Está en la página 1de 15

Genérico

Profesora: Paula Meiss


Alumno: Oscar Alejandro Baños
Índice

Prólogo.........................................................................................................................................2
El sujeto endocéntrico..................................................................................................................3
El sujeto genérico como producto del patriarcado......................................................................7
La integración como integridad y su desafío..............................................................................11
Bibliografía.................................................................................................................................14

Prólogo
El ensayo en cuestión nace de una doble ausencia: por un lado, la continua pugna en el cuerpo
mismo de los estudios de género hace que la búsqueda de un sujeto representativo que se
oponga al heteropatriarcado se establezca como un límite metonímico difuso, siempre en
desplazamiento (Teresa De Lauretis, al recurrir a Wittig, propone la adopción del categórico
exceso que escapa a las categorías opresoras del “poder masculino” encarnado en la lesbiana);
mientras que, por otro lado, esta misma búsqueda genera un tótem en el que se incardina la
imagen del hombre vilificado y una mujer oprimida que queda vacía fuera de los accidentes
sociales y los estereotipos.
Ante una adopción de metodologías tan dispares, resulta preciso generar un nuevo espacio de
articulación, máxime cuando lo que está en juego es la identidad del hombre y, por arrastre, toda
suerte de identidades, ya que estas son siempre interdependientes y se retroalimentan entre sí.
Considerando que los engranajes patriarcales son fácilmente diferenciables y que están ligados
al poder y la jerarquía, se buscará sondear la umbría presencia enmascarada de esta categoría
esencialista1 en el seno de la propia teoría crítica feminista, a la par que se intentará trazar una
tentativa de reorientación de los estudios feministas y, sobre todo, sustraerla de la parcialidad
que supone no considerar las particularidades del sujeto masculino.

La premisa de base es que el patriarcado se beneficia y nutre de la homogeneización de sectores


de la población y que un cambio de paradigma supone un encuentro con las identidades del
hombre, no desde el paradigma de la deconstrucción, sino desde la reivindicación de las
especificidades propias de un género que no opera como rígida categoría, sino como espectro.

El sujeto endocéntrico

1
“[El patriarcado es] en sí mismo, una categoría esencialista” (Fuss, 1999, 139).
El género ha determinado históricamente las relaciones entre hombres y mujeres con una clara
limitación de la mujer que ha supuesto su esclavitud (Wittig, 2006, p.55), por lo que no es de
extrañar que suponga uno de los temas más abordados de la literatura crítica feminista. Si bien
De Lauretis (2000) se enfoca en un género que opera como una “casa-prisión del lenguaje”
(p.34) y lo concibe como una “representación de una relación de clase” (p.37) que en su carácter
dinámico se constituye tanto en el producto, como en su propio proceso (p.39); la autora parece
no poder reconocer las implicaciones de sus propias conclusiones. A pesar de abrazar la máxima
althusseriana de que “la ideología no tiene un afuera” (De Lauretis, 2000, p.43), De Lauretis
(2000) realiza la concreción del dínamo al situar al sujeto del feminismo dentro y fuera del
arquetipo psíquico de Mujer (p.44), un vaivén única y exclusivamente transitable por las
mujeres. Al rechazar tanto la idea de la différance como de un posicionamiento andrógino
(p.45), De Lauretis (2000) parapeta su reflexión acusando a teóricos como Foucault de negar el
género y, por tanto, de incurrir en una visión androcéntrica al transformar sus hipótesis,
discursivamente, en neutras (y, por tanto, masculinas) (p.48-49). Y es que, después de todo y
como afirma Mac Kinnon, es únicamente el “poder masculino el que produce el mundo antes de
distorsionarlo” (De Lauretis, 1993, p.5). En un ardid epistemológico un tanto excesivo, De
Lauretis (2000) estanca la negación del género en la permanencia en la ideología, la cual “se
acomoda manifiestamente al sujeto masculino” (p.50). Y, no obstante, cita esfuerzos
metodológicos como el de Harstock, metodologías paradigmáticas cultivadas con unas hipótesis
que pretenden llevar la condición de mujer como baluarte de una comunidad humana completa,
utópica, amparada en la productividad femenina que es engendradora de vida (De Lauretis,
1993, p.4), hipótesis todas ellas que se acomodan, inversamente de igual manera,
manifiestamente al sujeto femenino. De Lauretis (2000) se muestra honesta al incidir que el
poder habría de ser articulado, por Foucault, con la opresión (p.51). Como se podrá apreciar más
adelante, el patriarcado, no obstante, bajo este tipo de óptica aparece únicamente ejercido por
una suerte de macho unidimensional cristalizando un prototipo de varón que elimina las
diferencias hasta el punto de homogeneizar a un sector de la sociedad. Pero para ello hace falta,
primero, definir la visión del sujeto femenino que la crítica feminista construye.

