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Diarios de encierro

una antología para la memoria colectiva

volumen 1
Este libro ha sido editado entre España, México y Argentina entre los
meses de abril y noviembre de 2020.

© Textos: Adriana Delgado, Alana Chávez, Alexandra Vega-Rivera,


Amor del Carmen Estrella, Ani Karen Babojian, Arlet Palestina, Aurora
H. Camero, Bianka Verduzko, Carmen García, Carmina Balaguer, Dia-
na Dolea, Dulce María Ramos Ramos, Elena Maravillas, Marta Orosa,
Elisabet Fábregas Alegre, Elisa Michelena Santini, Emilia Fierro, Ethel
Krauze, Florencia Pagola, Florencia Sardo, Gabriela Ramos Monzón,
Isabel García Cuesta, Julia Kurmi, Kriscia Landos, Lana Neble, Laura
Bianchi, Laura Charro, Laura Sanz Corada, Laura Sussini, Lila Váz-
quez Lareu, Lola del Gallego Noval, Lola Halfon, Loreto Valencia Nar-
bona, Lucía Trentini, Mademoiselle Peligro, María Fernanda Pineda,
María Iliana Hernández, María Miranda, María Ragonese, María Sanz,
María Zubiri, María Pérez Cordero, Marta Castaño, , Muntsa Plana
i Valls, Naldi Crivelli, Natasha Rangel, Noelia Prieto, Patricia Cabre-
ra Ledezma, Paula Natalia Rincón Chitiva, Pilar María Cimadevilla,
Rebeca Maldía, Rocío Bertoni, Sofía Cárdenas, Tania Islas Weinstein,
Verónica Hernández Pierna, Verónica Martínez, Verónica Uzón

© Edición: Índigo Editoras

ISBN compendio: 978-84-09-25428-6


ISBN volumen 1: 978-84-09-25645-7

Edición: Carla Santángelo y Marina Hernández


Corrección: Adriana Zea, Sam Cárdenas y Beatriz Urbán
Maquetación: Marina Hernández
Diseño de tapa: Fernanda Cid

hola@indigoeditoras.com
www.indigoeditoras.com
@indigoeditoras
@indigolibros_

Los derechos de esta obra pertenecen a Índigo Editoras y a las autoras


que participan en la antología. Para reproducir parcial o totalmente al-
guno de los textos puedes contactar con nosotras. Gracias.
En memoria de Paty Cabrera,
que le escribió una carta de amor a Emma, su nieta

En memoria de Gabriela Ramos Monzón,


que nunca dejó de aprender ni perdió la esperanza

a ellas les dedicamos este libro.


Prólogo
Valencia
septiembre 2020

Termino de escribir este prólogo en otra ciudad, ya


sin el confinamiento obligatorio, medio año después de
haber abierto la convocatoria de estos diarios de encierro.

Hojeo —digitalmente— el libro y me parece que


nunca ocurrió. Me sigue sorprendiendo que todas estas
personas «viviendo en mujer» o estas mujeres cursiva 1
compongan una antología heterogénea, llena de expe-
riencias diversas atravesadas por un contexto difícil de
imaginar, incluso habiéndolo vivido.

Y si bien no quiero perder de vista que ese contexto


se dinamita en otros más pequeños y particulares, todos
1 Usamos el término «mujeres cursiva» para poner en duda
la palabra «mujer» y abarcar la diversidad de experiencias que
supone «vivir en mujer», expresión que tomamos de Mercedes
Fernández-Martorell en su libro Capitalismo y cuerpo: crítica de la
razón masculina.

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estos diarios dan cuenta de una misma situación desco-
nocida para quienes la relatan: la pandemia por el virus
COVID- 19 y los confinamientos derivados de esta en
distintos países.

Ahora hablo (escribo, en realidad) por Índigo Edito-


ras: no creemos en la pandemia que se comunica como
un hecho que afecta de igual forma a todas las personas.
Esta pandemia ha profundizado las desigualdades y ha
puesto de manifiesto cuestiones que no podemos seguir
obviando, como es la de la brecha digital. También re-
conocemos que el contexto, al ser tan singular, ha arti-
culado otras lógicas sociales y problemáticas, aunque no
nos atrevemos a hacer una lectura precipitada y torpe
sobre algo que todavía nos atraviesa.

Esta antología —desde la humildad y la intimidad—


abre un diálogo que pone en duda la realidad que se
piensa como universal. En nuestro imaginario, algunas
experiencias se asumen como totales, absorbiendo a las
demás, y con este libro queríamos dinamitar esos lími-
tes y esas jerarquías. No se trata de decidir qué relatos
son más legítimos, sino que apostamos por la posibili-
dad de crear un espectro amplio de la experiencia ínti-
ma a partir de la escritura.

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Cada universo íntimo es genuino, pero también hay
perspectivas comunes, hilos que forman un tejido más
o menos subyacente que de alguna forma sostiene una
narración transversal y colectiva.

Algo maravilloso de este libro es la heterogeneidad


del uso del español, las distintas expresiones o palabras
que usan las autoras para narrarse. Qué suerte compilar
tantas voces hispanohablantes y que dialoguen así, en
esta cercanía. El proyecto Índigo Editoras vive en el
puente entre Latinoamérica, España, y todos esos paí-
ses en los que también vivimos y seguimos hablando y
escribiendo nuestra lengua.

Vuelvo a la primera persona. Recuerdo estar leyen-


do algunos de los textos y pensar: ahí están de nuevo,
la violencia y la culpa, como dos piedras angulares en
los relatos íntimos escritos por mujeres que voy encon-
trando en el camino. También están la fuerza y la po-
sibilidad, las palabras que, encarnadas, avanzan en su
rebeldía. Esta antología, además, está especialmente
atravesada por el trabajo. La preocupación por perderlo,
la precarización laboral o la confusión ante las nuevas
formas de trabajar. La virtualidad y la distancia social
también están muy presentes en los diarios:

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«Construir a través de lo virtual me enfada la mitad
de las veces, cuando me descubro con los pies helados
en plena videollamada. Me inspira la otra voz, cuando
me siento arropada por un sueño al otro lado de la cá-
mara», escribe Lola del Gallego.

Y María Fernanda Pineda, como si respondie-


se: «Esta pandemia mundial me acercó a las personas
que están «al otro lado del charco» (en otras partes del
mundo) y me alejó de quienes estaban en la otra calle
de mi barrio».

El confinamiento deja sus huellas en la relación de


quienes escriben con el espacio. La habitabilidad se
conspira a sí misma. Y en ese diálogo con lo que las
rodea, aparece siempre el cuerpo, en muchas de sus
formas: erotismo, enfermedad, ansiedad, sedentarismo,
movimiento.

Uno de los diarios que da cuenta de esto es el de


Marta Castaño: «El agua purifica las calles mientras la
historia de este cuerpo se escribe entre cuatro paredes.
La historia de este cuerpo que se escribe del revés como
se escriben la poética del agua del Leteo, la memoria
perdida de un destino y el nudo en la garganta.»

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O el de Rocío Bertoni: «Explorar otras eróticas como
un a través, como un hueco abierto para pasar los días
y enloquecer como aquello que sintió placer. Pero tam-
bién siento deseos efímeros de tocar otro cuerpo, aspiro
a un tacto más animal que lo que puedo pretender de
una videollamada».

O este de María Zubiri, que va desde el miedo hasta


el cuerpo, hace también el recorrido inverso, y trae uno
de los temas más complejos del libro, que a veces está de
forma explícita y otras muchas de forma sutil: la muerte.

Escribe Zubiri: «Soy polvo. Somos polvo. Quiero


despedirme de mis hijos. No quiero contagiar a mis hi-
jos. No quiero despedirme de mis hijos. Quiero besar a
mis hijos. No puedo besar a mis hijos. Suenan las alar-
mas en las camas vecinas. Corazones se detienen. Otros
cuerpos se rinden. Hay algunos que respiran cada día
mejor.»

El miedo y la duda se desplazan desde el interior de


cada una hasta este diálogo plural que se construye por
no saber qué están viviendo exactamente, pero insistir
con la palabra para traducir, o tal vez para crear las ex-
periencias que las construyen.

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Escribo este prólogo y afuera se escuchan los autos.
Desde la ventana veo la ropa tendida de alguien, el cie-
lo está muy azul. Podría seguir citando a cada autora,
recorrer el mapa geográfico y empírico que componen
entre todas, pero prefiero dejarlo aquí, y que ellas encar-
nen el libro y lleguen donde tengan que llegar.

Este episodio tan distópico y particular lo narran


nuestras amigas, conocidas y desconocidas desde Chile,
Argentina, Uruguay, Ecuador, Colombia, Venezuela, El
Salvador, Nicaragua, Guatemala, México y España.

Me fascina pensar en el origen de las cosas. Como


ahora, que recuerdo el día en que Marina y yo nos pre-
guntamos: ¿Y si publicamos una antología de diarios
íntimos que narren el confinamiento? Y entonces abri-
mos una convocatoria porque pensamos que las histo-
rias cotidianas merecen ser leídas. Al fin y al cabo, son
las que componen el gran relato, ese que siempre estuvo
sesgado, y que ahora se ensancha y se profundiza.

Gracias a todas las que participaron con los diarios,


las que abrieron sus mundos.

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Gracias a quienes leerán esta antología, por acercar
hasta aquí los ojos, que es lo mismo que escuchar cuan-
do se trata de un libro.

Firmo como Carla Santángelo, en primera persona,


porque no sé hacerlo de otra forma.

Y también firman todas las que son parte de este


proyecto: Marina Hernández, Fernanda Cid, Beatriz
Urbán, Sam Cárdenas y Adriana Zea.

—las índigas—

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Adriana Delgado

nació en Teloloapan, México, en 1992,


y pasó su confinamiento en Tuxla Gutiérrez, México

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18 de marzo
Desperté en una posición extraña. Mis piernas esta-
ban en el borde de la pared, mi cabeza cerca del piso.
Al abrir los ojos y tomar conciencia de mi cuerpo sentí
los músculos tensos. No recordaba haber soñado algo;
tampoco sabía, porque la computadora estaba sin apa-
gar y con las luces del teclado encendidas. Busqué mi
celular. Estaba sin batería. Mierda.

Me acomodé a lo largo de la cama. Mi figura se tra-


zaba en diagonal y el tragaluz del techo dejaba entrar
algunos rayos de luz que se imprimen sobre mis rodillas
y tobillos. Pensé en el día anterior, pero por más in-
tentos de repasarlo no encontraba los motivos que me
habían llevado a beber esa botella de vino escondida
detrás del refrigerador. Conecté el celular para que se
cargara. Lo encendí y ahí estaba la respuesta.

La última llamada que hice era la explicación de


mi estado actual de ebriedad. Llamé a mi madre para
explicarle por qué no era recomendable que saliera,
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le sugerí que evitara las compras de pánico y estuvie-
ra atenta a las noticias. De todas mis recomendacio-
nes y razones mi madre no escuchó ni la mitad. Antes
de que terminara la llamada y luego de un silencio no
incómodo —pero que sí me provocó contracciones de
estómago— dijo: pienso seriamente en ti, ¡pobre de ti,
hijita, tener que pasar esta cuarentena encerrada y sola,
no quiero imaginarme, te volverás más loca, y todo por
no haberte casado ya!

23 de marzo

Hace dos días cometí una atrocidad. No he podido


pensar con claridad desde entonces. Me dan vuelta en
la cabeza muchas preguntas. Hablé con mi mejor amiga
sobre lo ocurrido y en lugar de que la charla fuera opti-
mista, resultó en un análisis FODA. ¡Vaya situación! O,
como coloquialmente digo siempre, chulada de asunto.

El miércoles vinieron a bañar a mi cachorro. La


persona encargada de hacerlo es un hombre inteligen-
te y divertido, dos de las cualidades que más me gus-
tan. Platicamos durante el tiempo que duró el baño
de Manchas, nos reímos mucho. Se fue al cabo de una
hora y media. Me escribió en WhatsApp por la tarde.

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Su mensaje decía —luego de un «hola» seguido de mi
nombre— que le tomara unas fotos a Manchas guapo y
se las mandara, no sé si fue un pretexto para hablarme
y no quiero averiguarlo, deseo quedarme con esa duda.

Al siguiente día volvió cerca de las 3:00 p.m. para


cortarle sus garritas a Manchas, aunque fue en vano.
Descubrí que mi cachorro no le tiene confianza a nadie
que no sea mi hermana para que le toquen sus patitas.
Después de la aceptada resignación, decidió quedarse a
beber un par de cervezas. Se fue en la madrugada. No
recuerdo la mayor parte de lo que pasó, por eso consi-
dero que fue una atrocidad. Negarle a la memoria los
recuerdos es lo peor que puede suceder. No quise ha-
blarle y preguntarle sobre la tarde y noche que estuvi-
mos juntos, me sentía con miedo, pena, dudas.

Decidí contarle a Astrid, ella siempre me escucha


y me ayuda a pensar. A medida que avanzan nuestras
charlas (que a veces parecen interminables) llegamos
a un punto de reflexión en donde la respuesta a todo
es: no, es mejor no hacerlo. Preferimos no arriesgar-
nos, porque el miedo es una constante en nuestros días.
Esta vez omití ese «no». No quiero saber por qué ni
ponerle un nombre como intuición, presentimiento

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o algo similar a mi arrebato. He pensado más de tres
horas qué escribirle, cómo empezar. No logro decidir
cuál sería la introducción perfecta. En fin. Aquí voy:

«Hola, espero que estés durmiendo. Me lo pensé


demasiado para escribirte porque no sé cómo evitar
que me malinterpretes. Te seré sincera y espero que no
pienses que estoy justificándome. Recuerdo muy poco
de lo que pasó, estaba no solo ebria sino también muy
sorprendida.

Normalmente soy más aburrida cuando bebo. Sigo


asombrada porque hacía muchísimo tiempo que yo no
bailaba frente a nadie, y menos zapateando y con calza-
do deportivo. Tenía más de diez años que yo no jugaba
‘verdad o reto’, recordé los tiempos en que iba a la prepa-
ratoria y nos salíamos de clases a jugar con mis amigas.
Hace también poco más de ocho o diez años que no me
confesaba. Literalmente, te tomé como sacerdote cató-
lico y conté demasiadas cosas que guardo celosamente
en mi memoria porque me lastima recordarlas. Gracias
por escucharme y no interrumpirme mientras hablaba.
Mi mejor amiga siempre me dice que me quede con lo
bueno de las personas y los momentos.»

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Creo que debí ponerle una advertencia cuando inicié
a escribirlo que dijera algo como lo siguiente: «peligro,
este mensaje puede ser la continuación de cualquier pe-
lícula estúpida sobre historias que cuenta la gente en
la que no hay un buen guionista ni director de escena.
Además, amenaza con ser de extensión similar a algún
pasaje de la Biblia y, como suele pasar, no hay una res-
puesta ante los hechos sino solo palabras que se pueden
interpretar a conveniencia de quien las lee.» En fin, es
demasiado tarde para las advertencias.

«Gracias de nuevo por pasar ese día conmigo, sé que


no planeabas quedarte tanto tiempo. Quisiera pedirte
que, al igual que yo, te guardaras lo bueno de ese día y
que, de ser así, continuemos hablando y fingiendo que
no pasó nada más que solo momentos alegres, aunque
prefiero recordar las partes en las que al tiempo que
sonreía sacaba alguno de los vidrios afilados e incrusta-
dos que rompen mi existencia. Así que, nada. No espero
ninguna respuesta luego de que llegues a leer esto y sin
embargo me intriga saber si vas a responder y, si lo ha-
ces, qué vas a decir/escribir. Me temo que no logré leer-
te lo suficiente para tener previamente una idea de lo
que vas a responderme, de lo contrario no estaría aquí.
No siento que seas tan simple como para responder:

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‘descuida, no pasa nada, yo olvidé todo y me quedo con
eso’, pero tampoco eres como yo, no escribirás durante
más de quince minutos para contestarme. No puedo
ubicar tu respuesta en ninguno de esos dos extremos
que tomo como referencia, he ahí por qué me intriga y
al mismo tiempo, me da miedo tu respuesta.

Bien, para ir cerrando esta carta millennial, espero


que, independientemente de la idea general que te has
formado sobre mí, aunado a todo lo malo que puedas
pensar (neta, si yo fuera tú, habría salido corriendo lue-
go de la primera lágrima, en verdad lo siento) podamos
hablar alguna vez en situaciones diferentes, no sé, algo
más tranquilo, que no implique sacar a la luz todo lo
que me lastima en una sola noche.

Ya para cerrar, porque si no yo no dejo de escribir


—disculpa, gajes del oficio, me extiendo en mis men-
sajes como si fueran los ensayos de la escuela— quiero
quitarme un poquito de culpa y relegarla a Manchas. Él
es culpable de patrocinar los momentos propicios para
que yo pueda arruinarlos. Si mi hermana estuviera aquí,
y no encerrada en su comunidad debido a la cuarentena,
ella le cortaría las garras a Manchas; si él se dejara bañar
conmigo y no nos preocupáramos, mi hermana y yo,

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por la higiene y bienestar de nuestro cachorro, nada de
esto habría pasado.

Reparto la culpa. La próxima vez que nos veamos, si


es que la hay, te cederé la palabra, intentaré quedarme
callada porque como ya lo has visto, hablo como cha-
chalaca.»


Son las 3:17 a.m. ¿Debería enviarle este mensaje/


carta? Llevo tantas horas pensando en lo sucedido que
ya no tengo la certeza de si fue real o si este encierro y
mi mente comienzan a engañarme. ¿La mente será ca-
paz, en condiciones como estas, de crear escenarios así?
¿Momentos tan nítidos? Tal vez solo bebí demasiado,
pero no acompañada. Seguro bailé, porque me encanta
bailar, pero no frente a él.

26 de marzo
Los vecinos me han despertado como cada día des-
de que inició la cuarentena: puntuales, a las 8:00 a.m.,
están cantando al ritmo de sus alabanzas. Por mucho
que intento seguir dormida no lo consigo, la música
está a un volumen muy alto. Quiero levantarme de la
cama, pero mi rodilla derecha me dice: no se te ocu-

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rra, comienzo a sentirme mal y si mueves un milímetro
la pierna te haré sufrir. Respiro. Vuelvo a respirar tan
profundamente como puedo. Me muevo. Una vez más
logro burlar la amenaza de mi rodilla.

Ante la profunda necesidad de escuchar música que


no hable de montañas, granos de mostaza y fe, decido
ponerme los audífonos. Comienza a sonar Mercedes
Sosa. Así como todo cambia, que yo cambie no es ex-
traño. ¿Será? ¿Cambio, cambiamos? Si la respuesta es
sí, me gustaría saber en qué he cambiado, cómo y desde
cuándo, si la respuesta es no, respondería con otra inte-
rrogante: ¿por qué? Elegí la primera respuesta.

He cambiado desde que estoy alejada de mi habitual


ritmo de vida. En estos días descubrí que tengo varias
manías que antes no me había detenido a observar: por
ejemplo, empujo constantemente los lentes del dorso
hacia la raíz de mi nariz, lo hago siempre con el dedo
índice. Uso lentes de manera regular desde hace un año.
Mi vista ha cambiado. Ya no puedo presumir de ver
todo con la misma claridad, me son necesarios los len-
tes para distinguir las letras y enfocar correctamente las
siluetas, para que no me parezcan figuras borrosas flo-
tando sobre el asfalto de los caminos que recorro. Des-

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cubrí también que hablo menos y escribo más. Prefiero
tardar varios minutos escribiendo un mensaje que en-
viar audios. Me siento menos tonta escribiéndole a una
pantalla que hablándole a la bocina del celular. Ade-
más, no tengo idea de dónde se encuentra realmente,
por ello se me dificulta saber a dónde dirigir el sonido
para que el audio no se escuche lejano o entrecortado.
Cambia el cabello el anciano, así como todo cambia,
que yo cambie no es extraño.

10 de abril

Hoy por la tarde, mientras revisaba las lecturas para


la clase online del siguiente lunes, encontré una nota.
Estaba escrita en formato vertical en la esquina inferior
izquierda de un cuaderno que uso como agenda y, en
el que (por lo visto) también transcribo las notas de mi
celular por miedo a que se borren y me quede sin ellas.
Sí, esa nota la recordaba en formato digital, permaneció
anclada en la pantalla principal de mi celular durante
algunas semanas, por eso la recuerdo bien. Dice lo si-
guiente: ¿A qué hora sale tu autobús? A las 8:40. Per-
fecto, tenemos una ventana de tiempo de 10 minutos.

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Quiero plasmar ese día. Me pareció preciso transcri-
birlo porque al pasar mis pensamientos a estas hojas y
archivar el documento me da la sensación de tener más
espacio en mi memoria para mis (intentos) actuales
(de) reflexiones. Comienzo. Voy a ser lo más fiel al día
original y no a esta recreación que tengo en mi cabeza.

Estaba en Acapulco, ese día era jueves. Lo recuer-


do porque lo tradicional del jueves es comer pozole y
yo tenía una cita con mi amigo para ir a una palapa a
orilla del mar y disfrutar del platillo. Llegamos. En la
mesa estaban cuatro personas, dos mujeres muy guapas
y sonrientes, dos hombres que bromeaban y platica-
ban mientras bebían cervezas. Saludé a todos, me senté
frente a uno de los dos hombres que había. Una de las
mujeres bonitas me sonrió. Su sonrisa era un accesorio
más entre toda la belleza de su rostro, pues hacía juego
con sus cejas perfectamente delineadas, sus ojos gran-
des y redondos y su cabello que se mecía con la brisa sa-
lada que llegaba del mar. Me pareció muy agradable, yo
admiraba pacientemente la simetría en el rostro de esa
mujer que no me percaté de la mirada de aquel hombre
que estaba sentado frente a mí.

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Pedí pozole blanco acompañado de su respectiva
yoli. Mientras comía no prestaba atención a nadie, me
concentraba en saborear cada cucharada que llevaba a
mi boca, hacía más de dos años que no probaba el po-
zole. Al terminar el plato y después de beber el primer
sorbo de yoli, reparé en la sonrisa del hombre frente
a mí. Tenía los dientes alineados en armonía con sus
labios, una sonrisa amplia en la que parecía habitar la
calma de la arena perdiendo humedad al ser alejadas
las olas de su regazo. Miré sus ojos que, al encontrarse
con los míos parpadearon levemente como si las pes-
tañas largas, rizadas y negras fueran pequeñas escobas
usadas para barrer las apenas imperceptibles gotas de
sudor que comenzaban a formarse en sus mejillas. Per-
manecimos un rato más en la palapa, luego nos fuimos
a un bar.

Íbamos en su auto. Él conducía, me miraba por el


retrovisor. La mujer de cejas perfectas sentada en el
asiento del copiloto se pintaba los labios. En el bar,
luego de varios tragos de mezcal con maracuyá, el
hombre de la sonrisa bonita se acercó a mí, quiso bailar
conmigo, y después del zangoloteo tomé una servilleta,
saqué un bolígrafo de mi bolsa y escribí: tienes muy
bonitos lunares. Le entregué la nota.

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Dormimos juntos aquella noche, que en realidad
fueron solo un par de horas, salimos cerca de las 5 de la
madrugada del bar y mientras nuestros cuerpos se mo-
vían a un mismo ritmo el sol comenzó a aparecer por la
ventana. Cerré los ojos, me dormí un rato. Cuando des-
perté me sorprendí rodeando con mi brazo izquierdo
su pecho y mi mano apoyada en sus costillas derechas.
Me moví un poco para levantarme intentando no des-
pertarlo, pero fue inútil. Despertó. No hubo un saludo
de buenos días, ni un «hola» dicho con pena, nos limi-
tamos a mirarnos y luego besé uno de los lunares en su
cuello. Iba a levantarme de la cama cuando me recordó
lo que había escrito en la nota.

Hoy, a un año de lo sucedido, pienso en esa ventana


de tiempo, en esos momentos que se quedaron congela-
dos allá afuera, en lo que el viento ha disipado o llevado
a otros lugares, en la brisa del mar que ahora no se posa
en la cabellera de ninguna mujer, en la arena que se
arrastra hacia las olas buscando protección. Pienso en
las ventanas que se llenaron primero de miedo, luego de
polvo y ya no se abren más.

Quiero abrir otra ventana, aunque sea de cinco mi-


nutos, para poder gritar, liberarme de este sentimiento

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de nostalgia por el pasado y que ahora recae entre las
cuatro paredes de esta habitación de 5 x 10 metros. Ne-
cesito una ventana para asomar mi cara, respirar olvidos
y exhalar certezas. Me urge una ventana. Una que no
sea virtual.

Quiero una nueva ventana para no tener necesidad


de teclear y mirar las letras en esta pantalla, y escribir
mis notas a mano en la biblioteca de la escuela o en las
bancas del parque, en las mesas de las cafeterías. Deseo
una ventana que me permita ver el sol, contemplar la
inmensidad del cielo y olvidar sin tener que esforzarme
en ello. Necesito una ventana de tiempo de dos minu-
tos, no pido más. Quiero vaciar mi mente antes de que-
darme aislada en esta habitación. Deseo una ventana
que pueda abrir para pensar con claridad y no a la luz
esta angustia que me orilla a vagar por los rincones más
pequeños de mi memoria y encontrar un recuerdo nue-
vo todos los días. No quiero más recuerdos. Me urge
una ventana para oxigenar mi memoria.

¿Abrirías una ventana de nuevo para mí, Ed?

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13 de abril

Desperté muy temprano. Me pareció que por fin el


cuerpo estaba cansado de dormir tantas horas. La luz
que se filtraba por el tragaluz me puso de mal humor.
Miré durante algunos minutos ese cuadro de vidrio in-
sertado en el concreto, calculé varias veces cuál sería la
medida exacta para cortar un pedazo de cartoncillo y
colocarlo.

Decidí que la mejor manera de averiguarlo sería


subiendo a la azotea y medir la superficie del cuadra-
do desde arriba; 15 x 15 centímetros. Bajé de nuevo
y casi resbalo en las escaleras. Al entrar de nuevo a la
habitación mi imagen se reflejó en el espejo y me miré
con asombro. Me acerqué lentamente al espejo y me
observé detenidamente. Tenía un par de moretones en
las piernas, los brazos y el pecho. Los acaricié. No en-
tendía por qué dolían como si fueran mordi…das. Sí,
eso eran. ¿Quién me mordió? ¿Por qué? No recordaba
mucho lo que había hecho el día anterior. Preparé café,
empecé a leer de nuevo un libro de poemas y al cabo de
unas horas un zumbido traspasó mis oídos. Me aturdí
tanto que comencé a sentir mareos. Puse mi mano en
un extremo de la cama hasta sentirme más estable. El

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mareo trajo consigo los recuerdos de la noche pasada.
¡Ay, mujer!, me dije.

La tarde anterior tuve la visita de ese hombre, el que


se encargó de bañar a Manchas. Me llamó para pregun-
tarme si podía pasar a verme, dijo que estaba cerca y
que había tomado las medidas de precaución necesarias
para poder salir. No quise negarme. La soledad y el asi-
lamiento obligatorio no son tan agradables. Pensé que
sería bueno que pasara un rato y conversáramos. Así fue.
Hablamos durante muchas horas. Antes de irse nos be-
samos en señal de despedida y por alguna razón que no
comprendí en ese momento le pedí que «me dejara algu-
nas marcas». Sentí vergüenza de mí al recordar eso. Sentí
náuseas. ¿Yo? ¿De verdad yo le había pedido eso? Quise
sabotearme y creer que solo era una imaginación más,
pero al tocarme la piel sentía aún el ardor que sus dientes
habían dejado. Me llevé las manos al rostro para ocultar
la pena y asco que sentía por mí. Fui al baño y me lavé
el rostro. Encendí un cigarro y mientras exhalaba pensé
que antes de sentir ese asco por mí, debía reflexionar de
dónde venía ese sentimiento. Pensé en que durante mi
infancia y adolescencia llegué a mirar a muchas mujeres
con marcas en el cuello, el pecho y los brazos, pero nunca
me atreví a preguntarles por qué las tenían.

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Un día me armé de valor y se lo pregunté a mi ma-
dre, quien me explicó a lo largo de una hora que esas
marcas eran exclusivas de las mujeres de la vida galante,
que ninguna mujer decente andaría por la vida con esos
chupetones. También me dijo que era de mal gusto de-
jarse hacer esas marcas porque parecía que así los hom-
bres marcaban su territorio. Argumentó que esas cosas
eran de mujeres que no se tenían respeto ni amor pro-
pio porque se debían odiar mucho para permitir que un
hombre mancillara su honor y que, además, todo cuer-
po es un templo que debe cuidarse, amarse y sobre todo
respetarse como Dios manda. No encontré algún otro
referente para poder comparar lo dicho por mi madre.
Bebí de un trago lo que restaba del café en la taza y se-
guí pensando. No puedo pensar si no escribo. Encendí
la computadora y comencé a relatar mi día.

Ahora que llego a este punto, creo tener una nueva


idea acerca de las marcas. ¿Este encierro me está lle-
vando a ser tan irracional? ¿Me he convertido en una
«mujer de la vida galante»? ¿Por qué fui yo quien pidió,
por favor, que me mordiera la piel? ¿Olvidé mi huma-
nidad por no poder tener contacto en sociedad y ahora
pago por ello? ¿Esta soledad está sacando una parte de
mí que no quería ver? Tengo miedo. De verdad me da

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miedo darme cuenta y reconocer que la soledad me está
convirtiendo en otra persona. Siempre he sido así tal
vez, pero nunca había querido admitirlo.

No obstante, siento que esto no se trata de honor, o


de humanidad perdida, sino de compañía.

En estos momentos, la compañía se ha vuelto esca-


sa, breve, efímera, muchísimo más de lo habitual. Los
encuentros se reducen a dos personas separadas por un
metro —o más— de distancia, cubierta con cubrebocas.
No sabes si sonríen o no, si los labios los tienen agrie-
tados por falta de agua. Ese día que vino R. (el hombre
que bañó a Manchas) traía puesto un cubrebocas negro,
y de alguna manera, asocié el color a la muerte; parecía
el moño que se coloca en la puerta de la casa cuando
fallece algún miembro de la familia. ¿Será que mis días
están contados? No quiero saber la respuesta a esa pre-
gunta. Continuaré pensando en los chupetones.

Sé la respuesta a eso. Sé por qué pedí las mordidas:


no quería despertar al día siguiente con la misma incer-
tidumbre de la primera vez que platicamos y bebimos.
No quería amanecer sola de nuevo y pensar tanto en la
posibilidad de que mi mente estuviera jugando conmi-

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go, con mi tacto, con mi olfato. Pedí las mordidas no
para que marcara su territorio, sino para que dejara una
huella en mi existencia, que a lo largo de estos días me
parece completamente etérea, pues ya nadie me llama
por mi nombre, no escucho voces dirigirse a mí. En las
clases online lo que veo me parecen invenciones de la
tecnología, no sé si son mis compañeros, todos lucen
muy distintos.

No reconozco mi voz. Incluso cuando le hablo a mi


cachorro siento que lo que sale de mi boca son solo
gruñidos, pues él parece desconcertarse de mi voz y se
aleja. Luego regresa, me huele y se queda a mi lado.
Las voces por teléfono me parecen solo un conjunto de
ecos. Necesitaba un vestigio de que continúo viva, una
certeza de que, por lo menos, no estoy a un paso de la
demencia. No debería sentir asco por pedir una mor-
dida que me recuerde cuando la vea que ha sucedido
algo, que besé a alguien. Ya no siento vergüenza por mi
actitud, me estoy comprendiendo. Sé que no fue una
decisión tomada considerando los riesgos que puede
haber, las consecuencias, pero la imprudencia es parte
crucial en momentos así. Debo decir que también hay
niveles de imprudencia, y considero que, en este caso,
no me excedí, no estuve en lugares conglomerados, ni

31
sobrepasé las líneas que marcan la distancia social en
ningún sitio. Me he quedado en casa y solo he recibido
la visita de R. dos veces en lo que va de la cuarentena y
él ha tomado sus medidas antes de venir a verme. ¿Cuál
es la penitencia y precio por este acto?

La soledad me está guiando por senderos muy ex-


traños en este autodescubrimiento, ahora sucede que
me gusta cómo se ven las mordidas en mi cuerpo, los
colores que van tomando en mi piel me recuerdan a
los atardeceres en la playa. Observo el camino que han
dejado sus dientes sobre mis piernas, me gusta sentir el
relieve con la yema de los dedos.

No soy una mujer indecente, ni he dejado que se


mancille mi honor. Tampoco dejé de cuidar mi cuerpo,
únicamente decidí romper con esas creencias absurdas,
con las ideas que llevan a pensar que si estoy de acuerdo
con esos comportamientos automáticamente debería
odiarme. Amo mi cuerpo, me amo a mí en general, pero
me amo más allá de esta corporeidad que representa
«un templo». No, no es así, yo no lo pienso así.

Mi cuerpo es arte y soy la única artista que tiene


derechos sobre él, y si yo pedí algunas mordidas pinta-

32
das en mi piel han sido para recordarme que estoy viva,
que mi cuerpo siente aún, que todavía no olvido cómo
sentir. Pienso, de la manera más cursi y llana que se me
ha venido a la mente que estas mordidas son solo besos.
Besos que duraron más tiempo de lo normal en los que
hubo más que solo convivencia de salivas. Besos que
han debido quedarse grabados en la piel porque no se
sabe cuándo será la próxima vez que esos besos no sean
virtuales.

14 de abril
Hace días no recibo ninguna llamada. Mis vecinos
se han cansado de despertar puntualmente, parece que
su rutina comienza a desestabilizarse. Los gritos de los
niños que juegan a ser maestros, ingenieros, choferes, se
están volviendo más recurrentes, se han aburrido ya de
ver T.V. y jugar en los celulares.

Antes de que la cuarentena iniciara, yo pedía vacacio-


nes porque el ritmo en clases comenzó a ponerse muy
estresante, demasiadas lecturas, mucha tarea, avances
de tesis, exposiciones, etcétera. Ahora, con todo este
tiempo disponible y sin la posibilidad de malgastarlo
en algún bar o cafetería, creo que hubiera preferido so-

33
portar el ritmo acelerado. Me quejaba constantemente
de que todo sucede muy rápido, que los días se van de
volada. Hoy siento que me quedé pausada en un do-
mingo eterno caluroso y silencioso.

Quisiera salir a la calle, pero prefiero quedarme, el


miedo es paralizante en esta situación. Me quejaba de-
masiado de lo fugaz de la vida y me dolía pensar en el
mañana. Hoy no solo me duele el mañana, me duele
también este día, cada día en soledad, sin más compañía
que mi cachorro. Me gusta pensar que cuando el encie-
rro termine podré salir y recuperar mi rutina habitual,
pero sé que no será así. Pasará un tiempo antes de que
mis días retomen su curso, pero de algo estoy segura
(y sé que peco de pesimista): no todos recordaremos el
aislamiento de la misma manera.

Yo tendré miedo de volver a la rutina luego de salir,


pensaré en que un día solo llegué cansada de clases y
después ya no pude salir ni cansarme más, porque debía
permanecer en casa por mi bienestar y el de los de-
más. Dejé de ir a correr y ver los amaneceres, ahora solo
observo los atardeceres que siempre me han causado
ansiedad. Llega el anochecer a medida que se diluye el
calor de la tarde. Después de que se agota la luz solar

34
se enmudecen también los demás cuartos, se encienden
luces brillantes y las miradas se apagan.

Las vecinas ya no están rezando o cantando y el úni-


co momento en que parece que de nuevo hay habitan-
tes aquí es cuando el olor de la comida llega a mi nariz
como un hálito reconfortante, como un recordatorio
de que todo va a terminar pronto. Mientras ese ritual
de cocinar por las noches en complicidad del silencio
siga llevándose a cabo, me sentiré viva cada día, porque
ahora el olfato es mi única conexión real con el mundo
exterior.

No puedo tocar a nadie ni nada, pero puedo emo-


cionarme al saber que la canela del arroz con leche está
soltando su aroma porque fue estrujada entre las manos
de alguien antes de dejarla caer en el agua hirviendo. Sé
que el queso derritiéndose en una tortilla fue previa-
mente colocado ahí por una mano grande, pues si huele
a queso es porque se ha salido y ahora se quema en el
comal. Las manos grandes que preparan quesadillas lo
hacen sin medir la cantidad de queso ideal para evitar
esos derrames por las orillas.

35
Ya aprendí a distinguir cuando está usando la li-
cuadora mi vecina o sus hijos, pues preparar leche con
chocolate en la licuadora lleva poco tiempo, y no es lo
mismo usarla para licuar los ingredientes del mole. Sé
cuándo preparan hot cakes los vecinos recién casados
y cuándo la vecina viuda, los primeros les agregan ba-
nana, guayaba o fresas a la mezcla, reinventan la rece-
ta, la segunda, sigue metódicamente la receta original.
Disfruto inexplicablemente el olor del detergente que
usa la vecina del departamento de enfrente para lavar la
ropa de su hija pequeña.

Mi nariz me está llevando a conocer el mundo des-


de otra perspectiva, no hacen falta ojos, ni tacto para
dejarme llevar por el aroma de una sopa, o de un cho-
colate caliente. No necesito sentir para poder relajarme
si puedo oler la jamaica cuando es arrojada al agua ca-
liente o la vainilla mientras el vecino prepara horchata
de arroz. Me sumerjo todos los días en el aroma de las
sábanas de la cama y disfruto de mi aroma impregnado
en ellas. Las almohadas aún tienen el olor del cabello
de mi hermana, la cobija también huele a ella. Mi ca-
chorro la extraña tanto que lo he dejado dormir en la
cama porque solo ahí puede encontrarla, él no sabe que
ella volverá, pero espero tenga el presentimiento de que

36
ella está bien, de que no lo abandonó, que solo no puede
viajar por ahora.

Cuando todo esto termine, Manchas, mi hermana y


yo vamos a poder reunirnos. Lo sé.

Pese a lo anterior, no puedo evitar sentir tristeza, me


preocupo por mi hermana y no poder escuchar su voz
me llena de tristeza. Hace unos meses tenía el celular
siempre en silencio porque no quería ser interrumpida
por nadie, en especial por mi hermana que llamaba por
todo, ahora he puesto una melodía personalizada en es-
pera de que cuando llame sepa que es ella quien estará
del otro lado del teléfono para contarme cómo le ha ido
en su nuevo trabajo, para hacerme reír con sus chistes
malos.

Este año no pude ver el mar en las vacaciones de


Semana Santa. Me siento triste por eso, mas confío en
que cuando pueda ver de nuevo la inmensidad del océa-
no lo veré más azul que nunca. Voy a detenerme en la
orilla y cerraré los ojos para intentar oler el mar. Dejaré
que un cangrejo me muerda el pie y que me deje una
cicatriz o tres, para conservar un recuerdo en mi piel.
Voy a olvidarme de que, según el mar, huele a peces y a

37
suciedad, y me concentraré en sentir todos los aromas
que mi nariz quiera identificar.

38
Alana Chávez

nació en Cuernavaca, México, en 1992,


y pasó su confinamiento entre Cuernavaca
y Ciudad de México.

39
El recuento de los daños

FASE I – Confirmación

«Negación» o Semana Cero

Llegué a México con la fase uno o, mejor dicho, la


fase uno llegó a México conmigo. Aún no sé si fui una
de sus soldadas encubiertas, una de aquellas que, som-
nolientas, trajeron entre sus pertenencias el letal souve-
nir; mucho más costoso que las cuatro cajas de té negro
que conseguí en el duty free, o la botella de whiskey de
mi padre. Compré todo en las tiendas del aeropuerto,
exactamente 10 minutos antes de despegar. Mi asien-
to era el último en el avión, justo al lado de los baños,
frente a la estancia de los sobrecargos. A mi alrededor,
una procesión de hombres y mujeres de la tercera edad
recordaba su viaje al Vaticano. Yo no pisé Italia, solo
Francia; y por supuesto, Inglaterra.

40
Una semana antes se había casado Karla, mi mejor
amiga. Fue por ella por quien por fin crucé el Atlántico.
¡Cuánto había soñado ese viaje! Desde que mi madre lo
hizo cuando yo era una niña. Visité París y sus puentes.
Recorrí Londres y sus callejones. Me devoré los museos
de ambas ciudades. En Reino Unido, me quedé con mi
tía, quien todas las mañanas sintonizaba el noticiero de
la BBC: «El Coronavirus se expande por Europa. Hay
que tener precauciones». Mi primo de 18 años y yo nos
burlábamos de los titulares. Jóvenes e idiotas, nos creía-
mos inmunes. Pensábamos el virus como al «Coco», un
invento de los mayores para mantenernos en casa, bien
portados y en silencio.

Llegué un viernes por la tarde. Ese sábado, solo salí


a hacer la despensa, pero el domingo, marché por mi
causa. Era 8 de marzo, Día de la Mujer. Me vestí de
verde y grité cánticos de justicia y libertad al lado de
Xiomara, también mi mejor amiga. El día siguiente
debía quedarme en casa por aquello del paro nacional,
pero pudieron más mis deseos de volver a sentirme en
otro tiempo y en otro lugar. Comí una hamburguesa en
el vecindario de al lado con un inglés que conocí en una
aplicación de citas. El martes repetí la experiencia; aho-
ra, con un australiano. El miércoles brindé con el inglés

41
y nos besamos en mi departamento. El jueves cené con
mi mejor amigo. El viernes, una semana después de mi
vuelta, desperté con fiebre.

No soportaba la fiebre y una fatiga intensa; fuerte,


como para tumbar a un burro. Me puse en contacto
con otra de mis tías, doctora (de posgrado, no de profe-
sión) y viróloga. «Me siento mal», le dije. «¿Qué hago?».
«Habla a la línea del Gobierno». Debí marcar más de
40 veces, sin resultado. Sugirió contactar a mi alma ma-
ter o, mejor dicho, a su hospital, al norte del país. «Hace
una semana que llegué de Europa y tengo fiebre. Quie-
ro saber si es COVID. ¿Qué hago?» Silencio. «Quédese
en casa. Por favor, no salga. Y si se siente muy mal, acu-
da a Urgencias.» Insatisfecha con la respuesta, me que-
jé en mis redes sociales, relatando mi experiencia. En
uno de tantos comentarios, un amigo sugirió llamar al
INER, el Instituto de Enfermedades Respiratorias del
país. «Llegué de Europa la semana pasada y tengo tem-
peratura. ¿Cómo sé si es COVID? ¿Hay alguna prueba
que me pueda hacer?» Silencio. «Vaya con un médico
general y siga sus indicaciones. Quédese en casa. Si se
pone muy mal, venga a Urgencias.»

«Ya tienen la prueba en el ABC. Deberías llamar, ver


cuánto cuesta, y salir de dudas», sugirió otra amiga. Si

42
de algo no me puedo quejar, es de tener pocos amigos.
El ABC es un hospital muy reconocido; privado y, por
lo tanto, de los más costosos del país. Después de pasar
un breve cuestionario para calificarme como candidata
viable, los asistentes telefónicos accedieron a darme el
precio del examen: de MX $3 500 a MX $4 000. «Está
en una situación de alto riesgo y le recomendamos que
venga inmediatamente». No lo hice. Un mexicano gana
en promedio MX $6 000 al mes; no es mi caso, pero
si decidían internarme, ¿cómo iba pagar un hospital
en el que cada día en terapia intensiva ronda los MX
$200 000? Al primero que avisé, después de mi tía, fue
a Matthew, el inglés. «Te va a dar un microinfarto», le
escribí, «pero esta mañana desperté con fiebre. Puede
ser una gripe, pero también puede ser algo más». «Estoy
seguro de que no es nada», respondió. Dos horas des-
pués, había cambiado su vuelo. Despegaba a las 9 p.m.

«Enojo» o Semana Uno


Mi departamento en la Ciudad de México es peque-
ño; suficiente, como la concha de un caracol, pero pe-
queño. Más que un apartamento, es un estudio; un loft.
Un biombo de madera divide la sala - comedor de mi

43
recámara. Mi comedor es una mesa triangular de cristal
con tres sillas. Tengo una planta colgante en la cocina y
otra sobre la mesa al lado del sillón. Vivo sin mascotas.
Hay tres ventanas interiores. En mi horizonte, ni un
árbol para consolarme. Ni una pizca de cielo azul para
imaginarme «allá afuera».

Unas noches antes había vuelto a hacer mi maleta.


Fuera habían quedado las bolsas de ropa sucia, los za-
patos, y los boletos de tren, pero aún guardaba la blusa
que compré para mi madre en París y el collar de Van
Gogh que le traje a mi hermana de la Galería Nacio-
nal. Originalmente, ese fin de semana lo pasaría en mi
ciudad natal, visitando a mis padres. En vez de eso, es-
tuve sola y encerrada, ansiosa y berrinchuda entre los
calores de la enfermedad y los dolores de cabeza que
iban y venían como las horas. Rezaba al Dios que dejo
para emergencias por síntomas como dolor de gargan-
ta o escurrimiento nasal que me permitieran descartar
lo peor. Temía la súbita aparición de una tos seca. La
científica de la familia me recomendó monitorear mis
niveles de oxigenación en la sangre dos veces al día. «El
rango normal es entre 99% y 92%. Si baja de 92%, tie-
nes que ir a un hospital». Jamás estuvieron por debajo
de 93%.

44
En México, la cuarentena comenzó después de las
festividades de marzo, por ahí del 17. El Gobierno dejó
los días de asueto intactos, y aprovechó la última tanda
de turistas que tendríamos en nuestras playas y hoteles
en quién sabe cuánto tiempo. Aquí, todos sabemos que
se retrasó el estado de emergencia por la situación eco-
nómica del país. Cuando el dólar sube, nuestro estilo
de vida baja. Así de simple. Para cuando cerramos ofi-
cialmente las puertas de nuestros hogares, yo le llevaba
al resto de la población cuatro días de delantera. Ahora
me parecen insignificantes, pero en ese entonces, eran
la diferencia entre la novedad que sentían mis compa-
ñeros de trabajo y la rabia con que contestaba sus co-
rreos electrónicos.

Recuerdo cómo viví yo esa novedad. Me convertí en


una celebridad barata entre amigos y familiares. «¿Ne-
cesitas algo? ¿Te llevo medicinas? ¿Tienes comida?»
Por supuesto que no tenía comida. Acababa de regresar
de viaje y no tendría que estar ahí, acalorada y exhausta,
sino contándole a mi abuela sobre las maravillas labra-
das que vi en el Orsay o sobre cómo cuando se pone el
sol, París se pinta de dorado. Pedí la despensa por apli-
cación y me llegó dos días después: un cuarto de queso,
cuatro toronjas, cinco pepinos, y seis latas de Coca-Co-

45
la Light. Olvidaron las tortillas. Me puse histérica. Lo
peor de la primera semana no fue la enfermedad, sino
lo que vino después.

Llevo más de un par de meses trabajando desde casa;


no por la pandemia, sino porque ese es el modelo de
negocio de la agencia que me contrató. Mi día comien-
za a las nueve, como el de la mayoría de los asalariados,
pero rara vez termina a las siete. No tengo un horario
de comida definido, pero tengo la libertad de limpiar
la cocina entre un reporte y otro, y si las mañanas son
lentas, me pongo a leer. Casi siempre me queda la no-
che, y antes de la contingencia, la noche era cuando
me sentía joven y viva, cuando compartía un platón de
carnes frías con mis amistades o una caminata por el
parque con algún interés romántico. Esa primera se-
mana, sin embargo, me costó encontrar el equilibrio.
Los pendientes «en la oficina» nunca se terminan, y con
«nada mejor que hacer», me seguía hasta las 11 o 12 de
la noche. Sentía que vivía para trabajar. Y me estaba
volviendo loca.

