Ocho treinta de una mañana sin sol. Poca afluencia de gente en
la estación de Baeza. Una mujer frágil y de rostro agraciado está sentada en un banco. La expresión de su cara denota inquietud. Detalle que quizá haya captado el hombre que la observa hace rato. Por fin se acerca a ella. -Perdone señora ¿Se encuentra bien? -¿Cómo? -Está muy pálida ¿Se encuentra mal? -No, no, gracias. - Disculpe mi intromisión ¿Viaja sola? -Sí. -¿De verdad se encuentra bien? -Es que... estoy algo nerviosa. -Si puedo ayudarle en algo… -Es la primera vez que salgo fuera de mi... -¿No me dirá que es la primera vez que coge un tren? -La primera. -Entonces no se parece a mí. Bueno antes, ahora la verdad es que me he retirado un poco del mundo. -Yo siempre he estado retirada. -¿Puedo sentarme? -Cómo no. Espere que quite la maleta. El hombre se sienta a su lado, dejando un espacio de cortesía entre ambos. -¿Vive aquí en este pueblo? -No, en el campo. -¡Qué envidia! -¿Usted cree? -Claro. Aunque yo tampoco me puedo quejar, hace dos años que vivo en una pequeña aldea de tan solo cinco casas. Desde entonces soy un hombre satisfecho. -A veces una se cansa de tanta soledad. Entra en la estación una mujer rubia que debe rozar los sesenta años, aunque por su aspecto, forma de vestir y cómo va maquillada, podría pasar por más joven. Su belleza en declive y un cuerpo que en otro tiempo haría girar las miradas a su paso. Repara en la mujer y en el hombre y se dirige a ellos. - ¡Hola! Perdonen ¿Podrían decirme qué tren va para Cádiz? -Yo también me dirijo a Cádiz. Le dice el hombre. - ¡Bravo! ¿Les importa que me siente con ustedes? No entiendo bien el español y temo equivocarme. -Claro, siéntese. El hombre le deja sitio.
En principio, no hay nada fuera de la normalidad. Tres personas
entablan una conversación mientras esperan el tren. Un hombre de edad imprecisa, digamos que entre los cuarenta y cinco y los cincuenta, alto, fuerte y muy moreno de piel. Una mujer agraciada, cabello oscuro, delgada, con el desamparo grabado en el rostro, y la extranjera. Por lo pronto, eso es todo.
-Me llamo Marlene.
-Yo soy Eduardo, y ¿la señora...? -¿Yo? Yo me llamo Juana. -¿Pareja? - ¡No! Acabamos de conocernos. Contesta el hombre, sonriendo. -Por cierto, Juana, no me ha dicho adónde se dirige. -A Almería. -Entonces los tres vamos en el mismo tren. La cara de Juana parece relajarse. - ¡Qué bien! Así podremos charlar. No soporto el tren, yo para viajar uso el avión, es tan rápido ¿Verdad, señora...? -Juana. -¿No es maravilloso poder volar? -Pues no lo sé, yo... El hombre interviene para echar un capote a Juana y así evitarle que vuelva a decir que es la primera vez que viaja. -A mí como de veras me gusta viajar es en mi viejo coche, sin prisas, pararme en cualquier sitio; dormir al cielo raso… -¿No hablará en serio? Pregunta extrañada Marlene. -Totalmente. El avión no te permite disfrutar de la naturaleza, y lo más fastidioso, es que no me siento seguro flotando. Me provoca intranquilidad. -Es tan cómodo. Yo viajo mucho por mi trabajo. Soy bailarina y cantante, ¿saben? Quizá hayan escuchado hablar de mí. Me llamo Marlene Magné. Tal vez me hayan visto alguna vez por televisión. Bueno, la verdad es que hace años que no hago nada para la televisión. Juana y Eduardo se miran. -Pues me temo no. -Yo tampoco. Dice Juana. -Ahora solo hago shows en los hoteles. Canto, bailo, interpreto… -Si quiere que le diga la verdad, no tengo televisor. -No me lo puedo creer. Y usted, ¿señora…? Podría parecer que a Juana le cuesta entrar en la