Para escapar de un sistema opresivo como el patriarcal que incluso censura el placer femenino 2
(De Lauretis, 1993, p.7), De Lauretis (1993) propone una “posición discursiva excéntrica”
alineada con los saberes subyugados (p.7-8) de las minorías. A fin de blindar el carácter
discursivo abstracto y su manifestación social real, la teórica feminista italiana refiere a la
posición de Monique Wittig, sondeando la búsqueda de un exceso en la condición de algunos
sujetos que le permita bordear o deslizarse por nuevos horizontes discursivos fuera del sistema
(De Lauretis, 2000, p.18-20). En El pensamiento heterosexual Wittig (2006) desliga al poder del
2
Es más, el sistema patriarcal exige, según Mac Kinnon nuevamente (parafraseada por De Lauretis
[2000, p.7]), la propia aniquilación femenina en lo sexual.
objetivo de la práctica dialéctica y se centra exclusivamente en el vector de la opresión: “el
matriarcado no es menos heterosexual que el patriarcado: solo cambia el sexo del opresor”
(p.33). Focalizando su atención en los rasgos de una consciencia masculina que le procura “por
derecho, dos esclavos naturales durante su vida” (Wittig, 2006, p.35), la autora francesa vuelve
a subrayar el carácter absoluto del autoritarismo y servidumbre de la figura del hombre y la
mujer respectivamente, cual rasgos inamovibles de unas entidades monomórficas divinas.
Posteriormente, en un ejercicio de apertura intelectual y mediante un símil marxista, discurre
acerca de una alienación compartida por la clase dominante de la que esta misma extrae su
ventaja (que es evidentemente acuñada al género masculino) con la clase de la que es objeto de
opresión y apropiación (que en este caso correspondería al género femenino), mientras
desarrolla una justificación de una falta de contemplación vectores multifactoriales individuales
que podrían haber supuesto la reivindicación de las interseccionalidades abandonadas (Wittig,
2006 p.40-41). Al sistema heterosexual y, sobre todo, al tótem de “Mujer”, el atributo de
lesbiana escaparía ora por sus implicaciones económicas, ora políticas o, incluso, ideológicas, al
no plegarse a los intereses del hombre (Wittig, 2006, p.43). Pero si el concepto ha de ser tomado
como metafórico, ¿qué son esas “lesbianas” y esos “hombres”? ¿Se trata de entidades abstractas
omniabarcantes o meros fractales personales? Si los conceptos son universales, el esencialismo
se haría patente; si los conceptos son móviles, necesariamente están encarnados en los sujetos y,
de ser esto así, se incurriría también en un categórico esencialismo: los sujetos formarían parte
de un colectivo ontológico (indiferentemente si este fuera discursivo o biológico). Consciente de
la paradoja Wittig proyecta que para derrumbar el sistema y conseguir una abolición de estas
problemáticas entidades diferenciales (es decir, la dupla hombre-mujer), la lucha de clases
desde el seno del feminismo lesbiano habrá de ser enaltecida (Wittig, 2006, p.53-54) como
medio para repensar lo social, ya que “las lesbianas no son mujeres” (Wittig, 2006, p.57) y se
hallan fuera del binomio heteronormativo. Presentar un sistema de oposiciones desde un sistema
de oposiciones y denominarlo heterosexual, sumado a oponer dicho constructo a una
abstracción que se balancea de lo individual a lo colectivo, no nos sustrae del mecanismo
hegeliano de la síntesis y antítesis, más bien nos sigue devolviendo a él, eso sí,
fragmentariamente.

En esa línea, Audre Lorde (2003) atisba que la diferencia no consiste meramente en
desmarcarse de la norma mítica 3 para evadir toda práctica opresiva dentro del feminismo
(p.124), pero lo hace para interseccionalizar el feminismo racialmente, ya que las mujeres
blancas que olvidaran sus privilegios raciales marginalizarían a las mujeres de Color y su crisol
de experiencias (Lorde, 2003 p.126), y no para desligar las prerrogativas feministas de toda
oposición humana estereotípica. Y si bien sus postulados sobre la discriminación de las mujeres

