuera
hay alguien”, comentó inocentemente, pensando que podían ser algunos de los

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Pedro Estudillo Butrón

vecinos que habían entrado por la pequeña cancela metálica que habrían dejado
abierta sin percatarse de ello, como tantas veces había ocurrido. “Voy”, dijo su
marido mientras se acercaba a la puerta entornada que daba a la terraza exterior,
la cual, raramente solía cerrarse durante el día, ya que ellos estaban saliendo
continuamente al patio y no había motivo para ello.
No tuvo tiempo de abrirla; ésta se le estampó en la cara de un fortísimo
porrazo, lanzándolo hacia el suelo con un dolor muy intenso y palpitante en todo
el rostro. Apenas pudo distinguir como entraban cuatro hombres grandes y
corpulentos (o al menos así les pareció en aquel momento), armados algunos
con bates de béisbol y otros con puñales; uno de ellos empuñaba una especie de
arma automática pequeña. No hubo tiempo para avisar ni para decir nada. Su
mujer y su hijo se acercaron tras escuchar el fuerte ruido del portazo y ambos
fueron cogidos con gran violencia por dos de los intrusos. Entre los otros dos
levantaron rudamente a Juan, después de darle un fuerte golpe con el bate en la
cabeza, y lo lanzaron, medio aturdido, junto con el resto de su familia, hacia
dentro del salón. A Juan le ardía la cara, la vista se le nublaba por momentos
debido a la sangre que le chorreaba incesantemente por la brecha abierta en la
frente producida por el bate; se notaba además la nariz hinchada y en la boca ya
empezaba a acumulársele la sangre procedente de ésta, a raíz del portazo
primero. Oía levemente gritar a su mujer y llorar desconsoladamente a su hijo,
pero sabía, al igual que sus captores, que era inútil; aquellos hombres ya se
habían encargado de cerrarlo todo y los vecinos más próximos se encontraban a
suficiente distancia como para no enterarse de nada. Él siempre había buscado, y
apreciaba mucho, la tranquilidad e intimidad que habían encontrado en aquella
casa, tan apartada del mundanal ruido urbano.
El aturdimiento tan sólo duró unos pocos segundos en desvanecerse,
aunque a Juan le parecieron una eternidad, en la que todo pasaba como a cámara
lenta. En cuanto pudo articular palabra comenzó a repetir sin cesar: “¡Dejen a
mi familia, les daré todo lo que quieran!”. Pero aquellos hombres no parecían
oír; ellos iban a lo suyo. Uno de ellos asestó otro terrible golpe en el rostro de
Susana mientras gritaba: “¡Calla puta!”, la cual empezó a sangrar
abundantemente de inmediato, quedando medio inconsciente en mitad del suelo
del salón. Solucionado el problema de los gritos, sólo quedaba acallar de alguna
forma el llanto del pequeño, que no dejaba de llorar escandalosamente mientras
el más fornido de los hombres lo atenazaba ferozmente por uno de sus delicados
brazos. “¡Haz callar de una vez a ese mocoso!”, rugió otra de aquellas bestias,
aquella que parecía ser el líder. Y dicho y hecho; ante la mirada de Juan, a tan
sólo unos metros de distancia, sin mediar más palabra, aquel salvaje levantó el
cuchillo que llevaba en la otra mano y, de un rápido y eficiente tajo, sesgó la
yugular del niño, y con ello su corta vida.
Se hizo un silencio sepulcral.

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Retratos por palabras

A Juan se le heló la sangre, se le cortó de inmediato la respiración y creyó


desfallecer, mejor dicho, deseó desfallecer. Aquello no podía ser verdad, no
podía estar sucediéndole a él. Su mujer pudo incorporarse un poco tras el golpe
recibido, lo suficiente como para ver a su amado hijo tendido en el suelo sobre
un charco de sangre espesa y negra; el color de la muerte. El desgarrador grito
que estalló súbitamente de su garganta devolvió a Juan a la terrible realidad:
habían matado a su hijo. También le sirvió a ella para ganarse otro tremendo
golpe por parte del atacante que tenía más cerca, dejándola nuevamente aturdida
y con el rostro totalmente ensangrentado.
A Juan, sin embargo, le resultaba imposible exhalar siquiera un leve
suspiro; la garganta la tenía bloqueada, el corazón le latía a mil por hora y en su
mente sólo se repetían las mismas palabras una y otra vez: “No puede ser, no
puede ser”.
Pero sí que podía ser, y así era.
Y aún faltaba por llegar lo peor. Uno de los asaltantes agarró con fuerza a
Juan por el cuello y la cabeza, obligándolo a mirar lo que posteriormente harían
sus compañeros con la mujer. Le desgarraron violentamente la camisa y
arrancaron de un poderoso tirón el sujetador, dejándola con los pechos al aire;
tiraron con la misma brutalidad de sus pantalones y bragas hasta dejarla
completamente desnuda. Cada acción era vitoreada con alegría y entusiasmo por
todos los asaltantes. Inmediatamente uno de ellos la abrió de piernas mientras
los otros la sujetaban, se desabrochó el pantalón y se arrojó sobre ella,
penetrándola como una bestia al tiempo que le levantaba las nalgas con sus
poderosas manos. Afortunadamente, Susana no parecía encontrarse muy en su
sentido, aunque sí que se la oía gemir de dolor levemente. Juan, entre sollozos,
intentaba apartar la mirada del aberrante espectáculo, pero su opresor se lo
impedía, atenazándolo más fuerte y abriéndole con sus dedos dolorosamente los
párpados, los cuales, entre lágrimas y sangre coagulada, le permitían tan sólo
apreciar una sombra de lo que estaba sucediendo. Los tres brutos que estaban
con su mujer, se turnaban una y otra vez repitiendo el atroz acto sobre ella, sin
dejar de gritar y de reír de entusiasmo.
Así hasta que el cuarto hombre, aquel que apresaba a Juan, se cansó y
decidió que también él quería participar del festín. Entonces asestó a Juan otro
fuerte golpe en la cabeza que lo dejó semiinconsciente y lo arrojó al suelo para
unirse después a sus compañeros.
Nunca sabría el tiempo que permaneció en ese estado; presumiblemente,
sólo unos segundos; el caso es que cuando Juan pudo abrir los ojos y fue capaz
de enfocarlos medianamente sobre algo, lo primero que vio, a tan sólo un metro
de distancia de su cabeza, fue la pequeña arma automática que llevaba uno de
los asaltantes: con las prisas y la emoción la había dejado abandona en el suelo,
al alcance de su víctima. Al mismo tiempo oía a los cuatro reírse y gritar de

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Pedro Estudillo Butrón

gozo alrededor de su mujer, en apariencia, sin percatarse en absoluto de la


presencia del marido. De repente, su mente pareció despertar de una terrible
pesadilla y fue capaz de pensar conscientemente, como ajena a su propio cuerpo,
al dolor, al abatimiento, como si no le perteneciese a él y actuase por cuenta
propia. Y se percató de todo lo que estaba sucediendo: cuatro delincuentes
habían irrumpido en su casa, le habían dado la paliza de su vida, habían matado
a su hijo y ahora violaban brutalmente a su mujer... y el tenía un arma al alcance
de la mano.
Pero él nunca había utilizado una pistola, no sabría hacerlo. “Sólo tienes
que agarrarla por la empuñadura, apuntar y apretar el gatillo, no es tan difícil.
¡Hazlo!”
Pero algo podía fallar y entonces se percatarían de que él estaba
consciente y armado, las consecuencias podrían ser terribles. “Nada puede ser
peor de lo que está ya pasando, terminarán por matarnos a todos, no tienes
nada que perder. ¡Hazlo!”
“Pero si los mato, ¿qué será de mí? Es ilegal matar incluso en estas
circunstancias; nadie se puede tomar la justicia por su mano… Están violando
a tu mujer embarazada, si no te das prisa podría perder al bebé o podrían
matarla en cualquier momento. ¡Hazlo!”
“Pero Jesucristo dijo: ‘Amad a vuestros enemigos; haced bien a los que
os aborrecen. Bendecid a los que os maldicen; y orad por los que os calumnian.
A quien te hiere en una mejilla, preséntale asimismo la otra.’ (Lucas 6, 27-29)...
Nunca más podrás abrazar a tu inocente hijo, ¿qué mal podía haber hecho él a
nadie con tan corta edad y toda una vida por delante? Tú no eres Job; ¡hazlo!”
Juan cogió con decisión el arma; todo había pasado por su cabeza en
cuestión de dos segundos; nada había cambiado desde que abrió los ojos y
despertó su conciencia. Se incorporó, apuntó y apretó el gatillo. El arma empezó
a escupir una estridente y mortal ráfaga sobre las cuatro personas que le
acababan de destrozar su apacible vida. Él sabía que su mujer estaba tendida en
el suelo, así que se cuidó instintivamente de no apuntar demasiado bajo. Todo
fue demasiado rápido como para que los delincuentes pudieran reaccionar; a los
pocos segundos, los cuatro se encontraban esparcidos por el suelo de su salón,
empapados en su propia sangre, la cual impregnaba cada rincón, cada mueble,
cada pared, cada libro, cada objeto de decoración, cada cuerpo, con vida o sin
ella, que allí se encontraba... La pesadilla había terminado.
Susana perdió el hijo; jamás volvió a quedarse embarazada. Tampoco le
preocupó. Sus heridas físicas sanaron en poco tiempo, no así las mentales. Cayó
en una profunda depresión, de la cual salía para volver de nuevo a derrumbarse
sin que nada ni nadie pudiera evitarlo. Así hasta el fin de sus días. Por supuesto
Juan nunca dejó de cuidarla y de quererla. Ya no era la esposa perfecta, no era
divertida, ni condescendiente.. pero era su esposa, y esa era su obligación.

- 26 -
Retratos por palabras

Tampoco Juan volvió a ser el mismo (¿quién podría serlo?). No lo


encarcelaron. Tampoco fue al infierno. Tanto la justicia humana como la divina
supieron comprenderle. Le habían preparado para trabajar duramente, educar a
sus hijos, amar a sus semejantes, y para vivir en paz y con sencillez; nunca para
algo así (¿acaso a alguien lo educan para algo así?). Continuó acudiendo al
Santo oficio cada domingo, solo, más por costumbre y por guardar las
apariencias que por otra cosa. En cuanto su espíritu fue capaz de nuevo de
construir ilusiones, objetivos en la vida, un nuevo sueño en el que emplear la
existencia tan arduamente conquistada, tuvo claro cual sería: Vivir.