Inicié mi segundo fin de semana en cuarentena con


una sesión de psicoanálisis por video-llamada, con el
cabello revuelto y lleno de grasa. Llevaba tres noches
sin bañarme y la misma ropa desde hacía dos días. Ni

46
siquiera me cambiaba la pijama para meterme a la cama.
Dormía por encima del edredón. En cuatro años que
llevo en tratamiento con mi terapeuta, jamás me había
visto así, ni cuando mis impulsos suicidas tomaban el
control y me obligaba a ahogarlos con horas de sueño.
«Estoy harta, Carla. No puedo. Ni siquiera me dejan
salir por un pinche paquete de tortillas. Mi madre me
dice que aproveche para escribir, pero, ¿por qué? Na-
die me dice cuándo escribir. Yo escribo cuando quiero.»
«Intenta hacer rutinas. Las rutinas son importantes.»
Notaba el temor en su voz a hacerme cualquier suge-
rencia y tacharla de estúpida. Cuánta agresión en un
cuerpo tan pequeño. Cuánta agresión en un cuarto tan
pequeño. «Báñate. Cámbiate. Inténtalo».

FASE 2 – Propagación

«Depresión» o Semana Dos

Terminando la llamada me corté el cabello. Me di


un baño, tomé un par de tijeras, y me corté el cabe-
llo. Comencé por las puntas: demasiado largas para mi
gusto. Me seguí con los lados, había que emparejar. Lo
más difícil fue la parte de atrás. Corté con tijeras para
papel, de esas de punta redonda que utilizan las niñas

47
para tuzar a sus muñecas. Necesitaba un cambio y lo
necesitaba ya. «No porque te veas diferente ya eres otra
persona», me dije. «Pero es un inicio. Una promesa», me
respondí.

Esos días los sobreviví con galletas de mantequilla,


chocolates suizos, arroz, huevo y garbanzos cocidos. El
supermercado canceló mi orden porque no tenían ni
jitomates, ni zanahorias, ni col, ni pepinos. Me indigné
demasiado como para intentarlo de nuevo. Hice todas
las mezclas habidas y por haber con lo poco que me
quedaba en la despensa. Cocí jamaica y con las hojas
hidratadas, unas cuantas aceitunas y parmesano en pol-
vo, me hice un omelette. Me acordé del bote de harina
al fondo del estante y la mezclé con aceite de oliva, sal,
orégano, albahaca, y ajo para preparar focaccia. Reviví
mi infancia echándole ketchup al huevo, aprovechando
los sobrecitos del cajón de los cubiertos. Me decía que
había gente que la tenía peor, pero, ¡qué pocas ganas
tenía yo de entender razones! Muchas menos cuando
también había otros que la tenían mejor, y no se can-
saban de presumirlo. Mis redes sociales solo mostraban
gente que se adecuaba mejor al encierro que yo: medi-
tando, haciendo dietas, encontrando nuevas rutinas de
ejercicio; y luego estaban, por supuesto, las parejas. Mis

48
amigas y sus novios encerrados en equipo, desayunando
en la terraza, armando un rompecabezas. Yo lo único
que tenía era el sexo telefónico que, al día de hoy, prac-
tico religiosamente con Matthew. Y se nos empiezan a
agotar los recursos. Y se nos terminan los pretextos para
seguir. Recordé a mi último exnovio, el hombre con que
había terminado hacía menos de un mes. ¡Cómo le ha-
bía querido! Me encantaba abrazarlo y perderme entre
los pliegues de su sudadera. Le besaba la barba, el cue-
llo, y por supuesto, los labios. Cómo me habría gustado
que me preguntara cómo estaba, si necesitaba algo, si
podía ayudarme con cualquier cosa, pero Jorge nunca
estuvo ahí para mí. Por eso terminamos.

Me entristecían el paso del tiempo y la soledad. Tras


postergarlo demasiado, medité. Sentí la ola de emocio-
nes aglutinarse en mi pecho y en mi cabeza se forma-
ron palabras. Quería vomitarlas. Tantas ganas tenía de
sacármelas de encima que me llegaron las náuseas. Me
pregunté cuánto tiempo llevaba realmente en cuarente-
na. ¿Qué es la cuarentena sino límites y prohibiciones?
Para protegernos. Yo me protegía del fracaso y de la
decepción. De la frustración. Llevaba meses bien ence-
rradita en mi zona de confort, haciendo lo mínimo in-
dispensable, perdiendo la consciencia entre el catálogo

49
de Netflix y los entregables que pagaban la renta. ¿Qué
tanto cambiaba mi vida de veras? ¿Qué tanto desperdi-
ciaba mi libertad? No me asustaba la pandemia, sino su
fin. ¿Y si después de todo, todo seguía igual?

«Aceptación» o Semana Tres

Cumplidos quedaban los 15 días de aislamiento y


tomé mis cosas, lista para refugiarme en casa de mis pa-
dres. Es extraña mi relación con mis padres; después de
todo, hace 5 años que no vivo con ellos. La que alguna
vez fue mi recámara es ahora un curioso alebrije, produc-
to de la cruza entre una bodega, un gimnasio, un closet,
y un estudio. Me mentalicé para limpiarlo y ordenarlo,
como cada que visito. Recientemente, adoptaron un pe-
rro, la criatura más maleducada que existe y obsesionada
conmigo. Me preparé también para lidiar con él.

Tomé un taxi para llegar hasta aquí. El conductor se


quejó de la enfermedad y la puso en duda. Dijo que los
estaban matando de hambre, que llevaba días ganando
100 o 150 pesos, que así no se podía. Era grosero con-
migo y con el volante. Agradecí llegar a la puerta de mi
fraccionamiento y le di una cantidad de más al pagar el
pasaje, buscando remediar mi privilegio.

50
Pasé los primeros días en casa platicando de Europa
y enseñando fotografías; a mis padres y a mi abuela,
que vive cruzando la calle. Me invitó a nadar a casa y
le dediqué el domingo. Salí pronto del agua a pesar del
calor de la primavera. Era extraño, casi incómodo, estar
de vuelta por tiempo indefinido. Mis padres me ofre-
cieron regresarme a vivir con ellos unos meses, en lo
que todo mejoraba. Mudarme ahora y buscar otro de-
partamento cuando todo esto se quede atrás. Pensé en
el dinero que me ahorraría, pero prefiero perder dinero
que libertad. Cada vez que vuelvo me extraña cómo las
cosas no cambian. Los rosales siguen dando flores y mi
abuela aún se emociona cuando ve un colibrí.

La casa de mis padres tiene un jardín desde el cual


escribo este texto. Viviendo aquí, jamás le hice mucho
caso. Me parecía feo y chiquito; sin embargo, mi primer
lunes de visita me decidí a limpiarlo. Comencé por las
hojas de palma secas que le restaban verdor al césped.
Recogí los retazos de trapos y peluches viejos que mis
perros habían botado por ahí. Recorté la planta de la
esquina y sacudí los muebles de mimbre. Tomé las cajas
de madera que mi madre compró en el mercado y las
acomodé para formar una mesa bajo el árbol que plantó
mi abuelo. Tomé otras más y formé el sillón donde, de

51
vez en cuando, tomamos el sol. Sacamos cojines nuevos
y viejos para hacer mis creaciones mucho más cómodas.
Desde aquí escribo este texto, pero desde aquí también
trabajo, dibujo, y leo, de lunes a viernes, de once de la
mañana a cinco, seis, o siete de la tarde, dependiendo de
cuánto tarden los mosquitos en comerme las piernas.

Por alguna razón que no comprendo, aquí me ha


sido más fácil seguir una rutina. Me levanto poco antes
de las nueve y escucho el podcast matutino de la BBC
mientras reviso mis correos. Me saco la pijama y me
pongo un short y una blusa de algodón. Nada muy ela-
borado ni que me cubra demasiado. Este calor no está
hecho para los pantalones de mezclilla ni los suéteres
ligeros. Cuando bajo al comedor, mi padre ya tiene listo
un jugo fresco de frutas. En la cabecera, mi madre te-
clea furiosamente con sus lentes de montura roja. Ella
comienza a trabajar desde las ocho. Me preparo algo
de comer y me siento junto a ella, respondiendo soli-
citudes y acariciando al perro. Lavo mis platos y salgo
al jardín. Lo riego. Le aviento la pelota a las mascotas.
Comemos a las dos, a veces a las tres; cuando hay mu-
cho trabajo, hasta las cuatro. Comemos todos juntos,
incluida mi hermana, que pasa la mayor parte del día en
su habitación. «Al menos estamos conviviendo. Hacía

52
mucho tiempo que no convivíamos tanto. Ni siquiera
en Navidad», afirma mi madre un día sí y otro también,
con una extraña sonrisa que se mece entre satisfacción
y nostalgia. Limpio la cocina y regreso a trabajar. Entro
y escucho el informe de gobierno. Veo series hasta que-
darme dormida.

Los fines de semana son lo más difícil. El pasado, lo


fue. De lunes a viernes mi madre entiende que tengo
mis tiempos y espacios. El trabajo es importante. El
trabajo paga la renta y pone comida en la mesa. De
ese trabajo le doy dinero para la despensa, dejando en
claro que no soy ninguna carga. Acordamos también
una cuota de servicios que me parece suficiente. El fin
de semana, sin embargo, se aburre. Y quiere que yo la
entretenga. A veces estoy de humor, pero otras tantas
extraño vivir sin vigilancia, sin que me dirija una mira-
da reprobatoria por leer o ver una serie en vez de «hacer
algo de provecho», como crear un emporio en línea o
buscar estrategias de negocio para volver a mi padre un
magnate. Sé que no puedo cambiarla, como no puedo
curar la pandemia, así que los acepto y sigo adelante. Lo
bueno de esta vida es que no sabe cómo quedarse quieta
y de un día para otro, cambia.

53
«Aprendizaje» o Semana Cinco

Necesito ordenar el caos, así que me obsesiono con


los números, con las primeras, las segundas, y las ter-
ceras veces; con los días de la semana. Horneo, limpio,
y hablo con mis amigas. Cómo extraño verlas por un
café, para cenar. Cómo extraño caminar por el parque
o hacer las compras sin tapabocas ni gel antibacterial.
Tengo tantas ganas de conocer a un hombre que no me
acaricie a través de una pantalla.

Intento catalogar mi experiencia por fases, por eta-


pas de duelo, pero entre más escribo más me doy cuen-
ta de que esto no es otra cosa que una necedad mía.
Puedo monitorear mis emociones, pero no controlarlas.
Por más que busco no encuentro una constante. Hay
mañanas en que despierto con la claridad de una ilu-
minada solo para emberrincharme por la tarde y resig-
narme por la noche. Una amiga de mi madre cercana a
un funcionario de gobierno acaba de confirmarle que la
contingencia en México se extenderá hasta principios
de junio. Qué difícil me ha sido escribir este texto; qué
difícil es contar una historia que aún no tiene un final;
hasta para mí, que cada que conozco a un hombre, me
imagino cómo vamos a terminar.

54
Alexandra Vega-Rivera

nació en Bogotá, Colombia, en 1984,


y pasó su confinamiento en Buenos Aires, Argentina

55
Se me juntaron dos realidades que me atraviesan
fuerte y tengo que tener la suficiente lucidez para en-
cararlas: por un lado, una pandemia que obliga a la hu-
manidad entera al confinamiento en sus hogares; y, por
otro lado, una reciente mudanza a un nuevo departa-
mento que no conozco y no me conoce, pero con el que
nos toca obligatoriamente conocernos. Reconozco mis
nervios cuando las personas respiran tranquilas pen-
sando que será en sus hogares en donde pasarán estos
días. Siento un bombo en el pecho porque para mí, lejos
de que sea ese lugar, tan solo es un espacio con cajas,
libros, valijas y una cama que todavía huele a fábrica
atravesada en la mitad. La consigna es quedarse en casa,
¿cuál casa? ¿Acaso es esta? ¿Acaso queda en ese otro
país? ¿O en aquel otro? ¿Acaso tengo un país en el que
no me sienta ajena?

Tengo mucho trabajo por delante para que este cubo


de paredes blancas en el que ahora vivo a cambio de
una suma de dinero mensual se convierta en mi hogar.

...
56
No tengo idea, ni siquiera imaginario posible de a
dónde irá a parar todo esto. Sin embargo, sí tengo una
fuerte certeza y convicción: qué lindo estar viva en este
momento de la Historia, ser testiga y dejar registro de
todo esto.

...

El mundo se cae a pedazos, o no. Cumplí treinta


y seis años hace quince días en medio de lo que pa-
recía el aviso del apocalipsis. Nunca he celebrado mi
cumpleaños. No tengo idea de cómo hacerlo, este año
casi lo celebro, nunca me había acercado tanto a la ate-
rradora idea del festejo propio y justo sucede lo que
nunca: estalla una pandemia que amenaza de muerte
a la humanidad entera. No sé si reír o llorar, en reali-
dad lloro, pero de la risa, me parece ridículo vincular mi
aproximación al inédito festejo cumpleañero con este
mundo distópico. Pocas cosas son tan soberbias como
considerarse tan poderoso como para cambiar el rumbo
de las cosas hasta tal punto que salgan mal.

...

Pienso en todo esto y me produce algo de morbo


y satisfacción ser consciente de que no tiene mucho
sentido derrochar ilusiones en planificar. Pienso en mi

57
hermano, ahora mismo en Madrid, en medio de una
realidad fría y cruda, y me siento feliz y orgullosa de
nosotros dos y de que estemos atravesando este pre-
sente sin hijos. Somos conscientes de esa decisión. En
mi vida he cometido y seguiré cometiendo cualquier
estupidez, salvo la de la maternidad por default.

...

Me desperté pensando en las intensas polémicas du-


rante años ante mi postura, defensa y pedido de que
como especie nos extingamos pronto. En realidad, ha
sido uno de mis deseos más intensos con el pasar del
tiempo, y ahora que sucede todo esto no puedo evitar
volver a ello. Me he preguntado si lo sigo deseando y,
honestamente, la respuesta es: sí, profundamente.

...

Tan inesperado y sugestivo

Tan indómito y sospechoso

Tan doloroso y transformador

Tan de todo

Y su poder no radica en su existencia sino en que no


necesita absolutamente nada de nosotros

Tanto tiene que en un instante nos deja sin nada

58
...

Debo reconocer que me agrada mucho este estado


de vulnerabilidad y sobre todo saber que absolutamente
toda la humanidad lo transita; es que lo pienso, y me
repito que el guionista de esta historia se fue de mam-
bo con las drogas. Parece mentira que todo el planeta
al mismo tiempo esté pasando por esto. Es como un
orgasmo esto de entender que estamos todas las per-
sonas al mismo tiempo habitando nuestra fragilidad y
vulnerabilidad. No hace falta aclarar nada, no hace falta
poner en contexto de nada absolutamente a nadie. El
destino ha tomado el timón, y está perfecto que así sea.

...

Por primera vez en mi vida siento que hago parte de


esta sociedad vulnerable, o que esta sociedad vulnerable
hace parte de mí.

Me dan ganas en este momento de salir al mundo,


por las calles vacías del barrio, de cualquier barrio con
un megáfono en mano y gritar, preguntándole al ve-
cindario: ¿Ven cómo se siente? ¡Vulnerables! ¡Frágiles!
¿Tienen miedo? ¡Esto que sienten ahora es lo que sien-
to yo todos los días de mi vida desde que tengo uso de
razón! ¡Imagínense esta sensación siempre! ¡24/7!

59
Ay, qué alivio que me produce repetir esa escena en
mi mente.

...

Ilusos, se pensaban que la amenaza vendría en os-


tentosas naves espaciales de las que bajarían seres con
anatomías tan iguales a las nuestras, que de tan pareci-
das pasarían a catalogarlos como especímenes. Ja. In-
cautos. Linda piña al ego nos está dando esta gripita,
catarro, resfriado. Me pregunto ¿Cuántos respiradores
se estarían pudiendo fabricar con los millones inverti-
dos en ciencia ficción y miedo?

...

Tengo muchas ganas de madrugar y al mismo tiem-


po de dormir sin despertador, metáfora perfecta de este
momento de contradicción en el que querer y necesitar
no llegan a ningún acuerdo ni conciliación.

Con Mauro hablamos mucho analizando esta situa-


ción. El último mes de mi vida lo viví en su departamen-
to porque las imponderables de la vida cotidiana no me
permitieron mudarme a este, y para sorpresa de ambos
la convivencia esas semanas se nos dio muy bien. Pero
hoy hablamos de lo importante, nuestra decisión de vi-
vir este momento separados cada uno en su casa. Pues

60
nos ha parecido que sí, que hicimos lo mejor. Nunca he
podido explicar la extraña forma que tenemos él y yo
de amar, debe ser porque somos dos personas extrañas.
Mi madre siempre me dice que el nivel de compatibi-
lidad que ve en nosotros dos es tanto que le sorprende.
Quién sabe cuánto se alargue esto, no estamos lejos,
ahora que lo pienso el trazado entre su casa y la mía
es poderosamente porteño: entre el Abasto y Boedo. Y
aunque hubiéramos decidido pasar este confinamiento
juntos, yo sé que al cabo de algunos días, al margen del
amor, nos hubiéramos sentido incómodos sin estar cada
uno en medio de sus cosas, sus pensamientos, sus libros
y sus silencios. Él también sabe lo mismo. Y aunque no
me preocupa, me cuesta distinguir si es mala suerte o
una gran fortuna amar a una persona que también ame
profundamente estar sola.

...

La nevera está llena. En efecto, llené la nevera, y no


es intrascendente escribirlo en este cuaderno. No, de
ninguna manera, es sumamente importante, el mundo
se ha convertido en un lugar complicado, hay gente que
no puede comer y yo soy consciente de que siempre
conviviré con el recuerdo de las noches en las que me
acosté a dormir con mucha hambre, sola, lejos de casa y

61
sin un solo peso. El hambre ¡la puta madre! Qué sensa-
ción tan aleccionadora en esta vida, desde mis entrañas
puedo decir que no se la deseo a nadie, y que respeto
profundamente a cualquier persona que también haya
tenido que vivirla. Vuelvo vez tras vez a la cocina, y la
abro cada tanto solo para corroborar que los días que
vienen serán duros pero que ella está ahí, en su lugar, y
llena. La nevera está llena.

...

No tengo deseo más grande que este, el que no puedo


resignar y ante el cual ya no puedo parar, mi deseo, mi
ser, es como esta pandemia, avanza sin que nada pueda
detenerla. El mundo cae, y si yo caigo también, por lo
menos estaré segura y tranquila de que desde hace va-
rios años mi biografía tuvo su propia pandemia y trans-
formé el rumbo de todas las cosas para ir en función de
lo que me latía en el cuerpo y en el corazón. Creo que
nunca deseé algo tan honesta y tan sinceramente, creo
que es lo que más me moviliza. Estoy segura de que
este deseo es lo que me mantiene con vida.

...

Hoy la pasé bárbaro conmigo misma y la hermosa


sensación de ser completa y absoluta dueña de mi liber-

62
tad y autonomía. Hoy lloré pensando en mi familia: mi
madre y mi hermano. Y descubrí que hay algo a lo que
sí le temo: no volver a verlos nunca más.

...

Me desvelé anoche y me desperté temprano hoy, por


lo menos lo más temprano posible a juzgar por mi tras-
nochada. No quiero que caiga sobre mí el avance de
la persecución de la productividad, que es mucho más
mortífero que el de la muerte por coronavirus. No pue-
do creer que este sea mi primer pensamiento del día.
Activo ahora mismo para no perder el envión y lo hago
escribiendo, que es la única manera que tengo de hacer
las cosas realidad.

...

Solo tengo ganas de salir de acá, mover el orto, irme


de fiesta con mis amigas, tomarme todo el vino, volver
a casa caminando, cagándonos de risa, comprar birra en
lata por Avenida Corrientes y a cualquier hora, bajo-
near porción de muzza en Pin Pun.

...

¿Qué elegir de cara a un inminente encierro? Me


pregunté durante días por qué tanta gente necesitó

63
acopiar papel higiénico y, aunque no lo entiendo, no
lo juzgo. Yo conseguí una cantidad impresionante de
cilantro, y al ser algo exótico para la dieta argentina
probablemente yo sea la persona con más cilantro de
mi barrio.

A mucha gente la hace sentir segura el papel higiéni-


co, a mí me hace sentir segura el olor de la cocina de mi
madre los domingos, el cilantro atravesando todos los
sentidos, esperando ansiosa con mi hermano sus man-
jares.

En mi familia somos tres, en tres capitales distintas


de tres países distintos: los tres en cuarentena. Extra-
ñándonos fuerte y esperando el momento mágico en
el que el amor huele a cilantro y toma la forma de un
plato.

...

Soñé con S, después de tantos años volví a soñar con


S. Y el silencio del encierro no me deja escapar de ello,
es que no tengo a dónde ir ni cómo entretener ese pen-
samiento, soñé con S y no me queda otra alternativa
que esta, hacerme cargo y escribirlo. La rabia se ha ido,
la esquirla siempre estará ahí.

64
Una esquirla de nuestro recuerdo compartido se
quedó incrustada en mi piel.

Decidí que no voy a intentar sacarla, en ese intento


he llegado a infectar la herida. Él es como una especie
endémica que hizo hábitat en mi cuerpo y en mi bio-
grafía.

...

Me encontré aquella foto que me sacó F en uno de


nuestros viajes al Tayrona. Me sorprendió mucho ver-
me en ella, hace más de una década, con el cuerpo des-
provisto de tatuajes y cuando creía que amar consistía
en decir a todo que sí.

...

Hoy lloré

Hoy menstrué

Hoy recordé

Hoy revisé el pasado y aunque todo eso fue mío y me


reconocí en él, ya no hace parte de mí

Fue como volver al dormitorio de mi adolescencia,


todo tan yo y al mismo tiempo tan ajeno

65
Aunque de todo eso ya nada me represente y nada
me pertenezca

Solo una cosa permanece intacta, real y sosegada: la


necesidad vital por escribir.

...

Menstruar en cuarentena está precioso. Usé todas mis


toallitas de tela. Este ciclo, por fin, la copita descansó.
Amé durante este sangrado estar confinada, tomarme
el tiempo que siempre le quiero dedicar a sangrar. Volví
a dibujar con mi sangre caliente y a regar las plantas
con mi luna. Quiero oler mi planta de lavanda en unos
días y olerme a mí en ella. No recuerdo cuándo fue la
última vez que menstrué tranquila en su totalidad, pero
sí recuerdo la cantidad de veces que lo hice viajando en
el subte, caminando por la ciudad y andando de aquí
para allá mientras sentía ese aluvión caliente dentro de
mí, cerraba los ojos y anhelaba esto que he podido este
marzo: estar quieta, sola, en casa y menstruar.

...

Son las nueve de la noche, lo sé por lo aplausos.


Mientras mi vecindario entero aplaude yo escribo esto,
son como mi música de fondo para hacerlo. No aplaudí
ayer, no aplaudo hoy y tampoco aplaudiré mañana. Y

66
aunque es un gesto que me emociona profundamente,
no lo voy a hacer. Me produce respeto y ternura, pero
también me sorprende. En estas noches que llevan ha-
ciéndolo no paro de pensar en la ingenuidad y en las
acciones que se llevan a cabo ciegamente y en medio de
la emoción. Cada noche que sucede me alegran, pero
también me hacen pensar que probablemente un gran
porcentaje de la población ha creído que, en efecto, era
una gripe, y no un virus pandémico y mortal que puede
llegar a confinarnos por tiempo indefinido, o no. Y acto
seguido me pregunto si es que acaso nunca se habrán
enamorado, estallan los aplausos ahora y hay un fervor
con (preocupantes para mí) pincelazos de nacionalis-
mo, y es que creen que esto dura poco, de vuelta, acaso
¿nunca se han enamorado? Esto es una pandemia y pue-
de llevarnos mucho más de lo imaginado, esto empezó
hace poco, pero me pregunto si seguirán aplaudiendo y
sobre todo con esa emoción, dentro de un mes. Hones-
tamente no lo creo. Si esto se alarga, irá disminuyendo,
cada vez un balcón menos y así, hasta que solo sean dos
manos haciéndolo. Entonces quizá sí, nunca se enamo-
raron, porque aparentemente no sabían— y nadie les
avisó— que siempre la mayor dificultad no radica en
hacer sino, en sostener.

67
...

En honor a una de mis manías de antropóloga, que


es la de andar encontrando explicación a lo inexplica-
ble, reconozco que una de las cosas positivas de todo
esto es que por fin he podido categorizar lo que fue tu
paso por mi vida. Hoy puedo denominarlo y asegurar lo
que fue: un hecho pandémico. Inesperado, avasallante,
irrefrenable, inviable contenerlo, tiempo perdido tra-
tar de explicarlo y, sobre todo, imposible evitarlo. Des-
enmascaraste todos mis miedos y falencias, acabaste
con una buena cantidad de mis soldados. Me hiciste
replantear entera toda mi vida, desde mi trabajo hasta
mi comida. Era imposible verte y tocarte. Me hiciste
contar días en el calendario y tomar muchas copas de
vino sola, repitiendo la escena en la que los días se con-
vertían en noches. Cambiaste mis planes y diste vuelta
mi rutina. Aunque tratara de fingir que no pasaba nada,
tu presencia, que de leve era pesada, estaba en todo lo
que me rodeaba. Hablaba de vos con mi madre y mis
amigas, hablaba de vos sola y aunque fuera cebar ma-
tes no hubo nada que estuviera indemne de tu nombre.
No me quedó otra alternativa que recluirme y esperar
a que pasaran los días. Me hiciste escribir mucho, llo-
rar, reírme a carcajadas, enojarme, seguir escribiendo y

68
pasar ese crudo invierno de la distancia, hasta aceptar
que absolutamente nada podía hacer, que me tenía que
acomodar a la transformación de mi vida después de tu
aparición en ella, y aunque no pudiera tenerte, tuve que
admitir que nunca nada sería como antes.

...

Me gusta la agudeza que toma la mirada tras los días


de encierro que cada vez se alargan más. No poder sa-
lir de casa me gusta, me gusta esta casa y yo le gusto a
ella. No nos ha quedado más alternativa que volvernos
confidentes, ya ha sido refugio de mis ideas y de mi
llanto. Es más que una casa, es una cueva, la mía. He
ido descubriendo pequeños detalles en ella y creo que
cada vez que eso sucede ella me está hablando, como
quien va construyendo confianza y empieza a contar
lo íntimo, que es, a fin de cuentas, lo verdaderamente
importante. Yo necesito que mi cueva me refugie y mi
cueva necesita refugiarme. En una esquina de la coci-
na le he colgado una plantita que le queda preciosa, y
ella, en respuesta, me hizo descubrir un rayito de sol
que después del medio día se mete atrevidamente por
la ventanita de la cocina. Desde entonces siempre al-
muerzo con él.

69
...

Esta mañana tuve deseos y hasta ensoñé, de grande,


ser abuela. Es que todo esto que está sucediendo me
llevó a pensar y a imaginar —en caso de sobrevivir—
cómo podría llegar a habitar el recuerdo de este mo-
mento en mi vejez y, al imaginarme, tuve muchas ganas
de tener nietas y nietos y de volverlos locos contándoles
las anécdotas de este momento. Luego reflexioné que
para ello sería necesario antes tener hijos; y agradecí
fuerte que ya tengo sobrinos.

...

Hoy crucé la puerta de mi departamento después


de quince días de un absoluto encierro. Cuando volví a
casa tuve miedo al comprender que para morir solo hay
que estar viva, y que las veces que estuve cerca de morir
siempre tuve cerca a mi familia. Pero ahora no. Temblé.
Considerar enfermar como una posibilidad ya no hace
parte de la ficción, morir tampoco (aunque nunca ha
sido eso, por lo menos para mí). Cada tanto tiempo la
muerte se acerca y empieza a rondar como gata en celo,
la conozco desde que tengo recuerdos, nos miramos de
frente, sabemos que entre ella y yo no hay miedo pero
sí un profundo respeto, aunque no estemos en igualdad
de condiciones porque ella tiene más poder. Pensar en
70
los términos prácticos de morir se hace muy real cuan-
do se está sola y lejos. He empezado a hacer un listado
de cosas al respecto y un documento con instrucciones
de qué hacer en caso de que enferme y no me recupere.
Lo único que me parte el alma y no me deja seguir es-
cribiendo es saber que ahora mismo no hay aeropuertos
abiertos, no tendría posibilidad en este contexto de vol-
ver a casa, darle un beso en la frente a mi madre y morir
en medio de mis montañas.

...

Llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar,


llorar, llorar, hacer café; llorar, llorar, llorar, llorar, llorar,
llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, dejar enfriar el café; llo-
rar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar,
mirarme en el espejo llorar; llorar, llorar, llorar, llorar,
llorar, llorar, reconocer mi rostro hinchado e inundado;
llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llo-
rar, recalentar el café que se ha enfriado; llorar, llorar,
llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, llorar, dejar
que el olor del café inunde mi casa y traiga de vuelta
a Colombia conmigo. Llorar, llorar, llorar, llorar, llorar,
llorar, llorar, llorar, rendirme; llorar, llorar, llorar, llorar,
dormir.

...

71
Hoy pensé en que son diezmiles de personas las que
han muerto y seguirán muriendo sin haber recibido un
beso y un abrazo.

Más fría que la muerte es la ausencia del contacto.

Más dolorosa que la ausencia es partir sin un ritual


de despedida.

Hoy la tristeza me visitó.

Se desgasta la humanidad pensando en lo único que


no puede cambiar: la muerte.

Debería concentrarse en cómo nos encuentra cuan-


do llega.

La muerte anda rondando y, como un profundo acto


de resistencia, una zanahoria está naciendo en mi co-
cina.

...

Aunque sobrevivamos a esta pandemia todos hemos


muerto en algún punto. Para todas las personas, algo
adentro nuestro, ha muerto. La humanidad entera es
el Arcano XIII, aquel que no tiene nombre porque no
cabe en ninguna definición. Esto no es un cambio, esto
es mucho más que eso: es una transformación

72
Amor del Carmen Estrella

nació en San Luis de la Paz, México, en 1994 ,


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

73
El sol secaba paciente la ropa colgada en los tende-
deros, desde la azotea todo parecía tranquilo, silencio-
so. Una corriente de aire pasó para ayudar con la tarea
al calor mientras yo videollamaba con E, mi cómplice
y rescatista de encierros físicos y mentales. No recuer-
do cuántos días llevo aquí dentro porque afuera todo
parece igual. Recordé la frase de Miyamoto Muzashi:
piensa ligeramente en ti y profundamente en el mundo, y
de inmediato complementé mi primer pensamiento;
todo parece igual, sí, pero sé que ha cambiado. Aquí
sigue sonando la música de banda los fines de semana y
las mujeres venden los nopales que recolectan del cerro
en los mercados, pero en esta casa todos hemos teni-
do oportunidad de reflexionar y actuar sobre nosotros
mismos. Por otro lado, las noticias dicen «México» y
yo solo pienso en esta ciudad que no parece tan ciudad
pero tampoco tan pueblo, y que geográficamente pare-
ce colocado en las entrañas profundas (pero no tanto)
del país. Este ha sido un lugar donde predominan los
«no tanto», tal vez por eso gran parte de las vidas se

74
definen en el «casi». Aunque siempre hay un médico
cerca, por ejemplo, no hay especialidades médicas al al-
cance. Desde la azotea el único ruido que se escucha es
el viento y los perros de las casas vecinas, el camión con
los cilindros de gas y su música promocional, la músi-
ca regional y los gritos de compadrazgo entre algunos
vecinos, pero sabemos que hay más ruido en lo que no
se oye. O mejor dicho: cada quien decide qué trozo del
mundo escuchar.

El mensaje del mediodía del alcalde fue claro: daban


por iniciadas las medidas de resguardo. Se anunció en
Facebook, que es el canal de mayor acceso a los habi-
tantes. En la oficina ya habíamos imaginado una situa-
ción similar, el rumor decía que iríamos dos o tres por
día, pero la nueva instrucción indicaba que solo iría la
Titular. En realidad, el mensaje, más que anunciar me-
didas de resguardo, era para aclarar que se anunció un
caso positivo de contagio y desmentir un mensaje que
circulaba por WhatsApp con el nombre del supuesto.

Minutos antes de que iniciara la transmisión oficial


revisé uno de los chats de mi WhatsApp. El mensaje

75
daba el nombre de la persona infectada, alguien tenía la
certeza de quién era el caso positivo que se anunció hace
menos de una hora en la página oficial y las personas
allegadas a la persona confirmada lo fueron informando
casi sin querer y por eso llegó a mis ojos el nombre. Ese
número significa cosas distintas de acuerdo al lugar en
el que esté; probablemente en una ciudad-ciudad solo
sea un número, pero aquí los secretos no son tan secre-
tos, aquí siempre eres alguien.

Cuando llegó la hora de salida caminé de regreso a


casa, bajé las escaleras y atravesé el piso de pórfido de
la alameda. Los fresnos y eucaliptos me trajeron una
calma que hace poco descubrí. Llegué a casa y casi sin
pensar terminé de vivir el día. Supongo que mañana sa-
bré qué hacer. Hoy es jueves y no sé qué sentir además
de confusión y aturdimiento.

II

Se comienzan a distinguir la diversidad de pensa-


miento y acción de las personas que habitamos este lu-
gar: los que paran, los que no pueden, y los que podrían
parar pero no quieren. Yo estoy en el último grupo. Y si
le añadimos subgrupos dentro de él entonces están los

76
que no paran para poder terminar pendientes y los que
no paran por asuntos que no son precisamente labora-
les. Soy del primer grupo. Me declaro amante del des-
asosiego, pero espero que sea una aventura tormentosa
y fugaz.

Decidí terminar algunos asuntos en la oficina. Pro-


bablemente no debería hacerlo si ya se anunció un caso
confirmado, pero no podemos parar. No todos pode-
mos parar, al menos yo sí casi toda la semana, pero
algunos de mis compañeros no: siempre hay perros y
gatos heridos o abandonados, siempre hay una persona
quitando vegetación de su terreno para construir una
casa, no quedamos exentos de incendios, fugas de agua
y vecinos con conflictos.

Todo indica que el cierre será fantasmal e intermi-


tente. En esta oficina no hay cierre total. Afuera nada
parece tan urgente, los locales de comida y las tiendas
de abarrotes no han cerrado porque así se les indicó.
Se dieron a conocer empresas de envíos y mandados.
Espero que varios se puedan adaptar.

77
III

Siempre hay perros y gatos heridos. N era una de


ellas. La adoptamos hace año y medio. Hace días supe
que cuando la encontraron, aún cachorra no podía ca-
minar. A N le inventamos una filosofía alegre y ligera
de la que aprendimos, pero esa filosofía no le ayudó
en la desnutrición y fallo renal que tenía desde que la
encontraron herida en la calle por la noche. Ella murió
teniendo los medios para hacerlo sin dolor. Preferiría
que todos los nefrópatas y desnutridos que son pobla-
ción de riesgo tuvieran esa opción como última espe-
ranza, desde luego preferiría que no tuvieran que partir
si no es su momento. R es de esta familia y es nefrópata,
probablemente fue a quien más le dolió el proceso de
la partida de N. Me recargué sobre N mientras le aca-
riciaba su cabeza para que se fuera en paz. Ojalá todos
pudiéramos morir mientras alguien nos abraza para ir-
nos en paz. Vas a estar mejor a donde vayas, N, te fuiste
porque ya no te quedaba más por hacer. Me toca supe-
rarte, al menos tendré tiempo.

Aquí no hay especialidades médicas y al parecer


tampoco veterinarias. El camino de regreso de la clí-
nica donde murió N fue largo y menos silencioso de
lo que esperaba. En la entrada nos esperaban un par

78
de uniformados con gel desinfectante y una serie de
recomendaciones escritas y verbales. No sé si haya pre-
supuesto o personal para que lo sigan haciendo todos
estos días, pero al menos se correrá la voz. Ya está suce-
diendo. Cada vez parece más urgente.

IV

En la transmisión oficial nacional que S ve todos los


días había una mesa llena de señores trajeados. A veces
me siento muy ajena a ellos, aunque haya miembros en
esta familia que quieran pertenecer a una de esas mesas,
incluyéndome (a veces). Entiendo sus palabras (porque
tuve los medios para obtener la educación con la que
puedo entenderlas) pero sé que a mucha gente aquí no
le interesan porque están pensando en cómo sobrevi-
vir al siguiente día. Entonces solo tengo una pregunta:
¿Que no estábamos ya en emergencia sanitaria?

Mi cuarentena-encierro comenzó oficialmente el 31


de marzo. Martes. Me despertó el sonido de los pájaros
porque el vecino dejó de tener gallos hace algunos años.

79
Tengo cosas por hacer, pero no quisiera, no todavía, sé
que tengo el lujo de elegir, y que puedo sentarme a es-
cribir en vez de utilizar mis extremidades e intercam-
biar mi sudor y quemaduras de sol a cambio de dine-
ro, como la mayoría de las personas lo hacen aquí. La
respuesta gubernamental no me parece lenta, pero las
noticias indican que tal vez sí hubo un retraso general
de las acciones preventivas. Quizá solo estoy acostum-
brada a este ritmo, aquí siempre me ha parecido más
lento, se siente más como caminar en vez de utilizar el
transporte público. Mi pensamiento cree que este ritmo
también es el de las pandemias.

VI

Inicié abril con trabajo de oficina en casa. Mentiría


si dijera que desperté temprano a trabajar. Parece des-
canso, pero solo resuena en mi cabeza que no podemos
parar y yo no sé por dónde empezar. Estoy entendien-
do que mi trabajo no es indispensable, desde el 19 de
septiembre de 2017 sé que quiero aprender un oficio
además de la costura, y ni siquiera he practicado tanto
la costura. Quienes se encargan del mantenimiento de
la red de agua potable sí tienen un trabajo indispensa-

80
ble. Los recolectores de residuos urbanos sí tienen un
trabajo indispensable, sin contar al personal de salud,
y quienes se dedican a la alimentación y a la muerte.
Instalaron tinacos para el lavado de manos en las pla-
zas, junto a los ficus y los cipreses. Al menos ganó las
elecciones un alcalde que está preparado para esto, iba
a adquirir experiencia después de la crisis de agua po-
table y la situación del relleno sanitario que es común
en cualquier ciudad. Cuando vi las fotos de los tinacos
sobre bases hechas por un herrero pensé en cómo las
habrán pagado o quién(es) las habrá(n) hecho. Aquí
aún es costumbre hacer, mandar hacer o pedir el favor,
ya después habrá dinero para pagar el trabajo.

(El amor ha adquirido otra forma, es como la justicia del


poema de Catalina Pastrana, que cada quien va a ajustarla
a como le alcance el intelecto y el corazón. Escucho tu voz
a través del auricular mientras percibo con el otro oído el
viento entre las hojas de los árboles de las casas vecinas y los
pájaros. El amor se ha tornado más paciencia y menos pre-
sencia, y ahora solo le caben tres palabras: ya quiero verte.)

VII

Todo es más lento aquí, o mejor dicho, lleva su rit-

81
mo; las biznagas crecen despacio, como las buenas co-
sas. Las temporadas de las frutas locales son anuales y
por algunas semanas, mismas que se recolectan de ma-
nera silvestre y alcanza para una buena venta o para una
salida familiar o amistosa. El sistema de salud también
es lento y a veces no es tan bueno. Entiendo que no es
su culpa, que es más una maquinaria que en ocasiones
no sabemos cómo le hace para seguir andando. R es de
la población más vulnerable y el hospital de su trata-
miento semanal está a un par de horas en vehículo.

Estamos acostumbrados a viajar para obtener algo


que alguien más tendría en cuestión de minutos o po-
cas horas, a no necesitar tanto, a las temporadas, a las
frutas con espinas, a esperar por ellas.

¿Qué esperamos con la cuarentena? ¿El final será


dulce como las frutas que tenemos que arrancar de los
nopales y garambullos esquivando las espinas? Aunque
no creo que sea dulce, estoy segura de que le encontra-
remos algún sabor. Lo mejor —si es que es mejor— que
podemos hacer es retrasar la muerte un tiempo más.

VIII

El Subsecretario de Salud está preocupado por las

82
poblaciones rurales y me alegra que lo haya mencio-
nado. Aquí hay cientos y no conciben la pausa de sus
actividades, simplemente no existe. Dejando aparte la
producción ganadera y agrícola, tampoco puede parar
el abasto de agua potable, tampoco se detienen los par-
tos y los enfermos ocasionales. Hoy fui a trabajar a una
de esas poblaciones, pequeña, más pequeña que una
colonia urbana promedio, revisamos algunos árboles y
magueyes y regresamos en una camioneta de un habi-
tante del lugar que nos preguntó por «la enfermedad»,
C respondió lo que ambas sabíamos y el conductor del
vehículo aseguró que ellos solo saben que no pueden
salir de allí, pero que no les importa mucho porque «no
tienen necesidad», que «es peor tener miedo y andar
en el celular todo el día». Vine a trabajar a un lugar
en donde el hospital más cercano está a menos de una
hora por carretera. Pienso en las personas que miden
estas distancias en días.

Hoy supe algo. Para algún metropolita puedo pasar


por inocente, pero eso me tiene sin cuidado. Sé que para
alguien del campo, para uno de esos señores que siem-
pre usan sombrero y tienen la piel del rostro dura y con
arrugas profundas, o para esas señoras que se levantan al
canto del gallo a buscar el desayuno, para esas personas

83
que se arriesgan a perder su comida con cada temporal,
también soy una ingenua y eso sí me tiene con cuidado.
Me gustaría que los señores y señoras expertos en datos
vengan a estos lugares a responder preguntas, aunque a
veces sienta que entre menos los (nos) vean, más a salvo
estaremos, y que esos señores y señoras están mejor allá,
interpretando datos, y que los que tenemos Facebook y
lo usamos a diario, somos los que menos sabemos.

IX

El atardecer en el semidesierto que puedo ver desde


la azotea es mágico aun cuando hay un letrero de una
de las pocas tiendas departamentales interrumpiendo
en el horizonte.

Sé que soy afortunada por habitar una casa con algo


que puedo llamar terraza, que es más bien un espacio
para colgar la ropa al sol. Sé que soy afortunada de po-
der ver el jardín de macetas de G en casa y poder sentir
la tranquilidad de O mientras hace su trabajo, lee algún
libro, toma una clase virtual o hace ejercicio para man-
tener la disciplina.

84
X

(He decidido dejar de ponerle peso a mi vida. Los sueños


extraños son el pan de cada día en esta situación y soy una
más a quien le suceden. Uno de ellos se trató de mí guar-
dando pocas cosas en una maleta y en otro intento mover-
me entre los cerros acompañándome de una multitud que
me tiende sus manos mientras estamos a punto de nadar en
aguas cristalinas, un sueño feliz. Siento que es el momento
de volver a hacer la maleta que ya había hecho una vez,
renunciar a unas cuantas adicciones. Duele. Lloro por lo
que me atreví a pedirme hace tiempo y ahora es momento de
cumplirme porque hay terreno firme para llevar a cabo esta
tarea. Afortunadamente tengo tiempo y espacio.)

XI

Hoy tocó ir a un tratamiento más de R. Hace dos


días el Subsecretario de Salud comentó la sobreexposi-
ción de la población a los productos de alto valor caló-
rico por parte de las empresas, cómo generan obesidad
y con ello otras afecciones. En este país puede ocurrir
un fallecimiento importante de personas con diabetes
y nefrópatas. ¿Cuál es el costo de preferir la economía
sobre la salud de las personas? ¿Qué tan bueno es un

85
sistema que ha puesto la productividad como prioridad
sobre la salud mental y física individual o la integración
familiar y comunitaria? ¿Qué tanto tenemos qué ha-
cer por nuestra salud como sujetos y como comunidad?
¿Cuánta responsabilidad nos toca? Al menos aquí nun-
ca falta el conocido (o conocida) que sabe cómo ayudar,
o con qué autoridad acudir. En otros lados es otra his-
toria. La experiencia compartida es la de los camiones
de comida y bebida industrializada llegando a los luga-
res más arrinconados y profundos del país, del Estado,
de este municipio.

XII

Me gustó poder salir de la oficina por cuestiones del


mismo trabajo, misiones rápidas para atender —mu-
chas veces— conflictos vecinales. Después de buscar la
calle sin nombre y la casa sin número la encontramos
por el olor de los cerdos frente a ella. Dialogamos y
surgió la pregunta «¿Saben con quién tenemos que ir
para que nos den una despensa?». No es la única fami-
lia que la necesita. Aquí hay gente que no puede pa-
rar, pero también están los que pararon sin salario y los
que aunque no paren, no les alcanza. Respondimos la

86
pregunta y nos retiramos. Confiaré en el engrane y sus
giros, y que todos y todas estamos haciendo lo que nos
corresponde para que cada vez falte menos tiempo de
cuarentena, menos agua y menos comida.

XIII

El café hirviendo en la olla inunda la casa con su


aroma. Hoy yo tengo la cabeza más clara y el alcalde
se nota cada vez más cansado. Los coches pasan con
la música norteña como siempre, se escucha el soni-
do característico del vendedor de tepache en bicicle-
ta como siempre, el rebaño de siempre se alimenta de
las hierbas del cauce seco del río, como siempre. Noté
el contraste el entrar en mis redes sociales (las cuales
también procuro abandonar poco a poco): allí todos
parecen preocupados por la manera en que creen que
nos están viendo los países blancos europeos, avergon-
zándonos por cómo juzgan las acciones del gobierno
federal. Aquí creo que la gente tiene otras cosas por las
cuales avergonzarse, y no conozco muchas, pero sé que
una de ellas es no llevar alimento a casa. Creo que estoy
aprendiendo a distinguir lo que me incumbe de lo que
no, he estado dedicándome a desocupar espacios de mi

87
mente. Tal vez una parte de mí quería este encierro para
llegar a un lugar que no sé cómo es ni cómo se siente.

XIV

Hoy es Viernes Santo y se anunció el cierre de los


accesos a la presa cercana que se usa como abastecedora
de agua potable y como centro vacacional. En esta casa
se estableció por G un silencio a las tres de la tarde. Se
siente una discreta energía mística, tal vez es el Tao o
quizá es mi reciente descubrimiento mental de emo-
ciones positivas que estaban empolvándose desde hace
años y que ahora confundo con esperanza.

Me senté frente a la computadora con la intención


de escribir y no pude en principio. Recurrí a las cancio-
nes de cantautores en español a las que recurro desde
hace años. Hay días en donde después de haber espera-
do tanto, de haber trabajado en mí misma de distintas
maneras, pareciera que de pronto ocurre un chispazo
que es más un parto, una fruta que ha madurado. Me
recargué en mi mano y sentí la suavidad de mi piel (de
la cual me avergüenzo un poco porque significa que no
trabajo mucho con mis manos, como me gustaría). Me
hago la cuestión más dulce que me hecho en estos días:

88
si estoy frente a la página en blanco sin poder llenarla,
mientras estoy encerrada físicamente, entonces ¿cuán-
tos años estuve en espacios (reales o emocionales) en
los que me sentí enjaulada? ¿Cuántas veces la vida me
salvó al no poder escribir algo en lo que no creía? Y
como magia, las preguntas llevaban dentro de sí la res-
puesta, que no es palabra sino acción. Dejé de pensar,
puse mis manos sobre el teclado y mis dedos cobraron
vida propia, como si fuera el resultado de un hechizo.
Comencé a escribir.

