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Piers Paul Read
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Agradecimientos
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Prefacio
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
7. Outremer
8. Saladino
11. Federico de Hohenstaufen
13. Luis de Francia
TERCERA PARTE
Apéndices
Bibliografía
Fotografías
Agradecimientos
El templo
1
El Templo de Salomón
Los romanos eran ahora los árbitros del poder en el estado judío.
Pompeyo restituyó a Hircano como sumo sacerdote, pero, viendo
que era un gobernante ineficiente, puso el poder político en manos
de su primer ministro, Antípatro. Julio César, cuando llegó a Siria en
47 a.C., le confirió a Antípatro la ciudadanía romana y lo nombró
procurador de Judea: el hijo mayor de Antípatro, Fasael, se convirtió
en gobernador de Judea, y su segundo hijo, Herodes, en ese
momento de veintiséis años, en gobernador de Galilea. El entonces
cónsul de César, Marco Antonio, mantuvo con Herodes amistad de
por vida.
En 40 a.C., los partos invadieron Palestina. Herodes escapó a
Roma vía Arabia y Egipto. En Roma, el senado le proporcionó un
ejército y lo nombró rey de Judea. Herodes derrotó a los partos y,
pese a apoyar a su amigo Marco Antonio en contra de Octavio, fue
confirmado por éste como rey de Judea tras la victoria de Octavio
sobre Marco Antonio en la batalla de Accio.
Ahora en la cumbre de su gloria, Herodes embelleció su reino con
magníficas ciudades e imponentes fortalezas, bautizadas muchas
de ellas con nombres de protectores y miembros de su familia. En la
costa mediterránea entre Jaffa y Haifa construyó una nueva ciudad
a la que llamó Cesarea; y en Jerusalén, la fortaleza llamada la
Antonia. Amplió la fortificación de Masada, donde su familia se
había refugiado de los partos, y levantó una nueva fortificación en
las colinas que miran a Arabia, a la que llamó Herodium, en honor a
sí mismo.
Hombre de excepcional coraje y capacidad, Herodes comprendió
que su permanencia en el poder en Palestina dependía de satisfacer
las expectativas de los romanos sin irritar las susceptibilidades
religiosas de los judíos. Los romanos consideraban el control de
Siria y Palestina esencial para la seguridad y el bienestar de su
imperio, que se extendía a ambos lados de las rutas terrestres entre
Egipto y Mesopotamia, dominando el Mediterráneo oriental. La
misma Roma dependía del suministro regular de granos proveniente
de Egipto, que se vería amenazado en caso de que los puertos de la
costa oriental del Mediterráneo cayesen en manos de los partos.
Los judíos eran más problemáticos. Culturalmente dominados por
los griegos desde la época de Alejandro Magno, y ahora
políticamente al servicio de los romanos, conservaban su sentido de
destino como pueblo elegido de Dios. La extraordinaria fidelidad a
sus creencias y prácticas impresionaba a la vez que exasperaba a
sus contemporáneos paganos. Pompeyo, cuando sitiaba el último
foco de resistencia judía en el templo,
El nuevo templo
El templo rival
El templo reconquistado
LOS TEMPLARIOS
5
Vosotros tenéis una causa por la cual podéis pelear sin poner
en peligro vuestra alma; una causa en la que ganar es glorioso
y por la que morir no es sino ganar [...] No perdáis esta
oportunidad. Tomad el signo de la cruz. De inmediato tendréis
indulgencia por todos los pecados que confeséis con
arrepentimiento. No os cuesta mucho comprarla; y si la usáis
con humildad, descubriréis que es el reino del cielo.
Outremer
Saladino
El año 1174 vio las muertes del rey Amalrico de Jerusalén y la del
poderoso gobernador de Alepo, Nur ed-Din. A Amalrico, que tenía
sólo treinta y ocho años, siempre se lo comparó desfavorablemente
con su hermano Balduino III, desperdiciando la fuerza de su reino en
infructuosas expediciones a Egipto. Su estrategia para asegurar la
supervivencia de los estados latinos de Siria y Palestina fue entrar
en alianza con el Imperio bizantino, afianzada mediante el
matrimonio de su prima, María de Antioquía, con el emperador
Manuel, y por su propio matrimonio con la hija del emperador,
también llamada María, con la que tuvo sólo una hija, Isabela. Su
admiración por Bizancio quedó demostrada cuando, al regresar de
una visita a Constantinopla, y poco antes de su muerte, adoptó en
su corte de Jerusalén el atuendo ceremonial del emperador
bizantino.