Fin

Si les parece dura esta historia es que no conocen las historias de verdad,
aquellas que pasan todos los días en la vida real a seres humanos como usted y
como yo, en cualquier parte del mundo. Tampoco yo las conozco,
afortunadamente, pero soy consciente de que el sufrimiento, ajeno o propio, nos
hace más humanos, mientras que la ausencia de él o su desconocimiento nos
deshumaniza. De ahí que yo considere de VITAL importancia la publicación y
difusión de toda forma de sufrimiento humano, provocado o fortuito, ya que
prefiero humanizarme con el conocimiento del sufrimiento ajeno, a tener que
hacerlo con el propio, que espero que nunca llegue.
Disculpen las molestias.

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Pedro Estudillo Butrón

La cabina
(Acrílico sobre tabla – Simbolismo)

Escribo estas líneas con pulso tembloroso porque estoy convencido de


que esta noche ocurrirá algo. Aún no sé el qué... pero temo por mi vida.
Todo empezó hace ahora aproximadamente un año. Cada noche de luna
llena, en la madrugada, cuando más profundo es el sueño, suena el teléfono. Lo
cojo sobresaltado y una voz ronca me dice: “Te estoy observando”. Tres
palabras que se me clavan como puñales donde más duele. Con el corazón
desbocado salto de la cama y abro la ventana de mi cuarto para toparme con una
gran luna acechante, y bajo la lúgubre luz de la farola solitaria que reina en la
calle, veo una sombra mirándome con ojos felinos mientras sujeta el teléfono de
la cabina. Seguidamente me despierto con una angustia que me recorre toda la
espina dorsal y las sábanas empapadas de un sudor frío y penetrante.
Los primeros días no podía reprimir la tentación de levantarme y abrir la
ventana. Sólo me encontraba esa maldita e inmensa luna riéndose de mí y una
calle desierta tenuemente iluminada por una única y envejecida farola, bajo la
cual nunca había habido una cabina telefónica.
Nunca.... hasta ahora. Hace tres días que los operarios de la compañía se
marcharon dejando colocada una reluciente cabina.... justo como la que aparece
en mis pesadillas... justo debajo de aquella farola solitaria.
Y justo esta noche la luna cumplirá un nuevo ciclo y lucirá plena y
reluciente frente a mi ventana... como cada mes... sólo que en esta ocasión será
diferente... lo sé.

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Retratos por palabras

La caída
(Gouache sobre papel, cortado y pegado sobre lienzo – Collage)

Mientras huía, toda su vida cruzó tras sus ojos lagrimosos al igual que el
tren se precipita en la oscuridad del túnel. El primer diente que perdió; Antoñito,
su novio de primaria; las caricias de su padre en aquellas noches interminables,

“tranquila, princesa, no te dolerá”;

los rosquetes de la abuela; el portazo de la madre el último día que la vio,

“lo siento, cariño, pero ya no puedo más”;

el tobogán oxidado del patio; los silencios de los vecinos,

“pobrecilla, cómo tiene el ojo...”;

las muñecas de Patri, su única amiga; las miradas insidiosas de los


compañeros; la expresión preocupada de la profesora,

“¿otra vez tarde?, ¿cuándo vendrá tu padre a hablar conmigo?”;

y por último, las palomas en el alfeizar de la ventana mientras caía...

El asfalto lo hizo todo añicos... incluso el sufrimiento.

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Pedro Estudillo Butrón

La caverna maldita
(Lápices de colores sobre papel – Arte Naïf)

La oscuridad pesaba como un manto de rocas malolientes.


Las pupilas negras del cazador ocupaban la totalidad de sus lagrimosos
ojos. No era la primera vez que se enfrentaba a la criatura, pero el miedo aún le
seguía paralizando el aliento.
El silencio era atronador.
Su corazón parecía galopar desbocado por un inmenso vacío negro
profundo. Sabía que la criatura se ocultaba cerca; podía oler su hedor
nauseabundo; presentía su mirada pétrea clavada en su nuca... siempre en su
nuca.
Aún le ardía la pantorrilla derecha, como vestigio intimidador de su
anterior enfrentamiento, aquella otra noche pasada de valor encendido, que
acabó con sus huesos tendidos en la húmeda arena de la caverna maldita.
Pero en esta otra ocasión no podía permitir que volviera a sorprenderlo,
no debía hacerlo. El futuro de la humanidad estaba en juego, además de su
orgullo; quizá éste más importante aún. Y el cazador lo sabía.
Por eso se mantenía agazapado, acechante, mirando a cada lado, sin ver
absolutamente nada. De su mente no podía apartar la imagen de unos dientes
sanguinolentos, afilados, bajo una mirada de fuego que le atravesaba el corazón
y le hacía temblar hasta el último de sus pelos. La imagen del ser más
despreciable y salvaje que pudiera concebirse desde el inframundo, el único
lugar capaz de engendrar una criatura de semejante maldad.
El hedor iba en aumento. Al igual que el terror que le envolvía.
El inquietante momento del choque final se acercaba; lo intuía... lo temía.
De repente, un roce inesperado en el costado le obligó a girarse, dando un
respingo sobresaltado y torpe, blandiendo su arma acerada a diestro y siniestro,
sin el menor atisbo de éxito en la embestida.
Algo le atenazaba el brazo ejecutor.
El cazador intentó zafarse de su opresor, pero, en su apresurada huída, tan
sólo consiguió trastabillar con la masa informe que le rodeaba y oprimía,
cayendo irremediablemente al frío suelo.
En ese mismo instante, presa del horror de verse vencido y al borde de la
más temida de las muertes, en espera de la dentellada final, una luz poderosa y
cegadora emergió de la nada, infundándolo en un estado de confusión y
perplejidad absoluta.

- 30 -
Retratos por palabras

Al mismo tiempo, surgiendo de la profundidad cavernosa, envolviendo la


luz, el miedo e incluso a la misma criatura que aún lo aferraba con furia, un grito
espeluznante acabó con las escasas esperanzas que le quedaban de salvar su
integridad:
“¡¡¡Pedrito, te tengo dicho que no juegues a oscuras en el dormitorio!!!
¿Otra vez quieres hacerte daño en la pierna con la cómoda? Y se puede saber
qué demonios haces en el suelo enredado en la cortina. A tu padre vas ahora
mismo.
Venga, que ya está la cena puesta.”
“Síiiii, mamá”, dijo el cazador, derrotado y cabizbajo, al tiempo que se
levantaba y se dirigía hacia la puerta.
Pero justo antes de salir, tras darle al interruptor que apagaba la luz, no
pudo reprimir una mirada huidiza hacia el insondable abismo que dejaba atrás, y
que era cruzado a la velocidad del rayo por una sonrisa hueca y malvada, y un
par de puntos de fuego luminosos al fondo del todo le recordaban que tenían una
cuenta pendiente.
Esa noche volverían las pesadillas.

- 31 -
Pedro Estudillo Butrón

La espera
(Diseño digital)

¡Por Dios, que pare ya!


Ese repiqueteo incesante de la lluvia sobre la ventana no me deja pensar
con claridad. Claro que pensar en qué; en estos momentos no puedo hacer nada,
sólo esperar y esperar.
Ya me lo dijeron: la espera es lo peor. Cuánta razón tenían.
Al menos ese ruido ensordecedor mantiene mi mente distraída en algo, y
quizás consiga que me olvide un poco del motivo que me trajo hasta aquí.
No entiendo cómo pudo ocurrir.... éramos tan felices juntos y de pronto...
Al final tendrán razón los que dicen que la felicidad no existe, siempre tiene que
ocurrir algo que lo estropee todo. ¡No es justo! Y precisamente cuando mejor
estaba con ella, cuando por fin había logrado entenderla... No me lo perdonaré si
no sale de ésta... ¡Por Dios, tampoco la golpee tan fuerte! Es cierto que estaba
muy cabreado, pero tenía mis motivos, no me hacía caso, se negaba a hacer lo
que yo le ordenaba... cualquiera hubiese actuado igual, lo sé... además, ya le
había dado igual montones de veces y nunca había ocurrido nada... ¡Joder, no
fue para tanto!
Qué tendrá la lluvia que su sonido insistente logra aletargarnos el cerebro
hasta dejarnos hipnotizados... Será la evocación de tiempos pasados, cuando
nuestros remotos ancestros tanto dependían para su supervivencia de este trivial
suceso meteorológico.... Aunque pensándolo bien, aún hoy seguimos
dependiendo igual. Claro que en estos días, con tantos quehaceres diarios, no
tenemos tiempo ni para pensar en ello; antiguamente supongo que se pasarían
horas y horas enteras sólo escuchando caer la esperada lluvia sobre la tierra que
les daba la vida. Puede que sea ese el motivo del divagar nostálgico al que nos
conduce siempre el obsesivo sonido de la lluvia.
¿Lo ves? De nuevo ha vuelto a conducir mis pensamientos por caminos
insospechados. Lo cierto es que no sé si está consiguiendo en verdad
tranquilizarme o aún está poniéndome más nervioso. Si al menos dejasen fumar
en esta sala como antiguamente... El color amarillento opaco de ese cristal que
hace de caja de resonancia de las gotas que caen del cielo evidencia el sinfín de
horas de espera de que ha sido testigo esta minúscula sala; cuántos miles de
cigarrillos no habrán proyectado su humo mortífero sobre esa ventana que ahora
se queja lastimosa del tiempo transcurrido sobre sus oxidadas bisagras...

- 32 -
Retratos por palabras

Es cierto que ya me dijeron que me podría marchar, dar una vuelta por
ahí, que ya ellos se encargarían de todo, que no habría problemas... pero, Dios
mío, quién se va y la deja sola con unos extraños... y en su estado...
Definitivamente eso es algo impensable.
Cuántas ganas tengo ya de poder disfrutar de nuevo con ella... jugar juntos
como solíamos hacer, manosearla, poseerla, sentirla mía y sólo mía. Dios, no
veo el momento de que toda esta pesadilla termine de una vez....
Un momento... parece que ya sale alguien.

- ¿El señor García? ¿Es usted el señor García?


- Sí, sí... soy yo... dígame qué ocurre... qué ha pasado.
- Tranquilo, todo ha ido bien.
- Pero... qué tenía, qué le han hecho, por favor contésteme....
- No se altere hombre, ya le he dicho que no era nada que no se pudiese
solucionar.
- Y podré llevármela hoy... compréndalo, la necesito, no podría vivir sin
ella... ¿le quedarán secuelas?
- Ya le he dicho que no ha sido nada, está perfectamente, sólo ha sido la
fuente de alimentación, una sobrecarga o algún cortocircuito, nada grave. Se la
hemos cambiado y hoy mismo podrá volver a casa con su computadora en
perfecto estado de funcionamiento.
- Gracias a Dios. No sabe lo feliz que me hace.

Por fin vuelvo a respirar tranquilo. Desde que se me averió no conseguía


dormir, perdí el apetito, mi ánimo estaba por los suelos... pero ya vuelvo a ser el
mismo.
Incluso ha dejado de llover.

