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Pedro Estudillo Butrón
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Retratos por palabras
Índice:
• Prólogo 5
• El ingenioso hidalgo 6
• Cristian 7
• El final del camino 11
• El hombre que perdió la sombra 15
• Huyendo de la vida 17
• Imelda 20
• Juan 22
• La cabina 28
• La caída 29
• La caverna maldita 30
• La espera 32
• Magia en la playa 34
• Dime mamá 36
• El día en que Matilde recobró su libertad 38
• Melocotón 39
• La persona que más admiro del mundo 40
• Nieves 42
• Papel en blanco 44
• Vida más allá de la memoria 46
• Ramón 48
• Tan sólo una historia 52
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Pedro Estudillo Butrón
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Retratos por palabras
Prólogo
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Pedro Estudillo Butrón
El ingenioso hidalgo
(Fresco – Renacimiento)
Cerró el libro tras deleitarse extasiado hasta con la última de sus letras;
se recostó en el asiento, dejando la cabeza descansar sobre las palmas de sus
manos cruzadas bajo la nuca. Y embriagado aún por el clamor de una lejana
victoria rememorada y el sabor del último beso de agradecimiento, entornó los
ojos y se adentró despacito, sin prisas, en un mundo de ensoñaciones, evocando
con una sonrisa bobalicona cada batalla, cada aventura, cada doncella salvada,
cada reino conquistado y cada villano caído bajo su espada; siempre siendo el
protagonista indiscutible, caballero andante, valiente, arrojado y justiciero,
aclamado en mil lugares, adorado por innumerables princesas, todas ellas
jóvenes y hermosas...
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Retratos por palabras
Cristian
(Óleo sobre tabla – Arte africano contemporáneo)
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Pedro Estudillo Butrón
polvo de la calle, junto con el resto de vecinos que habían sido sorprendidos
como ellos.
El padre de Cristian, un hombre culto y con estudios superiores en el
extranjero, se vio en la necesidad de intermediar por todos sus convecinos y
amigos, que siempre habían confiado en él y en su superior educación. Fue el
primero en caer abatido de un disparo en la cabeza. Así acabó su ambicioso e
inútil ideal de aprovechar su prestigiosa carrera de letras para intentar sacar de la
miseria y el olvido, no ya sólo a su familia, sino a todo el país. De haber oído a
su mujer, probablemente ahora se encontrase con vida, viviendo pobremente en
el norte, como tantos otros que se marcharon para nunca volver; aunque, como
él decía, una vida indigna no merece llamarse vida.
El estruendo del disparo fue seguido por el grito desgarrador de la madre
de Cristian, aquel grito que aún hoy no ha podido dejar de oír en sus noches más
sombrías, y que fue el último sonido que pudo emitir su pobre madre, a la que
también abatieron de inmediato. Zuleima quedó muda para siempre y con la
mirada perdida en el vacío. La muerte de aquel hombre que sacrificó toda una
vida por los suyos, sólo fue la primera de entre muchas otras que se produjeron
ese día; más que lamentarse por ellas, casi habría que dar gracias al cielo; al
menos eso es lo que pensaron los escasos supervivientes de esa primera
masacre, ya que para los que quedaron con vida, la suerte podría haberse
considerado aún peor. Todos los hombres adultos fueron cruelmente mutilados
de pies o manos, o de ambos; a las mujeres embarazadas se las dejó morir
desangradas, presas del dolor, tras arrancarles sin mayor miramiento el feto que
albergaban en su interior. Todo ello ante la mirada atónita e incrédula de los que
aún poseían sus sentidos despiertos. Pero a éstos, ya se encargaría el tiempo, en
su sabiduría, de quitarles la razón si en verdad desearon la muerte en aquel
preciso momento de terror desmedido, porque una vez más se cumpliría el viejo
dicho que nos anima a no perder la esperanza mientras se mantenga la vida.
Cristian, como era de prever, fue reclutado de inmediato por los invasores
para formar parte del improvisado ejército de salvación, junto con el resto de
muchachos menores de diez años. Los militares pensaban que, a partir de esta
edad, su adoctrinamiento no era del todo seguro, así que los eliminaban de
inmediato para no correr riesgos innecesarios. De haber conocido el general
rebelde los acontecimientos futuros, es seguro que hubiese bajado esta edad de
militancia.
Para las chicas, el destino era aún más desgarrador. A partir de ese día,
Zuleima se convertiría en otra de entre tantas criadas al servicio de los soldados
y oficiales. Un servicio que las solía conducir a una muerte segura al cabo de no
mucho tiempo, después de alguna paliza excesiva por parte de cualquier militar
borracho o tras algún embarazo inevitable.
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Retratos por palabras
Cristian había caído al infierno sin paracaídas, pero jamás olvidaría los
años que vivió en el cielo con su familia. Y este recuerdo conservado hasta el fin
de sus días, fue el que lo mantuvo siempre sereno y con la mirada altiva, algo
que nunca supieron reconocer los salvajes asesinos encargados de adiestrarlo
para la guerra, que en todo momento confundieron esa arrogancia del muchacho
con la fe ciega a la causa, que ellos trataban de sembrar, a base de
grandilocuentes consignas y severos castigos, en las mentes inocentes de todos
aquellos niños a los que previamente habían dejado huérfanos.
Durante interminables y agotadores años, el chico fue capaz de
mantenerse firme y obediente, disimulando su odio hasta lo imposible, al punto
de parecer que su pasado había quedado sepultado para siempre en el lodazal
abandonado que fue su antiguo hogar, junto con los huesos de sus amados
padres.
Pero la paciencia siempre es recompensada de algún modo, y, gracias a
esta ciega obediencia simulada, Cristian fue ganándose poco a poco la confianza
y el respeto de todos sus mandos, hasta llegar a convertirse en el protegido del
general Zahib, la persona que más temía y a la que más odiaba del mundo. Todo
ello, sin perder jamás la vista de su horizonte.
Y así fue como llegó el tan esperado día de la venganza, aunque él
siempre prefirió llamarlo justicia, unos siete años después de aquel aciago día en
el que se tuvo que despojar de su niñez para vestir el traje caqui que lo
convertiría en hombre. En ese momento, el ejército de salvación del general, se
había hecho más fuerte y poderoso de lo que jamás pudieron haber sospechado
las fuerzas gubernamentales, llegando a dominar prácticamente la mitad de la
nación, y se preparaban decididamente para llevar a cabo el más osado y
decisivo de todos los ataques: el asalto a la capital.
Todo estaba ya dispuesto para la ocupación del edificio principal del
gobierno, un día en el que tomarían por sorpresa en su interior al presidente
junto con todos sus ministros y demás personalidades importantes del país. Pero
el general Zahib había cometido un error imperdonable: toda la fuerza y el poder
de su ejército, dependía básicamente de él. Él era el único que daba las órdenes
pertinentes para el avance de sus hombres, y sólo él tenía autoridad para ordenar
el comienzo de cualquier ataque, tal era su desconfianza y su imprudencia... y a
la postre, su perdición.
