A LAS SEIS DE LA mañana subo en la estación de Buenos Aires a un tren
llamado El Tucumano, rápido, reluciente, con locomotora eléctrica. Una vez instalado en el vagón miro a mi alrededor: se cierra herméticamente para protegernos del polvo del desierto que nos va a acompañar en la última etapa del viaje; los sillones, al apretar un botón, se convierten en tumbonas; otro botón hace aparecer una mesita… Confort. Nos ponemos en marcha. Todavía es de noche. La mujer sentada o acostada —depende del botón— a mi lado es representante de una fábrica de calentadores eléctricos de conexión automática; durante los primeros cinco minutos de conversación me ha aburrido tan mortalmente con su feminidad de serie conectada de forma automática que sumerjo la cara en el paisaje que huye detrás de la ventana y me desconecto categóricamente. No voy a contaros el viaje, esa irrupción en el mapa de Argentina, esas horas y horas de avanzar a lo largo de las manchas blancas —¡mirad el mapa!— que al norte significan unas inmensas extensiones de arena y arbustos, unas regiones donde en centenares de kilómetros cuadrados no hay un alma viviente. La tarde. El anochecer. Estamos en algún lugar cerca del lago Mar Chiquita, penetramos en su salado desierto. Cae la noche, nuestro rápido corre balanceándose rítmicamente a través de unos pueblos perdidos en esos descampados, de nombres totalmente desconocidos: Arrufo, Ceres, Malbran… La provincia de Buenos Aires (del tamaño de Polonia) hace tiempo que ha quedado atrás. También hemos abandonado ya la provincia de Santa Fe y ahora irrumpimos en las arenas de Santiago del Estero; es de noche, corremos, mi calentador de conexión automática se ha dormido después de haber cambiado con la ayuda del botón la posición vertical por la horizontal. ¡Y por fin llegamos a Santiago! Aquí es donde me apeo. En la estación me espera el redactor de la revista literaria local Dimensión, Francisco Santucho. Me lleva al hotel, donde comemos un excelente fricasé de pollo regado con un vino tinto fuerte, pero sabroso. — Bueno, después de un viaje tan largo, seguramente querrá dormir un poco —dice mi anfitrión, pero yo le contesto con una excitación inesperada para mí mismo: —¿Qué? ¿Dormir? ¡Por nada del mundo! ¡Salgamos a la calle! Me preguntaréis de dónde me vino semejante excitación. Bueno, ante todo, debéis comprender lo siguiente: salí de Buenos Aires una húmeda noche de invierno, y aquí de repente recibí el impacto de una noche cálida, casi tropical, llena de susurros, sonriente, alegre, estrellada, con palmeras y flores ondeantes… Era sábado noche. Nos sentamos en un banco de la plaza, y por delante de nosotros desfilaba la gente de Santiago. Todo eso me recordaba un poco el sur de Francia, algún lugar cerca de la frontera española y del mar Mediterráneo, pero era más oscuro, oscuro como el color de la ciruela madura, oscuro como el interior de la dulce fruta. Y aislado con ese alejamiento de los lugares perdidos en el mapa, apartados del mundo. Una extraña acústica de alejamiento. Así como aquel que en Chile llega al Pacífico puede jurar que ha alcanzado el fin del mundo, en Santiago se tiene la sensación de estar en «un lugar apartado del mundo», en aislamiento. Pero también había otros motivos para estar excitado. Los que conocen mi Diario quizás recuerden el pasaje dedicado a la belleza argentina: en él digo que aquí no falta gente hermosa, lo cual incluso confiere a este país un cierto rasgo aristocrático, pero que, por otro lado, esta belleza es algo tan normal y cotidiano que acaba perdiendo su sentido superior, digamos, celestial, es decir, que deja de ser la excepción, la gracia, la revelación, para convertirse precisamente en la expresión de lo corriente, de la salud, del bienestar, de un desarrollo normal… Y esa degradación de la belleza, propia de Argentina y quizás de todo Sudamérica, siempre me ha parecido muy característica, puesto que como ya se ha dicho —creo que fue Keyserling quien lo definió— existen naciones que viven bajo el signo de la verdad y otras bajo el signo de la belleza. Al parecer, aquí, en América Latina, el polo de la belleza es más fuerte que el polo de la verdad. De modo que mientras estaba sentado con el redactor Santucho en aquel