En los reinos latinos ya no se cuestionaba el principio hereditario,
y así Amalrico fue sucedido por Balduino IV, el hijo que había tenido
con su primera esposa, Agnes de Courtenay. Balduino IV tenía trece
años y padecía de lepra; para algunos hombres de la Iglesia, la
enfermedad era un castigo divino a Amalrico por haberse casado
con su prima. Hasta que Balduino alcanzó la mayoría de edad,
actuó de regente su primo, el conde Raymond III de Trípoli.
El legado de Nur ed-Din era a primera vista menos seguro. Su
hijo y heredero, Malik as-Salih Ismail, tenía sólo once años y
existían reclamos encontrados de los gobernadores de Damasco,
Alepo, Mosul y El Cairo, en cuanto a quién debía ejercer la regencia.
No obstante, al establecer su autoridad sobre los diferentes emiratos
que hasta entonces luchaban entre sí, Nur ed-Din había demostrado
que la unidad musulmana en contra de los francos era posible. Por
otra parte, le había agregado una dimensión espiritual a esa realidad
política: frugal y austero, «con rasgos comunes y una expresión
delicada, triste»,193 era además un individuo devoto y había elevado
su lucha contra los latinos cristianos al nivel de una jihad, o guerra
santa.
El hombre que asumiría esa combinación de ascendencia
espiritual y política no sería de la progenie de Nur ed-Din, sino el hijo
de un funcionario kurdo que le había salvado la vida a Zengi, el
padre de Nur ed-Din, ayudándolo a escapar al otro lado del Tigris en
1143, después de ser derrotado en una batalla contra las fuerzas del
califa de Bagdad. Este hombre, Najm ed-Din, y su hermano Shirkuh,
eran los generales de mayor confianza de Nur ed-Din; Shirkuk fue
quien había frustrado los intentos de Amalrico de establecer en
Egipto un estado-cliente franco. Pero no lo había hecho solo, sino
con la ayuda de su joven y vigoroso sobrino, Salad ed-Din Yusuf,
más conocido como Saladino. Y éste fue quien le dio el coup de
grâce al califato fatimí de El Cairo, desviando la lealtad espiritual de
los musulmanes egipcios hacia el califa de Bagdad. Saladino
estableció en Egipto un gobierno personal y actuó de forma
independiente (y a veces desafiante) respecto de Nur ed-Din, el
antiguo amo de su padre.
Tanto en vida como después de muerto, musulmanes y cristianos
por igual consideraron a Saladino un modelo de coraje y
magnanimidad. Las historias llevadas de vuelta a Europa sobre su
cortesía y benevolencia —por ejemplo, que les había dado pieles
para abrigarse a algunos de sus prisioneros cristianos en las
mazmorras de Damasco; o que, cuando sitiaba el castillo de Kerak
en 1183, durante los festejos por el casamiento de Hunfredo de
Toron y la princesa Isabela, ordenó no disparar sus catapultas
contra la torre donde se estaba celebrando la boda— tenían aún
más impacto porque, hasta ese momento, los europeos cristianos
habían tendido siempre a demonizar a sus enemigos infieles.
Devoto, frugal, generoso y clemente, Saladino fue asimismo un
hábil estadista y notable comandante. Se le ha descrito como bajo
de estatura, de rostro redondo, cabello negro y ojos oscuros. Como
la mayoría de los miembros de la élite islámica, era instruido, culto y
diestro con la lanza y con la espada. De joven, se había interesado
más por la religión que por el combate; y no hay duda de que su
guerra contra los francos cristianos fue inspirada por un fervor
religioso genuino y no simplemente por haber advertido, a partir de
los ejemplos de Zengi y Nur ed-Din, que los diferentes estados
islámicos sólo podían ser llevados a actuar de manera conjunta en
nombre de una jihad.
