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Análisis temático de la casa como imagen y

símbolo literarios
José Antonio Hernández Guerrero

Universidad de Cádiz

En la literatura y en el arte, como es bien sabido, la imaginación elabora un universo


autónomo, un mundo de ficción mediante dos fórmulas diferentes y complementarias: o
bien crea un referente distinto y lejano de la realidad, una alternativa a ésta (como, por
ejemplo, en novelas de aventuras, fantásticas o de ciencia ficción), o bien ilumina,
interpreta a un referente real, atribuyéndole o descubriéndole significados ocultos,
profundos. En este caso se concibo a la literatura como una forma de conocimiento. La
literatura -repiten los teóricos- revela la esencia de lo real, descubre aspectos nuevos de la
realidad. Schopenhauer1 afirma que el genio artístico descubre la esencia de las cosas;
Heidegger2 explica cómo el arte cumple la función de desvelar, y Bergson3 precisa que el
arte manifiesta la individualidad de las cosas y del mismo artista.

En el presente trabajo nos proponemos hacer un «análisis temático» en el sentido


técnico de esta expresión. En la literatura, los temas poseen diversos significados y
múltiples valores; significan las palabras y también significan los referentes de esas
palabras. El mar, el cielo, la tierra, un río, una montaña, el paisaje, una ciudad, una calle...,
son significantes cargados de significados complejos, valores connotativos y simbólicos,
poseen contenidos afectivos, irracionales, mágicos, míticos. Los referentes, pues, son
también imágenes.

Nos situamos, por lo tanto, en la línea de los trabajos desarrollados por Gaston
Bachelard, Georges Poulet, Jean Starobinski, Jean-Pierre Richard, Jean Paul Weber, Jean
Burgos, etc.4 A partir de ella, vamos a analizar dos novelas recientes: Mal de piedra
(publicada en 1987) de Enrique Montiel, y En la casa del padre (publicada en 1988) de
José Manuel Caballero Bonalds5.

Ambas guardan entre sí cierta analogía temática, hasta tal punto que sus títulos podrían
ser intercambiables o, mejor, complementarios. Cualquiera de ellas sirve para resumir el
asunto central de ambas novelas e, incluso, cualquiera de los dos podría usarse como
subtítulo del otro: (Mal de piedra en la casa del padre; En la casa del padre: mal de
piedra).

Las dos cuentan la historia de una familia; la crónica de una casa. En ambos casos, la
descripción de los espacios y la narración de las acciones son procedimientos de análisis de
los sentidos profundos de los comportamientos humanos individuales, sociales, políticos y
religiosos. Las dos novelas descubren los múltiples significados de gestos y hábitos
aparentemente insignificantes. Tratan, en definitiva de «la casa» en el triple sentido de este
término.

1. Casa como familia, estirpe, clan, saga (en el sentido en que decimos, por ejemplo, la
Casa de Borbón, de Austria o la Casa Real).
2. Casa como empresa, actividad laboral o equipo de trabajo (la Casa Philips o la Casa
Kodack).
3. Casa como edificio para vivir, como habitación o vivienda.

Pero es que, además, sus respectivos referentes (la familia, la empresa, el edificio) son
significantes, imágenes plásticas de significados ideológicos mucho más interesantes y
complejos: la casa, en los tres niveles, representa: a) una mentalidad (sistema más o menos
organizado de principios, criterios y juicios); b) una actitud (una jerarquía de valores, una
relación de preferencias, de filias y fobias); y, c) un comportamiento, unos hábitos.

En la primera acepción -la casa como familia- sirve para definir cuál es la concepción
fundamental del tiempo humano, de la vida como proceso temporal. Ya sabemos que,
simplificando mucho, caben tres visiones vitales: hacia el pasado, hacia el presente y hacia
el futuro.

El segundo sentido -la casa como empresa, o la empresa como familia- representa una
determinada concepción de lo que es el trabajo y de lo que son las relaciones laborales y,
en términos más genéricos, de lo que es la actividad humana.

El tercer significado -la casa como vivienda- es la imagen material de la concepción


del espacio humano, de la geografía como ámbito humano, como marco, escena o
decorado, como símbolo o emblema de la persona, de la familia, de la sociedad.

Tras una primera lectura de las dos novelas, podemos adelantar, con carácter
provisional, una conclusión general: todos los comportamientos se explican,
fundamentalmente, por una preocupación prioritaria de que sean un auténtico lenguaje que
pregone con fuerza la importancia, el valor, la categoría y la talla de los protagonistas.

