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Carta a una madre

Y esto será lo último que diga:

No hay filosofía, ciencia o arte capaz de describir la crudeza impura de una nostalgia
mal arrastrada, mal llevada, mal vivida, viciada.
La causa de nuestra extinción se encuentra en ella, la causa de la mía se encuentra en
mí: la única entidad capaz de producirla.

"no puedes conducir mirando siempre al retrovisor, de hacerlo, te vas a estrellar."

El pasado carcome el futuro y es imposible vivir sin mirar atrás, pero haciendo honra a la
analogía, procedo a estrellarme contra las ventanas de la vida y de la injusticia, procedo a
acabar con todas las bromas, los juegos y las historias:
no hay sufrimiento si no hay ser, y la vida carcome demasiado como para soportarse.

Todo lo que alguna vez he escrito no es más que paja.


He intentado retratar el dolor, la desdicha y la deshonra en cientos de versos inconclusos y
vacíos de su tarea.

Y no hay nada, ¡No hay nada!


No hay nada capaz de retratar la vil ignorancia nostálgica.
Pero le digo adiós a esta tierra con la esperanza de que esta deje de perseguirme, y por más
que sienta su helaje en mi cuello, por más que escuche sus huesos rotos crujir en el suelo
que camina, moriré como si no estuviera allí.

Maldita nostalgia, ni muriendo puedo librarme de sus mugidos.


Su sonrisa se le aparece entonces a aquellos que lloraron mi intento de rebeldía, mi intento de
libertad, mi sueño de dicha.
Solo es transferible: cada que alguien se libera de ella, la muy puta aparece entre las
sazones de un plato cocinado por madre y los huecos de una sabana mal doblada ante una
barbilla poco hábil y unas manos anémicas por las enfermedades que pueblan un cuerpo
deficiente y prematuro:
Madre, oh madre.
Perdoname por lo que he hecho, perdona mi intento de liberarme del dolor y del
sufrimiento, pues al intentarlo solo he causado más, pero entiendeme, madre.
No ha sido culpa tuya, ni ha sido culpa mía;
ha sido ella: la nostalgia.

Siento ahora, madre, que la única forma de huir de ella es la liberación absoluta, es ceder ante
el sueño incierto e insulso de la entropía:
debemos retirarnos todos los pertenecientes a las garras negras y mohosas de la vil
arrastrada: debemos volver al polvo.

¿Es esa la única salida, madre?

Te pregunto, porque yo ya no lo entiendo.


Si ni la muerte propia es capaz de librarte de la sutil desnudez de una furcia mal
traída, ¿será capaz acaso la extinción?
¿Es eso lo que ha de pasar para acabar con el tormento, madre?

Genera comedia que ahora te escriba a ti, siempre fuiste ese lugar a donde iba a parar cuando
todo iba mal; perdona que no lo haya hecho esta última vez, pero hoy no quiero ser salvado,
hoy quiero corroborar si realmente hubo un Dios todo este tiempo que estuviera mirando los
intentos frustrados del experimento humano por subvertirse ante el dolor. Y disculpa la
brevedad de esta nota, madre.
Pero allí está ella, mirando con sus ojos lujuriosos y llenos de rencor.
Pero la nostalgia es así, amada mía, es peor que cruel: es indiferente.

Su indiferencia me mata, acaba conmigo y me hace tener que irme.


Dejo esta nota aquí, madre, como forma de pedir disculpas al mundo por no haber sido nunca
capaz de soportarlo.
Quiero que si algún día logras perdonar la rebeldía del corazón que ansía la paz y la
libertad, puedas subir al monte que tanto deseamos subir algún día juntos a gritar lo que mi
voz cansada, rasgada y rastrera ya no puede gritar:
sube y pide disculpas al mundo por mí, pero solo cuando perdones que haya cedido ante
los ojos lujuriosos, pidete disculpas a tí y a los que alguna vez me lloraron.
Pero si tu perdón no es efectuado no tiene sentido que grites, madre.

Ay, madre. Si por mí fuera quisiera decirte una última cosa más:
que mi muerte no apague lo único capaz de hacer frente a la más puta de las tragedias sin
necesidad de rozar la extinción;
que mi partida no apague tu corazón.

Te amo, madre, gracias por ser aquello que me mantuvo a flote cuando yo ya no podía nadar
(algún día, alejado de la nostalgia, aprenderé a nadar como me dijiste que hiciera), gracias por
todo madre, y perdona de verdad todo este dolor del que seré causante, perdona que le dé
bombo a sus pies rotos y los comparta con las lágrimas ajenas.

Perdona y pide que me perdonen, grita por mí en los montes, en las arenas y en los calores
que yo no podía pisar. Grita por mí en las casas, las calles y los burdeles, recorre esos lugares
que yo siempre quise visitar, sé la luz de los sueños que ya no podrán ser cumplidos. Grita,
madre, que se alce tu voz en protesta ante la inevitabilidad de la sonrisa llena de caries que a
mí me ha ganado, no dejes nunca que sus huesos fracturados toquen tu piel. No dejes nunca
de gritar, madre.

Por ahora, iré a buscar el perdón del Dios que tantas veces he negado por permitir el imperio
de la pútrida neblina que se alza sobre todos nosotros para intoxicarnos con los pasajes de
nuestra propia alma. Buscaré y clamaré una disculpa, dejaré esta carta impresa en los
bolsillos de ese pantalón que tanto te disgustaba por su absurda repetición y su vejez mal
llevada.

Y una vez, con la carta en mis bolsillos, caminaré con el peso de una vida mal arrastrada,
mal llevada, mal vivida, viciada y solitaria por las calles de mi ciudad, rogando que alguno
de esos entes hartos de convivir con la misma figura desnuda con la que yo vivo a diario me
encuentre. Y estos son los entes, supongo, de los que tanto me advertiste que evitara cuando
caminara sin las presencias capaces de vivir la tristeza.

Los busco, madre, para que Dios me perdone el arrebatar aquello único en lo que él tiene
poder, quizá si la decisión no es tomada por mí sino por uno de ellos, su perdón sea mucho
más sencillo.
Ay madre, si supieras cuántas palabras me quedan por decirte y cuántos perdones me quedan
por implorar, pero su lengua negra y subversiva se acerca cada vez más a empapar mis
papilas con brea indigna y poco viscosa, y me impide seguir hablando.

No olvides nunca tu cometido, madre.


Ay, madre, Te amo.
Y esto será lo último que diga:
Te amo, madre.
Te amo.

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