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Movimiento de las mujeres en América Latina: Un reto para el análisis y la

Acción, en El aporte de la rebeldía de las mujeres. Flora Tristán. Lima, 1989.

Virginia Vargas

La participación de las mujeres en la escena social latinoamericana es un fenómeno visible y creciente en


los últimos años en el conjunto de países de la región. Sobre esta presencia se ha escrito innumerables
estudios, dando cuenta tanto de los análisis concretos en contextos históricos específicos como de los
significados teórico-políticos que éstos encierran. La mayoría de los trabajos ubican esta creciente
participación de las mujeres en el contexto de lo que se ha denominado los nuevos movimientos sociales.
Desde esta perspectiva, existe consenso entre investigadoras y analistas: la importancia y el significado de
los movimientos sociales de mujeres -y en general de los nuevos movimientos sociales- reside en el hecho
de que su mera existencia cuestiona profundamente la lógica con la que la sociedad está articulada. Y es
que estos movimientos están manifestando justamente la presencia y las reivindicaciones de amplios
sectores y categorías sociales tradicionalmente excluidos del discurso y de la acción política institucional.
Los diversos análisis evidencian que la presencia del movimiento de mujeres, junto con los otros, ha
contribuido a resquebrajar viejos paradigmas tanto de las ciencias sociales como de la acción y reflexión
políticas. En este sentido, uno de los aportes fundamentales de esta perspectiva analítica ha sido el de
evidenciar la complejidad de la dinámica social y de la acción de los sujetos sociales permitiendo
reconocer el carácter multidimensional y jerárquico de las relaciones sociales y la existencia de una
heterogeneidad de campos en conflicto más allá de la sola existencia de las clases. Se ha puesto en debate
temas hasta ahora deslegitimados de la reflexión y la acción políticas, especialmente los relacionados con
la vida cotidiana; reconocimiento que evidencia y genera nuevos espacios de acción colectiva y consolida
nuevos y múltiples sujetos sociales que aportan inéditas formas de acercarse a lo -político.
En este proceso, los movimientos sociales, a través de la práctica de los sujetos involucrados, amplían el
espacio de lo tradicionalmente asumido como político, cuestionando en los hechos el monopolio del
"hacer política" que habían detentado los partidos (Vargas 1986).
Son estas características las que llevan a considerar a estos movimientos como portadores de un nuevo
orden social (Evers, Jellin, entre otros) no en función de un modelo predeterminado de sociedad sino en
función de una alternativa gestada en la base misma de la sociedad a partir de las prácticas cotidianas de
esta multiplicidad de sujetos sociales.
En el surgimiento y consolidación de este movimiento social de mujeres en América Latina, en el
contexto ya sea de regímenes autoritarios o democráticos, han influenciado tanto los procesos de
modernización (la ampliación de la cobertura educativa a amplios sectores femeninos, la ampliación de
los servicios, el ingreso creciente aunque sistemáticamente discriminado de las mujeres al mercado
laboral, la agudización de las contradicciones sociales y políticas) como, en el último período, la profunda
crisis económica que se ha instaurado en la región. Algunas autoras consideran que la crisis no sólo es
económica, sino también moral, política y cultural y que si bien ha impulsado la generalización de
algunas expresiones organizativas femeninas alrededor de las subsistencias, no ha generado por sí misma
este proceso sino más bien ha acelerado en lo fundamental procesos que ya venían gestándose.
Esta situación ha llevado a generalizar y masificar una forma específica de organización y socialización
de la pobreza que ha dado lugar a una de las expresiones más visibles y hasta ahora permanentes del
movimiento de mujeres en numerosos países de América Latina: la organización de las mujeres por la
subsistencia. Alrededor de estas organizaciones se han realizado innumerables estudios de casos y análisis
sobre sus efectos en la vida y la conciencia de género de las mujeres. En algunos países, esta expresión
del movimiento de mujeres ha cobrado auge inusitado traspasando, en muchos casos, el móvil que les dio
impulso y logrando -al mismo tiempo que responder coyuntural y solidariamente a los problemas más
urgentes de subsistencias o servicios- avanzar en un proceso de cuestionamiento que se vayan
consolidando prácticas sociales más solidarias y democráticas e impulsando mecanismos de
centralización que les faciliten tener, al menos potencialmente, presencia e incidencia en lo público. En
otros países, el proceso no se ha desarrollado en toda su complejidad.
Si bien la crisis económica ha impulsado nuevas y creativas formas de participación de las mujeres, ha
puesto también enormes límites a su accionar al generar dobles y triples jornadas que impiden muchas
veces que las mujeres accedan a otras posibilidades de desarrollo personal. Así y todo esta búsqueda de
soluciones inmediatas frente a la crisis ha permitido romper la atomicidad del mundo doméstico,
especialmente urbano, y, al mismo tiempo, ha hecho posible establecer nuevas formas de relación y
solidaridad entre familias y entre mujeres (De Barbieri, Oliveira, 1986) cuestionando las bases reales de la
configuración de roles "hombre proveedor" -"mujer dueña de casa", y limitando así las posibilidades de
reproducir el modelo tradicional de familia (Serrano 1987). Todo ello ha llevado a generar un proceso
personal y colectivo a partir del cual las carencias materiales han ido dando paso a la posibilidad de
canalizar otras carencias asociadas con una búsqueda de identidad socio-cultural (Doimo 1986).
Estudios pioneros, como los de Jellín, Feijóo, Caldeira, entre otras, muestran la potencialidad de
transformación que contienen estas expresiones del movimiento de mujeres, surgidas desde los espacios
cotidianos y desde el rol tradicional de las mujeres, logrando redefinir sus prácticas colectivas y dar un
sustento importante para la construcción de la identidad de género al modificar en la práctica los
significados tradicionales del rol femenino.
Pero si bien esta expresión del movimiento es la que más atención y análisis ha despertado, éste es mucho
más amplio. Además de las organizaciones alrededor de las subsistencias y de las expresiones
organizadas del movimiento feminista, existe un conjunto de otras formas de organización y
participación: Mujeres pobladoras, nucleadas alrededor de problemas tan fundamentales como los de
salud, vivienda, violencia cotidiana; mujeres que desde sus sindicatos van consolidando una participación
que incluye sus demandas como trabajadoras y como mujeres; campesinas que inician un proceso de
organización propia al interior de las federaciones y organismos de su sector; trabajadoras del hogar que
luchan por sus derechos a través de sindicatos y asociaciones; mujeres de partidos políticos que
cuestionan el rol de la mujer al interior de sus organizaciones; mujeres agrupadas alrededor de los
derechos humanos, avanzando en inéditas formas de lucha y participación.
En esta misma línea, numerosos análisis tienden también a relativizar la valoración que se hace sobre lo
que significan los procesos de "avances" o "retrocesos-" del movimiento de mujeres, al señalar que una de
las características de los movimientos sociales es justamente el no presentarse como fenómenos acabados,
con características definidas, sino más bien expresando un proceso temporal en el cual las dinámicas van
modificándose en su interacción cotidiana y en su confrontación con lo público-estatal, rearticulándose y
generando nuevas prácticas sociales (Cardoso 1986).
Toda esta realidad da al movimiento una de sus características fundamentales, cual es su gran
heterogeneidad. Alimentada desde varias vertientes y expresadas en diversas formas de lucha y
organización, esta heterogeneidad hace que las demandas reivindicativas aparezcan por momentos
contradictorias, con diferentes temporalidades y desigual presencia en la escena social, con elementos
claros de espontaneidad, pero también de dirección consciente. Uno de los aspectos más relevantes ha
sido el reconocimiento de que en esta heterogeneidad se combinan desde objetivos inmediatos de
bienestar familiar hasta objetivos a más largo plazo en relación a la subordinación femenina, dando como
resultado la existencia de diversas formas de movilización y acción a través de las cuales las mujeres van
aportando a la construcción de la identidad de género de los movimientos sociales de mujeres.
El análisis de la dinámica del movimiento se complejiza no sólo por su heterogeneidad, que expresa la
multidimensionalidad inherente a las relaciones sociales en las que está inmersa la mujer, sino también (y
quizá por lo anterior) porque las prácticas de las mujeres están signadas tanto por la búsqueda de formas
alternativas de situarse frente al mundo como por el peso de identidades y prácticas tradicionales
asumidas como válidas por las mujeres y por la sociedad. Las mujeres están sujetas a procesos
encontrados de sumisión-rebeldía, de búsqueda de legitimidades externas y seguridades internas, de
inmediatas y coyunturales urgencias por resolver sus enormes carencias y al mismo tiempo de una
enorme creatividad para hacerlo. En este proceso reconocemos lo que Teresa Caldeira llama la
"ambigüedad existente entre lo nuevo y lo viejo en relación a la mujer".

