(¿es la...?), que viene, que corre en el llano con trémula velocidad. Un llano desierto, infinito; todo amplio, todo árido, igual: alguna sombra de ave perdida que se desliza como un flechar: nada más. Ellas huyen de alguna remota ruina; no lo sabe ni la tierra ni el cielo, ni cual sea, ni donde él esté. Se oye un galope lejano más fuerte, que viene, que corre en el llano: ¡la Muerte! ¡la Muerte! ¡la Muerte!
Entonces
Entonces...lejano fue un tiempo
en que feliz fui mucho; no ahora; ¡pero cuanta dulzura mantengo de tanto como fue dulce esa hora! ¡Aquel año! ¡por años que después huyeron, tambien que huirán, no puedes, mi pensar, no puedes llevarte más que aquel año! Un día fue aquel, que es sin compañero, que es sin retorno; ¡la vida fue vana apariencia antes y después de aquel día! ¡Un punto!...tan pasajero, que en verdad pasó de repente ¡pero tan bello, que mucho feliz, fue feliz, ese instante! La aguja
Por el valle negro el alba
esparció las greys blancas: por la noche vuelven hartas y cansadas trepan calmas una estrella les conduce. Vuelve por la via maestra la camada, y pasa lenta: algo blondo hay al ventanal entre albahaca y una menta: es María que cose y zurce. ¿Para quién y para qué coses? ¿Una sábana? ¿Un blanco velo? Todo el cielo es de color rosa, rosa y oro, y todo el cielo en la frente le reluce. De la labor levanta el ojo ¿una lágrima? ¿una sonrisa? Bajo el cielo rosa y oro, gachos ojos, cara gacha, ella zurce, cose, zurce.
Noche festiva
¡Oh! Mamá, ¡oh! Mamaíta, ¿has planchado
la camisa nueva de lino? No estaba allí abajo en la colada en el boj o en el albar espino Sobre los ojos tienes las manos... ¿Por qué? ¿no sabes que mañana...? din don dan, din don dan. Se hablan los blancos parajes cantando en un aire de rosa; por la sombra de los montes salvajes se oye una rumba armoniosa. Tú tienes en los oídos las manos... tú lloras; y es fiesta mañana... din don dan, din don dan. Tú piensas... ¡oh! Recuerdo: la ermita... ¿cuantos años hace ahora? Una noche... el bebé estaba frío, de nieve; el bebé estaba blanco, de cera: entonces sonó la campana (¿por qué no parecía lejana?) din don dan, din don dan. Tocaban a fiesta, como ahora, por el ángel; el nuevo angelito en el cielo volaba a esa hora; pero tú lo querías protegido con nosotros, al pecho, en la cuna: gritabas; y arriba allí la campana... din don dan, din don dan.
X de agosto
San Lorenzo, yo lo sé porque tantas
estrellas por el aire tranquilo arden y caen, porque tan grande un llanto en el cóncavo cielo ya brilla. Volvía una golondrina a su techo la asesinaron: cayó entre espinos : tenía en el pico un insecto: la cena de sus pequeñinos. Ahora está allí, como en cruz, tendiendo el gusano a aquel cielo lejano; y su nido está en la sombra, esperando, piando siempre más piano. Volvía un hombre también a su nido: lo mataron: dijo: Perdono; y quedó en los ojos abiertos un grito: portaba dos muñecas en dono. Ahora allá, en la casa aisladita lo esperan, esperan en vano: él, inmóvil, atónito, indica las muñecas al cielo lejano. Y tú, Cielo, de lo alto de los mundos serenos, infinito, inmortal, ¡oh, de un llanto de estrellas inundas este átomo opaco del Mal! Mi ocaso El día estuvo lleno de relámpagos; mas ahora vendrán las estrellas, las silenciosas estrellas. En los campos hay un breve gre gre de ranillas. Las trémulas hojas de los chopos atraviesa un gozo ligero. ¡Qué rayos en el