Porque este hecho no pasó desapercibido para el astuto y paciente
Cristian, que aprovechando su aventajada posición de confianza, supo colocarse
ese día bien cerca de su jefe, junto con otros pocos hombres de alto rango, que
se mantendrían en la retaguardia, a salvo de los disparos del ejército
gubernamental. Y así fue como, momentos antes del ataque, cuando todas las
miradas apuntaban hacia delante, y no hacia atrás, donde él se encontraba, vació
un cargador completo de su vieja AK sobre los hombres que llevaban tanto
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Pedro Estudillo Butrón
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Retratos por palabras
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Pedro Estudillo Butrón
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Retratos por palabras
¡No, no quiero morir!; voy a morir. ¿Quién se puede sentir dichoso viendo
venir el final de los días?
Otros dirán: “Al menos tiene la cabeza en su sitio; debería de dar gracias”.
¡Serán hijos de...! “La cabeza en su sitio”, vaya consuelo. Y encima quieren que
dé gracias y todo.
Pero tengo que ser generoso y amable con todos y decirles que tienen
razón. ¿Para qué mortificarles con mis penas y amarguras? Seguramente dirían
que son achaques de viejo. Pensarían que estoy entrando en un estado depresivo
debido a mi debilidad. Al final terminarían deseándome una pronta muerte y se
engañarían diciendo: “Es lo mejor que le podría suceder”.
Ignorantes.
No. Tengo que mantenerme firme; aparentar placidez y bienestar, para
que al menos se sientan a gusto a mi lado y no terminen rehuyéndome. Hablar
de política, del colegio de los niños, de la comida de Navidad, de lo que subirán
las pensiones para el año que entra...
¡Qué me importarán a mí las pensiones ni el colegio de los niños!
Creo que estoy siendo demasiado cruel conmigo mismo; debería de
relajarme un poco e intentar vivir lo poco que me quede de vida con la mayor
integridad posible...
¡A la mierda la integridad! Tengo derecho a ser cruel conmigo mismo. Es
más, quiero serlo. A estas alturas de la vida nadie me puede prohibir que me
sienta conmigo como me dé la gana. Bastante me he obligado ya a lo largo de
tantos años a sentirme como se suponía que tenía que sentirme para que todos
estuvieran contentos a mi lado. Que si los niños, mi mujer, los clientes, los
socios, los empleados, los proveedores, las amistades, los yernos y las nueras...
Tanto esfuerzo para qué. Para acabar plantado delante de un
decepcionante aparato electrónico que no hace más que recordarme lo inútil que
soy y todo lo que me estoy perdiendo y me voy a perder ahí fuera.
Y todavía hay quien opina que la vejez da libertad.
Iluso.
Claro que yo también llegué a pensarlo cuando me jubilé y pude
dedicarme a lo que me dio la gana. Estuvo bien mientras duró. Pero una libertad
tan exigua no debería ni existir. ¿Qué clase de Dios es ese que te hace creer que
tienes todo el tiempo del mundo para disfrutar de lo que te has ganado con tanto
esfuerzo y sacrificio para poco después arrebatártelo por completo dejándote en
la más humillante de las miserias?
No. Definitivamente yo no quiero esa libertad. Prefiero mil veces el
forzado trabajo en el campo o el estrés de los negocios antes que esta mierda de
libertad.
Bueno, al menos sí que soy libre para poner el canal de televisión que
quiera. Por cierto, creo que ya va a empezar la corrida de toros; si no recuerdo
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Pedro Estudillo Butrón
mal hoy toreaba Morantes. Promete ser una gran corrida; creo que me lo pasaré
bien.
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Retratos por palabras
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Pedro Estudillo Butrón
Pero aquel día era como si no existiese, nadie me hacía caso, ni tan
siquiera el perro de la entrada ladró a mi paso. No es que me confundiesen, tanto
el barman como los clientes me ignoraban, con decir que incluso añoré tiempos
pasados, cuando en mi niñez todos me insultaban...
Mi desesperación me hizo olvidar mi habitual prudencia y languidez y
empecé a gritarle a todo el mundo, buscando alguna respuesta a tanta estupidez.
Todo fue inútil, cada intento iracundo por hallar lucidez, topó con un rostro
inmundo que me miraba sin inmutar la tez.
Aquello fue ya el colmo; agotó mi paciencia. Abandoné el bar lleno de
ira, y con la mayor violencia, me dispuse a hacer arder en la pira al primer
peatón que me ignorase con impertinencia.
No fue necesario. Nada más poner un pie en el asfalto, agitado y sudoroso
como me encontraba, con un sol que con un millar de agujas afiladas en la cara
me golpeaban, traté de hallar antes refugio y hacia una salvadora sombra me
dirigí... y fue entonces cuando en la cuenta caí: ¡Mi propia sombra ya no estaba,
cómo es que antes no lo advertí!
Como una pesada losa de granito, la realidad cayó sobre mí. Miré hacia
un lado, hacia otro... nada. No estaba allí.
Intuí que aquella anomalía podría ser un posible motivo por el que ser
ignorado, pero esto pareciome que ya nunca hubiese importado.
Lo principal entonces consistía en averiguar qué había ocurrido con mi
sombra, ¿dónde se metía? Siempre había estado conmigo, para mí era tan
cercana..., fiel y perseverante como lo es el sol cada mañana.
Aquel misterio era como una montaña desconocida y lejana, es decir, de
él yo nada entendía. Raudo y aterrado acudí a la clínica más cercana. Confiaba
en que alguien me lo aclararía. Pero... el problema persistía; nadie se percataba
de mi presencia, incluida la cirujana, ya que hembra era la que me tendría que
dar asistencia.
Por más que yo insistía y la zarandeaba con brusquedad, todo parecía en
vano, ella simplemente me apartaba con frialdad, como el que se espanta una
mosca en el calor del verano.
Cuando me abandonó la paciencia, cansado y abrumado, decidí desahogar
mi impotencia entrando en el acusado. Sin más compañía que la soledad que
nunca perseguí, me enfrenté al espejo viejo y deteriorado y... entonces todo lo
comprendí: no había perdido la sombra, era ella la que me había encontrado a
mí.
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Retratos por palabras
Huyendo de la vida
(Tinta sobre papel – Cómic)
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Pedro Estudillo Butrón
edificio era a todas horas un hervidero de actividad humana poco prudente, pero
también conocía la rapidez con la que actuaban los hombres que le buscaban.
No podía cometer un nuevo error, pero tampoco tenía tiempo para pensar. Se
giró y voló hacia la ventana de la parte trasera; la oscuridad del callejón le
proporcionaría refugio. Un par de pasos en la cuerda floja de la cornisa y un
pequeño salto hacia la escalera de incendio le ayudarían a franquear los tres
pisos de altura que le separaban de la salvación. No había problemas, ya lo había
hecho otras veces.
