Está en la página 1de 457

LOS TEMPLARIOS

 
 
 
Piers Paul Read
 

Traducción de Gerardo Gambolini


Título original: The Templars
Traducción: Gerardo Gambolini
1.ª edición: octubre, 2014
 
© 2014 by Piers Paul Read
© Ediciones B, S. A., 2014
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)
www.edicionesb.com

Depósito Legal: B 21711-2014

ISBN DIGITAL: 978-84-9019-494-2

Diseño de colección: Ignacio Ballesteros


Maquetación ebook: Caurina.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en
el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin
autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción
total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento,
comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la
distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
Contenido

Portadilla

Créditos

 
Agradecimientos

Mapas

Prefacio

PRIMERA PARTE

1. El Templo de Salomón

2. El nuevo templo

3. El templo rival

4. El templo reconquistado

SEGUNDA PARTE

5. Los pobres soldados de Jesucristo

6. Los Templarios en Palestina

7. Outremer

8. Saladino

9. Ricardo Corazón de León

10. Los enemigos internos

11. Federico de Hohenstaufen

12. El reino de Acre

13. Luis de Francia

14. La caída de Acre

TERCERA PARTE

15. El Temple en el exilio

16. El Temple atacado

17. El Temple destruido

Epílogo: el veredicto de la historia

Apéndices

Las últimas cruzadas

Grandes maestres del temple

Bibliografía

Fotografías

Agradecimientos

Agradezco el permiso para reproducir pasajes de The Jewish


War, de Josephus, traducido y prologado por G. A. Williamson,
Penguin Books, 1959 (Copyright © G. A. Williamson, 1959); The
Rule of the Templars, de J. M. Upton-Ward, The Bodydell Press,
1992 (Copyright © J. M. Upton-Ward 1992); y The Murdered
Magicians, de Peter Partner (Copyright © Peter Partner 1981) por
permiso de A. M. Heath & Co. Ltd. en nombre del Profesor Peter
Partner.
Mapas

1. La expansión del Islam


2. La cristiandad en tiempos de la primera
3. Francia en tiempos de la primera Cruzada
4. Outremer
5. Jerusalén y el Monte del Templo en el siglo XII
6. Principales fortalezas Templarias en Siria y Palestina
7. Principales preceptorías y castillos de Occidente a mediados
del siglo XII
Prefacio

¿Quiénes fueron los Templarios? En las novelas de Sir Walter


Scott se nos presenta una visión de esta orden militar. El caballero
Templario de Ivanhoe, Brian de Bois-Guilbert, es un antihéroe
demoníaco, «valiente como el más temerario de su Orden, pero
manchado con sus vicios habituales: orgullo, arrogancia, crueldad y
voluptuosidad; un hombre de corazón duro, que no conoce el miedo
terrenal ni el temor celestial». Los dos grandes maestres Templarios
no son mucho mejores. Giles Amaury en El Talismán es traicionero y
malévolo, en tanto Lucas de Beaumanoir, en Ivanhoe, es un fanático
intolerante.
Por el contrario, en la ópera Parsifal, de Wagner, aparecen
caballeros semejantes a los Templarios como castos guardianes del
Santo Grial. El libreto del siglo XIx se basó en un poema épico del
siglo XIII, de Wolfram de Eschenbach, en el cual los Templeisen
guardan sólo un parecido superficial con los caballeros del Temple;
no obstante, ese rudimento de realidad ha bastado para convencer
a la posteridad de que hay verdad en la ficción. Así, en la
imaginación del siglo XIx los brutos depravados de Ivanhoe y El
Talismán coexisten con la noble y honrosa hermandad de Parsifal.
En el siglo XX se reveló una imagen más siniestra de los
Templarios como los prototipos de los caballeros teutónicos, que, a
finales de los años treinta, sirvieron de modelo histórico para las SS
de Himmler. Unido a una interpretación común de las cruzadas
como un ejemplo temprano de la agresión y el imperialismo de
Europa occidental, los Templarios llegaron a ser vistos como
fanáticos brutales que imponían una ideología con la espada. O,
muy al contrario, se dice que abandonaron su compromiso con la
causa cristiana por su contacto en Oriente con el judaísmo y el
Islam, formando una sociedad secreta de iniciados a través de la
cual los misterios arcanos del antiguo Egipto, transmitidos a los
albañiles del Templo de Salomón, fueron pasados a las logias
masónicas de los tiempos modernos. Se ha sostenido también que
los Templarios fueron infiltrados por los heréticos cátaros después
de la cruzada contra los albigenses; que protegieron a lo largo de
los siglos a los descendientes reales de una unión entre Jesús y
María Magdalena; que en el siglo XIx un sacerdote descubrió su
estupendo tesoro en el suroeste de Francia; y que fueron los
custodios de fabulosas reliquias, entre ellas la cabeza embalsamada
de Cristo y el Santo Sudario de Turín.
Mi objetivo en este libro ha sido exponer la verdad sobre los
Templarios, evitando la especulación fantasiosa y registrando
solamente lo que ha determinado la investigación de reconocidos
historiadores. He presentado el tema en una amplia perspectiva: las
historias de la Orden que parten de su fundación por Hugh de Payns
en 1119, o incluso de la proclamación de la primera Cruzada en el
Concilio de Clermont en 1095, suelen dar por sentado un
conocimiento previo que el lector común tal vez no posea. A mi
juicio, es difícil comprender la mentalidad de los Templarios sin
analizar la importancia atribuida al Templo de Salomón en Jerusalén
por las tres religiones monoteístas —judaísmo, cristianismo e
islamismo— y sin recordar por qué ha sido un punto de conflicto
desde el comienzo de la historia hasta nuestros días.
Hay otras preguntas pertinentes que sólo pueden responderse
mirando atrás desde el período medieval temprano hacia el
turbulento caos de la Edad Oscura1*. En un momento en que se ha
sugerido que el actual Papa debe pedir perdón por las cruzadas, es
apropiado examinar los motivos de sus predecesores para iniciar
esas guerras santas. Quienes ya estén familiarizados con la historia
de las cruzadas encontrarán repetitivo parte de lo que he escrito;
pero al volver a contarla he aprovechado las investigaciones de
nuevas generaciones de historiadores de la materia. Mi deuda para
con esos y otros eruditos resultará evidente a quienes lean este
libro.
También sentí que valía la pena volver a contar lo que un cronista
contemporáneo llamó «los actos de Dios hechos por los francos»,
no sólo por su valor intrínseco, sino también por su relación con
muchos de los dilemas que hoy enfrentamos. Los Templarios fueron
una fuerza multinacional comprometida en la defensa del concepto
cristiano de un orden mundial, y su desaparición marca el momento
en el que la persecución del bien común dentro de la cristiandad
pasó a subordinarse a los intereses del estado-nación, un proceso
que la comunidad mundial está tratando ahora de revertir.
En la historia de los Templarios hay paralelismos destacables
entre el pasado y el presente. En el emperador Federico II de
Hohenstaufen encontramos a un gobernante cuya amoralidad
idiosincrásica evoca a Nerón y anticipa a Hitler. El concepto
medieval de un Sacro Imperio Romano es notablemente similar a
las aspiraciones que tienen sus propulsores para la Unión Europea.
Los asesinos de Siria son tanto los descendientes de los sicarios
judíos como los antepasados de los terroristas suicidas del
Hezbollah. La actitud de muchos musulmanes de Oriente Medio
respecto al estado moderno de Israel es muy parecida a la que
tenían sus antepasados hacia el reino de Jerusalén erigido por los
cruzados. ¿Cuántos líderes árabes, nos preguntamos, desde Abdul
Nasser hasta Saddam Hussein, han aspirado a convertirse en
nuevos saladinos, derrotando a los invasores infieles en otra batalla
de Hattin o, como el sultán mameluco, al-Ashraf, hundiéndolos en el
mar?
Expreso mi gratitud a todos los historiadores cuyos trabajos me
enseñaron lo que sé sobre los Templarios. Más específicamente,
deseo agradecer al profesor Jonathan Riley-Smith por su aliento y
consejo, y al profesor Richard Fletcher por leer el manuscrito y
alertarme sobre una serie de errores. Ninguno de estos eminentes
historiadores deberá considerarse responsable de las deficiencias
de mi trabajo.
Quisiera agradecer a Anthony Cheetham, quien me sugirió por
primera vez probar de escribir historia, proponiendo un libro sobre
los Templarios; a mi agente, Gillon Aitken, por instarme a encarar el
proyecto; a mi editora, Jane Wood, por su constante apoyo y su
invalorable trabajo con el primer borrador; y a Selina Walker por su
ayuda con los mapas e ilustraciones. También doy las gracias a
Andrew Sinclair, quien me prestó su colección de libros sobre los
Templarios; a Charles Glass, por introducirme en las Memorias de
Usamah Ibn-Munqidh; y al bibliotecario y el personal de la Biblioteca
de Londres, por su gentil ayuda en mi investigación.

1* El período temprano de la llamada baja Edad Media (a partir


del siglo XI). En el contexto, la Edad Oscura (Dark Ages)
corresponde a la alta Edad Media, anterior al siglo XI. (N. del T.)
PRIMERA PARTE

El templo
1

El Templo de Salomón

En mapas de la Edad Media dibujados en pergamino se muestra


a Jerusalén en el centro del mundo. Jerusalén era entonces, como
sigue siéndolo hoy, una ciudad sagrada para tres religiones: el
judaísmo, el cristianismo y el Islam. Para cada una de ellas, era el
escenario de hechos trascendentes que formaron el vínculo entre
Dios y el hombre (siendo el primero los preparativos de Abraham
para el sacrificio de su hijo Isaac en el afloramiento rocoso cubierto
ahora por una cúpula de oro).
Abraham era un rico nómada de Ur, en Mesopotamia, que unos
mil ochocientos años antes del nacimiento de Cristo, por orden de
Dios, se trasladó desde el valle del Éufrates hasta el territorio
habitado por los cananeos, entre el río Jordán y el mar
Mediterráneo. Allí, en recompensa por su fe en el único Dios
verdadero, recibió aquella tierra «rebosante de leche y miel» y la
promesa de innumerables descendientes para poblarla. Sería el
padre de muchas naciones; para sellar esa alianza, Abraham y
todos los varones de su tribu se circuncidarían, una práctica que
debía continuarse «de una generación a otra».
Esa promesa de posteridad era problemática, porque Sara, la
esposa de Abraham, era estéril. Comprendiendo que ya no estaba
en edad de concebir, Sara convenció a Abraham para que
engendrara un hijo con su esclava egipcia, Agar. A su debido
tiempo, Agar dio a luz a Ismael. Algunos años más tarde, se
aparecieron tres hombres mientras Abraham estaba sentado a la
entrada de su tienda a la hora más calurosa del día. Le dijeron que
Sara, entonces de más de noventa años, tendría un niño.
Abraham rió. Sara también, tomándolo en broma. «¿Conque
después que ya estoy vieja, y mi señor lo está más, pensaré en usar
del matrimonio?»2* Pero la predicción demostró ser correcta. Sara
concibió y parió a Isaac. Se volvió entonces en contra de Ismael,
viéndolo como un rival para la herencia de Isaac, y le pidió a
Abraham que echara a Ismael y a su madre. Dios se puso de parte
de Sara y, siempre obedeciendo las órdenes de Dios, Abraham
despachó a Agar y a Ismael al desierto de Bersabee con un poco de
pan y un odre de agua. Cuando el odre quedó vacío, Agar, no
pudiendo soportar el ver morir de sed a su hijo, intentó abandonarlo
debajo de un árbol; pero Dios la guió hasta un pozo y le prometió
que su hijo fundaría una gran nación en los desiertos de Arabia.
Fue entonces cuando Dios le impuso a Abraham una última
prueba, ordenándole ofrecer a «tu único hijo a quien tanto amas [...]
y allí me lo ofrecerás en holocausto sobre uno de los montes que yo
te mostraré».1 Abraham obedeció sin reparos. Llevó a Isaac al lugar
designado por Dios, un afloramiento de roca en el monte Moriah,
acomodó leña en un altar improvisado, y puso a Isaac sobre la pila
de leña. Pero justo cuando tomaba el cuchillo para matar a su hijo,
se le ordenó desistir: «No extiendas tu mano sobre el muchacho [...]
ni le hagas daño alguno: que ahora me doy por satisfecho de que
temes a Dios, pues no has perdonado a tu único hijo por amor de mí
[...] en vista de la acción que acabas de hacer [...] Yo te llenaré de
bendiciones, y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del
cielo, y como la arena que está en la orilla del mar [...] y por un
descendiente tuyo serán benditas todas las naciones de la tierra,
porque has obedecido mi voz».2

¿Existió Abraham? En los tiempos modernos, las opiniones


eruditas sobre su historicidad han oscilado entre el escepticismo de
exégetas alemanes que lo relegaron a la categoría de una figura
mítica y los juicios más positivos emitidos a partir de
descubrimientos arqueológicos en Mesopotamia.3 En la Edad
Media, sin embargo, nadie dudaba de que Abraham hubiese
existido, y prácticamente todos aquellos que vivían entre el
subcontinente indio y el océano Atlántico alegaban descender de
ese patriarca de Ur. Metafóricamente, los cristianos; literalmente, los
musulmanes y los judíos. Los judíos tenían un documento para
probarlo: la colección de textos judíos reunidos en la Torah que
cuentan la historia de los descendientes de Abraham.
Unos mil trescientos años a.C., según esos registros, el hambre
hizo emigrar a los judíos de Palestina a Egipto. Allí fueron recibidos
como huéspedes por José —un judío, el primer ministro del faraón
egipcio— a quien en su juventud sus envidiosos hermanos habían
abandonado en el desierto; pero, tras la muerte de José y la
asunción de un nuevo faraón, los judíos fueron hechos esclavos y
usados como mano de obra forzada para construir la residencia del
faraón Ramsés II. Moisés, el primero de los grandes profetas de
Israel, los sacó de Egipto llevándolos al desierto. Allí, en el monte
Sinaí, Dios le transmitió a Moisés sus mandamientos, grabados en
tablas de piedra. Para guardarlas, los judíos hicieron un relicario que
llamaron el Arca de la Alianza. Tras muchos años de errar por el
desierto del Sinaí, llegaron a la tierra prometida de Canaan. Como
castigo por una transgresión pasada, a Moisés sólo le fue permitido
verla de lejos. Correspondió a su sucesor, Josué, reclamar el
derecho inalienable de los judíos. Entre 1220 y el 1200 a.C., los
judíos conquistaron Palestina. La lucha con los pobladores oriundos
no fue justa: Dios estaba del lado de los judíos. Su victoria nunca
fue absoluta; hubo guerras constantes con las tribus vecinas de los
filisteos, moabitas, amonitas, amalecitas, idumeos y arameos; pero
los judíos sobrevivieron por su destino singular, aunque aún
indefinido.4
El matrimonio entre Dios y su pueblo elegido no era fácil. Jehová
era un Dios celoso, colérico cuando los judíos se volvían a otros
dioses o quebrantaban el estricto código impuesto a su
comportamiento: rituales exigentes y leyes precisas que siguieron a
los Diez Mandamientos dados por Dios a Moisés en la cima del
monte Sinaí. Los judíos, por su parte, eran volubles: se apartaban
de Dios para venerar ídolos como el Becerro de Oro o dioses
paganos como Astarté y Baal.5 Usaban a los profetas enviados por
Dios para reprobarlos. Hasta sus reyes, ungidos de Dios, eran
pecadores. Saúl desobedeció la orden de Dios de exterminar a los
amalecitas,6 y David sedujo a Betsabé, la esposa de Urías el Heteo,
e instruyó luego a Joab, el comandante de su ejército: «Poned a
Urías al frente en donde esté lo más recio del combate, y
desamparadle para que sea herido y muera.»7