Construcción de la identidad de género en los movimientos sociales de mujeres

De ahí que uno de los aspectos más interesantes de la discusión en este momento en América Latina se
dirija a analizar cómo se da el proceso de construcción de la identidad de género al interior de este
heterogéneo multidimensional y complejo movimiento social de mujeres.
¿Cómo acercarnos a la multiplicidad y heterogeneidad del movimiento de mujeres? ¿Cómo ir más allá del
sentido manifiesto de sus prácticas y aprehender su aporte a la modificación de la subordinación de las
mujeres y, por ello mismo, a la transformación de la sociedad? En base a un primer nivel compartido de
identidad como mujeres, ¿qué sentido de oposición desarrollan? ¿Frente a quien o quiénes se constituyen
como opositoras-interlocutoras y para qué? ¿Qué orientaciones normativas contienen? ¿Qué aspectos de
un proyecto alternativo van construyendo cotidianamente?
Desde mi punto de vista, la orientación fundamental a estas preguntas tiene un requisito: evidenciar y
rescatar los obstáculos, las posibilidades, las contradicciones que contienen las diversas expresiones del
movimiento de mujeres para articular su condición de pobladora, migrante, estudiante, trabajadora, pobre,
popular, profesional, madre, etc., con su condición de subordinación genérica. De esta manera se evitaría
la fácil trampa de subsumir las contradicciones de género en las otras múltiples contradicciones que
enfrenta la mujer en su vida cotidiana, laboral y política.
Para el análisis asumimos que los movimientos sociales a través de las prácticas que generan, de los
espacios de acción que abren, de las dinámicas que desarrollan- prefiguran nuevas relaciones sociales y
evidencian la potencialidad de una transformación profunda de la lógica de organización de la sociedad
(Jellin, Evers, Calderón, entre otros) y reconocemos que este proceso se da a partir de diferentes
posiciones del sujeto, estructuradas alrededor de la contradicción específica y definitoria que enfrenta.
Al no ser así, el acercamiento al movimiento social de m eres debería orientarse básicamente a rescatar
todas las expresiones de rebeldía que las mujeres desarrollan frente a la forma particular de poder que se
ejerce sobre ellas en todos los ámbitos de la vida social o lo que es lo mismo, al decir de Julieta
Kirkwood, a rescatar las prácticas de las mujeres orientadas a resolver los mecanismos que impiden el
desarrollo de la conciencia de las mujeres como seres autónomos capaces de superar su enajenación.
Este enfoque no sólo reconoce la conquista de nuevos espacios, de nuevos derechos, de nuevas prácticas
sociales, etc. sino que intenta ir más allá: analiza en qué medida las mujeres, desde las diversas
expresiones de lucha, desde los diferentes espacios de actuación, desde los múltiples intereses y
reivindicaciones -inmediatas o no- estamos perfilando un movimiento social de cara a nuestra opresión
particular para, desde ahí, avanzar en una propuesta alternativa de sociedad.
Y ésta no es una tarea fácil; la potencialidad de los movimientos sociales de ser portadores de un nuevo
orden social, de un nuevo tipo de relaciones, está dada a partir de las múltiples prácticas sociales que se
van gestando cotidianamente y que prefiguran lo que pueden ser nuevas relaciones personales y sociales y
formas más humanas, menos fragmentadas de articular las diversas posiciones de los sujetos. Pero estas
prácticas son -como hemos visto- contradictorias, implican un proceso lento con tiempos muy
heterogéneos, sujeto a coyunturas, influencias, presiones, al peso de prácticas tradicionales; es un proceso
cargado de profunda subjetividad, que produce desconciertos e inseguridades, flujos y reflujos en la
acción y en la conciencia de los actores. Y es en este proceso donde intervienen una serie de agentes
internos y externos al movimiento para orientar estas prácticas sociales. El movimiento de mujeres, en
este caso, se vuelve blanco de influencias ideológicas, muchas veces contradictorias (de los partidos
políticos, la Iglesia, el Estado, e incluso el movimiento feminista, llevando sus propios avances y
confusiones), que pretenden orientar su acción y su concepción. Estas influencias, sustentadas
generalmente en definiciones apriorísticas sobre el “debe ser” de las mujeres, tienden a oscurecer el
proceso real.
Por esta misma complejidad, se puede atribuir a las diferentes expresiones del movimiento y a las
prácticas de las -mujeres una serie de características contradictorias, todas ellas apuntando a aspectos
reales pero parciales de la dinámica de estos movimientos. Asumir esta parcialidad como elementos
determinantes y únicos puede distorsionar el análisis y tener consecuencias importantes para la estrategia
de construcción del movimiento.
Algunos ejemplos pueden aclarar los alcances de esta discusión. En relación a las experiencias de las
mujeres de barrios populares organizadas alrededor de acciones de subsistencia familiar, algunas
remarcan el carácter subversivo de estas nuevas organizaciones que, conformadas a partil del rol
doméstico, han permitido a las mujeres sortear el encierro doméstico, reunirse y socializar experiencias,
identificando de mejor manera sus problemas y ubicando más claramente los diversos interlocutores
sociales; para otras, estas organizaciones, aunque aumentan el sentimiento de autovaloración y visibilizan
la incidencia social de las mujeres, no modifican en lo esencial el rol de la mujer.
En relación a las obreras, la discusión se refiere, por ejemplo, a si es posible transformar las estructuras
sexistas tan propias de los sindicatos clasistas o, si por el contrario, es más importante consolidar espacios
propios de mujeres obreras vía las comisiones femeninas, para desde ahí elaborar y presionar por sus
reivindicaciones.
A nivel del movimiento feminista, son dos las posturas más saltantes: una asume que las feministas deben
acompañar estas diferentes expresiones organizativas de las mujeres poniendo énfasis en las
reivindicaciones inmediatas como una forma de concretar la propuesta de transformación de la situación
de la mujer en amplios sectores femeninos; la otra asume que las feministas deben mantener claramente el
énfasis en las reivindicaciones a largo plazo de las mujeres como género oprimido.
Pero la realidad abarca estas diferentes interpretaciones -y quizá muchas otras- como aspectos
constitutivos de la compleja dinámica del movimiento. Es cierto que las mujeres de barrios aumentan su
autovaloración, pero no siempre esta participación modifica la segregación sexual de la sociedad ni altera
la direccionalidad de los procesos sociales. Es cierto que los sindicatos tienen estructuras jerárquicas y
sexistas que llevan a que la mujer no se sienta cómoda en ellos, pero es cierto también que las comisiones
femeninas (ya sea de sindicatos o de partidos) pueden aumentar la existencia de espacios segregados por
sexo dejando el nivel de decisión y control sobre las estructuras organizativas en manos de los hombres y
desresponsabilizando a las instituciones y a la sociedad de asumir de hecho las reivindicaciones
femeninas. A nivel de movimiento feminista la primera postura puede tener el riesgo de subsumirse en la
dinámica y la temporalidad de cada expresión puntual del movimiento sin lograr articularla en una lucha
más contundente en contra de la subordinación; en la segunda, se corre el riesgo de aislarse del
movimiento amplio de mujeres y quedarse en la abstracción al no lograr articular las demandas a largo
plazo con aquellas reivindicaciones inmediatas, con el agravante de que la distinción entre
reivindicaciones inmediatas y a largo plazo de las mujeres es, en la dinámica del movimiento, más
analítica que real.
El problema fundamental, entonces, no es enfrentarnos a esa complejidad, que es parte de la riqueza del
movimiento de mujeres y que más bien nos obliga a hacer referencia permanente a los contextos
históricos y coyunturales específicos, apelando a la audacia y a la creatividad, combinando múltiples
estrategias. El riesgo fundamental lo constituye, más bien, el hecho de que nos acerquemos a este
movimiento con el peso de categorías tradicionales de las ciencias sociales y del ideario político que han
sido parte constitutiva de nuestra información.