Apenas había podido sortear el primer tramo de la oxidada escalera
metálica cuando sus experimentados oídos volvieron a ponerle en alerta. Un
chirriar de neumáticos en la misma boca del angosto callejón. Todo el mundo
sabe que un sonido así sólo puede significar una cosa. Por el rabillo del ojo los
vio salir de un enorme coche del color de la noche; gabardinas oscuras,
sombreros negros, no había tiempo para pensar. Como una rata asustada Miguel
saltó de nuevo al interior del edificio por un pequeño ventanuco que daba al
pasillo de la segunda planta. No pensaba, sólo corría. Se asomó por la baranda:
gabardinas oscuras y sombreros negros subían alborotadamente; la azotea se
convirtió entonces en su salvación. Intuyó que en breves momentos se
transformaría en una nueva ratonera, pero eso sería después, en aquel momento
no había tiempo para pensar. Saltó los escalones de dos en dos; tres, cuatro,
cinco plantas; el corazón le golpeaba con insistencia, pero éste, desde su oscura
oquedad, no podía adivinar lo que ocurría fuera, en el mundo real, donde se
muere o se mata porque sí, porque así son las cosas. Miguel alcanzó la pequeña
puerta que corona el edificio, “seguro que está cerrada con llave”, se atrevió a
imaginar. La empujó con fuerza y ésta cedió; respiró aliviado al tiempo que una
bocanada de aire frío y húmedo procedente del cielo estrellado le daba las
buenas noches. El sudor se le heló, pero no había tiempo para pensar. Su mirada
se movió a mayor velocidad que su vista, la cabeza giró y giró, oscuridad y
amenazas, amenazas y oscuridad; los cuatro puntos cardinales presentaban el
mismo aspecto desalentador. Volvió a correr sin pensar y sin escuchar al
atormentado corazón que le gritaba con más fuerza desde el interior de su
oquedad. “Ahora no hay tiempo, después”. El edificio que se le presentó ante
sus ojos era algo más bajo, unos dos metros de distancia, quizá tres. No había
problema, sólo sería un salto sin importancia. Tomó carrera mientras oía los
precipitados pasos a su espalda; gabardinas oscuras, sombreros negros; no había
tiempo para pensar. Corrió, saltó, eran más de tres metros, puede que hasta
cuatro, no se sabe, qué más da. Cayó a varios metros del pretil; entonces fueron
los pies y el hombro sobre el que había rodado los que le gritaron, “déjalo ya,
todo esto es una locura, no hay salvación”. Pero no había tiempo para escuchar,
qué sabrían ellos. Miguel continuó corriendo entre un bosque de humeantes
chimeneas ennegrecidas y antenas oxidadas. Su corazón se volvía más osado por
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Retratos por palabras
momentos, “si no lo dejas ya, seré yo quien lo haga”, le amenazó, “ya no eres el
jovenzuelo inquieto e indomable de hace unos años”. Pero no había tiempo para
pensar.
Sólo un metro le separaba de la puerta de chapa que se había convertido
por entonces en su salvación, cuando sintió junto a su cabeza un silbido
escalofriante al mismo tiempo que vio saltar frente a sus ojos un trozo de ladrillo
de la pared que ya tenía a su alcance. “Armas con silenciador, esta gente piensa
en todo; así evitarán la llegada de la policía entorpeciendo sus quehaceres”. En
aquel momento fue cuando su corazón, piernas y músculos encontraron un
aliado excepcional; también se les unió el cerebro. “Estás perdido, no hay nada
que hacer, este disparo ha pasado cerca, el próximo será definitivo”. Pero la
pequeña portezuela se abrió y cobijó a Miguel tras de sí. No había tiempo para
pensar, sólo para correr.
Más escaleras. Sus pulmones protestaron furiosamente, “no puedes
seguir”. Pero no había tiempo para pensar. Saltó los escalones de tres en tres.
Cuarta planta, tercera, segunda, primera; sus ojos se levantaron mientras giraba
bruscamente entre dos tramos de escalera; gabardinas oscuras, sombreros
negros. No había tiempo para pensar. El portal salvador ya estaba a su alcance,
un último empujón y podría perderse en la oscuridad de la noche. Allí estaría a
salvo.
Pero en esa ocasión la noche le saludó con un terrible golpe en la cabeza
que lo derribó sin remedio contra el sucio suelo acerado, haciéndole perder a un
tiempo la conciencia y la libertad.
Cuando sus ojos se abrieron a la vida y su mente a la realidad, la totalidad
de su cuerpo se puso de acuerdo para gritarle: “ya te lo advertimos”. El dolor de
la cabeza era punzante, casi insoportable, pero la negrura del cañón de una
Magnum a un palmo de distancia era motivo más que suficiente para no pensar
en ello. Al fondo del brazo que la sostenía, el rostro indolente de Toni el Manco.
–Sa... sabes que fue inevitable, Toni –consiguió articular Miguel con un
hilillo de sangre corriéndole por la comisura de la boca–. Tu hermano venía a
por mí, tuve que hacerlo, no me dejó otra opción.
–Mi hermano era un desgraciado –dijo Toni impasible sin apartar el
arma–, merecía morir.
Un rayito de esperanza cruzó la mente de Miguel durante un breve
instante.
–También tú eres un desgraciado, Miguel –continuó el mafioso con el
mismo tono de voz inexpresivo–. Y también mereces la muerte.
El rayito se esfumó tal como vino, con la premura que precede al olvido.
Ahora sí podía pensar, pero ya era tarde. Justo cuando el tenebroso pasillo
oscuro que le encañonaba se lo tragó por completo y para siempre, una lúcida
idea aterrizó en su mente: “Ahora ya soy libre”.
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Pedro Estudillo Butrón
Imelda
(Óleo sobre lienzo – Neomanierismo)
Imelda sale tarde del trabajo, le ha tocado turno doble: doce hombres y
tres mujeres han pasado sobre ella en estas últimas horas. Tarde para ella, claro,
porque para la gran mayoría de personas trabajadoras es aún temprano; el día
apenas comienza a clarear sobre los altos edificios que se levantan al Este de la
ciudad: la vida despierta y se abre camino por cada callejuela y cada rincón de
esta triste urbe inmaculada. Imelda odia esta hora en que se desperezan los
perros: demasiadas miradas inquisidoras, demasiadas sonrisas burlonas; su
estrecho vestido rosa no pasa desapercibido entre las gentes decentes que
caminan hacia sus prostíbulos particulares y oficialmente admitidos: bancos,
oficinas, centros comerciales, etc.
Imelda sube al autobús que la acercará a su refugio con la cabeza
agachada, una mano sobre el escote y la otra tratando de alargar una falda que
no logra cubrirle la decencia. En silencio, siente el peso de mil ojos clavados
sobre la poca dignidad que le dejan, acomodándose en el primer asiento que
encuentra libre: uno de esos enfrentados con otro, para su mayor vergüenza.
Inevitablemente se fija en la persona que tiene enfrente: un joven de unos veinte
años más pendiente de su juguete electrónico que de otra cosa. Imelda piensa
que esta juventud de ahora no se sorprende fácilmente en cuestiones de sexo... y
eso es algo que la excita y despierta su imaginación. Se ve de rodillas ante el
chaval, que continúa distraído con su aparatito, aún cuando ella le sube ambas
manos por cada uno de sus muslos, despacito, acercándose con cuidado a lo más
alto del pantalón, con la mirada lasciva clavada en esos ojos inocentes que no le
prestan atención. Agarra con firmeza la prenda y tira fuerte hacia abajo; el joven
le facilita la maniobra alzándose levemente del asiento, pero sin abandonar su
pasatiempo favorito; Imelda gime de gozo ante tanta indiferencia. Ahora las
manos se deslizan sobre piernas desnudas de vello erizado, hasta que la derecha,
hábilmente, se cuela juguetona bajo el calzón tipo bóxer, encontrándose sin
prisas con un pene aún virgen, duro como el granito y caliente como el alcohol;
Imelda tiembla de emoción, pero su pulso se mantiene firme sobre el miembro
empinado, al que frota y frota exaltada por una inquietante turbación más
próxima al éxtasis místico que al profano. Ya no existe ningún autobús, ni
pasajeros maleducados, ni tan siquiera el chico objeto de su sueño onanista; tan
sólo está ella, con los ojos vueltos hacia arriba, frente a un enorme volcán a
punto de entrar en erupción. Imelda sigue friccionando, ahora con mayor
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Retratos por palabras
ímpetu, con las dos manos, al mismo tiempo que introduce aquel tótem del
deseo entre sus carnosos labios, impaciente por sentir el mayor de todos los
placeres resurgir con fuerza, bajándole por su garganta, cálido y cremoso; sabe
que está a punto de lograrlo, un par de sacudidas más y... de repente... el autobús
se detiene bruscamente sacándola sin anestesia de su ensoñación; el muchacho
baja despreocupado, e Imelda piensa con tristeza que odia llevarse el trabajo a
casa.