Fue David quien, al final del primer milenio a.C., conquistó


Jerusalén, bastión de los jebuseos. Al pie de la fortaleza, en el
monte Moab, cerca del lugar elegido por Dios para el sacrificio de
Isaac, había una era propiedad de un jebuseo, Ornán. Por orden de
Dios, David la compró para emplazar allí un templo donde guardar el
Arca de la Alianza. David acopió los materiales para el templo, que
fue finalmente construido por su hijo Salomón alrededor del 950 a.C.
El reinado de Salomón marcó el apogeo de un estado judío
independiente. Tras su muerte, Israel fue conquistada por las
poderosas naciones del este: asirios, caldeos y persas. El Templo
de Salomón fue destruido por los caldeos al mando de su rey,
Nabucodonosor, 586 a.C., y los judíos fueron llevados como
esclavos a Babilonia. Los caldeos fueron conquistados a su vez por
los persas, cuyo rey, Ciro, les permitió volver a Jerusalén y
reconstruir el templo en 515 a.C..
En el siglo IV a.C., la marea de las conquistas bajó en el este y
subió desde el oeste: los persas fueron derrotados por los
macedonios, comandados por su joven rey Alejandro III, el Magno.
Tras la prematura muerte de Alejandro, el imperio fue dividido entre
sus generales y, durante un tiempo, los tolomeos asentados en
Egipto y los seléucidas asentados en Mesopotamia se disputaron el
control de Palestina. En ausencia de un rey, el sumo sacerdote de
Jerusalén asumía entre los judíos muchas de sus funciones.
En 167 a.C., una revuelta en contra de los griegos por motivos
religiosos terminó en una lucha exitosa por la independencia
política. Sus líderes, tres hermanos macabeos, fundaron la dinastía
de los Asmoneos, reyes judíos que recuperaron la mayor parte del
territorio gobernado en el pasado por David y Salomón. En el curso
de sus constantes conflictos con los estados vecinos, se recurrió al
nuevo y naciente poder de Roma. El rey de Judea, Hircano, y su
ministro Antípatro se pusieron bajo la protección del general romano
que había conquistado Siria, Cneo Pompeyo, o Pompeyo Magno.
Jerusalén fue defendida por Aristóbulo, el pretendiente rival al
trono. Tras un sitio de tres meses, la ciudad fue tomada por las
legiones de Pompeyo. Los romanos sufrieron pocas bajas, pero el
conflicto dejó unos 12.000 judíos muertos. Según el historiador judío
Josephus, sin embargo, esa pérdida de vidas fue una calamidad
menor que la profanación del templo efectuada por Pompeyo.

Entre los desastres de aquel tiempo, nada estremeció tanto a la


nación como que el Santo Lugar, vedado hasta entonces a
todas las miradas, fuera descubierto por extraños. Pompeyo y
sus oficiales ingresaron al Tabernáculo, donde nadie tenía
permiso de entrar, y vieron lo que encerraba: el candelabro y las
velas, la mesa, las copas de libación y los incensarios, todos de
oro sólido, y una gran cantidad de especias y dinero
consagrado...

Los romanos eran ahora los árbitros del poder en el estado judío.
Pompeyo restituyó a Hircano como sumo sacerdote, pero, viendo
que era un gobernante ineficiente, puso el poder político en manos
de su primer ministro, Antípatro. Julio César, cuando llegó a Siria en
47 a.C., le confirió a Antípatro la ciudadanía romana y lo nombró
procurador de Judea: el hijo mayor de Antípatro, Fasael, se convirtió
en gobernador de Judea, y su segundo hijo, Herodes, en ese
momento de veintiséis años, en gobernador de Galilea. El entonces
cónsul de César, Marco Antonio, mantuvo con Herodes amistad de
por vida.
En 40 a.C., los partos invadieron Palestina. Herodes escapó a
Roma vía Arabia y Egipto. En Roma, el senado le proporcionó un
ejército y lo nombró rey de Judea. Herodes derrotó a los partos y,
pese a apoyar a su amigo Marco Antonio en contra de Octavio, fue
confirmado por éste como rey de Judea tras la victoria de Octavio
sobre Marco Antonio en la batalla de Accio.
Ahora en la cumbre de su gloria, Herodes embelleció su reino con
magníficas ciudades e imponentes fortalezas, bautizadas muchas
de ellas con nombres de protectores y miembros de su familia. En la
costa mediterránea entre Jaffa y Haifa construyó una nueva ciudad
a la que llamó Cesarea; y en Jerusalén, la fortaleza llamada la
Antonia. Amplió la fortificación de Masada, donde su familia se
había refugiado de los partos, y levantó una nueva fortificación en
las colinas que miran a Arabia, a la que llamó Herodium, en honor a
sí mismo.
Hombre de excepcional coraje y capacidad, Herodes comprendió
que su permanencia en el poder en Palestina dependía de satisfacer
las expectativas de los romanos sin irritar las susceptibilidades
religiosas de los judíos. Los romanos consideraban el control de
Siria y Palestina esencial para la seguridad y el bienestar de su
imperio, que se extendía a ambos lados de las rutas terrestres entre
Egipto y Mesopotamia, dominando el Mediterráneo oriental. La
misma Roma dependía del suministro regular de granos proveniente
de Egipto, que se vería amenazado en caso de que los puertos de la
costa oriental del Mediterráneo cayesen en manos de los partos.
Los judíos eran más problemáticos. Culturalmente dominados por
los griegos desde la época de Alejandro Magno, y ahora
políticamente al servicio de los romanos, conservaban su sentido de
destino como pueblo elegido de Dios. La extraordinaria fidelidad a
sus creencias y prácticas impresionaba a la vez que exasperaba a
sus contemporáneos paganos. Pompeyo, cuando sitiaba el último
foco de resistencia judía en el templo,

estaba sorprendido por la inquebrantable resistencia de los


judíos, especialmente el mantenimiento de todas las
ceremonias religiosas en medio de una lluvia de proyectiles.
Como si una profunda paz envolviera la ciudad, los sacrificios
diarios, las ofrendas por los muertos y los demás actos de
adoración eran meticulosamente cumplidos para la gloria de
Dios. Ni siquiera cuando el Templo estaba siendo capturado y
los estaban masacrando alrededor del altar abandonaron las
ceremonias ordenadas para el día.8
Su separatismo —la creencia de que el contacto con gentiles los
corrompía— suscitaba sin embargo el antagonismo de sus vecinos.
Para ese entonces, los judíos ya no estaban confinados solamente a
Palestina: existían importantes comunidades de judíos en muchas
de las principales ciudades del mundo greco-romano y en el imperio
persa, al otro lado del Éufrates. En Alejandría hay críticas al
separatismo judío ya desde el siglo III a.C. En Roma, donde
obtuvieron exenciones excepcionales que les permitían no tomar
parte en cultos paganos y observar el Sabbat, Cicerón, en Pro
Flacco, se quejaba de su carácter cerrado y su excesiva influencia; y
Tácito, en sus Historias, de lo que consideraba la misantropía de los
judíos: «Hacia las demás personas sólo sienten odio y enemistad.
Se sientan aparte en las comidas, y duermen aparte, y aunque
como raza son propensos a la lujuria, se abstienen del coito con
mujeres extranjeras; sin embargo, entre ellos nada es ilícito.»9
Pero fue en su propia tierra donde el sentido judío de superioridad
respecto de todo pueblo pagano tuvo graves repercusiones
políticas. Una y otra vez, tras ser conquistados por sus vecinos más
poderosos —los egipcios, los persas, los griegos, y ahora los
romanos— se levantaron contra sus opresores, en la creencia de
que Dios estaba de su lado. Una y otra vez, a un triunfo inicial
seguiría una salvaje represión.
Herodes, aunque ciudadano romano y árabe de origen, fue
escrupuloso en su observancia de la ley judía; y para granjearse
más el favor de los adeptos a su religión adoptada, anunció que
reconstruiría el Templo. La reacción de los judíos fue de sospecha:
para garantizarles que cumpliría ese ambicioso proyecto, Herodes
debió prometer que no demolería el viejo templo hasta haber
juntado todos los materiales necesarios para la construcción del
nuevo. Como sólo los sacerdotes podían entrar al recinto del
Templo, capacitó a un millar de levitas como albañiles y carpinteros.
Los cimientos del segundo Templo fueron sensiblemente
agrandados con la construcción de enormes muros de contención al
oeste, al este y al sur. Alrededor de la gran plataforma, sustentada
sobre relleno o soportes abovedados, corrían galerías cubiertas.
Una cerca rodeaba el área sagrada, y en cada una de sus trece
puertas había una inscripción en latín y griego advirtiendo que todo
gentil que la traspasara sería castigado con la muerte.
En el centro, enmarcado por las columnatas, estaba el templo
propiamente dicho. A un lado se hallaba la Corte de las Mujeres, y al
otro lado de la Puerta Preciosa estaba la Corte de los Sacerdotes.
Dos puertas de oro conducían al Tabernáculo: delante de ellas había
una cortina de tapicería babilonia bordada con dibujos en azul,
púrpura y escarlata que simbolizaban toda la creación. El sagrario
interior, envuelto por un enorme velo, era el sanctasantórum al que
sólo el sumo sacerdote podía ingresar determinados días del año.
La roca sobre la cual Abraham había preparado a Isaac para el
sacrificio era el altar donde se mataban niños o palomas: la cavidad
que todavía puede verse en el extremo norte de la roca se usaba
para recoger la sangre propiciatoria.
La dimensión del Templo era formidable, alcanzando una altura
majestuosa en la parte que dominaba el valle de Kidron. Su
esplendor no podía dejar de causar en los súbditos de Herodes la
impresión de que su rey, a pesar de su origen árabe, era un digno
judío. Pero Herodes no dejaba nada al azar. La fortaleza Antonia
formaba parte del muro norte del complejo del templo y estaba
permanentemente guarnecida con un contingente del ejército
romano. Durante las festividades importantes, el contingente era
desplegado a lo largo de las columnatas, armado.
El templo fue el logro culminante de una de las figuras más
extraordinarias del mundo antiguo. Herodes, en su apogeo, llevó el
estado de Israel a un nivel de esplendor jamás visto antes y no
repetido después. Su munificencia se extendió a ciudades
extranjeras como Beirut, Damasco, Antioquía y Rodas. Diestro en el
combate, experto cazador y muy buen atleta, Herodes patrocinó y
presidió los Juegos Olímpicos. Usó su influencia para proteger a las
comunidades judías en la Diáspora, y fue generoso con los
necesitados en todo el Mediterráneo oriental. Pero no pudo
establecer una dinastía duradera porque, conforme avanzaba su
vida, fue cayendo presa de una paranoia que convirtió al déspota
benevolente en un tirano.
No puede dudarse de que Herodes estaba rodeado de intriga y
conspiración. Su padre y su hermano tuvieron finales violentos, y él
tenía poderosos enemigos tanto entre la facción de judíos fariseos
que se resistían al gobierno de un extranjero al servicio del
emperador pagano de Roma, como entre los seguidores de los
Asmoneos que reclamaban el trono de Judea. Para aplacar a estos
últimos, Herodes se divorció de Doris, su novia de la juventud, y se
casó con Mariamna, la nieta del sumo sacerdote Hircano.
Al invadir Palestina, los partos habían tomado prisionero a
Hircano, liberándolo luego por la intercesión de los judíos que vivían
al otro lado del Éufrates. Alentado por el casamiento de su nieta con
Herodes, Hircano regresó a Jerusalén, donde fue inmediatamente
ejecutado por Herodes, no porque reclamara el trono, sino como
dice Josephus, «porque el trono era realmente suyo».10 Otro rival
potencial era el hermano de su esposa, Jonatán, a quien, con
diecisiete años, Herodes nombró sumo sacerdote. Pero cuando, en
ocasión de una fiesta, todos los asistentes lloraron de emoción al
ver a aquel joven acercándose al altar con su atuendo sagrado,
Herodes le ordenó a su guardaespaldas de las Galias que lo
ahogara.
Lo que pudo ser políticamente expeditivo, domésticamente fue
desastroso. Herodes se había enamorado profundamente de
Mariamna, quien, después del trato de Herodes a su hermano y su
abuelo, lo odiaba con la misma pasión. Sumado a ese resentimiento
estaba el desprecio de una princesa real judía por un árabe
advenedizo, lo que atormentaba a Herodes tanto como enfurecía a
su familia, en particular a su hermana Salomé. Haciendo el papel de
Yago con el Otelo de Herodes, Salomé convenció a su hermano de
que Mariamna le había sido infiel con su esposo, José. Herodes
ordenó la inmediata ejecución de ambos. Su paranoia se volvió
luego hacia los dos hijos que había tenido con Mariamna:
convencido de que estaban conspirando contra él, los hizo
estrangular en Sebaste en 7 a.C. Hacia el final de su vida, mientras
yacía agonizante con «una insoportable comezón en todo el cuerpo,
constantes dolores intestinales, hinchazón en los pies como de
hidropesía, inflamación de abdomen y putrefacción de los genitales
que le producía gusanos», le dijeron que su hijo mayor y heredero,
Antípatro, había planeado envenenarlo. Antípatro fue ejecutado por
el guardaespaldas de su padre. Cinco días más tarde, el mismo
Herodes expiraba.