3
“Blanco, delgado, varón joven, heterosexual, cristiano y con medios económicos” (Lorde, 2003. p.124).
negras son brutales y no ganarían el mismo peso si se diluyeran en axiomas teóricos (llama la
atención sobremanera lo que señala respecto de que el grupo de mujeres de Color fuera el peor
remunerado de la población activa de Estados Unidos [Lorde, 2003, p.130]), parece ser que el
proceso de deshumanización que Lorde (2003) denuncia devuelve a un selecto grupo de sujetos
homogéneo a la realidad de una violencia ignorada por un resto privilegiado también
homogéneo (p.128). Parece un paso necesario que la segmentación aborde un movimiento como
el feminista: resulta en una plétora tendenciosamente falaz y llevada al extremo el colocar al
mismo nivel las condiciones de explotación y de dominación de todo un colectivo. Es por ello
por lo que De Lauretis (1993) se alinea con autoras como Lorde, a través de Mac Kinnon, en la
aprehensión de caracteres de alteridad como la clase y la raza, manteniendo un foco en las
relaciones genéricas (De Lauretis, 1993, p.6), pluralizando la opresión y sus características. Y,
no obstante, De Lauretis (1993) sigue insistiendo de soslayo en un colectivo femenino oprimido
por igual (p.16).

Con todo, el error parece ser de marco: De Lauretis (2000) no se percata de que la literalidad de
sus afirmaciones conduce a una insalvable aporía: el sistema heterosexual no permitiría hablar a
los sujetos si estos no se plegaran a sus mismos términos (p.54). De hecho, De Lauretis (2000)
parece incurrir en las mismas falacias totalizantes: al rastrillar a un sujeto femenino
irrepresentable termina por situar a todo sujeto femenino de forma subordinada al hombre
(p.56), recurriendo al privilegio blanco masculino 4 como factor de cohesión social patriarcal
(p.57), paradigma el cual parece proyectarse en una suerte de idea/promesa burguesa liberal 5.
También se apoya en Mac Kinnon para dirimir a la mujer como objetivada previamente a su
sexuación (De Lauretis, 1993, p.3) en un acto de subyugación que buscaría como fin inducir en
las mujeres una “erotización de la dominación y la sumisión” absoluta, señalando el carácter
dialógico de los cuerpos. Si el sistema heterosexual obliga a sus participantes a hablar en sus
mismos términos, categóricos6, y su vertebración es opresiva, todo relato producido en su seno
(recordemos que nada le es extrínseco) puede estar tentado a constreñir otros discursos de forma
discrecional. Aducir una opresión de clase implica erigir a unos opresores de clase. Por ello, no
es de extrañar que De Lauretis (2000) afirme que los hombres que se declaran feministas se
sirven de la teoría para sus propios intereses personales o, peor aún, motivados por intereses
androcéntricos (p.58), incurriendo en una burda generalización, excluyendo la opinión de un

4
Se consideraba el reservar para después la frase de Norah Vincent (2006): “In fact, contrary to popular
belief, white trash males being the one minority it is still socially aceptable to vilify, none of these guys
was truly a racist as far as I could tell” (p.30-31).
5
La idea burguesa liberal consiste en vender que “las mujeres tendrán una carrera, un apellido y una
propiedad que les pertenezcan, hijos, maridos y/o amantes mujeres según sus preferencias, todo sin
alterar las relaciones sociales existentes y las estructuras heterosexuales en que nuestra sociedad y
otras muchas, están sólidamente enclavadas” (De Lauretis, 2000, p.57).
6
Tanto en el sentido de absoluto como taxonómico.
grupo por un grosero ad hominem7. En este sentido, De Lauretis (1993) es tajante: el privilegio
masculino es irrenunciable porque “es parte constitutiva del sujeto social generado por el
contrato social heterosexual” (p.9), privilegio que estaría avalado por la institución heterosexual
ligada a las tecnologías del género, íntimamente imbricada en los mecanismos de dominio
masculino (p.10). En definitiva: el hombre es una entidad ausente incapaz de tomar decisiones,
cuya dominación está incardinada en él dialécticamente. De Lauretis (2000) se obsesiona con
expulsar a todos los teóricos en uno de sus párrafos, amalgamándolos en una masa casi
indiferenciada (p.60), alineándose con Braidotti y denunciar que estos filósofos pretenden, en
realidad, metaforizar a las mujeres al emplearlas como método de redefinición humana (p.61).
Así, el sujeto femenino que ha de traspasar continuamente las fronteras de los representado y lo
irrepresentable (De Lauretis, 2000, p.63) ejerce lo mismo que denuncia: traza una sectorización
y la exclusión de una masa de sujetos homogeneizada a un tipo de saber mientras incorpora,
transversal, endocéntrica y paradójicamente, a otros sujetos y ejes excluidos (o “ejes de la
diferencia”) (De Lauretis, 1993, p.11-12), cuya variabilidad y flexibilidad para la incorporación
ocurre de sujeto a sujeto y que puede acontecer en simultáneo.