Se tiene plena conciencia de que todas las acciones son significativas, de que todos los
movimientos son gestos, son ritos, símbolos eficaces que muestran y realizan lo que
SIGNIFICAN.

Veamos, pues, cada uno de dichos significados del término «casa» y analicemos cada
uno de dichos referentes-imágenes.

En primer lugar, «casa» como sinónimo de «familia». Podemos observar cómo en


ambas novelas se declara una auténtica y seria preocupación por crear -por «creerse»,
incluso- un linaje. Para ello emplean tres procedimientos:
1. Inventan antepasados:
o «Atravesaron una galería a medio ¡luminar, de cuyas paredes colgaban los
retratos de unos personajes que -aun sin consignarlo- hacían las veces de
hipotéticos antecesores del primer Romero-Bárcena, sustitutos inocentes de
otra anónima y más fidedigna estirpe de tenderos y buhoneros» (CP, p. 61).
2. Unen apellidos. En la novela de Caballero Bonald, Sebastián, hijo de Valeriano
Romero y de Purificación Bárcena, antes de contraer matrimonio con Adelaida
Conticinio, consigue, mediante un guión, unir en uno sus dos apellidos: Romero-
Bárcena.
3. Contraen matrimonio con alguna persona que, aunque carezca de fortuna, posea
apellido de abolengo. En Mal de Piedra, Marcial se casa con Alba, huérfana de Luis
Ángel quien «recién casado, recién padre, recién su despacho de teniente de navío
de primera», quien «estaba llamado a desempeñar los más altos cometidos en la
Marina del Reino» (p. 31), murió en la guerra de África. Alba era, además, sobrina
nieta del Cardenal Mendoza de San Gil.

En En la casa del padre, Sebastián elige como esposa a Adelaida Conticinio, hija
única de un encumbrado industrial que, amén del título de Conde de Malcorta, terminaría
aportando al matrimonio sus buenos dividendos en bodegas de crianza y fincas rústicas.

Esta concepción del matrimonio queda perfectamente explicitada en Mal de Piedra:

«Hay veces en que la única solución para la permanencia


de los estatus, como antaño para la multiplicación de las
fortunas, la ampliación de los reinos, la pacificación de los
pueblos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y
la vida eterna, Alba, está en el matrimonio, en el matrimonio
que pueda aportar el caudal para el mantenimiento de la
dignidad de la familia que durante siglos fue portaestandarte de
la nobleza, del señorío y de la esencia, Alba».

(MP, pp. 28-29)                

Por eso, cuando los padres tienen noticia de que sus hijos inician relaciones con el otro
sexo, inmediatamente repasan el índice onomástico de sus amistades, la nómina de los
grandes apellidos, y si el galán no figura en ellos -como ocurre con Carola, uno de los
personajes de En la casa del padre- esas relaciones son consideradas como una deshonra,
un agravio inflingido a toda la estirpe, un oprobio, un bochorno:

«El nombre de Carola fue inmediatamente borrado del


registro doméstico de los Romero-Bárcena y del árbol
genealógico de los Malcorta. Se prohibió hablar de ella y se
impartieron severas órdenes al servicio para que se abstuviese
de recordarla. Pero quien con mayor dificultad soportó el
oprobio fue, por supuesto, Adelaida Conticinio, más por lo que
entrañó de inconveniencias y bochornos ante los demás que por
la íntima magnitud de la desdicha. Renunció en parte a sus
hábitos piadosos fuera de casa, limitó considerablemente la
frecuencia de visitas y andanzas ecuestres y llegó incluso a
replantearse la disyuntiva de viajar a Londres -como en un
principio se había sugerido- o retirarse a un convento, lo que ya
era más engorroso».

(CP, p. 128)                

Este disgusto, esta desgracia, se resarce en alguna medida con la boda de María
Patricia:

«María Patricia obedecía por abulia connatural a la madre


y aceptó de grado a un pretendiente galés que llevaba años en
proceso de aclimatación por aquella zona. Era éste un joven de
impecable solvencia -de nombre Gregorio Hardy y de profesión
sus vinos- que contaba con el efusivo beneplácito de los
Romero-Bárcena. La novia, que había copiado de la madre y
aun mejorado una elegante tendencia a la distorsión, no estaba
muy segura de ver en el matrimonio algo más que una
penitencia confortable. Debía ser porque había jugado poco de
niña: también en eso se diferenciaba de la hermana».

(CP, p. 143)                

Pero nos preguntamos -o preguntamos a ambas obras-: ¿por qué esa obsesión y ese
esfuerzo por formar un apellido que confiera prestigio a la familia, en vez de ocuparse en
dignificar y engrandecer el apellido?