No sé mucho de psicología o de historia, pero sé que


hay algo más allá del miedo y la incertidumbre; algunos
dicen que es amor. Yo ahora solo tengo la certeza de
que, aunque así lo haya pensado, nunca estuve sola y
que estos días he visto que la familia puede más que el
individuo y que la tribu puede más que la familia. Va-
mos a salir de esto, espero. Espero de esperar y espero
de esperanza.

XV

El llamado Sábado de Gloria es más bien de silencio,


las redes están calladas (al menos más que antes), la

89
tienda de la esquina está cerrada y hay menos gente en
la calle. Sigue siendo sábado para quien no ha parado.
Por su parte, el personal de seguridad pública se colocó
en el acceso de algunas zonas rurales. Una vez más pa-
reciera que se tardaron en tomar la acción, pero a estas
alturas ya no lo sé. Solo quiero que funcione, que si nos
contagiamos lo hagamos lento (como las buenas cosas),
que si nos enfermamos podamos curarnos o irnos sin
dolor y mientras nos abrazan. Y la verdad, mi deseo
más grande es poder hacer un pacto con la muerte por
unos años más. Poder tener la oportunidad de saborear
lo suficiente, dice Rozalén.

A estas alturas lo único de lo que tengo certeza es


de que quiero aprender y abrazar. Quisiera empezar a
colectar hierbas para remedios caseros y aprender a leer
las miradas para saber qué decirles a sus dueños. Ne-
cesitaré paciencia y una mira especial para poder ver
la ternura que ahora me es más fácil sentir y que estoy
segura que está oculta delicadamente entre las hojas de
los mezquites y las espinas de los huizaches, garambu-
llos y nopales.

90
XVI

Las cifras de fallecidos y contagiados a nivel nacional


aumenta, a nivel estatal también, pero menos. Aquí no
ha cambiado, más que por un par de casos sospechosos.
Ha sido suficiente para que se note más urgencia y com-
promiso. Aún hay personas que no creen que sea real,
que publican teorías de conspiración en grupos públicos
de Facebook de compraventa. Se divide el pensamiento
entre querer que sea real y no. Se dividen las opiniones
entre si son correctas o no las medidas del alcalde, del
gobernador, del presidente y de los ciudadanos. El infor-
me diario nacional ha mencionado la salud mental y la
situación de violencia y carga doméstica de las mujeres
en el país. Es el primer día en que me cuestiono la ma-
nera en que funcionará esto aquí. Supe de una mujer en
la ciudad vecina que se divorciará porque no conocía a
su marido. Por otro lado, yo nunca había tenido la ne-
cesidad de estar en una videoconferencia y ahora pienso
en la posibilidad de hacerlo. En casa nos repartimos las
tareas domésticas y de traslado de R al hospital corres-
pondiente. ¿Cuánto tiempo soportaremos así? Hoy me
abruma el pensamiento de tener que soportar algo. Cual-
quier cosa. Supongo que no queda más que buscar esa
dichosa paciencia en las espinas de los cactus.

91
XVII

La angustia es cada vez más notoria, es como una


tensión en el cuello que comienza a enfocarse en un
solo punto y así puedes tratarla con más certeza. Los
grupos de Facebook de compra y venta se inundan de
productos que deben ser comercializados, las ventas es-
tán a la alta y las compras a la baja. Los negocios de co-
mida se niegan a cerrar. ¿Qué hacer en una ciudad que
no es tan ciudad? ¿En cuántos lugares estará ocurriendo
esto mismo y nunca lo sabremos?

XVIII

Hoy fui a trabajar a una comunidad otra vez, no sé


qué sentir al tener que revisar un árbol que no le debería
pertenecer a nadie. El árbol es de alguien que tenía que
salir de viaje ese mismo día. Recordé a Jorge Drexler y
su de ningún lado de todo y de todos lados un poco. Este es
un lugar de migrantes. El gobierno municipal emitió
un comunicado en el que invitaba al confinamiento do-
miciliario dirigido a quienes regresen de Estados Uni-
dos, y también se encarga de sanitizar los autobuses con
salidas y entradas de los paisanos.

92
XIX

Hoy murió un paisano que estaba en el otro lado y


como era de esperarse, comenzaron a conocerse los pai-
sanos que han muerto en otros países. Diría que ojalá así
la gente entienda, pero no tengo claro quién tiene que
entender qué. ¿Los habitantes de aquí tienen que darse
cuenta que deben creer lo que dice el gobierno (que
no es novedad que ha mentido)? ¿Gobierno y empresas
deben comprender que no podemos vivir sin dinero?
¿Nosotros debemos entender que sí podemos vivir sin
dinero? ¿Qué podría entender yo con todo esto? ¿Y mi
familia? ¿Y la demás gente que me ha acompañado?
Nadie detectará más allá de lo que su mente pueda pen-
sar y su corazón sentir. Empiezo a pensar que si decidí
estar en este encierro es porque de cierta manera pienso
que debía sentirlo y trabajar no sé qué cosas pero me
he sentido bien, no bien-funcional-productivaparaotros,
sino bien-bien. Estos días el cielo estrellado le ha dado
sentido a todo, aunque no pueda decir exactamente qué
significa eso.

Hoy los árboles que dividen las parcelas al lado de


la carretera se veían más nítidos, pese a que ha habido
tierra levantada por el viento, o tal vez solo es algo que
quiero ver. Pareciera que dejó de ser un lugar del casi y

93
del no tanto. Ahora pienso que en realidad es que ne-
cesitaba un poco de polvo para ver más nítido aquello
que necesitaba ver: que en lugar de poner atención al no
tanto, podría poner atención al aquí.

XX

Los nopales empiezan a sacar flor, pronto será tem-


porada de tunas. Los mezquites y huizaches comienzan
a ser amarillos, la curva de personas contagiadas sigue
siendo lineal. Las moras (que no son muy de aquí) tam-
bién sacan sus frutos y se hacen presentes los incendios
pequeños en el monte. Las abejas salen a buscar flores en
las calles del centro mientras el personal médico sigue
haciendo su trabajo con la constancia que lo caracteri-
za. Las camadas de las perras callejeras aparecen aunque
preferiríamos que no hubiera tantos perros callejeros,
pero tampoco quisiéramos tener que tomar la decisión
de dormirlos (no tolero aún la idea de tener que elegir
quién muere). El gobierno municipal publica carteles de
cuidado del agua porque no sabemos cuánta tendremos
disponible este año. Hay cosas que nacen porque no les
queda otra cosa más que eso, como la cooperación, los
mangos y la recién calma adquirida por mí.

94
La primavera de este año por alguna razón se siente
sutil y a la vez inmensa, con un aire de angustia. Es lo
mismo para la pandemia. No sé cuánto dure ninguna
de las dos, solo quiero tener tiempo para vivirla muchas
veces más y por supuesto que con esto último solo me
refiero a la primavera.

95
Ani Karen Babojian

nació en Maracay, Venezuela, en 1991,


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

96
Un desierto hecho mar

Sábado, 04 de abril

Expectativa/ realidad

Mucha agenda para el ánimo que tengo hoy, un do-


mingo nublado. Terapia y trabajar el poemario por la
mañana, y por la tarde: estar conmigo. Sigo llamando a
mis tardes «desierto», no solo por los 34 grados centí-
grados que hace a pesar de estar el cielo gris, sino por-
que el silencio, la sed, lo despoblado, me trae esa ima-
gen a la cabeza. Estoy en el sofá de la sala. Papá solía
acostarse aquí para leer sus libros de ciencia, geografía
y biografías de pintores famosos. Creo que también era
su lugar especial porque se sentaba aquí para dibujar y
escribir. Estar en el desierto no debe ser fácil, pero creo
que es un lugar o un estado de revelaciones, un tiempo
de preparación, un tiempo de desnudez. Me imagino
en el desierto y justo ahora aparece el miedo. Temo que

97
esto nunca acabe. Cuando digo esto, quiero decir mor-
der cenizas de lo que fue.

Reviso WhatsApp antes de seguir en el «desierto».


Napo me dice:

—…Quiero tormenta.

—¿Qué? ¿Te gusta la tormenta?

—No todas son malas. Las tormentas te hacen sen-


tir vivo.

—…puede que tengas razón (dudo).

—Si supieras que vives hasta mañana ¿qué harías?

—Llorar y llamar a la gente que más quiero.

—¿Sí entiendes lo que te digo?

Quedo en silencio…

Me acaba de llamar Benjamín. No iba a atender; re-


cordé aquello de no postergar el amor.

98
Domingo, 05 de abril

Retrato/ Autorretrato

Estoy feliz con esta ilustración. Un artista la dibu-


jó observando una foto de mi rostro. Me pareció tan
interesante y dulce que decidí escribir lo que sentía al
mirar(me). Desde hace meses estoy dando ochocientas
vueltas para dar algún paso. A veces, solo salto y me es-
trello, por supuesto. Ahora que logro respirar profundo,
me he dicho: fluye, como las palabras cuando encuen-
tran su cauce sin perder tiempo. Después de un largo
tiempo sin escribir me siento insegura. La ilustración
tiene una frase estampada en la franela: mais en quelque
sorte je suis heureux, en español: pero de alguna manera
estoy feliz. Creo que no se equivoca.

No canté victoria mientras escribí el texto, siento


que es un gran avance después de llevar meses sin po-
der escribir. Aunque puedo volver al inicio, borrar todo
porque no me ha gustado y encontrar la excusa para no
hacerlo, pero tengo mi rostro reflejado en el agua y no
hay nada más sincero que eso. Me escribo:

la de los rulos,

la de mirada lacrimosa,

99
la que ha sido faro y también sombra,

la de las grietas, pedazos rotos, la que se inventa mo-


saicos

y hace arte,

esa que cree en la terquedad de la esperanza,

la que llora con los relámpagos,

la que no pone en duda que el amor nos sostiene,

también soy un ave cuando intento escribir poesía, la


que observa, hace silencio,

canta en versos.

Soy, somos más de lo que vemos y hacemos.

Hay algo dentro intocable que aún conserva la trans-


parencia del mar.

Llega,

derrama(te).

100
Lunes, 06 de abril

Desierto/ Mar

Hoy encontré el mar en el desierto. Maga y Carla


están compartiendo sus experiencias sobre el mar y me
he quedado con una frase que Carla acaba de decir: «se
escribe para volver».

Ahora entiendo

que a este desierto he entrado desnuda,

la poesía me ha arropado,

se ha vuelto pozo

oasis en este lugar seco,

me asomo a él cada vez que tengo sed y me devuelve


la vida.

Y yo que me hallaba perdida

me he encontrado en las palabras,

asomando mi cuerpo al agua,

101
viendo mi reflejo temblar…

No imaginé que la poesía me iba a visitar en este


tiempo que parece deshabitado, así es ella. Llega, como
el viento sin avisar. O como la lluvia, que cuando cae
hace la tierra fértil. Ella llega y se derrama en tu punto
más desnudo. Aunque me cueste mirar las sombras, sé
que, si lo hago desde el amor todo será distinto. Veré
que hay sombras sí, pero es porque también hay luz.
Hoy, sombras y luces se han puesto de acuerdo para
mirarme a través de un dibujo y sentirme habitada por
la poesía. El mar se me sale por los ojos, así que iré a
descansar.

Martes 07 de abril

Día 26/23

No sé qué día es hoy. Siempre es domingo en esta


ciudad desde que inició la pandemia. Reviso el móvil y
el doctor Julio lleva la cuenta en su Instagram. Hoy es
martes, día veintiséis desde que llegó el virus al país y
veintitrés de haber iniciado la cuarentena. No suelo lle-
var secuencia de los días en este tiempo de «encierro»;
sí los meses, las estaciones y los lugares donde pensaba

102
estar antes que ocurriera todo esto. Despierto con la
sensación de ese viaje planeado, estar en primavera en
Ruan, visitar París, comer croissant relleno de chocolate
y ponerme dos abrigos por ser ajena al frío. Despierto
a la realidad, en estos 37 grados centígrados y haciendo
panquecas para el desayuno.

Si Napo me volviera a preguntar qué haría si supiera


que solo viviré hasta mañana, le respondería: no lo sé,
lo que más deseo es ir a abrazar a mi hermana. No im-
porta cuanto tenga que remar por el océano Atlántico
para llegar a ella.

Miércoles, 08 de abril

Nostalgia/ deseo

No tengo precisamente memoria de elefante, hoy mi


nostalgia ha llegado sin permiso y los recuerdos me han
tejido un abrigo. Estoy en el balcón mirando el cielo. Al
apamate solo le quedan unas cuantas flores y los pájaros
cantan como si estuviese amaneciendo. Todo segundo
es un amanecer.

103
Azul enero.

Tengo el cielo de febrero, marzo, abril,

pero desde que estamos en esta ciudad despoblada

ya nada es igual,

no somos los mismos.

Ni bien ni mal,

somos otros.

Ojalá

un poco más humanos.

Jueves, 09 de abril

Descubrir/ dualidad

Este desierto se va haciendo cada vez más hogar. He


terminado de dibujar este colibrí y entre mis papeles
conseguí una lectura del poeta Ernesto Cardenal sobre
los nahuas y la poesía. La dualidad con la que ellos lla-
maban a la poesía era «flores y cantos» y la utilizaban

104
como camino para conocer y llegar a Dios. Comienzo a
identificarme con la dualidad desierto y mar.

Viernes, 10 de abril

Verde/ azul

Empiezo a extrañar los árboles. Siempre que tengo


la oportunidad de estar ante alguno de estos imponen-
tes señores, salgo corriendo a abrazarlos como si fue-
sen esos entrañables amigos que no vemos desde hace
años y de repente aparecen por sorpresa. Recuerdo los
viajes a la capital los viernes, dos horas y media de tra-
yecto. Recuerdo ver desde la ventana del bus el cielo y
las montañas. Verde y azul se fundían. Ahora desde el
balcón solo puedo ver un árbol de ceiba y un apamate.
Aquel árbol llamado Mijao se hace presente hoy en mi
memoria. Quizá echo de menos contemplarlo después
de haber recorrido diez estaciones de metro, recibir
unos cuantos empujones en cada parada y no ver otro
color sino el gris. La serenidad de ese árbol siempre me
esperaba antes de entrar a los talleres de lo que hoy, me
calma la sed.

105
El semáforo en verde,

cruzar la avenida,

perderme en el reloj que nunca marca la hora.

Quitar las cadenas

entreabrir el portón.

El silencio se asoma para darme la bienvenida

y unas hojas caen para llenarlo.

No pienso ceder al vértigo sin antes mirarte desde


abajo.

Después de correr

me esperas,

Mijao.

106
Domingo, 12 de abril

Feliz cumpleaños, papá

Es Pascua. Veo el calendario y ha coincidido con la


fecha de tu cumpleaños, papá. Tenía en mente preparar-
te una torta de chocolate y maní, sé que te encantaban
los postres. Este desierto me recuerda que no estás, hu-
manamente. Una vez un médico me preguntó: ¿Crees
en la vida eterna? (haciendo referencia al poema los en-
cuentros de un caracol aventurero de Federico García
Lorca). No sabía qué responderle en ese momento. A
veces me cuesta, le dije, nada más. Tal vez, para ese mo-
mento no había tenido la experiencia y la sensación de
cuán cerca está mi papá y lo frágil/fuerte que me vuelvo
cada vez que pienso en sus palabras.

De nuevo acostada en tu sofá, recuerdo con detalle


tu forma de reír, tus ojos profundos, tu lectura serena.
Cuánto desearía tenerte aquí. Nacerían flores en este
desierto y se abriría paso para que inunde el agua este
vacío. La muerte es un tema que trato de evitar, inten-
to racionalizarlo y explicar el porqué de su existencia,
pero siempre termino sin respuestas y llena de miedo
al saber que es algo imparable, es parte de la existencia.
Por eso soy esquiva con la muerte. Estos seis años sin ti

107
han sido difíciles. Y hoy, que podría ser un día festivo,
el sofá ha empezado a navegar en este desierto. Tu frase
la tengo grabada en el pecho: lo más importante es tu
felicidad.

Y recordé entonces una frase del cuento de Glenn


Ringtved, donde la muerte le dice a los niños que están
tristes porque su abuelita está muy enferma: Llora, co-
razón, pero nunca te rompas. Deja que tus lágrimas de
dolor y tristeza ayuden a comenzar una nueva vida. Y
esa vida es la que se está gestando en este encierro.

No llevo el hilo de los días,

pero si me preguntan qué día es hoy

diría que hace setenta y siete años nació un artista

que dejó un cuadro sin terminar y

unos versos rotos que volaron sin ser pronunciados.

No he aprendido a echarte de menos

y por eso me siento en tu sofá.

108
Los libros aún tienen tu olor,

y yo, sigo tomando el de las estrellas

para ver si por las noches puedo conseguir a la Osa


Mayor, a Cefeo o Draco.

No las encuentro.

Hay tanto humo.

Solo respiro cenizas,

vestigios de tu presencia.

Tengo tus fotos en el cajón,

un Padrenuestro escrito con tu letra

y la memoria de un abrigo hecho piel

que me arropó cuando tú morías de dolor.

Tengo tu risa, miedos, historias,

cada una guardada en las pinturas

ahora inmóviles en la pared.

109
Se hizo noche mientras escribo, papá,

y ahora sé que existes

fuera del tiempo.

Lunes, 13 de abril

Florecer/ hogar

A veces es necesario sentir la arena en los pies, sen-


tir frío debajo del sol, vivir la brisa como si fueses un
pájaro que no sabe volar. No pasa nada. Voy viviendo
cada vez más serena en esta casa que antes era solo un
terreno deshabitado. Ha llegado el mar desde hace días,
tengo un pozo donde puedo beber palabras y derra-
marlas, donde puedo ir con mi desnudez sin temor a
perderme de nuevo porque ahora sé que es mi hogar.
Me hace florecer y de vez en cuando regar con lágrimas
lo que voy descubriendo.

¿Quién disfrutaría el mar si no ha pasado antes por


el desierto? ¿Quién anhelaría el agua si nunca ha tenido
sed?

110
Arlet Palestina

nació en Apizaco, México, en 1994,


y pasó su confinamiento en Tetla de la Solidaridad, México

111
De aquí para allá-s, de mí para nosotras.

7 de abril de 2020

Querido diario:

Hola, me llamo Arlet y tengo 22 años, mucho gusto.


Me explico. No había escrito un diario desde que era
una puberta, así que ya perdí el contacto y la práctica.
El presente nace con el propósito de hacer algo más
que lo que debo hacer en este tiempo de limitaciones
en múltiples sentidos. Es un intento de pensarme y
desahogarme contigo, y al mismo tiempo, un temeroso
esfuerzo de contar, a través de mí, otras vidas, sentires e
historias que merecen ser enunciados.

Dicho lo anterior, te platico de mis días.

Desde que comenzó la cuarentena he pensado mu-


cho. Mis pensamientos se manifiestan como hilos
mentales, en lo que constantemente me enredo. A veces
se mezclan con mis sentimientos y la cosa se complica

112
más. Desde que comenzó la cuarentena, empecé a re-
flexionar sobre qué quería hacer. En el país, muchos,
que no se ven obligados por distintas condiciones so-
cioeconómicas, andan en la calle. Yo no los voy a lla-
mar «ignorantes», como muchos lo hacen, solo aludo
al asunto para decir que pude ser una de ellos. Dos ra-
zones hicieron que me autoaislara: querer cuidar de mi
familia, y querer cuidar de mi gente. Mi gente, la que
todos los días se parte el lomo trabajando para tener
qué comer, por lo que no puede quedarse en casa; la que
tiene que ir a joderse y no tiene una salud óptima; la
que no puede enfermarse, y si lo hace, es probable que
muera; a la que le va a pegar más la pinche crisis. Por
ello, decidí pasar la cuarentena en casa de mis padres y
en el pedazo de vida que todavía tengo aquí.

Estoy en el campo, en un pequeño, muy pequeño


pueblo, donde la gente es mayoritariamente campesina,
obrera y, muchas mujeres hacen trabajos de cuidado y
de creación, recreación y mantenimiento del hogar. Al
principio los objetos y los lugares me contaban histo-
rias, me llevaban al pasado, al terreno de los recuerdos,
donde había deseos, sueños e ilusiones, sin embargo,
también dudas, problemas, traumas, miedos... El encie-
rro, para mí, desde hace varios años, es sinónimo de

113
tortura, y algo contrario a mi pretendida forma de vivir.
Peor aún pensar en que estoy obligada a ello, porque soy
una persona que intenta romper y desobedecer lo esta-
blecido. Esto ha resultado en que despierte feliz y luego
termine deshecha. Siento lejos mi nueva forma de vivir,
que ya casi es toda mi vida. Siento lejos mi privacidad
e independencia, y cerca las ausencias y la dificultad de
volver a convivir con mi familia. A esto se suman los
conflictos con un amigo al que quiero mucho, pero con
el que había estado discutiendo por chat varios días.

Por fortuna, el domingo me rescató; mi familia y yo


fuimos al cerro, desayunamos y cortamos nopales. Por
un tiempo olvidé la pandemia, las muertes, la miseria y
el aislamiento. Luego volví a casa.

8 de abril de 2020

Querido diario:

Sabes, no sé si lo mío es un «auténtico» aislamiento,


es decir, todos los días mi hermano y yo damos un pa-
seo por mi pequeño pueblo (aproximadamente 6 cua-
dras de largo y 6 de ancho), la caminata dura entre 30 y
60 minutos. Sin embargo, no conocemos personalmen-
te a muchos en el pueblo, y cuando salimos, parece que

114
viven otra vida, y en otro pueblo, donde no hay cubre-
bocas, alcohol o gel antibacterial.

En general, los límites me ponen mal, ya van dos


veces que trato de correr para deshacerme de la idea de
ellos.

Asimismo, debo decir que cada vez son más cons-


tantes la ansiedad y la tristeza. El primer día fatal fue
cuando vi lo que ocurría en Ecuador, después siguie-
ron los días cuando más me molestaba y chocaba con
mis padres, sentía ganas de irme lejos y olvidarme de
ello. El posterior día terrible fue cuando el amigo que
te comenté y yo dejamos de hablar definitivamente, y
bueno, no era cualquier amigo. Era de esas personas
que quieres siempre cerca, siempre en tu vida, y que
crees que lo que tienen vale verdaderamente la pena. A
continuación, en días más cercanos, entre divagaciones,
me he sentido impotente en variadas formas, soy crea-
tiva para hacerme daño. Primero, los horarios que no
puedo cumplir, luego mi siempre manifiesta soltería, y
de ahí, mis problemas para relacionarme afectivamente,
mis inseguridades y el «amor romántico», que no logro
sacar de mi cabeza. En tercer lugar, las metas y com-
promisos que no he cumplido, en cuarto, mi creciente
dependencia a las redes sociales. Existen mil maneras

115
de hacerte chica frente a todo, de hacer peor lo que ya
de por sí es malo.

Hoy llegué al límite, quería gritar que ya no soporto


los márgenes y que tomaré el transporte público e iré a
otro lado. No pasó.

¿Cómo hacer mi vida entre paredes? Debo construir


mis aventuras, objetivos y convivencias entre la mesa
y la estufa, entre los sillones y mi cama, entre el baño
y el jardín; y soy afortunada, aquí hay jardín. Debo ser
la mejor compañía para mí misma.

P. D.: Tengo que confesar que me sorprende lo rápi-


do que fluyen mis palabras, creo que te necesitaba.

9 de abril de 2020

Muy querido diario:

Desde hace un par de años sueño pesadillas todas las


noches. Desde que comenzó la cuarentena, sueño que
me voy a donde está mi nueva vida, donde estudio, a la
Ciudad de México.

Los días y las noches parecen iguales. Pero hoy fue


distinto, hoy fui mi mejor compañía. Hoy llegué a creer

116
que de verdad podré con el aislamiento, que soy capaz;
dejé atrás los enredos mentales y pensé que merezco
paz, paciencia y esperanza. Hoy grabé un video como
respuesta a una convocatoria feminista para leer poesía
escrita por mujeres. Me sentí tan fuerte, quería expre-
sarme como una mujer, sin estereotipos, y quería que
se escuchara mi voz, que conmoviera corazones. En este
periodo de cuarentena, me he destapado como el es-
tuche de monerías que solía ser. Mi cuerpo se encuen-
tra limitado, mas mi creatividad vuela. Estoy haciendo
cosas para las que, desde mi temprana adultez, «nunca
tuve tiempo». Soy tan yo… Aunque luego me desdibuje
entre publicaciones, fotos y likes. Ayer, sentí la necesi-
dad de “compartir” en «mis historias» todo lo que hacía,
entonces pensé en algunas burlas hacia las personas de
mi generación. «Publico, y luego existo».

¿Necesito que me vean? Para afirmarme existente y


viva, y si nadie puede verme en persona, ¿debo publicar
una foto para que todos sepan que sigo ahí?

Hoy también peleé con mis padres. Somos tan dis-


tintos. Mucho de lo que ellos piensan, dicen y hacen,
con orgullo lo veo lejano de mí. Sin embargo, a la vez,
somos tan iguales. Compartimos rasgos apreciables,
pero igual, arrastro algunos de sus problemas, malos

117
hábitos, fallas e inseguridades; es otra forma de estar
limitada. A veces, afligida, deseo remarcar la línea entre
nosotros. Deseo decir: ¡Somos distintos! ¡No pueden
decirme qué ser! ¡No pueden meterse en lo mío!, ¡en
mí!...

Aunque, con franqueza, igual quisiera estar con ellos


cálidamente. En medio de la cuarentena, de la pande-
mia y el desplome de la vida como la conocemos, esta-
mos pasando, por primera vez, mucho tiempo juntos,
uno de mis más grandes anhelos en la niñez.

¡Cuánto me atraviesa!

11 de abril de 2020

Muy querido diario:

Ayer fuimos al cerro otra vez. Creo que es la manera


de mis padres de intentar algo diferente. Lo que me
pasa con el campo es que me llena de fuerzas. El campo
es vida y esperanza.

Si en mi pueblo no se ven cubrebocas, alcohol o


gel antibacterial en las calles, en el cerro no hay con-
tagios ni coronavirus. Un nopal tenía muchas tunas
en flor, una víbora tomaba el sol y mis ojos no mira-

118
ban fronteras. Aquí en el campo, el desasosiego no
puede ser tan aterrador como en la ciudad, aquí te-
nemos maíz.

Ayer también pensé en la dificultad de trabajar «en


casa» en un contexto así. En mi caso estoy (intentando)
cumplir con mi servicio social y cursar unas materias en
línea. La verdad, me parece despiadado. ¿Cómo podemos
estudiar o trabajar desde casa, a la par que vemos noticias
e informes del gobierno, y recibimos mensajes y llama-
das terribles? ¿Cómo puedo sentarme a leer sobre el signo
lingüístico de Saussure? ¿A quién se le ocurrió algo tan
inhumano? El miedo, la tristeza y la incertidumbre flotan
en el aire.

Desde mi afortunada condición pienso en las mujeres


que son madres y que ya tenían una doble jornada de la-
bores. Ahora, tienen el doble trabajo por tiempo completo,
madres y empleadas 24 horas al día. Vienen a mi mente las
mujeres violentadas por sus familias o parejas; las mujeres
que no se pueden sentir de ninguna manera en casa. Y es
que, de acuerdo a los estudios feministas, la construcción
de nuestro género nos lleva a ser, en general, más empá-
ticas y sensibles, pero los hombres reaccionan con enojo
y agresividad frente a lo que los perturba. ¿Será peor un
virus que estar exhaustas?, ¿que el maltrato y la constante

119
amenaza de muerte? Parece que no hay escapatoria.

Al reflexionar con mayor profundidad, enuncio a las


mujeres que salen día a día a las calles con temor e in-
certidumbre. Ya lo dijeron muchas y muchos (pensado-
res, analistas y periodistas), la pandemia sí hace distin-
ciones, y son de clase, las encarna. Todo está diseñado
para que la vida de unas y unos valga menos que la de
otras y otros. Esto me lleva a considerar que poder es-
cribir «diarios del encierro», si bien, no es un privilegio
de clase, es casi siempre una ventaja. En otros tiempos
los derechos en cuestión son otros; sin embargo, hoy,
son el derecho al aislamiento, y por ende, el derecho a
la salud, como expresiones del derecho a la vida.

12 de abril de 2020

Mi muy querido diario:

Desde el viernes me he ocupado haciendo pendien-


tes del servicio, no obstante, no me siento tan bien. En
mi cabeza resuena lo superficiales que pueden ser las
palabras y las interacciones en un medio virtual. ¿Cómo
es posible que causen pensamientos y sentimientos?

En distintas partes del mundo usan grandes trans-

120
portes para recoger a los cadáveres y han cavado fosas.
Parece que vivimos una guerra, no obstante, no lo es
tanto. Hay guerras en las que todos pierden (aunque de
forma desigual), como en la pandemia; pero siempre se
lucha contra algo que se hace material en cuerpos hu-
manos. Hoy no luchamos contra nadie, a pesar de que
hubo quienes contribuyeron a que esto sea tan brutal y
atroz, ni buscamos obtener riquezas, territorios, poder.
Hoy solo queremos poder sobrevivir y el enemigo no es
humano. La Modernidad y sus mitos se caen de cabeza,
otra vez. El hombre (el varón) no lo controla todo. Y
constantemente lo arruina.

Siento que me estoy acostumbrando a la pandemia, a


las muertes y a las crisis. A veces solo escucho números.

Después de pensar que rápidamente había olvida-


do y dejado de sentir dolor por la amistad que perdí,
comencé a extrañar. Nunca he entendido qué extraño
de Jugador. Siempre dudé en considerarlo un amigo
tan cercano, a pesar de que lo sentía, porque nuestra
amistad se desarrollaba, en gran medida, por medio de
mensajes, notas de voz, y muy ocasionalmente, llama-
das. Ahora todas mis relaciones son así, menos esa que
ya no existe. ¡Vaya ironía!

121
Lo más triste es que he descubierto que, cuando más
me duele lo roto, no me duele que Jugador ya no esté
en mi vida. Fruto de mis introspecciones, sé que lo que
más me hiere es pensar que se alejó de mí porque llegó
a conocerme, y en verdad, pocos me conocen de forma
tan cristalina, tan sin esfuerzos míos de ser algo; y no le
agradé, al contrario, lo ahuyenté. Repeler es la palabra.
Y en consecuencia fatal, lo que me lastima con mayor
fuerza es creer que la amistad —pero siendo más sin-
cera, yo— no haya valido lo suficiente para él. Lo sufi-
ciente para repensar la situación, para disculparse, para
plantear opciones; porque para mí él sí lo valía.

Mi diario, no te equivoques, no pienses que después


de esa pérdida, solo pienso de forma pesimista sobre lo
que pasó. Mis reflexiones igualmente me han llevado a
caer en cuenta de que alejarnos fue lo mejor. Las femi-
nistas lo decimos, pero ¡cuánto cuesta aplicarlo! Si no
hay empatía vete, si no respeta tus emociones vete, si te
hiere de forma profunda y en lo más íntimo vete, si es
cruel vete, si no se comunica vete, si no te escucha, vete.
Aplica para todo tipo de relaciones.

Sinceramente, ahora me siento tranquila, y seguro


Jugador también, los dos tuvimos que irnos hace tiem-
po.

122
Ahora caigo en cuenta de que los hilos mentales son
más cortos y ya no se enredan, eso me hace menos in-
feliz y más fuerte. Otra cosa que percibo es que aquí y
ahora no estoy muy sola, es decir, en la Ciudad de Mé-
xico, a veces me siento sola, y constantemente lo estoy.
Me encuentro en mi cuartito ordenando, escuchando
música, leyendo, y sola. Luego comprando la despensa,
tallando la ropa, haciendo la comida, y sola. Aquí veo
todo el tiempo a mis padres y hermano. Hay días en los
que deseo con ansias volver a estar sola.

13 de abril de 2020

Querido, y muy querido diario:

Encontré otra ironía. Cuando estoy afuera, en el


pueblo no hay coronavirus ni pandemia, es una burbuja,
un «afuera» que está «adentro», aislado; pero cuando es-
toy adentro, en casa, a través de internet veo lo que pasa
con mis amigos, familia y en el mundo; y aislada, me
siento afuera. Las dimensiones espaciales tambalean en
mi cabeza, ¿o en la realidad?

Hablando de afueras, hoy más que nunca me nece-


sitan afuera y yo necesito estar afuera. La impotencia es
abrumadora. La gente enferma y muere; las empresas

123
despiden a diestra, y sobre todo, a siniestra; una a una,
algunas cosas colapsan, y otras se fortalecen, como la
violencia contra las mujeres dentro del «hogar». Y lo
mejor que puedo hacer es quedarme en casa.

No puedo. Jamás pensé que la inacción combatiera…


No obstante, no combatimos, tratamos de sobrevivir en
una lucha pérdida.

Hoy por fin comencé a captar las dimensiones de


lo que está pasando. Cuando lo hice me mareé y me
surgieron unas instantáneas ganas de llorar. Aquí, en
México, todavía no llegamos a lo peor. Parece que nadie
en mi pueblo está infectado. Mas, como dice una de mis
profesoras: «El mundo se está desmoronando». Ella es
ecuatoriana.

Hoy no lloro por mí, lo más probable es que esté


bien. Mis papás trabajan en un instituto del gobierno
y, por el momento, sus empleos están asegurados. No
sé qué pase después, ante la prevista gran crisis eco-
nómica, tal vez les bajen los sueldos, que de por sí, no
son altos. Sin embargo, yo estaré bien. Como dice mi
mamá: «lo importante es tener de comer, unos frijoles,
tortillas, sopa, lo que sea». Lo que me duele en el alma
son mis compañeras y compañeros de clase social. La

124
mujer madura que vive sola y se mantiene con lo que
vende en su tiendita, y paga renta; la madre soltera que
corrieron de la empresa a la que le ha dedicado años, y
le pagaban por contrato; mi tía, a la que en esta semana
se le acaba el contrato laboral; los padres de mi amigo,
que salen a trabajar por sueldos míseros y viven al día;
mis primos-vecinos, que consiguen su sustento de la
siembra y crianza de ganado, y reciben apoyos del go-
bierno.

Tengo miedo.

Tengo miedo por ellas y ellos, por su futuro, y el mío,


cuando mis padres dejen de mantenerme. Reflexionan-
do así, sin amortiguadores, a lo crudo, ¿a quién enga-
ño? Las crisis económicas dejan enormes secuelas, pro-
blemas que duran años; más en un país dependiente y
que pertenece al que llaman «tercer mundo». Tienen
razón, es otro mundo, en el que la pandemia arrasará
con todo…

Hoy lloré porque la señora que vende papas en la calle


de cualquier lugar, ya no tiene clientes. Lloré por la que
vende sombreros, igual en la calle; lloré porque ahora ya
nadie le compra, pero luego de la pandemia, tampoco
lo harán, solo se gastará en lo indispensable, lo que nos

125
mantenga vivos, medio vivos, o lo que prolongue nuestra
muerte. Hoy lloré por las y los migrantes que llegan a
México, a los que siempre tratan con desprecio y a gol-
pes; hoy lloré por las y los que ya vivían en las calles, los
que nacieron con el mundo desmoronado. Hoy lloré por
las y los que fallecen, las y los que morirán, y las y los que
trataremos de (sobre)vivir. Hoy lloré por el egoísmo y
el individualismo. Esto no debería ser un «sálvese quien
pueda», sino, un «salvémonos entre nosotros», o al me-
nos, un «mantengámonos a flote, juntos».

Estoy pensando en otra cuestión, esta vez de mi


generación. Cuando tenía 8, 9 y 10 años, aproxima-
damente, leía revistas de ciencia para niños. En varios
artículos se hablaba del cambio climático, sus causas y
consecuencias, y lo mismo de la contaminación. Desde
infante sospeché que mi futuro no parecía tan promete-
dor. Cuando leía los artículos me inundaba el temor…
Me imaginaba el mundo tal y como lo leía, sin embar-
go, las fechas de la futura fatalidad parecían lejanas….
2050… 2100. Por otro lado, cuando iba a la escuela
siempre nos decían: «Las cosas están difíciles en el país,
pero cuando ustedes crezcan, lo serán más», y añadían:
«por eso estudien, para que tengan mejores posibili-
dades». La angustia me oprimía el corazón. Siempre

126
escuche discursos de ese tipo, aunque también escucha-
ba: «Eres brillante, inteligente, talentosa, responsable,
comprometida, llegarás muy lejos». Les creí, y también
creí en los cuentos del capitalismo: «Lo resolveremos,
lo resolveremos con tecnología».

Personas mayores que nosotros se preguntan por qué


muchos estamos tan deprimidos. Yo les diré por qué.
Muchas y muchos de nosotros no tenemos esperan-
za, no podemos pensar en algo mejor. Nos la pasamos
ideando formas de conseguir el sustento, de salvar el
amor y de hacer amena la desgracia. En México sabe-
mos, las y los jóvenes somos más, competimos y compe-
tiremos sin piedad por empleos mal pagados, y al final
de nuestras muy jodidas vidas, no nos vamos a jubilar.

Bueno, ahora será peor. Después de la inesperada


organización de jóvenes frente al sismo del 19/09/17
en México, un profesor comentó que los jóvenes tenía-
mos hambre de historia… En realidad, tenemos ham-
bre de tiempo sin reloj, de buenas noticias o al menos
de sentir dolor sin ser productivos; tenemos hambre de
(una mínima) posibilidad de cambio, de (una mísera)
capacidad de cambio, de un mañana menos funesto, de
esperanza...

Mas la canción solo tiene notas tristes…

127
14 de abril de 2020

Querido, y muy querido diario:

Ayer hice algo distinto. Fuimos al pueblo de mi


mamá porque tenía que firmar un papel. Fuimos en el
coche y nos bajamos hasta que estábamos en su parcela.
Salir del pueblo me impactó. En casa, tienes escenas en
tu cabeza de lo que has vivido, de a dónde has ido y de
la gente que conoces, empero, ya no ves nada de eso.
¿Quién te asegura que es cierto...? De repente las imá-
genes vuelven, sin embargo, ahora a tus ojos. Para mí, el
mundo físico, ya era mi pueblo, se habían desgastado mis
nociones de sus verdaderas dimensiones.

¡Qué grande es el mundo! ¡Y qué pequeños somos!


Al instante me invadió el miedo. ¿Cómo sería volver
a salir después de la cuarentena e irme a la Ciudad
de México? En casa de mis padres lloro, me siento
incómoda y ansiosa, la pandemia y sus consecuencias
me deprimen, no obstante, es un lugar confortable, en
el sentido que no me esfuerzo mucho en varios asuntos
(sin tomar en cuenta lo emocional). No me preocupa
peinarme, siempre hay comida y despensa, no hay que
trasladarse, ni siquiera que socializar. Salir al mundo es
encararlo de nuevo, hasta volver a sentirse parte de él.

128
Hoy pasó lo siguiente: le di un trago al cloro diluido
sin querer. La forma en la que sucedió está de más, en-
tre mi descuido y el de mi papá, pero me asusté mucho.
Siempre me ha dado miedo vomitar y más provocarme
el vómito, hoy lo hice sin pensarlo. Quería ir al doctor,
sin embargo, mis papás no querían porque realmente
el cloro estaba muy diluido. Lo que no dijeron es que
también les daba miedo llevarme, ya que aquí, en Mé-
xico, ha habido varios brotes del virus en hospitales y
clínicas. Me intenté provocar el vómito cuatro veces y
me lavé los dientes en dos ocasiones, luego me calmé
un poco. Llamamos a una doctora que conocemos y
aseguró que no necesitaba ir a consulta, el cloro solo
irritaría mi mucosa gástrica. Fue un evento que me sacó
de golpe de la cuarentena, algo totalmente inesperado y
aterrador. No obstante, dentro de mi mala suerte, tuve
buena suerte.

Hoy igual vi las fotos de Benny Lam sobre la vida


de muchas y muchos en Hong Kong, lo vi en una pu-
blicación que refería a la forma en la que estas perso-
nas pasaron la cuarentena en China. Miseria, injusticia,
violencia, negación de humanidad, es lo que vino a mi
mente. Nadie debería vivir en una caja, nadie debería
comer al lado de donde defeca. Este mundo, por cómo

129
está pensado y organizado, es una mierda, es mierda
pura, pura mierda.

Tan mierdero que, lo primero que pensé es: ¡Qué


privilegiada soy...!

¿Se le puede llamar privilegio a que tus padres estén


endeudados? ¿A que en ocasiones las cuentas no salen y
hay que priorizar gastos? ¿Se le puede llamar privilegio
a que lleven tantos años trabajando para un instituto
con el objetivo de tener una mediocre jubilación? ¿A
que laboren horas extra, no remuneradas? ¿Se le puede
llamar privilegio a tener un coche que se compró
seminuevo (o semiusado) hace más de 10 años y que
se para de repente, en cualquier lugar, porque algo no
le funciona bien, tres veces al mes? ¿Se le puede llamar
privilegio a que mi padre había abierto un muy pequeño
negocio de renta de sillas y mesas para fiestas y a sus 60
años tenía que cargarlas porque sin el pequeño negocio,
las cuentas salen menos? ¿A que por esta razón se
lastimó la espalda?

En mi caso, en la Ciudad de México. ¿Se le puede


llamar privilegio a vivir en un departamento en el que
no entra la luz del sol? ¿A ir a hacer las compras e ir
sumando, y llegar al momento de pensar «no me alcan-

130
za, tengo que dejar algo, lo que necesite menos»? ¿Se le
puede llamar privilegio a que cuando te enfermas tienes
que esperar a que estés a punto de morir para que te
atiendan en el servicio de salud público o ir a una clíni-
ca en la que te cobran $40? ¿Es un privilegio haberme
jodido toda la vida para poder entrar a «La Mejor Uni-
versidad de mi país», y así, tener oportunidades que me
proporcionen algo de calidad de vida? ¿Lo es seguirme
jodiendo para mantenerme en ella a pesar de lo que he
pasado?

Ya estoy llegando al final de este diario.

Pienso que mis narraciones no son precisamente las


de una mujer, pero es que hay que romper el contenedor, el
rol; habemos mujeres, en plural. Y yo no soy solo mujer,
soy de la clase trabajadora y soy latinoamericana. Soy
provinciana de herencia campesina, lectora, escritora
sin título, poeta que no pidió permiso, denunciante de
injusticias. Soy una soñadora a la que le cortaron los
sueños, y las alas.

mas no las alas.

131
No sé cómo terminar un diario, los diarios no debe-
rían terminar, aunque sin duda no siempre deberían ser
públicos.

15 de abril de 2020

Diario compañero:

Hoy hay 5 847 casos confirmados y 449 muertos en


México.

132
Aurora H. Camero

nació en Bogotá, Colombia, en 1994


y pasó su confinamiento en Madrid, España

133
Confinada por largos períodos a un régimen minu-
cioso de aislamiento, puedo decir: esto ya lo conozco.
Sin embargo, tengo miedo. Hay momentos del día en
que siento que mi calma se deforma, voces invasivas y
escenas dolorosas que se arremolinan en la mente como
paisajes claustrofóbicos. Es una niebla, es un velo, lo
que hay detrás de la pesadilla ya lo conozco y no quiero
regresar allí. Así que escribo para recuperar la calma.
Escribir estas palabras aleja malos pensamientos. Es
curioso, ya no siento la misma aprensión por mi diario.
Supongo que nadie quiere un corazón mezquino. Mu-
cho menos cuando no lo necesitamos.

23:14 h

El sol me quema a través de la ventana. Mi cocina


tiene grandes ventanales que dan al exterior. Desayuno
en compañía de las plantas cuyo cuidado me encargó
N. N está en casa de sus padres y permanecerá allí hasta
el martes. Rezo para que sus días sean tranquilos. Rezo

134
para que los míos también. Me muevo entre mi cuarto
y la cocina. Casi no uso el salón. Hay poca luz en el
salón y prefiero el contacto del día. Detesto los días pá-
lidos donde la luz es una huella enfermiza. Prefiero el
sol potente que me obliga a vivir. Me levanto, riego las
plantas, vuelvo a sentarme. En el edificio de enfrente
conversan mis vecinos. No me siento sola, la soledad
no es un problema. Estoy demasiado tranquila, aunque
mantengo mis dudas. La luz me da confianza y me afe-
rro a la ventana como a un árbol de vida. Mi corazón
quiere luz y yo sigo en cautiverio. —Riega mis plantas,
dijo N. Las cuidaré hasta que regreses.

13:35 h

Mis costumbres han cambiado. Ahora no duermo.


Mis ojos vacíos como un monje reciben sin furor el día.
Mañanas frías, mañanas calurosas. Semanas encerra-
da… ¿estoy despierta? No, como un monje no. Como
el paisaje que perdió la fugitiva, unos ojos sin color, mi
impermanencia. Cambian las costuras, pero un viejo
hábito nos vicia. ¿Qué vas a hacer con tanto tiempo por
delante?

135
18:59 h

Quieres unos pechos. Quieres un cuerpo más pro-


porcionado. Aunque solo tú lo entiendas, quieres cas-
trarte. No es suficiente, y la cultura dice que tienes que
amarte, esto que deseas es una imposición. ¿Cómo ar-
gumento que no es suficiente? Que me siento incómo-
da en mi cuerpo, desplazada. Que no puedo ignorar mis
prejuicios, que no me pertenece. Quizás solo otra como
yo entienda, aunque sería inocente pensarlo. Antes de
la cuarentena ya estaba aislada, llena de miedo. A veces
mi cuerpo es un impedimento para salir, por eso huyo.
Honestamente no odio el mundo, tengo una esperanza
como un témpano invencible. Quizás por eso me atra-
ganto. Mi problema no es el ser, sino mi cuerpo. Las vo-
ces atentan contra mi cuerpo, buscan una entrada. Soy
incapaz de mirarme en el espejo. Me he convertido en
mi propia detractora. El problema es que mi alma vive
en cautiverio. Este cuerpo no es el tuyo, y amas más la
enfermedad… Quieres unos pechos. Quieres un cuerpo
más proporcionado. Te sientes culpable de tu vulnera-
bilidad. Niñita castigada, avergonzada de su pene. Es
momento de que vuelvas al armario.

136
01:09 h

Lo verdaderamente doloroso es quedarse atrás. Per-


der tu adolescencia en el armario. Y aún peor: no saber
que existes. Vivir con una rabia cuyo origen desconoces.
He aquí tus costuritas, tus recuerdos remendados. El
castigo de la niebla: tu cuerpo de esbozos. Incapaz de
revertir los cambios, el tiempo pasa y ella crece como
un niño. He aquí el epicentro del desastre, esta es tu
pesadilla. La mala sangre que te trepa cuando piensas
en ti misma, tus demonios personales.

16:41 h

Surgen en las interrupciones. De mis problemas de


vejiga y la falta de descanso. Surgen cuando quiero estar
sola. Me miran desde el fondo mientras escribo. Voces
que dicen eres deforme. Voces que te hostigan, (perma-
neces encerrada). Estas voces en tu mente todo el día,
no te dejan descansar, se reproducen. Forman sus nidos
y envenenan tus palabras. Inventan tu dolor para que
escribas. Infestada… infestada… nosotras seremos tus
hijas… Han encontrado la manera de volverse indis-
pensables. En tu vientre se acumulan, dependiente de
sus pequeños corazones, madre adicta. Reescribo. Re-

137
visito. Dos veces atrapada. Las voces se imponen y no
puedo dormir.