No obstante, es en la interdependencia de la representación social del género y su propia


construcción subjetiva (De Lauretis, 2000, p.43) que se yergue un acierto mayúsculo, muy poco
explorado por parte de De Lauretis. En su ensayo Sujetos excéntricos, De Lauretis (1993,
manifiesta que el impacto subjetivo vuelve personal lo político por un sujeto que transita entre
“los determinantes sociales y discursivos”, ahora aduciendo que, en cuanto se halla fuera de
ellos, está “superándolos” (p.1). Así pues, denuesta la figura de una Simone Beauvior que se
creía fuera de los pozos ciegos ideológicos y que se arrogaba una dudosa imparcialidad
situándose ella a caballo entre discursos feministas como el de Mac Kinnon o Harstock. Parece
ser que el hecho de reconocer que las sustracciones y marginalizaciones apoyan la identidad
blanca (concepto que De Lauretis [1993] extrae de Minnie Bruce Pratt [p.13]) basta para
situarse fuera de todo entramado de discriminación. Y, sin embargo, hoy en día el patriarcado
puede ser ejercido de forma absolutamente activa por cualquiera, incluso por la directora del
ministerio de Igualdad de la República Argentina con su empleada doméstica (Bengochea,
2022). El patriarcado se halla blindado y arraigado al poder, ¿qué es lo que lo sostiene allí si el
género de la mujer está, como mínimo, explorado?

7
Nótese la fina ironía que se expresa, de soslayo, en la propia terminología latina, otorgando cierta
razón a las teóricas.
El sujeto genérico como producto del patriarcado

La experiencia de Norah Vincent, en la cual impostará a un hombre durante año y medio (Ned),
relatada en Self-Made Man: One Woman’s Journey into Manhood and Back Again puede
ayudarnos a reconstruir la visión masculina ofreciendo un poderoso insight: amparándonos en
Wittig, la condición de mujer lesbiana de Vincent sería propicia para entender un binomio del
que ella escapa, siempre desechando la condición de travestismo y de crisis de identidad que es
descartada por la propia interfecta al principio de su libro (Vincent, 2006, p.15-16). Todo ello
nos ayudará a preparar la reconstrucción de un espacio sexuado que será oportunamente tratado
en la tercera parte del ensayo.

Entre las particularidades en las relaciones entre hombres que destaca Vincent (2006) una que
llama poderosamente su atención es la solidaridad inmediata que se establece entre personas de
su mismo sexo, algo no experimentado por ella en su condición de mujer (p. 25), ya que
describe el contacto entre féminas como más reservado y competitivo 8 (Vincent, 2006, p. 26).
La sorpresa que le deparan sus compañeros de bolos es mayúscula: como se ha señalado en la
nota al pie número 4 de este ensayo, ninguno de ellos parece ser racista, ni colmado de un
virulento odio hacia todo aquel diferente a ellos (p.32-33) 9. A su vez, la vida que descubre en
sus compañeros de bolos masculinos está ligada, primordialmente, a un destino
socioeconómico: el tabaco y el alcohol obran como su camino de rosas hacia una muerte
prematura que tampoco habrían de lamentar en exceso tras una existencia bruta y desagradable
(Vincent, 2006, p.38). Como bien señala el trabajo de Thomack (2007) sobre el libro en
cuestión, las vidas de los hombres poseen una dificultad ignorada por las mujeres (p.3). Vincent
(2006) develará para sí que la masculinidad está anclada en un constante sacrificio, al más puro
estilo de Sísifo: en múltiples ocasiones se precisa y se exige a un hombre que ocupe el lugar de
Atlas en el núcleo familiar, hecho que ocasiona malestar entre los hombres (p.256-257) y que es
percibido más como una imposición cultural (p.258) que como un patrón deseable. Más aun,
Vincent descubrirá un mundo psicológico masculino inexplorado, el cual no ha tenido ocasión
de verbalizarse, muy al contrario que el mundo interior femenino, inmensamente dialogado
(p.46); mundo masculino que se oculta para no mostrarse vulnerable ante otros hombres (p.59):
como bien rescata Thomack (2007) los hombres que como Ned que no se comportaban como
socialmente se les exigía que procediesen eran marginados (p.8). Más adelante, en el grupo de
terapia masculina, la propia Vincent (2006) apreciará los terribles efectos de la inefabilidad de