- 33 -
Pedro Estudillo Butrón

Magia en la playa
(Acuarela sobre papel – Romanticismo)

Y la muerte se pronunció.
Fría y calculadora, súbita como un rayo en el estío, impredecible e
incuestionable.
Y, como siempre, perturbadora.
Sólo contaba con cuatro primaveras de vida, si es que el tiempo puede
tener alguna relevancia cuando hablamos de lo único capaz de trascenderlo.
Quizás más importante que el cuándo, fuese el cómo.
Finalizaba agosto. El mar se encontraba encrespado, color aceituna y olor
a invierno prematuro; en el cielo aborregado, un rastro de rescoldo y ceniza
indicaba la marcha reciente del astro soberano hacia el otro lado del mundo.
El aire acariciaba las frías aguas del océano justo antes de abrazarme con
su gélido aliento.
La playa parecía desierta; al fin era mía.
La estela cremosa de las olas invadiendo la arena y cubriendo mis pies
desnudos, absorbía mi atención por completo, retrasando el momento en que me
percatase de lo que ocurría a pocos pasos de mí.
Cuando lo hice, la primera impresión fue de incredulidad, sólo durante un
interminable segundo. Luego… miedo.
El murmullo sordo que envolvía mi paseo, procedente de las pocas almas
que acompañaban mi trasiego, fue transformándose en grito atropellado: ¡Mi
hijo, mi hijo!, eran las únicas palabras que escupía aquella madre, atormentada
por la impotencia, arrodillada junto al cuerpo inanimado del muchacho, hundida
en un abismo de tierra apelmazada y agua salada.
No sé de dónde empezaron a aparecer tal cantidad de personas corriendo
en la dirección del suceso, bajo la mirada vacía de una gaviota altiva e
indiferente, ajena a la tragedia que tan consternados tenía a otros. También yo
me acerqué con precaución.
Cuando pude apreciar su rostro azulado entre el gentío, lo tuve claro: no
respiraba.
Nunca llegaré a entender qué hacía aquel pequeño en el agua a esas horas,
ni en qué pensaba su madre mientras lo engullía una ola traicionera, pero...
¿acaso puede importar eso?
Un niño siempre será un niño, y una madre siempre será una madre, y...
yo soy yo. Al instante supe lo que debía hacer.

- 34 -
Retratos por palabras

Dejando el miedo a un lado, me colé como una sombra entre los curiosos
y los aprendices de médico, hasta tener el cadáver a mis pies; me agaché y le
coloqué con suavidad mi mano derecha en la frente.
No llegué a ver sus ojos arenosos abiertos, pero tampoco fue necesario.
Me retiré cuando tuve que hacerlo, como cuando llegué, casi inadvertido
por los demás.
En cuestión de segundos y entre grandes arcadas, el pequeño escupió todo
el agua que contenían sus pulmones. Abrió los ojos y lloró amargamente, ante el
alborozo de todos los testigos, incluidos aquellos que la presencia de la aflicción
había mantenido a distancia, que entonces sí se acercaron, atraídos por la
irrupción repentina de la dicha.
Yo sólo me quedé el tiempo justo de obtener mi recompensa: el abrazo
sincero, entre lágrimas y sollozos, de una madre a un hijo y de un hijo a una
madre. ¿Puede haber muestra de amor más auténtica?
Después de aquello no volví a materializarme más en ese mundo. Mi
cometido ya había sido cumplido.

- 35 -
Pedro Estudillo Butrón

Dime mamá
(Óleo sobre lienzo – Impresionismo)

–Mamá, ¿dónde van las estrellas cuando amanece? Y la luna, ¿dónde se


esconde?
–Se ocultan tras la cortina de luz que extiende el sol.
–¿Por qué?
–Porque no buscan competir con la belleza del sol. Se conforman con el
tiempo que les ha sido concedido.
–Y ¿dónde se va el sol cuando anochece?
–Va a dar luz y calor a otros que también lo necesitan.
–Mamá, ¿por qué no se caen las nubes?
–Porque las sujeta la mano de Dios.
–Mamá, ¿por qué el cielo es azul durante el día?
–Para que siempre sea agradable mirarlo.
–Y de noche, ¿por qué es negro?
–Porque así también podremos ver las estrellas con los ojos cerrados.
–Mamá, ¿es verdad que cuando sea mayor lo entenderé todo?
–No hijo, eso no es verdad.
–Entonces, ¿por qué me dicen los adultos tantas veces que cuando crezca
lo entenderé?
–Porque ellos han crecido demasiado deprisa como para recordar aquello
que no entendían cuando eran niños.
–¿Y cómo sabré que ya he crecido?
–Cuando empiece a preocuparte la vejez.
–¿A ti te preocupa ya?
–Gracias a ti, sólo a veces.
–Mamá, ¿por qué los abuelos están siempre tan cansados?
–Porque llevan toda su vida trabajando para que tú y yo seamos felices.
–¿Y cómo sabes que somos felices?
–Porque cuando nos miramos, sonreímos.
–Mamá, ¿por qué los vecinos siempre están discutiendo?
–Porque están demasiado ocupados como para escucharse.
–Mamá, ¿por qué los papás de Nicolai tuvieron que ir a buscarlo a otro
país?
–Porque los niños no siempre nacéis donde debéis.
–¿Yo nací donde debí?

- 36 -
Retratos por palabras

–Claro que sí.


–¿Y cómo lo sabes?
–Porque aquí hay gente que te quiere.
–Mamá, ¿qué seré cuando sea mayor?
–Espero que lo mismo que ahora, una persona curiosa.
–Mamá, ¿de verdad existe Dios?
–No lo sé, hijo, pero me gusta pensar que sí.
–Pero sólo porque lo pienses no va a existir...
–¿De veras? A veces las cosas sólo existen cuando las pensamos y
desaparecen cuando dejamos de pensar en ellas.
–Mamá, ¿tú y yo siempre estaremos juntos?
–Si piensas en mí, sí.
–¿Por qué la gente se muere, mamá?
–Porque es necesario.
–Pero yo no me quiero morir y tampoco quiero que tú te mueras.
–Recuerdo cuando estabas en mi interior que tampoco querías salir, y
lloraste mucho cuando los médicos te ayudaron a venir a este mundo. ¿A que
ahora te alegras?
–Sí. Pero yo no me acuerdo de lo que quería cuando aún no había nacido.
–Pues lo mismo ocurrirá cuando te mueras.
–¿Entonces papá ya no se acuerda de nosotros?
–Depende; igual que tú me tenías a mí y a los médicos antes de nacer para
ayudarte, también tu padre nos tiene a nosotros todavía aquí.
–Pero mamá, ¿a dónde se fue papá después del accidente?
–Ya te lo he dicho, a ninguna parte; él sigue aquí con nosotros.
–¿Y por qué no lo puedo ver?
–Duérmete y lo verás.

¿Cuántas veces las respuestas que se les da a los niños son las más
sensatas?
¿Cuántas veces lo niños se cuestionan lo que los adultos no nos
atrevemos?
¿Cuántas veces los niños deberían de seguir siendo siempre niños?
¿Cuántas veces los adultos deberían de dejar de ser adultos?

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Pedro Estudillo Butrón

El día en que Matilde recobró su libertad


(Óleo sobre lienzo – Impresionismo español)

Matilde era una mujer luchadora... aunque nadie lo sabía, ni siquiera ella
misma. El hecho de haber criado solita a cinco hijos varones y de haber
aguantado durante casi cincuenta años a un marido, también varón, y que no
conocía la palabra respeto, eran motivos más que suficientes como para sentirse
orgullosa... aunque nadie parecía saberlo, ni tan siquiera ella misma.
Aquel día era un domingo como otro cualquiera; Matilde llevaba toda la
mañana cocinando para sus cinco hijos, nueras, ocho nietos y un bisnieto.
Setenta y cinco años son muchos años, y Matilde estaba cansada... aunque nadie
quería saberlo, ni siquiera ella misma.
Matilde freía patatas mientras todos discutían en la mesa: tocaba resolver
el futuro de mamá tras haber enviudado recientemente; todos y todas sabían
perfectamente lo que a ella le convenía. Matilde, callada, se concentraba en sus
patatas. Al fin Paco, el mayor, tomó la iniciativa con decisión: “no se hable más;
mamá, vendes esta casa, te compras un piso en la ciudad y se acabó”.
-Pero si estoy bien aquí, hijo, de verdad... -empezó a decir Matilde sin
quitar ojo a sus patatas.
-De eso nada, Paco tiene razón, te vienes con nosotros a la ciudad -la
interrumpió Miguel, convencido ante el apoyo del resto.
Entonces Matilde soltó la espumadera sobre la sartén, se secó bien las
manos en el delantal aceitoso, se volvió hacia la mesa y, con la mirada fija en
los ojos de su tercer hijo, afirmó lenta pero firmemente: “He dicho que estoy
bien aquí.” Acto seguido volvió a tomar la espumadera y continuó con las
patatas, satisfecha porque no se le habían quemado. Tras unos segundos de
silencio, Gertru, la mujer de Paco, les recordó a todos lo lluvioso que estaba
siendo el mes de noviembre.
Aquel domingo, Matilde recuperó la libertad... aunque nadie se quiso dar
cuenta, ni siquiera ella misma.

- 38 -
Retratos por palabras

Melocotón
(Óleo sobre tabla – Prerrafaelismo)

“Con suavidad, como si estuvieras saboreando un delicioso melocotón,


cariño”, no cesaba de repetir con aquella sinuosa voz de caramelo que me
enamoró. Pero yo, por más que miraba aquello, no encontraba forma de hallarle
la semejanza, sin contar con que a mí desde pequeño me habían habituado a
comer la susodicha fruta con cuchillo y tenedor. Mi desesperante ingenuidad a
punto estuvo de llevarme a preguntarle si se refería a un melocotón en almíbar o
qué; gracias a Dios me frené a tiempo, bastante ridículo estaba resultando ya.
“No, así no, así no, hazlo con amor, con amor”, se quejaba una y otra vez para
mi exasperación. Hasta que ocurrió lo inevitable, la magnífica e imponente
erección de la que tanto me enorgullecía al comienzo del acto, pasó a
convertirse con los nervios de la situación en un lánguido y amorfo pedacito de
carne inútil. Alzando la cabeza de entre sus piernas, humillado, abatido y con la
lengua como papel de lija, me atreví a decirle con rabia “¡basta ya, qué amor ni
qué niño muerto!”.
Desde aquella noche no la he vuelto a ver, hace ya treinta años, pero su
insatisfecha imagen de mujer frustrada irrumpe en mi cabeza como una pesadilla
lejana cada vez que sostengo entre mis manos un dulce melocotón; sigo sin
comprender qué tendrá que ver una cosa con la otra. Aquella fue mi primera
vez, y la punzante huella que dejó en mí la llevó a ser también la última. Y
todavía me preguntan algunos de mis feligreses de mayor confianza que cómo
llevo eso de la castidad. Benditos.