El riesgo de analizar con la óptica centrada en las contradicciones de clase y el reto de articular
la perspectiva de genero a otras opresiones

Una de las grandes debilidades de los análisis ha sido el uso demasiado frecuente de categorías
esquematizadas de interpretación de los fenómenos sociales o políticos aplicándolos mecánicamente a la
población "mujeres". Esta perspectiva tiende a rigidizar los fenómenos al buscar explicaciones desde un
modelo predeterminado de sociedad, desde un solo y homogéneo nivel de conciencia de los actores, desde
la cantidad y no de la calidad de las acciones y prácticas sociales.
Así, a pesar de que se reconoce la heterogeneidad presente en el movimiento de mujeres, en la práctica se
valora la homogeneidad y coincidencia con un tipo de lucha y un modelo de reivindicación material,
económica, inmediata, la cual es asumida -explícita o implícitamente- como principal. La complejidad y
diversidad de las expresiones del movimiento, de las formas de lucha y organización de las mujeres, de
las prácticas que van generando, no tienen así cabida, porque el análisis está definido a priori por el
“deber se” de las mujeres (madres, luchadoras, combativas, comprometidas con los proyectos de
transformación social, sin hacer énfasis en que estos proyectos generalmente no dejan espacio para las
mujeres ni visibilizan la especificidad de su aporte). Además, este enfoque analítico está generalmente
ideologizado y/o influenciado por categorías clásicas del mundo de la producción, lo que explica que se
otorgue validez a determinadas expresiones del movimiento y no a otras. Así, el movimiento de mujeres
es catalogado de popular y en esa mágica palabra reside su aporte fundamental, mientras que el
movimiento feminista es catalogado de pequeño burgués, y en esa desprestigiada palabra reside su
limitación.
En este enfoque, los efectos de las acciones y movilizaciones, los avances y retrocesos son analizados en
términos más cuantitativos que cualitativos, en términos de su esperado aporte a una forma
predeterminada de transformación de -la sociedad, de su cuestionamiento directo a la organización
económica, de su enfrentamiento directo con el Estado, y no en relación con lo que aparece como el real
aporte de los movimientos sociales de nuevo cuño: su incidencia en lo que Guattari llama la ruptura de los
significados existentes y dominantes:

