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GIOVANNI PASCOLI

MUESTRA POÉTICA
Pateadura

Se oye un galope lejano


(¿es la...?),
que viene, que corre en el llano
con trémula velocidad.
Un llano desierto, infinito;
todo amplio, todo árido, igual:
alguna sombra de ave perdida
que se desliza como un flechar:
nada más. Ellas huyen
de alguna remota ruina;
no lo sabe ni la tierra ni el cielo,
ni cual sea, ni donde él esté.
Se oye un galope lejano
más fuerte,
que viene, que corre en el llano:
¡la Muerte! ¡la Muerte! ¡la Muerte!

Entonces

Entonces...lejano fue un tiempo


en que feliz fui mucho; no ahora;
¡pero cuanta dulzura mantengo
de tanto como fue dulce esa hora!
¡Aquel año! ¡por años que después
huyeron, tambien que huirán,
no puedes, mi pensar, no puedes
llevarte más que aquel año!
Un día fue aquel, que es sin
compañero, que es sin retorno;
¡la vida fue vana apariencia
antes y después de aquel día!
¡Un punto!...tan pasajero,
que en verdad pasó de repente
¡pero tan bello, que mucho
feliz, fue feliz, ese instante!
La aguja

Por el valle negro el alba


esparció las greys blancas:
por la noche vuelven hartas
y cansadas trepan calmas
una estrella les conduce.
Vuelve por la via maestra
la camada, y pasa lenta:
algo blondo hay al ventanal
entre albahaca y una menta:
es María que cose y zurce.
¿Para quién y para qué coses?
¿Una sábana? ¿Un blanco velo?
Todo el cielo es de color rosa,
rosa y oro, y todo el cielo
en la frente le reluce.
De la labor levanta el ojo
¿una lágrima? ¿una sonrisa?
Bajo el cielo rosa y oro,
gachos ojos, cara gacha,
ella zurce, cose, zurce.

Noche festiva

¡Oh! Mamá, ¡oh! Mamaíta, ¿has planchado


la camisa nueva de lino?
No estaba allí abajo en la colada
en el boj o en el albar espino
Sobre los ojos tienes las manos...
¿Por qué? ¿no sabes que mañana...?
din don dan, din don dan.
Se hablan los blancos parajes
cantando en un aire de rosa;
por la sombra de los montes salvajes
se oye una rumba armoniosa.
Tú tienes en los oídos las manos...
tú lloras; y es fiesta mañana...
din don dan, din don dan.
Tú piensas... ¡oh! Recuerdo: la ermita...
¿cuantos años hace ahora? Una noche...
el bebé estaba frío, de nieve;
el bebé estaba blanco, de cera:
entonces sonó la campana
(¿por qué no parecía lejana?)
din don dan, din don dan.
Tocaban a fiesta, como ahora,
por el ángel; el nuevo angelito
en el cielo volaba a esa hora;
pero tú lo querías protegido
con nosotros, al pecho, en la cuna:
gritabas; y arriba allí la campana...
din don dan, din don dan.