02:54 h

Mi pensamiento coartado. Mi escritura coartada.


No encuentro calma. Sobrevivo en estas líneas. Soy mi
único relato. Soy la oyente y la huérfana que se miente
a sí misma. Soy la casa y el recuerdo de un muchacho
invisible. Su hija de humo, yo soy la huyente, susurran-
do todo el día: no puedes respirar… Voces que te in-
movilizan: estás castigada. Voces que te pudren: esta es
tu ira. Los vigías interrumpen tu descanso. (Palabras
como pequeñas ablaciones). Estas escenas humillantes
del pasado. Una vida que pierdo para siempre. Rostros
familiares desaparecen del relato. Mi corazón conoce
nuestro crimen.

10:33 h

¿Por qué te vuelcas en esto? ¿Qué es lo que intentas


decir? Palimpsesto sobre palimpsesto, ¿te das cuenta
de que es un capricho? Somos almas caprichosas, ha-
blamos para sobrevivir. ¿Qué es exactamente lo que

138
sientes? Palabras imprecisas, idiomas imprecisos, para
escribir estás equivocada.

19:55 h

Me cuesta darle un orden a las cosas. Todo lo que


escribo, incluso este diario, me viene por fragmentos.
¿Cuándo escribiré una página sólida? Le pasaba a Lis-
pector, le pasaba a Pizarnik. Mi poema empieza de-
trás de lo que escribo. Las palabras me impiden hablar.
Solo existo mientras escribo, mientras. El resultado es
el residuo de mi incapacidad de vivir. Si tuviera discipli-
na, ¿yo también sería sólida? Siento que mis preguntas
surgen del aire y regresan al aire. Escribo porque es-
toy acorralada. Escribo muchas veces, me repito. ¿Mito
personal?, ¿falta de estilo?, ¿autoplagio? Estoy obsesio-
nada por lo que no puedo decir. Corrijo, amputo, soy
una cirujana enfermiza. Reescribo hasta que no quedan
palabras. Minuciosamente, deliberadamente, censurán-
dome a mí misma. Reproduzco la labor que cumplimos
las mujeres.

139
04:12 h

No estoy aquí. Este cuarto no existe. Ocho años.


Ahora: perdieron asidero. Has vuelto a fumar. Los días
están llenos de humo. Anestesia, anestesia… (tu cora-
zón pide a gritos). No comes, no duermes. Desapareces
con el humo. Tu forma es la impaciencia. Tus ángeles
suspiran desesperados. ¿Qué luz vas a arrojar con un
corazón mezquino? El mundo se nubla entre mis de-
dos, pertenezco al humo. Soy la hija asintomática del
tiempo. Soy la hija patológica que huye. Esto que leen
son mis pasos. He vuelto a casa. Mi casa es la niebla.
La niebla me abraza.

01:51 h

Mi soledad no la desprecio. Acepto su forma. Hay


vidas dulces y sonoras entre los edificios. Mi soledad es
la prueba: no pido nada. Mi soledad es el espacio donde
nombro los objetos. Sola escribo. En soledad llevo mi
vida. La escritura es algo que perdemos. Escribo para
recuperarme. Visito en mi escritura el cuerpo donde
no crecí. Sola frente al texto construyo mi imagen. Yo
soy la mano que me autoriza a vivir. Así, he elegido
mi soledad por encima de todo. No quiero que nadie

140
me toque… no quiero que nadie se acerque… No estoy
preparada.

02:40 h

Como a la fuerza. Como porque puedo enfermar.


Pero aborrezco la comida. Llena de repulsión. Arcadas
con cada trozo. Si no tuviera que comer… si pudiera
convertirme en una línea… Desaparecer… desapare-
cer… sin dolor, sin ruido…

09:12 h

Lo que escribí ayer… ¿De dónde me viene tanta


rabia? Es cierto que no estoy cómoda en mi cuerpo.
Es cierto que estoy a tiempo de cambiarlo (aunque me
diga que ya es tarde). ¿Pero volver a lastimarme? An-
tes me cortaba, pequeñas y profundas cicatrices, con un
escalpelo, muslos y brazos. Después fueron golpes, mi
rostro hinchado, historias que inventaba en clase para
pasar desapercibida. Malos hábitos, por mucho tiem-
po, a los que me fui acostumbrando. ¿Entonces esto es
lo nuevo? Te levantas con la determinación de desayu-
nar y tan pronto pisas la cocina asumes que no puedes.

141
Hace unos días comías fresas allí, ¿qué ha cambiado?
Tu estómago se lleva la peor parte: calambres, estra-
gamiento. Entonces no lo romantices. Un dolor real,
tangible como un filo, el dolor de un órgano estropea-
do. También problemas de vejiga derivados del ayuno,
decaimiento e irritabilidad. Pero esa rabia, su proceden-
cia, es más profunda. La llevo conmigo desde que era
pequeña. El encierro la exacerba, por eso fumo, para
callarla. Pero hay noches que me asfixio, por unos se-
gundos estoy enterrada, y palpo mi cuerpo igual que
un ataúd. No puedo huir de esta rabia. Solo la lluvia la
alivia. Los días que no llueve intento sobrellevarla. Yo
necesito mi cuerpo. Es lo único que pido.

20:52 h

No es rabia, es miedo. Estoy aterrorizada.

01:16 h

Me escribió N en la madrugada. Su abuelo murió. No


entiendo su ausencia, no parece real. He querido escribir
algo a tiempo, he buscado palabras amables. No hay nada
amable en la muerte. No hay nada que pueda decir.

142
08:10 h

Alucinaciones. Insectos que trepan las paredes. ¿Es


por hambre? ¿falta de sueño? Caen sobre mi cuerpo, no
grito. Hubo un día en que vi una (cucaracha) caminan-
do encima de mi escritorio. No sabía si era real, hasta
que intenté moverme. Si no se mueve contigo, entonces
existe. Pero se quedó allí, caminando entre mis libros.
Esto es lo que me asusta, cuando no sé distinguir. Las
cosas que imagino a veces se cumplen. ¿Profecía auto-
cumplida?, seguramente. Pero si pasa cuando estás sola…

19:42 h

A veces siento que no somos la misma. ¿Quién toma


distancia entre nosotras? No sé si estás en mí, o yo te ha-
bito. Incluso estas palabras, ¿son compartidas? ¿Quién
hace la pregunta y quién responde? Hablo sola, segura-
mente, pero alguien lee lo que escribo. Te imagino vi-
gilando por encima de mi hombro, y señalas la mentira
que estoy a punto de encubrir. Nuestros intereses no
son mutuos: yo intento fijar algo. Tú, por el contrario,
sabes que el lenguaje es un error. Dices: los taxidermis-
tas también aman la muerte. Tus palabras son mi jaula,
adolezco tu posesión… (Esta crónica es lo único que

143
tengo). Le respondo: no conozco otra manera de hacer
parte del mundo.

05:54 h

No consigo dormir. Escapo del aburrimiento a tra-


vés del placer. El aburrimiento trae pensamientos peli-
grosos. Hoy no soporto la luz, tiene esa palidez desa-
gradable. Bajo las persianas, pues quiero que la noche
continúe. Hace cinco años, cuando vivía en Pico de Al-
manzor, pasaba semanas encerrada sin hablar con nadie.
Estar de vuelta en el mismo escenario resulta siniestro.
Todo está en pausa, nuestras vidas hacinadas, pero esta
sensación ya la conocía… ¿Por qué tengo miedo?

08:27 h

Deseo placer y mi cuerpo me irrita. No encuentro


aberturas, estoy enterrada. Piel maltratada, vasta piel
jeroglífica. Cicatrices como un huésped desquiciado.
¿Frustración personal?... No, lloriqueo de la niña mal-
criada… Una pérdida vacía, un recuerdo remendado…
Tal dolor hace parte de ti porque así lo quisiste. Aquellas
escenas, tu corazón anestesiado, ¿qué purgas? Algo que

144
jamás tuve… Esta es la tristeza que propones: enfren-
tada con tu imagen, con tu estatua, con tu cruel irrea-
lidad. Alma y cuerpo escindidas. En mi placer debería
encontrar alivio, pero las partes no encajan. (Las partes
se adormecen).

01:13 h

Todo un día inmóvil, todo un día en una cama, que-


riendo decir algo, sin familia, sin dinero, en un país
extraño, cada vez más aislada, un punto ciego, soy mi
propio país congelado, y esta casa como agujas, inten-
tando abrirse paso, más adentro, donde empieza la no-
che, donde la noche es la imagen de mi niña encerra-
da… Todo el día inmóvil, abriendo y cerrando la boca,
sin decir nada, encerrada en ese espacio blanco de la
boca, la herida que la niña contempló en el relato como
una pesadilla o una promesa de su fe. Estos dibujos de
papel, este sentimiento mal tragado. Una mujer tran-
sexual, una mujer latinoamericana, una mujer llegada
a Europa hace ocho años… ¿Por qué siente miedo?
Miedo, quizás, de perder la compostura. Miedo qui-
zás de encarar la página en blanco, el rostro paterno,
el sufrimiento privado y público, del que todas goza-

145
mos. O miedo más bien que nace de esta habitación,
de esta extraña tendencia a marchitarse ante el pasa-
do. Sin embargo, ella empuja la vida, me promete que
jamás seremos un hombre, que nunca envejeceremos
como un hombre. Con su promesa me consuelo…
Entonces de allí viene el miedo... viene de querer sa-
lir…

21:52 h

Ha muerto la abuela de T. Nuestros mayores des-


aparecen. Seremos todos huérfanos después. Y con
el tiempo reemplazaremos su mundo por uno nuevo.
¿Más frío?, ¿más humano? Siempre que pienso en la
muerte las palabras me parecen sucias e innecesarias.
¿Qué puedo decir de nuestros mayores? Desaparecen…
desaparecen…

16:20 h

Pides más, y tu cuerpo no aguanta. El sol sale, y


sigues fumando. Tu cama, tu ropa, impregnadas. ¿Co-
noces el camino que seguiste? No es normal, Aurora, no
es normal que esto sea tu rutina. No te excuses en tus

146
textos, también sobria trabajas. Pero el cuerpo nunca
escucha, y pide más y pide más… Si estás exhausta, ¿por
qué sigues? Yo no elijo. Tú eliges. No puedo parar.

04:12 h

¿Cuál es mi propósito en Europa? ¿Graduarme?


¿Conseguir mi documentación? ¿Ser publicada? Si es
así, qué pobre. Yo debería estar con mi familia. Aquí
no soy nadie ni quise serlo nunca. No deseo el mundo
que me ofrecen. Todas las ciudades son la misma,
incluso Bogotá… ¿Viviríamos igual en cualquier parte?
Quizá… sin embargo, podría ver a mi madre, o enterrar
mi corazón en Suesca (donde empezó mi vida), podría
ser la hija de mi padre, recuperar fragmentos de una
infancia que no tuve, podría decirle en persona a quien
aún no lo sepa que en realidad me llamo Aurora, que
dejé este país como un muchacho afligido y regresé con-
vertida en una mujer segura… mi pecho pesa, no estoy
allí y los días se acumulan desde hace ocho años. Deseo
la anestesia. Consumo. No quiero dormir. El mundo
que necesito se ha quedado en el pasado. ¿Cómo recu-
pero lo que ya no existe?

(Respuesta: no puedes).

147
23:18 h

Hablamos sin propiedad de una emoción que no en-


tendemos: ¿miedo?, ¿esperanza?, ¿ira?... Más que una
emoción, una parálisis. Sufrimos la parálisis y reaccio-
namos con violencia. Nuestra violencia es mecánica e
indiferente, igual que un sistema inmunológico. Vivi-
mos inasibles, vulnerables. Al margen de nuevos orga-
nismos. Usamos el lenguaje para decir que somos libres.
Escribimos porque estamos solas. Relatos, relatos, rela-
tos… contándose unos a otros para saber que existen.

18:02 h

¿Por qué no he llamado a T? Huyo de todo. También:


N no regresa.

21:06 h

Hoy tampoco he dormido, amanece lloviendo. Lluvia


intermitente a lo largo de la noche. He dejado las ventanas
abiertas con tal de sentirla más cerca. ¿Debería descansar
o aprovechar el día? A veces siento que no puedo respirar.

148
09:25 h

La lluvia me llama. Soy su hija. Me pide que abra la


ventana. Me pide que la escriba. Hunde sus manos en
mi pecho, musgo crece entre costillas. Mi madre ha-
bla a través de su canción. No quiere que duerma. La
lluvia me ama. La lluvia no quiere poemas. Esto no es
un poema. Mi madre exige una existencia de agua. Me
dice este es mi cuerpo, acaríciame, quiero que cantes.
Me dice aunque haga frío no cierres la ventana. Aun-
que tengas que salir, no te levantes. Me dice vine a ali-
mentarte porque olvidaste cómo hacerlo. Yo bebo de
los pechos de la lluvia, pues es mi madre. Me pide que
no me distraiga, no escribas literatura. Escribe sobre mí,
di: ella existe. Aquella teme por mi corazón, pues estoy
envenenada. Escribo tú existes, me visitas, tu huérfana
escucha cuando cantas. Sé que cantas, me despiertas, y
por amor abro mi ventana, pues has venido. Pero no es
suficiente, respondes. Esa es tu vida. Y dejas de cantar
porque no puedo traducirte. Pierdo tu canción, pides
que cierre la ventana. ¿Volverás a visitarme?... y tú llue-
ves, o te apagas. ¿Volverás a visitarme? Dices son mu-
chas las que por mí cantaron. Hasta que puedas hablar,
hasta que escribas sin apego sobre mí, no descanses.

Silencio…

149
04:48 h

Cielo blanco. Las nubes lo cubren todo. Mi madre


llueve. Canciones de cuna para su hija-amante. Escribo
madre… estoy enamorada… La lluvia cesa. Mi madre
calla. Mi cuerpo se recoge. Mi cuerpo húmedo, como
un apéndice… No cuentes tu secreto, no hables en voz
alta. Oscura noche oscura. Lluvia blanca. Me he queda-
do despierta solo para escucharte.

06:37 h

No puedo ignorarte. Eres el espacio. Solo tú acom-


pañas mi confinamiento. Agua trenzada como adagios,
señales de la luna. Cuando llueve mi madre acaricia la
tierra. Soy su vientre, por eso escucha mi corazón ge-
melo. Por eso baja. Mi madre agita mi interior con su
latido. Compartimos los pulmones y los párpados. So-
mos la misma retina. Conozco la lluvia porque sabe mi
secreto.

00:05 h

Te confundo con el ruido de los coches. Te pareces al


ruido de sus ruedas en el agua. Confundo la humedad

150
con tu presencia. Caes con más fuerza cuando canto.
Solo tú reinas la noche, tu reino en el agua. Quienes
ayunan y no duermen están más cerca de entender tu
ausencia. Lavas con paciencia estas blandas quemadu-
ras. Beben de ti las que regresan del incendio. Golpea
más fuerte, para saber que llegaste, para saber que me
limpias, y reemplazas las costuras. Yo a cambio cuida-
ré de tu ternura para ver con claridad el camino que
elegimos.

07:00 h

Me sorprende cuando estoy en la cocina. Le digo


quiero tocarte…. Mi amor espanta a la que juega con
el agua. Le digo soy tu hija… Abro las ventanas, como
tantas veces, doblegada por el amor. Es mi madre, es
mi madre, la que camina en el cielo. Esto que vemos
como agua son sus manos. Aquellas nubes son su fren-
te. Cuando cae la noche es su párpado que se cierra.
Cuando se llena de sangre empieza el día. Me dice eres
hija de una gigante. Eres hija de una mujer de la raza
del cielo. Bajo, pues tu padre no te conoce. Bajo, pues
soy tu madre y sé quién eres. Ella moja mi pecho, mi
rostro, mi boca. La comida se quema mientras me besa.

151
Mis ojos cerrados la miran con dulzura. ¿Por qué llue-
ves?... ¿por qué llueves?...

23:22 h

He escrito la lluvia. Estoy tranquila. Mi madre son-


ríe en el reverso del agua.

00:02 h

Podría cantarte todos los días…

21:07 h

Recibí un paquete de mi familia. No sé cómo se las


arreglaron, pero me enviaron comida, útiles de aseo y
algo de dinero. Incluso mi hermano escribió una carta.
Jamás había pensado en la importancia que tienen las
cartas. Estoy más tranquila, sé que ellos me protegen.
Llevo tanto tiempo viviendo aquí que a veces olvido
que tengo una familia. Alarga tu mano. Elige bien.
Cuídate.

152
11:28 h

Claridad por encima de todo. Claridad. El tedio es la


muerte. La droga es la muerte. Sus demonios conspiran.
Solo claridad. Solo esfuerzo para conseguir claridad.
No renuncies a ella. Vive firmemente en la claridad.

06:29 h

También hay dicha. Seres generosos en momentos


necesarios. Aquellos corazones te protegen. Ojos que
te guardan a lo largo del camino. Punto de inflexión: la
vida prevalece.

—Aquello lo salvó el amor…, dijo la afligida.

—Deseamos la vida para vencer la muerte…

Una época valiente, de héroes invisibles. Todo desa-


parece detrás de los actores.

00:17 h

Crear un hogar entre los huesos, dejar escritas las pa-


labras necesarias. Dejar escrito todo. Decir por ejemplo
vine para amar… tocar vuestras vidas… Decir hay otras
como yo… estás a salvo…

153
17:49 h

La infelicidad es necesidad. Somos infelices porque


necesitamos. Esperar es la forma del deseo pacíficamen-
te en reposo. Necesitar es la enfermedad de la espera.
Para ser feliz no hay que necesitar, pero quizá sí desear.
Nadie enseña a desear, pero aprendemos a necesitar muy
pronto. Deseo, no necesito, estoy aprendiendo a no ne-
cesitar. Formas viejas tienen que abandonar sus formas.
Formas nuevas tienen que emerger. Todo en este ciclo
para morir a tiempo. La muerte es la muerte del deseo,
no podría desear después. Yo deseo ahora, no después. Yo
quiero desear por el resto de mi vida. Hasta que muera.

14:01 h

Deseo una mujer que me inicie en el camino de las


mujeres que aman a otras mujeres. Deseo la tierra sus-
pendida, atravesada después por nuestros actos. Deseo
unos ojos que sientan, una piel que sienta, como minús-
culos tentáculos, raíces de cuerpos penetrantes en la ori-
lla de las sensaciones. Deseo una imagen que reúna las
imágenes mías, una respuesta en el fondo de la imagen
que vi. Deseo entrar en el camino de la fugitiva, recupe-
rar el nombre que amé desde el principio.

154
19:09 h

He decidido respetar la vida. He decidido valorar


lo cotidiano. He decidido escuchar cuando me hablen,
disfrutar de una conversación, estar aquí, atenta a lo
que dicen. Viviré para honrar la vida. Viviré para honrar
plantas y animales. Quiero que mi amor sea paciente
y respetuoso. Quiero alimentarme de forma justa con
el mundo. Soy el escenario donde acontece la vida. El
privilegio de mi propia experiencia. El privilegio de mi
amor, de mi dolor. Es un honor haber nacido en el uni-
verso. Mi amor no existe póstumo, está vivo. Mi amor
es antiguo y profundo. El regalo de la lluvia me suaviza.

18:33 h

Creo que escribo sobre la vida. Creo en infundir vida


a mi vida. Creo que quiero retratarla, viva, como una
obligación dentro de mi propio relato. Creo que mi
vida está llena de emoción y dolor y fortaleza. Creo que
me esfuerzo cada día, creo que miento. Mi ejercicio está
lleno de humildad y no es suficiente. Quiero ser útil por
encima de mi obra. Quiero que mi arte sea un exceso de
vida. No creo en una vida unitaria. Creo en la impor-
tancia del fragmento. Creo en una historia fragmenta-

155
ria. Veo la importancia en los silencios. Veo la historia
llena de vacíos silenciosos. Entiendo la importancia
del relato. Creo que hay que construir el relato a partir
del silencio. Creo que nuestro relato ha sido silenciado.
Creo que escribo para este relato, nuestro relato. Escri-
bo para vivir junto a ustedes, en este tiempo. Creo que
es el momento de comprometernos con nuestro trabajo.
Creo en el orgullo. Creo en el amor propio. Creo en el
peligro de todas mis decisiones. Quiero la vida.

12:18 h

Autorretrato en mi cumpleaños #26

Cabello recogido, medio mohicano, nuca rapada.


¿Tatuajes? Sí. ¿Dónde? Pie izquierdo, pecho y espal-
da. ¿Perforaciones? Sí. ¿Dónde? Orejas y nariz. El color
de mi pelo no ha cambiado: negro. Aún sin hormo-
nas, rostro bastante femenino, rostro diametralmente
opuesto a las fotografías de hace un año. ¿Cuerpo? Fal-
tan pechos (con calma). Del resto lo mismo: piel suave
y lampiña desde que tengo memoria. Sin maquillaje,
desnuda, en esta imagen. Cada vez menos barba (el re-
sultado milagroso de un par de sesiones). Aquello en el
exterior. En el interior, un poco más firme, va creciendo

156
la autoestima. Palabras reconfortantes y cariñosas en la
mañana, autoexploración sexual y literaria por las no-
ches. También: reemplazo de viejos hábitos por mesura
y una buena alimentación. Descubrimiento de la lluvia
como método de cura. Descubrimiento de elementos
simples y gratificantes: luz, compañía, responsabilidad.
Certezas:

1.Tu familia te protege en la distancia, 2. Te has ro-


deado de buenos corazones. 3. Estás a tiempo de en-
mendar el daño. Temores: ceder. Mi promesa a mane-
ra de regalo: hacer bien, amar bien, convivir ecuánime
conmigo. Especialmente despedir sin rabia tu imagen
del pasado, no luchar contra lo que ya no existe.

La muchacha en el espejo tiene mejor semblante. Su


alegría es lo más parecido que tiene a un cuerpo real.
¿Cuerpo real? Cambia, Aurora, como en este autorre-
trato. También nuestro miedo, también nuestro prejui-
cio. Cambia y pasa y no regresa y solo puedes aceptarlo.
Y puedes aceptarlo de mil formas. Elige la que ayude
a que todo siga en marcha. El resto es muerte o fatiga
o nada. Solo está la vida. Únicamente la vida. Nuestra
voz movimiento.

157
06:53 h

Me di un baño para recibir el sol.

07:43 h

estoy tan sola, estoy

tan tranquila en mi soledad

tan extrañamente agradecida

tan ajena a tanta claridad

estoy

tan tranquila, tan cómoda en mi hogar

estoy

tan lúcida, tan quieta, tan sensible después de todo

me he perdido dentro de mi propio amor

la lluvia lava mis entrañas

estoy

tan rebosante, tan fatigada, tan decidida

158
solo la lluvia en este cuarto

escribo la lluvia, noche cerrada

escribo su presencia me ha seguido toda mi vida

escribo ruidos que llenan nuestra casa

ollas que hierven, voces trasnochadas

escribo tu barrio de ambulancias, solitarios ascensores

y personajes como puntos suspensivos…

la humedad sobre los árboles, escribo

sus flores amarillas, escribo

para retener los árboles, mis árboles

ocho años a través de una ventana, —dijo

escribe solo de lo que conoces, —dije

solo conozco la lluvia

Escribí: la lluvia es mi misterio

159
estoy tan sola, estoy

tan cerca de mi soledad

tan receptiva, tan tranquila

tan satisfecha después de todo

fundamento del dolor: estoy por encima

de mi propio dolor, estoy

tan deslumbrada, tan exultante

tan bendecida…

de noche, en cautiverio

escribe a solas este collar…

160
Bianka Verduzco

nació en Tijuana, México, en 1997


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

161
Durante la contingencia del COVID-19

Yo aborté durante la pandemia del coronavirus,

en mi cuarto, en soledad, con temor.

En la cuarentena aborté hasta el corazón,

encerrada, entre escalofríos, diarrea y vómitos,

expulsé placenta, sangre, coágulos y vida.

Yo aborté con tristeza y dolor,

no tuve que ir al penal,

no tuve cárcel,

pero sí encierro,

no tuve condena,

pero sí la contingencia

162
Encerrada,

encerrada,

encerrada.

Sangraba,

sangraba,

sangraba.

No hay trabajo,

no hay papel sanitario,

no hay ganas de vivir.

No paro de sangrar,

un día

tras otro

tras otro,

tras otro.

Toallas y más toallas.

163
La ciudad colapsa mientras yo aborto,

no puedo salir, no puedo comprar papel,

no hay toallas sanitarias

no hay dinero

no hay trabajo

no hay vida.

Para pasar el dolor me siento en una silla mecedora,

aguanto,

aguanto,

aguanto lágrimas.

Aborto, estoy abortando,

aborté durante la contingencia,

la nueva cárcel temporal de la sociedad, que no res-


peta clase social.

164
Le ruego a las diosas,

le ruego a Tonanzin,

a la Virgen de Guadalupe,

a Coatlicue y a todas mis edades

Que cese el dolor,

que pare la sangre,

que las mujeres que abortamos esta cuarentena estén


bien,

que no sufran

que no lloren.

Su dolor es mi dolor,

su feto es mi feto,

su sentir es mi sentir.

No recuerdo la fecha, ni el día o la hora, solo la prueba


de embarazo con resultado positivo, nuevamente em-
barazada, pero ahora en una situación donde el mundo
165
comenzaba a colapsar, el invento del virus se volvía real,
mirando las noticias conocía a este invitado que no re-
quiere invitación, el invisible que invade los países llegó
desde el viejo mundo, y así como la conquista, los co-
lonizadores trajeron sus enfermedades que provocaron
el deceso de miles de nativos en la gran Tenochtitlan.

Solo que ahora no llega directo de barcos, sino de


aviones, una enfermedad que llega a todos los sitios,
en Tijuana el miedo llegó con los gringos, aquellos con
solvento económico suficiente como para acaparar los
mercados y llevarse todo el papel sanitario, el coronavi-
rus había llegado y yo estaba embarazada.

En las periferias, esperaba y esperaba. Con el poco


dinero que tenía fui a hacerme una ecografía, era la se-
gunda vez que iba, detestaba ese lugar, frío y con una
falsa imagen de personas que serán padres felices, el
procedimiento de beber agua, agua, agua, agua... hasta
que tu vejiga esté a punto de estallar, una vez dentro me
recosté sobre el asiento, frío, bajo unas escaleras, y a mi
lado derecho estaba la mujer con la máquina, frente a
mí la pantalla donde podré ver al feto que hacía que me
muriera de angustia. La señora lo encontró, me dijo que
escuche el corazón, dentro de mí había un sentimien-
to de desesperación, lo único que a mí me importaba

166
era saber el tamaño del feto. Había un sonido raro que
la señora reproduce tres veces, escucha el corazón, me
dice. Yo solo quería salir de ahí y tener los resultados.

Desde mi cuerpo

¿Solo procrear porque sé que

mi útero funciona?

Porque los demás lo esperan.

Este cuerpo me pertenece.

Porque mi vientre conoce

mi rol social,

procrear,

parir,

dolor,

167
lágrimas de mi entrepierna.

Rojo,

pequeño,

doloroso.

Es matar o vivir,

sentir que tu alma se va,

saber que dentro de mí

hay un invasor.

Pero todo vuelve a la normalidad,

después de abortar

mis caderas reclaman su libertad

Mi vientre vacío me reconforta,

lloro de felicidad,

sin importar el dolor del bisturí,

168
sin importar el frío,

ya recuperé mi libertad.

Dentro de mí, el invasor sin invitación tenía 6.3 se-


manas. Tenía que esperar un poco para realizar el abor-
to, y mientras yo estaba embarazada la ciudad colap-
saba, las ciudades estaban cada vez más solitarias, los
mercados más vacíos y cada vez había más enfermos.
Desde que me enteré de la cantidad de semanas los sín-
tomas de mujer embarazada se hicieron presentes, no
soportaba los aromas, el que fuera me molestaba, to-
das las mañanas tenía náuseas, el vientre duro y la cara
triste, sin ganas de comer, sin querer salir de las cuatro
paredes de mi habitación.

¿Cómo ocultarlo? Si por la contingencia estaba


en casa, sin nada que hacer, si en la familia no nos
hablamos, si solo estábamos mirándonos las caras
unos a otros, si nadie soporta la compañía, a mí no me
quedaba más que esperar a que creciera el feto para que
fuera más efectivo el protocolo.

Hasta que un día, ya harta de los síntomas, harta de

169
saber que estaba embarazada empecé con el protocolo,
era simple, medianamente seguro. Pero si sucedía algo
fuera de mi alcance ¿a quién le diría? No tengo trabajo,
no tengo dinero, los hospitales están llenos.

Una mañana, desperté, vomite y empecé con pro-


tocolo de miso, el cual decía que colocara 4 pastillas
debajo de la lengua cada tres horas. Empecé, mi lengua
se entumió, escalofríos invadieron mi cuerpo, solo es-
taba yo, solo me tenía a mí; continué la segunda dosis,
4 pastillas debajo de la lengua durante media hora, el
sangrado comenzó, los efectos secundarios aumenta-
ron, vómito, diarrea y esos escalofríos, no tenía a na-
die más que a mí, solo me refugié en mi cama, en mi
cuarto; la tercera dosis, 4 pastillas debajo de la lengua
durante media hora, vómito, vómito, vómito, diarrea,
diarrea, diarrea.

En la última dosis expulsé algo, un primer coagu-


lo, en la taza del baño. Me sentí un poco mejor, pero
los síntomas continuaban, no tenía a quien llamar, con
quien hablar, ya que durante la contingencia las mujeres
tenían más cosas que temer.

Como dos horas después expulsé un coágulo de ma-


yor tamaño, era del tamaño de la palma de mi mano, lo

170
tomé de la taza para sentirlo, para vivir el aborto, tocar
aquello que estaba haciendo que mi contingencia fuera
un poco más terrible. Era gelatinoso, de color guinda,
estaba dentro de mí, pero no más. Volví a respirar.

Desde ese día no he dejado de sangrar, la contingen-


cia empeora, cada vez la gente deja sus empleos o son
despedidos, los alimentos escasean y mientras que su-
ben de precio, ¿qué haré sin productos necesarios como
toallas o papel sanitario? Desde entonces mis pantale-
tas están manchadas, no me alcanza para artículos de
aseo personal, no tengo a quien decirle, no sé si ir al
doctor, o si es normal sangrar, sangrar, sangrar...diario,
por casi un mes.

Mis únicos refugios son el cuarto y el baño, lugares en


donde solo las cosas que están ahí conocen mi intimidad,
mi cuerpo, mi proceso de aborto. A veces me pongo a
pensar que mi cuerpo reciente sufre la contingencia, vive
el encierro como una cárcel, una jaula, que la sangre es
una manifestación de su tristeza, de un cuerpo que no es
libre, que fue castigado por la enfermedad mundial, que
ya no tiene libertad; ahora mi cuerpo me castiga a mí, me
muestra su naturaleza y lo sabio que es, mi cuerpo llora y
yo lloro, solo los dos sabemos de este aborto.

171
Dejé de existir, respiro, pero no vivo, me libré del
embarazo, pero no de la penitencia, el aborto es un acto
de salvación, me salvé, pero el COVID-19 llegó para
poner a prueba hasta al más cuerdo, mis cinco sentidos
no son los mismos, no sé qué día o qué hora es, vivo mis
días sin sol y sin luna, me duele la sangre de mi vagina,
me duele no tener toallas, me duele mi cuerpo, me due-
le la vida, el coronavirus me castiga, me quiere volver
loca, mi acto de aborto fue para sobrevivir mi vida, pero
el coronavirus me la está arrebatando.

No tengo amistades, no tengo contacto humano, no


tengo a nadie que me consuele, aborté, me dolió, me
sentí desafortunada entre mi sangre y mi soledad, no
tenía más compañía que mi reflejo en el espejo y el feto
en mi mano, no tengo calor humano, solo las lágrimas
de mis noches; no puedo bailar, me duele el vientre,
no puedo salir a caminar, el aire está maldito, mi único
contacto con el mundo está en la palma de la mano, el
celular, que me envuelve con noticias de muertas, femi-
nicidios, y yo lloro más, más, más y más, me parte, me
quiebro en soledad, mientras unas luchan por sobrevivir
a otras les arrebatan la vida que tanto les costó cuidar.

Me duele su dolor, pensar que mientras yo abortaba,


alguien las mataba. Pensar que mientras yo tengo al in-

172
vasor dentro de mi cuerpo, en la jaula de las mujeres, el
hogar, ahí vive el enemigo, aquel ser que desea ver a las
mujeres muertas por el simple hecho de pensar que son
su propiedad. La violencia doméstica, machista y pa-
triarcal que solo podemos ver con golpes, violaciones o
muertes de las mujeres. Lamentable ver que en el espa-
cio donde te quieren encerrada, para no enfermar, para
lograr vivir, está un virus de mayor alcance, tan largo
como el origen de las sociedades. El hombre machista
que está en la casa para violentar, el hombre machista se
convierte en el virus que ataca solo a la mujer, un virus
que ataca solo a la mitad de la población.

La violencia privada

El dolor hasta la médula,

machista desde el centro.

El Estado el origen,

las afectadas son mujeres.

173
Madres sin sus hijas,

deidades vírgenes,

dan a luz pero sin penetración.

La violencia del hogar,

las muertas que nadie ve.

Una herida abierta

que desangra al país.

Noticias y más noticias, muertas, violadas o des-


aparecidas. ¿A las mujeres qué nos interesa un virus?
Si aun con cuarentena nos pueden matar en nuestros
propios hogares, si aun yendo solo al mercado por ali-
mentos nos pueden secuestrar, si aun defendiendo los
derechos de las mujeres en una okupa en la universidad
me pueden violar. Las noticias que me hacen llorar, me
hacen dudar de la enfermedad, de la pandemia. Si las
mujeres son por lo menos el 70% del personal de salud
que intenta que el COVID-19 pare, ¿quién detiene a
los hombres? ¿Quién se interesa por detener a los que

174
mataron a las niñas? ¿O encontrar a los que golpearon
a las estudiantes en su propia universidad? La violencia
no se detiene ni con toque de queda.

Situada

Aquí,
aquí,
aquí la mataron,
iba al trabajo,
sin ver su rostro la asaltaron.

Aquí,
aquí la violaron,
en la casa de la vecina,
ellas solo la silenciaron,

el violador era parte de la familia.

Aquí,

aquí la golpearon,

175
en la universidad,

ella se siente culpable,

la escuela no habla por la presión.

A mí no me interesa que se salve la sociedad, no me


interesan las medidas sanitarias, si de morir se trata, pa-
rece que la parca solo pone dos opciones: prefiero morir
de una gripe a terminar asesinada en alguna calle de
Tijuana.

Mis emociones conectadas a las noticias de un ce-


lular, de una red social que me mantiene al día, pero a
costa de lágrimas y sangre. Lloro cada vez que las leo,
que las miro, que las pienso, noticias de desaparecidas,
muertas y violadas. Mientras los contagiados van en au-
mento, para el gobierno parece que las cifras por femi-
nicidios solo se detuvieron, no es de sorprenderse que
interese más para el presidente los discursos de las aler-
tas sanitarias de López-Gatell, que las alertas de género
activas e ignoradas en diferentes estados de México.

No paro de llorar, un mundo de emociones entre las


cuatro paredes de mi cuerpo. Desde el día que abor-
té mi vagina huele a muerte, está triste, mientras miro

176
las noticias lloro y recuerdo el texto de María Galindo,
Desobediencia, por tu culpa voy a sobrevivir. Creo que
esa es la línea más apropiada para la supervivencia de
las mujeres durante la contingencia del COVID-19.

Para las mujeres, desobedecer para florecer, para to-


mar las calles y ver el mundo arder. Para las mujeres no
queda más que la esperanza, imaginar lo que haremos
después del encierro. En mi caso yo dejé coágulos, vó-
mito, diarrea y sangre atrás, esperando salir de mi cuar-
to, de mi cuerpo y de mi vida durante la pandemia.

Deseo que esto ya pare, que la vida siga, que las mu-
jeres renazcan y tengan vida, que no hubiera sucedido
ninguna muerte durante la contingencia. Para las que
ya no están, mis letras y mi sentir son para ellas.

177
Carmen García

nació en Ciudad Real, España, en 1995,


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

178
No durará siempre

La última persona ajena a mi confinamiento a la que


abracé, fue Garabato. Quedamos un día antes de que se
nos dejase claro que no era seguro salir de casa y, tras
unos momentos en el que barajábamos la posibilidad
de contagiarnos con la cercanía de nuestros cuerpos,
nos encogimos de hombros con cierto pasotismo ju-
venil y nos estrechamos con cariño. El recuerdo se afe-
rra fieramente a mi memoria, no por nada se trató del
prólogo del primer gran hecho histórico que vivo, una
auténtica hecatombe. Quizá me esté creyendo dema-
siado importante. Recuerdo las palabras que Kroma me
dijo mientras miraba al mar en diciembre: nuestra exis-
tencia es apenas significativa, no solo en comparación
con el Universo, sino en nuestro propio mundo. Tan
solo somos alguien más. Para él, ser consciente de su
propia pequeñez era reconfortante. El virus ha sido el
detonante perfecto para revivir ese recuerdo, me ha he-
cho más consciente que nunca de mi propia fragilidad,
179
como si mi propia vida tuviese la misma consistencia
que la del ala de una mariposa.

Soy de las afortunadas que ya trabajaba desde casa


antes del «día cero», que tiene un hogar donde no falta
alimento, una habitación propia (lo logré, Virginia), sol,
calma y que además lo comparte con unos padres que la
quieren. No obstante, como era de esperar, a veces mis
nervios se crispan con mayor facilidad, lo que me ha
llevado a discutir, por nimiedades, con mi madre (con
quien suelo hablar más, pues mi padre es más reserva-
do). Estos roces no son más que un reflejo de la rabia e
impotencia que sentimos. Y del miedo, un miedo que
a veces ha generado un vacío. Se acopla al rincón más
inaccesible y permanece ahí un tiempo indefinido.

Mi amiga de la infancia, Verso, me sugirió comen-


zar un diario. Desde que tenemos uso de razón hemos
escrito. Podría decir que la escritura es tan necesaria
como el mismo aire que, afortunadamente, aún llena
nuestros pulmones, siendo la principal vía de escape y
transcripción de la realidad. Me pareció la mejor ma-
nera para asimilar lo que estaba sucediendo. Más tarde
me confesó que ella no consiguió llevarlo a cabo. Por

180
mi parte comencé una rutina retrospectiva que me obli-
gó de nuevo (porque desde adolescente no lo hacía) a
buscar un hueco en mi día para plasmar, no tanto lo
que me pasaba, porque aquello me resultaba de lo más
anodino, sino lo que sentía. Cuando me centro en es-
cribir mis emociones hago el mayor ejercicio de hones-
tidad conmigo misma. Hubo otras veces, en el pasado,
que requerí de la ayuda de algunas de mis psicólogas
para hacerlo. Llegar a la raíz no es agradable, esas raíces
están lejos de la luz y la tierra es mucho más profun-
da de lo que nos creemos. En esas rutinas de reflexión
descubrí que me da miedo bajar al supermercado que
tenemos justo enfrente de mi casa. Por eso me quedo
más tiempo de lo normal en la cama o en caso de que
me despierte más temprano, lo hago sin hacer un solo
ruido hasta que escucho que baja mi padre. Ni él, ni mi
madre, ni yo somos grupo de riesgo, pero de siempre
he sido una mala enferma y el pasado mes de febrero
fue terrible. Aborrezco la idea de volver a mi cuerpo
dolorido, incapaz, anulado, convertido en prisión y pri-
vado de sus facultades. ¡Cuán infravalorada eres, salud!
Hasta que no nos faltas es como si fueses inmutable,
perfecta y eterna. Tengo el ingenuo pensamiento de ver
este encierro como un momento idóneo para empati-
zar con quienes nos rodean. Sí, soy consciente de que

181
hablar ahora de empatía, cuando acabo de reconocer mi
cobardía a enfermar por pereza a desinfectarme, por no
cargar con la compra, por no cruzarme con la gente, no
es dar el mejor ejemplo. Soy muy consciente.

La necesidad de comunidad es más necesaria que


nunca. El miedo se ha instaurado en nuestra rutina,
aunque puede que poco a poco lo hayamos aceptado
como uno más y la resignación se siente por la noche
a la mesa. Buscamos la manera de conectar más allá de
una nota de voz, un mensaje, un comentario o un «me
gusta».

En pocos días, fui testigo del aumento de espacios


seguros, de sanación, de compañerismo y sororidad,
donde la risa se empleaba como terapia. Gracias a la
tecnología, pude escuchar la voz dulce y potente de mi
amiga Meliflua cuando hacía directos de vez en cuando
y mandarle una felicitación en directo el día de su cum-
pleaños. Le prometí que tendríamos que cantarnos algo
juntas cuando todo esto terminase. Las reuniones fa-
miliares improvisadas en una pantalla dividida en mu-
chas más pequeñas son nuestra nueva tradición de los
domingos por la tarde. Asistir a cursillos de emprendi-

182
miento y marketing con mi mentora Letras y aprender
con cada una de las curiosidades del lenguaje que nos
trae a diario. También disfruto de clases esporádicas de
cocina, alimentación o incluso de edición y, por supues-
to, los cafés virtuales con la Piñitas, iniciativa crea-
da por Brava, con quien estoy comenzando a formar
un vínculo bálsamo, que me ayuda a curarme en estos
«días raros», como los estamos empezando a llamar.

Pese a todo ello, la lectura sigue siendo mi gran


aliada, compañera, amante y maestra. Mi madre, antes
que comida, prefería llevarse un libro (o dos) bajo el
brazo. Parece ser que yo, la benjamina, soy la que ha
heredado ese rasgo tan marcado en su persona. In-
capaz de concentrarme en la prosa tan poéticamente
simple de Patti Smith, que con tanta ilusión le pedí
a Verso, comencé a devorar libros intimistas de otras
mujeres que sin tapujos me hablaron del duelo, muer-
te, sexualidad, contradicciones, miserias, violencias o
el mar. Comencé a escuchar a Luna Miguel leer(me)
obras que hasta el momento no conocía y me mara-
villaron por su brutalidad y hermosura. Maldije los
libros de texto por sesgar tanto la Literatura ¿dónde
estaban todas ellas cuando estudiaba? Ahora, cuando
leo, me imagino su voz narrándome con ese tono ju-

183
venil, suave, pausado y especialmente triste. Cada día
que pasa se me abre más el apetito lector que sacio
en cada hueco libre que tengo con letras y más letras.
Olvidándome plenamente hasta de mí misma, como
si mi ser fuese una extensión más de las páginas que
tengo ante mí.

Retomar el hábito de dibujar también me está apor-


tando mucha paz. Es interesante ver la evolución que
he llevado a cabo, me observo hasta cuando soy la crea-
dora. Encontré un reto de casualidad por internet en el
que durante quince días (cuando se dijo que «solo» se-
rían esos quince días, aunque realmente todes sabíamos
que no sería así) se debía hacer un dibujo de temática
«apocalíptica». Rápidamente se lo mandé a Garabato,
me motivaba mucho más compartirlo con alguien y él
estaba solo en su piso así que sentí un pequeño orgullo
por poder despertar su lado más creativo. Conseguí que
llevase un buen ritmo, nos reíamos mucho al ver que
en dos ocasiones nuestras interpretaciones fueron pe-
ligrosamente similares, lo que me recordó que «mentes
geniales piensan igual», aunque nos decantábamos más
por la idea de que en verdad no teníamos originalidad
ninguna. Por desgracia dio un parón cuando los traba-
jos de la universidad comenzaron a comerse su tiempo

184
y empezaron los agobios. Estoy segura de que debe ser
duro para él, aunque eso no le quita peso al hecho de
que me apena no haber visto un solo dibujo más por
su parte. Pese a que los dibujos terminaron, las conver-
saciones en el móvil y por videollamada, no. Recuerdo
que la misma noche que me anunció su parón debido al
hastío me hizo reír muchísimo cuando dijo:

—Yo creo que el Infierno está hecho a medida. El


mío es ese pasillo de reservas de encurtidos —no so-
portaba el vinagre— en el que entro constantemente
como si fuera un bucle. Seguro.

Queríamos leernos La Divina Comedia, o al menos


El Infierno, porque todo el mundo sabe que es la mejor
parte. No hace falta que lo aclare, pero no he pasado de
las primeras páginas de la introducción de dicha obra.
También compartimos música. Otro de mis nuevos
amores son las canciones de piano que nadie conoce
y que suenan en mis orejas prácticamente todo el rato.
Es algo así como mi placebo, mi mantra para cuando
el vacío comienza a crecer en mi estómago. Confieso
que me hace muy feliz ir construyendo poco a poco
una amistad con Garabato. Suelo ser algo torpe con los
chicos, cuestiones que se relacionan con la inculcación
de separación por géneros y que nos juntemos solo para

185
cuando haya interés sexo-afectivo. En los últimos me-
ses parece que esa torpeza está menguando. De lo que
se da cuenta una…

Hubo una noche en la que el vacío iba en aumen-


to. Sabía que podría derivar en mi conocida ansiedad.
Ángel de la retaguardia, siempre pendiente, siempre
sigiloso para adherirse a mí. Últimamente me comu-
nico menos con mis padres. Antes, cuando tenía los
primeros síntomas, lo hablaba con elles y me tranqui-
lizaban, pero, ahora, verles constantemente ha hecho
que en ciertos momentos me sea más fácil aislarme. Le
comenté escuetamente en un mensaje a Verso cómo me
sentía. Ella me comprendía, (¡cómo no!), no obstante,
una parte de mí me dijo que no era la persona idónea
para pedir ayuda. No porque fuese torpe para ofrecer-
me consuelo, sino más bien porque me obsesiono con
no hacerle daño y considero que estos temas suponen
un auténtico foco de dolor. Afortunadamente Marín
estaba operativo. Él mismo se ofreció a llamarme y lo
que empezó siendo la descripción de mis síntomas pre-
vios al salto de la espiral de la ansiedad, acabó siendo
una conversación metafilosófica de los roles de género,
las «primeras veces», los tabúes sexuales y la afectivi-
dad. Solo nos faltó hablar de arqueología subacuática.

186
Semanas más tarde sería él quien me pediría una lla-
mada. Cuando hablásemos, viendo desde mi ventana
a mis padres en la terraza aplaudiendo junto con el
vecindario, llegaríamos a la conclusión de que, en los
momentos de silencio, al encontrarnos con nuestro ver-
dadero yo, como a mí me gusta llamarlo, sentiríamos
la pequeñez de nuestra existencia, pero no de un modo
modesto y humilde como me dijo Kroma, sino como la
más absoluta desolación humana: la certeza de ser nada,
que viene a ser lo mismo que no ser. ¿Y cómo encajar
esa paradójica idea en nuestra imperfecta mente?

La vida puede ser extraña. Marín y yo cruzamos ca-


minos por primera vez hace diez años. No empleo la
palabra «conocer» porque es precisamente ahora cuan-
do lo estamos haciendo. El encierro nos ha dado el es-
pacio para hablarnos, para preguntarnos activamente
por nuestros pensamientos, para abrirnos sin miedo
a que se nos juzgue y atrevernos a estar en desacuer-
do. Eso me ha llevado a prometerle un gran achuchón
cuando nos veamos de nuevo.