«Los grandes partidos y sindicatos buscan obtener consenso, igualar opiniones, identificar a las
personas en torno a programas y a imágenes comunes. Los movimientos sociales, aun cuando tengan
imágenes comunes, no se caracterizan por la búsqueda de una intervención que califico como analítica.
No se trata exactamente de una interpretación psicoanalítica sino de un fenómeno de ruptura de los
significados existentes y dominantes» *.
Expresión de esta falta de percepción en relación al significado del movimiento de mujeres es la
concepción generalizada que existe sobre el contenido del protagonismo de las mujeres, definido
básicamente por su aporte a las llamadas luchas generales y por su capacidad de movilización en torno a
los intereses familiares y comunales. Aun cuando es válido darle importancia a este aspecto, que está
presente en las prácticas de las mujeres, el problema es asumirlo como explicación única y analizarlo
desde concepciones apriorísticas de lo que debe ser la participación de las mujeres en la dinámica social,
medida nuevamente desde la lógica de clases y desde el criterio masculino.
Esta manera de definir el protagonismo engendra el peligro de colocar a la mujer en situación de potencial
masa de maniobra. Más que reconocimiento, es un oscurecimiento que a la larga refuerza su identidad
enajenada y deslegitima el otro protagonismo dado por su confrontación en nuevos espacios, por la
ubicación de nuevos interlocutores, por los inéditos intentos -exitosos o no- de adueñarse de su vida.
Invisibiliza también los esfuerzos de las mujeres por defender sus organizaciones frente a la
manipulación, por organizarse frente a las golpizas de los maridos, por romper el aislamiento, por
percibirse, finalmente, como sujeto con demandas específicas aquí y ahora.
Esta mirada también oscurece el potencial transformador de determinadas expresiones del movimiento de
mujeres y de otros movimientos alternativos como el de homosexuales cuyo ejemplo nos permite graficar
más claramente las limitaciones de este enfoque: el que un movimiento reclame su derecho a definir
libremente su opción sexual va mucho más allá que la opción misma, al abrir un espacio de
cuestionamiento social de aquel aspecto fundamental en la vida de las personas, cual es la sexualidad.
Blanco de represiones y de conductas autoritarias, la sexualidad, puesta al debate, es un aporte sustancial
para una sociedad más democrática, y para ello no importa que no sean más de cincuenta los que
emprendan esta lucha, sino los efectos que tiene a nivel social. Igualmente, siguiendo la reflexión de
Julieta Kirkwood, siendo importante el sustento de un movimiento como el feminista, no es la cantidad lo
que lo define o le da su contenido específico, sino, principalmente, las prácticas sociales a que da origen,
los nuevos espacios de cuestionamiento que abre y los procesos de conciencia que pone en marcha.
Analizar el movimiento desde categorías tradicionales genera dos tendencias: Por un lado, una tendencia
a la idealización que asume como válidas todas las dinámicas del movimiento de mujeres populares (no
así las dinámicas de las otras expresiones del Movimiento) en la medida en que son populares y quizá
porque se acercan al modelo que ubica las reivindicaciones de clase como fundamentales y totales para el
conjunto. Esta mirada no considera las contradicciones que se generan en otros niveles de la sociedad y
que son las que dan sustento a los nuevos movimientos sociales; no considera tampoco las diferencias, los
conflictos, el conservadurismo y autoritarismo de algunas percepciones y prácticas sociales del mismo
movimiento popular. La otra tendencia se orienta hacia un profundo escepticismo, que lleva a no valorar
los procesos que se van gestando a nivel de la vida cotidiana de las mujeres y a no reconocer las prácticas
sociales que contienen un potencial transformador de la subordinación de las mujeres.
Acercamos a este movimiento con una lógica más flexible nos puede permitir captar mejor la
complejidad, las contradicciones, las potencialidades que contiene, sin idealismo ni escepticismo.
Podremos así reconocer que todas las diferentes expresiones del movimiento de mujeres contienen
prácticas y sentidos contradictorios, en la medida en que se trata de colectividades integradas por
personas concretas con historia, con carencias, con experiencias de exclusión, de dominio, de solidaridad,
con necesidades urgentes e impostergables -económicas, pero también afectivas- y que, además, están en
relación permanente con un mundo que en muchos momentos les sigue siendo hostil, que planifica sobre
ellas, que habla en nombre de ellas, que decide sin ellas. Pero que así y todo su existencia colectiva sigue
siendo un hecho incuestionable.
Expresiones de estas contradicciones se encuentran por ejemplo, en los análisis sobre las organizaciones
de subsistencia. Algunas teóricas feministas, como ya vimos, han realizado un importante aporte el
evidenciar el contenido político de los roles domésticos-familiares de la mujer (Feijóo, Jellin, entre otras)
y el potencial participatorio que esta situación conlleva. Asumiendo esto, es necesario también reconocer
-como lo muestran muchos estudios empíricos- las limitaciones que la realidad social y cultural, así como
las subjetividades de las mujeres, imponen a estas experiencias. Es necesario preguntamos lo que
significa la feminización del problema del hambre o de los servicios, con lo que ello implica de mayor
trabajo para las Mujeres, de creciente desvalorización de este tipo de reivindicaciones en la medida en que
son asumidas casi exclusivamente por las mujeres, de desresponsabilización de los hombres y del Estado
sobre este campo. Preguntarnos también lo que significa el desarrollo de una forma de participación que
puede aumentar la vocación de marginalidad de la mujer al seguir asumiendo su entrega al bienestar
familiar y comunal como la fuente más importante de su legitimidad social. Se puede dar así una curiosa
semejanza entre la segregación tradicional que ha entregado lo público a los hombres y lo privado a las
mujeres, pero esta vez en el terreno de lo público. Los planos se dividirían entonces entre lo
público-masculino-capacidad de decisión y los público-femenino-capacidad de servicio, reforzando
nuevamente la existencia de espacios segregados por sexo.
Es evidente que esta situación puede volver muy vulnerables a las organizaciones de mujeres en la
medida en que la identidad básica del grupo se construye (y es reforzada por los diferentes agentes
externos) desde la funcionalidad para resolver carencias familiares. Así, cualquier intento de resolver
estas carencias en condiciones mínimamente mejores puede llevar a que las mujeres abandonen sus
organizaciones de sobrevivencia para buscar nuevos ejes de referencia e incluso de organización. (Esto
sucedió, por ejemplo, con el Programa de Apoyo al Ingreso Temporal (PAIT) -impulsado por el gobierno
del APRA en el Perú- que implantó el salario mínimo vital por trabajos comunales y que tuvo una gran
acogida entre mujeres).
Estas limitaciones no invalidan la experiencia, ya que estas organizaciones permiten importantes
modificaciones a nivel de las conciencias individuales y de las prácticas sociales de las mujeres;
modificaciones que aparecen aún fragmentadas, como expresión de una lucha, más silenciosa y menos
heróica; modificaciones en las cuales podemos descubrir tendencias y potencialidades que aún no lo son,
aún no se cristalizan, pero que están en proceso. Y es que se lanzaron a conquistar espacios vedados para
ellas, que se conflictuaron en algún nivel su vida personal, que, sin quererlo casi comenzaron a politizar
su vida cotidiana. En este despertar podríamos descubrir lo que José Nun llamaba la rebelión en coro:

«Ocurre que en nuestra época, la vida cotidiana comienza a rebelarse. Y ya no por medio de gestos
épicos como la toma de la Bastilla o el asalto al Palacio de Invierno, sino más bien deformas menos
deslumbrantes, más bien menos episódicas, hablando cuando no debe, huyendo del lugar destinado al
coro, aunque preservando su fisonomía propia. El símbolo por excelencia de esta rebelión es el
movimiento de liberación femenina, justamente porque la mujer siempre fue símbolo por excelencia de la
vida cotidiana. En el máximo de su sorpresa, el guerrero o el tribuno de la plebe advierten sobre sus
responsabilidades por la ropa sucia o por la crianza de los niños. Con todo, la alteración del itinerario
es más general: también las minorías étnicas, los ancianos, los pobladores, los inválidos, los
homosexuales, los marginados, violan el ritual de discriminación y de los buenos modales y se colocan
en el centro del escenario y exigen ser oídos" **.