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Pedro Estudillo Butrón
Juan
(Óleo sobre tela – Expresionismo)
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Retratos por palabras
que todo hombre de bien debía de tener siempre en mente: casarse, tener hijos y
formar una bonita y feliz familia perfecta.
También en este empeño le fue recompensada su total entrega y
dedicación. Conoció a Susana en un seminario impartido en su escuela. Era la
mujer perfecta: guapa, inteligente, simpática y más bien introvertida, de gustos
sencillos, enemiga de las extravagancias y de los lujos. Lo dicho: la mujer
perfecta para él. Juan era también un buen partido, así que ella lo aceptó pronto
como novio y no tardaron mucho en casarse. Tampoco el primer hijo, Alberto,
tardó en llegar, para la alegría y satisfacción de Juan, que por día veía como su
sueño se iba cumpliendo con el más rotundo de los éxitos. Por supuesto, Susana
dejó su trabajo tras la llegada de Alberto para ocuparse por completo de su
crianza, así como del cuidado del hogar. Fue algo de mutuo acuerdo, no por
casualidad Juan la había elegido a ella entre tantas otras para su insigne proyecto
de vida. Cada detalle era importante, y Juan lo sabía.
El segundo hijo se hizo esperar algo más. Incomprensiblemente para Juan,
pasaban los años y Susana se resistía a quedar embarazada; algo estaba fallando.
Algunos amigos se atrevieron a aconsejarle que acudiera a una clínica de
fertilidad, pero eso era algo que iba en contra de sus principios: Dios había
hecho al hombre y a la mujer para tener hijos; Él era el único que podía
intervenir en este milagroso proceso. Ni que decir tiene que Susana también
estaba de acuerdo con él. Pero de nuevo su tesón pudo más que cualquier
adversidad. Por fin su mujer se quedó embarazada. Ahora sí que la felicidad
sería completa; ya nada ni nadie podría pararle, su proyecto de vida estaba
resultando tal y como él siempre lo había deseado y planeado.
Pero nada ni nadie en este mundo podría haberse imaginado ni por un
momento lo que iba a acontecer en el apacible y feliz hogar de Juan aquel
inolvidable día, porque a lo que nada ni nadie puede en verdad parar es al
inevitable destino que las circunstancias cruzan en nuestro camino.
Era domingo, un día tórrido y gris de invierno, alrededor de las doce de la
mañana; el desapacible clima exterior parecía augurar el inminente desastre que
se cernía sobre aquella casa. Hacía tan sólo unos minutos que Juan y su familia
habían regresado de la capilla cercana, después de asistir, como todos lo
domingos, a la sagrada misa. Ya se habían puesto cómodos en el interior de la
confortable casa de campo que, con tanto esfuerzo y sacrificio, habían podido
adquirir hacía unos años. Juan preparaba el didáctico juego de construcción que
le habían comprado a Alberto en las pasadas Navidades, mientras su hijo lo
miraba con impaciencia y admiración, dispuesto a pasar una agradable y amena
mañana de domingo en familia. Susana, mientras tanto, se afanaba en la cocina
con un guiso que olía a las mil maravillas.
Fue ella la que advirtió la primera anomalía. “Juan, creo que ahí afuera
hay alguien”, comentó inocentemente, pensando que podían ser algunos de los
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Pedro Estudillo Butrón
vecinos que habían entrado por la pequeña cancela metálica que habrían dejado
abierta sin percatarse de ello, como tantas veces había ocurrido. “Voy”, dijo su
marido mientras se acercaba a la puerta entornada que daba a la terraza exterior,
la cual, raramente solía cerrarse durante el día, ya que ellos estaban saliendo
continuamente al patio y no había motivo para ello.
No tuvo tiempo de abrirla; ésta se le estampó en la cara de un fortísimo
porrazo, lanzándolo hacia el suelo con un dolor muy intenso y palpitante en todo
el rostro. Apenas pudo distinguir como entraban cuatro hombres grandes y
corpulentos (o al menos así les pareció en aquel momento), armados algunos
con bates de béisbol y otros con puñales; uno de ellos empuñaba una especie de
arma automática pequeña. No hubo tiempo para avisar ni para decir nada. Su
mujer y su hijo se acercaron tras escuchar el fuerte ruido del portazo y ambos
fueron cogidos con gran violencia por dos de los intrusos. Entre los otros dos
levantaron rudamente a Juan, después de darle un fuerte golpe con el bate en la
cabeza, y lo lanzaron, medio aturdido, junto con el resto de su familia, hacia
dentro del salón. A Juan le ardía la cara, la vista se le nublaba por momentos
debido a la sangre que le chorreaba incesantemente por la brecha abierta en la
frente producida por el bate; se notaba además la nariz hinchada y en la boca ya
empezaba a acumulársele la sangre procedente de ésta, a raíz del portazo
primero. Oía levemente gritar a su mujer y llorar desconsoladamente a su hijo,
pero sabía, al igual que sus captores, que era inútil; aquellos hombres ya se
habían encargado de cerrarlo todo y los vecinos más próximos se encontraban a
suficiente distancia como para no enterarse de nada. Él siempre había buscado, y
apreciaba mucho, la tranquilidad e intimidad que habían encontrado en aquella
casa, tan apartada del mundanal ruido urbano.
El aturdimiento tan sólo duró unos pocos segundos en desvanecerse,
aunque a Juan le parecieron una eternidad, en la que todo pasaba como a cámara
lenta. En cuanto pudo articular palabra comenzó a repetir sin cesar: “¡Dejen a
mi familia, les daré todo lo que quieran!”. Pero aquellos hombres no parecían
oír; ellos iban a lo suyo. Uno de ellos asestó otro terrible golpe en el rostro de
Susana mientras gritaba: “¡Calla puta!”, la cual empezó a sangrar
abundantemente de inmediato, quedando medio inconsciente en mitad del suelo
del salón. Solucionado el problema de los gritos, sólo quedaba acallar de alguna
forma el llanto del pequeño, que no dejaba de llorar escandalosamente mientras
el más fornido de los hombres lo atenazaba ferozmente por uno de sus delicados
brazos. “¡Haz callar de una vez a ese mocoso!”, rugió otra de aquellas bestias,
aquella que parecía ser el líder. Y dicho y hecho; ante la mirada de Juan, a tan
sólo unos metros de distancia, sin mediar más palabra, aquel salvaje levantó el
cuchillo que llevaba en la otra mano y, de un rápido y eficiente tajo, sesgó la
yugular del niño, y con ello su corta vida.
Se hizo un silencio sepulcral.