No fueron sólo esas tragedias familiares las que hicieron un tirano


de un gran rey en potencia sino, más esencialmente, la tarea
imposible de reconciliar al pueblo elegido de Dios con el gobierno
pagano. En el momento de un censo realizado en 7 a.C., seis mil
fariseos se habían negado a jurar lealtad a Octavio, ya por entonces
el emperador Augusto; y poco antes de la muerte de Herodes, unos
cuarenta seguidores de dos rabinos de Jerusalén, reconocidos
como exponentes de la tradición judía, se habían descolgado con
sogas desde el tejado del templo para quitar un ídolo pagano, el
águila de oro que Herodes había colocado sobre la Gran Puerta del
Templo. Por ese acto los dos rabinos fueron arrestados y, por orden
de Herodes, quemados vivos.
Lo sucesores de Herodes tuvieron menos éxito que éste en
cuanto a mantener bajo control esa incipiente rebeldía. El
testamento de Herodes, modificado por él mismo varias veces,
disponía dividir su reino entre tres de sus hijos: Arquelao, Herodes
Antipas y Herodes Filipo. El emperador Augusto confirmó ese
arreglo, pero le negó el título de rey a Arquelao, nombrándolo
solamente etnarca (o gobernador) de Judea y Samaria, hasta que,
tras nueve años de gobierno incompetente, lo destituyó del cargo
desterrándolo a la ciudad de Viena, en Galia. Judea fue puesta bajo
la regencia directa del procurador romano; primero Coponio, luego
Valerio Grato y, en 26 d.C., Poncio Pilatos.
Esa disposición no aseguró la estabilidad de Palestina. Si bien la
aristocracia judía y el establishment saduceo hicieron lo posible para
contener el resentimiento de su gente, los pesados gravámenes
impuestos por los romanos y su insensibilidad hacia las creencias
religiosas de los judíos condujeron a esporádicas revueltas y,
finalmente, a una guerra abierta. Los insurgentes judíos tomaron
Masada y acabaron con la guarnición romana. En el templo,
Eleazar, el hijo del sumo sacerdote Ananías, convenció a los
sacerdotes de que abolieran los sacrificios ofrecidos por Roma y por
el César. Este gesto de desafío derivó en una insurrección general:
fue capturada la fortaleza Antonia y asesinado Ananías,
atrincherándose luego los romanos en las torres fortificadas del
palacio de Herodes. En Cesarea, la capital administrativa de los
romanos en la costa, los gentiles atacaron y masacraron la colonia
judía. Esa atrocidad enfureció a los judíos de toda Palestina,
quienes saquearon ciudades griegas y sirias como Filadelfia y Pella,
matando a sus habitantes en venganza.
En septiembre de 66 d.C., el legado romano en Siria, Cestio Galo,
salió de Antioquía con la Duodécima Legión para restaurar el orden
en Palestina. Los insurgentes judíos de Jerusalén se aprestaron a
resistir. Luego de algunas escaramuzas en las afueras de la ciudad,
Cestio ordenó retroceder. Su retirada se convirtió en una derrota
aplastante. Los judíos quedaron como dueños de su propia tierra y
comenzaron a organizar sus defensas contra el regreso de los
romanos.

En vista de la catástrofe que los abrumaría, parece sorprendente


que los judíos pensaran que podían desafiar el poder de Roma. Por
supuesto, hubo quienes «veían con toda claridad la calamidad que
se avecinaba y se lamentaban abiertamente»;11 pero la gran
mayoría estaba totalmente convencida de que el momento de su
destino había llegado. Ellos eran, después de todo, el pueblo
elegido de Dios, y desde sus primeros tiempos los profetas les
habían prometido no sólo la liberación, sino un liberador
mencionado como «el ungido» o, en hebreo, Messiah. Las
promesas de Dios a Abraham e Isaac habían sido que una salvación
de una clase no especificada llegaría a través de su progenie, pero
posteriormente ese concepto de salvación se había combinado con
la idea de un rey descendiente de David cuyo reinado sería eterno.
Iba a ser un héroe específicamente judío («Mirad que viene el
tiempo, dice el Señor, en que yo haré nacer de David un vástago, un
descendiente justo, el cual reinará como rey, y será sabio, y
gobernará la tierra con rectitud y justicia. En aquellos días suyos,
Judá estará a salvo, e Israel vivirá tranquilamente),12 pero cuya
soberanía sería universal («Y dominará de un mar a otro, y desde el
río hasta el extremo del orbe de la tierra [...] Lo adorarán todos los
reyes de la tierra, todas las naciones le rendirán homenaje»).13 Fue
la poderosa sensación de expectativa mesiánica lo que infundió
valor a los judíos de la Palestina del siglo i para desafiar el poder de
Roma.
La principal división entre los judíos se encontraba entre los
saduceos y los fariseos: los saduceos, el grupo dirigente que
controlaba el templo, eran menos exigentes en su interpretación de
la ley; los fariseos eran más estrictos, más radicales y austeros, y
usaban la tradición oral para imponer minucias legalistas en cada
aspecto de la vida judía. Una diferencia importante entre las
creencias de las dos escuelas tenía que ver con la otra vida: los
saduceos eran agnósticos; los fariseos insistían en la inmortalidad
del alma, la resurreción personal, y la recompensa divina por la
virtud o el castigo por el pecado en el mundo venidero.
Los fariseos eran los más ruidosos en su oposición al gobierno de
Roma; y entre los fariseos había sectas austeras y fanáticas como la
de los esenios, quienes vivían en comunidades cuasi-monásticas, y
los zelotes, una facción terrorista que despreciaba profundamente
no sólo a los romanos sino a todo judío que colaborase con ellos.
Enviaban asesinos conocidos como sicarios (de la palabra griega
sikarioi, que significa «hombres de la daga») a mezclarse entre la
multitud y ultimar a sus enemigos. Un contingente de zelotes
galileos refugiado en Jerusalén le hizo una guerra de clase a sus
anfitriones.

Su pasión por el saqueo era insaciable: saqueaban casas de


gente rica, asesinaban a los hombres y violaban a las mujeres
por deporte, y tomaban sus botines bañados en sangre; por
puro aburrimiento se entregaban desvergonzadamente a
prácticas afeminadas, adornándose el cabello y poniéndose
ropas de mujer, perfumándose y pintándose los ojos para estar
más atractivos. Copiaban no solamente la vestimenta sino
también las pasiones de las mujeres, y en su absoluta
asquerosidad inventaban placeres ilícitos; se revolcaban en el
barro, convirtiendo toda la ciudad en un burdel y
contaminándola con las prácticas más sucias. Pero, aunque sus
rostros eran de mujer, sus manos eran de asesinos; se
acercaban con andar amanerado y, luego, en un segundo, se
transformaban en hombres de combate: sacaban sus dagas de
debajo de sus túnicas teñidas y atravesaban a todo el que
pasara.14

Cuando el emperador Nerón recibió noticias de la derrota de


Cestio Galo, convocó a un veterano general, Vespasiano, y lo puso
al mando de las fuerzas romanas en Siria. Vespasiano envió a su
hijo Tito a Alejandría, donde buscaría a la Decimoquinta Legión para
reunirse con él en Ptolemaïs. Este ejército combinado entró en
Galilea y, con gran dificultad, redujo los bastiones mantenidos por
los judíos insurgentes, masacrando o esclavizando a sus habitantes.
Cada ciudad fue ferozmente defendida, en particular Jopata, al
mando de Josef ben-Matias, quien más tarde se pasó al bando
romano, cambió su nombre por el de Josephus y escribió la crónica
de este conflicto en su Guerra Judía.
En medio de esta campaña, el emperador Nerón fue asesinado3*,
y el mismo final tuvo Galba, su sucesor. Sobrevino entonces una
guerra civil entre los pretendientes al trono, Otón y Vitelio, de la cual
Vitelio salió victorioso. En Cesarea, las legiones repudiaron a Vitelio
y proclamaron emperador a Vespasiano. El gobernador de Egipto,
Tiberio Alejandro, lo apoyó, y lo mismo hicieron las legiones de Siria.
En Roma, los partidarios de Vespasiano derrocaron a Vitelio y
proclamaron a Vespasiano heredero del trono imperial. La noticia
alcanzó a éste en Alejandría, desde donde se embarcó a Roma
dejando a su hijo, Tito, la misión de consumar el sometimiento de los
judíos rebeldes.
Los reductos rebeldes eran entonces sólo un puñado de
fortalezas alejadas, y la ciudad de Jerusalén ya estaba sitiada por
las legiones romanas. La resistencia fue acérrima: cuando el
renegado Josephus recorrió los muros de la ciudad instando a sus
compatriotas a rendirse, recibió escarnio y malos tratos como
respuesta. Pero el hambre acosaba la ciudad y Josephus, que en su
historia quiso demostrar que la depravación de los rebeldes viciaba
la justicia de su causa, relata con cierta fruición cómo el hambre
llevaba a que las mujeres robaran a sus maridos, los hijos a sus
padres, y «lo más horrible de todo, las madres a sus criaturas,
quitándoles la comida de la boca; y mientras sus niños morían en
sus brazos, no dudaban en privarlos de los bocados que los
hubieran mantenido vivos». La culminación de ese comportamiento
antinatural fue la historia de una tal María, de la aldea de Bethezub,
que mató a su propio hijito y «luego lo cocinó y se comió una mitad,
escondiendo y guardando el resto».15
El resultado final no estaba en duda, pero cada sector de la
ciudad fue encarnizadamente disputado. Primero cayó la fortaleza
Antonia; el templo, sin embargo, aún resistía. Durante seis días los
arietes de las legiones romanas martillearon los muros del templo
sin hacer mella en los enormes bloques tan pulidamente labrados y
sólidamente unidos por los albañiles de Herodes. Igualmente
infructuoso fue un intento de minar la puerta norte. No queriendo
arriesgar más bajas en un asalto a fondo salvando los muros, Tito
ordenó a sus hombres incendiar las puertas. Los revestimientos de
plata se derritieron con el calor y la madera comenzó a arder. El
fuego se esparció hasta las columnatas, abriendo una brecha para
los soldados romanos por entre la mampostería en llamas. Era tal su
furia contra los judíos que los civiles fueron masacrados junto con
los combatientes. Según narra Josephus, quien tenía mucho interés
en exculpar a su protector ante los judíos en la Diáspora, Tito hizo
todo lo posible por salvar el Tabernáculo; pero sus hombres le
prendieron fuego. Así, lo que Josephus describe como «el edificio
más maravilloso jamás visto o conocido, tanto por su tamaño y
construcción como por la espléndida perfección de los detalles y la
gloria de sus lugares sagrados», fue destruido.

Tal era la solidez de sus fortificaciones y la determinación de sus


defensores, que a Tito y sus legiones le llevó seis meses capturar
Jerusalén: desde marzo hasta setiembre de 70 d.C. La población
fue prácticamente aniquilada. Aquellos que se habían refugiado en
las cloacas de la ciudad morían de hambre, o bien se mataban ellos
mismos, o eran aniquilados por los romanos al salir. Josephus
estimó que más de un millón de personas murieron en el sitio de
Jerusalén, siendo esclavizados todos los supervivientes. Tito dejó
una guarnición en la ciudadela y ordenó que el resto de la ciudad,
incluyendo lo que quedaba del templo, fuera arrasado. Retirándose
a Cesarea, celebró su cumpleaños el 24 de octubre viendo a
prisioneros judíos morir en la arena bajo las garras de animales
salvajes, o matándose entre sí, o quemados vivos. Cuando volvió a
Roma, Tito y Vespasiano, vistiendo túnicas escarlata, celebraron su
triunfo. Por las calles fueron arrastradas carretas cargadas con los
magníficos tesoros saqueados de Jerusalén, entre ellos el
candelabro de oro del templo, junto con columnas de prisioneros
encadenados. Cuando la procesión llegó al Foro, el líder
superviviente de los rebeldes judíos, Simón ben-Gioras, fue
ejecutado ceremoniosamente, tras lo cual los vencedores se
retiraron a disfrutar del suntuoso banquete preparado para ellos y
sus invitados.

En Palestina, bandas de insurgentes resistían aún en las


inexpugnables fortalezas de Herodes: Herodium, Machaerus y
Masada. Herodium cayó sin dificultad; Machaerus se rindió; pero
Masada seguía en manos de los zelotes al mando de Eleazar ben-
Jair, un descendiente de Judas Macabeo. En esa extraordinaria
fortaleza, construida sobre una aislada meseta montañosa a unos
cuatrocientos metros de altura sobre la costa oeste del mar Muerto,
había unas mil personas, entre hombres, mujeres y niños. El
gobernador romano, Flavio Silva, rodeó la fortaleza y construyó una
rampa para permitir que un ariete hiciera una brecha en el muro.
Los zelotes resistieron al principio, pero, cuando se hizo evidente
que los legionarios abrirían una brecha de un momento a otro,
Eleazar convenció a sus seguidores de que era mejor morir a manos
propias que ser asesinados por los romanos. Después de quemar
sus posesiones, cada padre mató a su familia; luego, se eligieron a
diez hombres al azar para matar a sus compañeros, y finalmente
uno de ellos, nuevamente elegido al azar, mató a los otros nueve
antes de quitarse a sí mismo la vida con su espada.

1 Alexander Jones (ed.), The Jerusalem Bible, Londres, 1966,


Génesis, 18:13, 14.
2 Ibíd., Génesis, 22:12-18.
3 Véase Paul Johnson, A history of the Jews, Londres, 1987, pp.
6-7.
4 Biblia, Éxodo, 32:1-6.
5 Ibíd., 2 Libro de los Jueces.
6 Ibíd., 1 Samuel, 15:19-20.
7 Ibíd., 2 Samuel, 11:14-15.
8 Josephus, The Jewish War, traducido y prologado por G. A.
Williamson, Londres, 1959, p. 40.
9 Citado en Robert S. Wistrich, Anti-Semitism: The Longest
Hatred, Londres, 1991, p. 8.
10 The Jewish War, p. 80.
11 Ibíd. p. 174.
12 Biblia, Jeremías, 23:5-6.
13 Ibíd., Salmo 72:8, 11.
14 The Jewish War, p. 225.
15 Ibíd., p. 319.