Mantener la altura moral en la extensa comunidad islámica no era
fácil: tenía que parecer leal no sólo al amo de su padre, Nur ed-Din,
sino también al califa de Bagdad; incluso después de haber
demostrado su compromiso con el Islam uniendo los diferentes
estados musulmanes contra los latinos, muchos siguieron
considerándolo como un usurpador. También es probable, como
veremos, que su famosa magnanimidad fuera en parte una cuestión
de cálculo. Cuando debía ser cruel, fue cruel: Saladino ordenó la
crucifixión de oponentes chiítas de El Cairo y, en ocasiones, la
mutilación o ejecución de sus prisioneros. Aunque llegó a respetar y
hasta a admirar el código de conducta de los caballeros francos, y
fue diligente en su cortesía para con príncipes y caballeros
cristianos, sentía un odio implacable hacia las órdenes militares.
En su intento de frustrar el ascenso de Saladino al poder absoluto
tras la muerte de Nur ed-Din, sus rivales hicieron alianzas tácticas
con los latinos. El gobernador de Alepo persuadió al conde
Raymond de Trípoli, por entonces regente de Balduino IV, de que
llevase a cabo un ataque de distracción a la ciudad de Homs,
acordando a cambio pagar el rescate de sus prisioneros cristianos,
entre ellos el advenedizo caballero francés que se había casado con
la princesa Constanza de Antioquía, Reginaldo de Châtillon: su
precio era de 120.000 dinares de oro.194
Si hubiera podido ver el futuro, el conde Raymond seguramente
habría resuelto dejar a ese elefante solitario en las mazmorras de
Alepo. Reginaldo era ahora un príncipe sin principado: su mujer
había muerto dos años después de la captura de su apuesto marido,
tal vez a causa de la pena, y Antioquía era gobernada por
Bohemundo III, el hijo de Constanza y su primer esposo, Raymond
de Poitiers. No obstante, Reginaldo no podía ser simplemente
relegado a las filas de los caballeros mercenarios de las que
provenía: su hija Agnes era en ese momento la reina de Hungría, y
su hijastra María, emperatriz de Bizancio. Por lo tanto, fue unido en
matrimonio a la rica heredera del reino, Estefanía de Milly, quien le
aportó los señoríos de Hebrón y Transjordania.
Federico de Hohenstaufen
En 1213, el papa Inocencio III publicó una bula, Quia maior, por lo
que llamaba a una nueva cruzada contra los sarracenos de Oriente.
Una serie de factores sugerían que el momento era propicio: Simón
de Montfort estaba en la cúspide de su trayectoria en Languedoc, se
había derrotado a un ejército musulmán en las Navas de Tolosa, y el
extraordinario fenómeno de la cruzada de los niños, en el que siete
mil jóvenes de Francia y de Renania habían partido a liberar el
Santo Sepulcro, aunque mal concebido, desventurado y
desalentado por la Iglesia, había demostrado la fuerza del
entusiasmo popular por la causa de una guerra santa.
Incluso la escandalosa desviación de la cuarta Cruzada a
Constantinopla le parecía al Papa un mal que encerraba un bien:
todas las potencias de la cristiandad estaban unidas bajo su mando.
Hasta las desventajas, como los continuos conflictos entre los
Capetos y los Plantagenet en Francia, y los Güelfos y los
Hohenstaufen en Germania, sirvieron a los fines de Inocencio al
eliminar a todos los rivales en el comando de la cruzada. Su
llamamiento fue repetido por los 1.300 obispos que se reunieron en
Roma para el iv Concilio de Letrán en 1215, y se tomaron
importantes medidas legales y administrativas para recaudar el
dinero con el que financiar el proyecto, incluyendo la extención de la
indulgencia, que abarcaría ahora no sólo a aquellos que pelearan
sino también a aquellos que pagaran. Esto posibilitaba que las
mujeres tomasen la cruz a través de donaciones y legados.255 Las
mujeres fueron usadas también para persuadir a sus esposos de
unirse a la misión: Jaime de Vitry, a quien unos genoveses le
requisaron caballos para una excursión militar, sermoneó en cambio
a sus mujeres. «Los burgueses se llevaron mis caballos y yo
convertí en cruzados a sus mujeres.»256 El dinero recaudado era
depositado en una cuenta manejada por el hermano Haimard, el
tesorero del Temple de París.
Inocencio murió en 1216, antes de ver concretados sus planes.
Con el mismo entusiasmo los asumió su sucesor, el cardenal
Savelli, quien adoptó el nombre de Honorio III. De avanzada edad
en el momento de ser elegido, Honorio no poseía la capacidad de
liderazgo y empuje de Inocencio. No obstante, la nueva cruzada ya
tenía su propio impulso: las caballerías de Francia e Inglaterra
podían estar distraídas por las guerras de sus reyes y la represión
de herejes, pero contingentes de austríacos y húngaros se reunieron
en Spoleto para ser transportados por los venecianos a Palestina.