Ahora bien, una visión que rescate el género y el análisis de la vida cotidiana tampoco está exenta de
riesgos. Asumiendo esta visión, también es importante sortear el voluntarismo o la simplificación.
Evitando el reduccionismo de clase, es fundamental no sólo confrontar la categoría género en toda su
complejidad para dar cuenta de la heterogeneidad del movimiento abordando las diferencias de las
mujeres en contextos, clases, razas, regiones, culturas, específicas, sino también es fundamental, al decir
de Lechner, reconocer que ninguna posición del sujeto incluye otras posiciones automáticamente, que los
actores sociales no son entidades unificadas y homogéneas sino que constituyen una pluralidad que
contiene y es dependiente de todas estas diferentes posiciones las que si bien se articulan e influencian
entre ellas, esta articulación se da en un proceso cargado de ambigüedad (Laclau).
Así, la identidad de género se va construyendo desde la situación concreta, cotidiana, de vida de cada una
de las mujeres. La identidad de género se construye como individualidad y como colectividad desde la
historia de vida que contiene otras opresiones y discriminaciones, ancladas en vivencias de marginación;
se construye también en razón de la clase, raza, edad o región. Si bien estas vivencias comienzan a
adquirir su real significado en articulación con la experiencia única y común de la opresión en razón de
sexo, se sustentan también en la multidimensionalidad de opresiones que enfrentan las mujeres en sus
realidades específicas. Por lo tanto, esta construcción no se da en referencia a sí misma sino en relación a
los diferentes espacios de poder que se confrontan: en lo doméstico-familiar y en lo público-político. Este
proceso nos aleja del riesgo de seguir reproduciendo los espacio segregados por sexo y aislar a las
mujeres de su entorno social.
En este contexto, es en el aquí y el ahora, en las diferentes vidas cotidianas y en las diferentes ubicaciones
de clase, en las diferentes razas, donde se van perfilando las identidades de género de las mujeres. Pero
también hay una base histórica fundamental que otorga contenidos concretos y diferencias específicas a la
identidad de género de las mujeres no sólo en el Perú sino en América Latina: el pensar la identidad de
género de las mujeres latinoamericanas significa también volver los ojos a las huellas de la conquista y la
colonización, a la subordinación específica de la mujer campesina, a la esclavitud de la mujer negra, al
aislamiento histórico de la mujer de clase media, a los efectos de ésta y otras crisis en la vida de las
mujeres, al peso histórico de la iglesia tradicional; en suma, a las marcas que finalmente todas y cada una
de estas experiencias dejó en el cuerpo y la mente de esta heterogénea categoría mujer (Vargas 1987).
Asumir esta mirada implica también estar dispuestas a reconocer aspectos de la realidad de las mujeres
que han quedado sistemáticamente oscurecidos en los análisis de los movimientos sociales de mujeres. De
estas múltiples opresiones, quiero hacer referencia a la subordinación racial, con frecuencia invisibilizada
por el movimiento de mujeres e incluso por los análisis feministas con la misma intensidad con que
muchos análisis han desconocido la opresión de género. Dentro de los análisis sobre los movimientos hay
referencias puntuales a esta realidad pero no se establecen ni en la práctica ni en el discurso las
conexiones necesarias y fundamentales entre la raza y el género.
En esta línea, trabajos como el de Lelia González, feminista negra brasileña, son absolutamente pioneros
el evidenciar, desde su propia experiencia, que el racismo, al igual que el sexismo se origina en
diferencias biológicas (el sexo, el color de la piel), que son asumidas como de desigualdad social,
conformando el sustento básico de la ideología de dominación en nuestro continente. Al no asumir el
carácter patriarcal-racista del sistema no se logra visibilizar las interconexiones que la raza tiene con la
subordinación genérica, desarrollando una perspectiva eurocentrista y neocolonialista. El énfasis en la
subordinación de género ha llevado muchas veces al movimiento feminista a hacer abstracción de este
aspecto de la realidad y por lo tanto ha dificultado la concreción de su propuesta en sociedades con
características multiraciales y pluriculturales como las nuestras, distorsionando la historia y el presente de
miles de mujeres. Siguiendo a Gonzáles, el silencio mantenido sobre este aspecto de nuestra realidad ha
constituido también una forma de “racismo por omisión” que ha llevado a descolorar y desracializar el
movimiento. Los efectos de estas omisiones en la percepción y las acciones del movimiento son enormes,
como lo demuestra la investigación de Christina Hee Pedersen sobre capacitación feminista entre
mujeres.

Relación con lo político-público. El problema del poder

Otro de los ejes de discusión sobre el movimiento de mujeres en América Latina es el de su relación con
la política, el poder, y el Estado. Numerosos análisis han evidenciado, a partir de las prácticas mismas, el
contenido político del movimiento de mujeres, ya sea al politizar y dar contenido público a su rol
tradicional (madres luchando por los derechos humanos, y cuya expresión más rica y dramática la
constituyen las Madres de Plaza de Mayo; amas de casa organizándose alrededor de las subsistencias, la
carestía de la vida, la falta de servicios urbanos) o ya sea participando en formas de lucha y movilización
en pos de determinadas reivindicaciones. Estos análisis apuntan a dos aspectos fundamentales de los
movimientos sociales, como son el provocar, producir cambios en ideas y valores relacionados con la
vida política, así como en la transformación de la vida cotidiana (Caldeira).
Muchas autoras reconocen también que una de las características de los movimientos es la tendencia a
asumir directamente su confrontación con lo público, sin la mediación de otras instituciones u
organizaciones políticas, colocando en este hecho la fuerza y la novedad del movimiento y rescatando la
autonomía como uno de los aspectos más significativos.
Siendo válidas estas aproximaciones, quiero referirme a algunos aspectos de la relación del movimiento
de mujeres con la política que presentan una serie de complejidades y que generan un nivel importante de
tensiones. Uno de ellos es el tema de la autonomía. La primera tensión se produce ante la tendencia de
convertir a la autonomía en un concepto unívoco -ya sea para sacralizarlo o denigrarlo- sin considerar que
al interior del movimiento no hay una práctica homogénea en relación a la autonomía. La autonomía es,
antes que nada, una práctica personal -lo que Lilian Van Wesemael-Smit llama el derecho a la