8
“As men they felt compelled to fix my ineptitude rather than be secretly happy about it and try to abet
it under the table, which is what a lot of female athletes of my acquaintance would have done” (Vincent,
2006, p.44).
9
“There were occasional gay or sexist jokes, but they, too, were never mean-spirited […] Nothing was
beyond humor” (Vincent, 2006, p.33)
emociones masculinas en los hombres (p.234). En lo que respecta a su experiencia en el
monasterio, la periodista norteamericana hará hincapié en la imposibilidad de mostrarse
vulnerable o débil (Vincent, 2006, p.147) 10, siendo la rabia la única emoción permisible de
exteriorizar en compañía de otros hombres. En esta misma línea, en el grupo de terapia
masculina al que Ned asistiría se catalogaba a la rabia como útil, ya que esta, en sí, contenía al
resto de emociones las cuales no habían podido ser sublimadas: Vincent (2006) dirime que esta
rabia que se volcaba frecuentemente contra las mujeres no era debida a la misoginia, sino a una
proyección de una madre sofocante enraizada profundamente en una ausencia o carencia de o en
el vínculo paterno (p.239-241). A este respecto, en el entorno agresivo de las ventas a puerta
fría, Vincent (2006) vislumbra que la debilidad contextualizada en una mujer genera necesidad
de auxilio a su alrededor, mientras que en el hombre genera rechazo o violencia (p.213). Tanto
en el monasterio como en el grupo de terapia, el deseo de refuerzo paternal y fraternal era
ubicuo (Vincent, 2006, p.241). Precisamente, en los grupos de terapia de masculinidad señala el
efecto terapéutico de los brazos, esto es, del contacto físico con otros hombres (p.232), mientras
que la escasez de habilidades comunicativas campaba a sus anchas en el monasterio (Vincent,
2006, p.157-158), habilidades que Vincent atribuye preminentemente al género femenino. En
resumen, por estos motivos sería frecuente que al hombre se le presuponga una bastedad
irascible por su incapacidad para constituirse como sujeto en la comunicación y que el descuido
de la figura paterna, y la carencia que genera en sus hijos, fuera, igualmente, un hecho
socialmente aceptado. Ante la expresión de la rabia como único vehículo emocional sublimador
el sujeto masculino quedaría atrapado tras el estereotipo. En este aspecto, resulta llamativo que
Vincent (2006) señale la misandria que le generaban los estudios de género (p.107-108) y, sobre
todo, la impostura que supone considerar moralmente superior a la mujer incluso después de
siglos de subyugación: como lesbiana, Vincent ya había comprendido, antes de disfrazarse de
Ned, que las mujeres no se comportaban mejor que los hombres en una relación (p.108), pero es
en el experimento que logra ver tras el velo de los comportamiento supuestamente
estereotipados de los hombres. Como se ha podido apreciar en el apartado anterior, la crítica
feminista enarbolada por De Lauretis impide un acercamiento a la figura del hombre, hombre
definido genéricamente, por lo que difícilmente pueden establecerse las diferencias de género
desde un mecánico solipsismo femenino.

Vincent (2006) identifica una posible codificación de género que podría estar incardinada en lo
más hondo de las categorías gramaticales básicas del ser humano (p.223-224). En su
experimento siente que la raza, religión o nacionalidad no están tan enraizadas en su cerebro
como su género (Vincent, 2006, p.270), incluso percibiendo una disonancia cognitiva entre los
roles hombre y mujer en su impersonación de un varón (p.285). El análisis de Thomack (2007)
10
El género masculino parece propenso a castigar la debilidad debido a su necesidad de funcionar
jerárquicamente (Vincent, 2006, p.166).
es sobrio a este respecto: Vincent sitúa a los hombres y a las mujeres según un género que posee
un amplio espectro, aunque, en última instancia, acabe percibiendo una insalvable brecha entre
ambos (p.10-11). Siguiendo esta línea, Thomack (2007) explora la teoría de la equidad formal
legal, la cual elimina las diferencias biológicas, ya que aduce que han sido estas las que se han
usado para dar un trato desigual y desventajoso a las mujeres (p.11), pero que falla en percibir
las necesidades particulares y las violencias propias del género. Por el contrario, Thomack
(2007) también expone la teoría de la diferencia legal, la cual permite abordar problemáticas y
violencias antes ignoradas al abogar por poner en el centro del debate las diferencias de cada
género, de igual forma que la psicología se beneficia en su paradigma de la incorporación de
una voz empática y asistencial femenina por encima de las reglas abstractas masculinas (p.13-
14). No obstante, Thomack echa en falta la perspectiva de las necesidades particulares del
hombre: una teoría, ya fuera legal como también crítica, debería celebrar la diferencia entre los
sexos y beneficiarse de ambos patrones de necesidades dentro de cada espectro (p.16).
Finalmente, en lo que respecta a la codificación de género, Thomack (2007) señala la
equivocación de Vincent de cuestionar la interseccionalidad: históricamente las relaciones
humanas habrían estado más condicionadas por motivos de raza o clase que por el género
(p.27). Se propone aquí que la codificación del comportamiento de género como prevalente
podría establecerse a nivel de comportamiento individual, mientras que el gobierno de las
relaciones interpersonales habría de estudiarse en su contexto (contemplando la raza, la clase, la
nacionalidad y todos los vectores que sean considerados apropiados).