Durante los primeros días se repetía el mismo pro-


ceso con Kroma: le mandaba un mensaje y fuera cual
fuera el tema de nuestra conversación le expresaba que
quería hablar con él. Realmente lo que quería era es-

187
cuchar su voz. Quería verle el rostro que tanta ternura
me había producido desde que le conocí. Pero, por su-
puesto, quería que él me viese también, que volviéramos
a reírnos de las cosas más necias, que compartiéramos
confidencias, que volviese a convertirse en mi musa
predilecta. Y quizá yo también fuera su fuente de inspi-
ración. Fingir que febrero nunca había sido me entris-
tecía: había fracaso en mi empeño de poner en práctica
todo aquello que aprendí para desmontar la toxicidad
romántica, racionalizar mis emociones, aceptarlas y pa-
sar página. Mi hermana me decía que no sabía cómo
soltar lastre, que le olvidase de una vez y a otra cosa,
mariposa (nunca mejor dicho). Eso me enfadaba en
términos galácticos. Pese a que sabía que en el fondo
no quería verme sufrir, no aceptaba esa rotundidad en
sus palabras. Ese «tacto» suyo lo hemos heredado, sin
excepción, ella, nuestro hermano y yo de nuestro padre.
Desde hace un tiempo evito mencionarlo frente a ella o
cualquier otro miembro de mi familia. No porque haya
rencor (nunca lo hubo), sino para que yo también pue-
da acostumbrarme a su ausencia. Esa falta que me dejó
noqueada hasta creer que el corazón se me iba a parar.
Sin embargo, tengo la certeza de que, por un instante,
me morí en febrero.

188
Una noche en la que hablé con Verso me dijo, con
esa voz suya hecha de poesía, con las palabras acertadas,
eficaces y los silencios en el momento preciso:

—Si es verdad lo que me dices (sobre Kroma), que


sufres tanto… aléjate.

Verso y Kroma, durante un pequeñísimo espacio de


tiempo, compusieron las piedras angulares de una tría-
da equilibrada. Mi amiga querida, mi amiga de siem-
pre, con mi amado, siendo como hermano y hermana,
me sacaban siempre una sonrisa. Tienen esa inocencia
desgarrada tras los ojos oscuros, la fragilidad a flor de
piel y son dos idiotas que «nunca hacen nada» cuando
en verdad, de alguna manera, me estaban salvando de
todo. Les estoy viendo florecer y me entristece no haber
formado parte de ello.

Cada vez me acompaña menos la presencia de Kro-


ma. Me sigue entristeciendo y más de una vez he tenido
una pequeña ansia por preguntarle a Verso, Garabato
e incluso a Marín si está bien, si sigue viendo el mar
desde su ventana sin ponerse triste, si sigue editando, si
ha comenzado Tokio Blues, si…

Como cada mañana, en un gesto automatizado, mi-


raba los mensajes que me hubieran llegado mientras

189
dormía. Entre los chats de las diferentes aplicaciones
encontré unos cuantos mensajes pertenecientes a un
número que no tenía archivado. Lo primero que pensé
fue que podría ser un contacto que no había guardado
en el móvil, hacía poco que lo había cambiado. Sin em-
bargo, cuando pulsé con mí índice sobre la pantalla para
acceder a esos mensajes, a su foto de perfil y poder así
averiguar quién era, se obró el milagro.

Hola Leptir. Soy Apry, me cambié del número [...]quería


asegurarme de que estabais bien tú y tus querides. Y hombre,
la verdad es que te echo mucho de menos.

Los ojos se me inundaron de lágrimas. Lloraba por


volver a saber que seguía existiendo, que desnudaba su
alma ante mí por medio de aquellas palabras. Lloraba
por no poder darle un largo abrazo, por tenerla al otro
lado del mundo. Lloraba de alegría por saber que no
se había alejado de mí. Conocí a Apry el año que pasé
fuera de casa. Nos hicimos rápidamente amigas. Me
enamoré de ella. Ella de mí no. Pero cuando le ofrecí,
con las palmas de mis manos abiertas, todo ese amor
que guardaba dentro, ella simplemente detuvo su tra-
yectoria y me pidió que fuese su amiga. Kroma también
me lo había pedido. Y en ambos casos acepté. Pasada
una semana conseguimos encontrar un hueco para ha-

190
blar y la alegría de vernos de nuevo fue reparadora. Nos
pusimos al día rápidamente, ella se mostraba tranquila
(Apry es una de las personas más calmadas que conoz-
co) si bien ella, particularmente, no corriese un verda-
dero peligro, estaba preocupada porque no se estaban
tomando medidas más estrictas en su zona. Me pareció
adecuado leerle la carta que no llegué a mandarle jun-
to con un libro que tenía pensado regalarle. Como ella
me dio la historia de Oliver y Elio a modo de regalo
de despedida, yo quería darle la de Dante y Ari. Pero
tendríamos que esperar a que pudiera hacerle el envío.
Es más, dijimos de cancelar todo ese lío de correos y
dárselo en mano. Planeamos un viaje juntas, un hipo-
tético y futuro viaje ella y yo, para darle a conocer a la
otra nuestros propios mundos. Y por una vez sonó real.

Me di cuenta de que el dolor no permanece para


siempre. Ya no siento esa punzada en el vientre cuando
la miro. Ya no se me encoge el corazón cuando recuerdo
su rechazo, ni el corazón se me acelera al verla. Ahora
es como mirar a Verso, a Marín, Garabato o incluso a
mis hermanes. Ya no hay deseo. Ni melancolía. Ni ra-
bia. Tan sólo el cariño. Eso me dio fuerzas, me dije que
era normal la conducta pseudo-masoquista con Kroma.
Todavía al leer su nombre en alguna conversación, ver

191
alguna foto suya (las pocas que nos hicimos y conser-
vo), escuchar que alguien lo mencionaba… siento un
aguijón que va desde dentro afuera, que me tortura con
todos los posibles que pudimos ser y nunca jamás serán.
El proceso de sanación es terriblemente lento, por lo
que este encierro y esta distancia van a convertirse en
mis aliadas para cerrar la herida con calma y con mimo.

Con la llegada de abril siento que he comenzado


otra nueva fase en el confinamiento. De alguna manera
la situación ha perdido parte de su excepcionalidad, por
lo que me resulta más sencillo volver a enfrentarme a
explorar nuevas fronteras en mis proyectos laborales,
en relatos, amagos de poesía e ideas para mi novela. Y
algo nuevo, la fotografía. A mitad de tarde, en mi terra-
za, me animé a sacar de nuevo la polaroid. Estaba to-
mando el sol, generalmente mis padres lo hacen por la
mañana, pero me he dado cuenta de que me gusta más
la luz del atardecer. Es curioso, ya que de siempre he
experimentado un gran placer despertándome al alba:
cuando aún el mundo no se ha despertado pese a que
el día ya ha comenzado. No obstante, hace tiempo que
ya no soy tan madrugadora. Aunque ya lleve más de
media vida en esta misma casa me sigue asombrando

192
el drástico cambio de percepción que tengo respecto a
sus dimensiones. De niña, cuando la casa aún era de mi
yaya, me parecía que eran mucho más exageradas de lo
que son ahora (sin menospreciar su tamaño). Antes de
tomar mi cámara fotográfica había pensado sentarme a
leer, pero la brisa, el sonido de algunas palomas al vo-
lar, un ligerísimo eco de una o dos personas en la calle
para comprar en el supermercado… me era imposible
concentrarme, todo me sonaba tan excitante como un
concierto de James Rhodes (sueño con verle a él y a
Billie Eilish en directo algún día).

Me fijé en el cielo, sumamente azul en ese momento.


Durante todo el día había sido un vaivén de claroscuros
por las nubes que lo surcaban, movidas por las ráfagas
del viento. Pensé en mi yaya, quien tenía los ojos más
azules que he llegado a conocer, por lo que jamás aso-
ciaré el cielo con otra mirada ¿me estaría viendo ahora?
A lo lejos, si me cubría con una mano a modo de visera
la cara, podía apreciar unas nubes blancas y esponjosas.
Sus sombras no eran negras, sino añiles, de tanta luz
que recibían. He soñado muchas veces con esas nubes,
con ese cielo, y siempre me produce una sensación entre
la paz más absoluta mezclada con la certeza de que me
acabaré. De que, al morir, sentiré algo parecido a lo que

193
siento al mirar esas nubes: paz, pero al mismo tiempo el
vacío y cierta melancolía.

Fue en ese momento en el que decidí hacerle una


foto con mi polaroid, si bien la luz era demasiado po-
tente y donde debía estar aquel idílico cuadro el aparato
capturó un puntito negro, presumiblemente el sol, y lo
demás una blancura difuminada con algunos detalles.
Me dije: «demasiada luz para un confinamiento, puede
que por esto haya salido una foto tan ciega». Aun así,
me gustó tanto que la pegué en mi diario, que era tam-
bién mi agenda de trabajo. Me estoy acostumbrando a
que las cosas no sean como en las novelas de antaño, no
hay tantas cosas tan bien calculadas, medidas y posicio-
nadas para que todo salga acorde a lo que dicten mis
deseos. Y por supuesto que hay veces en las que me en-
fado cuando algo falla, no he pretendido dar a entender
que soy perfecta.

También es en mi terraza, al mirar a través de mi


ventana, donde me doy cuenta de que, en los días so-
leados, (intercalados con los grises, ventosos y lluviosos
más propios de lo que la primavera debería seguir sien-
do y apenas lo es), vienen más pájaros. He visto mirlos,
palomas, y golondrinas más que nunca. Me encantan
las golondrinas, hace años que no tocamos los nidos

194
que hacen en la casita donde mi madre crecía como
una flor silvestre durante los fines de semana y veranos
y que yo he visto en contadísimas ocasiones (lamento
decir que no me une a esa tierra ningún sentimiento
remarcable, aunque ha habido veces que he fantasea-
do con reformar esa casa y convertirla en una biblio-
teca donde poder vivir). Lo que sí que no he visto son
gorriones. Una lástima porque eso confirma lo que se
sabe desde hace tiempo: se están extinguiendo. En la
costa, por ejemplo, donde vive mi hermana y su familia,
me comentaron que apenas quedan. Paseando al lado
del Mar Menor, tan solo vi unos pajaritos verdes que
emitían un sonido un tanto molesto. Una especie in-
vasora, traída por los hombres (uso aquí el masculino
aposta), que luego no fue capaz de hacerse cargo del
desastre que causó. Kroma, otro niño del mar, se queda-
ba mirándolos embelesado. Una vez que le acompañé a
comprar, en enero quizá, se paró en seco e inclinó, si no
recuerdo mal, la cabeza a un lado con una sonrisa algo
melancólica. Ahora me preguntó si aquel gesto hubiera
sido una buena foto, pero no llevo la polaroid a todas
partes, las fotos son caras y temo que pueda romperse.
Aquellos pajaritos no fueron motivo de mi interés has-
ta que un día, como siempre nos pasa, su ausencia me
hizo consciente de que solían venir todos los días a mi

195
terraza, a cantar, cuando no detectaban aún movimien-
to en mi alcoba. ¿Cuánto tiempo debería alargarse la
cuarentena para que los gorriones volvieran? Aunque
bien pensado… ¿realmente así se resolvería algo?

Me he percatado de tres pequeños detalles cada vez


que he salido a aplaudir. El primero es que siempre nos
ponemos en las mismas posiciones: mi madre al centro,
mi padre a su derecha, yo a la izquierda. Se dice que el
ser humano es un animal de costumbres y mi padre y
yo a veces tenemos una mente muy cuadriculada. El se-
gundo es el alargamiento de los días. La luz cada vez le
va quitando espacio a la noche y eso me gusta. Me en-
canta el verano, me pone de buen humor haber empe-
zado ya la primavera porque me hace ver que estoy más
cerca del próximo solsticio. El tercero, soy la primera en
retirarme. Tengo varios motivos: suelo tener frío, ya que
nunca caigo en ponerme una chaqueta, me incomoda
escuchar Resistiré cuando la ponen tan alta como para
que los perros se pongan a ladrar. Siendo sincera, más de
una vez he tenido la tentación de unirme a los animales,
para mostrar mi rabia y el dolor que me provocan los
ruidos fuertes. Sin embargo, ni por toda la cuarentena
del mundo sería nadie capaz de justificar que una joven

196
como yo se pusiese a ladrar como un engendro cuan-
do sonaba lo que parece haberse convertido en nuestro
nuevo himno, junto con Oda a la alegría, que siempre
escucho quince minutos antes de la hora indicada para
el aplauso. Esa aún me sigue conmoviendo. Reconozco
que cuando cantamos el cumpleaños feliz a una vecina
sí que me sentí muy cómoda, es más, fue de las pocas
veces que me emocioné a esa hora. Ojalá todos los días
fuesen cumpleaños. Soy de las que se ilusionan enor-
memente con la llegada de esas fechas, sabiendo que
ha pasado un año más y pese a todo (o gracias a todo)
seguimos aquí, viviendo.

No durará siempre, me repito cuando el vacío se hace


grande en mi interior.

El encierro, mis proyectos de futuro, los libros, los


espacios de cuidados, nuestra pequeña gran familia, la
música, las reuniones, los gorriones, el mar, mis padres,
mi hermana y su familia, mi hermano y la suya, Verso
y su poesía, Marín y su elaborado lenguaje, Garabato y
sus dibujos, Kroma y su recuerdo, Meliflua y su música,
Apry con sus idas y venidas…ni siquiera yo.

No durará siempre.

197
Por lo que, hasta que se me acabe el tiempo, seguiré
escribiendo, imaginando, sintiendo, diciendo «te quie-
ro», abrazando y besando a mis padres, leyendo no lo
que caiga en mis manos, sino lo que el instinto me
marque; videoconferenciando con quienes más quiero,
bailando en mi cuarto, dibujando, creando mi propio
negocio, comiendo plátano con nueces y sirope de aga-
ve, tomando un té en cada café virtual, desaprendiendo
y cambiando de idea, una dos, tres… mil veces sobre
un mismo tema. Como tengo la certeza de que nada,
absolutamente nada, durará para siempre, continúo vi-
viendo hasta lo que se supone que venga (o no) después.

198
Carmina Balaguer

nació en Barcelona, España, en 1984,


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

199
Mirar la pérdida

Día 2 – Domingo 15 de marzo de 2020

P quiso celebrar su día con una sesión de autorre-


tratos a la que me entregué jovial. Me invitó a que nos
miremos a través de la cámara durante cada día de esta
cuarentena de la que aún no conocemos ni los días ni
las semanas. Ni los resultados. Me pidió que, a partir de
ahora, no sonría y simplemente me abra al secreto. Al
gesto neutro.

Pienso en el origen de este término y en cómo me


aboqué a él cada vez que practiqué una cuarentena en
el pasado. Pienso en cómo esta cuarentena es distinta
a todas. Tal vez un resumen; tal vez un nuevo inicio.
Pienso en todas las búsquedas, las de crear casa y amor.
Pienso en todo lo que no sabemos de estos días y en lo
afortunados que somos de atravesar esta incertidumbre
juntos. P me mira de acuerdo mientras sostiene mi en-
trepecho con la palma de su mano.

200
Ayer P cumplió años lejos de casa. Cortamos en
cuatro partes un muffin de chocolate que encontré el
viernes a última hora, antes de que todos los negocios
cerraran por tiempo indefinido. Se lo regalé junto a una
vela antigua que encontré, a la que le di la vuelta para
convertir el 7 en un 1. Soplamos a oscuras y nos acor-
damos de cómo, solo un año atrás, él me golpeaba el
vidrio mientras yo esperaba sentada en la Negus de la
Plaza Belgrano. Cómo en ese mismo café nos rozamos
la palma de la mano por primera vez. Cómo fueron las
cafeterías los lugares donde todo empezó. En secreto.

Día 4 - Martes 17 de marzo de 2020

Anoche nos despertamos dos veces, por separado. P


arrancó primero, al amanecer. Preparó el mate y abrió
las puertas del balcón. Yo me acerqué un rato después y
repetí en susurro: «esto será largo». Desde ayer una ne-
blina extraña cubre el horizonte, borrando el acceso al
mar. La vida sigue creciendo dentro mientras P afirma
otro mantra: «estamos hechos de paisajes internos».

201
Día 5 – Miércoles 18 de marzo de 2020

Hoy salí a comprar un poco de pan para M. En la


esquina, dos policías pararon a una pareja que paseaba
con barbijo y mochila –¿por qué estaban afuera?–. Es-
tuve media hora con M, charlando a un metro y medio
de distancia y sin compartir ni agua ni café. Hace una
semana que no sale de casa, me recordó, y que no ve la
calle. Me señaló ese cajón, donde está ese documento
por si… Hablamos sobre la muerte; y sobre el naci-
miento de L. Regresé veloz a nuestro espacio de con-
finamiento. Vivimos encerrados, pensé, aunque nunca
toqué la vida tan de cerca.

Día 6 – Jueves 19 de marzo de 2020

Con P abrimos el trastero. Encontramos los adornos


de Navidad y las valijas con las que cruzamos el Atlán-
tico. Se podía inhalar un desorden vacuo. Una acumula-
ción de planes que han pasado a racionarse. Desde que
empezó el confinamiento, todo se cuenta. Los tomates
en el plato, las piezas en el lavarropas, los días en los que
bajamos a tirar la basura, las horas en las que hay que salir
al balcón y gritar como tarzanes. Las veces que lloramos.
En esta última semana él lo ha hecho una vez y yo, dos.

202
Día 7 – Viernes 20 de marzo de 2020

Empezó la primavera y P transcribió cinco páginas


de su libreta. A sigue preguntando cuándo regresará al
colegio. Se preocupa por mantener todas las puertas
cerradas y no dejar que los virus invisibles acechen su
hogar. Cuando sus padres deben irse —el papá sale a
comprar comida y la mamá sigue en el hospital traba-
jando en primera línea— yo cruzo la plaza para estar
con él y con B, mientras P se queda en casa haciendo de
nuestro hogar un refugio artístico.

Hoy, mientras le daba el desayuno, A me confesó que


un dragón dormía en la cuna de su hermanita. Le ex-
pliqué que a los monstruos se les combate con la mano
en el corazón, pero él insistía con que el dragón no se
iba. Juntó cartones, cuerdas y juguetes de madera para
construir un arma letal. Lo dejé ser y media hora más
tarde me sumé a luchar con él. Mi sobrino tiene tres
años y medio, hace una semana que me ve tapada con
mascarilla y que no me pregunta por qué la llevo. No lo
necesita. Tiene claro que los dragones sí existen y que
los adultos no sabemos matarlos. 

203
Día 9 – Domingo 22 de marzo de 2020

Tener una familiar trabajando en primera línea me


lleva a una necesidad salvaje de no negar la realidad.
Con P hemos salido a la azotea para dibujar cuántos
futuros posibles podemos enfrentar. Es domingo, una
vecina ha empezado a cantar ópera desde su balcón y
M asegura no conocer a nadie que no quiera superar
este ajuste de la naturaleza. Aunque P cree que es im-
posible regresar a los orígenes, una brisa anónima se ha
instalado entre aquí y allá. En Barcelona, los dos hemos
escuchado cantar pájaros por primera vez. En Buenos
Aires, F se ha sentido orgullosa de su país por primera
vez. En mi cuerpo, el presente se ha vuelto íntimo y
compartido. Por primera vez.

Día 10 – Lunes 23 de marzo de 2020

Después del almuerzo nos agarramos las manos y


estuvimos un rato largo mirando al infinito. Solo diji-
mos una frase: «no tenemos ni idea».

204
Día 11 – Martes 24 de marzo de 2020

P dice que llegó a Barcelona por mí, aunque siempre


pensó que cualquier lugar sería correcto para nosotros
si estábamos juntos. El día que estuvo seguro de ello me
sacudió el pelo a las cinco de la mañana para desper-
tarme con un entusiasmo casi inocente. Estábamos en
Lozano, nuestro segundo hogar de paso.

Con la misma fogosidad decidí que a partir de en-


tonces retrataría cada espacio en el que se daría lugar
nuestra intimidad. Las habitaciones de acá y de allá.
Las nuestras propias y las prestadas. Los refugios en
los que creeríamos vehemente en nosotros. San Salva-
dor de Jujuy, Lozano, El Pichao, Tafí del Valle, Termas
de Reyes, Córdoba, Cachi, Barcelona y la buhardilla de
Planoles.

Aunque para mí el penúltimo de los puntos era el


decisivo, hay un único lugar al que sigo recurriendo a
la distancia; ese rincón secreto que —sin tener habi-
tación— nos trazó el rumbo. Lo descubrimos en una
inmensa y angosta formación rocosa, con figura de gar-
ganta abriéndose descaradamente hacia el cielo y como
un imán a lo posible. Nos recostamos en la piedra rojiza
de la quebrada, respiramos hondo y pensamos un deseo

205
en voz baja. En ese viaje —en el que unimos Salta con
Cafayate, Jujuy con Barcelona y panza con pulmón—,
establecimos un pacto de unión. El nuestro.

Sin embargo, P ha decidido partir con el mismo im-


pulso visceral con el que decidió venir; con el mismo
fervor con el que me fotografió danzando un atardecer
en el Parque Nacional Los Cardones, o manejó la chata
ocho horas por día para llevarme hasta el Museo de la
Luz.

Algo que yo no logro ver desde mi balcón —mi úni-


co mundo posible ahora— lo llevará de vuelta a casa
cuando las fronteras se abran. Algo que flota en el aire
y que nos mantiene encerrados. Algo que para él es la
continuación de un inicio y para mí un posible fin.

Como un acto premonitorio, hoy nos hemos retrata-


do al mediodía saliendo de la ducha, envueltos de vaho,
de vapor. De un aliento que disipa todo aquello que
pesa.

Día 12 – Miércoles 25 de marzo de 2020

Lo que P y yo somos nació en las alturas, en la aridez


de los cerros y su sacralidad. Se acercó al mar, a la fami-

206
lia. Al arte. Y seguramente es esto mismo —el arte, la
familia, el mar, la aridez de los cerros y su sacralidad, las
alturas— lo que ahora nos separa.

Nunca nos imaginamos tan lejos y tan cerca.

Día 13 – Jueves 26 de marzo de 2020

Recostados en la cama en la hora de la siesta y con


la persiana del balcón bajada, P asegura no recordar el
deseo formulado en la roca escondida de la quebrada,
pero sí sentir que probablemente ya se cumplió. Yo le
confieso aún recordar el mío —y guardarlo tan en se-
creto como ese día fértil en el que lancé un grito al cielo
desde el silencio. Le confieso también sentir que para
mí solo se cumplió a medias.

Seguimos amando el silencio, porque es lo que te-


nemos.

Seguimos amándonos en silencio, porque es lo que


tenemos.

Día 14 – Viernes 27 de marzo de 2020

El confinamiento se convirtió en un lenguaje más,

207
estructurado en tres pasos. El mate silencioso, los retra-
tos pensados y las noches interrumpidas. Anoche soñé
con el número 2020, en cómo se duplica y se mira fe-
rozmente a sí mismo. Anoche entendí cómo el 2020 es
la suma de una pareja que puede unirse o alejarse.

Día 15 – Sábado 28 de marzo de 2020

P cree que lo que quedará será un mundo de huér-


fanos, pues quienes se van son los padres y no los hijos.
Mientras leemos cómo el número aquí sigue en aumen-
to, recibo un mensaje de L en el que reflexiona cómo los
que mueren hoy —solos— son los que nacieron bajo la
atrocidad de la guerra y la posguerra.

Yo pienso en cómo los ancianos son los agentes


principales en las culturas andinas, los guardianes del
saber a quienes se accede cuando uno está perdido. Me
pregunto si aún estamos a tiempo, de acudir a ellos para
aprender a amar lo único que nos salvará: la vida.

Día 16 – Domingo 29 de marzo de 2020

P me invitó a ver esa película de los noventa en la


que el hombre se acerca al lenguaje de los lobos. Fue la

208
primera obra audiovisual que vi sentada en un avión,
proyectada en una pantalla mediana aquella noche de
ya hace casi tres décadas mientras cruzaba el Atlánti-
co por primera vez, abocada a un viaje que me abriría
al mundo libre.

Recuerdo todo lo que descubrí durante esa aventu-


ra familiar: el paisaje vasto, la montaña arisca, el amor
incondicional. Y el pensamiento indígena. Un viaje que
nunca más se repetiría, pues todo lo que fue familia en
esas tierras se rompería de forma abrupta muy poco
tiempo después. Sin previo aviso, como todo lo que su-
cede en estos días.

En el filme, vimos la escena en la que L construye


una vida con sus propias manos, en una cabaña fron-
teriza que crece a diario. Vimos cómo L se entrega a
esa misión constante de observar los horizontes para
controlar lo nuevo, de escribir el detalle en una bitácora
arrugada que se alimenta de un fuego hecho a tierra.
Vimos su mundo hostil, que en el fondo era del todo
sincero.

Yo me quedé dormida en la hora 2; y P en la hora


3. Soñé con todos los caminos recorridos estos últimos
años, la cantidad de preguntas formuladas y textos en

209
bitácoras —algunos aún no publicados. Las cimas de
Perú, Bolivia, Chile, Colombia. Los vientos de Uru-
guay, Paraguay, Brasil y México. La vida en la Quebra-
da de Humahuaca, abocada también a un mundo igual
de hostil que sincero. Las fronteras y las tantas horas
trasatlánticas desde arriba del avión.

Adormecida, con la pantalla de la computadora de


fondo y junto a P, entendí por fin cómo todo el sentido
de mi vida se construyó para regresar a ese viaje irre-
petible. A ese punto cero que me empujó a seguir una
única corriente —la del corazón salvaje. A aquel verano
en el que con tan solo seis años de edad —y frente al
Gran Cañón del Colorado— me prometí que algún día
me dedicaría a descubrir el mundo. Y a contarlo.

Mientras P sigue esperando que las fronteras vuel-


van a abrirse, yo entiendo que mi mundo de ahora es lo
que siempre tuve y nunca pude ver.

Día 17 – Lunes 30 de marzo de 2020

Hay fragmentos de estos días que avanzan y re-


troceden en partes proporcionales. El aplauso de ayer
lució por primera vez de día, pues la madrugada an-
terior avanzó el reloj una hora y nos arrimó hacia un

210
horizonte diáfano. Nos miramos entre todos. Con P
inclinamos la cabeza para saludar a la de arriba; solta-
mos los brazos alocados para ser señalados desde la otra
manzana. Descubrimos, todo el barrio, que quien salía
cada noche a agradecer la labor sanitaria con una ma-
traca era una abuela y no un hijo de cinco años; y que
la carcasa que cubría el aparato no era de una madera
romántica sino de un plástico violeta. Quedamos todos
delatados, frente a un domingo primaveral que seguía
brotando como un alivio.

Hoy se enturbió el cielo y la temperatura ambiente


descendió en picado. No fue un lunes festivo, aunque
igualmente salimos al balcón pisando las gotas de lluvia
del día para gritar una noche más como tarzanas y tar-
zanes. Dicen que, tal vez, mañana nieva en la punta del
cerro. Tal vez como un alivio más.

Día 18 – Martes 31 de marzo de 2020

Vivo una contradicción constante. Quiero que esto


termine lo antes posible para que el mundo sane. No
quiero que esto termine nunca porque, cuando así sea,
sé que él se irá.

Hoy soy el silencio.

211
Día 19 – Miércoles 1 de abril de 2020

Entrevisté a C a primera hora de la tarde. Quiso


presentarse mostrando por la pantalla el horizonte que
ve durante estos días de confinamiento. El Pacífico se
movía suave, pero seguía apretado por esa neblina incó-
moda que siempre cubre Lima en invierno.

Yo intenté mostrarle parte del Mediterráneo que veo


desde mi balcón, pero ayer fue la segunda lluvia y, pues,
desde el lunes todos los horizontes son un cúmulo de
obstrucciones.

C dijo que la felicidad mayor que recuerda de su in-


fancia fue lejos de Barranco, cuando conoció la «sole-
dad acompañada». Es un estado que solo se vive en el
campo, añadió, y el único estado en el que la imagina-
ción logra abrirse.

Sin decírnoslo, compartimos todo lo que el mar ha


sido para nosotras. Cómo este nos devuelve todo lo que
la vida no nos ha dado y no sabemos si nos podrá dar.

La entrevista duró 1 hora y 45 minutos y continuó


con intercambio de whatsapps, e-mails e imágenes has-

212
ta entrada la noche, prolongando una sensación de «so-
ledad más acompañada».

Me pregunto si la responsabilidad de los que se-


guimos sanos y salvos es precisamente recuperar esta
«soledad acompañada», pero sobre todo si estamos pre-
parados para hacerlo; para soltar las calles y dejar que
nos invadan los campos internos mientras afuera todo
muere y renace al mismo tiempo.

Día 20 - Jueves 2 de abril de 2020

En Jujuy se desbordaron los ríos. Desde allí, S me


escribe cuánto extraña cruzar cerros durante 14 horas
para acceder a su puesto de trabajo. Con la Puna en
la memoria, G asegura que se vienen tiempos difíci-
les para quienes les cueste soltar viejas estructuras. En
México, C me envía un audio carta contando cómo ha
tenido que abandonar el rancho para acercarse a la ciu-
dad. En Barcelona, B me susurra en secreto cómo ya
no logra recuperarse de las guardias. En Buenos Aires,
J trabaja de madrugada para intentar salvar las pymes
porteñas. En mis 70m², yo quisiera salvar lo único que
tengo a mi lado, pero sé que no podré hacerlo.

213
Día 21 – Viernes 3 de abril de 2020

P me ve llorar y no sabe acercarse. Yo intento escribir


una definición del vacío, pero tampoco sé hacerlo.

Hace tantos días que lloro a escondidas. Me escurro


en los detalles de la casa, buscando un sostén secreto.
La ducha a 40 º de temperatura; la bacha de la cocina,
donde lavo las ollas tres veces seguidas. La pantalla de
la computadora, la del celular. El horizonte y el Medi-
terráneo, que me acompañan impotentes y sabios. Las
hojas de cada planta, a las que desde que llegó P olvidé
darles constancia. Las sábanas de la cama, con las que
me cubro antes de que anochezca. El espejo de la en-
trada; el del baño. El del placard, que mantuve vacío
durante 61 días en su espera y que volverá a estarlo en
una fecha incierta. Observo todo con detalle e imagino
cómo quedará la casa cuando ya no estén —ni el con-
finamiento ni él.

Día 22 – Sábado 4 de abril de 2020

Estoy viviendo un duelo sin nombre, porque es un


doble duelo. Pierdo a P y con él se van seis años de letra
y libertad; de cerros y paisajes de altura. De furia y ce-
mento expansivo. Seis años de extrañar el mar.

214
Pierdo el amor, y pierdo Argentina.

Día 23 – Domingo 5 de abril de 2020

Hace un año todo pinchaba: el mal de altura, la leja-


nía y la adrenalina de estar viviendo el momento exacto.
Dentro de un año todo pinchará: la lejanía, la marea y
la paz de estar viviendo el lugar exacto.

Sigo preguntándome si la decisión que tomé —la de


hace un año— es la correcta.

Día 24 – Lunes 6 de abril de 2020

P vive esta práctica diaria como un punto de encuen-


tro; yo como una preparación.

Para cuando el clic del retrato ya no sea parte de este


hogar.

Día 25 – Martes 7 de abril de 2020

P quiso recrear una selva en el atrás. Juntó todo el


verde al abasto para llenar el cuadro de la fotografía de
hoy. Yo me entregué al blanco y negro mientras recordé

215
la última vez que escuché este paisaje. Fue en la esquina
de La Prometida una noche junto a A, cuando ambas
saltamos una rama de árbol torpemente enrejada. Extra-
ñaba todos los bosques, dijo, porque la ponían al límite.

A ya lleva más de un año en el valle. Cuenta que


en Perú la cuarentena también es estricta, aunque las
señoras de Urubamba siguen vendiendo frutas de sus
chacras. Me escribe sobre los momentos bisagra, el len-
guaje de la danza. Sobre los seis años que, para cada
una, tuvo un final distinto.

P quiso recrear una selva en el atrás y me di cuenta


de que no estoy tan lejos de ella. Que la pulsión del mar
es solo el eco final de todo lo que nace en la tierra.

Día 26 – Miércoles 8 de abril de 2020

Confianza y deseo, ha dicho P.

Él vive el levantamiento de esta cuarentena como un


inicio, un regreso al origen. Yo lo sufro como un posible
final, y por eso necesito más que nunca aferrarme a los
significados.

216
Le pregunté cuál ha sido mi legado en su vida. Y ha
vuelto a repetir:

«Confianza y deseo».

Día 27 – Jueves 9 de abril de 2020

L sueña con el contacto. Dice que cada madrugada


mantiene medio párpado abierto para palpar la funda
de la almohada. Yo le cuento cómo suelo adormecerme
estos días: una imagen pictórica transforma las calles en
una masa de pieles que se amplían sin fin, preparando
el terreno para lo que vendrá. Desde hace 27 noches
recuerdo el día en que empecé a creer en la vida elás-
tica. Era 2013 y por primera vez subía las escaleras de
la que sería mi casa en Virrey Loreto. Desde hace 27
noches vuelvo a bailar con L a la distancia. Desde hace
27 noches P me ha pedido atravesar esta crisis juntos
una única vez. Desde hace 27 noches, quise seguirlo y
no seguirlo en proporciones iguales.

Día 28 – Viernes 10 de abril de 2020

Hace dos domingos P sugirió comprar otra maceta


para el árbol de jade que él mismo encontró en una ve-

217
reda la segunda semana que estuvo en Barcelona. El día
anterior quiso arreglar el bracero lateral del sofá, roto en
la última visita; arrancó todas sus grapas y consiguió re-
forzar la maderita con unos clavos que yo misma com-
pré mientras lo esperaba ansiosa en noviembre, cuando
estaba convencida de que el futuro ya nos abrazaba.

Vivimos proyectando un día a día que no sabemos si


podrá existir, pero acepto que, sin perspectiva, el cuerpo
no avanza. Que nuestros momentos compartidos pue-
den desaparecer de un día para otro. Que, si no consigo
un destornillador durante la cuarentena, el sofá seguirá
fracturado y a la planta le faltará tierra donde amarrar-
se. Que el futuro, cuando no está en tus manos, es igual
de bello e incómodo.

Día 29 – Sábado 11 de abril de 2020

G cree que hay dos maneras de mirar el mundo a


partir de ahora: arrojando el pensamiento hacia el cielo
o hacia la tierra. Está convencida de que a cualquiera
de ambas direcciones se llega por atracción propia. Me
lo explica en un audio carta que llega vigorosa desde
Lozano, rompiendo el silencio que ha logrado construir
desde que todo empezó.

218
A la tarde yo rompo mi silencio junto a P, confesán-
dole cómo el horizonte frontal sigue siendo —por aho-
ra— la dirección con la que me siento más cómoda. En
él veo el Mediterráneo cambiar su color temperatura
cada mediodía, pasando del blanco cegado al azul ter-
ciopelo. De él también veo subir las gaviotas que, quien
sabe si por la falta de tránsito o por la cercanía del vera-
no, custodian los pisos altos como el nuestro. Mientras
contamos tres de ellas le pregunto a P cuál de las dos
direcciones elige, si el cielo o la tierra. «Las leyes de los
balcones no son las leyes de la calle», responde. 

Día 33 – Miércoles 15 de abril de 2020

Aprendí a decir adiós desde muy chica, adquiriendo


un hábito que no llevé con orgullo hasta que emigré.
En los últimos años ésta ha sido la palabra más expul-
sada por mis labios, junto a «te amo».

Un nuevo adiós se acerca acompañado de un sobrio


silencio. G asegura que de los silencios nacen los cam-
bios y que, normalmente, estos suelen traer regalos. F e
Y me empujan a anclarme en el instante, a no limitar
el futuro.

219
Son días de silencio, pero también de tacto a la dis-
tancia. C quisiera prepararme un dulce café desde Mé-
xico. Mi madre quisiera no tener que estar a dos metros
de distancia para abrazarme y decirme que, durante seis
años, pensó que me perdía.

Son días de silencio, pero también de mapas abier-


tos. Leo a C, que desde Lima sube cada día a su azotea
y escala ese tanque de agua para sentir, al anochecer,
que sigue conquistando cimas. O a I, que en La Rioja
acaba de llorar dos muertes seguidas.

Desde que empezó todo, estuve cerca de Jujuy, Bue-


nos Aires y del Perú. También de la Barcelona del 2008
y del hombre que me trajo al mundo. Desde que em-
pezó todo, cambiaron los tiempos. Los tres minutos y
medio de llamada telefónica se extendieron para repa-
rar los siete meses de ausencia de mi padre; el aplauso
diario suena en los balcones como una tarde entera de
convivencia; y el año de vida con P se vuelve fugaz.

Desde que estoy confinada, se acercaron las gaviotas;


se alejó el amor como lo conocía hasta ahora. Pero re-
gresó lo que me pertenece. Desde que estoy confinada,
he vuelto a recordar cuáles son mis paisajes y me he
comprometido con ellos. Una vez más. Desde que estoy

220
confinada tomé una decisión crucial: a partir de ahora
voy a pensar más en mí. Una vez más.

***

El domingo P decidió culminar el ejercicio fotográ-


fico realizado a diario, dando honor al número 30 que,
para él, es un hito. El trípode ya no vigila el balcón. Ni
el balcón vigila el cielo. Algo se va apagando mientras
sé que él espera tierras y animales. Y yo letras y ger-
minaciones —no solo en los párpados, también en el
abdomen.

Mientras estoy convencida de que lo único que nos


salvará de todo esto será el amor, en sus múltiples for-
mas.

Mientras estoy convencida de que todo lo vivido —y


habitado— hasta ahora ha sido una preparación para lo
que vendrá.

Mientras estoy convencida de que a la pérdida no se


la puede llegar a mirar del todo, pues esta no existe, es
solo un cambio de legado.

221
Diana Dolea

nació en Tecuci, Rumanía, en 1992,


y pasó su confinamiento en Valencia, España

222
habitación pequeña, 10:20 a.m.

Recuerdo el gemido de mamá desde la distancia. Me


quería a su lado; me lo exigía, casi. Su voz era grito.
Ahora me quiere aquí, mas daría su alma a cambio de
sentirme cerca.

Me invade el miedo.

En qué momento podrá ser sin nosotras, sus dos hi-


jas. Por qué busca protegernos con esta inagotable fero-
cidad, como si su vida fuera un anexo a la nuestra.

(Silencio.) Una luz parpadea entre mis manos.

Reconozco la sinfonía, tantas veces reproducida.

Cómo te sientes.

Es la misma pregunta, escrita hace dos días, enviada


también hoy a través de una pantalla. Y sé que es con-
suelo lo que necesita, quizá algo más que un estoy bien,
pero no dispongo de suficiente energía ni siento ganas
de visualizarme como respuesta.

223
La línea colocada bajo la suya siempre comienza del
mismo modo, formando parte de una estructura que
se amplía conforme me alcanza la culpabilidad como
estado emocional patente.

Todo lo que no nos decimos es configurado median-


te una serie de emoticones, elegidos casi al azar.

Estoy bien, mamá.

Corazón rojo, beso, corazón amarillo…

(Entregado.)

más tarde

Creo haber sido la causante.

El mundo colapsó debido al fuerte deseo que yo te-


nía. Pedí tiempo para mí misma. Y se me concedió.

De un día para otro, las horas me pertenecen al com-


pleto.

Pero a qué precio.

(Mamá ha visto mi último mensaje y me ha devuelto


unos besos.)

224
habitación grande, 9:40 a.m.

Trato de hacer más habitable el lugar que nos res-


guarda; no importa si no es verdaderamente mío.
Nuestro. Deseo limpiar aquellos rincones a los cuales
no accedí durante los últimos meses, así como reubi-
car algunos muebles y reorganizar las pocas obras que
me acompañan —si hubiera imaginado la situación del
presente, habría metido en el maletero del coche de
papá unas cuantas cajas, repletas de libros.

Soy afortunada porque mi mayor preocupación es


esta: la separación entre mi ser y las escritoras dejadas
atrás. Edna O’Brien, Annie Dillard, Elizabeth Bishop,
Virginia Woolf, Rosa Luxemburg, Tatiana Tolstaya…
nombro algunas con la intención de hacerlas imagen en
este progresivo olvido.

(Nueva idea). Podría hacerme con una planta y verla


crecer.

Evoco: no debo salir a la calle y, además, los comer-


cios están cerrados. Por qué se me ocurre justo ahora,
cuando el tiempo nos ha arrojado y estamos viviendo
fuera de él.

Despierto: no me dicen nada las plantas. Por qué ne-


cesitarlas.

225
habitación pequeña, 7:50 p.m.

Encuentro en los diarios de Anaïs Nin una resolu-


ción: la fuerza, suave y delicada, no es menos fuerza que
la de los demás.

¿Seré yo tan fuerte como lo es una mujer que sale a


la calle y lucha por un bien común? ¿Podrá ser acaso mi
silencio un impulso…?

(Escucho). Están abriendo las ventanas. Incógnitos


seres surgen desde sus impenetrables hogares para ha-
cer resonar las palmas; y mientras la oscuridad recoge
los aplausos desde los balcones, yo permanezco detrás
de la anaranjada cortina, quieta y callada, con los dedos
sobre un teclado, esperando, viviendo un tiempo dado.

Nunca he sido un algo de un conjunto. No me nace:


serlo.

¿Supone esto un privilegio?

Sí, lo supone. Y, sin embargo, a pesar del rechazo que


inspiran las ideas recién expresadas, siento el deber de
mantenerlas.

Al menos tengo la fuerza necesaria como para admi-


tirme en unas páginas, con todos los matices.

226
(Querida Diana de un cercano futuro, no regreses a
los anteriores párrafos porque acabarías corrigiéndolos
hasta deshacerlos por completo y entonces nada podría
llenar el hueco que dejarían).

cocina, 5:45 p.m.

Paso un trapo húmedo sobre la mesa, luego uno seco.


Enciendo dos pequeñas velas y las dejo en estado de
consumo. Tras el ritual previo, escribo. Corrijo: creo
preguntas.

En qué quedará el mundo —¿cuál de todos?

Qué siento; qué siente él.

¿Hoy también me escribirá mamá?

¿Y haré yo algo con las horas dadas?

habitación pequeña, 10:15 a.m.

Las mañanas y consecuentes tardes son mías, y, sin


embargo, la poesía no se me muestra. Algunos ven a sus

227
dioses mediante sencillos rezos, bajando las agraciadas
cabezas hacia la tierra, y yo que clavo la mirada en el pa-
pel, a veces pantalla, nada ocurre. Ninguna inspiración
divina. Me resulta sumamente injusto porque no creo
que ellos estén en posesión de una emoción tan sincera
hacia su venerado espíritu como lo es esto que yo perci-
bo cuando trato de transformarme en palabra.

habitación pequeña, casi 11 a.m.

(Asimilo).

La cálida luz de todas las mañanas que se filtra a


través de la persiana me invita a formar parte del cono-
cido ceremonial, dado siempre a una misma manecilla
de reloj.

Mis piernas-alas siguen una ruta ya aprendida, divi-


dida en dos significativas paradas: la creación literaria
y la posterior lectura. Primero escribo, o al menos trato
de hacerlo, a veces poesía y, en otras ocasiones, estas
páginas que siguen sin convencerme —¿será mi diario
un algo que alguien leería? Más tarde, paso de un libro
a otro, comenzando varios, sin acabar ninguno.

228
Y entre las dos estancias que ocupan mayor parte del
itinerario, están las restantes paradas: el café soluble, las
ruidosas lavadoras, las tortitas con salmón, los gritos de
la vecina, las tajadas de plátano maduro, los viajes al
supermercado, los silenciosos besos, las conversaciones
con mi hermana, los elocuentes discursos en las redes
sociales, los aplausos, las películas de cada noche…

(La lluvia que tan agresiva parecía hace un momen-


to, cesa. Me pregunto cómo consigue cambiar de estado
en ínfimo instante; podría yo hacer de la escritura algo
más que un simple anhelo).

habitación grande, 7:15 p.m.

Hoy he salido tras una distancia temporal evidente


y he descubierto que la tierra no sufre nuestra ausencia.
Al momento me he encontrado conmovida; inspirada,
quizá, hecho que me desconcierta. Pues qué clase de
humanidad es la mía si la vida se me muestra escrita en
una situación catastrófica.

Qué pensarían si les dijera que veo belleza en la des-


gracia ajena.

229
En un escenario apocalíptico, yo sería alguna poeta
anónima, la de las ideas románticas, y haría poesía con
las grietas humanas.

Y sé que mis poemas no curarían ni salvarían a nadie


—¿acaso buscarían hacerlo?

Por qué escribiría entonces, si no habría razón algu-


na para hacerlo.

Por qué escribo.

(Si Anaïs y yo estuviéramos hechas para la realidad,


nuestras preguntas habrían sido otras. O tal vez habría-
mos nacido en un planeta tan idílico que no habría sido
necesario comprendernos a través del arte).

en todas partes, ¿hora?

Observo el paulatino desplazamiento de mi cuer-


po, buscando un no sé qué, yendo hacia delante y hacia
atrás sin mi consciencia, por sí solo. Mientras viaja, yo
describo sus movimientos.

No hay tantos lugares a los cuales ir. Desde la en-


trada principal se llega al pequeño salón que conduce

230
al corto pasillo, luego, en este orden, quedan ubicados
el cuarto pequeño, el baño, la habitación grande, y, por
último, la cocina.

Mas mi cuerpo, al estar desvinculado, no se recono-


ce; cree estar en distintos puntos geográficos, como si
todos los espacios lo contuvieran en un mismo instante.

espacio indeterminado, ¿hora?

Cómo estás. (Mamá escribe).

Temo presenciarla incluso en sueños.

Estoy bien. (Habla la garganta penetrada por una


espina).

En un ángulo de una habitación cualquiera está mi


ser, levitando por encima de mamá.

habitación pequeña, 10:15 a.m.

De nuevo pregunto.

231
Entre dos opciones, recién pensadas, con cuál me
quedaría.

Como primer caso hipotético, el estado de alarma


seguiría prorrogándose, semana tras semana, entonces
me tocaría permanecer en casa, escribiendo —ojalá
fuera esa una certeza, lo más probable es que acabaría
dudando de mi propio reflejo.

En un segundo caso, la cuarentena finalizaría y se


daría el regreso a la reclamada normalidad —imagi-
nando desde un enfoque irreal, pues no habría retorno
posible—, en consecuencia, me tocaría ejercer como
empleada y escribir a ratos, de vez en cuando, si es que
lo haría.

Viendo las dos conjeturas, ¿absorbería y expulsaría


el aire bajo un techo, haciendo literatura, o aceptaría mi
constante metamorfosis a lo largo de la efímera exis-
tencia?

más tarde

Mi amiga decía que nosotras tenemos una impor-


tante ventaja sobre aquellos cuyos rostros aún hoy re-

232
memora. Como extranjeras en un mundo que nos re-
chazaba, aprendimos a estar solas.

Quizá su idea justifique la impasibilidad ante el ais-


lamiento.

Llevo sobre la espalda veintisiete años, estando sola,


aunque es a partir de los diez cuando comencé a ser
consciente de mi propia compañía.

