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—¿Encontraste algo bueno?

—Todavía no…

—Fijáte en las pastas, hay ravioles de ricota.

Ella alza la vista y lo mira, arqueando una ceja. Él deja de mirar la carta y la observa, no entiende
qué es lo que dijo ahora.

—¿Qué? —pregunta nervioso, después de unos segundos de contacto visual.

—Estoy comiendo vegano hace un mes, ¿no te acordás? —espeta ella—. Comemos juntos todos
los días, Fede.

Él asiente, recordando la información. Ella venía hace un tiempo apartando el huevo de la


ensalada e invirtiendo en leches vegetales carísimas que abría y nunca terminaba. Ya había tirado
cuatro en lo que va del mes.

—Sí, todavía me estoy acostumbrando a la idea… —masculla para sí mismo, pero ella logra
escucharlo.

Carraspea la garganta, incómodo. Otra vez la ceja arriba. No la está mirando, pero conoce sus
gestos de memoria, sabe que lo está mirando y cómo lo está haciendo. Sabe perfectamente que
volvió a hacer esa cara, la misma que hace cuando algo no le gusta o cuando llega a la estación de
subte y se da cuenta de que se olvidó la Sube en el bolsillo de la campera.

—No veo por qué te hacés tanto problema si la... No importa. —se interrumpe—. ¿Pedimos? Creo
que quiero sorrentinos al pesto.

Emilia llama al mozo y ambos piden, Federico pide un lomo con papas, lo de siempre. Y vino,
infaltable el vino, ella agua, solo agua. No le gustan las saborizadas. De eso sí se acordó Fede. Hay
silencio en la mesa, el lugar está bastante lleno para ser un martes al medio día, sus amigos tenían
razón cuando les dijeron que era un buen lugar para comer, su comida todavía no había llegado
pero la de las mesas vecinas tenía bastante buena pinta.

A ella le tiemblan las piernas, no sabe por qué, tiene ganas de ir al baño pero no quiere hacer pis,
ni nada. Quiere moverse o gritar. Quiere que la vea, que le pregunte, que se dé cuenta. Se muerde
el labio, lo mira de reojo, como relojeando, nada.

Cuatro años de relación, y nunca nada. Lo observa despacio, detallista; tiene la piel más lisa y
brillante, un mechón se le escapa del rodete medio rústico que tiene, el que se hace todas las
mañanas al salir de la ducha, y le cae en la frente, molestándole en un ojo, el que suele guiñarle
antes de irse cada vez que la encuentra mirándolo. Como ahora.

—Ah, ¿ya te vas? Todavía no nos traen la comida. —bromea ella.

Él le sonríe de costado, como sabe que le gusta. Y la mira, él también la mira. Aprovecha cuando
se distrae respondiendo un mensaje en el celular. Se siente nervioso, igual de nervioso que ella, o
incluso más. Quiere hablar, quiere decirle, ya no soporta el silencio.
—¿Qué pasa, amor? —le pregunta ella, deslizando su mano sobre la de él, encima del mantel
blanco inmaculado—. Estás muy callado.

Él traga saliva y respira hondo, lo necesita. Ambos lo necesitan. Y ella lo sabe, está convencida,
demasiado, sabe que lo que viene es muy necesario para los dos. Lo siente en su interior.

—Emi, hace rato creo que nos debemos una charla. —comienza él.

—También lo creo. —asiente ella, pegando los labios a la copa con agua que el mozo ya le había
servido—. También creo que hay mucho que decir.

Él la escucha y va directo a sus ojos.

—Ah, ¿si? —dice sorprendido, sus piernas no pueden dejar de moverse debajo de la mesa, y ella lo
nota, le está chocando las rodillas.

—Sí, creo que hay muchas cosas pasando útilmente, algunos cambios… De hecho, de eso quería
hablarte también, creo…

—Vos sabés que te amo, ¿no? —la interrumpe.

Ella lo mira atónita.

—Claro, yo también te amo. Y tengo algo importante que hablar con vos.

—Yo también necesito decir algo importante, vengo dándole vueltas hace mucho y creo que ya es
momento.

El mozo llega con la comida, reparte los platos con el silencio en el medio, ordena los cubiertos y
repone la panera. Ellos se miran a través de la jarra de cristal, no pueden romper el contacto
visual, aunque quisieran. El señor menciona que olvidó el vino, que ahora viene y se va. Ellos
continúan en silencio, mirándose fijo. Emilia aprieta los ojos, Federico toma aire y vuelven a
mirarse. Entienden que es el momento de hablar.

Titubean un poco, toman una bocanada de aire casi al unísono, y hablan.

El mozo sirve el vino.

—Estoy embarazada.

—Creo que lo mejor es que nos tomemos un tiem… ¿Qué?

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