Por aquel entonces, el rey de Jerusalén era ahora un anciano
caballero de Champagne, Juan de Brienne. Que fuera el mejor
candidato disponible para la princesa María, la heredera del reino,
era, para la nobleza europea, una señal de la mala situación de
Outremer. Cuando se casaron, en 1210, él tenía sesenta años y ella
diecisiete. Dos años más tarde, María murió tras dar a luz a una hija,
Isabella, conocida como Yolanda. Juan reinaba ahora como regente
de su hija, siguiendo una prudente política con el hermano y sucesor
de Saladino, al-Adil. En 1212, por mutuo interés, renovaron la
tregua. Cuando el rey Andrés llegó en 1217 con su contingente de
húngaros, se hicieron algunas incursiones en territorio musulmán sin
ningún resultado significativo. Tras haber cumplido sus votos, los
húngaros regresaron a casa por Anatolia llevando de vuelta una
serie de reliquias, entre ellas la cabeza de san Esteban y una de las
jarras de las bodas de Caná.
En Tierra Santa, los peregrinos húngaros y austríacos habían
ayudado a los Templarios y a los Caballeros Teutónicos a construir
una nueva fortaleza en Atlit que, en homenaje a su contribución, fue
llamada castillo Peregrino. Construido sobre un promontorio en la
costa al sur de Haifa para proteger el camino —así como los
viñedos, los bosques de frutales y los campos cultivados de la
localidad, vulnerables a los ataques musulmanes—, era una
formidable fortaleza con un foso y una doble muralla en el flanco
que daba al interior. El dominico germano Burchard de Monte Sión
consideró «tan fuertes y almenadas las paredes y murallas y
barbacanas, que ni el mundo entero podría conquistarla».257 Dentro
de las murallas había tres grandes salones y una iglesia templaria
con su rotonda. Según el cronista Oliver de Paderborn, la fortaleza
almacenaba suficientes provisiones para alimentar a 4.000
combatientes.
En abril de 1218 llegó a Acre una flota frisia, que le proporcionó al
rey Juan los medios para invadir Egipto. La flota zarpó el 24 de
mayo, y el día 27 desembarcó en las costas del Nilo, frente a la
ciudad de Damietta. Allí montaron campamento y el 24 de agosto
lanzaron un exitoso ataque contra el fuerte que protegía la entrada
del río. El gran maestre Guillermo de Chartres, a cargo de un
importante contingente templario, murió de fiebre dos días más
tarde. Fue sucedido por un experimentado Templario «de carrera»,
Pedro de Montaigu, quien había sido maestre en Provenza y
España y había peleado en la batalla de Navas de Tolosa.
Establecida frente a Damietta una cabecera de playa, se sumaron
a los cruzados nuevos contingentes llegados de Europa, entre ellos
los de los condes franceses de Nevers y la Marche, los condes
ingleses de Chester, Arundel, Derby y Winchester, los obispos de
París, Laon y Angers, y el arzobispo de Burdeos; y por último, una
fuerza de italianos conducidos por el legado del papa Honorio, el
cardenal español Pelagio de Santa Lucía.
Pelagio, como legado papal, estaba ahora al mando. Era un
hombre enérgico y decidido, aunque petulante, sin tacto y
autocrático. El sitio de Damietta continuó durante el verano de 1219,
con la enfermedad cobrándose sus víctimas entre los cruzados.
Incapaz de expulsarlos, el sultán al-Kamil buscó acordar la paz y,
como prueba de sus buenas intenciones, le permitió a Francisco de
Asís, que estaba visitando a los cruzados, atravesar las líneas y
predicar para él y su campamento en Fariskur. Ambos se trataron
con exquisita cortesía, pero ninguno persuadió al otro de aceptar
sus creencias. Sin embargo, aunque no deseaba convertirse al
cristianismo, al-Kamil estaba dispuesto a sacrificar Jerusalén si los
cristianos levantaban el sitio de Damietta.
Ese ofrecimiento provocó una fisura en el campamento de los
cruzados: Pelagio y el patriarca de Jerusalén estaban en contra de
cualquier pacto con el infiel, mientras que el rey Juan, apoyado por
los barones de Palestina y de Europa, quería aceptarlo. Los grandes
maestres de las órdenes militares decidieron que Jerusalén no
podría ser sostenida a menos que los musulmanes cedieran
también Transjordania. Para al-Kamil, esa condición era inaceptable.