Viajaba entre las nubes, flotando, sin que la gravedad


pudiera lanzarme hacia el infinito océano; aprendiendo
el lenguaje de las aves, que me aceptaban en su tribu a
pesar de que mi naturaleza no era como la de ellas —no
tenía alas ni las tendré nunca—, y, sin embargo, podía
seguirlas con el alma.

En ocasiones bajaba a la tierra y reposaba sobre las


ramas bajas de los agitados árboles, recuperando mi
parte humana. Mas no me quedaba durante demasiadas
horas, pues temía encontrarme con algún dedo sobre
mi sombra proyectada, por lo que me alejaba, volando,
con la dicha de no pertenecerles.

(Sonrío ante esta bella alusión).

Supongo que me tuve a mí misma y que no pudo


haber sido de otra manera, sin eso en lo que creía: mi

233
lejanía en el cielo, sobre todas las miradas.

Ya no me desprendo del suelo como antes lo hacía,


pero todavía poseo la habilidad originada durante mis
primeros años de clausura.

cocina, 6:08 p.m.

Ocho minutos se sucedieron en vano.

La manía de atraparme entre las pestañas. Esta ob-


sesión que me hace girar sobre mí misma, como si una
espiral me estuviera tragando.

Cinco minutos más que se me van.

Estoy dentro de mi alma que ruge y muerde lo in-


visible.

salón, 9:45 a.m.

Ahora lo sé, aunque quizá mañana lo olvide.

No todo es urgencia. También es pausa y sustancia

234
a la vez.

Puedo (y debo) acoger el aire con su silenciosa llu-


via sin la necesidad de darle un sentido sobre el papel;
puedo lavar las fundas de las almohadas, ordenar los cu-
biertos en la cocina, encender velas y ubicarlas en la es-
quina deseada... Puedo dejar la ventana abierta y luego
calentar las manos a pocos centímetros de la olla donde
verdes brócolis alcanzan su derivado color. Puedo vivir
sin hacer de mis días una constante escritura.

No es necesario estar siempre en posesión de la pa-


labra.

Soy pigmento hemoglobínico. Y debo reconciliarme


con esta tajante idea.

habitación pequeña, 4:20 p.m.

Rocío.

He sido alcanzada.

Y me he pronunciado a través de un conjuro.

Rocío.

235
Al instante, una abeja, llegando de alguna parte,
asentándose sobre el respaldo de la silla, me ha ordena-
do: abre tu pecho.

Y yo lo he abierto en dos.

Una flor ha brotado desde mis profundidades.

¡La gran sorpresa! He sido alimento y me he hecho


toda verde.

habitación grande, 9:10 a.m.

Transcribo las respuestas anoche soñadas, reveladas


a través del estado fotosintético, con el miedo de volver
a perderlas.

En un primer plano se manifiesta mamá, cuyo llanto


es la introducción de un cántico familiar. Me observa y
habla con mi voz. Quiero renacer de mis peores memo-
rias y encontrar la felicidad en mi mirada, mas no en la
ajena.

Mamá, convertida, me ofrece desde sus entrañas una


planta de largas hojas que rechazo, pues yo también soy
una —asimismo soy pájaro a ratos—, y no me gusta

236
nutrirme en diminutas macetas ni respirar a merced del
deseo humano.

Segunda estrofa del sagrado cántico. Nada es mo-


vible, incluso mi propio aliento queda en suspensión.
Presencio el rostro de una mujer —su aparente sonrisa
es lo único que baila en el colorido escenario—; se acer-
ca mientras me dice que mi fuerza es válida, y que no es
menos por no ejercerla en una única dirección. Asiento,
sin ya verla. Mi llamada fuerza es válida porque convivo
con él y sé amarlo, lo es porque las horas no me pesan y
logro dirigirme a mí misma, aun en sueños, buscándo-
me y reconociéndome en todos los espejos.

Puedo abrir la boca, mas callo. La mujer de la tenue


sonrisa se transforma en mamá. Entonces entiendo que
mi silencio es impulso.

El mundo que estoy viendo a trozos se enciende


conforme avanzo, de una habitación a otra, en la pre-
sente hora y la que viene; mientras el plató de los demás
queda en esto que estoy imaginado a medida que creo
el mío.

Tercera estrofa del cándido cántico. Y unas cuantas


puertas frías bajo mi tacto. Aprieto los pomos, asumien-
do los riesgos que contienen. Admito y confío. Pienso

237
en aquella etiqueta que me marcará una vez traspase
el umbral, y, sin embargo, sé que su contenido no me
afectará, a pesar de mi designio: aun aceptando o ne-
gando la realidad comprendida. A pesar de rebelarme o
no contra ella.

Con el avance, recupero el espíritu que a veces me


abandona. Deseas ser arte y hacerte vivir en las pala-
bras, no con la intención de ser recuerdo; no buscas que
te entiendan ni pretendes aprender de otros. Quieres
sentir el destello tras el choque entre una vocal y una
consonante, disfrutar así de la belleza que nace entre
las letras.

Apruebo. Por eso escribo en este tiempo roto y escri-


biré también en el siguiente, reparado a medias; lo haré,
abriendo cualquiera de las puertas. Volveré a mis breves
horas, y habrá resistencia en la eterna lucha cuyas mu-
chas batallas me harán ser otras.

Seré tantas que el mundo se llenará de mis sombras.

Unos últimos versos y la mejor de las conciencias.


Estas páginas, creadas según el ritmo de un latido que
es canto e imagen muda, serán leídas, pues siempre ha-
brá una lectora dispuesta a conocerme: yo.

(Incluyo las cuatro estrofas del largo ensueño.)

238
como canario en su jaula

que con el pico existe

como ave de compañía

que canta su mayor tristeza

y busca la libertad no dada

como niña en su cuarto

que con la mirada se vive

como hija y amiga

que en versos se recuerda

y libera su corazón dado

como una niña que es pájaro

que con su escritura escapa

como ave cuyo humano corazón

grita y agita y hace de su encierro

239
el mejor de los vuelos

la escritura se convierte en urgencia

y de la urgencia nace este diario.

240
Dulce María Ramos Ramos

nació en Caracas, Venezuela, en 1978,


y pasó su confinamiento en Bogotá, Colombia

241
Bogotá; 16 de marzo de 2020
La vida anuncia su pausa. La muerte también llegó
aquí.

Bogotá; 19 de marzo de 2020


La alcaldesa de la ciudad, Claudia López, declara
una cuarentena preventiva. Después, el presidente, Iván
Duque, decide extenderla. Han sido días raros, confu-
sos, sin saber qué va a pasar. Me refugio en Juan, quien
desde hace días está en cuarentena porque desde fe-
brero estuvo viajando con su familia a Italia y España.
Quería verlo. Toca esperar los resultados de la prueba.
Mientras, en mi barrio, La Macarena, irónicamente
no hay alegría, como dice la canción. Todo está cerra-
do. El sitio bohemio y gastronómico de la ciudad está
en pausa. Sus calles vacías. Irónicamente tenemos una
plaza de toros, vivíamos con la muerte y no lo sabíamos
hasta hoy.

242
Bogotá; 20 de marzo de 2020
Leo La peste de Camus, que se volvió por la pande-
mia en el libro más vendido, para un reportaje. También
le escribo al padre jesuita Jesús María Aguirre, quien
fue mi profesor en el postgrado y es filósofo, para con-
versar sobre Camus y el tema. Le pregunto: ¿Hoy la
filosofía y la religión dan respuestas?
«Todo ser humano es implícitamente filósofo, aun-
que no profesional, porque interpreta continuamente
su existencia con mayor o menor profundidad. Hasta el
más superficial y escéptico tiene su filosofía pragmática.
San Pablo citaba, a propósito de los corintios, el pensa-
miento vigente en el paganismo: ‘Comamos y bebamos
que mañana moriremos’. Antes que él, el poeta Hora-
cio aconsejaba el Carpe diem, cita evocada en la película
La sociedad de los poetas muertos y hoy los millennials, al
menos muchos, viven up to day, surfeando en la super-
ficie. Todos tenemos nuestras inquietudes filosóficas,
que algunos hoy llaman inteligencia espiritual, nuestras
preguntas y respuestas, a las que pueden ayudar o no las
tradiciones filosóficas y espirituales».

243
Bogotá, 21 de marzo de 2020
Hoy es el Día Mundial de la Poesía, me dedico a
publicar versos en mis redes sociales.
Si pudiera escribir en un poema sobre el encierro y la
pandemia sería este de Miyó Vestrini:

«La tristeza
amanece
en la puerta de la calle.
No en vano
he sido tan cruel,
no en vano
deseo
cada tarde,
que la muerte sea simple y limpia
como un trago de anís caliente
o una palmada cuyo eco se pierde en el monte».

En la noche, le escribo por el chat de Facebook a


Gabriel, quien vive en Lima. Gracias a él conocí la poe-
sía de Javier Heraud.

—Si estuvieras acá o yo allá, independientemente de


la amistad o que seguimos trabajando juntos, ¿pasarías
una noche de cuarentena conmigo?

244
—Por supuesto. Tengo un recuerdo muy intenso de
aquella noche en Bogotá.

Le recomiendo que lea a Martha Kornblith, una poe-


ta peruana que vivió y murió –se suicidó- en Venezuela.

Bogotá; 25 de marzo de 2020


Saqueo mi infancia para poder escribir sobre mi pa-
dre y el sida. Veo fotografías, hablo con Juan de todos
mis miedos, me dice: escribe la crónica como si me
contaras a mí tu historia.
También releo el ensayo de Susan Sontag: «El sida
es uno de los precursores distópicos de la aldea global,
ese futuro que ya está aquí y siempre ante nuestros ojos,
que nadie sabe cómo rehusar».

Bogotá; 26 de marzo de 2020


Me hubiera gustado estar en mi casa en Venezuela.
La soledad de hogar y país pesan.

Bogotá; 27 de marzo de 2020


Estos días de cuarentena he tenido fiebre, ataques de
pánico en la madrugada, ganas de llorar y no he podido,

245
me he deprimido. En fin, pero toca decir que una está
feliz y que la vida es bella.

Bogotá; 28 de marzo de 2020


He vivido dos pandemias: el sida y el COVID-19,
mejor conocido como coronavirus. Entrego al periódi-
co una crónica sobre mi padre.
Esta soy yo, me desnudo ante el mundo sin miedo:

«Tengo la misma edad de mi padre cuando murió


por una pandemia. De ahí que últimamente el verso de
Cesare Pavese me atormente cada mañana: ‘Vendrá la
muerte y tendrá tus ojos’. Las casualidades y revivir mi
infancia y adolescencia despiertan mis miedos durante
la cuarentena por el coronavirus: vivir más que mi padre
y saber si lograré escapar a la fuerza inexorable de la
tara familiar».

***

«La pandemia del siglo pasado no hizo de mí una


mejor persona, vivía con rabia del mundo, sin poderlo
hablar con nadie, inventado razones diferentes para
explicar la ausencia de mis padres. Yo no quería cargar

246
con un estigma o tener la etiqueta: hija de sidosos. Ya
no siento vergüenza de ello, con el tiempo el dolor
se ha ido diluyendo, quizás la edad ayudó un poco;
también contarlo, primero a mi novio, después a mis
amigos cercanos, ahora lo escribo, aunque eso no cura
que siga odiando la Navidad. La lucha contra el sida se
conmemora cada primero de diciembre».
Bogotá; 29 de marzo de 2020
Una pregunta que odio como inmigrante: ¿Eres fe-
liz? Como si migrar fuera irte de viaje.
Una pregunta que odio en estos días: ¿Cómo va tu
cuarentena? Como si esto fueran unas vacaciones.

Bogotá; 30 de marzo de 2020


De niña vivía con fiebres. Una vez el pediatra le dijo
a mi madre que debían quitarme las amígdalas. Yo era
feliz con la ilusión de comer helados por una semana.
Eso nunca pasó y de adulta sigo con mis fiebres eternas.
En mi caso, la fiebre no podrá ser un indicativo de tener
el virus.
Juan dio negativo en la prueba.

247
Bogotá; 31 de marzo de 2020
Juan y yo hablamos todos estos días de la cuarentena,
nos contamos todo. Somos dos desconocidos que nos
tenemos confianza. Hablamos de literatura, de nuestros
demonios, de pornografía y hasta de nuestras fantasías
sexuales. Él quisiera hacerlo con una mujer embaraza-
da, yo con un cura dentro de un confesionario.

Así que ocurrió, hemos tenido sexo virtual por


WhatsApp. Nos mandamos nudes, escribimos lo que
nos haríamos. Vivimos solos, estamos solos y tratamos
de calmar las hormonas y el deseo que aumentan con
el encierro.

Bogotá, 01 de abril de 2020


Se volvió viral el poema de T.S. Eliot:

«Abril es el mes más cruel, hace brotar


lilas en tierra muerta, mezcla
memoria y deseo, remueve
lentas raíces con lluvia primaveral».

Abril parece un mes aciago. No habrá Feria del Li-


bro. No habrá Semana Santa. Tampoco primavera.

248
El 2020 se está convirtiendo en un año cruel, en un
abril eterno.

Bogotá; 02 de abril de 2020


Una periodista y escritora me quiere entrevistar por
la crónica de mi padre. Es un largo cuestionario. Le
digo que lo escribí más que por hacer catarsis por justi-
cia poética. También para entender quién soy: una mu-
jer que se construyó sola en los cimientos de errores que
cometieron sus padres.
Y sí escribí sobre la pandemia del sida, pero en rea-
lidad escribí sobre la orfandad: todos hemos sido aban-
donados por un padre, una pareja, un hijo, un sueño o
un país.

Bogotá; 03 de abril de 2020


Más que insomnio, es un miedo a dormir durante la
noche. Despierto como si me faltara el aire en medio de
un grito sordo.
En esos días veía una serie en Netflix que se llama
The End Of The Fucking World. James, el protagonista,
dice: «El miedo puede empezar por algo pequeño, es
tan silencioso que puedes fingir que no lo oyes. Pero se

249
vuelve ruidoso, muy ruidoso y ya no puedes ignorarlo».

Bogotá; 04 de abril de 2020


Me sorprende que la gente descubriera que el mun-
do existía más allá de su celular. Si tuvieran la mirada
atenta como nosotros, los poetas, no se sorprenderían
con el canto de los pájaros, los atardeceres y el cielo
azul. Algo que aprendí de mi profesor de poesía, ver
siempre el cielo, los pájaros y los árboles.

Bogotá; 06 de abril de 2020


Sigo obsesionada con la muerte. Leo y busco poemas
sobre la muerte. Casi que me sé de memoria un poema
del poeta peruano Javier Heraud, que me gusta y me
recuerda el respeto que debemos tenerle:

«Yo nunca me río


de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de

250
morir
entre
pájaros y árboles.
Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida,
a veces tengo sed y pregunto
diariamente, y como siempre
sucede que no hallo respuestas
sino una carcajada profunda
y negra. Ya lo dije, nunca
suelo reír de la muerte,
pero sí conozco su blanco
rostro, su tétrica vestimenta.
Yo no me río de la muerte.
Sin embargo, conozco su
blanca casa, conozco su
blanca vestimenta, conozco
su humedad y su silencio.
Claro está, la muerte no
me ha visitado todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué
conoces? No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar

251
ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente
(no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.»
Bogotá 08 de abril de 2020
No creo que el mundo cambie después de la pande-
mia. Soy poco optimista.

Bogotá; 09 de abril de 2020


Leo reportajes sobre el privilegio burgués de vivir
una cuarentena, también de las personas, especialmente
de los artistas, que muestran en sus redes sociales su
maravillosa vida encerrados en sus mansiones. Y sí, es
cierto, nos olvidamos de los pobres, de los indigentes.
En mi barrio, Claudia siempre me pide algunos pesos
para comer y un cigarrillo. Yo, que no vivo con muchos
lujos, pero soy una privilegiada, puedo quedarme en
casa y cumplir con la cuarentena, tengo ángeles que me
cuidan con el tema del dinero y puedo seguir leyendo y
escribiendo, aunque sea difícil concentrarme.

252
También odio tanta virtualidad. En qué momento
tenemos que ser tan productivos, tan presentes.
Me digo: No es pecado no hacer nada. No te tortures
por no querer hacer nada hoy.

Bogotá; 10 de abril de 2020


Todos los textos que escribo últimamente para el
periódico son sobre la muerte. El tema es inevitable,
más si uno siente que al salir la puedes encontrar tan
solo con un respiro. Para uno de esos textos pregunto
a cinco escritores menores de treinta años en qué lugar
les gustaría morir. Es una pregunta rara, lo sé, nunca
pensamos en ello, pero desde hace tres años es una idea
que me persigue, cuando tuve la muerte y solo esperaba
que un gallito disparara directo al corazón. A veces creo
que podría ser Barcelona, a veces Lisboa.
Las respuestas que más me gustaron fueron las de
Pamela y Andrea.
Pamela Rahn Sánchez: «Viena, por una canción
de Billy Joel que me gusta mucho desde hace años.
La melodía cuenta la historia de una mujer que desea
demasiado vivir y que siempre está ocupada haciendo
cosas, en algún momento el cantante la interpela: Cál-
mate, ¿cuándo te darás cuenta que Viena te espera? Desde

253
allí he pensado en Viena como un sitio definitivo de
descanso».
Andrea Abreu López: «Me gustaría morir en la isla
en que nací: Tenerife, en concreto, en la costa de Los
Silos. Allí lanzamos un barquito con flores y velas al
mar cuando murió mi prima, una de las personas que
más quería. Cuando estoy allí me siento sanada. Está
nublado muy a menudo y el mar es violento. Siempre
que no sé a dónde ir termino en ese sitio. Siento que
algo me arrastra hacia él».
Graciss a la crónica de mi padre aparece por Face-
book mi mejor amiga de bachillerato, María. Sigo sa-
queando mi infancia y adolescencia. Regresan a mí re-
cuerdos que había enterrado.

Bogotá; 11 de abril de 2020


Juan me dice que viva un día a la vez, que trate que
cada día sea diferente. Así que he decidido que los sá-
bados son de pizza. Por suerte hay una pizzería a una
cuadra de mi casa.

Bogotá; 12 de abril de 2020


Es domingo. Los lunes, los martes, los miércoles,

254
los jueves, los viernes, los sábados se han convertido en
domingos. Sin embargo, el domingo sigue siendo do-
mingo.

Bogotá; 13 de abril de 2020


Entrevisto a mi vecino, el artista José Ruíz Díaz,
quien decidió vivir la cuarentena encerrado en una ga-
lería del barrio que se llama Espacio Dorado. Ahí se
dedica a imprimir carteles en unas hojas blancas que
solo pueden contener 27 letras, cada frase empieza con
la palabra «hoy», las letras son de color rojo. Después
elige uno de esos mensajes y todos días, a las nueve de
la mañana, coloca un mensaje en la vitrina de la gale-
ría, así que cuando salgo a comprar víveres o a caminar
diez minutos, porque el encierro me causa ansiedad y
aumenta mi depresión, la única diversión que tengo es
ver la frase que adorna la vitrina:

Hoy ansiedad
Hoy nostalgia
Hoy pandemia
Hoy cuarentena

255
José me cuenta que fue la decisión más inteligente
que ha tomado, se mantiene ocupado en una norma-
lidad que para otros le fue arrebatada. En la página de
YouTube de la galería lo puedo observar las veinticua-
tro horas: veo como hace los carteles, cuando duerme,
cuando lee. Quizá sí se deprima cuando vuelva la «nor-
malidad».

Bogotá; 14 de abril de 2020


Hoy por el decreto pico y sexo que promulgó la al-
caldesa de Bogotá, Claudia López, salen solo las muje-
res. Irónicamente un día como hoy falleció Simone de
Beauvoir.
Mi vecino escribe en la vitrina de la galería: «Hoy
solo mujeres».

Bogotá; 15 de abril de 2020


Hace días le dije a Juan que quería alejarme, después
del sexo virtual nuestra compañía de cuarentena ha sido
tóxica, él está de acuerdo. Ambos estamos angustiados y
deprimidos, especialmente él, que después de dos años
de sobriedad, teme volver al alcoholismo. Decimos para
hablar cuando termine la cuarentena, el 26 de este mes,

256
claro, si no la extienden. He llorado todo el día. Estoy
rota. He perdido a mi compañero de cuarentena.

Escribo a mi amigo Medritor —escritor y psiquia-


tra— : Soy una desafortunada en el amor.
—Dos personas me lo han dicho hoy, querida Dul-
ce—, Es duro y difícil saberlo. Entenderlo más.

Escribo a mi psicoanalista: Me siento ahogada den-


tro de un mar o un desierto y no sé cómo salir. Me da
cita para mañana vía WhatsApp.
Pienso que debo aprovechar los días que quedan de
cuarentena no para ser más productiva, debo sacar toda
la mierda que habita en mí porque la depresión y la an-
gustia me volverán loca. Quizás ahí empiece el perdón.
Perdonar a mi padre, a Juan, a todos los hombres que
han pasado por mi vida. Lo más importante, perdonar-
me a mí.
Leo Desgracia de Coetzee, el libro que me recomen-
dó Juan para aprender a perdonar.

257
Elena Maravillas

nació en Almería, España, en 1991,


y pasó su confinamiento en Barcelona, España

Marta Orosa

nació en Málaga, España, en 1993,


y pasó su confinamiento en Huelva, España

258
Elena Maravillas
miércoles 25 mar. 2020
para Marta Orosa

Anoche Ezequiel soñó que estaba en casa de un


amigo de la infancia, y que la madre de su amigo les
preparaba la merienda. Cuando he ido a despertarlo
me lo ha contado a tientas, acordándose de los detalles
mientras hablaba (casi parecía que lo estuviese soñando
al mismo tiempo). Y de golpe ha caído en que Ana (la
madre de su amigo que hacía unos segundos les prepa-
raba el colacao) en realidad lleva muerta un par de años.
Entonces ha dicho «he soñado con muertos, eso es que
hoy vienen vivos a casa». Y me ha contado que su abue-
la, cada vez que soñaba con un muerto, preparaba una
olla gigante de comida porque siempre, decía, aparecía
alguien inesperado a quien había que invitar a comer.
Hace unos días murió su abuelo, y días después
murió Hirú, una de las perras pastoras de Domin. Un
duelo se juntó con otro y ningún muerto pudo ser ve-
lado. Mi hermana había criado a esa perra desde pe-
queña y con todo este jaleo no pudo despedirse como
le hubiera gustado. Ezequiel está mirando opciones
para marcharse.

259
Llamé a Domin cuando me enteré para decirle lo
que se dice en estos casos (nunca se muy bien qué es
exactamente y siempre me surge la duda de si lo diré
como han de decirse estas cosas). Nunca antes lo ha-
bía escuchado llorar. Con su fortaleza de hombre de
campo me dijo entre sollozos que era un perro, que te-
nía que estar tranquilo, pero que como iba para viejo
ya se emocionaba por cualquier cosa, que no le hiciera
caso, que todo estaba bien y que si tenía dinero sufi-
ciente. Hablé con él mientras paseaba por el pinar y las
urracas y las abubillas saltaban entre las ramas. Pensé
cuánto me cuesta sostener el sufrimiento de la gente
que quiero. Pensé que antes se me daba mejor, pero que
alguna destreza se me habrá caído por el camino. ¿Se
nos pueden quedar destrezas perdidas por los rincones
de otras épocas?
Estoy escribiendo y llamando a amigas con las que
no tengo un contacto diario, pero que en otros mo-
mentos de mi vida han sido muy sostén: Candela está
aprendiendo el idioma de silbidos de las islas, me man-
da audios con la traducción debajo para que vaya ha-
ciéndome al oído. Glo ha conseguido disfrutar de parar
y está tomando el sol como en los desayunos eternos en
el cortijo de los limones. Me contaba que piensa mucho

260
en cómo hubiera sido confinarnos a todas en esa casa.
La verdad es que yo también lo pienso. Hablamos so-
bre qué pasa cuando el hogar no es refugio y sobre qué
queremos que sea nuestro hogar.
Pero la mayor parte del tiempo corrijo la novela.
Quizá porque apenas tengo espacios de soledad más
allá de los paseos a Mario y estoy entendiendo aquello
del cuarto propio, y todo eso.
Cuéntame, ¿a qué dedicas tu tiempo?
Te quiero, Marrona

Marta Orosa
viernes 27 mar. 2020
para mí

Estoy haciendo un diccionario de palabras que no


entiendo.
Patógeno → Que causa o produce una enfermedad.
Agentes infecciosos.

261
Micelio → Aparato vegetativo del hongo que sirve
para nutrirse (como la raicita)
Esporangio → Estructura que contiene las esporas.
Son como las semillas de los hongos → para reprodu-
cirse.
Tengo muchas más apuntadas, cada vez que no en-
tiendo algo del artículo este del proyecto del Edi me
paro a buscar. Por ahora sé que la cosa va de encontrar
una solución a la seca de las encinas. Por lo visto, hay
un hongo —que no es un hongo en realidad, es un Oo-
miceto [Oomiceto → Grupo de protistas filamentosos
pertenecientes al grupo de los pseudohongos]— que
infecta a las encinas y las asfixia, o algo así. Aún no se
ha encontrado una solución. El proyecto de Edi va de
eso, de encontrar el jarabe que las sane.
Me gusta leer cosas de las que no entiendo porque
siento que abro caminos nuevos en mi cabeza. Creo que
llevaba mucho tiempo sin tener tiempo para abrir caminos
nuevos, y para pararme a apuntar las cosas que no en-
tiendo (y muchas veces no entiendo cosas, Ele). Ahora
estoy pensando que no entiendo que me haya pasado
tanto tiempo angustiada [Angustia → Aflicción o con-
goja]. Justo en estos días se me ha parado la angustia
y se ha parado el curro y se ha parado todo el mundo.

262
También se me ha parado la cosa esa de intentar ser-
más, a lo mejor por eso se ha parado la angustia, ya te
iré contando.
Estoy pensando que eso de querer todo el tiempo ser-
más es muy violento. Es como si habitándome a mí me
lanzara hacia otra cosa, como si me arrancara de mí
misma. Y claro, digo yo que eso duele. ¿Te imaginas
que la encina —con o sin Oomiceto— quisiera ser un
alcornoque (que también hay muchos por aquí) o más
bien una Encina++? No es un buen ejemplo porque la
encina no puede querer, ni puede arrancarse a sí misma,
pero tú me entiendes. Creo que esa sensación de arran-
carme también la tengo con otras cosas. Cuando estoy
en la playa, por ejemplo, y en vez de disfrutar de que el
sol me está dando en la cara o de que el agua me moja
los pies, me pregunto qué es todo eso que está delante
mío, por qué hay un sol que me da calor y un mar que
me moja. Ahí me pasa lo de arrancarme porque no me
quedo con las cosas, ¿me entiendes? La pregunta me
lanza fuera de ese momento en el que sol me estaba
dando en la cara.
No sé si te acuerdas de lo que me dijo Agus, mi com-
pi de Neuquén, cuando yo me preguntaba todo siem-
pre. Un día no sé qué estábamos mirando, pero yo le

263
dije «eso por qué será» y él me dijo «no sé, pero se ve
lindo». No le importaba qué era, ni por qué estaba ahí,
lo disfrutaba. Ahí nos quedamos mirando eso, sin irnos
de ahí, sin lanzarnos fuera… Ahora creo que me siento
así: estoy aquí y no me voy, y eso me gusta.

¿Cómo estás tú, Ele?


Te abrazo

Elena Maravillas
lunes 30 mar. 2020
para Marta Orosa

Querida amiga Marrona,


si una carta no empieza así, deja de ser en parte una
carta, ¿verdad? Hoy voy a escribir tres cartas donde po-
siblemente repita algunas cosas. Pensé en la posibilidad
de escribir una sola y mandárosla a los tres, pero me
pareció una idea horrible surgida de no sé qué lugar
vago y poco sincero. Qué cosas. Los mensajes en cade-
na se vuelven impersonales y me pregunto si no será eso
una traslación de la idea de postal: la postal es única y

264
solo puede dirigirse a un destinatario. Así que eso es lo
original y verdadero. Entonces los e-mails destinados a
más de una bandeja de entrada son falsos ¿haremos ese
recorrido mental?
Me gusta la idea de ser encina ¿te acuerdas de la
encina gigante del Camino a la que quería abrazar en
silencio, pero tú querías grabarlo y yo te decía que si
lo grababas ya no era de verdad? Esa encina (espero
que no tuviera ningún semihongo ahogándola) decía lo
mismo que tú.
Cuando hablas de arrancarte del momento siento
que se parece mucho a algo que yo siento cuando quie-
ro ser Encina++, y que únicamente consigo no sentir a
través del cuerpo: bailando, cansándome de cualquier
manera o haciendo alguna actividad que requiera de
muchísima concentración. Quizá, también de alguna
otra manera que ahora no recuerdo —nunca estoy muy
segura de decir la verdad cuando escribo—.
Me pregunto a quién quiero impresionar. Creo que
debajo de toda esta carrera hacia ser mejor, está la idea
de que no soy suficiente. Siempre que escribo sobre esto
reescribo y borro infinitas veces hasta que se queda la
página en blanco, porque esa idea explicitada me parece,
por no sé qué motivo, de baja calidad literaria. Pienso

265
otros lo han dicho mejor y menos explícito, otros hacen llegar
al lector a esa idea sin necesidad de decirlo, otros pueden
escribir. Pero en esta carta no tengo que ser Encina++.
A veces pienso que solo quiero hacer las cosas por
cómo suenan. Como corregir la novela. La novela es
una mierda pero decir que trabajo corrigiendo una no-
vela genera repentinamente una realidad paralela en la
que vivo en una buhardilla en París con el techo a dos
aguas y soy poco menos que la Maga. Puto Cortázar,
qué bien lo hacía. ¿Su vida también sería así? ¿Habría
una brecha inquebrantable entre lo que se contaba y lo
que sucedía de verdad? ¿La verdad era lo que se contaba
o lo que sucedía? ¿Estoy siendo arrancada de este mo-
mento?

Cuéntame más sobre esos hongos asesinos.


Te quiero

266
Marta Orosa
miércoles 1 abr. 2020
para mí

Hola Blancuchi,
Hoy tocaba 1.5 Bioformulados, que son las cosas que
han probado como tratamientos para curar a las enci-
nas infectadas, pero antes de leerme lo de la Tricoderma
—que era el primer bioformulado— me he puesto a
pasar las palabras de ayer a limpio y ya me he quedado
enganchada con mi libreta. Te copio una cosa que me
ha recordado a eso de querer impresionar que me de-
cías. El 26 de febrero puse:
«esta libreta está libre de juicio, es para mí, para
verme sincera»
Ya sabes que siempre he estado rayada con la historia
de la verdad, de verme verdadera, pero incluso en mi
libreta que, oye, no es una historia de Instagram, tengo
que recordarme que «aquí no hay juicios», que no tengo
que venderle nada a nadie. Qué movida que al escribir
tengamos que esforzarnos en no narrarnos. Narrarme
para mí es esa brecha que tú dices entre lo que se cuenta
y lo que sucede de verdad. Al final eso es lo que te decía

267
que hacía Munir, que vivía para tener buenas historias;
no para vivirlas sino para el poder contarlas.

Creo que nos está pasando eso, no solo a ti y a mí (y a


Munir, si es que le pasa) sino a un nivel más amplio, que
nos hemos desordenado, que ya no nos vamos de viaje y
lo contamos, sino que queremos contarlo y por eso nos
vamos de viaje, y por eso yo monto una revista, y por
eso no quiero ser camarera. Todo para tener un buen
storytelling [Storytelling→ En marketing, la historia
que vendemos detrás de un producto]. Últimamente
pienso que esto del virus nos va a ayudar a quitar esos
desórdenes, que nos va traer claridad para darnos cuen-
ta de que las cosas que parecían tan importantes no lo
son tanto. Hoy me ha escrito Guido: «estoy buscando
el sol», y de repente he sentido que justo eso era lo ver-
daderamente importante, que nos diera el sol.
Me gusta imaginarme que la gente está es sus casas,
cerca de las ventanas, buscando el calorcito del sol y me
gusta más si me imagino que lo están haciendo como
si fuera un secreto, como si se tratase de un momen-
to muy íntimo, ¿sabes? Siendo encinas y nada más, sin
querer ser Encinas ++. Qué tontería de metáfora.

268
De tu abrazo al árbol me acuerdo, aunque en ese
momento no sabía que era una encina. Ahora que lo
pienso, me cuadra, porque creo que cogiste la cascari-
ta de una bellota para usarla como silbato, ¿no? Tanto
grabar y todavía no he montado el vídeo. Me encanta
que nos escribamos, aunque no sean postales (elevadas
a la categoría de cosa-no-falsa). Me pongo ya hacer la
cenita,
te quiero mucho, Blan.

Elena Maravillas
viernes 3 abr. 2020
para Marta Orosa

Entre Ezequiel y yo se ha instaurado un código (se


han instaurado varios). Se trata de fingir algo hasta
que te lo crees.
Ayer nos enfadamos porque yo quería leerle El
viento y él también quería pero no dejó a un lado el
móvil y yo le dije así no. Entonces él lo dejó y me dijo
ahora sí, pero un orgullo extraño me hizo instalarme
en el ahora ya no y hubo enfado.
269
Hubo intento de conversación pero fue peor. En-
tonces echamos mano del código y llevé la cena al sa-
lón como si nada hubiera pasado y hubo acercamiento.
También hubo lagrimillas porque me da mucha pena
enfadarme con él, sentir que le estorbo, que le demando.
Ha decidido que no se va, sus padres le han pedido
que espere un poco. Pero hoy yo me he levantado triste.
Marina ha recordado en IG una foto de nuestro viaje
al sur de Portugal hace unos años. Fuimos en furgoneta
hasta un pueblo maravilloso donde decidí que quería
grabar mi película, ya no recuerdo cómo se llamaba,
pero a la entrada tenía un poste de anuncio de carretera
vacío y oxidado, y un pequeño museo de las rías de por
allí con trabajos de los pocos niños que estaban escola-
rizados en el cole diminuto.
En ese pueblo nos quedamos unos días. Una de las
noches hizo mucho frío y nos dimos el homenaje de
cenar en un restaurante a la salida, pegando al bosque.
Cenamos sopa de pescado y nos contamos unas a otras
cómo nos imaginábamos de viejecitas. Yo tenía delante
una pared como de cueva naranja y una luz baja que
alumbraba a medias. En el mismo momento supe que
nunca iba a olvidar esa pared, ni esa conversación, ni
los lugares donde me habían llevado los relatos de las
demás. Pensé que ese era el fuego de antes.

270
Creo que echo de menos eso. Sentir un respaldo —
aún así lo siento—, compartir la vida.

Te quiero fuerte, Marrona <3

Marta Orosa
sábado 4 abr. 2020
para mí

Me gustó mucho leer vuestro código. Desde el día


que me escribiste he intentado jugar a creerme cosas.
Por ejemplo, cuando me acuerdo de que ya mismo te-
nemos que dejar la casa y se me llena el cuerpo de mie-
do, actúo como si fuese a llegar otra casa que siento
muy mía, donde están todas mis plantas y donde me
siento a hacer un collage mientras me da el solecito.
Esa casa, cuando la imagino, se parece a la casa de
los limones. O no sé si se parece a la casa, pero sí a la
sensación que tenía allí ese verano. Me encantaba subir
la cuesta Alhacaba por la noche cuando salía del Papri-
ka, y me encantaba llegar y que estuvieses en la mesita
redonda de la parte de atrás del patio esperando con la

271
Carmen para cantar alguna canción. También me en-
cantaba que se nos hiciese tarde y que pudiese levan-
tarme tranquila porque no entraba de nuevo al curro
hasta las 12:30 h. Qué fácil era la vida en esa Granada
nuestra.
Aunque no sea creyente, últimamente me gusta
decir esto de «si dios quiere» (de si existía algún dios
también hablábamos en la parte de atrás del patio). Me
parece que «si dios quiere» no habla en realidad de que
haya un dios decidiendo cosas, sino que habla de no-
sotras dándonos cuenta de que no podemos controlar
las cosas verdaderamente importantes. Eso es lo que
me gusta, que cuando decimos «si dios quiere» dejamos
de sentirnos dueñas y señoras de nuestra existencia, y
aceptamos, no sé bien qué, pero aceptamos cosas y eso
me emociona.

También pienso en que a veces solo podemos confiar


en que todo va a estar bien, confiar en que de verdad
voy a llegar a otra casa que voy a sentir mía, con plantas
y collages. Confiar también en que dentro de poco vol-
verán los portugales, como me decías, esos ratos bonitos
que cuando los estás viviendo sabes que no se te van a
olvidar. Confiar en que nos vamos a juntar y reír muy
fuerte y beber vino y hacer el camino ese que pasa por

272
Cadaqués. Mira, voy a volver jugar al código: ¿qué has
preparado para llevarte a nuestro viajecito?
Yo también te quiero fuerte, Blan.
¡Qué ganas de verte!

Elena Maravillas
lunes 6 abr. 2020
para Marta Orosa

Digo yo que esto de entendernos tan bien respon-


derá a unas determinadas razones socioeconómicas, al
tiempo en el que nos ha tocado vivir, etc. O, ponién-
dome mística, a que somos Escorpio y tenemos la luna
en Cáncer. Pero la verdad es que, sea por lo que sea, no
deja de sorprenderme. (He parado para regar el jazmín
y el aloe y los brotes que hace unos días Elena y Xiki
trasplantaron.)
El otro día eché mano del disco duro para buscar
unos documentos, pero fue muy difícil tener entre ma-
nos el pasado y no parar a bucear un rato. Encontré fo-
tos y videos del 2017 con los que no contaba, y después

273
del 2014 y así hasta 2006. Hay una sensación pegada
a todos esos recuerdos y es la misma que me cuentas:
un carrete en blanco y negro en el primer Portal 7, un
retrato de mi abuela, la Plaza del Mercao de Almería,
una carretera de la costa granaína, los frutales de la casa
(kilos y kilos de nísperos, limones y flores de malva), las
noches de verano esperando en mi puerta a que termi-
nara tu turno, el patio de Encarna, la higuera del Chive
que brota y rebrota cada año a pesar de ser talada, los
caminos en bicicleta por l’Empordà, Combarro y las
playas de Illa Arousa...
(He parado porque la licuadora no funciona.)
Cuando desconecté el disco duro pensé que esa sen-
sación es un hilo conductor en mi vida que no quiero
perder nunca y que hay personas, rincones, cosas, deci-
siones, que me hacen volver a eso. Tú, sobre todo. Así
que sí, encomendémonos, porque si hay algún Dios que
responda a tus dudas seguro que también está de nues-
tro lado.
(Tengo que abrir la licuadora porque parece que tie-
ne una pieza suelta.)
Mientras busco el destornillador pienso si tendre-
mos un lugar físico en el que se encuentre encerrada
esa sensación y podamos activarla cuando queramos.
274
No cuando la situación lo propicia (hace sol, te escribo
con el ordenador y la cara calientes), no, sino en los
momentos de cemento más puro (el metro abarrotado,
un trabajo que no disfrutas). Pienso que tú tienes un
máster en esto, pero siento que aún no sé dónde se en-
cuentra en mí esa glándula.
A cualquier camino que hagamos me llevaré una li-
breta, un libro (el que toque), unas buenas botas para
bien caminar y por supuesto unas gafas de buceo.
Te quiero, Marrona

Marta Orosa
martes 7 abr. 2020
para mí

Me he emocionado al leerte, no sé bien por qué.


Estoy pensando si las lágrimas servirán para algo,
como que cuando lloramos segreguemos alguna cosa
que nos calma, como un mecanismo fisiológico para
cuidarnos. Ahora que estoy leyendo mucho sobre plan-
tas flipo con esas cosas. Por ejemplo, las encinas que

275
viven en entornos secos saben cuándo tienen que cerrar
los estomas para guardar agua y no secarse. Me gusta
reconocerme como un cuerpo de animal que «sabe» co-
sas que yo, Marta, no sé.

Estos días de estar metida en casa pienso en lo ne-


cesario que es para mí guardar cosas bonitas (supongo
que también lo hago para no secarme). Le he contado a
Edi que durante la carrera tenía mucho sensación de poe-
sía, así lo llamábamos Belén y yo. Vivíamos instaladas
en eso, como estando enamoradas de las cosas, de los
ratos mientras los experimentábamos, de las calles…
Me acuerdo de un día que estábamos en la Alpujarra,
Guido, Belén y yo, mirando el atardecer sin decirnos
nada. Quería estar callada porque sentía que hablar de
eso era hacerlo más pequeño. Esa belleza me parecía
sinónimo de inconmensurable.
A mí me gusta pensar que podemos activar la be-
lleza hasta en el cemento. Aquí digo belleza, pero no
me refiero a ponerlo bonito, sino belleza como sinóni-
mo de franqueza (si es que eso se puede); como ver en
las cosas —así, grises y verdaderas— algo románticas
o punzantes, que podría formar parte de una peli de
Isabel Coixet. Es la misma belleza que veo cuando me
reconozco como soy y desde donde estoy, una belleza

276
que grita «esto es lo que hay». Pero bueno, podamos o
no activar lo bello, necesito vivir como si pudiera.

Me doy cuenta de que pensar que vendrán cosas bo-


nitas me salva. Eso se parece a creer en algún dios.
(ojalá nunca pierda esa fe).
Te quiero, Blan

277
Elisabet Fábregas Alegre

nació en Barcelona, España, en 1989,


y pasó su confinamiento en
Port de Sant Miquel de Balansat, España

278
15 de marzo de 2020
Hoy llueve, no tronó, no hubo una gran tormenta.
Las gotas repican en el charco, enfrente del balcón, la
cortina de agua que baja parece un enjambre de peces.
El olor a pino, a mojado, a verde, me recuerda a Ransol,
pueblo andorrano donde pasé parte de mi infancia. Me
recuerda a mi papá agarrándome de la mano, enseñán-
dome por qué las piñas quedaban huecas en el suelo,
qué animales las comían.

Domingo, ¿qué importa qué día sea? Me gusta desa-


parecer en este lapso de semanas, no contar.

Escucho la canción de Caetano Veloso y Gilberto


Gil, Disse Alguém, e imagino a mamá tumbada en la
cama, leyendo su libro preferido y yo con ojos gigantes,
negros y brillantes queriendo permanecer a su lado.

Los colores han desaparecido dentro de este gris,


echo de menos el sol, el aire que lleva, más caliente, más
suave. No paro de preguntarme, yo que me he quedado
completamente sola, qué será de los afectos, si esto dura

279
mucho, ¿Cómo podré sobrevivir sin abrazos, sin el roce
de las miradas? ¿Mi piel se volverá áspera y seca?

Imagino rostros, cuerpos. Mi epidermis se verá frac-


turada, quizás empiece a conocer mejor a algún que
otro vecino, quizás descubra cosas nuevas dentro de es-
tas paredes, quizás el jazmín de chiles que dejaste en mi
casa brote por todos los rincones ausentes de las pare-
des, y no necesite ya más que mis manos, más que mis
pies, más que mis gestos para sentirme amada.

18 de marzo de 2020

Hoy arreglé las plantas de mi terraza, me fijé en to-


dos los detalles, en cómo el viento distraído movía al-
gunas hojas, en cómo esa nube hacía sombras aquí y
allá, en cómo las abejas que venían sedientas descubrían
un nuevo fruto, y pasaban de una flor a otra, saltarinas
y juguetonas.

¿Se habrán enamorado de ellas? Yo me habría ena-


morado también.

Veo el cactus abuelita, relleno de pelo blanco. Flo-


reció y sus espinas puntiagudas se convirtieron en dul-
ces dedales de frambuesa. He sacado del congelador un

280
helado de vainilla, me he tumbado y he atisbado en el
fondo de la tierra de mis macetas, una pequeña araña
iniciando su ritual de formas geométricas, fijando su
tela. Yo reposaría encima, me dejaría mecer.

20 de marzo de 2020.

Desde mi terraza veo el fuego. Esta mañana me des-


pertó un olor a humo, filtrándose por debajo de mis
sabanas amarillas. Amaneció con nubes, una extraña
quietud tiñe el aire, un rumor oceánico se escucha des-
de la ventana.

Hoy pensé: queda poco para mi cumpleaños. Pensé


«queda poco» y no quise pensar más.

Esta mañana utilizo el sonido de los pájaros para no


sentirme cautiva, cruzo sus deseos antiguos, ausentes,
invocados y puedo ver un poquito más los míos. Me
siento unos instantes a respirar, descalza, desarmada,
presiento mi corazón como un fósforo en un espeso
bosque, siento que la expresión de la vida se muestra
hoy como un símbolo de belleza, pero desde este encie-
rro hay alguna cosa incendiaria.

281
Tiemblo, mi piel es una visión de búsquedas ince-
santes, un epicentro volcánico ardiente, una luz ilus-
trando lo femenino, talismán de fertilidad.

La cafetera se desborda y mi gato me mira querién-


dome explicar algo que no puedo entender, como cada
día que devoro el rastro de universo en sus ojos. Alguna
planta en mi balcón empieza a florecer, el territorio de
la primavera empieza a invadirlo todo, exhalo, me estiro
en mi almohada recogiendo fragmentos de futuro.

23 de marzo de 2020

Mi cumpleaños ya pasó. Me siento aislada, no sola-


mente por el confinamiento, también por esta lejanía
que habita en mí, por este lugar inhóspito de isla que
me rodea. El mar y el bosque parecen ser una frontera
que no deja traspasar humanidad. Y no hablo de ahora,
hablo de hace tiempo. Este encierro me persigue desde
hace dos años y medio, dos inviernos de soledad, dos
veranos de bullicio en las calles. Así son los lugares de
temporada. Así he querido y he aceptado que sean estos
últimos tiempos. Me he llenado de aquello que no es
palpable, solo perceptible en las entrañas.

282
Lo único realmente tedioso es saber que ahora, que
llega la primavera, que todo renace, que todo brota, que
todo vive yo no puedo, con mis cinco sentidos, abrazar
este conjunto y pesa tanto en mi mirada, que se cansa
de tanto absorber este líquido de fertilidad.

Hay preguntas que me obsesionan estos días:

¿Será este verano un invierno permanente?

El año del frío, lo llamaré.

¿Podré salir a buscar caléndulas y hacer con ellas mis


aceites?

Quizás ya hayan muerto para cuando pueda tocarlas.

¿Y las perdices rojas, qué será de ellas?

He pensado que serán más felices este año.

¿Y el amor, cuándo vendrá el amor?

¿Llegaré a esa cueva nadando, con los turquesas del


mar?

Ni siquiera sé si podré pedirle a Tanit, la diosa de


esta isla, que nos proteja.

283
25 de marzo de 2020

Las sombras de mi casa se reflejan en un tenue so-


nido. Inexistente al tiempo. Una gaviota se pasea gri-
tándole al viento algo que no logro entender y un ratón
diminuto se escabulle corriendo al escuchar su sonido.
Mi gato ya regresó de su aventura, lo vi corriendo sil-
vestre, indomable. Le gusta poner el hocico en nidos de
hormigas, estas le pican el morro y sale despedido dan-
do saltos para quitárselas de encima, como un cohete
echando humo.

¿Se pueden recordar sensaciones tan animales?


Me mimetizo en sus instintos, desde el sofá, quieta,
paralizada.