autodeterminación, es decir la capacidad de asumir las decisiones de nuestra vida por nosotras(os)
mismas(os). Además, para las mujeres esto se da como proceso en la medida en que no es una práctica
internalizada sino difícil y lentamente aprendida en el camino a ser personas libres. La autodeterminación
de las mujeres pasa por la confrontación de las relaciones asimétricas de poder entre mujeres y hombres
en su vida personal y social. Sobre esta base es que la autonomía se da como proceso colectivo, que
expresa la capacidad de defender los intereses compartidos como miembros del sexo femenino (Van
Wesemael-Smit), cuidando que la lucha de las mujeres sea considerada prioritaria y actual y no
subordinada y postergable (Vargas 1986) en un proceso no de aislamiento, sino de confrontación,
negociación y respeto mutuo en relación a otros movimientos sociales y a las instituciones
público-políticas. Vista la autonomía así, es un concepto relacional. Es obvio que mientras existan
relaciones asimétricas de poder entre los sexos la autonomía tendrá para las mujeres más contenido de
lucha y de conquista que de respeto en igualdad de condiciones.
Volviendo al movimiento, la autonomía es evidentemente una de las características y conquistas más
importantes del movimiento de mujeres, es el sustento para la construcción de un movimiento que
confronte y contenga su opresión particular; sin embargo, la autonomía no es un proceso lineal y apunta a
una sola dirección. Puede darse una autonomía organizativa, pero no ideológica; y al revés, puede darse
una autonomía ideológica, pero no organizativa (es el caso, por ejemplo, de las organizaciones con
dinámica y funcionamiento administrativo propios pero que están bajo la orientación y decisión de otras
instituciones, generalmente partidos políticos). Puede también darse una autonomía creativa -con
capacidad de presión y negociación desde la especifidad del movimiento- pero también la autonomía
puede por momentos ser defensiva. Esta autonomía defensiva expresaría -con sobradas razones muchas
veces- un cierto temor a la confrontación con lo público o una tendencia a negar las diferentes
percepciones y concepciones, lo que también puede significar la validación de una tendencia autoritaria
que impulse la homogenización y el igualitarismo al sentir muy amenazante la diferenciación. Es
importante considerar que la práctica de las mujeres contiene, en diferentes momentos, todas estas
ambigüedades respecto a la autonomía.
Un segundo aspecto de la tensión en relación a la autonomía radica en que muchas líderes de los
movimientos de mujeres son al mismo tiempo militantes de los partidos políticos o funcionan bajo el
alero de la Iglesia, estas instituciones buscan, a través de algunas de las integrantes, influenciar en la
dinámica de los movimientos. Esta actitud obliga a que algunas militantes tengan que sostener dramáticas
luchas para evitar la manipulación, no ya de los partidos en general, sino del suyo propio. Tenemos
innumerables ejemplos de cómo las organizaciones de mujeres han sufrido rupturas no provocadas por la
dinámica interna sino por los efectos de las rupturas de los frentes y los partidos políticos en los que ellas
participan. El nivel de descontento y de repliegue temporal que esta situación genera para el conjunto de
la organización han permitido que muchas líderes asuman cada vez más la defensa de la autonomía
organizativa frente a estas instancias y partidos políticos.
Otro aspecto importante de esta tensión se expresa en la relación del movimiento de mujeres con el
Estado. Muchas expresiones del movimiento se movilizan frente al poder local, elevan peticiones al
parlamento, plantean con bastante frecuencia reivindicaciones al gobierno central. Todo esto aparece
como parte constitutiva del movimiento. Más aun, en muchos países los gobiernos han comenzado a
implementar organismos orientados a favorecer la igualdad de la mujer ofreciendo representatividad al
movimiento de mujeres, tanto a su expresión feminista como popular. Frente a estas iniciativas, uno de
los puntos que más se ha discutido son los riesgos que esta participación conlleva, en la medida en que
está presente el peligro de cooptación, no sólo a nivel de organizaciones y/o personas, sino, básicamente,
a nivel de demandas que dan perfil al movimiento (E. Souza Lobos 1985).
Sin embargo, sin desconocer los riesgos que esta relación conlleva, es importante considerar que los
movimientos sociales no son sólo posibles objetos de cooptación, sino también sujetos dinámicos que
permanentemente replantean demandas. Bien dice Evers que los movimientos sociales enfrentan la
disyuntiva, por- un lado, de conquistar algunos espacios de poder en la estructura dominante con el riesgo
de permanecer subordinados, y por otro, sustentar autónomamente una identidad al precio de continuar
débiles. Creo, sin embargo, que este difícil equilibrio es también el que les permite ir modificando la
lógica de la sociedad y que algunas conquistas a nivel formal, público, visiblemente político, pueden
también dar mayor fuerza y sentido de identidad a los movimientos, siempre y cuando no apostemos sólo
a ellas. Así, el Estado tiene la capacidad de dar visibilidad pública a determinadas demandas y
reivindicaciones al generalizarlas a nivel de la sociedad, contribuyendo así a modificar las percepciones
sobre la situación de la mujer. Demandas y reivindicaciones necesarias pero que sin embargo no agotan el
conjunto de demandas ni mucho menos la propuesta del movimiento. Es decir, si bien las políticas
públicas hacia la mujer asumidas desde el Estado son importantes, no pueden contener el conjunto de
demandas, reivindicaciones, necesidades y propuestas a largo plazo de las mujeres (ni muchas veces a
corto plazo, dado el carácter del Estado en América Latina), porque estos reclamos se ubican en una
lógica diferente a la lógica estatal y porque su cristalización implicaría transformaciones profundas e
irreversibles de la sociedad.
En este sentido, el temor a la posibilidad de que el Estado coopte las ideas, las demandas e incluso a
algunas líderes del movimiento, puede generar una actitud paralizante y de ghetización que se contradice
con la práctica social de las mujeres que presionan y demandan sus reivindicaciones frente al Estado. Es
importante evitar este riesgo más aun si consideramos que la presión e interlocución del movimiento
frente al Estado, a los partidos políticos, a la Iglesia y en general a las instituciones públicas por medidas
a favor de la igualdad, no sólo es parte de una estrategia política que desarrolla diferentes mecanismos
para superar la discriminación de la mujer sino que en nuestras sociedades es también una estrategia
tendiente a la democratización y descentralización del Estado y de la sociedad.