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Pedro Estudillo Butrón
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Retratos por palabras
Fin
Si les parece dura esta historia es que no conocen las historias de verdad,
aquellas que pasan todos los días en la vida real a seres humanos como usted y
como yo, en cualquier parte del mundo. Tampoco yo las conozco,
afortunadamente, pero soy consciente de que el sufrimiento, ajeno o propio, nos
hace más humanos, mientras que la ausencia de él o su desconocimiento nos
deshumaniza. De ahí que yo considere de VITAL importancia la publicación y
difusión de toda forma de sufrimiento humano, provocado o fortuito, ya que
prefiero humanizarme con el conocimiento del sufrimiento ajeno, a tener que
hacerlo con el propio, que espero que nunca llegue.
Disculpen las molestias.
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La cabina
(Acrílico sobre tabla – Simbolismo)
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Retratos por palabras
La caída
(Gouache sobre papel, cortado y pegado sobre lienzo – Collage)
Mientras huía, toda su vida cruzó tras sus ojos lagrimosos al igual que el
tren se precipita en la oscuridad del túnel. El primer diente que perdió; Antoñito,
su novio de primaria; las caricias de su padre en aquellas noches interminables,
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Pedro Estudillo Butrón
La caverna maldita
(Lápices de colores sobre papel – Arte Naïf)
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Pedro Estudillo Butrón
La espera
(Diseño digital)
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Retratos por palabras
Es cierto que ya me dijeron que me podría marchar, dar una vuelta por
ahí, que ya ellos se encargarían de todo, que no habría problemas... pero, Dios
mío, quién se va y la deja sola con unos extraños... y en su estado...
Definitivamente eso es algo impensable.
Cuántas ganas tengo ya de poder disfrutar de nuevo con ella... jugar juntos
como solíamos hacer, manosearla, poseerla, sentirla mía y sólo mía. Dios, no
veo el momento de que toda esta pesadilla termine de una vez....
Un momento... parece que ya sale alguien.
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Pedro Estudillo Butrón
Magia en la playa
(Acuarela sobre papel – Romanticismo)
Y la muerte se pronunció.
Fría y calculadora, súbita como un rayo en el estío, impredecible e
incuestionable.
Y, como siempre, perturbadora.
Sólo contaba con cuatro primaveras de vida, si es que el tiempo puede
tener alguna relevancia cuando hablamos de lo único capaz de trascenderlo.
Quizás más importante que el cuándo, fuese el cómo.
Finalizaba agosto. El mar se encontraba encrespado, color aceituna y olor
a invierno prematuro; en el cielo aborregado, un rastro de rescoldo y ceniza
indicaba la marcha reciente del astro soberano hacia el otro lado del mundo.
El aire acariciaba las frías aguas del océano justo antes de abrazarme con
su gélido aliento.
La playa parecía desierta; al fin era mía.
La estela cremosa de las olas invadiendo la arena y cubriendo mis pies
desnudos, absorbía mi atención por completo, retrasando el momento en que me
percatase de lo que ocurría a pocos pasos de mí.
Cuando lo hice, la primera impresión fue de incredulidad, sólo durante un
interminable segundo. Luego… miedo.
El murmullo sordo que envolvía mi paseo, procedente de las pocas almas
que acompañaban mi trasiego, fue transformándose en grito atropellado: ¡Mi
hijo, mi hijo!, eran las únicas palabras que escupía aquella madre, atormentada
por la impotencia, arrodillada junto al cuerpo inanimado del muchacho, hundida
en un abismo de tierra apelmazada y agua salada.
No sé de dónde empezaron a aparecer tal cantidad de personas corriendo
en la dirección del suceso, bajo la mirada vacía de una gaviota altiva e
indiferente, ajena a la tragedia que tan consternados tenía a otros. También yo
me acerqué con precaución.
Cuando pude apreciar su rostro azulado entre el gentío, lo tuve claro: no
respiraba.
Nunca llegaré a entender qué hacía aquel pequeño en el agua a esas horas,
ni en qué pensaba su madre mientras lo engullía una ola traicionera, pero...
¿acaso puede importar eso?
Un niño siempre será un niño, y una madre siempre será una madre, y...
yo soy yo. Al instante supe lo que debía hacer.
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Retratos por palabras
Dejando el miedo a un lado, me colé como una sombra entre los curiosos
y los aprendices de médico, hasta tener el cadáver a mis pies; me agaché y le
coloqué con suavidad mi mano derecha en la frente.
No llegué a ver sus ojos arenosos abiertos, pero tampoco fue necesario.
Me retiré cuando tuve que hacerlo, como cuando llegué, casi inadvertido
por los demás.
En cuestión de segundos y entre grandes arcadas, el pequeño escupió todo
el agua que contenían sus pulmones. Abrió los ojos y lloró amargamente, ante el
alborozo de todos los testigos, incluidos aquellos que la presencia de la aflicción
había mantenido a distancia, que entonces sí se acercaron, atraídos por la
irrupción repentina de la dicha.
Yo sólo me quedé el tiempo justo de obtener mi recompensa: el abrazo
sincero, entre lágrimas y sollozos, de una madre a un hijo y de un hijo a una
madre. ¿Puede haber muestra de amor más auténtica?
Después de aquello no volví a materializarme más en ese mundo. Mi
cometido ya había sido cumplido.
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Pedro Estudillo Butrón
Dime mamá
(Óleo sobre lienzo – Impresionismo)
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Retratos por palabras
¿Cuántas veces las respuestas que se les da a los niños son las más
sensatas?
¿Cuántas veces lo niños se cuestionan lo que los adultos no nos
atrevemos?
¿Cuántas veces los niños deberían de seguir siendo siempre niños?
¿Cuántas veces los adultos deberían de dejar de ser adultos?
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Pedro Estudillo Butrón
Matilde era una mujer luchadora... aunque nadie lo sabía, ni siquiera ella
misma. El hecho de haber criado solita a cinco hijos varones y de haber
aguantado durante casi cincuenta años a un marido, también varón, y que no
conocía la palabra respeto, eran motivos más que suficientes como para sentirse
orgullosa... aunque nadie parecía saberlo, ni tan siquiera ella misma.
Aquel día era un domingo como otro cualquiera; Matilde llevaba toda la
mañana cocinando para sus cinco hijos, nueras, ocho nietos y un bisnieto.
Setenta y cinco años son muchos años, y Matilde estaba cansada... aunque nadie
quería saberlo, ni siquiera ella misma.
Matilde freía patatas mientras todos discutían en la mesa: tocaba resolver
el futuro de mamá tras haber enviudado recientemente; todos y todas sabían
perfectamente lo que a ella le convenía. Matilde, callada, se concentraba en sus
patatas. Al fin Paco, el mayor, tomó la iniciativa con decisión: “no se hable más;
mamá, vendes esta casa, te compras un piso en la ciudad y se acabó”.
-Pero si estoy bien aquí, hijo, de verdad... -empezó a decir Matilde sin
quitar ojo a sus patatas.
-De eso nada, Paco tiene razón, te vienes con nosotros a la ciudad -la
interrumpió Miguel, convencido ante el apoyo del resto.
Entonces Matilde soltó la espumadera sobre la sartén, se secó bien las
manos en el delantal aceitoso, se volvió hacia la mesa y, con la mirada fija en
los ojos de su tercer hijo, afirmó lenta pero firmemente: “He dicho que estoy
bien aquí.” Acto seguido volvió a tomar la espumadera y continuó con las
patatas, satisfecha porque no se le habían quemado. Tras unos segundos de
silencio, Gertru, la mujer de Paco, les recordó a todos lo lluvioso que estaba
siendo el mes de noviembre.