Los cruzados rechazaron en consecuencia sus términos y lanzaron
un exitoso ataque a Damietta: su guarnición y sus habitantes
estaban muy debilitados para oponérseles.
Establecidos en Damietta, los cristianos aguardaban ahora el
arribo de un ejército conducido por el emperador germano, Federico
II de Hohenstaufen, antes de continuar remontando el Nilo. En 1221
llegó el duque Luis de Bavaria con 500 caballeros, supuestamente la
vanguardia del ejército de Federico. Al ver que no había más
refuerzos en camino, Pelagio ordenó el avance a Egipto, pese a los
recelos de Juan de Brienne y de aquellos Templarios a cuyo juicio
los recursos de los cruzados se hallaban al límite y no eran
suficientes para emprender la conquista de Egipto. Sus objeciones
fueron desestimadas. El ejército cruzado marchó por la ribera del
Nilo hacia Mansurah, adonde llegaron una semana más tarde.
Mientras se instalaban en las afueras de la ciudad, los contingentes
del ejército de al-Kamil se acercaron por detrás y varios barcos
egipcios partieron del lago Manzalah para cortar la retirada de los
cristianos. Los cruzados habrían podido abrirse paso peleando si los
egipcios no hubiesen abierto las compuertas e inundado el terreno
que aquéllos debían cubrir. Fueron, como el gran maestre templario
escribió más tarde al preceptor templario de Inglaterra, «atrapados
como peces en una red».258
Literalmente empantanado en las ciénagas del delta, Pelagio no
tenía otra opción que pedir la paz. Damietta fue abandonada y el
ejército latino se embarcó a Acre sin haber logrado nada. La única
concesión que al-Kamil estuvo dispuesto a otorgarle a Pelagio fue la
devolución de la reliquia de la Vera Cruz tomada por su hermano
Saladino en Hattin; pero, cuando la mandó pedir para entregársela,
la más preciosa de todas las reliquias cristianas no pudo ser hallada.
La responsabilidad del fracaso de esta quinta Cruzada se le
atribuye invariablemente al terco e insensible cardenal Pelagio, y es
indudable que su naturaleza áspera hacía de él un comandante
poco satisfactorio y que el fervor religioso distorsionaba sus cálculos
estratégicos. Pero los ejércitos cruzados siempre fueron débiles
cuando no tenían un líder militar indiscutible. Ricardo Corazón de
León le había hecho frente a Saladino no sólo por su coraje y
carisma, sino porque era rey. Juan de Brienne también era rey, pero
su derecho al título de rey de Jerusalén era demasiado vago para
inspirar la lealtad de los barones europeos e incluso de Outremer;
en cuanto a Pelagio, muchos pensaban que su condición de clérigo
lo inhabilitaba para el mando. El único líder indiscutible a quien los
papas, sus legados y todos los príncipes feudales esperaron durante
toda la campaña fue el nieto de Federico Barbarroja, el emperador
Hohenstaufen, Federico II.
El reino de Acre
había una fortaleza muy alta y sólida y sus muros eran muy
gruesos, un bloque de nueve metros. En cada flanco de la
fortaleza había una pequeña torre; y en cada, una un león
rampante tan grande como un buey engordado, recubierto de
oro. El precio de los cuatro leones, en material y mano de obra,
era de 1.500 besants sarracenos. Era maravilloso de
contemplar. Al otro lado, hacia el distrito pisano, había una
torre. Cerca, pasado el monasterio de las monjas de Santa Ana,
había otra torre enorme con campanas y una maravillosa y muy
alta iglesia. También había otra torre en la playa: era una torre
antigua, de cien años, construida por orden de Saladino. Allí
guardaban su tesoro los Templarios. Esa torre estaba tan cerca
de la playa que las olas la bañaban. Y muchas otras moradas
hermosas había en el Temple, que olvidaré mencionar284.»
Luis de Francia
Hubo otras dos potencias de la región con las que Luis trató
mientras estuvo en Acre. A poco de que Luis regresara de Damietta,
el Anciano de la Montaña, el líder de los asesinos, envió emisarios
para exigir el tributo, o chantaje, que, según afirmaban, habían
pagado el emperador Federico, el rey de Hungría y el sultán de El
Cairo. Como alternativa, el emir sugería que el rey eximiera a los
asesinos del tributo que éstos pagaban al Temple y al Hospital.