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Pedro Estudillo Butrón

La persona que más admiro del mundo


(Acrílico sobre tela – Pintura galante)

La persona que más admiro del mundo no ha recibido nunca ningún


premio, jamás le han aplaudido, ni sabe lo que es un reconocimiento público...
Pero no le importa, porque tampoco lo necesita.
La persona que más admiro del mundo no gana un gran sueldo, de hecho,
no tiene sueldo; no posee grandes negocios, ni tiene empleados a su cargo... No
sabría qué hacer con ellos y, probablemente, terminaría invitándolos a todos a
almorzar.
La persona que más admiro del mundo no tiene títulos académicos, no ha
estudiado ningún Master, ni ha pisado en su vida una universidad.... Pero es una
experta en sicología, psiquiatría, recursos humanos, relaciones sociales,
pediatría, gastronomía y puericultura (entre otras).
La persona que más admiro del mundo apenas sabe escribir, no ha
firmado nunca un cheque, ni un contrato, no sabría rellenar el más sencillo de
los formularios, tampoco ha podido ayudar nunca a ninguno de sus hijos a hacer
los deberes... Las circunstancias de su vida la pusieron a trabajar cuando contaba
trece añitos, y desde entonces no ha parado, sesenta años después.
La persona que más admiro del mundo lee con mucha dificultad, jamás ha
leído un libro, no sabe quienes son Sócrates, Platón, Aristóteles, Cervantes,
Shakespeare, Ortega y Gasset, García Márquez... Tampoco los echa en falta,
sólo necesita sus recetas de cocina y sus gafas de aumento, el resto ya se lo ha
dado la vida.
La persona que más admiro del mundo nunca ha oído hablar de la ley de
la relatividad de Einstein, no sabe por qué se caen las cosas, ni cómo se
formaron las estrellas y las galaxias... Simplemente las admira, se complace de
que existan y convive con ellas.
La persona que más admiro del mundo no reza todos los días por los
pobres, aunque tiene una imagen del Sagrado Corazón de Jesús en su
dormitorio, no es socia de ninguna ONG, nunca ha salido a la calle a
manifestarse por alguna injusticia... Sencillamente es incapaz de hacerle el
menor daño a ninguna criatura.
La persona que más admiro del mundo no sabe el nombre de los
gobernantes de su país, no sabe si quiera a quien vota cuando acude a las urnas,
no sigue sus tejemanejes por los noticiarios... Ella deja que sean otros los que se
preocupen por semejantes nimiedades.

- 40 -
Retratos por palabras

La persona que más admiro del mundo nunca se ha preocupado por saber
qué es la felicidad ni cómo puede conseguirse, tampoco entiende de caminos ni
de búsquedas... Sólo ríe cuando tiene que reír y llora cuando tiene que llorar.
La persona que más admiro del mundo no se plantea objetivos en la vida,
no aspira a conseguir nada más de lo que ya tiene, ni ansía poder, gloria o
fortuna... Pero sí que suplica porque sus hijos sean buenas personas.
La persona que más admiro del mundo no pretende enseñar nada a nadie,
tampoco da sabios consejos, ni clases magistrales o lecciones de vida...
Simplemente es ella misma, y los demás ansiamos estar a su lado.
La persona que más admiro del mundo desconoce el significado de la
palabra sabiduría (pero la tiene), no sabría definir lo que es el amor (pero ama),
ni se cuestiona la existencia de ningún Dios... ¡Qué más da todo eso!
La persona que más admiro del mundo no entiende nada de nuevas
tecnologías, ni de desarrollo sostenible, ni de cambio climático, ni de guerras
por el poder, ni de la escasez de agua, no conoce nada de historia, no piensa en
el pasado, ni se preocupa por el futuro... Se limita a vivir y nada más.
La persona que más admiro del mundo, como ya habrán adivinado, es mi
MADRE. Sólo es una madre más, como tantas otras que hacen posible que este
planeta siga girando y girando sin parar... Y todo el que la conoce la quiere.

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Pedro Estudillo Butrón

Nieves
(Óleo sobre lienzo – Renacimiento)

Nieves. Bonito nombre, ¿verdad?


Nieves se llama la señora... Porque es toda una señora, sí señor, de las de
toda la vida.
Nieves vive en uno de esos pueblos serranos y blancos, donde aún se
conocen todos los vecinos y se saludan cuando se cruzan por sus calles
empinadas y empedradas. Ella sólo es una más.
De envergadura alta y espalda algo encorvada por el peso del sufrimiento,
con un hijo esquizofrénico y un marido enganchado a una máquina de por vida,
Nieves se muestra antes sus conciudadanos como una mujer sencilla, esposa y
madre ejemplar, como debe ser, como la religión manda, humilde y sumisa,
amable y caritativa...
... Resignada...
Pero tras los ojos marinos de Nieves se esconde una persona que está
mucho más allá de todo convencionalismo, un ser humano sin igual, una mujer
sorprendente, extraordinaria y grandiosa.
Cuando consigues conectar con su sonrisa melancólica, se abre ante ti una
Nieves fulgurante y majestuosa, la auténtica Nieves, ansiosa por desnudarse ante
alguien que la comprenda de verdad, ante alguien que sepa que la vida es algo
más que pucheros, mercados y fregonas. Y es entonces cuando Nieves te habla
de su pasado, de tantas horas echadas al campo trabajando de temporera o de ese
carné de conducir sacado en el otoño de sus días, con más ilusión que necesidad
(que tampoco era poca). O de su presente, como madre y esposa abnegada, sin
un mal gesto de reprobación ni un solo adjetivo recriminatorio hacia nada ni
nadie en este mundo o en algún otro; te habla con inocencia de los cursos a los
que asiste para seguir aumentando su formación, de los bailes organizados por el
ayuntamiento a los que acude sola, ya que su marido no puede dar dos pasos
seguidos sin el respirador artificial. Y se crece orgullosa cuando te enseña todos
aquellos baberos, manteles, bolsas y yo qué sé cuántas cosas más hechas con sus
propias manos y su santa paciencia; para mí son artículos de lujo, de auténtico
lujo, que ella elabora con la única intención de mantener ocupadas las pocas
horas libres del día que aún le quedan.
Nieves no habla sobre el futuro. Hace tiempo que éste pasó de largo por
su puerta, y ella sabe que no se puede hablar de algo que no se conoce y, en su
caso, ni le preocupa.

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Retratos por palabras

Cada palabra, seguida de una sonrisa tímida, de un gesto inacabado, va


moldeando a una mujer luchadora, afligida por la humanidad, pero en paz con la
vida. Aunque es cuando la contemplo con seriedad, cuando me doy cuenta de
que su mirada, huidiza pero penetrante, expresa mucho más que sus propias
palabras. Porque Nieves se comunica con todo su ser, mostrándose tal cual es
cuando alguien la escucha, compartiendo lo poco que posee, ya sean unas
aceitunas aliñás o un secreto de juventud, ofreciéndose toda ella, con alegría y
sinceridad. Así es Nieves.
Nieves es una de esas personas que pasan desapercibidas por la calle, pero
nunca por la vida de cualquiera que la haya conocido de verdad. Me pregunto
cuántos habrán que lo hayan hecho. Sus ojos me dicen que no muchos... ni tan
siquiera los más cercanos.
Nieves sólo es una más; una historia más.

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Pedro Estudillo Butrón

Papel en blanco
(Pintura de polímeros sintéticos sobre tela – Arte pop)

De nuevo hoy me veo ante el teclado del ordenador incapaz de escribir


una sola palabra coherente. De nuevo mi mente vuelve a parecer sólo un papel
en blanco. Desde hace meses, mi cerebro ni me escucha ni me habla, permanece
sordo a mis súplicas y mudo ante mis quejas. Esta situación se está convirtiendo
en algo insoportable, no creo poder aguantar mucho más.
Cinco meses y cuatro días.... justo el tiempo que hace que ella se fue, y
me dejó sumido en la más completa desesperanza jamás sufrida por alguien.
Cinco meses y cuatro días hundido en el silencio, vencido por la ansiedad.
Mi cerebro sólo se ve capaz de procesar imágenes pasadas. Imágenes de
noches cálidas, ansiosos besos, caricias frescas, cenas a la luz de las velas,
desayunos entre risas y sonrisas de complicidad... Trato de recomponer también
algunas otras de discusiones sin sentido, gritos sordos y portazos a
medianoche... pero esas aparecen difusas, mi inconsciente considera que no son
importantes, y quién soy yo para contradecirle.
Sólo imágenes... nada de palabras...
Bueno... miento, sí que suenan dos palabras incesantemente: “¡Hasta
nunca!” Aunque más que sonar, más bien tendría que decir golpear, porque eso
es lo que hacen estas dos palabras sobre todo mi ser: me golpean con su terrible
sonoridad, como lo hace el martillo sobre la fragua, hasta hacerme ensordecer de
dolor.
¡Hasta nunca!... ¿Cómo alguien puede pronunciar esas palabras sin morir
en el intento? ¿Cómo alguien puede recibirlas y seguir vivo para recordarlo?
Deberían de existir más leyes universales que prohibiesen ciertas cosas, como
nos prohíben levantar los pies del suelo sin caer o recibir un impacto sin
inmutarnos... también debería haberlas que prohibiesen pronunciar ciertas
palabras.
Sin pensarlo, con la inconsciencia que nos produce el hábito adquirido,
vuelvo a abrir mi blog, aquel en el que antaño (cinco meses y cuatro días)
escribía y escribía sin poder parar, aquel blog que era visitado cada día por
decenas de personas ávidas de pensamientos irracionales, reflexiones
incorrectas, ideas chocantes o, simplemente, interesadas por hallar letras en
libertad esparcidas al viento imparable de la Red.
Abro aquel blog que solía ser uno de los más comentados de los que
conozco... Pero eso era antes, antes de los cinco meses y cuatro días que llevo

- 44 -
Retratos por palabras

sin poder plasmar un solo pensamiento, una sola reflexión, una sola idea... ni
una sola palabra. Con el tiempo todos se han ido aburriendo y han acabado
abandonando al perdedor en el que me he convertido. No les culpo, ¿quién
desearía tener por amigo a una sombra?
Pero... un momento... ¿Un mensaje? No puede ser, será de alguien que
anda perdido. El comentarista es Anónimo, como no podía ser de otra manera. A
ver...
“Te echo de menos. Ahora sé cuánto te quería y cuánto me querías tú a
mí... Creo que te necesito”.
Mi corazón da un vuelco que golpea directamente sobre mi mente,
despertándola de su largo letargo. Mi cerebro se transforma de inmediato en una
cascada imparable de sílabas y monosílabos, adjetivos y sujetos, verbos y
predicados... Y entonces vuelvo de nuevo al papel en blanco del editor de texto
que tanto me ha atormentado durante cinco meses y cuatro días.... y mis dedos
vuelan sobre el teclado, la pantalla vuelve a cobrar vida y pronto es inundada
por palabras llenas de luz, magia y alegría.