2* El autor reproduce las citas bíblicas de la edición de Alexander


Jones, The Jerusalem Bible, London, 1966. Para esta traducción,
seguiremos la versión castellana de F. Torres Amat, ed. Revista
Católica de El Paso, Texas, 1939. (N. del T.)
3* En el original, Nero was murdered. La historia tradicional
señala que Nerón se suicidó en el 68, tras huir de Roma. (N. del T.)
2

El nuevo templo

Las esperanzas de los judíos que vivían en Palestina respecto de


una nación independiente no se acabaron con la caída de Masada.
Unos sesenta años más tarde hubo una segunda rebelión contra el
gobierno de Roma, liderada por Simeón ben-Koseba4*, a quien el
rabino Aqibá reconocía como el Mesías prometido. Como antes,
inicialmente la revuelta tuvo éxito: las fuerzas del legado romano en
Judea, Tineio Rufo, fueron derrotadas. El emperador Adriano envió
entonces a Palestina al legado en Britania, Julio Severo, quien
recapturó Jerusalén en 134 d.C. La guerra continuó durante otros
dieciocho meses, hasta agosto del año 135, cuando Betar, el último
de los aproximadamente cincuenta bastiones en poder de los
insurgentes, cayó ante Severo y Simeón ben-Koseba fue asesinado.
Los romanos impusieron un duro castigo por esta segunda
rebelión. Los judíos cautivos fueron aniquilados o esclavizados.
Judea fue disuelta, convirtiéndose en la provincia de Siria-Palestina.
La ciudad de Jerusalén pasó a ser una colonia romana de la que se
excluyó a todos los judíos. En el Monte del Templo se construyeron
santuarios en honor al dios-emperador, Adriano, y a Júpiter, el padre
de todos los dioses.
No obstante, en ese momento había otros sitios en Jerusalén,
sagrados para otra religión, que el legado romano, Rufo, sentía que
debía esterilizar levantando allí templos paganos. En el terreno que
un siglo antes se había usado para ejecuciones públicas, y sobre
una tumba cercana, erigió templos a Júpiter, Juno y Venus, la diosa
del amor. Los lugares no tenían ninguna significación para el pueblo
judío, pero eran sagrados para los seguidores de otro pretendiente
al título de Mesías, Jesús de Nazaret o Jesús el Cristo.
Jesús ha sido una figura polémica durante los veinte siglos
transcurridos desde su vida y muerte, tanto hoy como en el pasado.
La enseñanza tradicional de la mayoría de las Iglesias cristianas es
que su llegada fue anunciada por los profetas de la nación judía, y
más específicamente por su primo, un famoso predicador llamado
Juan el Bautista; que fue concebido milagrosamente en el vientre de
una virgen; que nació en un pesebre en la aldea de Belén, que
predicó en Galilea y Judea, y que realizó una serie de milagros
espectaculares, el primero de ellos transmutar agua en vino en una
boda en Caná. Esos milagros incluyen muchos casos de curación
de enfermos, pero Jesús también demostró un poder sobrenatural al
caminar sobre el agua o al aplacar tormentas. Como Juan el
Bautista antes que él, llamó al arrepentimiento y advirtió sobre juicio
y castigo eterno para aquellos que murieran en pecado.
En contraste con la brutalidad que lo rodeaba en Palestina bajo la
ocupación romana, Jesús ensalzó la bondad y la simpleza: bendijo a
los pobres y a los mansos, y dijo que debemos aspirar a la sencillez
de un niño. Los valores que fomentó se oponían a aquellos de lo
que él llamaba «el mundo», esto es, la cultura del egoísmo y la
autoindulgencia. No debemos esforzarnos por alcanzar la riqueza, el
poder o el progreso social, sino ocupar el sitio más humilde en la
mesa. No debemos responder contra los actos de injusticia sino
«poner la otra mejilla» cuando nos golpean la cara. No era
simplemente una cuestión de pasividad: el odio de un enemigo debe
aceptarse con amor. Una y otra vez insistió en que la virtud no
residía en las observancias externas de la clase practicada por los
judíos, sino que dependía de nuestra disposición interna: de
nuestros sentimientos y fantasías, tanto como de nuestros actos.
Esta denigración del ritual y de la observancia religiosa, junto a
las afirmaciones de Jesús respecto a ser el Mesías y el Hijo de Dios,
a perdonar los pecados y a encarnar la única vía a la vida eterna,
fue considerada tanto blasfema como sediciosa por los líderes
judíos —los escribas fariseos y los ancianos saduceos— quienes
convencieron al procurador romano, Poncio Pilatos, de hacer
crucificar a Cristo. Después de expirar, Jesús fue bajado de la cruz y
sepultado en una tumba cercana, pero tres días más tarde, según
sus discípulos, resucitó de entre los muertos.
Desde nuestra perspectiva y considerándolo como un personaje
de una obra de ficción, la persona de Jesús como se la describe en
los Evangelios produce un fuerte efecto en el lector. A diferencia de
los libros del Antiguo Testamento, que demuestran la majestad de
Dios a través de «la complejidad de la vida, de las emociones y los
deseos, fuera del alcance del intelecto y del lenguaje», los
Evangelios son narraciones sobrias, virtualmente desprovistos de
caracterización, que sin embargo nos convencen «de que así y de
ninguna otra forma fue como fue».16 Para el crítico literario Gabriel
Josipovici, Jesús impresiona «como una fuerza, un torbellino que
arrastra todo lo que tiene por delante y obliga a quien se cruce en su
camino a reconsiderar su vida de raíz. Tiene acceso no tanto a una
sabiduría secreta como a una fuente de poder». Jesús habla con
extraordinaria seguridad y autoridad, aunque hace sobre sí mismo la
clase de afirmaciones que esperaríamos de un lunático. Sin
embargo, como señaló G. K. Chesterton, «él era exactamente lo que
un hombre con un delirio no es nunca: un buen juez. Lo que dijo fue
siempre inesperado; pero fue siempre inesperadamente magnánimo
y muchas veces inesperadamente moderado».17
¿Hasta qué punto son precisas, en términos históricos, estas
descripciones de Jesús? Los intentos de lograr una visión objetiva
suelen verse obstaculizados por el prejuicio a favor o en contra de la
religión cristiana. El erudito en temas bíblicos E. P. Sanders
considera posible llegar a un núcleo de verdad histórica.

Sabemos que empezó con Juan el Bautista, que tuvo


discípulos, que esperaba el «reino», que fue de Galilea a
Jerusalén, que hizo algo hostil contra el templo, que fue juzgado
y crucificado. Por último, sabemos que tras su muerte sus
seguidores experimentaron lo que describieron como la
«resurrección»: la aparición de una persona viviente pero
transformada que efectivamente había muerto. Ellos creyeron
eso, se entregaron a eso, y murieron por eso.18
Esa fe que profesaron a Jesús quienes lo conocieron demostró
ser contagiosa. «Cualquiera que sea la trascendencia atribuida en
última instancia al título de “el Cristo” —escribe Geza Vermes en
Jesus the Jew—, un hecho al menos es cierto: la identificación de
Jesús, no sólo con un Mesías sino con el Mesías esperado del
judaísmo, fue parte medular de la etapa más temprana de la
creencia cristiana.»19 Sin embargo, este Mesías no era un rey
guerrero que conduciría a los judíos al triunfo y a la ascendencia en
este mundo, sino algo mucho más profundo y paradójico: un chivo
expiatorio que mediante su sufrimiento confundiría a Satán y
vencería a la muerte.
Las predicciones más específicas acerca de este salvador, tan
distinto de lo que la mayoría de los judíos esperaban, se encuentran
en las profecías de Isaías hechas en el templo en 740 a.C. Dice
Dios en su visión: «He aquí mi siervo, yo estaré con él; mi escogido,
en quien se complace el alma mía.» Dios hará de él la «luz de las
naciones, para que mi salvación alcance los confines de la tierra»;
sin embargo, será «despreciado, y el desecho de los hombres,
varón de dolores, que sabe lo que es padecer; y su rostro, como
cubierto de vergüenza y afrentado; por lo que no hicimos ningún
caso de él. [Pero] Es verdad que él mismo tomó sobre sí nuestras
dolencias y pecados, y cargó con nuestras penalidades».20
En los Salmos, asimismo, encontramos la clase de lamento que
se repite muchos siglos más tarde en el sufrimiento de Cristo antes
de su crucifixión. «Estoy hecho el escarnio de ellos: me miran, y
moviendo sus cabezas me insultan.»21 Y en los Evangelios, los
evangelistas señalan muy específicamente los episodios de la vida
de Jesús que cumplen los vaticinios de los profetas. Cuando,
después de clavar a Cristo en la cruz, los soldados romanos se
reparten su ropa y echan suertes por la túnica sin costura, es,
señala san Juan, para cumplir el Salmo 21, versículo 19:
«Repartieron entre ellos mis vestidos, y sortearon mi túnica.»
Algunos eruditos contemporáneos sostienen un criterio escéptico y
consideran que los datos fueron agregados después de los hechos
para que concordaran con las profecías; que, por ejemplo, el
nacimiento de Jesús de Nazaret se estableció en Belén, no en
Nazaret, porque así fue la predicción del profeta Miqueas. El
historiador Robin Lane Fox, a pesar de la distancia temporal, tiene
suficiente confianza en sus estudios para determinar que «la historia
de Lucas es históricamente imposible e internamente incoherente...
Es, por lo tanto, falsa».22
¿Podemos descubrir algo acerca de Jesús a partir de otras
fuentes que no sean los Evangelios? Las únicas referencias
proporcionadas por un contemporáneo cercano se hallan en las
Antigüedades de Josephus, y en una versión de su Historia de la
guerra judía, probablemente escrita en arameo para lectores judíos
al otro lado del Éufrates. Esos pasajes son polémicos en sí mismos:
una teoría sostiene que fueron suprimidos de la edición griega
publicada en Roma para no malquistar al emperador Domiciano,
quien en ese momento estaba persiguiendo a los cristianos; otra,
que son interpolaciones fraguadas muchos años más tarde por
monjes bizantinos. Sea como fuere, un pasaje discutido de las
Antigüedades de Josephus se cita en la primera historia de la Iglesia
cristiana, escrita por Eusebio de Cesarea en el siglo IV; por su parte
—e improbablemente si fueron agregados por monjes cristianos—
los pasajes de La guerra judía dicen tanto de Juan el Bautista como
de Jesús. Juan es «una criatura extraña, en nada parecida a un
hombre». Su cara es «como la de un salvaje». «Vivía como un
espíritu desencarnado... llevaba pelo de animal sobre las partes del
cuerpo no cubiertas por el suyo propio.»
Jesús, registró Josephus, era notable por sus milagros: «Obraba
milagros tan portentosos y sorprendentes que en principio no puedo
tenerlo por un hombre; pero viendo su parecido con nosotros, no
puedo tenerlo tampoco por un ángel...» Josephus describe cómo:

Mucha gente común iba a escucharlo y seguía sus enseñanzas.


Se esperaba con impaciencia que les permitiera a las tribus
judías librarse del yugo romano... Cuando veían su capacidad
para hacer lo que quisiera con una palabra, le pedían que
entrase en la ciudad, aplastase a las tropas romanas y se
convirtiera en rey; pero él no les prestaba atención.23

Según Josephus, los líderes judíos sobornaron al gobernador


romano de Judea, Poncio Pilatos, para que los dejara crucificar a
Jesús porque tenían envidia de su popularidad. También relata que,
en el momento mismo de la ejecución de Cristo, el velo del templo
«se rasgó repentinamente de arriba abajo»; y, en su minuciosa
descripción del templo, Josephus menciona una inscripción que
decía «Jesús, el rey que nunca reinó, fue crucificado por los judíos
porque predijo el fin de la ciudad y la completa destrucción del
templo».24
Encontramos la misma profecía en los Evangelios. «Como
algunos de sus discípulos dijesen del templo que estaba fabricado
de hermosas piedras y adornado de ricos dones, replicó: Días
vendrán en que todo esto que veis será destruido de tal suerte que
no quedará piedra sobre piedra, que no sea demolida.»25 Más
audazmente, en el Evangelio de san Juan, Jesús sugiere que el
templo, una vez destruido, subsistirá en él. «Destruid este templo, y
yo en tres días lo reedificaré»,26 una declaración que fue
considerada blasfema y que más tarde se usó para acusarlo. «Y
dijeron: “Éste dijo: Yo puedo destruir el templo de Dios y reedificarlo
en tres días.”»27
Una vez más, hay teorías opuestas sobre las predicciones de
Cristo en cuanto a que no sólo el templo sería destruido sino
también Jerusalén. Los cristianos creen que eso explica por qué la
incipiente comunidad cristiana de Jerusalén se trasladó a Pella
antes de que los romanos sitiaran la ciudad; los escépticos sugieren
que esas «profecías» fueron agregadas por los evangelistas
después de los hechos. Lo que resulta claro, sin embargo, es que
los primeros cristianos consideraron que la destrucción del templo
de Jerusalén fue tanto una parte necesaria de la nueva alianza entre
Dios y el hombre, como un castigo de Dios por el repudio judío a su
único hijo engendrado. Después del pasaje que he citado
anteriormente, donde se describe a una madre devorando a su
propio hijo durante el sitio de Jerusalén, Eusebio, el primer cronista
cristiano, añade:

Tal fue la recompensa por el injusto y perverso trato que dieron


los judíos al Cristo de Dios... Después de la pasión del
Salvador, y los gritos con que la turba judía pedía por el indulto
del bandido y asesino [Barrabás], y reclamaba que el Autor de
la Vida fuera eliminado de entre ellos, el desastre recayó sobre
toda la nación.28