Como observó Joinville al describir esa negociación, los asesinos
sabían que era inútil matar a cualquiera de los grandes maestres,
porque otro caballero «igualmente bueno, sería puesto en su
lugar».299
Los grandes maestres, invitados por el rey a la negociación, se
indignaron ante la insolencia de los asesinos: enviaron de vuelta a
los emisarios, aconsejándole al Anciano de la Montaña que se
dirigiera al rey Luis de otra manera. Antes de quince días ya habían
regresado a Acre con generosos obsequios. El rey Luis devolvió el
gesto, mandando regalos igualmente valiosos y a un fraile que
hablaba árabe, Yves le Breton, para predicar la fe cristiana.
El segundo grupo de emisarios fue enviado por los mongoles,
quienes en menos de veinte años derrotarían al Anciano de la
Montaña, tomando la hasta entonces inexpugnable fortaleza asesina
de Almut en 1256. Sus embajadores llegaron a Acre con los dos
frailes franciscanos que Luis había mandado ante el kan mongol con
la propuesta de una alianza contra el Islam. La respuesta del kan
fue exigir que el rey francés se convirtiera en su vasallo y que
remitiese «una suma de dinero suficiente en forma de
contribuciones anuales para que sigamos siendo vuestros amigos.
Si os negáis a hacer esto, os destruiremos...». No era la respuesta
que el rey había esperado y, según Joinville, Luis «lamentó
amargamente haber enviado emisarios al gran rey de los
tártaros».300
La derrota del ejército del rey Luis en el delta del Nilo significó el
fin de las ambiciones latinas de recuperar Jerusalén al atacar la
fuente del poder musulmán. Ahora el imperativo de los cristianos era
sacar la máxima ventaja posible explotando las rivalidades de los
gobiernos islámicos y mejorando las defensas del territorio que
todavía conservaban. Luis ordenó por lo tanto la refortificación de
las ciudades costeras de Acre, Jaffa, Cesarea y Sidón, cuyas
guarniciones fueron reforzadas con contingentes permanentes de
tropas francesas.
A los barones feudales de Outremer les resultaba demasiado
costoso mantener las fortalezas del interior y estaban por ello a
cargo de las órdenes militares: los Caballeros Teutónicos mantenían
Montfort; los Hospitalarios, Belvoir; y los Templarios, Chastel Blanc y
Safed. Safed había sido reconstruida en la década de 1240 a un
coste enorme, y era a la sazón el mayor castillo del reino de
Jerusalén, dominando Galilea y la ruta entre Damasco y Acre. Tenía
una guarnición para tiempos de paz de 1.700 hombres, a los cuales
se agregaban 500 caballeros en tiempos de guerra. De ésos, 50
eran caballeros del Temple, 30 eran sargentos templarios, 50 eran
turcopoles y 300 eran ballesteros. El coste de la construcción se
calculó en 1.100.000 besants sarracenos, y se necesitaron 400
esclavos para ayudar a los expertos albañiles. Para aprovisionar
cada año el castillo hacían falta mil doscientas cargas de mula, de
cebada y granos, parte de lo cual se importaba de las preceptorías
templarias de Europa.301
Después de terminar la refortificación de Sidón, el rey Luis decidió
volver a Francia, donde se requería urgentemente su presencia. El
patriarca de Jerusalén y los barones locales le dijeron que había
hecho lo que había podido, y que debía irse a casa. El 24 de abril de
1254 Luis zarpó desde Acre a bordo de un barco templario. Había
cumplido su voto lo mejor que pudo, había arriesgado su vida, había
estado cerca de la muerte y había permanecido en Tierra Santa
cuatro años más desde que sus hermanos y barones habían
regresado. Había gastado una ingente cantidad de dinero, estimada
por su tesorero real en 1.300.000 livres tournois, once o doce veces
el ingreso anual de su reino.302 Outremer vivía en paz en el
momento de su partida, pero la precaria situación de los cristianos
en Tierra Santa estaba dejando Jerusalén en manos del infiel.
La caída de Acre
305 Sylvia Schein, Fidelis Crucis: The Papacy, the West, and the
Recovery of the Holy Land, 1274-1314, Oxford, 1991, p. 20.