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Pedro Estudillo Butrón

Vida más allá de la memoria


(Acuarela sobre papel – Arte Naïf)

Ella abrió los ojos. El mes de abril se anunciaba con una luz ambarina
colándose por las persianas. Pero ella no reparó en este cálido saludo; cualquier
otro día hubiera saltado de la cama con su habitual vitalidad y entusiasmo; era lo
normal. Pero no aquel día; aquel día su cuerpo permaneció inmóvil mientras sus
asustadas pupilas buscaban una respuesta por toda la habitación. “¿Qué es todo
esto, donde estoy?” se preguntó, estudiando fríamente cada rincón de su
desconocido dormitorio, el mismo que la había visto amanecer los últimos
cuarenta años. Tras los primeros momentos de turbación, ella decidió que tenía
que incorporarse, no sabía porqué ni para qué, sólo intuyó que era lo que debía
hacer. Lo hizo lentamente, con el corazón aún encogido por el miedo inicial;
primero un pie, después el otro.
¿Qué es esto?
Uno de sus pies tocó ligeramente una pequeña zapatilla de felpa que
descansaba sobre la alfombrilla al pie de la cama; se libró de ella con un
respetuoso empujoncito, al tiempo que se preguntaba para qué serviría aquella
cosa tan curiosa. Ella continuó sus titubeantes pasos, pero la frialdad del suelo la
hizo retroceder. Tras unos instantes de duda se calzó las zapatillas desechadas,
así estaba mejor. Al continuar, rozó levemente con su mano izquierda el
despertador que descansaba sobre la mesita de noche, pero antes de que cayera
logró cogerlo; se quedó pensativa contemplándolo, lo giro y giro una y otra vez
con ambas manos, lo miró del derecho y del revés, “qué cosa tan rara”, volvió a
colocarlo en su sitio, como la que pone una obra de arte sobre un pedestal y
continuó con su lento caminar hasta salir del dormitorio. Tanteando las paredes
a cada paso, como si acabase de aprender a andar, atravesó parte del pasillo
posando su atónita mirada en cada objeto, en cada cuadro con sus imágenes
irreconocibles, hasta entrar en el cuarto de baño, donde se llevó el mayor susto
de su vida al enfrentar su rostro ante el espejo que colgaba sobre el lavabo.
Sofocando un grito entre de terror y asombro, fue a refugiarse temblorosa al
interior de la ducha entreabierta. Allí permaneció el tiempo necesario para
calmar su ánimo y comprobar que no existían amenazas mayores que su propio
desconcierto. Se volvió a acercar a la acechante luna y la palpó intrigada y un
poco divertida, al ver como la imagen respondía a sus movimientos. Cuando la
distracción dejó de ser interesante, ella salió y dirigió sus pasos confusos hacia
la puerta de salida de la casa; la brillante luz que asomaba por su cristalera le

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Retratos por palabras

llamaron poderosamente la atención. Atravesó el salón y paso junto a la cocina,


dejando atrás montones de objetos extraños y aparatos de utilidad sospechosa;
en ese instante tan sólo le preocupaba aquella claridad amarillenta que provenía
del exterior. Abrió la puerta lentamente y se quedó absolutamente perpleja con
todo lo que apareció ante sus ojos. Multitud de colores y olores desfilaron por su
absorta mente virgen. La primavera emergía en todo su esplendor en aquel
jardín que con tanto primor y devoción ella cuidaba y alimentaba en otro
tiempo, cuando era alguien más que ella. Una nueva amenaza la sacó de su
ensoñación haciéndole saltar el corazón nuevamente; un insólito ser de cuatro
patas se le acercaba babeando y moviendo la cola insistentemente. Ella se quedo
petrificada en el dintel de la puerta, fue incapaz de mover un solo músculo que
no fuera el pertinaz latir de su corazón asustado. La criatura, ante la impavidez
de su dueña, se limitó a sentarse a su lado, triste y cabizbaja. El miedo inicial
pasó a transformarse en curiosidad y deseo de ver más, así que ella prosiguió
con su inusitada exploración por los jardines de su hogar. Quiso tocar cada flor,
cada planta y cada árbol que ella misma había plantado en la prehistoria de la
conciencia; no conocía sus nombres, no sabía decir a qué olían ni qué
evocaciones plasmaban en su desconcertado cerebro, pero nada de eso era
necesario para poder disfrutar de las sensaciones nuevas y refrescantes que le
entraban por los sentidos y le recorrían toda la columna vertebral hasta
desembocar en su mente como un estallido de placer inusitado. Se abrazó al sol,
absorbió su cálida fragancia, acarició cada nube que surcaba indolente el cielo
sobre su cabeza y se meció ingrávida a merced de la agradable brisa que
contorneaba sus curvas, se descalzó con fuerza, lanzando las frágiles zapatillas
hacia el infinito y bailó alegremente con los brazos abiertos para poder abarcarlo
todo sobre la hierba que aún conservaba el frescor del rocío nocturno, sin
importarle por qué no podía saber quién era, qué hacía allí ni por qué estaba tan
contenta, hasta caer extenuada sobre el colchón mullido del césped que pocos
días atrás había cortado su marido ante su insistencia.
De repente sus ojos se entornaron en una mirada que apuntaba hacia
dentro, su boca conformó una mueca extraña y su mente se entreabrió sin previo
aviso.
María.
Ella era María, claro. María se incorporó quedándose sentada sobre la
hierba, que ya no era refrescante, ahora estaba mojada y le había puesto perdido
el pijama de franela que Carlos le había regalado por su cumpleaños. Gento, el
perro labrador que llevaba cerca de diez años con ellos, se le acercó
perezosamente y María lo acarició con lagrimas en los ojos y una sombra
cubriéndole el rostro.

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Pedro Estudillo Butrón

Ramón
(Pastel mural – Trampantojo)

Cuando Ramón abrió los ojos aquella mañana, lo primero que vio justo
en la pared frente a su cama, fue una mancha de humedad con la forma perfecta
de un payaso.
–Qué ironía –pensó–. Un payaso en este lugar tan sórdido y lúgubre.
¿Pero qué lugar era aquel sórdido y lúgubre en el que había amanecido
Ramón esa mañana? En la confusión del despertar apenas podía recordar dónde
se encontraba y, mucho menos, cómo había llegado allí. Pero ese momento de
plena libertad que transcurre cuando nuestra conciencia aún no ha sido inundada
por las aflicciones y amarguras propias de la humanidad, tan sólo permaneció
durante un breve instante de salvación en la mente de Ramón. Una fugaz mirada
hacia la derecha bastó para devolverle de golpe a la profundidad del abismo
desde donde resurgía su triste realidad.
Allí se levantaban, rígidas y amenazadoras, las mismas rejas oxidadas que
la noche anterior se cerraban a su espalda, confinándole en la más absoluta de
las miserias a la que puede ser arrojado un ser humano. Ramón sabía que sólo
saldría de aquella oscura y húmeda celda para dirigirse a la aún más oscura,
aunque salvadora, muerte en el paredón.
¿Pero por qué tan cruel final para una vida joven y llena de ilusiones? Su
confusa conciencia aún se sentía incapaz de vislumbrar con claridad la totalidad
de la desesperanza que le había conducido ante aquella desgraciada situación.
Las borrosas imágenes de su pasado más reciente, el vivido tan sólo unas horas
atrás, irrumpían en su cerebro con una lentitud desesperante, como una película
en blanco y negro en cámara lenta y descolorida por el tiempo, como si se
tratase de una realidad transcurrida muchos años atrás y vivida por otras
personas en otros tiempos.
Desafortunadamente no cabía duda de que había sido él el protagonista de
aquella barbarie perpetrada el día anterior y que empezaba a cobrar una trágica
solidez en su atormentada cabeza de recluso. Ahora sí podía recordar con
tremenda claridad el momento en el que, junto con sus exaltados compañeros,
vaciaban todas aquellas latas de gasoil sobre los destartalados bancos de madera
de la iglesia de San Esteban, la misma en la que tantos sermones del padre
Antonio había oído durante su infancia y juventud junto a su padre y hermanos.
El mismo padre Antonio que en esos momentos de locura yacía moribundo,

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Retratos por palabras

aunque con la suficiente lucidez como para percatarse de todo lo que ocurría,
sobre el sagrado suelo de su parroquia de toda la vida.
Por desgracia, la sucesión de horribles imágenes no se detenía ahí.
También pudo ver sus propias manos encendiendo la cerilla que haría sucumbir
bajo las llamas al antiguo edificio de arquitectura barroca y poner fin a la
también antigua vida de su párroco. “¡Arde en el infierno, maldito cura fascista
del demonio!”, oyó gritar a su compañero Miguel mientras todos corrían
despavoridos para ponerse a salvo, desperdigándose sin control por las
empedradas calles del pacífico pueblo que los había visto crecer. Por un instante
también se le encendió en la mente la figura de su amigo Miguel quince años
atrás, vestido con un inmaculado traje blanco de marinero, a unos metros del
altar de la iglesia que acababan de incendiar, arrodillado frente al padre Antonio,
aquel cura que acababan de quemar vivo y al que el mismo Miguel había
golpeado cruelmente en la cabeza minutos antes; lo podía ver claramente
recibiendo por primera vez el sagrado sacramento de la comunión; también
podía ver con nitidez, ya que él estaba a su lado en tan insigne momento, como
lo había estado siempre, la sonrisa bonachona y sincera del párroco al tiempo
que colocaba sobre la lengua de su futuro verdugo la redonda lámina comestible
que por aquel entonces todos estaban convencidos de que era el cuerpo de
Jesucristo, y que con tanta ilusión y alegría recibían en aquel día junto con el
resto de compañeros de clase, incluida Marta, que aún no podía albergar ni
sombra de sospecha de que terminaría locamente enamorada de aquel muchacho
de tez pálida y pelo revuelto cuyo máximo empeño en la vida consistía en
pellizcarle el culo siempre que tenía ocasión, y al que todos llamaban
Ramoncito.
“¡Dios mío, Marta!”
Su abstraído subconsciente no había perdido aún la costumbre de invocar
al Dios olvidado en momentos de desesperanza, como lo era justo aquél, en el
que la imagen de su amada tendida sobre el inmundo suelo, inerte y con la
cabeza destrozada por la certera bala de un soldado fascista, tan oportuno como
despiadado, se le presentó con una brutalidad inusitada haciéndole saltar del
desvencijado catre para agarrarse con rabia e impotencia a las rejas que le
arrebataban la libertad. Y fue entonces cuando el duro y valiente Ramón volvió
a convertirse en el inocente Ramoncito de hacía quince años; llorando
desconsoladamente regresó al mugriento colchón y se entregó por completo al
cruel destino al que las circunstancias le habían empujado y que ingenuamente
él creía haber elegido libremente.
En su agonía no podía dejar de preguntarse cómo había llegado a esa
situación; cómo había podido ser capaz de empujar a la locura a todos sus
antiguos amigos y, sobretodo, cómo había permitido que le siguiese en su delirio
también Marta, la angelical Marta, la persona a la que más había querido en el