Desde la perspectiva del siglo XX, que ha conocido un intento de


exterminio del pueblo judío más despiadado y sistemático que el
emprendido bajo los regímenes de Vespasiano y Adriano, es difícil
no ver ese juicio como una de las fuentes de antisemitismo en el
estilo de los Evangelios mismos. San Mateo, por ejemplo, hace
protestar a Poncio Pilatos: «Inocente soy yo de la sangre de este
justo, allá os lo veáis vosotros.» Y pone la respuesta en boca del
pueblo: «Recaiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros
hijos.»29 Pero esto no significaba, hasta donde se puede juzgar, una
condena a los judíos como raza, del tipo que encontramos en el
culto de la limpieza de sangre de la España del siglo XVI, o en las
teorías raciales de un Houston Stewart Chamberlain en el siglo XIx.
El prejuicio racial burdo parece notablemente ausente tanto en la
antigüedad como en la Edad Media. Después de todo, los discípulos
de Cristo, los apóstoles y los evangelistas eran todos judíos.
La enemistad que surgía entre judíos y cristianos no era racial
sino religiosa y, dadas las divergencias inherentes, es difícil ver
cómo podría haberse evitado. La destrucción del templo, que Cristo
predijo, era más que un hecho físico; era una metáfora del deceso
del judaísmo. Dios había elegido al pueblo judío como una crisálida
para el Mesías: una vez nacido éste, el pueblo había servido a sus
fines.
Resulta muy evidente, a partir de los Evangelios, que la situación
fue bien comprendida por los líderes judíos del Sanedrín en aquel
momento. Si su temor de que Cristo provocase a los romanos fue o
no sincero (dada la renuencia de Pilatos a involucrarse,
probablemente no lo fue), su alarma ante la creciente popularidad
de Jesús parece razonable, considerando la importancia de su
enseñanza. Pueden haber sido demasiado optimistas al creer que la
misma moriría con él; pero si ése fue su juicio, entonces no es
irracional que el sumo sacerdote Caifás decidiera que «os conviene
el que muera un solo hombre por el bien del pueblo, y no perezca
toda la nación».30
Las palabras de Jesús, no obstante, no murieron con él: por el
contrario, fueron aceptadas por un número cada vez mayor de
judíos. Dejando de lado la cuestión de si Cristo resucitó o no de
entre los muertos, o de si un «espíritu santo» descendió sobre el
resto de sus seguidores en forma de lenguas de fuego, no hay duda
de que la crucifixión de Jesús de Nazaret no disuadió a sus
discípulos de predicar abiertamente que él era «Señor y Cristo».
Resulta igualmente claro que los líderes judíos hicieron lo posible
por reprimir este naciente movimiento de judíos sediciosos. Pedro
fue arrestado; Esteban, lapidado. Herodes Agripa I, el nieto de
Herodes el Grande, ordenó decapitar al apóstol Santiago el Mayor,
el hermano de san Juan Evangelista. Sólo los poderes reservados
por el procurador romano inhibieron una persecución generalizada;
pero en 62 d.C., durante el breve interregno entre la muerte de
Porcio Festo y la llegada de Lucceo Albino, el sumo sacerdote Anán
condenó a un segundo apóstol llamado Santiago, conocido como
«el hermano del Señor», a ser arrojado desde los muros del templo
y apaleado hasta morir.
La verdadera bête noire para los líderes judíos, sin embargo, no
fue ninguno de los doce apóstoles originales de Cristo, sino Pablo
de Tarso, un hombre que nunca había visto a Jesús y que era
vehemente en su persecución de los cristianos; hasta que, durante
un viaje a Damasco con órdenes firmadas por el sumo sacerdote de
arrestar cristianos, Jesús se le apareció en una visión y lo designó
como «instrumento elegido por mí para llevar mi Nombre y
anunciarlo delante de todas las naciones, y de los reyes, y de los
hijos de Israel».31 Pablo no sólo fue un renegado, sino que llevó un
paso más allá el repudio del judaísmo, al insistir en un punto que no
era muy claro para los apóstoles originales; concretamente: que se
podía ser cristiano sin haber sido antes judío.
La controversia acerca de Pablo continúa hasta hoy. Se lo acusa
de inventar el cristianismo, elevando y convirtiendo a «un exorcista
galileo» en el fundador de una religión universal.32 La animosidad
de los líderes judíos de la época hacia su figura, sin embargo, fue
provocada por el notable éxito que tuvo en sus viajes de prédica por
el Imperio romano. Las cartas que Pablo escribió a quienes había
convertido en ciudades, como Efeso, Corinto y Roma, muestran un
gran respeto por la tradición judía, pero una inflexible insistencia en
que la Ley Mosaica era ahora redundante, en que sólo podemos ser
salvados por la fe en Cristo.
Este repudio radical de la raison d’être de los judíos enojó a
muchos de sus compañeros judíos volcados al cristianismo; y no fue
inmediatamente aceptado por la Iglesia de los primeros tiempos.
También fue usado en contra de Pablo por los líderes judíos que lo
llevaron ante Galión, el procónsul de Acaya, acusándolo de
persuadir a la gente «que dé a Dios un culto contrario a la ley». Con
una exasperación similar a la de Pilatos, Galión desechó los cargos:
«Si se tratase verdaderamente de alguna injusticia o delito, o de
algún enorme crimen, sería razón, ¡oh, judíos!, que yo admitiese
vuestra delación; mas si éstas son cuestiones de palabras, y de
nombres, y cosas de vuestra ley, allá os la hayáis, yo no quiero
meterme a juez de esas cosas.»33
De regreso a Jerusalén, Pablo fue arrestado nuevamente y
llevado ante el Sanedrín; pero, alegando sus derechos como
ciudadano romano, fue puesto bajo la protección de un tribuno
romano, Claudio Lisias. Comprendiendo que no podían librarse de él
por medios legales, un grupo de judíos planeó asesinarlo; pero
Lisias fue informado del complot y envió entonces a Pablo a
Cesarea, escoltado por setenta hombres a caballo y doscientos
soldados de infantería. Allí, Pablo compareció ante el legado Félix
junto con sus acusadores: el sumo sacerdote Ananías con algunos
ancianos y un orador o abogado llamado Tértulo, quien lo acusó de
confundir y perturbar «a todos los judíos» y de ser «el caudillo de la
sediciosa secta de los nazarenos».34 Pablo reclamó su derecho,
como ciudadano romano, de apelar ante el César, y Félix, por ello, lo
envió encadenado a Roma.

De acuerdo con la tradición cristiana, Pablo fue finalmente


decapitado en Roma, no a raíz de los cargos presentados por los
líderes judíos, sino víctima de la primera persecución de cristianos
emprendida por los romanos bajo el gobierno de Nerón, en 67 d.C.
El historiador romano Cornelio Tácito consideró que ese primer
ataque a los cristianos no fue el producto de una política meditada
del gobierno imperial, sino un antojo del emperador Nerón. Tras el
incendio que en julio del año 64 había quemado gran parte de la
ciudad de Roma, Nerón desvió la sospecha que pesaba sobre él de
haber sido el causante del fuego, culpando a los seguidores de
aquella problemática secta. A la inicial ejecución de los sospechosos
siguió una redada general de cristianos que fueron asesinados de
diversas y refinadas maneras: los hombres eran clavados a cruces,
cubiertos de alquitrán y quemados, o envueltos en pieles de
animales para ser desgarrados y devorados por perros.
Aunque Tácito pensaba que la crueldad de Nerón iba demasiado
lejos, y que de hecho provocaba compasión entre la ciudadanía, no
dudaba de que los cristianos merecían «extremo y ejemplar castigo»
por su «odio a la humanidad». Su desdén por el mundo material, su
negativa a portar armas o a intervenir en los ritos paganos de mayor
o de menor importancia, que eran parte integral de la vida romana,
las reuniones secretas y las oscuras ceremonias donde «comían» a
su dios y, sobre todo, la creencia de que sus vecinos paganos
estaban destinados al tormento eterno mientras que ellos
heredarían eterna felicidad, tenían sobre los romanos el efecto
similar al del separatismo de los judíos.
El número de judíos, sin embargo, era una cantidad conocida, y
se los consideraba un pueblo, no una secta. Una vez sofocada la
revuelta en Palestina, los privilegios que tenían previamente —los
derechos a celebrar en las sinagogas, circuncidar a los hijos
varones y descansar el Sabbat— fueron restablecidos. Por el
contrario, el separatismo de los cristianos se juzgaba no sólo
ofensivo sino sedicioso y, por consiguiente, durante los dos siglos y
medio posteriores fueron intermitentemente reprimidos. «Cualquiera
sea el principio de su conducta —escribió Plinio el Joven—, su
inflexible obstinación parecía merecedora de castigo.»35 Así es que,
en su carácter de oficial del gobierno imperial, Plinio, cuyos escritos
lo muestran como un hombre benévolo, culto y magnánimo, ordenó
la ejecución de aquellos que profesaban la religión cristiana.

«Cuanto más nos segan, más crecemos», escribió Tertuliano, un


autor cristiano del siglo II, «la sangre de los mártires será la
semilla». Aunque hubo sin duda un número de apóstatas que,
debiendo elegir entre ser despedazados por los leones y tigres en la
arena o rociar con un poco de incienso un altar consagrado a Zeus,
eligieron esto último, la sostenida persecución de cristianos no
impidió el crecimiento de la Iglesia. Lejos de rehuir el martirio,
muchos lo abrazaron como una imitación del sufrimiento de Cristo.
Al ser arrestado, Ignacio, el tercer obispo de Antioquía, prohibió a
sus seguidores hacer nada para salvarlo e imploró a los romanos
que lo arrojaran a los leones. «Que las bestias sean mi sepulcro, y
no dejen nada de mí.» Policarpo, el obispo de Esmirna, fue más
juicioso pero igualmente inflexible cuando debió elegir entre adorar
al César o morir quemado. «El fuego arde una hora y se extingue
rápidamente —le dijo al gobernador romano Tito Cuadrado—, pero
tú no sabes nada sobre el fuego del próximo juicio, y ni del eterno
castigo reservado a los malvados», tras lo cual Tito firmó la
sentencia y «las multitudes fueron corriendo a buscar maderos y
leña a los talleres y baños públicos, los judíos sumándose como
siempre con más entusiasmo que los demás».36
Esas atrocidades se repitieron en todos los rincones del Imperio.
En Frigia (Asia Menor) una aldea fue rodeada por legionarios:

Que luego le prendieron fuego destruyéndola por completo,


junto con toda su población —hombres, mujeres y niños—
mientras ésta invocaba a Dios Todopoderoso. ¿Y por qué?
Porque todos los habitantes, sin excepción —el alcalde mismo y
los magistrados, con todos los oficiales y la población entera—
se declaraban cristianos y se negaban rotundamente a
obedecer la orden de cometer idolatría.37

La persecución fue particularmente dura en dos ciudades


romanas sobre el Ródano, Vienne y Lyon. Primero se indujo a los
sirvientes paganos a acusar a sus amos cristianos de orgías
incestuosas y canibalísticas, para poner a la población en contra de
éstos; luego se inflingieron las muertes más atroces a aquellos que
no abjurasen de Cristo y adoraran a los dioses paganos. Fueron
sometidos a tortura no sólo los líderes de la comunidad, como el
obispo Potino, sino también sus miembros más humildes. En
Vienne, una sirvienta, Blandina, bastante simple quizás («a través
de ella, Cristo demostró que las criaturas que el hombre considera
humildes, sin encanto y despreciables, son dignas de la mayor gloria
a los ojos de Dios»), fue tan resistente que «los que se encargaron
por turnos de someterla a toda clase de torturas, desde la mañana
hasta la noche, quedaron exhaustos por el esfuerzo y se confesaron
derrotados: no se les ocurría qué más hacerle». Por último,
«después de los azotes, después de las bestias, después del hierro
candente, la pusieron finalmente en una cesta y la arrojaron a un
toro».38
En el siglo XIx, Friedrich Nietzsche menospreciaría el cristianismo
por seducir a sirvientes como Blandina y, sobre todo, al enorme
número de esclavos para quienes la convicción de paridad espiritual
compensaba su falta de valía cívica. Sin embargo, la aceptación del
cristianismo no se limitó a los estratos iletrados; alcanzó a las
familias de los senadores e incluso a los emperadores. Magníficos
filósofos y eruditos como Justino, Orígenes, Tertuliano y Clemente
de Alejandría no sólo abrazaron el cristianismo sino que, con sus
escritos, profundizaron en la comprensión eclesiástica de la creencia
cristiana. Orígenes purgó las escrituras de los Evangelios apócrifos
y estableció la autenticidad del Nuevo Testamento como lo
conocemos hoy. A Apolonio, descrito por Eusebio como «uno de los
más distinguidos por conocimiento y filosofía de entre los cristianos
de la época», se le concedió una audiencia ante el Senado romano,
que no obstante lo condenó a decapitación porque no era posible
ningún otro veredicto según el estatuto: «Es ilegal que exista un
cristiano.»
Antes de su arresto, Apolonio había refutado enérgicamente la
herejía de un tal Montano, quien le negaba autoridad a la Iglesia
para absolver a penitentes de pecados graves. Esa herejía fue sólo
una de las muchas que, desde sus primeros tiempos y a lo largo de
su historia, plagarían la Iglesia cristiana. Ya el apóstol Pedro había
advertido: «Verdad es que hubo también falsos profetas en el
antiguo pueblo de Dios; así como se verán entre vosotros maestros
embusteros, que introducirán con disimulo sectas de perdición...»,39
y Pablo de Tarso condenó a los gnósticos y a los docetistas en su
Epistola a los Colosenses. Ignacio de Antioquía usaba la palabra
«hereje» como un término de enconado reproche. Tertuliano —
quien, irónicamente, se uniría más tarde a los montanistas— definió
como hereje a alguien que pone su propio juicio por encima del de la
Iglesia, ya sea fundando una secta o uniéndose a una que se desvía
en su enseñanza de las doctrinas que los apóstoles recibieron de
Cristo.
Para refutar las falsas enseñanzas, los sucesores de los
apóstoles celebraron concilios; el primero en Jerusalén, en 51 d.C.,
otro en Asia Menor, cincuenta años más tarde. Cada uno de esos
«obispos» tenía autoridad dentro de su propia comunidad,
otorgándose preeminencia a los prelados de las ciudades
principales del Imperio —Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Roma—,
los patriarcas de la religión naciente. El primero entre iguales, entre
esos obispos y patriarcas, fue el sucesor de Pedro, el apóstol que
había presidido la comunidad cristiana de Roma. Clemente,
consagrado obispo por Pedro, según se cree, escribió en el 96 para
resolver una disputa en la Iglesia de Corinto. Víctor, obispo de Roma
hacia finales del siglo II, dictaminó la fecha para la celebración de la
Pascua y excomulgó a un vendedor de cueros llamado Theodotus,
quien enseñaba que Jesús había sido un hombre normal.
Víctor es también el primer obispo del que se sabe que tuvo
tratos con la casa imperial: le entregó a Marcia, la amante cristiana
del emperador Cómodo, una lista de cristianos condenados a las
minas de Cerdeña y consiguió su liberación. Cómodo, el hijo de
Marco Aurelio, aunque deficiente como gobernante, toleró a los
cristianos por influencia de Marcia. Las persecuciones se
reanudaron con su sucesor, Septimio Severo. Fueron discontinuas,
dependiendo del parecer del emperador de turno: algunos de los
más sagaces e ilustrados, como los emperadores Antoninos y
Marco Aurelio, fueron rigurosos en la represión de cristianos; y se
volvieron despiadadas en tiempos de Maximino, Decio y sobre todo
Diocleciano, quien en 303 se embarcó en la que iba a llamarse «La
gran persecución», que sólo cesó cuando Diocleciano abdicó y se
retiró a su palacio de Spalato, en la costa dálmata.