Ya volvió Sayan; está tumbado a mi lado, tiembla so-


ñando, parece tener una pesadilla, quizá imagina que lo
persigue una gineta. ¿Qué sueñan los gatos? Lo calmo
con una caricia y recuerdo la mano de mi mamá acari-
ciándome, aliviando mis miedos.

Solo soy una observadora y miro de reojo este en-


cierro. Me sumo al desvanecimiento de los cuerpos y a
la fuerza de las mentes solitarias. Antes no me gustaba
la soledad, pero es verdad que con el paso del tiempo
cada vez me siento más atraída, voluble al mar, como

284
las olas que forman dimensiones y paisajes nuevos en
cada mirar: La soledad llega, te llena y se va, llega, te
llena y se va.

Hoy que casi llegamos a final de mes, siento que


nuevas estructuras con nuevos colores dibujan mi silue-
ta en este piso llamado hogar.

¿Es así como nos acostumbramos a todo?

1 de abril de 2020
Hélène Cixous. Son las doce y media y es de noche; el
insomnio acecha de vuelta, fantasmagórico, penetrante.
Leí en la página sesenta y cinco de su libro, La llegada
a la escritura, un fragmento que me emocionó. Nunca
subrayo los libros, pero he tenido que coger un lápiz y
lentamente trazar una línea recta para integrar palabra
a palabra y percibir en él un signo, una señal de algo
que había olvidado.

«Nada se ha perdido, todo está para buscarlo. Anda,


vuela, nada, salta, corre, cruza, ama lo desconocido,
ama lo incierto, ama lo que aún no fue visto, ama a
nadie, que tú eres, que serás, déjate, libérate, de las
viejas mentiras, atrévete a lo que no te atreves, ahí es

285
donde gozarás, haz siempre tu aquí de un allí».

Pensé después: tienes que volver a montar en un


avión, cruzar el Océano Pacífico, sentir las turbulen-
cias, engullir tormentas, despedazar rayos, escuchar
atentamente los vientos zarandeando y ladeando a esa
inmensa máquina.

Pensé también en dejarle una nota impresa al jardi-


nero de mi escuela, el que cuida los vegetales, y decirle
que hay algo, un afecto, una ternura, que remueve mi
ser.

También debería ir sola a esas clases de danza con-


temporánea, no importa si las alumnas están avanzadas,
¿qué importan mis torpezas? Igual de niña era un poco
patosa y un poco masculina, y aunque esa pequeña aún
viva en mí, esos complejos y creencias no deben limi-
tarme más.

Y quizá el año que viene debiera aventurarme sola,


hacer los voluntariados que siempre quise, no esperar
dinero a cambio, no poseer un hogar, dejarme seducir
por el vaivén humano.

Toda esta lista resuena en mi mente como un canto


casi celestial. Descifré lo que había guardado dentro del
envoltorio de papel, me quité unas cuantas capas.

286
¿Y tú, qué es lo que no te atreves a hacer, qué guardas
ahí dentro?

3 de abril de 2020

Despierto esta mañana, el edredón de plumas no es


ligero, noto un peso que se pega en mi cuerpo, pero
siento que aún hay un hálito, una sensación muy sutil,
que me da esperanzas. Dejé de poner el despertador.

Tomo un té verde japonés, sin miel; como unas tos-


tadas con mantequilla y cacao. Me siento fuera en la
mesa redonda, blanca y transparente.

Hoy apareció la propietaria, María, la vi con un en-


vase de lejía gigantesco, fregando la escalera, las baran-
dillas, cada rincón expuesto. No me acostumbro a los
guantes ni a las mascarillas.

¿Cómo una puede acostumbrarse a esto?

Es viernes y tengo que salir a comprar verduras, y


agua. Me decidí, solo comeré verduras y legumbres. No
quiero harinas, azúcares, no quiero carne.

Me visto para ir a un sitio que ya no sé cómo llamar,


¿desierto humano? ¿espacio de silencio?

287
No lo sé, pero me angustia salir de mi casa, me asus-
ta la invisibilidad letal. Puerto de Sant Miquel, donde
vivo, está desolado, la avenida principal da al mar, lo ob-
servo, ¿cómo estará hoy?, ¿qué color tendrá? Me siento
distraída e imagino que en un mes o dos, quizá tres
podré navegarlo, atravesarlo, y esto, de alguna manera,
me tranquiliza.

Abro la puerta de mi coche, pequeño, amarillo y gru-


ñón. El tacto de mis manos con guantes al sujetar el vo-
lante es distante. Por la carretera observo dos perdices
rojas y sus polluelos que salen escopeteadas al escuchar
el rugido de mi coche. Vuelven los cúcalos y los críalos
y las lechuzas. Aparecen todo tipo de animales, se escu-
chan, se ven. Supongo que ya no tienen que esconderse
en la frondosidad boscosa.

Voy a Can partit. Unas líneas amarillas definen y


delimitan los espacios entre un ser humano y otro, de-
limitan distancias. Hoy no hay mucha gente en este su-
permercado de pueblo, pero aun así trato de ir directa,
escoger cuidadosamente los productos que necesito. No
deambulo, no toco nada que no sea necesario.

Hago la cola, hay una persona delante de mí, no lleva


mascarilla, pero sí unos guantes lilas. Pago, pongo las

288
bolsas en mi coche. Tiro los guantes a la basura que
hay justo al lado de la salida del supermercado, después
con el alcohol higiénico que compré esparzo una buena
cantidad entre mis manos, las friego apresuradamente,
incrusto el gel en mis uñas. Cierro la puerta, miro alre-
dedor, nadie.

Son casi las dos del mediodía, la temperatura es de


veinte grados centígrados, hay poco viento y una hume-
dad del 60%.

Hoy cocinaré lentejas rojas con leche de coco, verdu-


ras y mucho jengibre.

4 de abril de 2020

La cautividad parece un escenario de teatro, una in-


terpretación de personajes. Sé que no soy la única per-
sona que piensa esto. Al despertar, restriego bien los
ojos con mis dedos y me preguntó si esto no fue un
sueño, me pellizco el brazo fuerte intentando averiguar
a través del dolor qué es lo que siento, qué es lo que
respiro. Pienso en la vulnerabilidad, ahora todes somos
vulnerables. Todes.

289
¿Cómo está influyendo en nuestra manera de
expresar sentimientos?

La tristeza, la rabia, la ira, ya no forman parte de esta


idea oscura preconcebida, de esta idea de no expresión.
Yo he dejado de guardar, he decidido expresar, he abier-
to esta caja con cerradura que guardaba debajo de la
cama, he respirado a través de ella.

El sentido de la cura, del cuidado personal y de nues-


tros seres queridos, nos acerca cada día más, nos huma-
niza, nos devuelve a lo perdido, nos adentra en lo difícil,
que es conocernos tal cual somos.

Hablo con mi abuela Tere, ella tiene noventa y dos


años de edad, aprendió a hacer vídeollamadas, la extra-
ño enormemente. Tere, la dulce mujer que me enseñó
que los Reyes Magos no existían y que dios era una
forma de energía que estaba en todas partes.

7 de abril de 2020

Me vino la regla, toda la entrepierna se manchó, her-


ví mi copa menstrual, me di una ducha con agua muy
caliente, fregué bien mis piernas, brazos y axilas con la
esponja de mar, y le puse mi jabón favorito, que lleva el

290
olor de las flores de lavanda y geranio. Luego me puse
aceite de argán con esencia de mirra, me di un buen
masaje.

Por la tarde, he hecho una meditación de luna llena


con un grupo precioso de mujeres, conocí a Graciela,
habló de las polaridades, pensé en el otoño y en la pri-
mavera europea, en cómo estas se unen a pesar de ser
tan distantes. Ella en Argentina, mi hermana en Ca-
lifornia, mamá en Barcelona, yo en Ibiza, Amaya en
Francia, Luna en Brasil.

En la meditación, entré dentro de un árbol que era


mi casa, fue extraño porque vi una corriente morada
con purpurinas que me impedía traspasar la puerta. Yo
misma me veía ansiosa, ¿qué debía ser esa masa mora-
da? Lo cierto es que después, al cabo de unos minutos
entré, y pude describir mentalmente objetos, deseos,
sueños.

Luego me quedé totalmente dormida. Anestesiada.

Cuando me levanté, di la sangre de mi copa mens-


trual al jazmín.

291
9 de abril de 2020

Hoy estuve bastantes horas con el ordenador, con el


teléfono móvil, y con la televisión. Estos rayos catódicos
me causan migraña, las redes sociales me abruman, me
tienen sobrexcitada, y parece que los pensamientos se
solapan, uno encima de otro, y cuando no miras aparece
otro, y otro, hasta que ¡pum! se derrumban y la men-
te da un aviso: levántate, mira por la ventana, estírate,
danza, canta, medita, habla, grita, escribe, date un baño,
hazte una mascarilla, ponte aceite ayurvédico en el pelo
y envuélvelo con una toalla, mira la agenda lunar, mas-
túrbate, acábate el libro que dejaste a medias, sube al
tejado a caminar en círculos, escucha las conversaciones
de mar que tienen las gaviotas, estírate, cierra los ojos,
ábrelos, ordena tu armario, limpia tu piso, cambia los
muebles de lugar, cuida las plantas.

10 de abril de 2020

Ya es tarde, casi anochece. Mamá siempre decía que


sentía angustia a estas horas, cuando el sol se va, y el día
y la noche se confunden. A mí también me sucede y
esa sensación la siento entre las costillas, como un puño
apretado.

292
No tengo ganas de pensar más, así que voy a pasear
a mi gato. Le pongo la correa, roja y negra. Salimos
hoy al bosque que hay detrás de mi piso, él me sigue y
yo lo sigo a él, me siento tan bien tocando tierra. Me
dispongo a abrir todos los dedos de mi mano, los sepa-
ro cuidadosamente y pongo las dos manos encima de
ella, me empapo del olor húmedo que sale, quiero olerla
más, así que estrujo un trozo de tierra con el pulgar y
el dedo índice, luego aspiro. Me quito los zapatos y ca-
mino descalza, empiezo a cantar una canción que no sé
cuál es, me invento una melodía que se repite. Mi gato
se lima las uñas en un pino, y sube disparado, camina
entre las ramas queriendo cazar a un pájaro pequeño,
después baja, corretea buscando lagartijas, hormigas,
arañas, mariposas, saltamontes, chicharras, erizos.

Me fijo en las flores, en los colores que me rodean.


Amarillos, morados y los rojos; ya empiezan a salir las
primeras amapolas. Hay un pétalo morado que cayó, lo
recojo con cuidado, palpo la suavidad y no es tan frágil
como pensaba, lo paso por mi nariz, por mis mejillas,
por mis labios, quiero notar su textura, sentirla en dife-
rentes partes del cuerpo.

293
12 de abril de 2020

La tormenta de febrero de vientos huracanados dejó


los árboles caídos, arrancados de raíz. Cuento ocho,
pero cada vez hay menos porque Toni, el marido de
María, la propietaria, los va cortando, prepara la leña
para el año que viene. Me pregunto si esos golpes de
aire violentos no fueron un aviso de lo que estaba por
llegar. La naturaleza se regenera, igual este es su plan
de desinfección.

Los padres de María son mayores, se llaman Arlet y


Ignasi. Me enamora ver cómo Ignasi sujeta a Arlet por
el brazo, la lleva a dar una vuelta por su terreno, que se
extiende a lo largo de un campo rectangular, enfrente
de mi balcón. Arlet tiene Alzheimer; hoy lleva una go-
rrita de paja beige, es pequeña, su cuerpo se ha enco-
gido, pero ella sonríe, aunque no habla mucho. Ignasi
trabaja la tierra, le pregunté desde el balcón qué había
plantado; fabes(alubias), uns tomàquets (tomates) y en-
ciams (lechugas). Detrás de su huerto hay diez gallinas
y unos cuantos gallos.

Después está el algarrobo, en el lado derecho, al fon-


do, junto al bosque de pinos. Es un árbol típico con el
que se hacen chocolate, harina, dulces. Sus frutos son

294
alargados, tienen una textura rugosa y también se pue-
den comer crudos.

Ignasi, cada día, antes de comer, se da un paseo, mira


las plantas, les da agua, arranca las hojas viejas, después
se sienta en la sombra del algarrobo, descansa. Siem-
pre se acerca un gato negro, se pasea entre sus piernas,
juguetean un rato. Luego se levanta, da comida a las
gallinas, les habla y recoge unos cuantos huevos en una
cesta de mimbre.

14 de abril de 2020

Sé que prometí no volver a llamarte, lo hice, pero fue


esta situación excepcional y una carta que me llegó tuya
de Uruguay. Sé que prometí no volver a mirar mi buzón,
bloquear tus llamadas, tus mensajes. Porque fueron seis
años y dos separados en los que nuestros cuerpos, aun
deseándose, se escuchaban. Por eso de «pasar página»
intenté mantener una distancia, pero escuché tu voz y
me contaste tantas cosas: cómo estaba tu abuela, cómo
andaba tu hermana con su yoga y sus telas acrobáticas,
cuántos asados hiciste, cómo te fue en Cabo Polonio
Valizas, con qué grupos bailaste. También hablamos de
tus fracasos, de tus decepciones, de aquello que te hizo

295
vulnerable este verano, ese negocio que arrancaste y no
salió. Después me contaste que quizás este año no ven-
gas a hacer temporada, y que, de ser así, no nos vere-
mos. Sentí un dolor comprimiendo mi pecho, opresión
y ahogo, pero bien pensado igual sea lo mejor.

Sigo extrañándote, te pienso, te percibo.

Espero que estés bien.

296
Elisa Michelena Santini

nació en Montevideo, Uruguay, en 1992,


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

297
14/3

Suspendieron las clases por dos semanas y a mí me


da un poco de miedo mi salud, sobre todo mental. Me
preocupa también mi capacidad de mimetizarme con
mi entorno. Va a ser raro esto de estar encerrada en
casa, aunque claro que me niego a ser catastrófica y cla-
ro que quiero verme con amigas y familia.

Ahora me gustaría tener una bici para poder mover-


me con tranquilidad y libertad.

No sé qué va a pasar en estas dos semanas, pero sé


que quiero escribir. Siento como todo muy catastrófico
y la escritura siempre es el refugio, aunque no sepa muy
bien qué ni cómo.

También me parece algo raro: todxs, de repente,


cambiando radicalmente nuestras vidas, nuestras ruti-
nas, encerradxs en nuestras casas, aisladxs. Claro que

298
parecería ser la mejor medida de control biopolítico.
También siento como que es una posibilidad. La in-
trospección necesaria para reflexionar y encontrarse
con otrxs.

En todo esto yo me tengo tanto miedo como con-


fianza, en realidad. Siento que puedo ser creadora, in-
cluso con la cabeza volando por ahí. De hecho, siento
que la creación ha sido siempre mi salvación.

15/3

Siento que a las cosas hay que darles su tiempo, y a


las personas también. Me quiero dar los tiempos a mí
misma, pero tampoco quedarme en este lugar cómodo.
Cuarentena. Poca interacción social, pero mucha per-
sonal.

17/3

Le doy vueltas a esa conexión visceral que siento a

299
veces con las personas repentinamente. Ayer le mandé
a Pata un poema que escribí hace unos años en mi dia-
rio —cuando ni siquiera la conocía— y me respondió
diciendo que es como si siempre le escribiera a ella.

Estoy tan llena de vida
y tristeza

Pareciera paradoja
pero sé que traigo
primaveras,


melodías
mares y amores

También lágrimas
lágrimas
y lágrimas

Todo eso entra en mí
y a veces siento que explo-


to
que no me alcanza el cuerpo
para que entre todo

Tanta tristeza llena de vida

Siempre siento que cuando me escribo a mí también


le escribo a otras, aunque todavía no sepa quiénes ni
cuándo.

20/3

Las chicas de Índigo hicieron una convocatoria para


300
una nueva antología de diarios en momentos de encie-
rro. No quiero que este diario ahora se convierta en un
texto para presentar a una convocatoria.

Hoy fuimos a la azotea con Maite y Vero para pasar


un rato al aire libre. Vero compró paltas para desayunar
e hizo jugo de naranja. Llevamos la mesa del living y
algunos almohadones. Pasamos mucho rato al sol.

Me llevé la compu y trabajé desde ahí. Pienso cómo


estará siendo la vida de lxs peques en estos días: ¿dis-
frutarán de estar en casa? ¿a algunx le faltará para co-
mer? ¿Sus familiares se habrán quedado sin ingresos
para sostener los gastos? ¿Habrán cocinado cosas ri-
cas? ¿Jugarán con sus mascotas? ¿Regarán las plantas?
Mientras escribo viene la angustia. Estuve todo el día
entre charlas, redes sociales y videollamadas. El diario
es mi ritual propio.

Es rara esa forma en que pasan las horas. Ya avisaron


de que las clases se retoman después de turismo, casi
en un mes. Hay gente que cree que en estos días van a
declarar la cuarentena obligatoria. Temo por toda esta
reconfiguración de la vida.

De repente no entiendo nada de nada.

301
21/3

Desde el Parque Rodó veo el cielo anaranjado ten-


derse sobre el río-mar, el que le da nombre a las cartas
que nos mandamos con Lau, Ceci y Car. Me vine sin
el celular, lo decidí porque es la única manera de lograr
abandonar ese vicio por un rato, pero se siente raro.

Veo a un señor que vende garrapiñadas caminando


a lo lejos, me pregunto cómo estarán siendo estos días
para él y el resto de los vendedores ambulantes. Hay
preguntas que vagan en mi cabeza, están todo el tiem-
po ahí: ¿Qué pasa con quienes no tienen dónde vivir?,
¿qué pasa con quienes no tienen para comer ni una red
de afectos que pueda brindarle apoyo económico?, ¿qué
pasa con quienes viven con sus agresores y abusadores?

El cielo se pone cada vez más anaranjado. Recuerdo


las largas tardes de rambla sur cuando vivía en la Héc-
tor. También aquel atardecer, hace un mes y medio, en
la bahía de Taganga con la mujer que me señalaba los
pelícanos. Cómo puede cambiar tanto la vida en tan
poco tiempo. Confusión y angustia profunda. Necesito
cercanía.

302
Acá mismo estuvimos el primero de marzo en círcu-
lo, mientras asumía XXX el gobierno (ni siquiera quiero
escribir su nombre). Qué hermosa manera de vivir ese
momento. ¿Habrá círculo el primer domingo de abril?
¿En qué andarán nuestras vidas?

23/3

Tengo miedo. Me quiero rendir ante mí misma, ante


mi constante necesidad de ser consecuente. Quiero pe-
dirme un respiro. Quiero rendirme. Hoy solté la angus-
tia después del enojo. Lloré mucho. Hace poco descubrí
que los enojos siempre los vivo con angustia.

Qué rareza de día, con momentos tan alegres, tier-


nos y tristes. Fue el segundo día de aislamiento total,
también es cierto: yo sabía desde un principio que esto
iba a traer desequilibrios que quizás duren más que la
cuarentena. Mutaciones severas a las que temo. Sé que
ante el miedo lo único que resguarda es la ternura, la
tibieza y esto que escribo desde el crisantemo que siem-
pre brota en mi pecho.

303
Miré el tatuaje en el espejo y me pareció extraño lle-
var tinta impregnada en la piel. La hoja de sauce llorón
que está ahí para recordarme siempre: yo también me
rindo ante el río que pasa porque yo también soy débil.
Una rama de sauce llorón que me recuerda que, en todo
el mundo, hay hermanas de letras abiertas para recibir-
me en sus guaridas literarias.

Montevideo está quieta, vacía, ausente de rutinas. Es


tal la desazón que me invade que yo solo puedo sentir-
me en otros tiempos y espacios para calmarme. Madrid,
Málaga y Lisboa me traen la calma necesaria para ce-
rrar el diario.

25/3

A veces me agobio hasta de escribir. Creo que me


aburro de mí misma. Esto lo escribo en letra pequeñita,
creo que porque me da culpa sentirlo.

Miro la fisura de pintura de la pared, me abstraigo de


todo y pienso qué carajo está pasando, cómo mierda se
sostiene la vida capitalista de la gente en un capitalismo

304
frenado. No me alcanza la imaginación para inventar
respuestas.

Mientras tanto me la paso leyendo mails, inven-


tando secuencias didácticas, haciendo videollamadas y
preguntándome sobre mi sexualidad.

27/3

Escribo y todavía no es mediodía; no suelo hacerlo a


esta hora, pero terminé de lavar las tazas del desayuno,
vine a mi habitación y pensé: ¿ahora qué?

Desde hace días que no paro de pensar en las mira-


das. He leído mucho en redes sociales sobre cómo este
aislamiento nos impide abrazar y de cuánto se anhela el
contacto físico. Yo anhelo las miradas. Las videollama-
das nos permiten ver a lxs otrxs, verles sus gestos y has-
ta sus ojos, pero no sabemos a dónde miran. Ni siquiera
sé si me están mirando a mí mientras les hablo. Extraño
ese gesto de que otrx me mire y de mirar, de dedicarnos
la atención visual. Extraño las miradas cómplices y las
seductoras. Esa parte tan fundamental de la seducción.

305
Coincidir con los ojos de otrx al pasar, descubrir que
me estaba mirando y ese pequeño infartito que siento
cuando es al revés: cuando yo estoy mirando a alguien
y me descubre. Cuánta belleza en esas sutilezas del ero-
tismo.

Me acuerdo cuando hicimos la dinámica de mirar a


los ojos fijamente durante varios minutos a una persona
desconocida. Lloré. Podía sentir el calor que emergía
del espacio entre nuestros ojos. Me genera una conmo-
ción especial sentir que todas esas experiencias me ha-
cen la que soy, también me llevan hacia ese lugar donde
siento que yo no soy nada más que la suma de muchas
cosas.

29/3

Estoy encerrada con mi noche. Miré un concierto en


vivo con una copa de vino y chocolate. Me siento vacía,
no sé bien de qué. Capaz vacía de todo.

Extraño ser acariciada. Siento mi cama más vacía


que siempre. Me tomo unos minutos para respirar pro-

306
fundo y percibir la ausencia. No sé por qué esta sensa-
ción ahora, pero no tengo que saber todos los porqués.
Me calmo, me tiendo sobre las sábanas blancas.

Respiro. Recuerdo las caricias. Pienso en escribirle a


algún amor, al de las caricias más lindas. Algo me alegra
de percibir esta sensación: reconocer la necesidad de
ternura y contacto. En esta soledad elegida hay anhelos.
Reconocerme compleja, tambaleante, diversa. Humana.

30/3

No quiero nada. Veo todo gris oscuro. Me siento en


una cueva. Percibo que me es difícil contactar con lo
liviano, con lo sencillo. No quiero nada.

Confusión y tristeza. Extraño mi trabajo, es mi cable


a tierra, contacto cotidiano con personas. Extraño las
preguntas, las miradas, la espontaneidad y también la
dulzura. Eso que sucede en el aula, ese espacio y tiempo
donde se tejen vínculos, complicidades, donde la curio-
sidad marca el rumbo. Cansa pero llena. Creo que ese
es el vacío que siento hace unos días. Me llegan fotos

307
de niñas y niños haciendo las tareas que les envío vir-
tualmente y me dan tanta ternura como pena. Hoy hace
ya más días que no hubo clases que los que hubo; está
empezando la tercera semana de emergencia sanitaria y
solo hubo dos de clases.

Ellxs habían llegado tan nerviosxs, era el primer día


de toda su escuela primaria. Cantamos y jugamos y se
les pasó. Fueron entrando en confianza, también gene-
rando vínculos. Levantaban la mano, pasaban al piza-
rrón y pedían ayuda. El jueves anterior a que suspen-
dieran las clases habían aprendido a usar pegamento:
apenitas un poquito en cada esquina, les decía yo.

31/3

Hoy fui a trabajar: completé planillas para que pue-


dan retirar las viandas de lxs niñxs que suelen comer en
el comedor de la escuela. Usé guantes de latex, alcohol
en gel en abundancia y mantuve la distancia necesaria
para que no haya contagios. Qué difícil trabajar de esa
manera. La distancia social me hiere.

308
A la tarde, con Maite hicimos compras para canastas
de alimentación y productos de limpieza para mujeres
trabajadoras sexuales que están en el horno. Qué difícil,
me fui con una pesadez en el estómago.

Estoy opaca.

¿Qué necesitás? me pregunta Paula. Y yo no sé,


necesito mi rutina de vuelta, o capaz que no. Llorar
un poco más de lo que lo estoy haciendo, eso sí
seguramente no me vendría mal. Cuando siento
aflicción profunda con cierto desasosiego, no me
brotan lágrimas tan fácilmente. Suelo llorar más por
cosas livianas y sencillas: un gesto de solidaridad, una
planta que florece, un atardecer o el sonido del océano.

1/4

Deseo que abril sea más corto que marzo. Hoy llovió
toda la poesía que necesitaba.

Real: hubo tormenta desde la mañana.

309
Real: me volvieron mails de la cadena que Ceci me
envió sobre intercambios literarios. Uno de los que más
me gustó me lo envió una mujer a la que no conozco, se
llama Alfonsina y ella no sabe quién lo escribió (goo-
gleé y tampoco encontré).

Después de un tiempo se puede
andar a oscuras
la


distancia es entonces una punta conocida
Y ya no te
rozan los bordes
los abismos filosos.

Y uno anda
en la oscura transparencia de las co-


sas
como si al fin viniera
desde otra parte
la luz.

Real: Pata me compartió poesías. Esta de Nancy Ba-


celo me fascinó:

Una mujer
escapa de los ruidos
no para encerrarse


de los otros
sino para mejor abrirse
y llena sus ojos con
el mar
la noche el húmedo sereno
que la cubre.
Y se
permite el sueño.

Tanta poesía me hizo volver a La poesía no es un lujo,


de Audre Lorde. Siento las letras queriendo brotar en la
carne. Cuando siento descomponerme la poesía no me
compone, pero me hace sentir que estas heridas les han

310
dolido a muchas. Qué necesario sentir ese sostén donde
las literaturas de otras me hablan desde mi profunda
intimidad. ¿Qué tan personal es mi intimidad?

Al final, el mayor de todos mis miedos, de todos, es


ser sola. De ahí, la poesía siempre es un rescate.

En estos días de confusión, de decisiones difíciles y


de sentir que toda la vida está sin rumbo, necesito, des-
de los poros de mi piel, la lírica vetusta y suave de las
palabras de mujeres.

3/4

Volví a ir a Casavalle. Lo vi desde otra perspectiva.


Cuánta nostalgia en ese patio vacío.

Con Maite empezamos a hacer yoga ayer, y hoy se-


guimos. Sentí mi cuerpo latir como hacía tiempo no lo
sentía. Qué placer tan extraño ese de sentir que, al final,
los músculos resisten.

Siento que todo es mucho y que no me entran todas


estas hojas secas. Quiero sentir el sonido de mis pasos

311
sobre ellas y que se resquebrajen con cada pisada. Así de
seco está mi pecho.

4/4

Estoy podrida le dije hoy a Mai. Podrida de verdad,


empiezo a sentir el moho apropiándose de mi piel, de
mis pensamientos, de mis proyectos, de mis certezas.
Podrida.

Anoche soñé que chuponeaba. Lo escribo y lo hago


un poco más real que únicamente un sueño. No me ge-
nera culpa ni —más— deseo, pero sí me cuestiono por
qué pongo siempre el deseo cerca del riesgo, de lo in-
cierto, de lo difícil. Pero hay deseo. Soy deseante y estoy
despierta, además del sueño.

5/4

Afuera llueve y escucho el sonido. Afuera.

Hoy desperté con la tibieza de un rayo de sol ilumi-

312
nando justo sobre la almohada y entibiando mi cache-
te. Anoche soñé que nos acariciábamos, pero esta vez
sin besarnos. Desperté con una sensación de goce y me
acaricié el pecho, como para reconocerme el cuerpo.

Leí, cociné, lavé y escribí. Le escribí una carta a Nati


para destrancarme a mí misma. Nati me respondió con
las palabras siempre necesarias. Yo estoy acá. Acá es-
tamos al resguardo de ser las versiones más genuinas
de nosotras mismas, por eso te amo tanto. Porque nos
releo y nos veo a flor de piel, con todas nuestras luces y
nuestras sombras, abiertas a todo lo que nos entrevera.
Vamos juntas, nos tenemos, no tengamos miedo jamás
de ser quienes deseamos ser, me puso. Pensé en qué
momento me rodearon mujeres tan increíbles.

Tuvimos círcula virtual de escritura y escribí sobre


toda la oscuridad en la que ando revolcándome. Fue
la primera vez que pude identificar el estado en el que
estoy.

Necesito vomitar toda esta mierda metida aden-


tro.
Todas las mariposas y las flores, vomitarlas.
Que
quede solo la espesura, el barro,
la mucosa y las tormen-
tas.

313
Revolcarme en la hiedra podrida
de tanto estar en el
fondo.
Soltar finalmente la ternura y el cuidado.

Mirarme fijo a los ojos
hasta develar los grises
y es-


cuchar el eco
de las incoherencias,
inconsistencias,
in in
in: todo lo que no.
Reconocer lo que no.

Unir los puntos
de dolores y falsedades
—tan vero-


símiles—.

Entrecruzarme,
tejerme,
agujerearme.

Sentirme ese bollo,
frágil y deshecho.

Moldearme de nuevos modos,
sin intenciones pre-


determinadas
más que las de crecimiento,
transforma-
ciones y sintonías.

Descubrirme
en todas las posibilidades
de melodías,


colores
texturas, lluvias,
y pelajes.

También escribí sobre el rayo de sol que entró por la


mañana, sobre el gorrión que escuché cantar desde el
plátano y sobre la flor lila que nació el viernes de la ra-
mita que me regaló Silvia. Parece que para más de una

314
las plantas están siendo un rescate entre tanto encierro.
Yo siento que para mí son una señal de vida.

6/4

Hoy fue un día radiante, de ganas de hacer. Leí unos


fragmentos para las maestras feministas: volví a la pe-
dagogía y recordé cuánto me apasiona. Sí, tengo que
sostener la lectura de pedagogía a menudo porque, de
alguna manera, le da sentido a mi día a día laboral. Cla-
ro que volví a extrañar el aula, pero desde otro lugar.
Como si ahora pudiese disfrutar de la idea del reen-
cuentro.

A la tarde rompí la cuarentena. Fui con la flaca a


visitar a Pata. Cata me estaba esperando con un collage
que había hecho para mí. Jugamos: ella era Elsa y yo
Anna, era su cumpleaños y convertimos un almohadón
en una torta con una varita mágica de unicornio. Qué
imponente el juego para vivir todo más liviano. La
frescura de ella me hizo reconocer cuánto extrañaba esa
frescura de lxs niñxs. Esa manera de abrir el mundo ha-
cia lo curioso, ese cuestionamiento constante de lo ob-

315
vio, esa posibilidad de enunciar desde un lugar genuino.
La fantasía, también la fantasía. Qué imprescindible en
este mundo podrido.

7/4

No sé bien cómo se pasó el día. Ando hilvanando


memorias. Me gusta haber incorporado la rutina del
yoga diario a mis días, siento que me hace muy bien.

11/4: Día de la Nación Charrúa y de la Identidad


Indígena

El día me desgarró los músculos más tensos. La luz


del sol se metió en los poros y me armonizó los latidos.
Hubo encuentro de escritura virtual. Apenas les vi las
caras sentí ese olor a miel, ese calor de sus ojos que me
acobija. No sé por qué en el diario escribo tanto sobre
la literatura de mis amigas. El rumbo de mi vida está en
las palabras, tengo esa certeza (que no es poco).

La composición celular de mi subjetividad se mo-


dificó después de esa videollamada, como cada vez que

316
abrimos ese círculo tan mágico. Se me fue el frío del
cuerpo, el frío que me invadía desde que el otoño de-
finitivamente llegó a Montevideo. Fogosidad, escribí al
terminar el encuentro y eso es lo que continúa guarda-
do en mí.

Necesité el yoga y me lo concedí. Me reconcilié con


mis cuevas. Soy así de profunda e intensa. Me siento en
equilibrio.

¿Y mañana? Esto no es día a día, dijo Mile en una


videollamada, esto es rato a rato.

317
Emilia Fierro

nació en Quito, Ecuador, en 1996,


y pasó su confinamiento en ese mismo lugar

318
Miércoles

Sueño.

Tomo lenta conciencia de lo manifestado en el sue-


ño. Estamos en el mar una criatura dormida y yo. La
nombro Arrecife, pero no digo su nombre en voz alta,
tengo miedo de despertarla. Duerme tranquila so-
bre mis rodillas, como un alga enroscada a las piedras.
Súbitamente una ola enorme impacta en las rocas. La
criatura abre sus ojos. Nuestras miradas se encuentran.
Creo que nunca he sentido tan intensamente que he
llegado a tiempo a la vida. De golpe, este mundo que
parecía tan tranquilo se ha rebelado. Una mirada de co-
ral se enciende en el rostro de Arrecife.

El día inicia con la escritura del diario porque siento


que lo que reposa tanto tiempo está rodeado de una
sutil luminosidad. ¡Qué maravilla: dos seres abrazados
en el mar! Hoy nada más lejos de la realidad, pero la
esperanza es lo que guía al alma. Arrojo esta creencia al
mar, como una piedrita marina, y recito un poema de

319
Emily Dickinson desde la ventana de mi habitación:

Es la esperanza lo que lleva plumas

y se posa en el alma,

cantando una tonada sin palabras

que nunca tiene fin.

La voz más melodiosa en la tormenta,

muy violento ha de ser el temporal

capaz de desnortar al pajarito

que a tantos dio calor.

Se le oye en la tierra más glacial

y en el mar más lejano,

aunque jamás en la necesidad

ni una miga de pan me haya pedido.

320
Viernes

Esta mañana me llega una canción de cuna enviada


por J. Me emociono e intento recordar la última vez
que alguien me cantó una nana. Una luz fulminante
aparece con el rostro de mi madre. Hace cinco años me
sentía muy frágil como un jarrito de cristal al borde de
la mesa, un cuerpo que con un pequeño soplo podría
desvanecerse ante mis ojos. Un día mi madre me en-
contró llorando, en ese momento me abrazó tan fuerte
que pensé que nunca más me soltaría. Pocos segundos
después del abrazo, y aún sostenidas, cantó: duérmete
mi niña, duérmete mi sol, duérmete pedazo, de mi co-
razón. Una voz nunca me pareció tan tierna. Las suaves
palabras que pronunciaban los labios de mi madre eran
una coraza de luz, un espacio de protección.

La canción de cuna es un canto para el alma, un rin-


cón de lo sutil que no conoce el tiempo. Una brevedad
que comienza y termina en una ráfaga de luz. Tomo
conciencia del regalo que me ha enviado J, del llamado
que está a punto de ocurrir. Me siento en el suelo con
las piernas dobladas en dirección a la ventana más pe-
queña del cuarto, por donde se filtran los últimos rayos
del sol. Estiro mis manos para calentarlas. Me muevo
hasta encontrar la posición indicada para que nada me

321
distraiga. Escucho el canto y la emoción precede a la
razón. Atrapo una chispa en las entrañas. El cuarzo en-
candilado es mi corazón. Me ha atrapado la belleza.

Con la nana que acaba de maravillarme, nacen pre-


guntas que no logro responder, casi ni formular: ¿de
dónde viene esta magia? ¿hacia dónde va? ¿cómo reten-
go este amuleto de protección? No puedo nombrar ni
describir lo que es. Una ola de ternura me ha arrullado:
el saber que existen almas sensibles, que los susurros
son códigos para comunicarse con el alma. Mi rostro
se enrosca en un esfuerzo por retener las lágrimas que
brotan sin saber por qué. Cuando la primera gota pasa
por mi mejilla, dejo de luchar. La magia me ha invadi-
do.

Ojalá pudiera vivir cuerpo a cuerpo en la ternura de


una nana. Esta salvación en un canto —espejos, voz,
silencio, búsquedas, infancia— son todos los instantes
en uno. Las revelaciones se convierten en carne. Y la
fragilidad un templo. Cada acorde, un faro en esta isla.
El día termina con la escritura minuciosa en el diario.
Para que cuando llegue otra, cuando la carne no se re-
conozca, encuentre el latir de un corazón encandilado.
Escribo para la que hoy es, para la niña que habita en
mí, para la mujer y el asombro. También para la joven

322
frágil, para recordarle que en los pequeños detalles
siempre hay una luz explosiva.

Domingo

Me desperté abatida.

Menos mal, hoy comencé a leer El mar de Jules Mi-


chelet.

Me he conmovido en esta descripción:

«Tan diversos obstáculos crean a las mareas irregula-


ridades aparentes que embargan y conmueven el ánimo
[…] ¡Qué gloria para el humano linaje haber sometido
al cálculo fenómenos tan complejos! Empero bajo ese
movimiento externo, el mar oculta otros internos, los
de las corrientes que le atraviesan a tal o cual profun-
didad. Sobrepuestas a diferentes alturas, o vertiéndose
lateralmente en opuestas direcciones, corrientes cálidas,
contracorrientes frías, ejecutan entre sí la circulación
del mar, el cambio de las aguas dulces y saladas, la pul-
sación alternativa que es su resultado. Lo cálido bate de
la Línea al polo, lo frío del polo al Ecuador.»

Lo que estremece hoy a mi alma es circular en dis-


tintas direcciones, en la incapacidad de discernir el flu-

323
jo de la sangre entre lo cálido y lo frío. Estas mareas
contrapuestas que me arrasan, entre la calma por darle
continuidad a la vida o abandonarme al miedo por la
quietud del tiempo.

Siento una urgencia por cerrar mis ojos. Me mudo


al mar por un segundo. Vivo frente a la Eternidad. Ad-
miro al animal detenido en el pulso de la vida desde las
profundidades. Leo un libro o escribo en este diario, y
el ritmo de la palabra se marca instantáneamente por el
romper de las olas sobre las rocas.

Nada más lejos de lo real, pero hoy pacto con este


encierro. Aunque me sea imposible mirar la vida desde
fuera, voy a habitar mi hogar en las corrientes y contra-
corrientes de mi interior. Más que nunca decido abra-
zar el cuerpo marino de aguas profundas que soy.

Lunes

Son las diez de la noche.

Maúlla el gato del vecino.

Lanzo una palabra al viento.

Ladran cuatro perros del piso de enfrente.

324
En la habitación abrazo a L y lloro con M.

El libro a medio leer en la mesita de noche: Morí por


la belleza.

Siento un pulso intenso, como si todo me llegara de


golpe: ¡Hay vida!

Martes

Camino con el corazón abierto, confiando en que la


vida es un obsequio. Miro nacer sobre un campo de
margaritas como constelaciones o polvo de estrellas que
pulverizan el silencio del mundo. Vuelvo a creer en la
fragilidad, en el canto de los pájaros, en el cuerpo como
terreno fértil. Me reconozco en este mundo de mar-
garitas que mece el tiempo. Pienso en lo lindo que es
verme ahí. También en el poder de la imaginación. Este
cuerpo-margarita que baila se disuelve entre la tierra y
el cielo.

Regreso al terreno sobre el que escribo: una mesa de


madera en el departamento de Quito. La tristeza no me
vence, hoy viajé al encuentro con un campo de margari-
tas regadas como estrellas en la tierra. Se liberó un olor
floral en mi hogar, que recorre cada rincón del papel

325
donde escribo, de esta tierra fresca en la que mi alma
encontró refugio. Salgo al encuentro de dos aliadas para
el encierro: una margarita y la palabra.

Viernes

Esta tarde me llegó un mensaje de María José. Me


escribe: Emilita de mi corazón, nosotras jugamos al
gato y al ratón. Hablemos pronto. Yo te quiero más. La
notita que recibí me llena de ternura, también me ayu-
da a recordar nuestros días en Madrid, bebiendo café
con leche en el pequeño piso cerca de la estación Con-
cha Espina, nuestros encuentros en el chino antes de
caminar juntas a clase mientras comíamos unos rollitos
de verduras, los paseos con las perritas —Cira y Ardi-
lla— y nosotras tumbadas en el césped viendo pasar el
tiempo en la forma de las nubes.

Recibir noticias de mi Josefina me hace feliz, aunque


me deja pensando en la continuidad de nuestra amistad.
El juego del gato y el ratón del que habla, si lo pien-
so, indica el carácter de nuestro lazo. La comunicación
interrumpida por la distancia y lo cotidiano. Pasa que
cuando la una envía un llamado a la otra, parece que
estamos en tiempos distintos, como si mientras una se

326
enrosca en las profundidades la otra florece como mag-
nolia. Pero aun cuando el intercambio se corta, siempre
estamos juntas.

Respondo: Yo también te extraño. Pronto te llamaré.


Hoy encontré una fotito en la que me hacías unas tren-
zas. Yo reía y tú me sobabas la cabeza con cariño, como
diciéndome te quiero. Extraño esos días, también a ti.
Pronto nos volveremos a ver, cuando pase este encierro,
cuando pueda viajar de nuevo, regresaré.

Después de enviar el mensaje me invade un estado


de nostalgia pura, me cuesta pensar que volveré. En
las profundidades todo parecen fuerzas contrapuestas.
Respiro profundo, me sostengo en el aire que entra y
sale de mí. Reconozco que me falta el contacto de una
amiga peinándome. Y aunque se apodera de mí una
añoranza por todo lo que existía, hoy busco contacto
en los rayos de sol que se filtran por la ventana, en los
geranios rojos que crecen en casa, en el reflejo de la
danza de una niña, en la pulsión del papel y la pluma al
escribir. Vuelvo a lo esencial, a disfrutar de lo que antes
parecía lejano, porque en realidad es el latido más sutil
de la vida.

327
Sábado

Por las cortinas se filtran los primeros rayos de sol


del día. Entra en este mundo una luz fulminante que
impacta en el espejito que reposa en la pila de libros.
Del contacto, nace un juego de destellos sobre las pa-
redes de esta habitación encandilada como una piedra
preciosa. La claridad se siente como un pajarito can-
tando una tonada en el corazón, quizás como lágrima al
despertar en un alba diferente o el sobrevuelo de un ave.

Me incorporo al mundo rodeada de belleza y me


permito creer inocentemente en la condición infinita
de la alegría. Saludo a mi madre. La miro directamen-
te y sus ojos se encienden como faros. Me dice: tengo
que contarte algo, no lo vas a creer. Por la mañana me
levanté y salí al balcón para hablar con tu abuelita. Ca-
miné por un tiempo, cuando de repente apareció un
colibrí —enorme, mítico, luminoso— entre los gera-
nios. Se detiene para mirar mi reacción, y continua: esto
solo puede ser una señal. Le respondo con asombro: sin
duda es un llamado. Creo que también es una huella el
dolor compartido con mi madre estos días. Mientras
ella acariciaba su columna baja, yo me estremecía por
un dolor constante sobre las costillas. Así convivimos
en un lenguaje de señas por casi una semana, hoy tam-

328
bién nos encuentra la vida y nos llenamos de una sutil
luminosidad.

Vuelvo a la habitación. Descubro que un colibrí vue-


la en mi espalda. Mi torso desnudo. El tatuaje frente
al espejo. Un pájaro colorido y radiante en pleno vuelo.
Estoy arrullada por las señales ¡Qué bonito que un co-
librí ilumine los ojos de mi madre! ¡Qué maravilla el
sobrevuelo de un animal tan brillante en mí! ¡Que el
eterno sol nos ilumine, y nunca falten los vuelos que
elevan el alma!

Domingo

Las cosas son más bellas cuando suceden de impro-


viso. Hoy me siento en el sillón de la sala con mi padre.
Charlamos de cómo está cambiando la vida. También
de cómo siento un pulso por seguir viajando cuando
todo esto termine. Le cuento que mis alas de colibrí se
están curando de todas las heridas recientes, que este
tiempo en silencio y recogimiento, me está ayudando a
escuchar la voz que nace en mi interior.

Terminamos de conversar con un abrazo, me dice:


Vuela.

329
Lunes

Mi abuela Ángela Felicidad, madre de mi madre, me


regaló un poncho rojo dos días antes de iniciar el con-
finamiento. Recuerdo el día en el que llegó por primera
vez a mis manos. Lo extendí con delicadeza sobre la
cama, quería cuidar por el resto de mi vida de este teso-
ro envuelto de una dulzura floral.

El día es gris. Y la temperatura es muy baja. Abro


el armario en búsqueda de mi ponchito. Encuentro la
prenda tan querida que hoy calentará mi cuerpo, que
hará de mi carne, felicidad.

Gracias mi angelita, por este regalo. Te siento más


cerca que nunca.

Martes

Son las dos de la tarde.

Me llama María José desde Madrid.

Cuelgan mis pies descalzos del balcón.

Un viento fuerte acaricia mi cabello y me despeino.

El sol de mediodía rebota en mis mejillas enrojecidas.

330
Necesitaba vivir fuera un tiempo, ahora sufro las
consecuencias de quemaduras en mi rostro.

No me importa, fui feliz.

Jueves

Despierto de la siesta con un libro bajo el brazo.


Vivo una mezcla extraña entre dos mundos. Quiero
quedarme a vivir en la coraza de luz, en cada palabra de
mi abuelo, y olvidarme por un segundo del silencio in-
mutable de fuera. Este librito de portada simple, titula-
do Arrecife, me ha acompañado estos días. Aunque sea
muy corto, aún no logro terminarlo, me he sumergido
en las profundidades de las palabras de mi abuelo, de
este mundo donde la ternura nace en un puerto.

El sueño me ha vencido luego de leer el poema epis-


tolar, una carta de amor en verso firmada y fechada por
mi abuelo Luis Enrique en Buenos Aires, con destino
a las manos de Cecilia en Ecuador. Lo que más me
conmueve en las palabras de mi abuelo es la semillita
que planta en cada palabra, y que en las lágrimas de mi
abuela ocurriría el brote. Pienso en la fuerza de las car-
tas. En los reencuentros. En el amor. También en cómo
hace un par de días, mi abuela rozaba las mejillas de mi
abuelo en una videollamada, en como esta distancia los

331
fortalece como compañeros. Y que hoy, gracias al poe-
mario y la tecnología, los siento más cerca.

Sábado

No nombraré el fuego. Me rindo a sentir el camino


por mis venas.

No nombraré a la nada porque entonces escribiría


poesía.

No nombraré a la angustia: está presente en estas


palabras.

Miro al animal dormido desde la ventana casi como


un tiempo que concluye. Esta ciudad nunca me pare-
ció tan triste. No hay negro ni blanco, solo un gris que
palpita en esta tierra. Escucho al pájaro aterrizar sobre
el balcón, un sonido súbito que me invita a elevar mi
mirada hasta el ‘Ruco’. Dejo de sentirme sola porque
aparece entre la neblina una silueta de montañas: está
ciudad está resguardada. La cordillera me recuerda una
canción de cuna, la nana como protección y cuidado.
Todo nace y termina en este canto que me arrulla.

No nombro la canción. Esta galopa como un gemido


en las entrañas.

332
No nombro los ojos semiabiertos por los cuales rie-
gan las lágrimas.

No nombro la escritura.

Escribo.

Escribo con palabras cotidianas para liberar la carne.

Escribo con lo que se prolonga para ser testigo del


instante.

Jueves

La Poesía no completa de Wislawa Szymborska canta


sobre la vida en las pequeñas cosas.

No es mística, mas sus versos revelan el misterio de


existir. Las intensidades que circulan en sus palabras
suspenden los esquemas, anulan a la razón y marcan un
camino de vuelta a la intuición como raíz donde todo es
un tránsito constante. La palabra: un brote. El mundo:
una urgencia.