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Pedro Estudillo Butrón

mundo y por la que sería capaz incluso de ingresar en un seminario si se lo


pidiese, no digamos ya de dar la vida por ella si pudiera. Pero no; en vez de
pedirle que ingresara en un seminario le animó a continuar con su cruzada
antifascista y le apoyó en su particular lucha por salvar el mundo de las hordas
nacionales que amenazaban la libertad.
¡Qué ingenuo! Salvar el mundo. Como si éste dependiese de un pobre
infeliz como él o de un grupo de desalmados revolucionarios iluminados. En
estos momentos de amargura ni tan siquiera estaba seguro de la verdad por la
que luchaban. Pensó que también aquel miliciano fascista que le arrebató de un
disparo y para siempre a su querida Marta, tendría una verdad por la que
perseguir y exterminar a personas como él; pensó que el padre Antonio también
había muerto injustamente por una verdad incomprensible para todos ellos.
Pensó que tal vez no existiese ninguna verdad por la que matar o morir. Claro
que qué sentido tenía ya pensar en todo eso.
En estas angustiosas reflexiones se encontraba Ramón, cuando de nuevo
su mente fue tornándose difusa, y poco a poco, sin apenas percatarse de ello, fue
dejando la tormentosa realidad que le atenazaba para penetrar en el
tranquilizador mundo de los sueños, donde aún existía la esperanza.

Cuando volvió a abrir los ojos, pensó que tan sólo habían transcurridos
unos pocos segundos desde que su cerebro fabricase aquel extraño sueño que
difícilmente podía recordar; años más tarde sospecharía que fueron muchos más
segundos. Lo primero que pudo ver apoyado sobre la pared que tenía enfrente de
su acogedora habitación y junto a la videoconsola y el televisor, fue el payaso de
trapo que le regaló su padre al cumplir cinco años. Habían pasado ya cuatro años
de eso y aún lo conservaba intacto, como uno de sus juguetes preferidos. Más
adelante, también presentiría que el motivo de su conservación era otro bien
distinto, más profundo y misterioso, cuando el mismo payaso de trapo,
envejecido y algo remendado y en esta ocasión en el dormitorio de su propio
hijo, volviese a ser el lazo de unión entre dos épocas bien distintas dentro del
mismo mundo, aunque vividas por el mismo espíritu.
En ese primer instante de lucidez, trató de aferrarse con fuerza a la
borrosa reminiscencia que aún flotaba en su mente y en la que se veía a él
mismo, aunque bastante mayor y cambiado, encerrado en una oscura prisión y
recordando inquietantes sucesos sobre el incendio de una iglesia, la muerte de
un cura, amigos entrañables y un apasionado amor. “Qué tontería”, pensó el
pequeño Ramón, “¿por qué iba nadie a quemar una iglesia?”. ¿Y quién sería
esa tal Marta a la que era incapaz de verle el rostro? Con nueve años, a Ramón
aún le producía náuseas la idea de enamorarse de alguien. Tampoco podía
entender por qué en ese momento de confusión sentía tanta ansiedad y

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Retratos por palabras

desesperanza, y su corazón le mantenía en un estado de agitación que nunca


antes recordaba haber experimentado.
Pero al igual que todos los sueños, este también fue desvaneciéndose
misteriosamente de la conciencia de aquel inocente niño, aunque no así de su
más profundo subconsciente, donde permaneció durante años esperando con
paciencia la oportunidad para resurgir de nuevo, justo en el momento de que su
portador fuese capaz de comprender por qué un trágico suceso acaecido en un
tenebroso pasado había sido evocado setenta años después en la mente virgen de
una cándido muchacho de nueve años.

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Pedro Estudillo Butrón

Tan sólo una historia


(Litografía – Paradoja visual)

Le conocí hace unos veinte años aproximadamente. Digo “le conocí” y


no “nos conocimos” porque así es como fue realmente; por aquella época yo era
prácticamente invisible, así que resultaba bastante difícil percatarse de mi
presencia, mucho menos conocerme. En cambio con él ocurría todo lo contrario:
estaba constantemente rodeado de tal aura de grandiosidad, que era imposible no
verse irradiado de alguna manera por su perfecta e impoluta existencia.
Es algo mayor que yo, de ahí que estuviera un curso por encima mía en el
Instituto. Pero eso daba igual, como ya he dicho, él estaba por encima de todos,
era admirado y envidiado por cada alumno del centro, sin importar que fuese
más o menos veterano; ¡qué digo, si hasta los mismos profesores le rendían
pleitesía! Por supuesto, mi caso no era diferente; tenía todo lo que a mí me
faltaba, que no era poco. Era popular, parecía simpático, buen deportista, poseía
un físico imponente, no le faltaban comentarios graciosos y oportunos, nunca se
encontraba solo,... En definitiva, era el compañero que todo el mundo quería
tener, a pesar de que, a su lado, siempre corrías el peligro de que te humillara en
público haciéndote quedar como un estúpido delante de cualquiera, tan sólo por
el puro placer de reírse un rato; pero era un riesgo que merecía la pena asumir,
todo fuera por intentar contagiarse un poco de su grandiosidad y elocuencia
infinita. Tengo entendido que no era muy buen estudiante, pero eso, ¿a quién le
podía importar?
En fin, prosigamos con la historia. Una vez terminado el Instituto, me lo
volví a encontrar unos años después en un curso impartido por el INEM para
optar a un puesto de trabajo en una importante empresa multinacional. Ni que
decir tiene que él no me reconoció o, al menos, no dio muestras de hacerlo. Por
aquel tiempo, mi persona aún conservaba gran parte de la transparencia de
antaño, así que tampoco le di mucha importancia al hecho de que ni tan siquiera
me dirigiera una simple mirada de complacencia, mientras él seguía como
siempre acaparando la atención de todos y de todas con su incuestionable
simpatía, su extrovertido carácter dicharachero y su agudo ingenio sin límites.
Durante los dos meses y medio que duró el curso, no hizo más que
aumentar su popularidad entre todos los asistentes, profesores incluidos. Era el
que más comunicativo se mostraba siempre, en todo momento tenía una
respuesta oportuna que, aunque no fuera acertada, al menos era ocurrente; sus
opiniones sentaban cátedra y eran asumidas mansamente por todo el auditorio,

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Retratos por palabras

aunque sólo fuera por el temor que infundían sus denigrantes represalias sobre
todo aquel que tenía la osadía de contradecirle; tenía además una habilidad
increíble para salir airoso frente a cualquier situación, por muy comprometida
que ésta fuese. Por lo dicho, de todos era sabido que sería uno de los primeros
en acceder al puesto de trabajo que tanto anhelábamos los demás y para el que
tanto nos estábamos esforzando. Para él, por el contrario, parecía cosa de coser y
cantar; de nada importaba que alguien le soplara siempre las respuestas en los
exámenes descaradamente o que no mostrase ningún respeto por algunos de sus
compañeros menos populares. Para ser el favorito de los profesores lo único
necesario era hacerlos reír a cada momento y darles un poco de charla de vez en
cuando diciéndoles lo que querían escuchar, siempre con simpatía y buen
humor, por supuesto, mientras que el resto teníamos que partirnos la cara
estudiando e intentando parecer perfectos y brillantes aun en las situaciones más
adversas.
Y efectivamente ocurrió lo que ya sabíamos: poco después de terminar el
curso lo avisaron de la empresa y entró a formar parte de la misma sin ningún
problema. Yo aprobé todas las asignaturas con la máxima nota, pero de nada me
sirvió; llegué a pensar que igual mi expediente también se había vuelto invisible.
Al cabo de dos años me dio por enviar una carta al departamento de RR.HH. y
tuve la enorme fortuna de que era un momento en el que la empresa necesitaba
personal, así que me llamaron y, tras las pertinentes entrevistas, me incorporé a
la plantilla.
Allí estaba él. Su glorioso hálito seguía brillando inconmensurablemente a
lo largo y ancho de toda la planta. Tampoco en esta ocasión se le vio un gesto de
cercanía o reconocimiento; ni yo lo esperaba, a pesar de trabajar muy cerca el
uno del otro y de cruzarnos cientos de veces a lo largo de la jornada laboral.
Hasta entonces creí haber superado mi larga enfermedad de la incorporeidad,
pero al parecer, volví a recaer, llegando a temer incluso que ésta se volviese
crónica. Me salvó el hecho de que, por entonces, yo había madurado un poco y
pude observar que mi caso era uno más entre tantos otros, es decir, comprobé
que no era el único al que esta persona parecía ignorar o ningunear, por no decir
despreciar. Así que fui restándole importancia y dedicándome a lo mío.
Afortunadamente no me faltaban compañeros con los que charlar
amigablemente ni con los que pasar buenos ratos; gente como yo, sencilla,
trabajadora, sin ánimo de grandeza ni complejo de superioridad.
Así transcurrieron algunos años, yo relacionándome laboral y
amistosamente con mis iguales dentro de nuestro plano terrenal, mientras él
continuaba paseando su incombustible aura por ese otro mundo, más cercano al
Olimpo, donde sólo unos pocos privilegiados tenían acceso, y donde él, y sólo
él, tenía la potestad de invitar o expulsar a quien le viniese en gana, sin otro
motivo aparente más que su caprichosa voluntad.