Aquel domingo, Matilde recuperó la libertad... aunque nadie se quiso dar
cuenta, ni siquiera ella misma.
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Retratos por palabras
Melocotón
(Óleo sobre tabla – Prerrafaelismo)
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Pedro Estudillo Butrón
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Retratos por palabras
La persona que más admiro del mundo nunca se ha preocupado por saber
qué es la felicidad ni cómo puede conseguirse, tampoco entiende de caminos ni
de búsquedas... Sólo ríe cuando tiene que reír y llora cuando tiene que llorar.
La persona que más admiro del mundo no se plantea objetivos en la vida,
no aspira a conseguir nada más de lo que ya tiene, ni ansía poder, gloria o
fortuna... Pero sí que suplica porque sus hijos sean buenas personas.
La persona que más admiro del mundo no pretende enseñar nada a nadie,
tampoco da sabios consejos, ni clases magistrales o lecciones de vida...
Simplemente es ella misma, y los demás ansiamos estar a su lado.
La persona que más admiro del mundo desconoce el significado de la
palabra sabiduría (pero la tiene), no sabría definir lo que es el amor (pero ama),
ni se cuestiona la existencia de ningún Dios... ¡Qué más da todo eso!
La persona que más admiro del mundo no entiende nada de nuevas
tecnologías, ni de desarrollo sostenible, ni de cambio climático, ni de guerras
por el poder, ni de la escasez de agua, no conoce nada de historia, no piensa en
el pasado, ni se preocupa por el futuro... Se limita a vivir y nada más.
La persona que más admiro del mundo, como ya habrán adivinado, es mi
MADRE. Sólo es una madre más, como tantas otras que hacen posible que este
planeta siga girando y girando sin parar... Y todo el que la conoce la quiere.
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Pedro Estudillo Butrón
Nieves
(Óleo sobre lienzo – Renacimiento)
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Retratos por palabras
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Pedro Estudillo Butrón
Papel en blanco
(Pintura de polímeros sintéticos sobre tela – Arte pop)
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Retratos por palabras
sin poder plasmar un solo pensamiento, una sola reflexión, una sola idea... ni
una sola palabra. Con el tiempo todos se han ido aburriendo y han acabado
abandonando al perdedor en el que me he convertido. No les culpo, ¿quién
desearía tener por amigo a una sombra?
Pero... un momento... ¿Un mensaje? No puede ser, será de alguien que
anda perdido. El comentarista es Anónimo, como no podía ser de otra manera. A
ver...
“Te echo de menos. Ahora sé cuánto te quería y cuánto me querías tú a
mí... Creo que te necesito”.
Mi corazón da un vuelco que golpea directamente sobre mi mente,
despertándola de su largo letargo. Mi cerebro se transforma de inmediato en una
cascada imparable de sílabas y monosílabos, adjetivos y sujetos, verbos y
predicados... Y entonces vuelvo de nuevo al papel en blanco del editor de texto
que tanto me ha atormentado durante cinco meses y cuatro días.... y mis dedos
vuelan sobre el teclado, la pantalla vuelve a cobrar vida y pronto es inundada
por palabras llenas de luz, magia y alegría.
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Pedro Estudillo Butrón
Ella abrió los ojos. El mes de abril se anunciaba con una luz ambarina
colándose por las persianas. Pero ella no reparó en este cálido saludo; cualquier
otro día hubiera saltado de la cama con su habitual vitalidad y entusiasmo; era lo
normal. Pero no aquel día; aquel día su cuerpo permaneció inmóvil mientras sus
asustadas pupilas buscaban una respuesta por toda la habitación. “¿Qué es todo
esto, donde estoy?” se preguntó, estudiando fríamente cada rincón de su
desconocido dormitorio, el mismo que la había visto amanecer los últimos
cuarenta años. Tras los primeros momentos de turbación, ella decidió que tenía
que incorporarse, no sabía porqué ni para qué, sólo intuyó que era lo que debía
hacer. Lo hizo lentamente, con el corazón aún encogido por el miedo inicial;
primero un pie, después el otro.
¿Qué es esto?
Uno de sus pies tocó ligeramente una pequeña zapatilla de felpa que
descansaba sobre la alfombrilla al pie de la cama; se libró de ella con un
respetuoso empujoncito, al tiempo que se preguntaba para qué serviría aquella
cosa tan curiosa. Ella continuó sus titubeantes pasos, pero la frialdad del suelo la
hizo retroceder. Tras unos instantes de duda se calzó las zapatillas desechadas,
así estaba mejor. Al continuar, rozó levemente con su mano izquierda el
despertador que descansaba sobre la mesita de noche, pero antes de que cayera
logró cogerlo; se quedó pensativa contemplándolo, lo giro y giro una y otra vez
con ambas manos, lo miró del derecho y del revés, “qué cosa tan rara”, volvió a
colocarlo en su sitio, como la que pone una obra de arte sobre un pedestal y
continuó con su lento caminar hasta salir del dormitorio. Tanteando las paredes
a cada paso, como si acabase de aprender a andar, atravesó parte del pasillo
posando su atónita mirada en cada objeto, en cada cuadro con sus imágenes
irreconocibles, hasta entrar en el cuarto de baño, donde se llevó el mayor susto
de su vida al enfrentar su rostro ante el espejo que colgaba sobre el lavabo.
Sofocando un grito entre de terror y asombro, fue a refugiarse temblorosa al
interior de la ducha entreabierta. Allí permaneció el tiempo necesario para
calmar su ánimo y comprobar que no existían amenazas mayores que su propio
desconcierto. Se volvió a acercar a la acechante luna y la palpó intrigada y un
poco divertida, al ver como la imagen respondía a sus movimientos. Cuando la
distracción dejó de ser interesante, ella salió y dirigió sus pasos confusos hacia
la puerta de salida de la casa; la brillante luz que asomaba por su cristalera le
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Retratos por palabras
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Pedro Estudillo Butrón
Ramón
(Pastel mural – Trampantojo)
Cuando Ramón abrió los ojos aquella mañana, lo primero que vio justo
en la pared frente a su cama, fue una mancha de humedad con la forma perfecta
de un payaso.
–Qué ironía –pensó–. Un payaso en este lugar tan sórdido y lúgubre.
¿Pero qué lugar era aquel sórdido y lúgubre en el que había amanecido
Ramón esa mañana? En la confusión del despertar apenas podía recordar dónde
se encontraba y, mucho menos, cómo había llegado allí. Pero ese momento de
plena libertad que transcurre cuando nuestra conciencia aún no ha sido inundada
por las aflicciones y amarguras propias de la humanidad, tan sólo permaneció
durante un breve instante de salvación en la mente de Ramón. Una fugaz mirada
hacia la derecha bastó para devolverle de golpe a la profundidad del abismo
desde donde resurgía su triste realidad.
Allí se levantaban, rígidas y amenazadoras, las mismas rejas oxidadas que
la noche anterior se cerraban a su espalda, confinándole en la más absoluta de
las miserias a la que puede ser arrojado un ser humano. Ramón sabía que sólo
saldría de aquella oscura y húmeda celda para dirigirse a la aún más oscura,
aunque salvadora, muerte en el paredón.