La respuesta se reitera a lo largo de todas sus páginas: los protagonistas están


convencidos de que el prestigio y la dignidad los posee y los confiere la historia pasada, los
gestos remotos, los objetos antiguos y las raíces profundas. El pasado -en ambas novelas- se
convierte en el aval del presente: los objetos, las actitudes, los comportamientos, un cuadro,
una mesa, un vino..., valen el tiempo que tienen. Los juicios estéticos, morales, políticos y
religiosos se formulan aplicando como criterio fundamental la tradición. El recuerdo y los
recuerdos constituyen los contenidos de la vida de cada día. En Mal de Piedra podemos
leer:

«...y fue creciendo en aquella casa de mujeres dedicadas al


recuerdo, primero del marido perdido para siempre en la tierra
africana, luego del novio que entregó su generosa sangre en la
Cruzada de salvación de la religión y de España, en la guerra de
liberación, en la lucha sin cuartel contra el comunismo».

(MP, p. 31)                

La vida ordinaria, los rincones de la casa, las comidas, los vestidos..., tienen el valor de
los recuerdos; todos los objetos son fetiches, reliquias, que hacen presentes a los seres
queridos que ya murieron:

«Su padre fue siempre una forma de hablar, un así, un aquí


se sentaba papá a leer, a escribir, a pensar, un hoy tenemos
migas, el plato que más le gustaba a papá, un sus gafas eran de
oro, un era tan alto como un suspiro, un le gustaban tanto los
chanquetes, las chaquetas de hilo blanco, el sombrero de paja
en el verano para ir a la heladería, sentarse en la terraza con su
horchata de chufas muy fría, casi helada, el sombrero de fieltro
en los inviernos con su chaqueta de dos pechos, un las manos
que tenía para arreglarlo todo, un enchufe, la instalación
eléctrica, un mueble, su gusto por la aritmética y la cartografía,
por la carpintería y toda la mecánica, "¿verdad, Concha?",
cómo no, hija mía, qué pena más grande que se nos fuera así
como se fue, qué pena más grande».

(MP, p. 31)                

La educación consiste sobre todo en recordar: conocer el pasado, valorar


positivamente la propia historia, sentir orgullo de los predecesores. Hay que ser fieles a los
compromisos de los antepasados: ellos son nuestros maestros, modelos y guías. Las
lecciones de la vida siempre están en el pasado y, por eso, la memoria del pasado constituye
la pauta de la verdad, del bien y de la felicidad. El olvido, por el contrario, es una cruel
enfermedad:

«...emprendieron la gigantesca labor de volcarse en la


santa infancia de España para inculcarle la religión verdadera,
universal y romana, los puntos de la Falange que agavilló a los
españoles en la tarea común de reconstruir la grandeza de
España, las comas de un discurso interminable
machaconamente repetido y los puntos suspensivos de un
futuro que no desoyera la cruda lección del reciente pasado,
ese pasado que debería ser para el bien social un siempre
presente porque los pueblos que olvidan su historia corren el
peligro de repetirla y era eso lo que había pasado a nuestro
pueblo, que había padecido la cruel enfermedad del olvido,
olvidando que, en primer lugar, la religión católica y romana
fue la argamasa que soldó las tierras y los pueblos de España».

(MP, p. 20)                

A la hora de hacer el análisis del significado de «la casa» considerada como


organización laboral, se da por supuesto que las empresas persiguen como objetivo
principal -y así se declara en ambas novelas- ganar dinero. Los empresarios -dueños, amos-
trabajan denodadamente por enriquecerse y, en ambos casos, lo consiguen. Pero esta meta y
el camino que recorren suponen unas convicciones y unos comportamientos diferentes que
es necesario poner de manifiesto.

Los procedimientos y las manifestaciones son distintos y, a primera vista, contrarios,


pero en el fondo de las motivaciones profundas late un mismo convencimiento y una misma
obsesión: que el dinero es la meta de la felicidad y el camino del bienestar; la solución de
todos los problemas y el instrumento para alcanzar dicha solución. En el dinero consiste la
felicidad, el dinero proporciona la felicidad; el dinero asegura y prolonga el bienestar, salva
el mañana, redime el ayer, purifica la sangre y ennoblece la cuna.