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Pedro Estudillo Butrón

En un principio, la empresa en la que trabajábamos, como empresa joven


y extranjera que era, ofrecía a sus asalariados unos servicios sociales y una
calidad humana fuera de lo común; éramos como una gran familia, donde
nuestros jefes y superiores nos protegían y cuidaban como a sus propios hijos y
nosotros, naturalmente, respondíamos con igual cordialidad y afecto, dándole a
la empresa lo mejor de nosotros mismos (al menos la gran mayoría). Pero todo
lo bueno acaba.
Y en el caso que nos ocupa, el anunciado fin llegó de la mano de nuestro
protagonista. Sí, de ese mismo por el que tiempo atrás los gerentes de la
empresa sentían tanto orgullo y admiración, llegándolo a coronar
imaginariamente como hijo predilecto de nuestra gran familia. Ese mismo que
todos los ingenieros se rifaban por tener en sus plantillas, al cargo de sus
máquinas. El mismo al que todos habíamos anhelado parecernos en algún
momento de nuestras insípidas existencias. Como digo, después de unos
primeros años de bienestar y seguridad, después de transcurrir el tiempo
necesario para poner a cada cual en su sitio, después de que nuestro protagonista
hubiera perdido paulatinamente su aureola divina, una vez que quedara al
descubierto su auténtica y única personalidad, aquella que sólo puede quedar
oculta durante un tiempo prudencial; después de verse rodeado, sola y
exclusivamente, por un pequeño puñado de incondicionales de su misma
naturaleza; después de quedar sobradamente demostrada su total incompetencia,
su acentuada caradura y su perenne desidia en el terreno laboral. Después de
todo esto, a nuestro aburrido amigo se le ocurrió la feliz idea de que la
corporación necesitaba un comité de empresa que velase por los intereses de los
desvalidos empleados, y, claro está, él era el único que podía llevar a buen
término semejante cometido.
La tortilla dio la vuelta por completo. De ser el favorito, el preferido, el
incuestionable pasó a convertirse en el grano más molesto para la dirección de la
empresa. Pero ya era tarde; la ley lo amparaba y nada se podía hacer por
evitarlo. De nuevo volvió a surgir de sus cenizas para volverse a convertir en el
centro de atención de todos. Como ocurre siempre, hubo divisiones y, ya se
sabe, donde se siembra división se recoge discordia. Como ya he dicho, esto
supuso el principio del fin. Comenzaron las sindicalizaciones, las reuniones, los
tiras y aflojas, las amenazas,... y se acabaron los tratos de favor, las risas, la
tranquilidad,... Aunque todo esto pertenece a otra historia.
En la que nos ocupa, nuestro hombre no tardó en elevarse a la categoría
de líder de los trabajadores, venerado por unos y odiado por otros, pero nunca
indiferente. Tampoco tardó mucho en liberarse por completo de sus
responsabilidades laborales para ocuparse plenamente en su nuevo cometido de
liderazgo. Con el transcurso de los años se desligó por completo de la empresa
para entrar a formar parte enteramente de la plantilla del sindicato, dejando al

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Retratos por palabras

resto de compañeros en la situación actual de precariedad e inseguridad propia


de cualquier empresa del sector.
También yo tuve la fortuna de poder librarme de semejante esclavitud,
aunque por motivos bien distintos. La última vez que lo vi fue en la televisión
(ya sabía yo que llegaría lejos), en una de esas cadenas locales que tanto
proliferan a día de hoy; hablaba en representación de su sindicato sobre algunos
problemas que estaban teniendo en otra empresa cercana. Se le veía más gordo y
envejecido, aunque, como siempre, seguro de sí mismo y con cara de saber
perfectamente de lo que estaba hablando. Me alegré de que las cosas le fueran
bien, si bien, ya no despertó en mí ningún sentimiento de envidia, ni de
admiración, más bien todo lo contrario. Comprendí que antes de condenar o
elevar a los altares a nada ni a nadie es conveniente dejar actuar al sabio e
implacable juez del tiempo que, como siempre, se encargará de dar a cada cual
lo que le corresponda o de quitar lo que le sobre. Por mi parte, estoy muy
satisfecho del transcurrir del mismo y me alegro enormemente de no haberme
esforzado más en parecer lo que no soy, y nunca seré.
Moraleja: ¡Y yo qué sé! Invéntensela ustedes, hagan algo; mi creatividad
tiene un límite.

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Pedro Estudillo Butrón

De cómo la señora Bermúdez acabó con una vil cucaracha


(Acrílico sobre tabla – Surrealismo)

–Mire usted, señor, yo me encontraba tan tranquilamente desayunando


en mi casa, solita como siempre, cuando de repente aparece por el otro extremo
de la mesa, asomando la cabecita por encima de un periódico viejo que allí
había, uno de esos bichos tan asquerosos y que tanto repelús me dan. Y claro,
qué iba a hacer yo; agarré con fuerza la tabla de madera de cortar el pan, que era
lo que más a mano tenía, y me lié a testarazo... ¡toma, toma, y toma, cucaracha
inmunda, para que no vuelvas más por aquí!... bueno, no vea, un numerito, que
allí la dejé con la cabeza destrozada y chorreando esa cosa viscosa y repugnante
que esos bichos echan cuando se les aplasta. ¡Qué fatiga me dio! ¿Comprende
usted, verdad?
–¿Tiene el señor fiscal alguna otra pregunta para la acusada?
–Sí, señoría, una más. Señora Bermúdez, ¿amó usted alguna vez a su
marido?
–Perdón... no entiendo... ¿marido?... ¿qué marido?
–No hay más preguntas.

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Retratos por palabras

Testamento vital
(Óleo sobre lienzo – Romanticismo)

Tras tantos meses postrado en la cama, sin poder moverme ni decir


media palabra, prácticamente se puede decir que acabé habituándome a la
situación, por lamentable que pudiera parecer. No cabe duda de que para ello
contribuyeron aquellas dulces manos, tan suaves y delicadas, que con tanto
primor me atendieron durante mi convalecencia, supongo que de alguna joven
enfermera, pero que yo, en mi imaginación efervescente, colocaba al extremo
del ser más bello, ardiente y sensual que jamás pudo existir. Y no debía ir muy
desencaminado, porque pocas personas son las que realizan su trabajo de forma
tan entregada, siempre acompañada de sublimes melodías amenizando nuestros
encuentros, y sin faltarle fragantes aromas a rosa y jazmín que me erizaban los
bellos del alma cada vez que se me acercaba, porque los otros no había quien los
moviese.
Nada que ver desde luego con la arpía de mi mujer y el infierno que me
hizo pasar durante los últimos años que pasamos juntos, antes del accidente.
Siempre agradecí que no prolongase mucho sus visitas, total para qué,
continuamente discutiendo con los médicos... Hasta aquel día, el último.
Recuerdo perfectamente las palabras del doctor... las últimas que oí en vida:
“Efectivamente, señora, tenía usted razón; aquí tenemos el testamento
vital de su marido. Todo está en orden, el juez ya ha dado su permiso. Así que
por nuestra parte no queda más que apretar este botón que apagará la
máquina.”
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii.

Y yo me pregunto, ¿qué será eso del testamento vital?

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Pedro Estudillo Butrón

El guerrero
(Arena coloreada sobre madera – Mandala tibetano)

El guerrero levantó la mirada hacia el horizonte mientras caminaba.


Siempre hacia el horizonte; esa fue la concisa respuesta del monje cuando le
preguntó hacia dónde debía dirigir sus pasos: “Siempre hacia el horizonte”.
“¿Hasta cuándo?”, quiso saber el guerrero, “hasta que tu corazón te señale el
final”, fue de nuevo la enigmática respuesta del monje. “¡Ese maldito hechicero
del demonio y sus misteriosas respuestas!”, pensaba el guerrero al tiempo que
se encaminaba hacia el infinito.
Los rayos de sol se le clavaban en la frente como agujas ardientes, sus
pies se volvían por momentos más y más pesados, el calor era sofocante y la sed
le consumía el aliento hasta secarle incluso el sudor. Desde el principio supo que
no sería una buena idea adentrarse en ese basto desierto tan sólo con un pellejo
de agua y unas cuantas almendras. “Son un alimento muy energético”, le espetó
el monje ante sus protestas, “sí, pero por algo le llamarán fruto seco”, quiso
contestarle el guerrero... pero calló y obedeció. Sabía que era lo mejor; o, mejor
dicho, sabía que era lo único que podía hacer. Así que allí se encontraba, en
medio de la nada, sin apenas agua, con un enorme sol sobre su cabeza y rumbo
hacia lo desconocido a la espera de una incomprensible señal que le indicase el
final de su camino.
Recordó que en alguna ocasión había oído hablar a un viejo brujo sobre la
posibilidad de convertir la orina en agua potable en caso de necesidad, e incluso
le explicó cómo hacerlo. Pero de eso hacía mucho, y el guerrero desconfiaba de
que fuera posible, además, tal y como le ardía todo el cuerpo, tenía la impresión
de orinar directamente amoniaco, así que desechó la idea casi de inmediato.
Tendría que conformarse con la confianza que había mostrado siempre el monje
hacia sus posibilidades; hasta el momento nunca le había defraudado... claro que
aún estaba a tiempo, se decía el guerrero mientras continuaba con sus
maldiciones.
En su lento y pesado caminar tuvo tiempo de sobra para reflexionar sobre
la última conversación que mantuvo con el monje, antes de partir hacia su
insólito destino. “¿Cómo debo comportarme ante los demás, cuál debe ser mi
actitud?” le preguntó con curiosidad; “la caridad debe ser tu única guía para
con tus semejantes”, fue su lacónica respuesta. Pero cómo podría mostrarse

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Retratos por palabras

caritativo con los demás el pordiosero en que se había convertido; precisamente


era él el que parecía necesitar urgentemente de la compasión ajena.
Pero todas estas dudas y otras muchas que le surgirían durante el arduo
aprendizaje que aún le restaba, les serían resueltas más adelante, en el momento
en el que consiguiese por fin la impecabilidad más pura y le fuese revelado con
total lucidez el gran misterio que gobierna todas las conciencias de este
Universo. Hasta entonces, tendría que conformarse con el sacrificio y la
confianza, algo fundamental para un buen discípulo que sólo desea convertirse
en un guerrero auténtico.

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Pedro Estudillo Butrón

Reflejos
(Garabato de bolígrafo azul sobre papel cuadriculado)

Balance; fue la primera palabra que acudió a la mente de Ramón al sonar


el despertador aquella mañana.
Efectivamente, aquel día tocaba balance.
Ramón ya sabía que ese día llegaría bastante tarde a casa, que tendría que
volver a soportar los gritos de su jefe apremiándole, la bronca de su mujer por
dejarla sola y los dolores de cabeza al acostarse.
Lo de siempre.
De nuevo volvieron a pasar fugazmente por su cabeza las palabras de su
madre: “nos levantamos cada mañana, sólo para comer y volvernos a dormir
cuando corresponda; lo que se haga entremedio que nada tenga que ver con
estas actividades, es completamente prescindible.”
Pensó que bonita manera había elegido él de pasar el tiempo entre comida
y comida. Acto seguido comprendió que esa repetitiva letanía de sobra le era
conocida, así que optó por levantarse y dirigir sus pasos cansinos hacia el baño,
como cada mañana.
“Vaya pelos”, se dijo, “esto no hay peine que lo arregle”. La mirada que
le devolvió el espejo no le gustó nada de nada; olía a resignación.
Y entonces ocurrió. Así, sin más.
Su reflejo, con ojos enrojecidos y demacrados, salió de repente del cristal
que lo apresaba, dejando a Ramón con un bostezo petrificado. Sin mediar
palabra, se situó a su lado y le invitó a ocupar su anterior lugar con un sencillo
gesto de la mano.
Ramón obedeció, y en un instante se vio enmarcado en un frío mundo
bidimensional, desde el que observó a su imagen salir del cuarto con el mismo
paso remolón que minutos antes le había conducido a él hasta allí. Ni tan
siquiera tuvo tiempo de advertirle que no podía irse con esos pelos, y mucho
menos de preguntarle que si sabría hacer el balance.
Y Ramón se quedó solo, con la boca entreabierta, como dibujado en la
pared.
Tras un suspiro, pensó que nunca antes en su vida se había sentido tan
libre.