banco de aquella plaza, vi cosas extrañas y dignas de la máxima atención. De entre ese alegre desfile de sábado, que pasaba a la luz de las lámparas, bajo las palmeras, empezaron a llamar mi atención las exquisitas caras de las chicas apenas adolescentes, delicadas, variopintas, esbeltas; hasta mí llegaban los destellos de sus ojos, de sus dientes, las imágenes de sus líneas ondulantes, la brillante negrura de su pelo y la brillante blancura de sus sonrisas. ¡Me quedé de piedra! ¡Aquí no había, una belleza, ni tampoco diez, había un sinfín, un montón de chicas tan espléndidas, que cada una de ellas sería una revelación en París! ¿De dónde salieron tantas, precisamente aquí, en Santiago? ¡Y yo sin saberlo! ¿Por qué esta pequeña ciudad aislada, capital de una de las provincias más pobres de Argentina, prácticamente toda ella desierto, resultó ser una tal reserva de belleza, semejante reino de encanto? Y hay que añadir que la juventud masculina, en cuanto a belleza, no quedaba a la zaga, lo cual daba casi vergüenza. Reflexioné sobre la mezcla de razas que dio ese resultado. En esas tierras había vivido la tribu de los indios Juríes; conquistada en el siglo XVI, se fundió poco a poco con los conquistadores españoles. Luego se mezcló con algo de sangre italiana y árabe…, y ahora todo ese cóctel desfilaba delante de mis ojos en medio de una algarabía alegre y entre risas plácidas. Pero mi éxtasis de artista, mi aturdimiento por ese néctar divino, de repente se vio dolorosamente extinguido: sentí que algo terrible estaba sucediendo con todo ese espectáculo… Debo añadir que los rostros que veía desfilando ante mí no sólo se distinguían por su belleza, sino que también eran inteligentes, sensibles, llenos de una gran humanidad, sinceros y vivos, honrados y amistosos. ¡Sí! Y sin embargo, toda esa belleza humana, esas maravillas, quedaban sofocadas en una especie de dolorosa impotencia. No sólo esa belleza no resultaba ser nada extraordinaria —todo lo contrario, cuanto más bella era, tanto más vulgar…—, sino que esa vulgaridad, hasta trivialidad, imprimía su sello en todo: su amor, por ejemplo, no era nada maravilloso e insólito, sino —como tuve ocasión de constatar— algo trivial y tan corriente que resultaba casi ingenuo. En esas caras encantadoras no afloraba nada que fuera brillante, interesante o inspirado, no nacía de ellas ninguna poesía, aunque ellas mismas encarnaban la poesía… ¿Habéis experimentado alguna vez un sentimiento de decepción o incluso de vergüenza al ver a una cantante que, al dejar de cantar, baja de los trinos celestiales convirtiéndose de repente delante de nosotros en una gorda y decrépita matrona? Yo experimenté una decepción parecida aquí, sólo que al revés: ningún canto brotaba de esos ojos y de esos labios, que ya eran canto en sí mismos… Silencio. Silencio y vergüenza. —No hay nada peor que la superabundancia —dije al fin a Santucho—. Conozco ciudades donde cada una de esas niñas[1] valdría cien mil. Aquí no daría yo por ellas ni tres centavos. Son demasiadas. —No… —me contestó el redactor, un moreno corpulento de treinta y pico de años—. No es por eso… El motivo es otro… —¿Cuál es? —Es la venganza del indio. —¿Qué venganza? —Sí señor. Ya se habrá fijado cuánto de indio hay en cada uno de nosotros. Pelo negro como pez, ojos oblicuos, boca… todo un poco indio. Las tribus de Juríes y Lules que poblaban estas tierras fueron conquistadas por los españoles; los indios se vieron reducidos al papel de esclavos, siervos… Pero poco a poco el señor se iba mezclando con el criado…, y ahora somos una mezcla… —Bueno, pero ¿qué tiene que ver…? —Espere un momento, escuche. El indio tenía que defenderse de la dominación del señor… Vivía sólo con la idea de no dejarse vencer por su superioridad. ¿Y cómo se defendía? Burlándose de esta superioridad, mofándose de lo señorial, hasta que acabó cultivando en sí mismo una perfecta capacidad de ridiculizar todo lo que quisiera destacarse y dominar, reivindicó la igualdad, rechazó las jerarquías, en cada éxito, en cada muestra de talento veía deseo de dominar… Y aquí tiene usted el resultado. Con un movimiento de la mano en el aire, ese Nietzsche indio abarcó a la multitud y concluyó: —Ahora nada aquí quiere destacar ni brillar.