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SOY EL TORRENTE SANGUÍNEO DE JUAN

Lo que ocurre en el interior de los 120 000 km de mi intrincada red de conductos


determina, más que nada, el estado de salud o de enfermedad de Juan. Soy un
sistema de transporte de 120 000 kilómetros, distancia superior al recorrido de
cualquier línea aérea mundial. Mi clientela está integrada por las células del organismo
de Juan. Yo arrastro sus desechos y les llevo los elementos esenciales para la vida.

Soy el torrente sanguíneo de Juan. En el segundo que transcurre durante un


parpadeo, 1 200 000 glóbulos rojos míos concluyen su ciclo vital de 120 días y
sucumben. En ese mismo segundo la médula ósea de Juan, principalmente la de sus
costillas, huesos craneales y vértebras, produce un número igual de eritrocitos. En el
tiempo que dura la vida humana, los huesos llegan a producir una media tonelada de
glóbulos rojos.

En su corta existencia, cada una de estas células hace unos 75 000 viajes de ida y
vuelta desde el corazón de Juan hasta otras regiones de su organismo. El corazón es
la bomba principal que me impulsa, y yo diría que no muy eficazmente en cuanto a
mover mi masa. Su fuerza impelente obra a intervalos y corresponde a las grandes
arterias regular mi flujo expandiéndose a cada contracción cardiaca y estrechándose
en las pausas entre dos contracciones consecutivas, para que yo llegue como
corriente continua hasta las regiones más alejadas. Cuando la sangre va a regresar
por las venas hasta el corazón, su presión ha disminuido casi hasta cero.

En tales condiciones, de no intervenir otra fuerza, la sangre no regresaría. Sin


embargo, sigo desplazándome en sentido contrario, desde los dedos de los pies hasta
el corazón, gracias a ciertos músculos que no forman parte del aparato circulatorio. En
realidad, sería posible tomar una muestra de sangre de todos los espectadores de un
gran estadio y, un año después, al repetirles la prueba, volver a sentar a cada uno en
el mismo asiento que había ocupado antes, según las características personales de su
composición sanguínea. En mi labor primordial de distribuir oxígeno y elementos
nutricios a las células, me desempeño de manera semejante a un sistema urbano de
aprovisionamiento de agua potable.

El corazón funciona como una bomba aspirante e impelente que hace llegar la sangre
hacia las arterias, cuyo calibre va disminuyendo gradualmente hasta los vasos
capilares. En esta enmarañada red, que conecta las arterias con las venas, es donde
realmente cumplo mis funciones. Los capilares son tan angostos que, al llegar a
ellos, los glóbulos rojos tienen que ponerse «en fila india» para poder pasar, y en
ocasiones hasta se deforman. Pero es asombrosa la variedad de las demás
sustancias que hay que llevar hasta los tejidos.

Sólo que las necesidades de las células de los diferentes tejidos no son, de ninguna
manera, las mismas. Cuando Juan hace ejercicio corporal, aumentan enormemente
las cantidades de todos estos productos que necesitan sus tejidos. La piel se le
enrojece, signo de que los capilares funcionan al máximo. Durante el sueño, las
exigencias celulares de elementos nutritivos se reducen al mínimo y más del noventa
por ciento de los capilares dejan de funcionar.
La salud de Juan depende, en último término, del perfecto estado de sus capilares. En
realidad, todas esas funciones las desempeñan sus capilares. Por ello, su médico
observa atentamente con el oftalmoscopio el fondo del ojo cada vez que le hace un
reconocimiento, pues la retina es el único lugar del organismo donde los capilares son
claramente visibles. Si los ve obstruidos y dilatados, esa alteración sería signo de que
la salud de Juan ha decaído.

Para ahorrar a Juan cualquier trastorno, vivo con la constante preocupación de no


desviarme de la normalidad. Si me entero de alguna pérdida de sangre, ya sea por
una cortadura leve o por lesión de arma de fuego, inmediatamente envío hasta la
herida mis plaquetas. En unos segundos estos elementos tapan temporalmente la
brecha. De ordinario no está presente en la sangre, pues podría obstruir con coágulos
las arterias y causar la muerte casi instantáneamente.

Toda solución de continuidad en mi sistema de conductos representa para mí un grave


estado de urgencia, pero una amenaza mayor aún son los intrusos de todo tipo, como
el virus de la gripe, los granos de polen, las astillas y otros muchos que forman una
lista interminable. La propiedad más notable de mis anticuerpos acaso sea su
memoria. Aunque Juan no se acuerda ya de las paperas que tuvo a los seis años de
edad, mis anticuerpos contra ese virus específico si las recuerdan, no obstante los 41
años transcurridos. Si algunas partículas del virus de esta enfermedad llegaran a
penetrar en el organismo de Juan, esos anticuerpos las destruirán persiguiéndolas
como el lebrel a la liebre.

Una vez que han perecido, otros elementos celulares blancos, los fagocitos, se
apresuran a devorar los restos de ambos. En el tiempo necesario para leer esta
frase, se habrán incorporado a mí miles de millones de anticuerpos de refresco. Y es
que, si no contara con esa protección, hasta la más leve infección representaría un
peligro mortal para Juan. Al acumularse el calcio en las arterias, pueden endurecerse
hasta adquirir la consistencia de una tubería de barro.

Si mi contenido de azúcar aumentara excesivamente, Juan sería diabético, y si se


redujera a concentraciones muy bajas, le sobrevendría hipoglucemia, con
palpitaciones, palidez, sudoración, vértigo y debilidad general. La escasez o la mala
conformación de los glóbulos rojos redunda en anemia. Mis glóbulos blancos pueden
disminuir mucho en número en el estado patológico llamado agranulocitosis, capaz de
causar la muerte en unos cuantos días si no se detiene la infección causal mediante el
empleo de antibióticos. En suma, necesito mucho más cuidado que otros tejidos y
órganos.

Pero vale la pena esta solicitud especial que hay que dispensarme, pues la buena
salud de los demás órganos de Juan depende en gran medida de mí.

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