Antes de su retiro, Diocleciano, considerando que el Imperio


romano era demasiado grande para ser gobernado por un solo
hombre, había reformado la administración del territorio dividiéndolo
en cuatro partes e introduciendo la tetrarquía de augustos y césares.
Uno de ellos, Constancio Cloro, asumió el gobierno del sector norte
del Imperio, que incluía a Britania y Galia. Cuando Diocleciano
abdicó en 305, Cloro quedó como el césar occidental de más
jerarquía, pero murió en York un año más tarde. Su hijo Constantino
fue proclamado emperador por las legiones de Britania y, tras una
serie de victorias sobre los pretendientes rivales, estableció su
dominio sobre todo el Imperio.
Constantino creía que había llegado al poder con la ayuda del
Dios de los cristianos. En la víspera de la decisiva batalla contra el
emperador rival Majencio en el puente Milvio, cerca de Roma, se le
dijo en un sueño (o posiblemente una visión) que grabara un
monograma cristiano en los escudos de sus soldados: «Con este
signo vencerás.» Durante el gobierno de su padre, Cloro, las
persecuciones habían sido poco estrictas en las provincias
occidentales; ahora cesaron por completo en todo el Imperio. Con el
edicto de Milán, en 313, todos los edictos penales contra los
cristianos quedaron rescindidos; los cautivos cristianos fueron
liberados y se les restituyeron sus bienes. Pero la política de
Constantino con los cristianos sobrepasó la mera tolerancia.
Nombró a obispos como asesores de su gobierno, permitiéndoles
utilizar el servicio postal imperial, un privilegio invalorable en una
época en que los viajes por tierra eran peligrosos y caros. Una ley
de 333 ordenaba a los oficiales imperiales hacer cumplir las
decisiones de los obispos y aceptar el testimonio de los obispos
sobre el de otros testigos. Constantino donó la propiedad imperial de
Letrán al obispo de Roma como solar para una basílica, y promulgó
leyes que otorgaban al clero cristiano privilegios e inmunidades
legales «porque cuando tienen libertad para rendir supremo servicio
a la Divinidad, es evidente que confieren gran beneficio a los
asuntos de estado». Disfrutaba de la compañía de los obispos
cristianos, los llamaba sus hermanos, los entretenía en la corte y, si
en pasadas persecuciones habían sido azotados y mutilados,
besaba reverentemente sus cicatrices.
Como Herodes, Constantino padeció la tragedia en su familia. Su
segunda mujer, Fausta, acusó a Crispo, hijo del emperador con su
primera esposa, de hacerle insinuaciones impropias. Crispo fue
ejecutado antes de que Elena, la madre de Constantino, pudiera
demostrarle al emperador la falsedad de los cargos. Fausta fue
asfixiada entonces en un baño con vapor hirviente.
Tras esta tragedia, Elena —convertida al cristianismo por
Constantino— partió en un viaje penitencial a Palestina. Constantino
había ordenado allí la demolición de los templos y la construcción de
iglesias en Belén, el sitio donde había nacido Jesús, y en Jerusalén,
en el lugar de su crucifixión y sobre la tumba de la que había
resucitado. Durante las excavaciones, se descubrió una cruz con la
inscripción: «Jesús de Nazaret, rey de los Judíos.» Fuera o no la
cruz que pretendía ser, o una falsificación presentada como
auténtica a una anciana crédula, Elena y los fieles cristianos la
aceptaron como la suprema reliquia de su Salvación; y, una vez
terminada la obra, fue colocada en la iglesia levantada sobre el
Santo Sepulcro.
La conversión de Constantino fue de trascendental importancia
para el cristianismo. Igualmente significativo para el futuro del
Imperio fue su decisión de trasladar la capital de Roma a Bizancio,
en el Bósforo. Era evidente desde hacía tiempo que Roma estaba
mal emplazada como centro estratégico de un estado cuyas
fronteras más vulnerables y cuyas provincias más prósperas se
hallaban en el este. Los emperadores habían pasado a ser, primero
y antes que nada, comandantes militares, y ni su poder ni su
legitimidad dependían ya del Senado y el pueblo de Roma. Bizancio,
con su posición estratégica entre Europa y Asia, el mar Negro y el
Mediterráneo, y su puerto natural conocido como el Cuerno de Oro,
era perfecta para ese rol. En 324, a menos de tres semanas de su
victoria sobre Licinio —uno de sus rivales— en la cercana
Crisópolis, Constantino sentó las bases de esta «nueva Roma». La
ciudad, ya ampliada por uno de sus predecesores, Septimio Severo,
fue triplicada en tamaño, dotada de magníficos edificios públicos
como el Hipódromo —comenzado durante el gobierno de Severo—,
un palacio imperial, baños y salones públicos, y calles adornadas
con numerosas estatuas retiradas de otras ciudades. Ciudadanía
plena y pan gratis fueron ofrecidos como incentivo para el
asentamiento de pobladores, adoptándose una política de tolerancia
hacia paganos y judíos.
Rebautizada con el nombre de Constantinopla en honor a su
fundador, la ciudad se convirtió en centro de la religión cristiana. El
emperador hizo construir una serie de grandes iglesias y, en 381,
Constantinopla pasó a ser sede de un patriarca que se sumó al de
Roma, Antioquía, Alejandría y, más tarde, Jerusalén. Constantino
apeló a que muchos de los primeros concilios de la Iglesia se
celebrasen en Constantinopla o en ciudades cercanas, como Nicea
o Calcedonia.

La supremacía del cristianismo no estaba asegurada todavía.


Durante el reinado del sobrino de Constantino, Juliano, conocido
más tarde como «el Apóstata», se reimplantó el paganismo y la
Iglesia fue sometida a una especie de persecución renovada.
Significativamente, una de las medidas ordenadas por Juliano para
fastidiar a los cristianos, a quienes llamaba «los galileos», fue la
reconstrucción del templo de Jerusalén; pero calamidades naturales
(consideradas por los cristianos intervenciones milagrosas) frenaron
el proyecto, que fue abandonado a la muerte del emperador en 363.
Juliano fue el último de los emperadores paganos. Bajo el
gobierno de su sucesor, Joviano, la Iglesia fue restituida a la
posición privilegiada que había tenido en tiempos de Constantino, y
se volvió tan intolerante con el paganismo como lo había sido el
paganismo con la fe cristiana. Ya Constancio, el hijo de Constantino,
había hecho cerrar los templos paganos, prohibiendo los sacrificios
a dioses paganos bajo pena de muerte. Ahora la prohibición se hizo
absoluta y las ceremonias paganas se celebraban solamente en
secreto, a menudo bajo la forma de carnavales o festejos
estacionales. Abandonados, los viejos templos se convirtieron en
ruinas o fueron destruidos.
La misma intolerancia se mostró hacia los judíos. Tras haber
instigado la persecución pagana de cristianos, y haber apoyado la
contrarreforma de Juliano el Apóstata, estaban ahora sometidos a la
opresión de las leyes imperiales y al acoso de las turbas cristianas.
El emperador Teodosio, el último en gobernar un imperio íntegro,
promulgó un decreto en 380 prescribiendo para todos los súbditos la
obligatoriedad del credo niceno. Aunque dirigido tanto contra los
cristianos heréticos como contra los paganos y judíos, fomentó
excesos entre los fanáticos cristianos. En el 388, una turba cristiana
incendió la sinagoga judía de Callinicum, sobre el río Éufrates.
Teodosio ordenó su reconstrucción con dinero cristiano, pero fue
persuadido por Ambrosio, el arzobispo de Milán, de rescindir la
orden. «¿Qué es más importante —le preguntó el prelado al
emperador—, la muestra de disciplina o la causa de la religión?»40
Otra demostración de la clase de poder ejercido en ese momento
por los obispos tuvo lugar dos años más tarde, cuando un concilio
de la Iglesia, a instigación de Ambrosio, condenó una masacre
punitiva en Tesalónica ordenada por Teodosio, y el emperador sólo
fue readmitido en la comunión después de hacer penitencia pública.
Ambrosio, el arzobispo de Milán, demuestra cómo, si bien Roma
se volvió cristiana, el cristianismo se volvió romano al adoptar un
sistema de administración y un cuerpo legal como los del Imperio, y
al emplear el mismo personal. Ambrosio era hijo de un prefecto
romano miembro de la clase senatorial. Se había educado en Roma
y trabajó como funcionario público, sirviendo hacia el 371 como
gobernador de las provincias de Emilia y Liguria, cuya cabecera
administrativa se hallaba en ese tiempo en Milán. En 373, mientras
actuaba de mediador en una discutida elección episcopal, resultó
inesperadamente elegido él mismo como obispo, por aclamación
popular. Si bien su familia era cristiana, aún no se había bautizado.
Fue admitido en la Iglesia el 24 de noviembre y ordenado sacerdote
y consagrado obispo el 1 de diciembre.

Fueron los sermones de Ambrosio, pronunciados en Milán, los


que convencieron a un joven profesor de retórica, Agustín, de
hacerse cristiano. Hijo de un padre pagano y una madre cristiana,
ambos de origen bereber, Agustín vivió en el norte de África hasta
mudarse a Milán. Los rasgos más destacados de su juventud fueron
la curiosidad intelectual y la licencia sexual. En una época seguidor
del maniqueísmo, la creencia de que Dios y el Demonio son poderes
iguales —Dios, el creador del espíritu; el Demonio, de la materia— y
más tarde neoplatonista, fue convencido por Ambrosio de la verdad
de la doctrina cristiana. Pero era ambicioso, y tenía un fuerte apetito
sexual. Abandonó a la que era su amante desde hacía muchos
años, con la que había tenido un hijo, ante la perspectiva de un
matrimonio ventajoso; y mientras esperaba que su novia alcanzase
la mayoría de edad, tuvo aventuras con una serie de mujeres. Su
amor por las mujeres había sido siempre un impedimento para su
conversión. De adolescente le había pedido a Dios: «Concédeme
castidad y continencia, pero no todavía.» Había temido que Dios le
concediera su ruego demasiado pronto: «Que pudieras curarme
demasiado rápido de la enfermedad de la lujuria, que yo prefería
satisfacer más que reprimir.»41 Entrado ya en sus treinta, los «viejos
amores» de Agustín lo frenaban. Se hallaba en un estado de
indecisión paralizante cuando una tarde, en el jardín de su
residencia, oyó una voz etérea («como la de un niño») que repetía
«toma y lee, toma y lee». Abrió al azar las Escrituras y su vista cayó
en un pasaje de la Epístola de San Pablo a los romanos: «Andemos
con decencia y honestidad, como se suele andar durante el día; no
en comilonas y borracheras, no en deshonestidades y disoluciones,
no en contiendas y envidias; mas revestíos de nuestro Señor
Jesucristo, y no busquéis cómo contentar los antojos de vuestra
sensualidad.»42
Agustín fue bautizado por Ambrosio en 387 y regresó al norte de
África, donde se ordenó sacerdote. Al principio vivió en una
comunidad monástica, pero cinco años más tarde fue nombrado
obispo de Hipona. Pasó los treinta y cinco años restantes de su vida
cumpliendo sus deberes de obispo diocesano y escribiendo obras
de suprema importancia para el futuro de la Iglesia. Como veremos
cuando lleguemos a la fundación de los Templarios, fue la regla
establecida por Agustín para su comunidad la que adoptó
inicialmente la Orden; y fue la teoría agustiniana de la guerra justa la
que se usó para defender las cruzadas.

Hubo otros dos acontecimientos cruciales en tiempos de


Ambrosio y Agustín que conformarían la Europa de la Edad Media.
El primero fue la división del Imperio romano en dos. La mitad
oriental pasó a ser el Imperio bizantino y, con el tiempo, abandonó el
uso del latín reemplazándolo por el griego. La mitad occidental era
gobernada teóricamente desde Roma, aunque a veces lo fue desde
Milán o Ravena. La línea de demarcación era el mar Adriático y una
línea que atraviesa la antigua Yugoslavia, y que aún hoy sigue
siendo problemática.
Ambos imperios estaban constantemente en guerra con las tribus
y pueblos al otro lado de sus fronteras: en Asia, los persas; en
Europa, al otro lado del Danubio y del Rin, las tribus bárbaras de los
sármatas, ostrogodos, visigodos, francos, burgundios, alamanes,
cuados, vándalos; y, detrás de ellos, empujando desde las estepas
por razones desconocidas, la feroz tribu de los hunos.
La frontera no pudo sostenerse, pero lo que más tarde se
describiría como la «caída» del Imperio romano no fue una única y
drástica derrota, ni tampoco una secuencia de derrotas de los
ejércitos imperiales seguida por una colonización sistemática de los
bárbaros victoriosos. «Esas invasiones no fueron incursiones
incesantes y destructivas; y, menos aún, campañas de conquista
organizadas. Fueron más bien una “fiebre del oro” de inmigrantes de
los países subdesarrollados del norte a las ricas tierras del
Mediterráneo.»43
A algunas tribus, como los francos y los alamanes, ya se les
había permitido asentarse dentro de las fronteras del imperio en la
Galia nororiental; y a los ostrogodos y greutingos, empujados al
oeste por los hunos, se les permitió instalarse en Tracia. Los
llamados «bárbaros» llegaron a incorporarse al ejército romano e
incluso a comandarlo. Un romano de origen vándalo, Estilicón, se
casó con la sobrina del emperador Teodosio y se hizo cargo del
Imperio a su muerte. Pero era una época de violencia, confusión y
desorden, en que hordas asustadas y a menudo hambrientas
recorrían Europa en busca de seguridad y comida. En 406, los
vándalos y suevos, seguidos por los burgundios y alamanes,
cruzaron el Rin y entraron en la Galia huyendo del avance de los
hunos. En 407, los romanos retiraron sus legiones de Britania,
dejando que los britanos se defendieran solos de los pictos y los
escotos del norte, y de las incursiones de piratería que realizaban en
la costa oeste los anglos, los sajones y los jutos. En 410, Alarico y
sus visigodos capturaron y saquearon Roma, regresando luego al
norte por la costa mediterránea para instalarse en el sudoeste de
Francia y más tarde en España. En 429, 80.000 vándalos
atravesaron España y cruzaron el estrecho de Gibraltar entrando en
las provincias romanas del norte de África: Agustín murió en 430
mientras los vándalos sitiaban su ciudad de Hipona.
Se hicieron intentos, particularmente por parte del general
romano Aecio, de organizar un poco el asentamiento de las tribus
bárbaras. Hubo algunos éxitos transitorios: Aecio, con el apoyo de
las principales tribus que poblaban la Galia, derrotó a un ejército de
hunos al mando de Atila, quien emprendió más tarde su invasión de
Italia, saqueando las ciudades de la planicie del Po y refrenándose
de atacar Roma sólo a cambio de un tributo pagado por el Papa.
Tras la muerte de Aecio, los emperadores romanos de Occidente
fueron meras figuras decorativas, ya que el poder real pasó a manos
de los jefes tribales germánicos. Uno de ellos, Odoacro, depuso al
último emperador, Rómulo Augústulo, y gobernó Italia como rey
bárbaro. Teóricamente, lo hizo como regente del emperador de
Oriente en Constantinopla; pero, en realidad, el Imperio romano de
Occidente, como entidad política distintiva, había llegado a su fin.
Eso no significó «la desaparición de la civilización: fue solamente
el colapso de un aparato de gobierno que ya no podía ser
sostenido».44 Los bárbaros, que seguían siendo minoría en las
tierras que conquistaban, no sentían ningún antagonismo hacia el
imperio, y la idea de abolirlo jamás se les cruzó por la mente: «La
conciencia de ese imperio era demasiado universal, demasiado
augusta, demasiado resistente. Los rodeaba por todas partes, y no
recordaban ningún momento en que no hubiera sido así.»45 La
organización social y las tradiciones culturales del Imperio romano
sobrevivieron a la defunción de la administración única y
centralizada conservándose en los condados, mientras ducados y
reinos comenzaban a tomar forma: el principado ostrogodo en Italia;
un estado visigodo en España y en la Galia, que llegaba hasta el
Loira; y más al norte, el reino de los francos salios. Hacia finales del
siglo v, los francos, bajo el reinado de Clodoveo, se habían
convertido en el poder dominante al norte de los Alpes. Después de
vencer a los alamanes y a los visigodos, establecieron su dominio
entre el Rin y los Pirineos. Alrededor del 498, Clodoveo se convirtió
al cristianismo junto con todos sus barones: se dijo que había
presenciado un milagro ante la tumba de Martín de Tours.