Sobre la base del machismo más rancio, Vincent es capaz de sustraer la inseguridad y el dolor
de la poco sondeada compulsión sexual masculina (2006, p.63). Si bien Vincent (2006) plantea
una proclividad animal y un deseo sexual intenso inherente al hombre, su falta de expresión en
el matrimonio opera como un mito castrador el cual derivaría en una necesidad de satisfacción
impulsiva, pudiendo, este mito, estar motivado por un deseo femenino (p.66-67). Vincent
(2006) contempla mujeres tornadas en objetos (p.70) en un antro desprovisto de toda sexualidad
femenina, carnalmente plásticos, sin conexión mental (p.77). Sin embargo, esta objetivación de
la mujer no estaría, según Vincent (2006) trenzada con la misoginia ni con un empoderamiento
masculino sin más (p.90), sino, más bien, con la necesidad de satisfacer un instinto que
precisaba, en su condición de relegada a las sombras, de objetos no sintientes (p.79) que no
encarnasen más que una mera transacción (p.85) desagradable (tanto para la mujer como para el
hombre involucrados en ella [p.86]). Allí, en esos clubs de striptease, los hombres acuden a
comportarse como animales mientras las mujeres ejercen un vestigio de poder sexual de la
forma más descarnada posible: Norah Vincent (2006) define este proceder con la magistral frase
“my pussy for your dollars” (p.88). Este tipo de análisis podrían corresponder con la sexuación
que MacKinnon desarrolla en la que la sexualidad subordinada está achacada la mujer y la
dominante al hombre (Thomack, 2007, p.18), pero esta hipótesis priva de un análisis exhaustivo
de la relación de género, tornándola genérica. Thomack (2007) desarrolla la premisa de Vincent
de que, por el contrario, la pulsión instintiva sexual deja inerme al hombre ante la mujer y su
rechazo, siempre que este no recurra a la violación (p.19-21): de esta manera es la violación la
conectada con el poder en vez del sexo, ya que incluso la sumisión y la dominación podrían
formar parte de nuestro acervo sexual (p.22), problematizándose la idea de MacKinnon de una
falsa consciencia y preferencia sexual por internalizar las normas masculinas que no podría
aplicar a las mujeres que interactuaron con Vincent (p.23). Los deseos de una mujer son
descritos por Vincent (2006) como caleidoscópicos y sus proclividades hacia los hombres
difíciles de categorizar (p.117), alinéandose frecuentemente con una proyección de deseo
llanamente patriarcal (p.129). Incluso si se adujese que estos instintos son biológicos, esto no
implica que fueran deseables, morales o inevitables, paráfrasis de Thomack (2007) del
psicólogo Neil Malamuth (p.20), ni que muchos hombres sufrieran las consecuencias de sus
supuestos impulsos irrefrenables. Para sorpresa de Vincent (2006), Ned recibirá un trato frío y
suspicaz por su supuesta necesidad insaciable de sexo (p.97). Asimismo, Ned se vería envuelto
en las redes tejidas por los prejuicios de algunas mujeres que culpaban a los hombres de sus
heridas sentimentales, considerando el sexo y no la moral la causante de los comportamientos
que las lastimaron (Vincent, 2006, p.100), todo bordado con una exigencia desmedida respecto
a la estabilidad psicosocial que habría, en teoría, de poseer para ser un buen candidato (p.101).
Las mujeres parecían ignorar lo que los hombres precisaban (p.105) y frecuentemente
monopolizaban las conversaciones (p.106). En el arquetipo de hombre ideal que proyectaban las
mujeres que se relacionaban con Vincent confluían dos esencias contradictorias, a menudo
irreconciliables: el guerrero y el juglar (p.110-111). Aún más: las exigencias psíquicas
femeninas resultaban incluso más desagradables e intrusivas que la superficialidad masculina
(p.109-110). No puedo evitar traer a colación la burla de Fuss (1999) respecto de Scholes al
catalogar su postura de caballerosidad crítica por presuponer que su planteamiento situaba al
feminismo como el ángel de la casa (p.131), licencias extremas que refuerzan prejuicios. A su
vez, Vincent (2006) descubrirá también que el cuerpo masculino está atravesado por prejuicios
y es, a menudo, objetivado (p.254-255). Incluso la propia sexualidad del hombre está
distorsionada: la proposición de Thomack (2006) de considerar la violación como una
probabilidad latente en toda interacción resulta cuanto menos bestial y prejuiciosa (p.30) ¿Son
capaces todos los hombres de cometer una violación? En el improbable caso de que la respuesta
fuera positiva, ¿sería posible cometer dicho acto contra cualquier mujer en cualquier contexto
social?
La integración como integridad y su desafío

Habiendo distanciado de postulados extremos y habiendo develado un ápice del hombre tras el
hombre genérico, es pertinente conducir el ensayo hacia una prospectiva. ¿Cómo se articulan las
dos secciones previas?