306 James A. Brundage, «Humbert of Romans and the
Legitimacy of Crusader Conquests», en Kedar (ed.), The Horns of
Hattin, p. 311.
307 Schein, Fidelis Crucis, p. 25.
308 Ibíd., 41.
309 Véase Peter Edbury, «The Templars in Cyprus», en Barber
(ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring for the
Sick, p. 193.
310 Barber, The New Knighthood, p. 176.
311 Citado en Schein, Fidelis Crucis, p. 67.
312 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 420.
El Temple en el exilio
Al igual que los papas Inocencio III y Gregorio IX, Bonifacio VIII
nació en el pequeño pueblo de Anagni, al sur de Roma. Su familia,
los Caetani, no era tan prominente como la de los Segni, a la que
pertenecían los papas anteriores, pero él era un hombre del mismo
cuño, un graduado en derecho canónico en Bologna que en la
década de 1260 había ido en misiones diplomáticas a Francia e
Inglaterra, siendo nombrado cardenal durante el papado de Nicolás
IV. Su predecesor, Pietro de Morrone, que tomó el nombre de
Celestino V, había sido eremita. Tras abandonar la reclusión de su
cueva, Pietro fundó el monasterio de Santa Spiritu en Nápoles y
estableció vínculos con los franciscanos «espirituales» que
deseaban observar la absoluta pobreza del fundador de la orden. En
1294, cuando fue elegido Papa, tenía ochenta y cuatro años y de
nuevo vivía solo en una cueva.
La elección de Celestino V llegó tras un largo impasse en el
Colegio de Cardenales, y con la esperanza de que una persona
genuinamente espiritual pudiera revitalizar la Iglesia. Sin embargo,
también había sido el candidato favorito de Carlos II, el rey francés
de Nápoles, quien, contra la voluntad de los cardenales, instaló a
Celestino V en el Castel Nuovo de Nápoles y llenó el Colegio de
Cardenales de electores afines a sus ideas. Aunque sin duda
piadoso, Celestino era también ingenuo, carente de instrucción e
incompetente, con un conocimiento del latín insuficiente para seguir
la administración cotidiana de la Iglesia.
Celestino V se había mostrado reacio a aceptar la tiara papal, y a
finales de 1293 era evidente que no podía con ella. Tras intentar
transferir el gobierno de la Iglesia a un comité de tres cardenales, le
preguntó al principal abogado canónico entre los cardenales,
Benedetto Caetani, si era posible que un Papa renunciara. Citando
falsos precedentes, el cardenal preparó una fórmula para su
abdicación. En un consistorio realizado el 13 de diciembre, Celestino
V se libró de la insignia papal con la esperanza de regresar a la vida
de eremita, pero su sucesor, temiendo que pudiera ser el foco de un
cisma, ordenó confinar a Celestino en Castel Fuome, cerca de
Ferentino, donde murió en 1296. El sucesor era Benedetto Caetani,
quien adoptó el nombre de Bonifacio VIII.
La reconciliación del papa Bonifacio VIII y el rey Felipe IV, que
condujo a la canonización de san Luis en 1297, fue puesta de nuevo
bajo tensión por una agria disputa entre el Papa y la poderosa
familia Colonna, con motivo de una extensión de tierra en la
Campagna. Los dos cardenales Colonna que habían apoyado la
elección de Bonifacio VIII se volvieron contra él, alegando que la
abdicación de Celestino no se había ajustado a los cánones y que
Celestino había sido asesinado por orden del nuevo Papa. Cuando
los Colonna secuestraron después una remesa del tesoro papal,
Bonifacio reaccionó demoliendo sus castillos y otorgando su tierra a
miembros de su propia familia. Los cardenales Colonna huyeron a la
corte del rey Felipe de Francia.