Como la conversión de Constantino, el bautismo de Clodoveo fue


de capital importancia para el futuro de la Iglesia cristiana. Pero las
dotes aportadas por cada parte en este matrimonio entre lo secular
y lo espiritual fueron muy diferentes de lo que habían sido un siglo y
medio antes. Clodoveo no era el jefe ejecutivo de un estado vasto y
bien regulado, sino el líder de una horda de hombres belicosos,
feroces y rústicos. No podía otorgarle a los obispos, como lo había
hecho Constantino, generosas atribuciones, privilegios fiscales y las
prerrogativas de funcionarios de jerarquía. Todo lo que podía ofrecer
era las almas de su pueblo salvaje y el compromiso de proteger la
Iglesia universal o «católica».
La Iglesia, en cambio, tenía mucho que ofrecerle al jefe bárbaro,
al disponer de una organización intacta, modelada a imitación de la
del estado romano. En la cima de su jerarquía estaba el patriarca de
Occidente, el obispo de Roma, ahora llamado el Papa —del griego
pappas, que significa «padre»— con cardenales como jefes
departamentales de su administración. Debajo de él, en las que
seguían siendo las ciudades más importantes del Imperio
derrumbado, estaban los arzobispos; y en la mayoría de las
ciudades de alguna influencia, un obispo con un cuerpo de diáconos
y sacerdotes. La Iglesia era rica, además, al poseer numerosas y
extensas propiedades que le fueran otorgadas por emperadores
cristianos: por lo tanto podía, tras el colapso del comercio y de la
legalidad, ocuparse también del bienestar material de la gente bajo
su amparo. Con el desmoronamiento de las instituciones políticas y
administrativas del mundo romano, el episcopado pasó a ser la
única fuerza moral y, gracias a sus bienes raíces, el único recurso
económico que le quedaba a la población. El obispo reemplazó al
estado como proveedor de servicios públicos, alimentando a los
pobres, liberando cautivos y encargándose del bienestar de los
confinados. Hospicios, hospitales, orfanatos y hasta posadas eran
anexos de las iglesias y monasterios.
La Iglesia asumió más que las funciones del difunto Imperio; era
el Imperio romano en la mente de la población. Ser romano
significaba ser cristiano: ser cristiano significaba ser romano.
Después de Justiniano, «el mundo mediterráneo dejó de
considerarse una sociedad en la cual el cristianismo era sólo la
religión dominante, para considerarse entonces una sociedad
absolutamente cristiana. Los paganos desaparecieron de las clases
altas, e incluso del campo [...] el no-cristiano se veía a sí mismo
como un bandido en un estado unificado».46
En un sentido real y consciente, los obispos de la Iglesia católica
asumieron el papel de la clase senatorial romana: esa fue «la
asunción fundamental detrás de la retórica y el ceremonial del
papado medieval».47 Ya desde los primeros días de la Iglesia
cristiana, el obispo de Roma había reclamado ascendencia en
cuestiones espirituales, no meramente como patriarca de Occidente,
sino como sucesor de Pedro, a quien el mismo Cristo había dado las
llaves del reino celestial y el poder de «atar y desatar», esto es, de
determinar qué era verdad y qué era falso; y ya en la época de las
invasiones bárbaras, la jurisdicción romana era aceptada en todas
las diócesis del Imperio occidental. Ahora, a la supremacía espiritual
del Papa se añadía, en ausencia de un emperador, la autoridad del
primer magistrado de la ciudad de Roma.
Si bien la ciudad se hallaba en decadencia desde hacía cierto
tiempo, seguía siendo largamente la ciudad más grande y populosa
de Occidente. Algunos de sus majestuosos edificios y espléndidos
monumentos habían sido desmantelados por los habitantes para
extraer materiales de construcción, pero aún quedaba mucho de su
pasada gloria. Su población era conservadora; las antiguas familias
senatoriales todavía eran prominentes; y seguían siendo fuertes las
influencias paganas. Cuando Alarico y sus visigodos amenazaban
atacar la ciudad en el 408, el prefecto y el Senado propusieron
ofrecer sacrificios a los dioses paganos.
Su invocación fracasó; pero lo mismo pasó luego con la iniciativa
diplomática del papa Inocencio I. Al mando de Alarico, los visigodos
capturaron y saquearon Roma. Por el contrario, casi cincuenta años
más tarde, el papa León I fue a Mantua, donde logró disuadir a Atila,
rey de los hunos, de invadir Roma. En el 455 se reunió con el rey
vándalo Genserico fuera de los muros de la ciudad y, si bien no
pudo impedir el saqueo de la misma, consiguió que los vándalos se
abstuvieran de dañar a los habitantes.
Más de cien años después, otro papa, Gregorio, quien como León
se ganaría el apelativo de «el Grande»5*, se enfrentó a una invasión
lombarda y se hizo responsable del bienestar de los ciudadanos
romanos. Procedente de una familia rica, y emparentado con los dos
papas anteriores, Gregorio no sólo utilizó sus propios recursos para
mitigar el sufrimiento de los pobres, sino que además asignó
párrocos para incrementar los ingresos del «patrimonio de san
Pedro», esto es, las numerosas propiedades en toda Europa
pertenecientes al papado. En 593, cuando el rey lombardo Agilulfo
sitió la ciudad, Gregorio tomó el mando de la guarnición y sobornó a
los lombardos para que se marcharan.
En ausencia de alguna autoridad secular efectiva, Gregorio se
convirtió en el gobernante de facto de Italia. Reclutaba tropas,
nombraba generales y firmaba tratados, lo cual no constituía un
alejamiento radical de la tradición. «En tiempos de Gregorio, la
posterior distinción establecida entre cuestiones espirituales y
seculares no estaba clara: nunca se había concebido la autoridad
política como algo divorciado de una base religiosa.»48 Gregorio fue
igualmente celoso en su persecución del bienestar de la Iglesia,
imponiendo el celibato del clero y un código estricto para la elección
de los obispos. Fue tolerante con los judíos: en el 599 ordenó
indemnizar la profanación de una sinagoga en Caraglio, en el norte
de Italia, y reprendió a los obispos de Arlés y Marsella por permitir el
bautismo obligatorio de los judíos en sus diócesis. Al igual que León
antes que él, insistió en la autoridad universal del obispo de Roma,
combatió la herejía y —se dijo— se conmovió ante la vista de rubios
paganos anglos vendidos como esclavos en Roma para costear el
envío de Agustín6* y un grupo de cuarenta monjes benedictinos a
predicar el Evangelio en tierra inglesa.

Gregorio Magno fue el primer papa que fuera monje; y el


desarrollo del monacato es el segundo acontecimiento de la historia
de la Iglesia cristiana que atañe a nuestra comprensión de los
Templarios. La palabra «monje» viene del griego monos, que
significa «solo» o «solitario». No fue usada por los cristianos hasta
el siglo IV, porque hasta mediados del siglo III los monjes eran
desconocidos. La Iglesia de los primeros tiempos se estableció
sobre todo en las ciudades y, a juzgar por los Hechos de los
Apóstoles, sus miembros celebraban a sus dioses en común.
«Compartimos todo —escribió Tertuliano— excepto nuestras
esposas.»
Sin embargo, no todos los hombres y mujeres entre los primeros
cristianos se casaban. Desde el comienzo, la virginidad se valoró
como una señal de completa dedicación a Dios. Pablo de Tarso, a
quien suele atribuírsele antipatía hacia las mujeres, pensaba que
casarse era bueno, pero que mantenerse célibe era mejor: esperaba
un fin del mundo inminente, y veía por lo tanto el matrimonio como
una distracción sin sentido. También señaló que aquellos que
estaban casados debían pensar en el bienestar de sus cónyuges,
mientras que aquellos que no lo estaban podían dedicarse
enteramente a Dios. Una lectura desprejuiciada de sus epístolas
muestra que Pablo no era tan puritano ni tan misógino como
habitualmente se lo retrata. En el contexto de las relaciones
sexuales, encarecía a maridos y esposas que brindaran al otro lo
que tenía derecho de esperar. Aunque inicialmente dictaminó que
los viudos no debían volver a casarse, más tarde modificó su juicio
diciendo que es mejor casarse nuevamente que vivir atormentado
por el deseo sexual («mejor casarse que quemarse»).
Pero parece indudable que Pablo y los primeros cristianos
consideraban que el matrimonio era un impedimento para la
perfección. Esta estima del celibato, aunque posiblemente basada
en las sectas esenias, significó un cambio con respecto a la
enseñanza judía de que los hombres y las mujeres debían obedecer
el mandato de Dios en el Génesis: ser fructíferos, multiplicarse,
poblar la tierra y conquistarla; pero venía del consejo del mismo
Cristo cuando elogió a los eunucos «que se castraron en cierta
manera a sí mismos por el amor del reino de los cielos», añadiendo:
«Aquel que puede ser capaz de eso, séalo.»49 Esto condujo a la
Iglesia temprana a rendir un culto a la virginidad que a veces iba
demasiado lejos; el joven Orígenes, en el siglo III, fue censurado por
hacer una interpretación literal de lo que Cristo había dicho, una
automutilación de la que más tarde se arrepintió.
Eusebio, en su historia, describe en tono aprobatorio cómo las
jóvenes cristianas, en épocas de persecución, preferían la muerte al
deshonor. Dominina y sus dos hijas, apresadas por cristianas «en
plena flor de su encanto juvenil» y enviadas bajo escolta a Antioquía
«cuando habían hecho la mitad del camino... pidieron humildemente
a los guardias que las excusaran un momento y se arrojaron al río
que fluía junto al camino».50
El canon de santos tiene muchas de esas «vírgenes y mártires»
de ese período, pero no había todavía monjas ni monjes. Se
consideraba suficiente vivir como un cristiano y estar preparado para
morir por las creencias de uno. Sólo después de la conversión de
Constantino y la transformación de la Iglesia —de secta perseguida
a institución rica y privilegiada—, ser cristiano pasó a ser ventajoso y
fue posible practicar esa religión con una devoción mínima. Los
estándares de piedad declinaron entre la mayoría de los cristianos;
pero seguía habiendo un pequeño número de creyentes que
conservaban el ferviente espíritu de la primera Iglesia y que
buscaban escapar de las preocupaciones materiales y políticas del
mundo. La riqueza creciente de la Iglesia parecía contradecir la
recomendación de Cristo al joven rico: «Vende todos tus haberes y
dáselos a los pobres.» Y seguidamente: «¡Oh, cuán dificultosamente
los adinerados entrarán en el reino de Dios!»51
Los primeros ejemplos de cristianos tomando a Cristo al pie de la
letra se encuentran en el alto Egipto; el primero, Pablo, quien a la
edad de quince años se fue a vivir a una cueva cerca de un palmero
y un manantial de agua para escapar de la persecución ordenada
por el emperador Decio. Permaneció allí durante los siguientes
noventa años sin ninguna compañía humana, hasta que fue hallado
poco después de su muerte por un compañero eremita, Antonio, un
joven de Hieracleus —también en el alto Egipto— que, al morir sus
padres alrededor de 273, aseguró la educación de su hermana,
luego vendió todos sus bienes restantes y dio lo obtenido a los
pobres. Se fue a vivir a una cueva en el desierto cercano,
subsistiendo a pan y agua que consumía una sola vez al día. Se
unió a él un grupo de admiradores y, finalmente, fundó dos
monasterios para los cuales redactó una regla de vida. Su fama fue
tal que el emperador Constantino pidió sus plegarias, y Atanasio, el
obispo de Alejandría, escribió una crónica de su vida.
El ejemplo de Antonio fue contagioso. Las décadas siguientes a
su muerte vieron un verdadero éxodo al desierto de hombres que
buscaban acercarse a Dios viviendo en lugares remotos, en cuevas,
chozas provisionales o construcciones abandonadas, comiendo sólo
lo necesario para la mera supervivencia, inflingiéndose severos
castigos y dedicando su vida consciente a la plegaria. Al principio,
esos eremitas sólo se juntaban para escuchar misa y recibir
consejos de eremitas más viejos; pero posteriormente se formaron
comunidades que aceptaban el mando de un jefe o «padre» elegido
entre ellos. Pachomius, que vivió entre 286 y 346 d.C., lideró un
grupo que agregó el voto de obediencia a los de pobreza y castidad,
y redactó un código penal para las transgresiones. Se le considera
el primer abad, término derivado de abba, que significa «padre» en
hebreo.
El ejemplo de los eremitas egipcios fue seguido en Siria y
Palestina. En Siria, algunos se encadenaban a las paredes de roca
de sus cuevas o vivían al aire libre desprotegidos de los elementos.
Su reputación de santidad atraía multitudes de seguidores que
buscaban sus plegarias y consejos. Para escapar de ellos, los
monjes se retiraban adentrándose aún más en el desierto; Simeón
Estilita, en cambio, escapó verticalmente, viviendo sobre una
plataforma en la cima de un pilar de 18 metros de altura. De allí no
descendían los desvaríos de un lunático, sino palabras de
compasión y sentido común. El emperador Marciano lo visitó de
incógnito y, por la influencia de Simeón, la emperatriz Eudoxia dejó
de apoyar a los herejes monofisitas y retomó la creencia ortodoxa.
Jerónimo, un erudito romano que tradujo la Biblia al latín y trabajó
como secretario del papa Dámaso, vivió entre los eremitas en el
desierto al este de Antioquía. Basilio, procedente de una rica y
distinguida familia de Capadocia, en Asia Menor, viajó por Egipto,
Siria y Palestina para visitar las numerosas comunidades de
ermitaños antes de volver para fundar su propio monasterio en la
propiedad familiar de Annesi, sobre el río Iris, cerca de una
comunidad de monjas que ya había establecido su hermana
Macrina. Rechazó las proezas individuales de ascetismo de los
eremitas a favor de una vida comunal en la que la plegaria estaba
unida al trabajo físico y las obras de caridad: anexionó a su
monasterio un orfanato y un taller para desempleados. Aunque no
escribió ninguna regla, se lo considera el fundador del monacado en
la Iglesia de Oriente.
El movimiento monástico se extendió hacia el oeste. Juan
Casiano, primero monje en Belén y más tarde en Egipto, fue
enviado por el patriarca de Constantinopla en una misión a Roma,
tras lo cual se quedó en Occidente, estableciéndose en Marsella.
Fundó dos monasterios, uno sobre la Ile de Lérins, y escribió dos
obras sobre la vida monástica, Institutos y Conferencias, en las que
se basó el padre del monacado occidental, Benito de Nursia, para la
formulación de su regla.
Agustín de Hipona, como hemos visto, pensaba que la conversión
sin reservas al cristianismo conducía inevitablemente a alguna
forma de vida monástica, reclusión que debió abandonar para
ayudar a gobernar la Iglesia. Lo mismo ocurrió con Martín de Tours,
el hijo de un oficial del ejército romano y también soldado. Aunque
nacido en Hungría, fue enviado a Amiens, en el norte de Francia,
donde, después de regalarle la mitad de su manto a un mendigo, vio
la prenda cubriendo los hombros de Cristo en una visión. Abandonó
el ejército alrededor de 355-356 y vivió un tiempo como eremita,
primero en una isla frente a la costa de Italia y posteriormente en
una pequeña comunidad de eremitas cerca de Poitiers.
Su santidad, y los milagros que se le atribuían, lo llevaron a ser
elegido obispo de Tours. Fue consagrado el 4 de julio del año 371, a
pesar de las objeciones de algún obispo y de la nobleza local, que
consideraban que no era un caballero y que lucía «despreciable,
con las ropas sucias y el cabello desprolijo». Aun como obispo, llevó
una especie de vida de eremita en un monasterio que había fundado
en las afueras de Tours. Fue celoso en la represión del paganismo,
destruyendo santuarios y derribando árboles sagrados. Los poderes
milagrosos que le adjudicaban continuaron después de su muerte y
supuestamente condujeron, como hemos visto, a la conversión de
Clodoveo. Martín fue el primer cristiano que inspiró el culto de un
santo habiendo fallecido de muerte natural.
Sin embargo, Martín de Tours fue la excepción, no la regla, entre
los obispos; y el progresivo compromiso del clero regular en asuntos
seculares en los últimos años del Imperio Romano, junto con la
violencia que prevaleció tras el colapso del Imperio en Occidente,
llevaron a aquellos de humilde y piadosa disposición a formar
numerosas comunidades pequeñas aisladas del mundo,

sin ningún interés fuera de sus muros, salvo el de ayudar a los


vecinos y los viajeros, material y espiritualmente. Incluso dentro
de los muros no había un trabajo específico. Los monjes no
eran al principio ni sacerdotes ni estudiosos, y no había ninguna
elaboración de la salmodia ni del ritual. Vivían juntos para servir
a Dios y salvar sus almas.52

