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No hay filosofía, ciencia o arte capaz de describir la crudeza impura de una nostalgia
mal arrastrada, mal llevada, mal vivida, viciada.
La causa de nuestra extinción se encuentra en ella, la causa de la mía se encuentra en
mí: la única entidad capaz de producirla.
El pasado carcome el futuro y es imposible vivir sin mirar atrás, pero haciendo honra a la
analogía, procedo a estrellarme contra las ventanas de la vida y de la injusticia, procedo a
acabar con todas las bromas, los juegos y las historias:
no hay sufrimiento si no hay ser, y la vida carcome demasiado como para soportarse.
Siento ahora, madre, que la única forma de huir de ella es la liberación absoluta, es ceder ante
el sueño incierto e insulso de la entropía:
debemos retirarnos todos los pertenecientes a las garras negras y mohosas de la vil
arrastrada: debemos volver al polvo.
Genera comedia que ahora te escriba a ti, siempre fuiste ese lugar a donde iba a parar cuando
todo iba mal; perdona que no lo haya hecho esta última vez, pero hoy no quiero ser salvado,
hoy quiero corroborar si realmente hubo un Dios todo este tiempo que estuviera mirando los
intentos frustrados del experimento humano por subvertirse ante el dolor. Y disculpa la
brevedad de esta nota, madre.
Pero allí está ella, mirando con sus ojos lujuriosos y llenos de rencor.
Pero la nostalgia es así, amada mía, es peor que cruel: es indiferente.
Ay, madre. Si por mí fuera quisiera decirte una última cosa más:
que mi muerte no apague lo único capaz de hacer frente a la más puta de las tragedias sin
necesidad de rozar la extinción;
que mi partida no apague tu corazón.
Te amo, madre, gracias por ser aquello que me mantuvo a flote cuando yo ya no podía nadar
(algún día, alejado de la nostalgia, aprenderé a nadar como me dijiste que hiciera), gracias por
todo madre, y perdona de verdad todo este dolor del que seré causante, perdona que le dé
bombo a sus pies rotos y los comparta con las lágrimas ajenas.
Perdona y pide que me perdonen, grita por mí en los montes, en las arenas y en los calores
que yo no podía pisar. Grita por mí en las casas, las calles y los burdeles, recorre esos lugares
que yo siempre quise visitar, sé la luz de los sueños que ya no podrán ser cumplidos. Grita,
madre, que se alce tu voz en protesta ante la inevitabilidad de la sonrisa llena de caries que a
mí me ha ganado, no dejes nunca que sus huesos fracturados toquen tu piel. No dejes nunca
de gritar, madre.
Por ahora, iré a buscar el perdón del Dios que tantas veces he negado por permitir el imperio
de la pútrida neblina que se alza sobre todos nosotros para intoxicarnos con los pasajes de
nuestra propia alma. Buscaré y clamaré una disculpa, dejaré esta carta impresa en los
bolsillos de ese pantalón que tanto te disgustaba por su absurda repetición y su vejez mal
llevada.
Y una vez, con la carta en mis bolsillos, caminaré con el peso de una vida mal arrastrada,
mal llevada, mal vivida, viciada y solitaria por las calles de mi ciudad, rogando que alguno
de esos entes hartos de convivir con la misma figura desnuda con la que yo vivo a diario me
encuentre. Y estos son los entes, supongo, de los que tanto me advertiste que evitara cuando
caminara sin las presencias capaces de vivir la tristeza.
Los busco, madre, para que Dios me perdone el arrebatar aquello único en lo que él tiene
poder, quizá si la decisión no es tomada por mí sino por uno de ellos, su perdón sea mucho
más sencillo.
Ay madre, si supieras cuántas palabras me quedan por decirte y cuántos perdones me quedan
por implorar, pero su lengua negra y subversiva se acerca cada vez más a empapar mis
papilas con brea indigna y poco viscosa, y me impide seguir hablando.