El año 1300 marcó el punto más alto en el pontificado de
Bonifacio VIII y pareció en su momento ser el pináculo de las
pretensiones papales a una jurisdicción universal. No sólo el Papa
se había impuesto a los Colonna, sino que se encontraba además
en el umbral de un triunfo en Oriente: estaba en marcha una
cruzada para recuperar Tortosa, al tiempo que los mongoles iban a
devolverle Jerusalén a la Iglesia. Era también el milésimo
tricentenario del nacimiento de Cristo y, para resaltar la ocasión, el
papa Bonifacio lo proclamó año de jubileo, prometiendo plena
remisión de los pecados a quienes visitaran la basílica de San Pedro
y la de San Juan de Letrán después de confesar sus faltas. Ésa fue
la demostración más dramática del poder papal de «atar y desatar»
desde que Urbano II predicara la primera Cruzada. La oferta fue
aceptada por 200.000 peregrinos: la multitud eran tan densa que
hubo que hacer una brecha en los muros leoninos para permitir su
paso. El papa Bonifacio, exultante, apareció ante los peregrinos
sentado en el trono de Constantino, con espada, corona y cetro, al
tiempo que gritaba: «Yo soy César.»326
Ante todo está el orgullo. Por orden de Felipe IV, en 1301
Bernardo Saisset, el obispo de Pamiers cuyas desdeñosas
observaciones acerca del rey ya hemos citado, fue arrestado,
encerrado en prisión y, con pruebas irrefutables de haber torturado a
sus sirvientes, acusado de blasfemia, herejía, simonía y traición.
Eso constituía una flagrante intromisión en la jurisdicción
eclesiástica y una afrenta a la autoridad del Papa. En la bula
Ausculta fili, publicada el 5 de diciembre de 1301, el papa Bonifacio
condenó esa violación de las prerrogativas de la Iglesia y llamó a los
obispos franceses a un sínodo en Roma. Treinta y nueve se
animaron a ir, y el 18 de noviembre de 1302 Bonifacio publicó una
nueva bula, Unam sanctam, que reiteraba todas las confirmaciones
de los derechos a la supremacía papal expresadas desde el
pontificado de Gregorio VII: «Es absolutamente necesario para la
salvación —escribió— que toda criatura humana se someta al
pontífice romano.»
La bula citaba libremente escritos de papas anteriores, de Tomás
de Aquino y de Bernardo de Clairvaux, quien ahora, como el rey
Luis IX, había sido declarado santo. No habiendo ninguna señal de
que el rey Felipe estuviera dispuesto a aceptar los reclamos de
Unam sanctam, someterse a la voluntad del supremo pontífice y
arrepentirse de sus errores, el papa Bonifacio preparó una bula de
excomunión. Sin embargo, antes de que fuera publicada, un golpe
de extraordinaria audacia detuvo en seco al Papa. Mientras
Bonifacio se hallaba en su palacio de Anagni, un contingente de
soldados franceses comandado por el ministro del rey Felipe,
Guillermo de Nogaret, que incluía a los dos cardenales Colonna y
sus partidarios, irrumpió en el palacio papal para tomar prisionero al
pontífice.
Protegido solamente por una guardia simbólica de caballeros
Templarios y Hospitalarios, Bonifacio, en vestidura papal, desafió a
sus captores a que lo matasen. «Aquí está mi cuello —gritó—, aquí
está mi cabeza.» Nogaret y los Colonna no quisieron cometer un
acto tan irrevocable; en su lugar, decidieron llevarse a Bonifacio a
Francia para que fuera enjuiciado ante un concilio de la Iglesia por
las acusaciones de herejía, sodomía y el asesinato de Celestino V.
Pero la noticia del atropello se esparció entre los partidarios de
Anagni, que se concentró para defender al Papa. Los franceses
fueron expulsados de la ciudad y el papa Bonifacio VIII regresó a
Roma; pero estaba quebrado en su interior por la humillación.
Falleció cuatro semanas más tarde, y con él murieron las
aspiraciones de los papas a la hegemonía universal.
El Temple atacado
El Temple destruido
347 Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early
Fourteenth Centuries, p. 87.
348 Véase Barber, The Trial of the Templars, p. 206.
349 Menache, Clement V, p. 229.
350 Martin, The Templars in Yorkshire, p. 142.
351 Ibíd., 147.
352 Citado en Barber, The Trial of the Templars, p. 202.
353 Jean de Saint-Victor, p. 656, citado en Barber, The Trial of the
Templars, p. 221.
354 Crónica de Walter de Guisborough, p. 396, citada en
Menache, Clement V, p. 236.
355 Forey, The Templars in the Corona de Aragon, p. 364.
356 The Chronicle of William of Nangis, citado en Barber, The
Trial of the Templars, p. 241.
357 Véase Simonetta Cerrini, «A New Edition of the Latin and
French Rule of the Temple», en Nicholson (ed.), The Military Orders,
vol. 2, pp. 211-212.
Epílogo
El veredicto de la historia