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Retratos por palabras

Obnubilación
(Tinta china sobre papel de arroz – Arte oriental)

Las enigmáticas palabras del maestro quedaron impresas en la mente del


discípulo como los arcanos símbolos milenarios sobre la piedra caliza que
recibía a los extranjeros a la entrada del templo, y se instalaron durante tiempo
indefinido en ese oscuro e impenetrable hueco que la memoria tiene reservado
sólo para las grandes verdades que merecen la pena ser recordadas hasta el fin
de los días: “Se le llama invisible porque no se le puede ver; imperceptible
porque no se le puede oír; impalpable porque no se le puede atrapar. Estos tres
son ininvestigables, por eso se confunden en uno sólo. Quien le ha conocido se
calla. Quien habla no le ha conocido.”
Semejante galimatías se repetía una y otra vez de forma incansable cual
tambores de guerra anunciando el inicio de lo inevitable, en el interior de la
inexperta cabeza del discípulo mientras trataba de alcanzar, con las piernas
cruzadas en la posición sagrada del loto, ese estado de total claridad contrario a
aquel otro de obnubilación que en aquellos momentos dominaba su espíritu. De
todos los koans propuestos por su maestro hasta el momento, aquel resultaba sin
duda el más extraño y desafiante, y el discípulo intuía que su resolución le
podría abrir caminos secretos que le conducirían a parajes inhóspitos e
inimaginables para su ignorante mente de principiante.
Pero la paciencia y la tenacidad siempre tienen su recompensa, y en esta
ocasión quiso el caprichoso destino que ésta no se alargase en el tiempo, como
era su costumbre, premiando al obstinado discípulo con un pensamiento
iluminador que como un rayo atravesó su córtex cerebral inundándolo todo, al
igual que las aguas hacían con los arrozales en épocas de abundancia.
“Cualquiera podría reconocer el olor de la rosa florecida –pensó–, pero
quién de entre todos sería capaz de describirlo con palabras. También la visión
del vuelo del sereno gavilán sobre la bóveda celeste me transporta a un paraíso
de paz y, sin embargo, me siento incapaz de explicarlo a mis semejantes en el
lenguaje conocido. Lo mismo ocurre cuando la esfera lunar se sumerge en las
remansadas aguas del lago durante las noches estivales, dejándonos el alma tan
transparente y vacía como la parte más valiosa del cántaro de barro; cuántos
podrían decir entonces lo que sus corazones les transmiten sin faltar a la
fidelidad. De la misma forma, conozco el sedante sonido del fluir del agua sobre

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Pedro Estudillo Butrón

la roca pulida que tanto calma mi ánimo cuando la oscuridad se cierne sobre él,
y no por ello me atrevería a traducirlo al idioma de la tinta. Tampoco debe de
existir nadie diestro en los símbolos gráficos apto para narrar los sentimientos
que afloran durante un paseo por el frondoso bosque henchido de diferentes
cantos de aves multicolores. Y qué decir de las mágicas melodías remotas que
los juglares hacen brotar misteriosamente de sus cañas agujereadas; imposible
relatar cómo nos hace vibrar hasta el último de los vellos que nacen en nuestra
piel.
El maestro tiene razón, como no podía ser de otra manera, quien le ha
conocido se calla; quien habla no le ha conocido.”
Y así el espíritu del joven discípulo mudó de la obnubilación a una tenue
claridad que sólo comenzaba a asomar tímidamente cual amanecer el primer día
de primavera, y que con el transcurrir del tiempo terminaría alumbrándolo como
el sol en su cenit, dejando atrás para siempre la noche eterna que reina en el
corazón de la gran mayoría de los mortales.

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Retratos por palabras

Un hermoso sueño
(Arcilla roja sobre madera – Autorretrato)

Abro los ojos; de nuevo es el alborotador piar de los gorriones en la


ventana el que me extrae del mundo de los sueños para devolverme al de las
ilusiones. Al tiempo que me desperezo, pienso en lo alegres que se muestran
todos estos pajarillos cada mañana, a juzgar por la algarabía con que me
despiertan al amanecer; es como si todos los días celebrasen el nacimiento del
sol por primera vez. O por última, quién sabe; quizás ellos lo sientan así y crean
que hay motivos bien fundados para recibir cada día como si fuera uno especial;
un día más de vida en este maravilloso y mágico lugar del Universo que nos
ofrece gratuitamente todo cuanto necesitamos para ser dichosos. Concluyo
diciéndome que igual hasta tienen razón.
Salgo al exterior. Una mañana preciosa; la ardiente esfera del sol ya
empieza a emerger de las profundidades del basto océano que se abre ante mis
ojos, allá por la difusa línea del horizonte, dándole a las pacíficas nubes ese
extraño aspecto de brazas incandescentes que tanta curiosidad me suscitan
cuando las observo.
Estiro un poco mis entumecidos músculos admirando la grandeza del
paisaje con que el mundo me da la bienvenida, después de haberme refrescado
en las tranquilas aguas del riachuelo junto al que habito. La frialdad del agua
tensa mis músculos y me templa los nervios, aclara la mente y serena el espíritu.
Ya estoy listo para afrontar un nuevo e impredecible día.
El ejercicio me ha abierto el apetito. Salgo al campo a ver lo que me
ofrece hoy. En esta época del año se dan una uvas grandes como huevos de
codorniz y tan dulces que más bien parecen néctar de los dioses; también
encuentro algunas naranjas ya maduras que me tientan con un exuberante
aspecto de estar bien repletas de jugoso zumo; después de tantos meses sin
probarlas, me rindo ante el estimulante señuelo y cojo un par de ellas.
Tras un desayuno tan nutritivo, lo mejor es dar un buen paseo por el
interior del bosque, antes de que la temperatura aumente y ahuyente la
refrescante humedad de la noche. Me encanta este intenso olor a tierra mojada
con que el rocío impregna el aire que respiro conforme van transcurriendo mis
pasos entre la frondosidad de estos árboles. Pinos, robles, hallas, castaños,
multitud de diferentes variedades de helechos, todos en su máximo esplendor y
en perfecta armonía, conforman un espectáculo de lo más colorido y agradable a
todos los sentidos. El alegre canto del ruiseñor, el incesante corretear de las

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Pedro Estudillo Butrón

laboriosas ardillas entre las ramas, el ulular de la suave brisa penetrando por
cada resquicio de cada árbol, el persistente repiqueteo del pájaro carpintero
desde lo más profundo del bosque, un ligero movimiento de algún avisado
cervatillo oculto en la espesura, el hipnotizador murmullo del agua saltando
sobre las piedras en la ribera del río...; mientras camino, abro al máximo mi
instinto primitivo para captar y percibir en toda su pureza el más nimio detalle
que la Naturaleza pone al alcance de mis sentidos. Al mismo tiempo, cierro mi
mente a todos los pensamientos tóxicos y contaminados que puedan aparecer sin
avisar previamente. No permito que nada enturbie esta correspondida relación
de amor y respeto existente entre el bosque y yo.
De regreso, me cruzo con algunos vecinos a los que saludo
amigablemente; nos tratamos poco, pero sé con seguridad que puedo contar con
ellos cuando lo necesite. Por supuesto, también ellos saben que aquí estaré yo
siempre que lo precisen. La presencia cercana de congéneres me da seguridad y
confianza, sobretodo si no se inmiscuyen en mi intimidad ni intentan apoderarse
sin necesidad de mi preciado tiempo.
De nuevo en la serenidad del hogar. Mi amigo el sol se encuentra ya en
todo lo alto y calienta que da gusto. Va siendo hora de que me gane el sustento,
así que agarro mi primitiva caña de pescar fabricada con madera de fresno y me
dirijo al lugar acostumbrado; una gran piedra situada bajo la refrescante sombra
de un centenario roble que crece a orillas del río, es el mejor lugar para hacer
buenas capturas. De nuevo estas próvidas aguas vuelven a ser generosas
conmigo y recompensan mi paciencia con un par de hermosas truchas,
suficientes para un buen almuerzo. De regreso a casa me hago también con
algunas granadas maduras que me encuentro por el camino. Hoy la comida será
de lujo. No puedo olvidar tampoco recoger algo de forraje seco para encender la
lumbre con la que cocinar el sabroso pescado.
No hay nada como un merecido descanso para digerir los alimentos
ingeridos. La paja seca que cubre el tejado del chozo proporciona una frescura a
la estancia que me permite conciliar un breve y reconfortante sueño.
El reparador reposo me ayuda a afrontar lo que resta de día con una
mayor vitalidad y un vigor a prueba de bombas. La tarde se presenta cálida y
serena, así que me dirijo hacia la cercana playa con paso resuelto y el ánimo
desbordado. De camino me aprovisiono de la fruta fresca que me van ofreciendo
gratuitamente los árboles que ante mí se presentan; la tarde será larga, y un
tentempié nunca viene mal; además, la experiencia me dice que el agua de mar y
el contacto de la fina arena bajo mis pies desnudos, forman una combinación
perfecta para abrir el estómago a cualquier alimento que se le eche. Cargo
también con los utensilios necesarios para fabricar algunos dardos con los que
cazar conejos y pequeños venados; me van quedando pocos y, además, me
servirá de distracción en esta apacible tarde.

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Retratos por palabras

Tumbado sobre la arena, con la piel aún húmeda y cubierta del saludable
salitre, reflexiono profundamente contemplando el ancho y despejado cielo,
mientras nuestra estrella amiga va tomando su camino de vuelta a casa,
perdiendo intensidad y ardor conforme se acerca a las escarpadas cumbres que
se levantan al otro lado del mundo, y tras las cuales terminará desapareciendo,
cediendo su lugar por unas horas a su hermana menor, la luna. Pero antes de que
eso ocurra aún tengo tiempo para pensar en lo afortunado que soy al pertenecer
a una tierra que nunca me desampara y que me acoge en su seno
desinteresadamente, a cambio sólo de un mínimo respeto y una juiciosa
sumisión. Un precio insignificante frente al incomparable regalo de la vida.
Vuelvo a casa justo para presenciar de nuevo el inconmensurable
espectáculo del cielo encendido en llamas sobre las altas montañas que se elevan
en los confines de la tierra conocida. Por más que se reitere un día tras otro,
nunca dejará de fascinarme.
Ceno algo ligero, que no me perturbe el necesario descanso nocturno, a la
vez que contemplo la inmensidad del firmamento estrellado. Poco después, me
meto en la cama con la mente tranquila y en calma, y el espíritu reposado y feliz
dispuesto a sumergirme en un profundo y agradable letargo...
¡DESPIERTA, DESPIERTA! Sólo era un hermoso sueño.

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