En las dos novelas se manifiesta una ansiedad acumulativa, una obsesión por
almacenar dinero, pero mientras que en Mal de piedra el dinero es promesa de seguridad
del mañana, en En la casa del padre, el dinero es garantía de la felicidad del presente:

«Jacinto se lo decía a Marcial, aquí lo nuestro es trabajar


en silencio, acudir a donde esté el dinero, sacrificarse para el
mañana, para ellos los uniformes y las canciones, hijo, el brillo,
los correajes, los oropeles y las brillantinas, los discursos y las
arengas y las consignas, los primeros puestos en los bancos de
las iglesias, las medallas en los actos patrióticos, nosotros a lo
nuestro, una mano en el cielo, otra en el suelo y la boca abierta,
donde haya una peseta allí nosotros para cogerla y que no se
vaya a otro sitio, que ellos disfruten con su victoria y recen por
sus muertos, por sus héroes y sus mártires, nosotros ni llorarlos
siquiera, a lo nuestro, no hay tiempo, nosotros a hacer dinero, y
cuanto más dinero hagamos menos ostentación, aquí metidos,
tras el mostrador, que nuestros atuendos escondan nuestros
caudales y la cantidad de nuestra despensa, nada faltará en
nuestra casa, nada, y cuando pase esta marea en la que la gente
se alimenta de gloria y de humo, de la gloria y el humo de
incienso de la victoria, se harte de viento y quiera comer, quiera
gozar, vivir, entonces nosotros, tú, si es que yo he muerto para
ese día, tendremos lo que pidan para dárselo, tendremos el
dinero para comprar y para vender, amigos bien situados y nos
reiremos de los peces de colores, nos pondremos el mundo por
montera, Marcial».

(MP, pp. 22-23)                

En En la casa del padre, la bodega es la proyección del modelo familiar, es su


prolongación. La familia representa un microcosmos completo y perfecto a cuya imagen y
semejanza se organiza la empresa. La empresa es familiar porque sus dueños son una
familia y, también y sobre todo, porque los puestos se ocupan según los órdenes y
escalafones familiares. Todo está concebido de manera que las relaciones empresariales
respondan a las relaciones familiares y las funciones que ejerce el abuelo las heredarán los
padres, los hijos y los nietos sucesivamente.

La empresa es el paradigma de la organización de la sociedad, el ideal que refleja toda


la organización social y que sintetiza el tipo de relaciones entre los diferentes niveles y
estamentos y entre sus distintos miembros. Se da, por lo tanto, una jerarquización
determinada por la categoría familiar que impone actitudes y comportamientos mutuos que
trascienden a los meramente laborales. Los trabajadores deben profesar y mostrar hacia los
patronos veneración, obediencia y gratitud. Para ello, los patronos deberán ofrecer muestras
continuas de riqueza y ostentación, signos de poder y gestos de beneficencia y filantropía.

La casa -edificio- fastuosa, feudal, majestuosa, grandilocuente, altiva, invulnerable era


hogar, santuario, castillo y palacio. Pero era, sobre todo, un grito, un símbolo, un lenguaje
de proclamaba cómo entendían la vida sus propietarios. En definitiva, la casa estaba
diseñada de acuerdo a una cosmovisión patriarcal y paternalista, posesiva y acaparadora,
histriónica y simuladora.

Tras la descripción de estos cuadros, en las dos novelas se narra el proceso imparable
de transformación familiar, empresarial y social: la familia se dispersa, la estirpe
desaparece; la empresa familiar se transforma en empresa mercantil: la casa familiar se
cambia por un piso. El tránsito es doloroso, el trance es amargo, el proceso es cruel. Pero la
vida, la historia, es imparable; el tiempo, implacable: no se puede vivir de espaldas,
ignorando la realidad.

Las dos novelas hablan de la familia, del trabajo, del hogar. Una (En la casa del padre)
se refiere a Jerez de la Frontera; la otra (Mal de piedra) a San Fernando. Las dos novelas
tratan de una concepción de la vida humana que ya ha caducado. Las dos novelas revelan
zonas muertas de nuestra sociedad y tendencias disimuladas de nuestra personalidad que
pueden seguir lastrando nuestras vidas.

Probablemente, el mejor resumen, la mejor conclusión, está formulado en las palabras


de César Vallejo y en las de José Manuel Caballero Bonald que Enrique Montiel utiliza
como citas iniciales en Mal de piedra:
«Estáis muertos, no habiendo antes vivido jamás.
Quienquiera diría que, no siendo ahora, en otro tiempo fuisteis.
Pero, en verdad, vosotros sois los cadáveres de una vida que
nunca fue. Triste destino. El no haber sido sino muertos
siempre. El ser hojas secas, sin haber sido verdes jamás».

(César Vallejo)                


«Objeto de coartadas es el tiempo. Todo habría cambiado
si aquella vez, si nunca, si hace poco...».

(José Manuel Caballero Bonald)                

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