Recuerdo que compré el libro en Buenos Aires en


Eterna Cadencia. Pensaba que la mejor forma de gastar
mis últimos pesos era en lecturas que me acompañasen
en lo que había llegado súbitamente a mi vida. Ansiaba

333
que ocurriera la magia, que alguien me hable. Y así fue.
Abrí un libro con los ojos cerrados, encontrándome con
Anuncios Clasificados. Los primeros versos de WS que
leí me cautivaron:

«enseño a callar

en todos los idiomas

con un método contemplativo:

del cielo estrellado,

las mandíbulas del sinantropus,

el salto del grillo,

las uñas del recién nacido,

el plancton,

el copo de nieve. »

Esas imágenes tan bellas llegaron en ese momento


como una luz explosiva. Dejé invadirme por el asom-
bro de que la vida en sí misma es un acto poético. Me
inundé en las aguas marinas de su poesía por la nitidez
y transparencia, porque como dice Elena Poniatows-
ka, con respecto a la escritura de Wislawa Szymborska:

334
«Más que cantar grandes elegías, exalta, juguetona, tra-
viesa, las pequeñas y curiosas diferencias que nos de-
terminan». Y es verdad, esa capacidad de adentrarse en
la textura de un árbol o en el andar de un insecto, es
importante. Para ella, la vida es un milagro en sí. Este
canto a la vida me llenó de energía en una época en la
que me invadía mucho dolor.

Vuelvo a las páginas de este libro. Los dobladillos


en las esquinas son recurrentes, también las frases es-
critas a mano con un pulso sutil y a lápiz. Algunas de
las marcas, casi imperceptibles, dicen: la desesperación
y la esperanza; la realidad y lo que se escapa; lo que
nombramos y el instante. Estas reflexiones al margen, a
día de hoy, demuestran la presencia física en la lectura,
en la herida cuerpo a cuerpo con la poesía. Las señales
que dejé como migajas de pan, indican la angustia que
sentía esos días en los que una enfermedad desconoci-
da llegaba a mi vida. Del giro que tomó mi existencia
y los cambios de planes, la tristeza profunda de haber
logrado mi residencia temporal en Argentina, tan solo
un mes antes de la aparición de los síntomas.

Recuerdo que leí incansablemente la poesía de W


antes de volver a Quito: en la sala de espera de Ezeiza,
en el vuelo de Buenos Aires a Lima, en la escala de

335
Lima a Quito —y su demora de siete horas, y final-
mente en el vuelo de Perú a Ecuador. Lo devoré como
una fruta tropical, como a mango dulce un día de sol.
Con entrega, me inundé en esas palabras que parecían
hablarme de a los pequeños detalles de la vida.

Hoy sostengo el libro de poesía en mis manos con-


firmando que la vida es un regalo, que cinco meses des-
pués de un estado de inmunodeficiencia, camino en la
vida con asombro. Pienso también que en menos de
seis meses he permanecido aislada más de la mitad del
tiempo, pero que, aunque esté alejada del mundo que
sucede fuera, decido vivir como un acto poético en los
pequeños acontecimientos: en la entrada de luz por la
sala, en reutilizar las ramitas secas que caen de la plan-
tita del balcón para hacer fotografías con pigmentos
naturales, en el café caliente matutino. Todo me parece
una maravilla, y no quiero perderme de nada, porque
la vida es ahora. En este momento que cruzan cuatro
aves en el cielo azul. Ahora que la palabra es una mano
extendida, un jardín donde ocurren los milagros. Así
como dice Wislawa, en uno de sus poemas:

«Milagro con solo mirar alrededor:

el mundo omnipresente.

336
Milagro adicional, como adicional es todo:

lo impensable

es pensable. »

Mi corazón hoy canta, agradece, siente el estar viva.

337
Ethel Krauze

nació en Ciudad de México, México, en 1954,


y pasó su confinamiento en Jiutepec, México

338
Algo no está bien

#10

Algo no está bien.

Algo no está bien.

No está bien.

No está.

Bien.

Ahora tengo que jugar con la frase, bordar la frase,


retorcer la frase.

Así mi cabeza juega con los pensamientos, borda


unas ideas de miedo y retuerce las imágenes al grado de
hacerlas irreconocibles.

Es el día 10 del encierro y sé perfectamente (lo único


que sé perfectamente) que algo no está bien.

Obvio que no me refiero a lo que pasa «afuera».

339
Afuera el mundo se ha puesto patas arriba y una sola
palabra reverbera como eco diabólico en el aire. Todos
sabemos qué palabra es. Pero no voy a nombrarla ahora.
No aquí. No en este momento.

No me da la gana. Y al menos, esta libertad me que-


da.

Las palabras. Las benditas palabras. Las malditas


palabras. Como fresas en la boca, esparcen sus jugos y
sus aromas, de mi corazón hacia el teclado. Mis dedos,
pulpos en su tinta, dirigen la orquesta de las letras en el
banquete de la página. Por lo pronto, soy en este mo-
mento la única comensal.

Afuera hay un albur con rostro de calavera. Ya sabe-


mos que todo anda mal allá.

Pero yo estoy aquí, adentro. ¿Qué es «adentro»?


¿Cuáles son sus fronteras? ¿Puedo tocarlas? ¿Aparece-
rían en Google Maps? Claro que la casa donde vivo, sí.
La casa tiene jardín, tiene patio, tiene terraza; la cons-
trucción es pequeña, pero hay recámaras y estudios y
baños y cocina y sala y comedor. Vivo en la eterna pri-
mavera de una región tocada por el agua y el sol, y no
me falta el pan ni el vino en la mesa, hasta ahora. No
me falta la hija ni el hombre. Las bugambilias florecen

340
sin ningún atisbo de vergüenza desnudando sus rojos
brutales y sus apasionados morados a la redonda. Los
pájaros se han puesto a cantar desenfrenados, porque
no hay gente en las calles a quien temer.

Y, sin embargo, el lugar de mi encierro es una espi-


ral de palabras que quieren desplegarse y se resisten,
explotan y se escabullen, aparecen como relámpagos
de verano provocando cortos circuitos en mi cerebro;
entonces, la oscuridad es un pasadizo de túneles invo-
cados e interminables.

Hasta que llego acá, la página de estos diarios de en-


cierro. ¿Será una llave para entrar, en verdad «adentro»?

#13

La noche que escribí lo anterior pensé: sí, las pa-


labras y yo somos el material con el que se construye
esta llave. Ya estaba durmiéndome y se me presentó la
frase como revelación, lo suficientemente clara para no
olvidarla, pero el cuerpo ya no me dio para hacer el
movimiento de levantarme hacia el teclado.

No contaba con la rémora del… algo no está


bien.

341
Elalgonoestábien que se viralizó en todo mi organis-
mo desde que oficialmente pasamos a la fase 2.

No contaba con que unos días después, ¿tres? ¿cua-


tro? se anunciaría con bombos y platillos la proximidad
de la fase 3, no como posibilidad, sino como un hecho
inevitable. La curva se ha vuelto casi vertical en menos
de una semana.

No contaba con que apenas anoche, el encargado de


salud pública de México haría una arenga vehemente,
puntual, incuestionable de que estamos en el punto de
quiebre si no queremos llegar a la situación de los países
europeos como España e Italia, que se han desbordado,
o como la de Estados Unidos, que ya rebasó con creces
a China.

Quédate en casa. Quédate en casa. Quédate en casa.

Las palabras se me cayeron por el agujero de mis


manos que no se encuentran una a otra. Se disolvieron
en la nebulosa de lo intocado. Ni siquiera he podido
nombrarlas.

Elalgonoestábien es un estribillo que me repito


cuando descubro el fantasma de Félix saliendo de un
cuarto para encerrarse en otro sin quitarse jamás su cu-
brebocas, ese triste trapo de fibra azul que me trae ho-

342
rribles memorias de enfermedades que creí enterradas.

Sé que algo no está bien cuando la imagen


pequeña y poderosa de Marbella se me presenta lle-
gando de su guardia como médica interna en el hospi-
tal general de Cuernavaca y no puedo acercarme a ella
ni abrazarla ni comerme a besos su cuello que huele a
bebé; Marbella tiene veintitrés años y conserva ese aro-
ma de bebé que derrite a todo el mundo a su rededor.
Viene exhausta, con un humor de perros, se desinfecta
antes de entrar, mete su uniforme en una bolsa y luego
se baña profusamente, para encerrarse en su recámara
hasta su salida antes del amanecer, de nuevo rumbo al
hospital.

En mi cerebro hay una cápsula como la de los anti-


bióticos, color bronce, deambulando entre las circunva-
laciones. Su carga nuclear es una llamada de atención
para las chispeantes neuronas que se encienden con sus
focos rojos, tratando de esquivarla.

Necesito la llave de esa cápsula. Un abracadabra.

Un abra palabra.

Algo no está bien.

La cápsula reventará dentro de mi cerebro.

343
Las vibraciones de mi cuerpo ya están hablando so-
las, se filtran con los pájaros que no dejan de cantar
allá afuera. Voy de un lado a otro de la casa, sin ver, sin
entender.

Pero hoy, en las macetas, acabo de descubrir botones


de orquídeas y de rosas blancas. Se me salieron unas
lágrimas y, casi, casi, el instinto de un rezo.

#16

Antenoche llegó Marbella contando que había resu-


citado a un bebé, había traído al mundo un par de ge-
melitos prematuros y había dado de alta al último de los
trillizos. Cantó bajo la regadera, y ya desinfectada, me
tomó un video que me piden con frases de recomenda-
ción de que nos quedemos en casa, para la Secretaría de
Cultura, en mi papel de escritora. El primer intento no
se grabó. El segundo estuvo excelente, salvo porque se
notaba que no traía brasier y mis piernas desnudas bajo
los shorts eran una suerte de provocación. El tercero
fue un fiasco porque mi escritorio es la cueva del caos y
más parece que necesito un psiquiatra y no andar con-
vocando a la gente para cosas razonables. Cambiamos
de lugar en el comedor, finalmente nos salió bien. Reí-

344
mos como hacía mucho tiempo y, aunque guardando
las distancias entre nosotras, repetimos de memoria las
escenas de la película La sirenita, que disfrutábamos
cuando ella era niña, miles de veces frente a la pantalla.

Fue estremecedor. Espectacular. Un punto luminoso


dentro del túnel. Ayer salió a su guardia de 36 horas que
pueden alargarse y hoy Félix y yo buscamos una grieta
en la oscuridad.

En la mañanita entré en franco pánico. Las redes


sociales me cayeron encima con su balacera de imá-
genes alrededor del mundo: cadáveres en las calles de
Ecuador, hijos que no pueden despedirse de sus padres
agonizantes en los hospitales en España, hasta el pre-
sidente Trump se bajó de su nube para explicar que se
venían unas semanas muy duras, las más dolorosas en el
territorio de Estados Unidos.

Un médico español explicó qué se siente empezar


a asfixiarse y qué pasa en el proceso de intubación. En
ese instante, me levanté como resorte de la cama. Me
puse el traje de baño y me eché al canal de natación que
construimos en el jardín de nuestra casa. Si no tuviera
este rectángulo de agua en el cual puedo sumergirme
para paliar el calor de abril, estas agujas de sol que hier-

345
ven el cerebro; si no pudiera entrar en esa dimensión
ingrávida donde me escapo del mundo y busco a ciegas,
con todo el cuerpo liberado, la partícula de Dios; si no
fuera así, no sé dónde andaría extraviada ahora mismo.

Salí del agua, me bañé y me dispuse a desayunar. Fé-


lix me dice que recuerde el fuego de mi estirpe, que
recurra a las lecciones de sobrevivencia milenaria del
pueblo judío que me arropa. Él hace lo suyo, atrinche-
rado en cubrebocas, guantes y distanciamiento, toman-
do cursos online sobre los últimos datos científicos. Yo
vine hacia acá. A estas palabras que se fríen solas en el
aceite de mis pensamientos.

No he nombrado la causa.

No los he nombrado.

Los tengo atenazados, a pan y agua.

Los tengo en campos de concentración. A trabajos


forzados. A callar y a obedecer.

Porque sé, de cierto, que algo no está bien.

¿Qué sería si les abro la llave?

Ahora veo que las palabras pueden ser también la


llave que encierra a piedra y lodo a las jaurías.

346
#16

En mi cielo hay un barbecho de estrellas que, en las


noches como esta, de pronto, parecen sembradío. Me
he tendido bocarriba en el agua y contemplo el milagro.

Se ha declarado la emergencia sanitaria. Algunos


zombis con cubre bocas deambulan en las plazas vacías
como rebanadas de pastel, ya mosqueadas, de una mala
película alienígena de ciencia ficción. He pasado el día
en la inmovilidad y el sopor, con el martillo de una pa-
labra en mi cabeza que aún no voy a nombrar.

No quiero.

Una palabra nueva en el idioma ha bastado para po-


ner al mundo patas arriba, para arder por dentro en el
hechizo de lo desconocido. Las arengas dicen que ya
pasará. Que todo es pasajero, tan pasajero como la vida
misma. Mientras tanto, los muertos crecen en espiral
hacia adentro. Y el miedo es un lazo creciente que nos
une y nos distancia al mismo tiempo.

Mi cuerpo quiere el toque de otro cuerpo. La estre-


pitosa piel de Marbella floreciendo en el abrazo que
ahora no podemos darnos. El entramado de suspiros
con los que Félix y yo nos desvestimos en el cuarto de
la bóveda azul. Hoy somos prohibición, cada uno de

347
nosotros es el potencial receptáculo del enemigo.

Es Domingo de Ramos y el inicio del horario de


verano en México. En realidad, no es nada de eso. En
realidad, apenas empiezan las semanas más duras. Ape-
nas entramos en el agujero del túnel. Ya vendrá lo peor.
Así nos informaron en el noticiario hace una hora.

Salí al jardín, me eché boca arriba a mirar las estre-


llas para descifrar su lenguaje. Tal vez ellas tengan la
llave que busco.

Estoy en ello.

#17

Me he deprimido con miedo. Inmovilidad, somno-


lencia e imágenes de terror. Mi editora y amiga, en Fa-
cebook Live, diagnóstico confirmado, llorando confina-
da, con problemas respiratorios, desde hace trece días.
Marbella en el hospital recibiendo bebés prematuros.
Ya no quiere regresar a casa con el potencial contagio.
En la calle anda sin uniforme médico para que no la
agredan, porque acá esta infamia está cundiendo. Le
arrojan cloro al personal de salud como si fueran apes-
tados y no héroes. Félix con cubre bocas encerrado en

348
su estudio. La señora de la limpieza avisa que ya no
vendrá. Así debe ser.

Solo los pájaros cantan redoblando su fuerza en este


calor aciago. Solo el rosal ha parido sus extraordinarios
brotes.

Me puse al teclado porque no sé qué más hacer con-


migo. Las palabras se me escurren de las manos, se
derraman de los dedos sin una consistencia más que el
nudo en la garganta. Las palabras no parecen ser la llave
de nada.

No son nada.

Son la bestia que miente.

La bestia seductora.

La invasiva bestia de los corazones a punto de rom-


perse cuando el yo es nosotros, cuando el tú es noso-
tros, cuando no hay él ni ella. Cuando no tenemos más
pronombre que inventarnos para llamarnos entre todos.
Algo
no
está
nada
bien.

349
#18

Punto. Fui por Félix a su estudio, sin apelación. Lo


conduje a la recámara. Cerramos la puerta, no sé para
qué, si no hay nadie, pero ha sido nuestra costumbre,
más de él que mía, desde que nació Marbella. Prendi-
mos el ventilador e iniciamos el ritual de nuestros cuer-
pos para lo que bien sabemos hacer.

—No quiero hablar de nada —le dije.

Él iba a decir algo y lo atajé al instante.

—Quiero que nuestros cuerpos hablen, ellos nada


más. Tienen mucho que decirse.

Me conoce, sabe que normalmente soy dócil, que es


fácil que sus razonamientos científicos se me impon-
gan y que suelo obedecerlo aun con reticencias y rezon-
gos. Pero, como me conoce, sabe que hay momentos en
donde algo más fuerte que habita en mí, se sobrepone a
toda lógica terrestre.

Así que se desviste y se recuesta a mi lado.

Lo demás viene solo, con la lentitud de un submari-


no nuclear. Cierro los ojos: estamos entreverados frente
a la bahía de Acapulco, es una tarde de suaves brisas y
nosotros venimos de la playa con la piel salada y la ca-

350
lentura lista para el mandato ancestral.

—No somos más que cuerpo —le digo a Félix, cuan-


do finalmente nos desenrollamos.

Él sabe que tengo que filosofar luego del amor. Con-


tinúo:

—Nos creemos espirituales, pero no es verdad. Es-


tamos hechos de cuerpo, tenemos que tocarnos, sen-
tirnos. Lo demás es puro humo que sale de nuestras
tristes cabezas.

—Por eso Moisés rompió las Tablas de la Ley, cuan-


do bajó del monte, todo mundo había vuelto a la adora-
ción por el becerro de oro que podía ver y tocar —dice
Félix, siguiendo mi pensamiento.

—Dios, o lo que cada quien conciba con esa palabra,


puede ser una entidad espiritual, pero los seres huma-
nos somos solo cuerpo, esto, esto somos —y lo volví a
tocar y, en mi desobediencia absoluta, lo besé…

No se inmutó, pensé que brincaría con horror. Por-


que todos somos el horror del otro desde hace diecisiete
días.

—Por eso tuvo que venir Jesús, el dios corpóreo, para


que creyeran en el Más Allá y se apaciguaran un poco

351
ante el dolor del más acá —continué.

Nos quedamos en silencio, mirando cada uno algo


más allá del techo. Algo diferente, por supuesto.

Era hora de regresar a los muertos que están afuera,


sin nadie quien los acompañe. A los cuerpos cuyos pul-
mones se ahogan en este momento.

Nos levantamos a tallarnos con mucho jabón todo


lo que nos habíamos escrito uno al otro en nuestros
cuerpos.

#19

Hoy ha sido un excelente día, retiraron a los médi-


cos internos de pregrado de los hospitales de Morelos.
Marbella está en casa, a salvo. No es un pensamiento
puro, porque trae un costal de culpa por los pacientes
a los que ya no ayudarán y por los crecientes enfermos
que se multiplican hora tras hora. Pero ha habido bro-
tes entre el personal de salud en algunos hospitales del
país y los internos no tienen la capacitación ni el equipo
para enfrentarlos.

Marbella está en casa, durmió veinte horas. He rega-


do el jardín, desyerbado las bugambilias, y cocinado un

352
puchero como los de mi infancia. Entre todos hemos
hecho parte del aseo, hemos tenido algunas pláticas so-
bre las acciones de seguridad que tomaremos en casa, y
no faltaron algunas risas y hasta regaños. El piano ha
sonado entre mis dedos y ahora caigo en el otro teclado,
en donde escucho el repiqueteo de las letras que for-
man palabras y que sacan estos renglones de un rincón
del corazón que no ha olvidado la sonrisa.

No quiero saber nada más. He retomado la recta fi-


nal de una novela que tenía esperando desde diciembre,
me acompaño de las danzas rusas de Borodin mientras
releo las ciento ocho páginas que ya tenía escritas y que
me van convenciendo.

Aquí adentro, en mi burbuja, me invento cada día.

Las palabras me sirven para completar un código de


acceso cada vez más largo. No, no son la llave. Son el
candado.

El informe de las 7 de la noche nos da una cifra


calculada con el modelo de encuesta epidemiológica
centinela de 27 mil infectados en ascenso.

Yo sé que algo no está bien.

Pero hoy no voy a averiguarlo.

353
#21

Solo de pensar en los días que faltan en México, te-


niendo como punto de referencia lo que ocurre en Italia
y en España, lo que está pasando en Estados Unidos,
en Brasil… La cabeza se convierte en un panal de abe-
jas secas, zumbonas, incapaces de producir su necesaria
miel para que el mundo siga floreciendo.

La cabeza es un globo terráqueo al revés, dando


vueltas como loco en una pantalla negra. Pienso en mis
alumnos atados a sus sillas, volcados a los rostros en-
capsulados en sus cuadritos del Zoom, pues esto se ha
vuelto la universidad, que me esperan el lunes a primera
hora luego de esta Semana Santa. Mañana es Domingo
de Resurrección, pero todo suena a calvario, a agonía, a
«Padre por qué me has abandonado en este cuerpo cla-
vado en su esqueleto que no tiene siquiera el consuelo
de una madre que abraza».

Los brazos ya no sirven para sostener, todo lo huma-


no es ajeno, acechante, temible. Las células, un campo
de batalla.

Queda la voz, quedan las palabras. Las palabras que


dicen que algo no está bien, las que no pueden ya jun-
tarse en una bolsa y guardarse en el ropero. Las que

354
tienen el poder de desatar lo innombrable y volverlo
realidad. Las palabras que persiguen sin pudor. Las que
ponen las cosas en su sitio justo, no otro, el único po-
sible.

Queda decir, por fin, ha emergido un nuevo virus lla-


mado SARS CoV-2-COVID-19 del tipo de los coro-
navirus, que no se conocía, y para el cual el ser humano
no tiene defensas. Vivimos dentro de las casas, implo-
rando por que no nos ataque en su forma grave, que no
tengan que intubarnos con un respirador, que nuestros
últimos suspiros no pasen por la asfixia pulmonar.

Que todo sea una anécdota de que ¿te acuerdas que


me pinté el pelo de lo rojo en la cuarentena del 2020?
Tú aprendiste a hacer mascarillas en YouTube y coci-
namos las mejores sobras del refrigerador en el horno,
hicimos yoga con videos, anduvimos en chanclas, nos
desesperamos, nos emborrachamos, rezamos y aprendi-
mos a comunicarnos en plataformas digitales y a pedir
ayuda.

Al final, salimos a las calles.

Al final, aspiramos el aire con toda la fuerza de nues-


tros pulmones.

Al final, las voces que soltamos desde nuestros bal-

355
cones nos sirvieron de abrazos, reverberando hacia el
balcón de enfrente.

Al final, los cantos, los aplausos, los sollozos, los in-


somnios, devinieron significado cuando los nombra-
mos.

Cuando le dijimos sí a la palabra.

Cuando perdimos la arrogancia.

Las palabras que escribimos durante la zozobra nos


sirvieron de consuelo para llorar acompañados, pues
siempre están ahí para decirnos, entre todos, que algo
no está bien, no lo estuvo durante mucho tiempo.

Al final, solo las palabras, sin duda, las palabras, se-


rán la llave para entrar en el mundo que quede.

Jiutepec, Morelos, 11 de abril de 2020

356
Florencia Pagola

nació en Montevideo, Uruguay, en 1988,


y pasó su confinamiento en Calella, España

357
Cierro los ojos y tiro todo lo que está arriba de la
mesa. Las computadoras, el termo y el mate, la copa
de vermut, los libros. Lo tiro todo, frenética, sacada.
No puedo abrir las redes sociales, no quiero saber
lo que pasa en mi país. Hoy en el desayuno escuché
al presidente decir que los femicidios son «efectos
colaterales del encierro». Me fijo en las vacantes de
empleo y me deprimo. No puedo más.

Nunca imaginé que iba a vivir esto, ni por un se-


gundo. Menos fuera de mi país y de mi gente. Me
paso el día rumiando pensamientos que no me llevan
a nada porque no creo en nada. No creo que esta cri-
sis devenga en una mejor humanidad.

Mi vida parece una cadena de situaciones que me


llevan a transitar la incertidumbre. Yo la elijo y la
odio. Será que la elijo porque la odio. Mi vida es un
thriller en el que busco la estabilidad en movimiento.
En mi única salida de hoy fui al almacén de la esqui-
na, el dueño es un indio que escucha mantras para
quitar la mala energía. Dice que quienes lo escuchan
358
pueden llegar a vivir 400 años ¿Quién quiere vivir
400 años?

Desde que comenzó el encierro me duele más el


cuerpo que nunca. Este es el cuerpo estático. Miro el
vermut en la copa y es un pozo de agua negra. Me sal-
van los besos y las mujeres en encuentro virtual. Tam-
poco me imagino que en otras circunstancias me sienta
mejor. Esto es lo que tocó y por algo es. ¿Todo tiene que
tener un porqué? Quiero llegar a ciertos lugares pero
no sé cuáles son. Los diarios y las ganas se me cruzan.
Cuando veo todo marrón es muy difícil.

Hay quienes pasan el encierro cocinando y leyendo y


viendo películas. Yo también. Hay quienes la pasan mal
así encerrados. Yo también. En las redes dicen que si
tienes un hijo con coronavirus lo meten en el sanatorio
y no lo puedes cuidar. Yo no tengo hijos y pienso que
debería cerrar Facebook. Nada de lo que escribo me
parece que esté bien.

Veo una imagen de una jaula con una familia dentro


y unos pájaros afuera. Dicen que el mundo está mu-
tando y yo también. Voy con el mundo y sigo sin cerrar
Facebook. Estoy en una situación de encierro privile-
giado y estoy más presa que nunca. Las mujeres latinas

359
y cuidadoras sin papeles encerradas en un hostel de seis
euros la noche. Pienso en ellas. Sé que hay algo me-
jor para ellas y para mí. Pero no sé dónde está. No lo
sabemos. Compartimos algo. Además de ser mujeres
latinas, seguimos firmes por lo que deseamos. Ellas me
llenan de valentía.

En el confinamiento hay un modo diferente de ver


las cosas. Es el psoas lo que me duele, son los hombros
cansados. Tengo que creer en estas líneas. Creo en estas
líneas. Son mi salvación.

La frustración, mi puente eterno.

Todos los días me pregunto: ¿Cuáles son las triste-


zas de mi gente?

¿Por qué cuesta el encierro?

Estas líneas son mi salvación.

Hace menos de un mes tomé un avión por amor a


T y a mí misma. Sí, hace menos de un mes, y mi exis-
tencia ya está confinada a este pequeño apartamento
de dos habitaciones, sin luz solar directa y una ventana

360
que da al balcón del vecino. Pero tengo mucho choco-
late. No he hablado con ningún vecinx aún, igual desde
ayer salgo a aplaudir a las 20. T y su madre me ganaron
dos partidas de un juego de cartas que no conocía. Por
suerte, Marosa y Pizarnik se aíslan conmigo.

Nos mudamos con T.

Llegué en el medio del confinamiento directa a un


piso 5º desde el que veo un pedazo de mar, un pedazo
más grande de cielo, un pedazo mediano de montaña.
No sé cuántas personas hay confinadas en esta ciudad.
No conozco su iglesia ni sus plazas ni su calle principal.
No sé con exactitud si lo que veo de lejos es un castillo o
por qué ha llovido tanto. No sé si tiene árboles o guar-
derías o cómo es su arena. Tampoco si es una ciudad
grande o un balneario pequeño. Me extraña el idioma
de su gente, igual hay días que me acoplo a los aplau-
sos y los cantos de las 20. Pero hay días que no puedo.
Todas las tardes se dibujan el cielo y el sol y las nubes,

361
junto con los árboles de la montaña. Se dibujan en algo
nuevo, todos los días diferente, algo nunca visto. Afuera
de este pasto falso y estas paredes blancas, las calles son
de la policía y el cielo de las gaviotas.

Querida Abuela Olga:

La casa que estamos ahora es tan blanca, demasiado.


No me acostumbro. Le tiraría pintura roja por todos
lados, todas las paredes. Desde que llegué tengo el cue-
llo contracturado. Este blanco me pone de mal humor,
igual que el verde falso de la terraza. Lo que me da
mucha alegría es el sol en la cara y los besos. ¿Cuánto
tiempo podremos durar así? Dicen que está mal que-
jarse porque lo tenemos todo. Pero yo me quiero quejar.
Sigo sin entender cómo se hace una casa tan blanca.
Aquí no encajo pero me adapto. Ayer saqué del bolso
mis cremas y hierbas. Soy tan dura conmigo que cui-
darme me ayuda.

Flor

362
Querida Abuela Olga:

Recalenté una sopa que dejé afuera de la heladera


hace días. Escucho cumbia peruana y tomo gin tonic.
Esto no es tan deprimente como parece. En la tarde,
en la terraza hubo media hora de sol. T me enseñó que
no todas las verdades son demostrables. Tomamos té
con los pies congelados. Me sigue pareciendo extraño
el pasto falso. La gaviota se posó dos veces en la terra-
za. No nos mira, pero yo sí la miro a ella, nos estamos
conociendo. Todos los días come un poco más de una
paloma muerta en el techo de enfrente, como yo sigo
tomando esta sopa. Afuera llueve y llueve. No tengo
idea de los días de la semana, perdí el sentido de la
orientación con el encierro. Hace dos días que no veo a
los vecinos pero sí a las gaviotas y a las palomas y a las
gaviotas que se comen a las palomas. Me pregunto: si
yo me voy de la terraza ¿ella se quedaría? Me pregunto
si me miraría, si me picotearía. El mar está cada vez
más lejos, las montañas también…

Ayer no terminé esta carta. Hoy nuevamente nubla-


do y frío, se disiparon mis esperanzas de sol. Porque
tiene mucho cielo y mucho mar, me gusta este lugar…
canta el Príncipe en un loop infinito. Lo cantaba en
Uruguay y ahora en las costas del Mediterráneo. Escri-

363
bir el diario del encierro implica acceder a lugares que
de otra forma no podría, implica ponerme triste tam-
bién. Más difícil que estar encerrada es escribir de mí
estando encerrada. Miro mucho a la gaviota. Va como
ama y dueña de todo, carroñera. Ella sabe que tiene
algo que yo no tengo, por eso va altiva, no pierde ni un
segundo en mirarme.

Llevo la mitad del día sin sentir los pies. Pero bien
fuerte el útero que se expande. Hoy decidimos que sea
domingo, por eso T hizo ñoquis. Aquí me siento dueña
y soberana de mis días, pero no de mis humores. Llue-
ven gotas finas, pero igual no me voy de la terraza. No
me interesa correrle a la lluvia. No me rindo. Se moja
mi cuaderno y no me vuelvo. Luego de comer ñoquis
me acurruqué en el sillón verde a ver anime japonés.
Huelo la nuca de T que es dulcísima y me pierdo.

Recuerdo el sueño, empecé a recordar los sueños, es


la premen. Estaba con todas mis amigas y me despedía
porque me iba de viaje y no sabía cuándo volvía a verlas.
Me subí a un bus, en el que antes se había subido C y
tuvo un accidente. Yo pasaba por el mismo lugar donde
ella tuvo el accidente, donde voló el techo del bus. Otro
día C se me contó que soñó conmigo. Que estábamos
en una casa en La Barra y que un conocido de ella nos

364
llevaba té de romero en una taza blanca. No me quiero
olvidar de esa imagen, por eso la escribo acá: té de ro-
mero en taza blanca.

¿Quién seré después del confinamiento? ¿Quiénes


serán los demás? ¿Desearemos diferente? ¿Desearemos
diferente durante un tiempo para luego volver a
desear lo mismo de siempre? ¿Quiénes éramos antes?
¿Realmente seremos una mejor humanidad? ¿El futuro
existe? Vivo sin respuestas.

¡Salió el sol! Es mediodía, luego de hacer 15 minutos


de meditación. Intento disfrutar este sol y esta escritura.
Se me hace extraño que «intentemos disfrutar», «que
intentemos estar tranquilxs»; que intentemos, en vez de
estar así, «estar estando» me dijo L hace poco en una
carta. Me pasé la tarde mirando boludeces en las redes,
aunque aquí nos prohibimos mirar el celular recién
levantadxs. A veces me pasa que después de mucho
mirar las redes me siento insegura, me siento menos,

365
me siento nadie. Después de un rato me olvido del fil-
tro, de la edición que todxs hacemos para salir mejor
en la foto o contar lo bien que nos fue en tal trabajo.
Simplemente me olvido y me meto en las vidas de otrxs
que no me importan. T mira el mapa mundial, el del
coronavirus, y me cuenta. Yo quiero escuchar y no es-
cuchar. Quiero llorar y no llorar. Quiero ser lejana y no
ser lejana. Como el mar ahora.

Oxigeno mi útero. Entrego la vulva al sol, y mi vien-


tre. No recuerdo la última vez que estuve completa-
mente desnuda al sol. Que le entrego todo mi pudor
al sol. Me prendo fuego por dentro. No hay nada más
precioso y preciso que este momento. Hasta que se me
viene a la mente todo lo que tengo que hacer. Me le-
vanto y sigo.

Me decido a salir de casa después de algunos días de


no hacerlo. Voy a un supermercado que me queda a tres
cuadras. Hago la cola con más de un metro de distancia

366
con lxs de al lado. Nadie habla, solo la señora que indica
cuando le toca pasar al primero de la fila. Todxs tienen
tapabocas menos yo. Atrás mío, una veterana pasa antes
porque la señora que decide dice que lxs veteranxs van
antes. La fila está a la sombra, por eso una chica y yo
nos salimos unos pasos al costado para que nos llegue
el sol. Ella mira su celular, yo prefiero cerrar los ojos. El
señor que quedó detrás mío se pone impaciente porque
la señora que decide cuando se entra se fue y la prime-
ra de la fila no se anima a entrar si no le dan la orden,
aunque el supermercado se esté vaciando. Yo lo miro
y le digo que da miedo entrar sin que te den la orden.
Él me dice que da miedo salir a la calle. Como no le
respondí me volvió a repetir lo mismo. Nos quedamos
callados, esperando nuestro turno. Adentro del súper
me lo crucé un par de veces pero como hacía las com-
pras no me importó. Ese fue el único diálogo que tuve
con una persona que no sea T durante el día. Da miedo
salir a la calle, repitió.

Volvió la gaviota. Se queda ahí, muda. Yo también.


Me fascina el punto rojo que tiene en el pico amarillo.

367
Algún día van a aparecer adentro de la casa; quizá, ya
están adentro y son tan blancas que van camufladas con
las paredes. Este encierro lo paso en un pueblo que no
conozco, no sé nada de sus gentes ni de su plaza ni de
sus calles principales ni de su iglesia. De a poco voy
latiendo estos ritmos anormales de ciudad en confina-
miento. De dormir siesta, de escuchar que quienes se
aburren lo gritan, de las horas que pasa el tren, de lo
mucho que habla el almacenero de la esquina, del ruido
hondo y húmedo del viento, gutural. Y la gaviota, lo
quiero saber todo de la gaviota. Escucho música de mi
país con un sol a medias. Un sol que ilumina la poesía
de Zitarrosa, la sensualidad fantástica de Marosa y el
olor a cebolla frita que se cuela por las ventanas.

Miro los moretones que tengo en las piernas, bri-


llantes por la luz del sol. Unos bien oscuros y grandes.
Los tendré hasta que me acostumbre a este espacio, a
sus puntas filosas, a sus recovecos, hasta que mi cuerpo
se acomode a esta casa. Me cuesta decir mi casa o mi
espacio o mi terraza porque no son míos. Aunque lo
tenga cada vez más trillado. Hasta el 26 de abril está fi-
jado este confinamiento feroz, aunque dicen que lo van
a extender, siempre es un poquito más… pasa el tiempo
y me tengo que adaptar a que es un poquito más. Y de a

368
puchitos, ya voy dos meses de que mi viaje a Europa se
volvió este confinamiento feroz.

Estuve varios días sin escribir. Han surgido algunos


proyectos que quiero hacer. Esto intenta ser las páginas
de la mañana pero no lo son. No es de mañana, nun-
ca es de mañana. Quiero escribir sin dirección, porque
no estoy escribiendo para mí y eso es una preocupa-
ción. En un diario de encierro me gustaría hablar de las
gaviotas y mi vínculo con ellas. Ya no cuento los días.
Ya no me importa conocer lugares de esta tierra que
piso por primera vez. Todo este caos redujo mi vida a
lo fundamental: mis proyectos, estar con T, y mi familia
y amigas que dejé de sentir lejos. Hay algo que no es
cliché y que siento de verdad, disfruto de prepararme
una ensalada con los dedos entre las hojas de lechuga y
el tomate y las salsas y todo lo demás. Me hace bien de-
dicarle todo el tiempo que precisa a esta ensalada, todo
el tiempo de un día o de un mundo. Ya no importa el
tiempo. Importan la ensalada y mis manos.

369
Ayer mientras aplaudía mi mente se detuvo y repa-
ró en algo del pasado. Las veces que estuve en Ciudad
Vieja, sentada en algún escalón de alguna casa, viendo
cómo la gente pasaba aburrida, apurada, atareada. Y yo
me imaginaba que todxs paraban para reír y bailar y sal-
tar porque me divertía. Lxs miraba y me lxs imaginaba.
Y pensaba en eso. Y ahora, en la aplaudida, esa fantasía
naïf se hace realidad cuando veo a los padres hacer de
monos y a las madres sacar la lengua y a todos los veci-
nos bailar y reír en sus balcones.

Hace dos días salí al supermercado y me paró la po-


licía en la calle. Me volví a la casa bien rápido porque
según los agentes de la ley los supermercados estaban
todos cerrados, claro, era viernes feriado, Viernes Santo.
Yo qué voy a saber, si estoy en confinamiento y sin saber
los días. Fue muy extraño tener que dar explicaciones a
dos policías con tapabocas dentro de un auto. Fue ex-
traño tener que darle explicaciones a la policía sobre a
dónde voy y de dónde vengo. Cuando caminaba por las
calles de Barcelona me sentía muy segura a cualquier
hora. Mucho más que en mi país. Resulta que ahora

370
salgo a la calle tres cuadras y tengo que correr de la
policía. Le tengo miedo a la policía, a que me multe, a
sus preguntas, a su insistencia, a su incumbencia en mis
decisiones más sencillas; a su existencia. Lo que esos
dos policías no saben es que antes fui hasta la plaza
por primera vez, a conocerla con la excusa de tirar la
basura. Con la bolsa azul grande en la mano, paseé con
la mirada por la vieja iglesia, por sus ladrillos; cerré los
ojos para recibir el oxígeno de una fuente que emana
agua sobre sí misma, toqué unas pequeñas flores viole-
tas, pequeñísimas, violetísimas. Luego tiré la basura y
aparecieron ellos.

Ahora, sentada en la terraza, es mediodía, me levanté


de la cama hace muy poco. Escucho la música de algún
vecinx que está empecinado en que todxs en el barrio
escuchemos su música. Una música vieja, no tengo idea
qué es. Cada tanto tomo un mate; miro las montañas,
las observo. Respiro con las montañas porque es una
geografía que no acostumbro. Para mis adentros, dudo
de su estatus de montañas. En mi mente las montañas
son más altas, voluptuosas, magnánimas. T dice que
aquí le llaman montañas y yo no quiero contradecir a
la gente de aquí sobre sus geografías. Sería como el ex-
tranjero que duda sobre el estatus de mar del Río de

371
la Plata, lo asumo. El Río de la Plata es mar y estas
montañas son montañas. Listo. Respiro hondo con las
montañas para conocerlas, es la única forma que tengo
de llegar a ellas y ellas a mí. Pongo mi cuerpo a dispo-
sición para recibir lo que quieren transmitir, lo que sus
inteligencias permiten. Las respiro pero no quiero que
sepan de mis dudas sobre ellas, esto me lo guardo para
mí, aquí.

La gaviota viene y se va con una libertad de mo-


vimiento prepotente. Es blanca, muy blanca. Tiene un
pico amarillo con un círculo rojo que abre bien gran-
de para avisar que está en mi terraza. Que esa parte
también le pertenece. Un pecho voluptuoso y dos patas
nadadoras. Mueve el cuello en movimientos rápidos y
torcidos para verlo todo, menos a mí. En este encierro
T me enseñó a comer con la boca cerrada. Fin.

Hoy una pareja vecina de viejitxs hizo aniversario de


casados y en la cuadra les aplaudieron, pusieron música
y tomaron champagne con ellxs. No les pude ver la cara
porque están en la misma acera que yo. Pero sí vi la de
los vecinxs de enfrente, tan preparados, con traje, vesti-
dos y maquillaje, descorchando felicidad. Me emocioné
con lágrimas. T dice que es porque me crié mirando
novelas.

372
Esto me hizo pensar en mis padres y que sé de ellos
con más frecuencia que antes. Miro el video de mi pa-
dre hacer bicicleta fija durante cuatro minutos, de sus
paseos por el campo; su foto de Tatú pastando. Así me
siento un poquito más con ellos. Es curioso cómo a ve-
ces me veo hacer el gesto que tanto me llamaba la aten-
ción que hiciera mi madre cuando yo era chica, cuando
estaba concentrada peinándome o sacándome piojos: la
punta de la lengua afuera apretada con los labios. Cada
vez que me doy cuenta de que lo estoy haciendo lo dejo,
siento que no es mío.

El encierro me está pesando de a poco. A veces me


río mucho, cuando veo videos de otras personas en otros
encierros. Mi risa se contagia de mi risa y no puedo pa-
rar. A veces también lloro, con una película o cuando la
pareja de viejitos de mi cuadra hizo aniversario de casa-
dos y toda la cuadra les festejó. También vomité una vez
por comer mucho y por otras cosas. Pero creo que va
todo bien, igual. Mi amiga K dice que «están aflorando
todas las emociones que encajonamos con el temita de
la productividad que exige este sistema». A veces me

373
desvelo, así fue que vi el único amanecer que he visto
durante el encierro. Ya era de día, tenue, y aún había
luna. El encierro me está pesando, pero ¿dónde? En el
pecho, donde siento casi todo lo que me pasa. Casi todo
en el pecho, o en el útero, o en la panza, o en las manos,
o en los pies. Si hiciera un mapa de mi cuerpo, que le
llamaría «cuerpo cartografiado», marcaría estas partes
con colores. El pecho anaranjado, el resto no sé, el útero
seguramente violeta, las manos y pies de rojo, la panza
azul. Podría ser.

En el pecho anaranjado siento todo el encierro.

Ahora son las cuatro a.m., no prendo ninguna luz y


pienso que son muchas las voces que me quieren acallar,
aún en el siglo XXI. Las voces mías construidas por
todo lo que he visto al crecer y lo que creo de mí. Pien-
so en todas esas mujeres que escribieron como forma
de escape. Que escribieron en otros encierros, en otros
mundos. Todas las voces que no les dejaron escribir y
decir y pensar a ellas, ahora también conviven en mí.

Escribo desde lo que deseo que quiero escribir por-


que algunas veces solo así puedo hacerlo. Si me siento

374
a escribir eso, lisa y llanamente, no lo hago. Le busco
tantas vueltas que me pierdo. Una vez, en un trabajo de
mierda me dijeron que yo soy muy perfeccionista. De
alguna forma extraña creo que sí; es lo único bueno que
recuerdo de ese trabajo.
Tengo el cuerpo lleno de gusanos. Algunos son di-
minutos y otros bien grandes. No son parásitos, son gu-
sanos. No tengo por qué explicarlos pero habitan en mí.
Se alimentan de mí. Quizá debería querer que salgan
pero no me nace querer eso. No me nace eso ni otras
muchas cosas, como decirle a la gaviota de la terraza mi
envidia hacia ella. No me animaría a tal cosa. Si supiera
de la cantidad de gusanos que habitan en mí, seguro
que se querría meter en mi herida y succionarlas todas.
Jamás le dejaría, creo profundamente en mis gusanos y
su labor en mi cuerpo.

Durante un tiempo le escribí a mi abuela fallecida


una carta todos los días. Dejé de hacerlo, no sé bien por
qué. Quizá porque no me veía llegando a nada. Me pre-
gunto constantemente a dónde carajo es que quiero lle-
gar, pero nunca tengo repuesta. No sé qué es ese lugar,
donde está, cómo es, qué olor tiene, o qué colores. Pido
una respuesta, pero nada. Persigo lugares, momentos o
finales, futuros que no existen.

375
Todxs escriben en las redes que en el encierro nos
encontramos con los fantasmas, con los propios ¿antes
dónde andaban? Los lugares a los que quiero llegar pero
que no existen quizá son mis fantasmas. Quizá este es
mi descubrimiento más importante en confinamiento.
Quizá.
Pronto voy a menstruar y eso me hace pensar que este
es un regalo del confinamiento. Puede serlo si yo me
lo permito, claro. Es que no recuerdo la última vez que
menstrué y me pude quedar tranquila en casa. Haciendo
nada o haciendo lo que necesite en ese momento. Lo que
se me dé la gana. Y cuando digo quedar tranquila en mi
casa me refiero a no tener que dar explicaciones en el tra-
bajo y preocuparme porque falto, o algo de eso. La ma-
yoría de mis últimas menstruaciones han sido en medio
de momentos de encare, movimientos. Por ejemplo, la
última, salió la sangre cuando estaba preparando toda la
mudanza a mi guarida de confinamiento. Me entumeció
la sangre en la otra casa que era más cueva. Por eso me
impactó tanto el blanco de las paredes de esta casa, lo que
hubiera dado por dejarlas todas rojas. Que si mis gusanos
y yo somos rojos, quiero que todo sea rojo. Entonces, mi
próxima menstruación voy a estar todo el día tirada en el
sillón comiendo chocolate, lo tengo que conseguir.

376
Pienso otra vez en la gaviota, es que me impresiona,
hasta este encierro no sabía que las gaviotas me impre-
sionan. Otro hallazgo aquí. Escribo y escribo todo esto
en el bloc de notas del celular mientras T duerme y se
mueve. Escribo como a escondidas de mí misma. De
mi yo del día, del yo productivo que quiere llegar a un
montón de lugares, a un montón de éxitos, que ni se
imagina escribir por escribir. Me escondo de mi yo del
éxito, que se lo coman los gusanos.

377
Índice

Volumen 1

Prólogo..........5
Adriana Delgado..........12
Alana Chávez..........38
Alexandra Vega-Rivera..........54
Amor del Carmen Estrella..........72
Ani Karen Babojian..........95
Arlet Palestina..........110
Aurora H. Camero..........132
Bianka Verduzko..........160
Carmen García..........177
Carmina Balaguer..........198
Diana Dolea..........221
Dulce María Ramos Ramos..........240
Elena Maravillas y Marta Orosa..........257
Elisabet Fábregas Alegre.........277
Elisa Michelena Santini..........296
Emilia Fierro..........317
Ethel Krauze..........337
Florencia Pagola..........356

Volumen 2
Florencia Sardo..........377
Gabriela Ramos Monzón..........397
Isabel García Cuesta..........419
Julia Kurmi..........441
Kriscia Landos..........462
Lana Neble..........490
Laura Bianchi..........508
Laura Charro..........525
Laura Sanz Corada..........542
Laura Sussini..........558
Lila Vázquez Lareu..........565
Lola del Gallego Noval..........591
Lola Halfon..........610
Loreto Valencia Narbona..........642
Lucía Trentini..........667
Mademoiselle Peligro..........691
María Fernanda Pineda..........707
María Iliana Hernández..........731

Volumen 3

María Miranda..........747
María Ragonese..........770
María Sanz..........793
María Zubiri..........817
María Pérez Cordero..........842
Marta Castaño..........854
Muntsa Plana i Valls..........873
Naldi Crivelli..........891
Natasha Rangel..........902
Noelia Prieto..........920
Patricia Cabrera Ledezma..........946
Paula Natalia Rincón Chitiva..........968
Pilar María Cimadevilla..........993
Rebeca Maldía..........1013
Rocío Bertoni..........1036
Sofía Cárdenas..........1058
Tania Islas Weinstein..........1080
Verónica Hernández Pierna..........1104
Verónica Martínez..........1123
Verónica Uzón..........1148

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