La vertiente feminista: Nudos de su accionar

Finalmente, en esta diversidad de expresiones del movimiento de mujeres, es importante hacer referencia
a la dinámica particular y a la propuesta específica del movimiento feminista ***.

El movimiento feminista es una expresión del movimiento de mujeres que hace del conocimiento y la
eliminación de las jerarquías sexuales su objetivo fundamental. En estos quince años de existencia, es
evidente la contribución del feminismo al proceso de visibilizar la presencia de las mujeres en
movimiento, de evidenciar su aporte y de generalizar muchas de sus demandas. Los espacios de mujeres,
los pequeños grupos de reflexión y acción, los talleres, encuentros, seminarios, campañas a niveles
locales, nacionales y regionales, han significado no sólo un espacio de afirmación, de reconocimiento de
las semejanzas y diferencias, sino también de producción de un nuevo tipo de conocimiento. Este
conocimiento incorpora lo vivencial y subjetivo en lo social, rescata la individualidad y unicidad de las
personas, avanza hacia un cuestionamiento profundo a la lógica de la sociedad. En suma, el feminismo en
América Latina va creando una profunda ruptura con el conjunto de representaciones sociales construidas
para legitimar la subordinación de género y el conjunto de mecanismos de poder que sustentan la
opresión en la sociedad.
Ha sido un proceso político, con un profundo contenido subjetivo y personal, donde cada una de las
conquistas personales y colectivas ha implicado profundos desgarramientos internos al resquebrajar
normas y significados aprendidos desde tiempos inmemoriales; han sido las rupturas del silencio personal
y social, de la imagen de la mujer madre en exclusividad, de la sexualidad sólo reproductiva, de la
negación del placer, de la conciencia de secundariedad. Y es en base a estas rupturas que se ha ido
construyendo y ampliando el movimiento.
Dentro de este innegable aporte, varios son, sin embargo, al decir de Julieta Kirkwood, los "nudos" que
enfrenta el movimiento feminista en su desarrollo y consolidación; algunos ya los hemos evidenciado en
páginas anteriores porque son los que también enfrenta el movimiento de mujeres en general. Otros se
refieren a la relación del movimiento feminista con otras expresiones del movimiento de mujeres; no ha
sido fácil mantener un equilibrio entre la necesidad de conquistas más inmediatas y visibles y la propuesta
de subversión feminista a más largo plazo. Se ha oscilado entre el riesgo de abstraernos de las
necesidades y reivindicaciones más inmediatas y urgentes y el de subsumirnos en ellas. No siempre se ha
logrado elaborar un discurso coherente con los nuevos significados sociales de las prácticas femeninas
que permitan reinterpretar nuestra vida de mujeres; la visión del mundo que ha comenzado a- desarrollar
el feminismo, es decir la utopía, no siempre ha tenido la capacidad de convertirse en demandas concretas,
retardando así el proceso de visibilización de sujetos que reclaman políticamente.
Aquí, sin embargo, me quiero referir a otros dos "nudos" que son más específicos de la dinámica interna y
del momento actual de desarrollo del movimiento feminista en América Latina y que están en relación
con el carácter político que le atribuimos: el nudo de la estrategia de crecimiento del movimiento y el
nudo de la distancia entre el imaginario político y la práctica real.
En cuanto a la estrategia de crecimiento del movimiento, las preguntas fundamentales en relación a él se
refieren a quiénes somos y dónde estamos las feministas. ¿Somos las organizadas autónomamente y
somos las de la militancia permanente?, ¿las organizadas en círculos, colectivos, grupos de
autoconciencia? Inicialmente, fue quizá fundamental que así fuera; para que el movimiento se afirmara
internamente fue necesario un momento de "escisión" (Gramsci) que nos permitiera descubrir nuestra
identidad y propuesta específica. Ahora que ha consolidado su espacio en la sociedad y que ha perfilado
su propuesta, que se ha consolidado un polo feminista autónomo, se ha logrado también ampliar los
límites y el contenido de la lucha feminista. El IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe
realizado en México en octubre del 87, es quizá el ejemplo más evidente de este proceso: feministas de
grupos autónomos, feministas de partidos políticos, de comunidades cristianas de base, de organizaciones
populares y campesinas, feministas de países en situación de guerra permanente (Centroamérica),
feministas pacifistas, etc. estuvieron presentes evidenciando y reconociendo las diferentes vertientes que
están nutriendo al feminismo en América Latina.
Ello evidencia que, ahora, la fuerza política del movimiento se expresa en la amplitud y diversidad de los
espacios desde los que las mujeres estamos cuestionando, demandando, proponiendo. El aporte del
movimiento feminista organizado fue el de abrir el espacio, poner la discusión sobre el tapete, evidenciar
la razón de la "sinrazón" feminista y el producto ya no le pertenece en exclusividad. Cada vez más,
mujeres de partidos, gremios y sindicatos, mujeres pobladoras, estudiantes y profesionales aportan a la
erosión cotidiana de las relaciones tradicionales de género desde sus específicos espacios de acción. Lo
que nos muestra que no existe una forma única de ser feminista ni de construir un movimiento.
Justamente la riqueza fundamental que comienza a aportar el feminismo es la capacidad de elaborar
múltiples estrategias para trasgredir el modelo tradicional femenino y apuntar a su transformación. En
este proceso se enriquece un polo feminista autónomo, capaz de contener estas múltiples estrategias:
algunas feministas buscan reforzar su acción y reflexión desde los grupos de autoconciencia; otras buscan
hacerlo a través de determinados temas; otras más intentan contribuir con un feminismo construido en los
barrios y en los sindicatos; también hay las que buscan intervenir y/o presionar a nivel estatal para lograr
modificar los aspectos más evidentes de la subordinación. Están las que intentan modificar la forma de
inserción de las mujeres en los partidos y las que combinan al mismo tiempo varios de estos aspectos.
Todas estas expresiones son parte del movimiento, entendido más allá de su expresión organizada. Son
también expresiones de la complejidad de la lucha de las mujeres en nuestro continente.
El segundo "nudo", la distancia entre el imaginario político y la práctica real del movimiento se expresa
en una autopercepción poco realista de lo que somos y lo que queremos como movimiento. Es decir, la
propuesta feminista se orienta hacia una "utopía" definida ahora más por lo que no queremos que por lo
que sabemos. Quizás no puede ser de otra manera, pues son las mismas prácticas sociales que vamos
generando las que, como veíamos van prefigurando el contenido de nuevas formas de realización, de
nuevas concepciones, etc. Pero estas prácticas sociales no se orientan en una sola dirección (hacia la
verdad o hacia la libertad), sino que están signadas por la contradicción, la ambivalencia, la difícil tensión
entre lo nuevo que queremos y lo viejo que sabemos. Y es justamente esta doble distancia entre una
utopía aun incierta pero asumida como "guía" y una práctica que trata de adecuarse a ella, lo que lleva a
que reemplacemos el análisis o neguemos las contradicciones construyendo "mitos" sobre lo que somos y
que no están en concordancia con la realidad, mitos que además dificultan enormemente la consolidación
de una política feminista coherente y a largo plazo.
Frente a esta realidad, es necesario no sólo revisar nuestras prácticas sociales y los supuestos que
alrededor de ellas tejemos (por ejemplo, que hacemos política diferente a los hombres, que lo privado
siempre es político, que las mujeres somos todas iguales, que todo lo que hacemos es válido porque es
expresión de nuestra forma nueva y subjetiva de ser mujer, etc.), sino también replantearnos un discurso
que es capaz de congelar conceptos y que nos puede obligar a actuar según un modelo (por más libertario
y democrático que sea, modelo al fin) sin rescatar las contradicciones del proceso. Y reconocer también
que no todo esta comprendido -por suerte- en nuestra propuesta, sino que ese contenido se va perfilando,
nutriendo, a partir de nuestras dificultades, dudas, búsquedas, alegrías, frustraciones, errores,
negociaciones, en suma, prácticas sociales vitales que nos permitan, como dice el poeta, «hacer camino al
andar".
Quiero terminar este artículo resumiendo el documento titulado "Del amor a la necesidad" elaborado
durante el IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe en México**** porque considero que
expresa la percepción de amplios sectores del movimiento.

"...Comparando nuestras experiencias en los distintos países han aparecido con una constancia
significativa ciertos mitos. Sin pretender que sean los únicos, podríamos resumirlos en:

1. A las feministas no nos interesa el poder.


2. Las feministas hacemos política de otra manera.
3. Todas las mujeres somos iguales.
4. Existe una unidad natural por el solo hecho de ser mujeres.
5. El feminismo sólo existe como una política de mujeres hacia las mujeres.
6. El pequeño grupo es el movimiento.
7. Los espacios de mujeres garantizan por sí solos un proceso positivo.
8. Porque yo mujer lo siento, vale ...
9. Lo personal es automáticamente político.
10. El concenso es democracia.