X de agosto

San Lorenzo, yo lo sé porque tantas


estrellas por el aire tranquilo
arden y caen, porque tan grande un llanto
en el cóncavo cielo ya brilla.
Volvía una golondrina a su techo
la asesinaron: cayó entre espinos :
tenía en el pico un insecto:
la cena de sus pequeñinos.
Ahora está allí, como en cruz, tendiendo
el gusano a aquel cielo lejano;
y su nido está en la sombra, esperando,
piando siempre más piano.
Volvía un hombre también a su nido:
lo mataron: dijo: Perdono;
y quedó en los ojos abiertos un grito:
portaba dos muñecas en dono.
Ahora allá, en la casa aisladita
lo esperan, esperan en vano:
él, inmóvil, atónito, indica
las muñecas al cielo lejano.
Y tú, Cielo, de lo alto de los mundos
serenos, infinito, inmortal,
¡oh, de un llanto de estrellas inundas
este átomo opaco del Mal!
Mi ocaso
El día estuvo lleno de relámpagos;
mas ahora vendrán las estrellas,
las silenciosas estrellas. En los campos
hay un breve gre gre de ranillas.
Las trémulas hojas de los chopos
atraviesa un gozo ligero.
¡Qué rayos en el día! ¡qué estallidos!
¡Qué paz, el ocaso!
Se deben abrir las estrellas
en el cielo tan tierno y vivo.
Allí, entre las alegres ranillas,
solloza monótono un rio.
De todo aquel oscuro tumulto,
de toda esa dura tormenta
no queda más que un dulce singulto
en el húmedo ocaso.
Es, aquella infinita tormenta,
finita en arroyo canoro.
De los rayos frágiles restan
cirros de púrpura y oro.
Oh cansado dolor, ¡reposa!
La nube en el día más negra
fue aquella que veo más rosa
en el último ocaso.
¡Qué vuelos de alondras entorno!
¡qué gritos en el aire sereno!
El hambre de la pobre jornada
prolonga la gárrula cena.
La parte, tan chica, los nidos
en el día la tuvieron no entera.
Ni yo... y qué vuelos, qué gritos,
¡mi límpido ocaso!
Don … Don … y me dicen, ¡Duerme!
me cantan, ¡Duerme! susurran,
¡Duerme!, me dicen quedo, ¡Duerme!
Allá, voces de tiniebla azul...
Me parecen cantos de cuna,
que hacen que yo torne a como era...
sentía a mi madre... después nada...
en el hacer del ocaso.
La yegua pía

En la Torre el silencio era ya alto.


Susurraban los chopos del Río Salto.
Los caballos normandos en sus establos
rompían el forraje con rumor de costras.
Allí, al fondo, la yegua estaba, salvaje,
nacida entre pinos en la salobre playa;
que el roción en las narices tenia del mar
todavía, y los gritos en las orejas agudas.
Con sobre el pesebre un codo, ante ella
estaba mi madre; y le decía con voz queda:
“Oh mi yegüita, mi yegüita pía,
que portabas aquel que no retorna;
¡tú comprendías sus señales y sus dichos!
Èl ha dejado un hijo jovencito;
el primero de ocho entre mis hijos e hijas;
y su mano jamás no tocó bridas.
Tú que sientes a los lados el huracán,
tú obedeces a su pequeña mano.
Tú que tienes en el corazón la marina erial
tú haces caso a su voz juvenil”
Volvía la yegua su enjuta testa
hacia mi madre, que decía más triste:
“Oh mi yegüita, mi yegüita pía,
que portabas a quien jamás retorna;
¡lo sé, lo sé, que tu lo amabas fuerte!
Con él tú sola estabas y su muerte.
Oh nacida en selvas entre ondas y viento,
tú tuviste en el pecho tu propio aspaviento;
sintiendo laso en la boca el freno,
en el corazón veloz ralentizaste el trote:
despacio proseguiste por tu via,
para que hiciese en paz su agonia...”
la flaca y larga testa estaba junto
al dulce rostro de mi madre en llanto.
“Oh mi yegüita, mi yegüita pía,
que portabas a quien jamás retorna;
¡oh, dos palabras él, sí, debió decir!
Y tú comprendes pero no lo sabes contar.
Tú con las bridas sueltas entre las patas
con dentro de los ojos el fuego del disparo,
con el eco del estallido en las orejas,
seguiste el camino entre los altos chopos:
lo devolvias durante el morir del sol
para que escuchásemos sus palabras”.
Estaba atenta la larga testa brava.
Mi madre la abrazó por la crinera.
“¡Oh mi yegüita, mi yegüita pía,
que a su casa portabas a quien no retorna!
¡a mi, quien ya no retornará jamás!
Tú fuiste buena... ¡Mas no sabes hablar!
Tú no sabes, pobrecita; ni se atreven otros.
¡Oh, mas tú decirne debes una una cosa!
Tú has visto el hombre que lo mató:
él está aquí, en tus pupilas fijas.
¿Quien fue? ¿Quien es? Quiero decirte un nombre.
Y tú haz un signo. Dios te enseñe como”.
Ahora, no rompían los caballos ya el forraje.
Dormían soñando el blanco del viaje.
La paja no machacaban con los cascos hueros:
dormían soñando el traquetear de ruedas.
Mi madre alzó en el gran silencio un dedo:
dijo un nombre... Relinchó alto la yegua.

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