conversación. Quizá está pensando en algo que la mantiene absorta, alejada del diálogo. -Juana, Juana Martos. -Me cuesta un poco pronunciar su nombre, perdone. -Mucho me temo que la señora y yo no tenemos mucha simpatía por ese aparatito. Vivimos un poco de espaldas a la civilización ¿No es así, Juana? -Así es. -Yo adoro la televisión, soy una verdadera fan ¿Se dice así? Deben perdonar mis problemas con su idioma. -Al contrario, lo habla muy bien. Lo que hubiese dado yo hace unos años por hablar el suyo la mitad que usted el nuestro. -¿Estuvo en América? -Un tiempo en San Francisco, y debo decirle que las pasé canutas. -¿Canutas? -Una expresión nuestra para decir que no lo hemos pasado muy bien. -Ah, entiendo. Adoro mi país ¿Qué le pareció? -Demasiada gente. No soporto esa vorágine. -Al contrario de mí, que necesito estar siempre rodeada. Me aterra la soledad. Amo la gente. Pero tiene razón, San Francisco tiene una densidad de población muy alta, casi tanta como Nueva York. Eduardo observa a Juana que continua ajena a la cháchara de Marlene. Mira el reloj y le dice. -Faltan diez minutos. -Debemos prepararnos. ¿Usted me hará el favor de decirme cuál es mi vagón? Como ya le he dicho, no tengo costumbre. -Faltaría más. Si me deja ver billete… Juana lo saca del bolsillo de su abrigo y se lo da. -Tome. -Pero, si está temblando. -Un poco. Ya se me pasará una vez dentro. - ¡Oh! Pobrecita Joana. Los nervios se le quitarán cuando paseé por sus bellas playas… Le dice la extranjera. -Voy a un pueblo del interior llamado Lubrín. -¿Lubrín? Me gusta, tiene sonoridad. Lástima que no tenga playa. Hace muchos años que pasé unas vacaciones en la costa de Almería con mi primer marido. Le encantaba España y Andalucía. Pobre Armando, murió de un ataque al corazón. Ahora vuelvo a estar libre, acabo de separarme de mi segundo marido. No crean que soy frívola pero creo que no estoy preparada para compartir la vida con nadie. Y como les decía, guardo un grato recuerdo de mi paso por los pueblos, el pescadito frito; de las calas donde nos bañábamos desnudos… Estos comentarios parecen despertar un cierto interés en Juana que ahora la mira perpleja. Puede que nunca se haya encontrado con una mujer tan desinhibida ¿Quizá le perturba la naturalidad de Marlene? -Playa Las Olas, Cala San Pedro, Las negras, un lugar con una naturaleza espléndida, como decía Armando. Ah, me dejaba uno de los lugares más hermosos ¡la Playa de Los Muertos! Un nombre curioso, ¿verdad? Cuando pregunté a la gente del pueblo cómo un lugar tan bello se llamaba así, me contaron que sus fuertes mareas arrastraban con frecuencia hasta allí los cuerpos de los ahogados. Un sitio peligroso en días de viento. ¿Ha estado allí señora Joana? -No, ya le digo que soy de Lubrín. -¿Y nunca ha ido a la costa? -Pues no. Me fui muy joven y no he vuelto más. Antes, los que vivíamos en el interior nos podíamos morir sin ver nunca el mar. -No puede ser verdad. -Quizá le resulte extraño, pero mis propios padres nunca salieron de los contornos de su pueblo. Le explica Eduardo. -¿Por qué? No entiendo. -Quizá miedo de salir de lo cotidiano, de la seguridad de lo conocido… Y hay que tener en cuenta que antes en las pequeñas localidades tampoco había transportes… -Usted, Eduardo, ¿también es de Andalucía? -Sí, de un pueblecito de Jaén. -¿Jaalén? Nunca lo he oído. Granada, Cádiz, Almería… pero Jaalén ¿Se dice así? -Más o menos. Responde el hombre riendo. -Tengo problema con la j y la g y alguna otra. Hay que hacer grandes esfuerzos con la garganta.