¿Pero por qué tan cruel final para una vida joven y llena de ilusiones? Su
confusa conciencia aún se sentía incapaz de vislumbrar con claridad la totalidad
de la desesperanza que le había conducido ante aquella desgraciada situación.
Las borrosas imágenes de su pasado más reciente, el vivido tan sólo unas horas
atrás, irrumpían en su cerebro con una lentitud desesperante, como una película
en blanco y negro en cámara lenta y descolorida por el tiempo, como si se
tratase de una realidad transcurrida muchos años atrás y vivida por otras
personas en otros tiempos.
Desafortunadamente no cabía duda de que había sido él el protagonista de
aquella barbarie perpetrada el día anterior y que empezaba a cobrar una trágica
solidez en su atormentada cabeza de recluso. Ahora sí podía recordar con
tremenda claridad el momento en el que, junto con sus exaltados compañeros,
vaciaban todas aquellas latas de gasoil sobre los destartalados bancos de madera
de la iglesia de San Esteban, la misma en la que tantos sermones del padre
Antonio había oído durante su infancia y juventud junto a su padre y hermanos.
El mismo padre Antonio que en esos momentos de locura yacía moribundo,
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Retratos por palabras
aunque con la suficiente lucidez como para percatarse de todo lo que ocurría,
sobre el sagrado suelo de su parroquia de toda la vida.
Por desgracia, la sucesión de horribles imágenes no se detenía ahí.
También pudo ver sus propias manos encendiendo la cerilla que haría sucumbir
bajo las llamas al antiguo edificio de arquitectura barroca y poner fin a la
también antigua vida de su párroco. “¡Arde en el infierno, maldito cura fascista
del demonio!”, oyó gritar a su compañero Miguel mientras todos corrían
despavoridos para ponerse a salvo, desperdigándose sin control por las
empedradas calles del pacífico pueblo que los había visto crecer. Por un instante
también se le encendió en la mente la figura de su amigo Miguel quince años
atrás, vestido con un inmaculado traje blanco de marinero, a unos metros del
altar de la iglesia que acababan de incendiar, arrodillado frente al padre Antonio,
aquel cura que acababan de quemar vivo y al que el mismo Miguel había
golpeado cruelmente en la cabeza minutos antes; lo podía ver claramente
recibiendo por primera vez el sagrado sacramento de la comunión; también
podía ver con nitidez, ya que él estaba a su lado en tan insigne momento, como
lo había estado siempre, la sonrisa bonachona y sincera del párroco al tiempo
que colocaba sobre la lengua de su futuro verdugo la redonda lámina comestible
que por aquel entonces todos estaban convencidos de que era el cuerpo de
Jesucristo, y que con tanta ilusión y alegría recibían en aquel día junto con el
resto de compañeros de clase, incluida Marta, que aún no podía albergar ni
sombra de sospecha de que terminaría locamente enamorada de aquel muchacho
de tez pálida y pelo revuelto cuyo máximo empeño en la vida consistía en
pellizcarle el culo siempre que tenía ocasión, y al que todos llamaban
Ramoncito.
“¡Dios mío, Marta!”
Su abstraído subconsciente no había perdido aún la costumbre de invocar
al Dios olvidado en momentos de desesperanza, como lo era justo aquél, en el
que la imagen de su amada tendida sobre el inmundo suelo, inerte y con la
cabeza destrozada por la certera bala de un soldado fascista, tan oportuno como
despiadado, se le presentó con una brutalidad inusitada haciéndole saltar del
desvencijado catre para agarrarse con rabia e impotencia a las rejas que le
arrebataban la libertad. Y fue entonces cuando el duro y valiente Ramón volvió
a convertirse en el inocente Ramoncito de hacía quince años; llorando
desconsoladamente regresó al mugriento colchón y se entregó por completo al
cruel destino al que las circunstancias le habían empujado y que ingenuamente
él creía haber elegido libremente.
En su agonía no podía dejar de preguntarse cómo había llegado a esa
situación; cómo había podido ser capaz de empujar a la locura a todos sus
antiguos amigos y, sobretodo, cómo había permitido que le siguiese en su delirio
también Marta, la angelical Marta, la persona a la que más había querido en el
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Pedro Estudillo Butrón
Cuando volvió a abrir los ojos, pensó que tan sólo habían transcurridos
unos pocos segundos desde que su cerebro fabricase aquel extraño sueño que
difícilmente podía recordar; años más tarde sospecharía que fueron muchos más
segundos. Lo primero que pudo ver apoyado sobre la pared que tenía enfrente de
su acogedora habitación y junto a la videoconsola y el televisor, fue el payaso de
trapo que le regaló su padre al cumplir cinco años. Habían pasado ya cuatro años
de eso y aún lo conservaba intacto, como uno de sus juguetes preferidos. Más
adelante, también presentiría que el motivo de su conservación era otro bien
distinto, más profundo y misterioso, cuando el mismo payaso de trapo,
envejecido y algo remendado y en esta ocasión en el dormitorio de su propio
hijo, volviese a ser el lazo de unión entre dos épocas bien distintas dentro del
mismo mundo, aunque vividas por el mismo espíritu.
En ese primer instante de lucidez, trató de aferrarse con fuerza a la
borrosa reminiscencia que aún flotaba en su mente y en la que se veía a él
mismo, aunque bastante mayor y cambiado, encerrado en una oscura prisión y
recordando inquietantes sucesos sobre el incendio de una iglesia, la muerte de
un cura, amigos entrañables y un apasionado amor. “Qué tontería”, pensó el
pequeño Ramón, “¿por qué iba nadie a quemar una iglesia?”. ¿Y quién sería
esa tal Marta a la que era incapaz de verle el rostro? Con nueve años, a Ramón
aún le producía náuseas la idea de enamorarse de alguien. Tampoco podía
entender por qué en ese momento de confusión sentía tanta ansiedad y
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aunque sólo fuera por el temor que infundían sus denigrantes represalias sobre
todo aquel que tenía la osadía de contradecirle; tenía además una habilidad
increíble para salir airoso frente a cualquier situación, por muy comprometida
que ésta fuese. Por lo dicho, de todos era sabido que sería uno de los primeros
en acceder al puesto de trabajo que tanto anhelábamos los demás y para el que
tanto nos estábamos esforzando. Para él, por el contrario, parecía cosa de coser y
cantar; de nada importaba que alguien le soplara siempre las respuestas en los
exámenes descaradamente o que no mostrase ningún respeto por algunos de sus
compañeros menos populares. Para ser el favorito de los profesores lo único
necesario era hacerlos reír a cada momento y darles un poco de charla de vez en
cuando diciéndoles lo que querían escuchar, siempre con simpatía y buen
humor, por supuesto, mientras que el resto teníamos que partirnos la cara
estudiando e intentando parecer perfectos y brillantes aun en las situaciones más
adversas.
Y efectivamente ocurrió lo que ya sabíamos: poco después de terminar el
curso lo avisaron de la empresa y entró a formar parte de la misma sin ningún
problema. Yo aprobé todas las asignaturas con la máxima nota, pero de nada me
sirvió; llegué a pensar que igual mi expediente también se había vuelto invisible.
Al cabo de dos años me dio por enviar una carta al departamento de RR.HH. y
tuve la enorme fortuna de que era un momento en el que la empresa necesitaba
personal, así que me llamaron y, tras las pertinentes entrevistas, me incorporé a
la plantilla.