La fuerza de la creencia en estos mitos ha generado una práctica política feminista que impide valorar
positivamente las diferencias y que dificulta la construcción de un proyecto político feminista.
Estos diez mitos configuran un sistema de pensamiento, encadenándose uno con otro y
retroalimentándose. Nos interesa mostrar justamente la manera en que se van entrelazando. Veámoslo
someramente, aunque cada uno de ellos merece una reflexión más profunda.
Primer mito: "A las feministas no nos interesa el poder". Si partimos de reconocer que el poder es
fundamental para transformar la realidad, no es posible que no nos interese. Nosotras hemos visto a lo
largo de nuestra militancia que a las feministas sí nos interesa el poder, pero que, por no admitirlo
abiertamente, no avanzamos en la construcción de un poder democrático y, de hecho, lo ejercemos de
una manera arbitraria, reproduciendo, además, el manejo del poder que hacemos en el ámbito
doméstico: victimización y manipulación.
Sí, queremos poder. Poder para transformarlas relaciones sociales, para crear una sociedad
democrática en la cual las demandas de cada uno de los sectores encuentren un espacio de resolución.
Esto requiere reglas de juego que garanticen la presencia de una pluralidad de actores sociales; en
síntesis, queremos poder para construir una sociedad democrática y participativa.
Aquí nos enlazamos con el segundo mito: “Las feministas hacemos política de otra manera”. Sí,
hacemos política de una manera atrasada, arbitraria, victimizada, manipuladora.
Teóricamente intentamos hacerlo de otra manera, pero si somos honestas, nuestra práctica deja mucho
que desear y esto tiene que ver con la dificultad de aceptar la unidad en la diversidad y la democracia,
no sólo como necesidad sino como condición de nuestra acción. De ahí la imposibilidad de establecer
reglas de juego claras.
Esta no aceptación de la diversidad se enlaza con el otro mito: "Las mujeres somos todas iguales" Negar
la disparidad entre mujeres, de diferencias intelectuales, habilidades, sensibilidades, etc., nos ha llevado
a una práctica paralizante, que ha restado efectividad y presencia política al movimiento. Este mito de la
igualdad se engancha con otra creencia que dominó nuestra práctica, la idea de un “ser mujer” más allá
de clase, raza, edad o nacionalidad y, por ende, de la unidad natural desde la esencia del ser mujer.
Todas sabemos que no existen sujetos a priori, sino que son construcciones sociales. El sujeto político
mujer también es construido social y políticamente. Esta idea de la unidad natural de las mujeres --el
mujerismo- ha sido el fantasma que recorre el feminismo y que se traduce en el quinto mito: “El
feminismo sólo existe como una política de mujeres hacia mujeres". Esto es contradictorio con la idea del
feminismo como fuerza transformadora.
La creencia de un "ser mujer". de la unidad natural de las mujeres, de una política de y para mujeres
tiene su expresión más cabal en la confusión entre grupo feminista y movimiento. Esto lleva a pensar que
los espacios de mujeres en sí mismos garantizan y producen efectos transformadores. Se ha llegado a
idealizar este "mujerismo", olvidando que en infinidad de ocasiones los espacios de mujeres se vuelven
ghettos asfixiantes donde la autocomplacencia, frena la crítica y el desarrollo, o negando la frecuencia
con que las feministas tomamos lo que ocurre en nuestro grupo como si eso fuera el movimiento. La
permanencia en un mismo grupo cerrado impide la confrontación con otras mujeres, con otras ideas, con
otros feminismos.

Este "mujerismo" se acentúa en el siguiente mito: "Porque yo mujer lo siento, vale", que significa no
reconocer que los sentimientos están teñidos ideológicamente. Pensar que por tener un cuerpo de mujer,
lo que se piensa o siente es válido o feminista, es el nivel más arbitrario del feminismo.

El noveno mito: "Lo personal es automáticamente político” lleva hasta el absurdo el lema distintivo del
feminismo, lo personal es político. Si bien este lema concreta toda una crítica legítima a la división
artificial entre lo doméstico y lo público, plantear que todo lo personal es automáticamente político
vuelve lo político automáticamente arbitrario. Hay cuestiones personales que no son políticas, y hay
cuestiones personales que son patológicas.
Un ejemplo concreto de esta política arbitraria es la idea de que “él consenso es expresión de
democracia” . Esto es confundir el consenso con unanimidad, y no analizar que el consenso es otorgar
implícitamente el derecho de veto a una persona. Este mecanismo se convierte así en la base del
autoritarismo.
Estos diez mitos han ido generando una situación de frustración, autocomplacencia, desgaste,
ineficiencia y confusión que muchas feministas detectamos y reconocemos que existe, y que está presente
en la inmensa mayoría de los grupos que hoy hacen política feminista en América Latina. ¿Qué pasa con
nosotras, por qué tenemos esta manera perversa de manejo político, cómo nos salimos de este sistema
que nos tiene entrampadas?
Feministas de todos los países estamos en una revisión y profundización teóricas que colocan en el
centro del debate las consecuencias políticas y simbólicas dela diferenciación sexual entre hombres y
mujeres. No se trata ya, como proponíamos hace años, de una desestructuración de la cultura masculina,
ni tampoco de adosar a ésta una cultura femenina, sino de repensar la experiencia humana como una
experiencia marcada por la diferencia sexual.
Sabemos que la diferenciación sexual no trae como consecuencia que las mujeres seamos mejores o
peores que los hombres. No podemos partir de una creencia en la esencia de "ser mujer" Tenemos que
reconocer que nuestra desigualdad se ha producido porque hemos vivido inmersas en una miseria
simbólica y material y nuestro sexo no ha tenido sentido más allá de la maternidad, es decir, no ha
significado ni social ni culturalmente. Nuestra mediación con el mundo ha sido el ser para los otros: el
amor como vía de significación. Las feministas hemos trasladado la manera tradicional en que las
mujeres se vinculan con el mundo al quehacer de la vida política y social, al movimiento, a los grupos de
mujeres. Hemos desarrollado una lógica amorosa -todas nos queremos, todas somos iguales- que no nos
permite aceptar el conflicto, las diferencias entre nosotras, la disparidad entre las mujeres.
Para desmontar este entretejido es necesario acabar con esta lógica amorosa y pasar a una relación de
necesidad. Las mujeres nos necesitamos para afirmar nuestro sexo, para tener fuerza. Asumiendo la
lógica de la necesidad reconocemos nuestras diferencias y nos damos apoyo, fuerza y autoridad. En otras
palabras, si reconocemos que otra mujer tiene algo que nosotras no tenemos -mayor capacidad
organizativa, mayor desarrollo intelectual, mayor habilidad para ciertos trabajos -entonces le damos
nuestra confianza, la valorizamos y la investimos de cierta autoridad. Porque en su fuerza encontramos
nuestra fuerza y nos valorizamos como mujeres. LA FUERZA DE UNA MUJER ES LA FUERZA DE LAS
MUJERES. Así, rechazamos la seguridad aparente que da sentirnos todas iguales. No se trata de buscar
el reflejo de igual a igual para confirmarnos en algo que de hecho no es valorado. Se trata de acabar
con la autocomplacencia, de romper con el discurso de las víctimas.
Queremos que el deseo de hacer cosas -el deseo de crear- de una mujer, encuentre su fuerza en la
relación con el deseo, con el querer de las otras.

No neguemos los conflictos, las contradicciones y las diferencias. Seamos capaces de establecer una
ética de las reglas de juego del feminismo, logrando un pacto entre nosotras, que nos permita avanzar en
nuestra utopías de desarrollar en profundidad y extensión el feminismo en América Latina.

Lima, 1988.

* Guattari. Revista Desvíos. N' 5, marzo 1986, Brasil.


* *Guattari. Revista Desvíos N' 5, marzo 1986. Brasil
*** A pesar de su importancia, existen pocos análisis sobre la dinámica del movimiento feminista en América Latina. Algunas
feministas que han trabajado más específicamente este punto son Teresita de Barbieri, Virgina Vargas, Eleonor Manicucci de
Oliveira.
**** Documento elaborado colectivamente en el taller “La política feminista en América Latina hoy”. Participaron: Haydée
Birgin (Argentina), Celeste Cambría (Perú), Frescia Carrasco (Perú), Viviana Erazo (Chile), Martha Lamas (México), Margarita
Pisano (Chile), Adriana Santa Cruz (Chile), Estela Suárez (México), Virgina Vargas (Perú) y Victoria Villanueva (Perú).

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