día! ¡qué estallidos! ¡Qué paz, el ocaso! Se deben abrir las estrellas en el cielo tan tierno y vivo. Allí, entre las alegres ranillas, solloza monótono un rio. De todo aquel oscuro tumulto, de toda esa dura tormenta no queda más que un dulce singulto en el húmedo ocaso. Es, aquella infinita tormenta, finita en arroyo canoro. De los rayos frágiles restan cirros de púrpura y oro. Oh cansado dolor, ¡reposa! La nube en el día más negra fue aquella que veo más rosa en el último ocaso. ¡Qué vuelos de alondras entorno! ¡qué gritos en el aire sereno! El hambre de la pobre jornada prolonga la gárrula cena. La parte, tan chica, los nidos en el día la tuvieron no entera. Ni yo... y qué vuelos, qué gritos, ¡mi límpido ocaso! Don … Don … y me dicen, ¡Duerme! me cantan, ¡Duerme! susurran, ¡Duerme!, me dicen quedo, ¡Duerme! Allá, voces de tiniebla azul... Me parecen cantos de cuna, que hacen que yo torne a como era... sentía a mi madre... después nada... en el hacer del ocaso. La yegua pía
En la Torre el silencio era ya alto.
Susurraban los chopos del Río Salto. Los caballos normandos en sus establos rompían el forraje con rumor de costras. Allí, al fondo, la yegua estaba, salvaje, nacida entre pinos en la salobre playa; que el roción en las narices tenia del mar todavía, y los gritos en las orejas agudas. Con sobre el pesebre un codo, ante ella estaba mi madre; y le decía con voz queda: “Oh mi yegüita, mi yegüita pía, que portabas aquel que no retorna; ¡tú comprendías sus señales y sus dichos! Èl ha dejado un hijo jovencito; el primero de ocho entre mis hijos e hijas; y su mano jamás no tocó bridas. Tú que sientes a los lados el huracán, tú obedeces a su pequeña mano. Tú que tienes en el corazón la marina erial tú haces caso a su voz juvenil” Volvía la yegua su enjuta testa hacia mi madre, que decía más triste: “Oh mi yegüita, mi yegüita pía, que portabas a quien jamás retorna; ¡lo sé, lo sé, que tu lo amabas fuerte! Con él tú sola estabas y su muerte. Oh nacida en selvas entre ondas y viento, tú tuviste en el pecho tu propio aspaviento; sintiendo laso en la boca el freno, en el corazón veloz ralentizaste el trote: despacio proseguiste por tu via, para que hiciese en paz su agonia...” la flaca y larga testa estaba junto al dulce rostro de mi madre en llanto. “Oh mi yegüita, mi yegüita pía, que portabas a quien jamás retorna; ¡oh, dos palabras él, sí, debió decir! Y tú comprendes pero no lo sabes contar. Tú con las bridas sueltas entre las patas con dentro de los ojos el fuego del disparo, con el eco del estallido en las orejas, seguiste el camino entre los altos chopos: lo devolvias durante el morir del sol para que escuchásemos sus palabras”. Estaba atenta la larga testa brava. Mi madre la abrazó por la crinera. “¡Oh mi yegüita, mi yegüita pía, que a su casa portabas a quien no retorna! ¡a mi, quien ya no retornará jamás! Tú fuiste buena... ¡Mas no sabes hablar! Tú no sabes, pobrecita; ni se atreven otros. ¡Oh, mas tú decirne debes una una cosa! Tú has visto el hombre que lo mató: él está aquí, en tus pupilas fijas. ¿Quien fue? ¿Quien es? Quiero decirte un nombre. Y tú haz un signo. Dios te enseñe como”. Ahora, no rompían los caballos ya el forraje. Dormían soñando el blanco del viaje. La paja no machacaban con los cascos hueros: dormían soñando el traquetear de ruedas. Mi madre alzó en el gran silencio un dedo: dijo un nombre... Relinchó alto la yegua.