El sonido mecánico de un altavoz interrumpe la conversación. “El tren
con destino a Almería y Cádiz, acaba de hacer entrada en la vía siete”. -Es el nuestro. Deme la maleta, Juana. -Gracias, no se moleste. Mi equipaje es muy ligero, no pesa. - ¡Eh! Esperen, señora Joana, Eduardo, espérenme. Grita Marlene detrás de ellos. El hombre sube el equipaje de las dos mujeres y las ayuda a entrar. Es evidente su deferencia hacia la mujer silenciosa. -Déjenme ver sus billetes, buscaré el número de sus asientos. -Oh, qué gusto, un caballero español. No se moleste por mí, atienda a Joana. Marlene busca su asiento y Eduardo el de Juana. -Este es mi asiento. Qué bien, al lado de la ventanilla. Dice Marlene. -Y este el suyo, señora Juana. Traiga la maleta, se la pondré arriba. -Gracias, muchas gracias, Eduardo. Es evidente, por el rubor de sus pómulos, que el hecho de llamarlo por primera vez por su nombre le causa turbación. Como si se hubiera permitido una licencia. Habría que saber si al hombre le ha pasado inadvertido su sonrojo. -Y ahora, a ver dónde me siento yo. Dónde está el 86… -Aquí, aquí, justo a mi lado. ¿No es fantástico? Oh, pero entonces estaremos lejos de la señora Joana. Qué contrariedad. Dice Marlene. Juana hace un frustrado intento de sonrisa que no pasa desapercibido a Eduardo. -Tranquila, estamos en el mismo vagón. Las palabras del hombre no logran el efecto tranquilizador que era de esperar. -Un momento. Se levanta y va hasta el vagón contiguo. Al cabo de unos minutos: -Ya está solucionado. Dice el revisor que como el tren no va completo, podemos sentarnos juntos. ¿Le parece bien? El rostro de Juana se relaja. -¡Ole, ole! Festeja Marlene. -Pues bien, ahora que ya volvemos a estar juntos, querrán saber por qué voy a Cádiz, ¿no? Me han contratado para actuar en el hotel Regio ¿No es fantástico? Hace… Digamos que unos cuantos años, era la estrella de la noche. Todos querían ver el show de Marlene Magné. Su verborrea imparable, acompañada de grititos, es lo único que se escucha en el vagón. -Ah, quizá pueda venir a verme alguna noche, Eduardo. -Mi estancia en Cádiz se reduce a un fin de semana. Justo para reencontrarme con mi hijo al que hace mucho que no veo y tornar a la tranquilidad de mi refugio. -Un hombre tan… viajado ¿se dice así? -Viajero. -Tan via…jero. Ya les digo que la j… me da problemas ¿Cómo puede vivir apartado de la civilización? -Quizá por huir de esa civilización. -Y usted, Joana, ¿estará mucho tiempo en Almería? -Pues…La verdad es que no lo sé. No hace falta ser muy observador para ver que la mujer silenciosa y de mirada concentrada, no le es ajena al hombre. Tal vez piense que si el destino los hubiese citado, le hubiera dado la oportunidad de encontrarse con ella, no habría desertado de lo que quiera que sea; y hoy Juana no viajaría sola, no estaría tan desamparada.
El tren hace su entrada en la estación de Almería.
-Bueno, Juana, llegó a su destino. -Sí. -¿Vuelve a temblar? -No, no… Se me pasará cuando baje del tren. El hombre baja la maleta, la acompaña hasta la puerta y le tiende la mano. -Ha sido un placer conocerla. -Igualmente. Me ha ayudado tanto… -Por Dios, no diga eso. Espero que disfrute en su pueblo. -Adiós, y gracias otra vez. -Chao, señora Joana. Y hágame caso, no se vaya de Almería sin ver la playa. Marlene, asomada a la ventanilla, le lanza un beso con la mano. Juana le hace un gesto de adiós. Antes de que arranque el tren, el hombre le pregunta: -¿Vienen a esperarla? -¿Qué? -¿Qué si viene algún familiar a recogerla? -No se preocupe por mí.
Juana se dirige a uno de los bancos de la estación y se sienta. Cruza los
brazos protegiéndose de algo que solo ella puede saber. Mira con fijeza las vías. Una hora después se levanta, coge la maleta y sale. Atraviesa varias arterias, llega a una plaza donde unos niños juegan a la pelota, se detiene a observarlos. Prosigue su camino y tuerce a la derecha, entra en una calle de casas de planta baja, todas blancas y adornadas con macetas. La típica de muchos pueblos andaluces. Se detiene delante de una puerta, por unos instantes parece dudar, y pasa de largo. La recorre de arriba abajo varias veces, siempre deteniéndose unos segundos delante de la misma puerta hasta que por fin toma la decisión de volver sobre sus pasos. Llega a la estación. Se sienta. La luz de la tarde comienza a decrecer. Su mirada no es interpretable. Va hasta la ventanilla, saca un billete. Espero unos minutos: -Buenas tardes ¿Puedo sentarme? Las estaciones son tan impersonales, ¿verdad? Así la espera se nos hará un poco más corta. ¿Le puedo preguntar a dónde se dirige? Me mira recelosa. Duda, tarda en contestarme. -A la Estación de Baeza. Me contesta, titubeante. -Qué casualidad, yo también. Me sorprendo a mí mismo. Aún no he digerido la decisión que tomé en el último minuto de bajarme tras de ella, seguirla y, lo más absurdo, interrumpir mi viaje. ¿Quizá por la indefensión que desprende? Me pregunto en qué momento me atraparon estos tres personajes en búsqueda. Eduardo al reencuentro de un hijo al que quizá no ha había visto crecer. Marlene en pos de las huellas de un pasado glorioso que se resiste a clausurar. Juana… ¿En búsqueda o huida?