En su ensayo, Leer como una feminista, Fuss (1999) parte de la incompatibilidad expresada por
Scholes entre el feminismo como concepto de clase y la deconstrucción (Fuss, 1999, p.129) para
remarcar los puntos flacos de un análisis categórico de las cuestiones de género: Scholes
privilegia una experiencia femenina muy difícil de perimetrar, de la misma forma que lo hace
Modleski, la cual privilegia el significante “privilegiado de lo auténtico y lo real” derivado de
“la experiencia de las mujeres reales” (Fuss, 1999, p.133), experiencia de difícil localización.
Asimismo, si bien Fuss (1999) coincide con Modleski y Scholes en que la interpretación está
basada en el poder, contempla el privilegio de un sector femenino que posee, por un cruce de
atributos (relacionados con la clase, raza o nacionalidad), una autoridad mucho más acusada que
la de los hombres de los que intenta ser salvada (Fuss, 1999, p.134), a la par que discrepa con la
categorización extrema de Modleski capaz de generar estereotipos al suponer un lector
masculino y un lector femenino (p.143). Fuss (1999) realiza un paso decisivo al elucubrar
posiciones-sujeto cambiantes y rotativas (p.140), movilidad cuyo carácter dinámico hace que la
política, en tanto que esencia del feminismo, realice un traslado de clase a coalición (p.146),
aunque, no obstante, este paso resulte insuficiente. Y es que para ilustrar la cuestión del vacío
que supone no desarticular el patriarcado que se cierne sobre el hombre resulta indispensable
traer a colación a Françoise Collin (2006): en el debate sobre la acosmia achacada a las mujeres
por Simone de Beauvior, rasgo que les impediría llegar a la totalidad simbólica, Collin define la
acosmia por defecto de las mujeres, añadiendo a la acosmia masculina el membrete “por
exceso” (p.173). ¿Es que acaso las condiciones sociohistóricas del escritor definen un subtipo de
escritura hasta el punto de compatibilizar un oxímoron? La respuesta proviene de la propia
Collin (2006): la dificultad de concebir el registro femenino estriba no en un modo de relación
con el mundo que rechaza todo autor y su forma en la diferencia (p.176), sino en que este
registro se constituye como un nacimiento desde la propia condición 11 hacia más allá de ella
(Collin misma, 2006, p.181). Así, los denominadores comunes que “transform[an] un método en
ontología” (Collin, 2006, p.183) deberían ser abandonados en pos de una sexuación plurívoca
tanto del hombre como de la mujer (Collín, 2006, p.183). Así pues, podría ser pertinente trazar
desde los patrones sociohistóricos la escritura femenina de la acosmia desde la carencia y la

11
“Histórico-social y también individual” (Collin, 2006, p.179).
acosmia masculina desde el exceso, pero aún esto no completaría la enjundia. ¿Todos los
varones, genéricamente, navegan en el exceso?

Como muy bien señala Thomack (2007) ensayos como el de Norah Vincent que cuestionan el
género son posibles gracias a los logros obtenidos por el feminismo de la segunda ola (p.29),
pudiendo hacer Norah de su experiencia, política. El privilegio patriarcal parece descender
sobre el rol de Ned solo mediante el uso de una americana y corbata (p.187) 12, señalando que el
patriarcado no es un privilegio permanente ni una condición sine qua non de la masculinidad.
Como ha podido apreciarse, no en todos los entornos hay un poder masculino dominante, ni,
tampoco, las mujeres son incapaces de autodestruirse entre ellas: la sororidad parece ausentarse
en entornos jerárquicos y, en su lugar, se establece una competitividad atroz (Vincent, 2006,
p.189-190). Para los hombres, especialmente para aquellos que se acomodan mejor a estos
entornos, este tipo de ambientes parecen sacar lo peor de la masculinidad, haciendo que tomen
su ocupación una extensión de sus genitales (Vincent, 2006, 198-199) mezclándola con una
rampante misoginia (p.199). Como puede apreciarse el patriarcado viene asociado a una
posición de poderío y/o jerarquía que agrava el comportamiento del hombre, pero ni mucho
menos este ejercicio no puede repetirse del otro lado: Vincent (2006) experimenta, como Ned, a
un poder femenino practicado de una forma arrogante, arbitraria y autoritaria (p.127-130), al
igual que lo ejercen los hombres en su lado de la ecuación, volviéndose incluso temporalmente
misógina. Las mujeres se presumían moral y sexualmente superiores con Ned y, a menudo,
intentaron manipularlo sin reparos (Vincent, 2006, p.279).