Allí estaba él. Su glorioso hálito seguía brillando inconmensurablemente a
lo largo y ancho de toda la planta. Tampoco en esta ocasión se le vio un gesto de
cercanía o reconocimiento; ni yo lo esperaba, a pesar de trabajar muy cerca el
uno del otro y de cruzarnos cientos de veces a lo largo de la jornada laboral.
Hasta entonces creí haber superado mi larga enfermedad de la incorporeidad,
pero al parecer, volví a recaer, llegando a temer incluso que ésta se volviese
crónica. Me salvó el hecho de que, por entonces, yo había madurado un poco y
pude observar que mi caso era uno más entre tantos otros, es decir, comprobé
que no era el único al que esta persona parecía ignorar o ningunear, por no decir
despreciar. Así que fui restándole importancia y dedicándome a lo mío.
Afortunadamente no me faltaban compañeros con los que charlar
amigablemente ni con los que pasar buenos ratos; gente como yo, sencilla,
trabajadora, sin ánimo de grandeza ni complejo de superioridad.
Así transcurrieron algunos años, yo relacionándome laboral y
amistosamente con mis iguales dentro de nuestro plano terrenal, mientras él
continuaba paseando su incombustible aura por ese otro mundo, más cercano al
Olimpo, donde sólo unos pocos privilegiados tenían acceso, y donde él, y sólo
él, tenía la potestad de invitar o expulsar a quien le viniese en gana, sin otro
motivo aparente más que su caprichosa voluntad.
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Testamento vital
(Óleo sobre lienzo – Romanticismo)
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El guerrero
(Arena coloreada sobre madera – Mandala tibetano)
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Reflejos
(Garabato de bolígrafo azul sobre papel cuadriculado)
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Obnubilación
(Tinta china sobre papel de arroz – Arte oriental)
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la roca pulida que tanto calma mi ánimo cuando la oscuridad se cierne sobre él,
y no por ello me atrevería a traducirlo al idioma de la tinta. Tampoco debe de
existir nadie diestro en los símbolos gráficos apto para narrar los sentimientos
que afloran durante un paseo por el frondoso bosque henchido de diferentes
cantos de aves multicolores. Y qué decir de las mágicas melodías remotas que
los juglares hacen brotar misteriosamente de sus cañas agujereadas; imposible
relatar cómo nos hace vibrar hasta el último de los vellos que nacen en nuestra
piel.
El maestro tiene razón, como no podía ser de otra manera, quien le ha
conocido se calla; quien habla no le ha conocido.”
Y así el espíritu del joven discípulo mudó de la obnubilación a una tenue
claridad que sólo comenzaba a asomar tímidamente cual amanecer el primer día
de primavera, y que con el transcurrir del tiempo terminaría alumbrándolo como
el sol en su cenit, dejando atrás para siempre la noche eterna que reina en el
corazón de la gran mayoría de los mortales.
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Un hermoso sueño
(Arcilla roja sobre madera – Autorretrato)
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laboriosas ardillas entre las ramas, el ulular de la suave brisa penetrando por
cada resquicio de cada árbol, el persistente repiqueteo del pájaro carpintero
desde lo más profundo del bosque, un ligero movimiento de algún avisado
cervatillo oculto en la espesura, el hipnotizador murmullo del agua saltando
sobre las piedras en la ribera del río...; mientras camino, abro al máximo mi
instinto primitivo para captar y percibir en toda su pureza el más nimio detalle
que la Naturaleza pone al alcance de mis sentidos. Al mismo tiempo, cierro mi
mente a todos los pensamientos tóxicos y contaminados que puedan aparecer sin
avisar previamente. No permito que nada enturbie esta correspondida relación
de amor y respeto existente entre el bosque y yo.
De regreso, me cruzo con algunos vecinos a los que saludo
amigablemente; nos tratamos poco, pero sé con seguridad que puedo contar con
ellos cuando lo necesite. Por supuesto, también ellos saben que aquí estaré yo
siempre que lo precisen. La presencia cercana de congéneres me da seguridad y
confianza, sobretodo si no se inmiscuyen en mi intimidad ni intentan apoderarse
sin necesidad de mi preciado tiempo.
De nuevo en la serenidad del hogar. Mi amigo el sol se encuentra ya en
todo lo alto y calienta que da gusto. Va siendo hora de que me gane el sustento,
así que agarro mi primitiva caña de pescar fabricada con madera de fresno y me
dirijo al lugar acostumbrado; una gran piedra situada bajo la refrescante sombra
de un centenario roble que crece a orillas del río, es el mejor lugar para hacer
buenas capturas. De nuevo estas próvidas aguas vuelven a ser generosas
conmigo y recompensan mi paciencia con un par de hermosas truchas,
suficientes para un buen almuerzo. De regreso a casa me hago también con
algunas granadas maduras que me encuentro por el camino. Hoy la comida será
de lujo. No puedo olvidar tampoco recoger algo de forraje seco para encender la
lumbre con la que cocinar el sabroso pescado.
No hay nada como un merecido descanso para digerir los alimentos
ingeridos. La paja seca que cubre el tejado del chozo proporciona una frescura a
la estancia que me permite conciliar un breve y reconfortante sueño.
El reparador reposo me ayuda a afrontar lo que resta de día con una
mayor vitalidad y un vigor a prueba de bombas. La tarde se presenta cálida y
serena, así que me dirijo hacia la cercana playa con paso resuelto y el ánimo
desbordado. De camino me aprovisiono de la fruta fresca que me van ofreciendo
gratuitamente los árboles que ante mí se presentan; la tarde será larga, y un
tentempié nunca viene mal; además, la experiencia me dice que el agua de mar y
el contacto de la fina arena bajo mis pies desnudos, forman una combinación
perfecta para abrir el estómago a cualquier alimento que se le eche. Cargo
también con los utensilios necesarios para fabricar algunos dardos con los que
cazar conejos y pequeños venados; me van quedando pocos y, además, me
servirá de distracción en esta apacible tarde.
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Tumbado sobre la arena, con la piel aún húmeda y cubierta del saludable
salitre, reflexiono profundamente contemplando el ancho y despejado cielo,
mientras nuestra estrella amiga va tomando su camino de vuelta a casa,
perdiendo intensidad y ardor conforme se acerca a las escarpadas cumbres que
se levantan al otro lado del mundo, y tras las cuales terminará desapareciendo,
cediendo su lugar por unas horas a su hermana menor, la luna. Pero antes de que
eso ocurra aún tengo tiempo para pensar en lo afortunado que soy al pertenecer
a una tierra que nunca me desampara y que me acoge en su seno
desinteresadamente, a cambio sólo de un mínimo respeto y una juiciosa
sumisión. Un precio insignificante frente al incomparable regalo de la vida.
Vuelvo a casa justo para presenciar de nuevo el inconmensurable
espectáculo del cielo encendido en llamas sobre las altas montañas que se elevan
en los confines de la tierra conocida. Por más que se reitere un día tras otro,
nunca dejará de fascinarme.
Ceno algo ligero, que no me perturbe el necesario descanso nocturno, a la
vez que contemplo la inmensidad del firmamento estrellado. Poco después, me
meto en la cama con la mente tranquila y en calma, y el espíritu reposado y feliz
dispuesto a sumergirme en un profundo y agradable letargo...
¡DESPIERTA, DESPIERTA! Sólo era un hermoso sueño.
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