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EL ANILLO DE LA BUENA SUERTE

M.ALARCÓN

Mis padres nunca pudieron recordar cuándo ni quien se los había dado, pero desde que tengo
memoria el anillo siempre estuvo ahí, entre los frascos de perfume del tocador de mi madre. No
fue sino hasta que tenía casi cincuenta años que recibí este anillo, hasta ese momento fue que lo
observé bien, se trataba de un anillo de oro que contenía diversos símbolos a los que
popularmente se les atribuía buena suerte, un elefante, los números 7 y 13 y un trébol con cuatro
hojas.

Desde el momento en que me lo puse en mi dedo tuve una sensación incómoda, el tipo de
sensación que se tiene al caminar solo en una calle en la noche y sentir la mirada de un extraño
asechando; así como una enorme pesadumbre. No obstante, me decidí a portar el anillo ya que
era una reliquia familiar y el único recuerdo que me quedaría de mis padres en la vejez.

Al día siguiente mientras volvía del trabajo en mi coche me paré en un semáforo y sentí un golpe,
otro carro había chocado, el impacto no fue tan grande y por suerte nadie salió herido, había sido
un choque por alcance, consecuencia de haber estado en el lugar y momento equivocados, es
decir por pura suerte y coincidencia. A partir de ahí me volví bastante escéptico acerca de los
supuestos efectos del anillo, llegué a mirarlo, ya no con la ternura y solemnidad con la que se ve
una reliquia familiar, sino con el descaro y odio con el que se mira un ser corrupto.

En los días siguientes los pequeños accidentes no cesaron de ocurrir, se me perdió un reloj, se
descompuso el cerrojo de la puerta y por primera vez en mi vida, no me saque ni un solo número
en la lotería. Se me empezó a ocurrir que todas estas desgracias eran una especie de castigo divino
por mis crímenes, así que lo que hice al principio fue ir a la Iglesia, rezar día y noche y hacer
trabajos comunitarios para expiar mis culpas.

Con el tiempo también decidí vender el anillo, o más bien, se lo regalé a un vagabundo en la calle.
Resultó que habría pasado un mes o más cuando volví a ver el maldito anillo en mi cajón, como si
alguien se hubiese colado en mi casa y lo hubiese puesto en su lugar de nuevo. Este hecho acabó
por sacarme de quicio y me remontó a este hospital, en donde ahora paso todos mis días y noches
encerrado, aislado del exterior y la sociedad. He tenido paz, pero de vez en cuando mientras estoy
por irme a dormir, vuelvo a sentir el enorme peso del anillo sobre mi dedo, ese peso frío y muerto
que me quiere jalar con el, hacia la oscuridad.

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