El feminismo se ha apresurado a catalogar cada gesto masculino bajo el mantra patriarcal


fusionando la noción de poder con los sujetos masculinos, cargando de prejuicios (algunas
veces, ya autoimpuestos por el patriarcado) a los sujetos que habitan esas identidades y
vilificándolos, exonerando a menudo en el proceso a las mujeres y tomando al sujeto masculino
como chivo expiatorio. De Lauretis habla de una prisión, pero no se percata, como sí lo hará
Vincent, de la contraparte que implica que: “Being the second sex imprisoned us, but it came
with at least one sizable benefit. We didn’t have to carry the world on our shoulders” (p.259) 13.
El sufrimiento constituye en el hombre un mandato cultural, un rito de paso (Vincent, 2006,
p.263) cruel y despiadado. La crítica feminista parece olvidar que la toxicidad de los roles de
género genera malestar en aquellos actores que los interpretan. Los hombres no solo han sido
víctimas del patriarcado, según Vincent (2006), las mujeres han sido codeterminadoras en el
sistema, a veces tanto como los hombres, en incluso mantener a los varones en sus roles (p.272).
“White manhood is just another set of marching orders, another stereotype to inhabit” (Vincent,
2006, p.280): la crítica feminista haría bien en no confundir al hombre con el estereotipo y en
12
“My jacket and tie had a surprisingly powerful effect both on me and on people’s perception of me”
(Vincent, 2006, p. 227).
13
Algo que incluso va más allá de la complicidad señalada por Simone de Beauvior en El segundo sexo.
rescatarlo del patriarcado a fin de que descubra su esencia (resolver la crisis de la masculinidad,
según Thomack [2007, p.30]), en vez de enfundar su actividad en una ecuación que clasifique lo
deseable según el género de quien invoque un enunciado (véase la mujer real de Modleski que
cita Fuss [1999, p.133]). Sin la sexuación del hombre en un esencialismo de amplio espectro
con una escritura establecida fuera del patriarcado (Collin, 2006, p.180), la pregunta sobre la
letra femenina propia seguirá siendo una incógnita inconclusa: nunca una integridad absoluta
significó tanto para todas las especificidades. El afuera de la ideología está en el otro.
Bibliografía

 Bengochea, C. (2022, diciembre 30). Victoria Donda: cómo terminó la denuncia de su


exempleada doméstica que la acusó de tenerla “diez años en negro”. La Nación.
https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/victoria-donda-como-termino-la-denuncia-de-
su-exempleada-domestica-que-la-acuso-de-tenerla-diez-anos-nid30122022/

 Collin, F. (2006). El sujeto y el autor. O el acto de escribir como acto universal. En


Praxis de la diferencia. Icaria.

 De Lauretis, T. (2000). La tecnología del género. En Diferencias. Horas y horas.

 De Lauretis, T. (1993). Sujetos excéntricos: la teoría feminista y la conciencia histórica.


De mujer a género, teoría, interpretación y práctica feministas en las ciencias sociales ,
73-113. https://www.perio.unlp.edu.ar/catedras/lecturayescritura2/wp-content/
uploads/sites/197/2021/05/n3_-_de_lauretis_teresa_-
_sujetos_excentricos_la_teoria_feminista_y_la_conciencia_historica.pdf

 Fuss, D. (1999). Leer como una feminista. En Carbonell, N. y Torras M. (Eds.).


Feminismos literarios. Arco Libros.

 Lorde, A. (2003). Las herramientas del amo nunca desmontan la casa del amo. La
hermana, la extranjera (artículos y conferencias). Horas y horas.

 Thomack, Kathy A. (2006). Centering Men's Experience: Norah Vincent's Self-Made


Man Complicates Feminist Legal Theorists' Views of Gender. Buffalo Women's Law
Journal: Vol. 15, Article 3. https://digitalcommons.law.buffalo.edu/bwlj/vol15/iss1/3

 Vincent, N. (2006). Self-Made Man: One Woman’s Journey into Manhood and Back
Again. Viking.

 Wittig, M. (2006). No se nace mujer y El pensamiento heterosexual. El pensamiento


heterosexual y otros ensayos. Egales.

También podría gustarte