Ese pluralismo monástico fue modificado por la influencia de


Benito de Nursia7*, la figura más importante en el establecimiento
del monacado en Europa occidental. Nació alrededor de 480 en el
seno de una familia de la aristocracia menor radicada al sur de
Roma, en las Colinas Sabinas. Enviado a Roma a estudiar, estaba
tan consternado por la disipación de los romanos que huyó de la
ciudad para vivir como eremita en una cueva en la falda de una
montaña, cerca de Subiaco. Pronto se le unieron otros jóvenes que
querían compartir su manera de vida. En algún momento entre 520
y 530, como resultado de una intriga, abandonó la comunidad de
Subiaco con un grupo de seguidores y se fue a Cassino, donde, tras
demoler el viejo templo de Apolo que encontró en la cima de una
colina, fundó el monasterio de Montecassino.
Fue allí donde escribió su regla, un código de conducta para sus
monjes que constituyó el patrón de la vida religiosa en Europa
occidental durante los siguientes seiscientos años. Al elaborarla,
Benito tuvo en cuenta las experiencias de Basilio y las obras de
Juan Casiano, pero el tenor del trabajo refleja su propia y notable
personalidad. La sensatez remite a su herencia romana; el fervor, a
su sólida fe. La regla revela una profunda apreciación de las
realidades de vivir en una comunidad, y una verdadera comprensión
de las fortalezas y debilidades de la naturaleza humana. Al abad,
elegido por la comunidad, se le confería autoridad absoluta, pero se
le encarecía que al ejercerla cuidase de «moderar todas las cosas
para que el fuerte siempre tenga algo que anhelar y el débil pueda
no echarse atrás asustado». Las regulaciones para la vida cotidiana
ordenaban qué debían comer y beber los monjes, y cómo debían
vestirse. Su hábito era negro, aunque se podía modificar el material
a criterio del abad, conforme al clima y la época del año.
La dieta de los monjes era magra: Benito insistía en la constante
abstinencia de carne y fijaba períodos de riguroso ayuno. Los
monjes debían cantar el oficio divino —plegarias y salmos— en
momentos específicos del día y de la noche y, cuando no oraban,
comían o dormían, debían dedicar su tiempo al estudio, la
enseñanza y, sobre todo, al trabajo manual. Laborare est orare:
trabajar es orar. Los monjes trabajaban en los campos a fin de que
cada monasterio fuera autosuficiente; y en el scriptorium, copiando
en papel de vitela tanto los libros de la Biblia como las obras de
autores clásicos. Cada monasterio debía tener una biblioteca; y
cada monje, una pluma y papel.
Benito vivió en tiempos sombríos. Los godos habían establecido
un reino en Italia y luchaban para defenderlo de las fuerzas del
emperador Justiniano comandadas por su gran general, Belisario.
En 546, el año anterior a la muerte de Benito, los godos capturaron
Roma, dejándola en ruinas: la ciudad estuvo totalmente desierta
durante cuarenta días. Fue invadida por Belisario, cayó nuevamente
en poder godo, y su liberación final por el ejército de Justiniano
causó tal devastación que Gibbon la consideró «la última calamidad
del pueblo romano». En vida de Benito, Italia había pasado del
crepúsculo del mundo antiguo a la oscuridad de la Edad Media; pero
en esa oscuridad, los monasterios benedictinos de Europa
occidental «se convirtieron en centros de luz y de vida [...]
preservando y más tarde difundiendo lo que quedaba de la cultura y
la espiritualidad antiguas».53 En el proceso, pasaron a ser parte
integral no sólo de la cultura sino también de la economía europea,
porque, mientras se combatía por los reinos y las grandes
propiedades se dividían, a menudo los monasterios permanecían
intactos.
Se decía que, antes de morir, Benito envió a uno de sus monjes a
fundar un monasterio en Glanfeuil, cerca de Angers, en Francia. Se
levantaron monasterios benedictinos junto a las fundaciones
existentes del misionero celta Columbano en Annegray, Luxeuil y
Fontaine, en los Vosgos, que junto con la abadía italiana de Bobbio,
también fundada por Columbano, terminaron por abandonar el
riguroso e inflexible código que Columbano había importado de
Bangor, en Irlanda, a favor de la regla más moderada de san Benito.
En 596, como ya hemos visto, el papa Gregorio I, monje
benedictino, envió a Agustín, el prior del monasterio romano de San
Andrés, con cuarenta de sus hermanos de la Orden en misión ante
Edelberto, el rey pagano de Kent. En 633, los benedictinos fueron a
España. En Inglaterra, entablaron contacto con los celtas católicos,
que se habían desvinculado de Roma a causa de las invasiones
bárbaras y que volvieron finalmente al redil romano en 644, con
ocasión del Sínodo de Whitby. A eso siguió una ola de entusiasmo
religioso en el norte de Inglaterra. El benedictino Biscop, un
compañero de armas del rey Oswy de Northumbria, abandonó su
carrera militar para convertirse en sacerdote y, tras visitar Roma y
hacerse monje en Ile de Lérins, regresó a Inglaterra para fundar los
monasterios de Jarrow y Wearmouth. En 690, un benedictino inglés,
Willibrord, también de Northumbria, se embarcó a lo que hoy son los
Países Bajos para predicar entre los paganos frisones. Fue seguido
por Bonifacio, otro benedictino inglés, esta vez de Devon, que
evangelizó Germania. Fue asesinado por paganos frisones y se
halla enterrado en el monasterio que fundó en Fulda, en el estado
de Hesse.
Los logros de esos misioneros benedictinos fueron asegurados
por las fundaciones monásticas que siguieron a su paso. En los dos
siglos posteriores a la muerte de Benito de Nursia, los monasterios
cambiaron de modo radical, y lo que fueran al comienzo refugios
alejados para comunidades de eremitas, se transformaron en
grandes complejos que administraban extensas propiedades. En
regiones como Borgoña (Burgundia) y Bavaria, los monasterios se
convirtieron en importantes centros cívicos, con frecuencia elevados
a sedes episcopales en las que la autoridad política y la espiritual se
combinaban en el monje-obispo. Principados como los de Colonia,
Maguncia (Mainz) y Wurzburgo serían gobernados por sus obispos
hasta ser secularizados por Napoleón en 1802.
Los paganos también tenían sus mártires, y en algunos casos se
hacía difícil diferenciar conversión de conquista. Tras la conversión
de Clodoveo, los francos pasaron a ser los vencedores de la Iglesia,
y la Iglesia se convirtió en la patrona de los francos. Se fue
produciendo una fusión entre los galo-romanos y sus
conquistadores francos. Los matrimonios mixtos se hicieron
frecuentes y progresivamente los «romanos» cambiaron sus
nombres latinos por nombres francos. Para el siglo vii, había surgido
una aristocracia «francesa», descrita por el historiador Ferdinand Lot
como «una clase turbulenta, pugnaz e ignorante, desdeñosa de las
cosas del espíritu, incapaz de estar a la altura de cualquier noción
política seria y fundamentalmente egoísta y rebelde».54
En contraste con la sagacidad y dedicación de los funcionarios
imperiales de la antigüedad, esta nueva clase gobernante sólo
perseguía su propio engrandecimiento y era indiferente al bien
público. Con el colapso del comercio, la tierra era la única fuente de
riqueza y, por lo tanto, su propiedad era la única base de poder.
Había costumbres, pero ninguna ley que limitara el poder de los
reyes. El barbarismo de los francos, descrito con cierta fruición por
el cronista Gregorio de Tours, alcanzó su nadir bajo el gobierno de
los sucesores merovingios de Clodoveo cuando, escribe Ferdinand
Lot, «el rey se revolcaba en la disipación y sus cortesanos lo
imitaban. En la segunda mitad del siglo vii y en el viii fue peor aún; el
soberano era literalmente un vicioso degenerado que moría joven,
víctima de su propio exceso».55
Por la ineptitud de esos monarcas merovingios, el poder real pasó
a manos de los primeros ministros del rey, conocidos como los
«mayordomos de palacio», y en particular a uno de ellos, Carlos
Martel. Su hijo, Pipino el Breve, alentado por el papa Zacarías,
depuso al último rey merovingio, Childerico III, y en noviembre de
751, en Soissons, fue coronado rey de los francos por Bonifacio, el
misionero de Devon, entonces arzobispo y legado papal.
Este acuerdo entre el papado, por un lado, y los reyes francos,
por el otro, continuaría en vigencia durante los siguientes quinientos
años. Los monasterios, a su vez, se beneficiaron con la alianza. La
clase noble llevaba una vida empapada de violencia, traición y
lujuria; no obstante, creía de manera incondicional en la enseñanza
cristiana y, temiendo la condena, proveía a las comunidades de
monjes cuyas plegarias y austeridades expiarían sus pecados. El
mismo sentimiento conducía a los obispos, comprometidos por su
intervención en el mundo secular, a fundar monasterios en sus
diócesis y otorgarles privilegios y exenciones. «A partir del siglo vii,
no hubo un solo noble u obispo que no quisiera asegurar la
salvación de su alma mediante una fundación de esa clase.»56
Abadías como la de Saint Germain-des-Prés, en las afueras de
París, se habían vuelto inmensamente ricas a finales del período
merovingio.
Y así como los guerreros francos hacían uso de las plegarias de
los monjes, los monjes aprovechaban al máximo la capacidad de los
guerreros. Las guerras emprendidas por los francos contra los
sajones del este del Elba, en el siglo VIII, no estallaron simplemente
para asegurar su frontera y exigir tributo, sino que «como guerras de
cristianos contra bárbaros que además eran paganos, tuvieron
desde el inicio un tinte religioso».57 La resistencia sajona tanto a los
francos como al cristianismo fue más empecinada de lo que se
había previsto, y se tomaron medidas muy duras para persuadirlos
de las ventajas de la sumisión y la conversión. Entramos ahora por
primera vez en una época «en la que los monasterios son
fortalezas; y el bautismo, el emblema de la sumisión».58 En 782, los
francos masacraron a 4.500 de sus prisioneros sajones y deportaron
o esclavizaron al resto. Tres años más tarde, el rey sajón Widukind
se rendía y era bautizado, un acontecimiento celebrado por el Papa
con tres días de acción de gracias.
El rey de los francos que ordenó esa matanza fue el nieto de
Pipino el Breve, Carlos, quien como los papas León y Gregorio, se
ganaría el título de El Grande o Magno. Con él, el acuerdo entre los
reyes de los francos y los papas de Roma se cristalizó por completo.
En 800, Carlos, un prodigio de piedad, coraje y conocimiento, y por
aquel entonces amo de casi toda Europa, llegó con su ejército a
Roma, donde fue recibido con ceremonia y respeto por León III, el
hombre que había ascendido al trono papal cinco años antes.
En los trescientos veinticuatro años anteriores ningún emperador
había reinado en Roma; y ahora el trono de Bizancio se consideraba
vacante porque su titular a la sazón, la emperatriz Irene, había
depuesto y cegado a su hijo, Constantino IV, y sobre todo, porque
era mujer. El día de Navidad, Carlos, vestido con la túnica y las
sandalias blancas de un patricio romano, fue a escuchar misa a la
basílica construida sobre la tumba del apóstol Pedro. Al terminar la
lectura del Evangelio, el papa León se levantó de su trono, fue hasta
donde se hallaba el jefe franco y colocó sobre su cabeza la corona
imperial. De entre la compacta congregación de romanos y francos
se elevó una ferviente aclamación: «¡A Carlos Augusto, coronado
por Dios, el gran y pacífico emperador, larga vida y victoria!» El
sumo pontífice se inclinó en homenaje al nuevo César. «En ese
momento —escribe Sir James Bryce— comienza la historia
moderna.»59

16 Gabriel Josipovici, The Book of God: A Response to the Bible,


Londres, 1988, p. 230.
17 G. K. Chesterton, The Everlasting Man, Londres, 1925, p. 233.
18 E. P. Sanders, The Historical Figure of Jesus, Londres, 1993,
p. 280.
19 Geza Vermes, Jesus the Jew: A Historian's Reading of the
Gospels, Londres, 1973, p. 129.
20 Biblia, Isaías, 53:3-4.
21 Ibíd., Salmo 109:25.
22 Véase Robin Lane Fox sobre el Evangelio de San Lucas en
The Unauthorized Version: Truth and Fiction in the Bible, Londres,
1991, p. 31.
23 The Jewish War, p. 406.
24 Ibíd., p. 407.
25 Biblia, Lucas, 21:5-6.
26 Ibíd., Juan, 2:19.
27 Ibíd., Mateo, 26:61.
28 Eusebius, The History of the Church from Christ to
Constantine, traducido por G. A. Williamson, Londres, 1965.
29 Biblia, Mateo, 27:25.
30 Ibíd., Juan, 11:50.
31 Ibíd., Hechos de los Apóstoles, 9:15.
32 A. N. Wilson, Paul: The Mind of the Apostle, Londres, 1997.
Véase también Hyam Maccoby, The Mythmaker: Paul and the
Invention of Christianity, Londres, 1986.
33 Biblia, Hechos de los Apóstoles, 18:16-17.
34 Ibíd., Hechos de los Apóstoles, 24:5-6.
35 Citado en Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman
Empire, Londres, 1960, p. 197.
36 Eusebius, The History of the Church from Christ to
Constantine, p. 171.
37 Ibíd., p. 341.
38 Ibíd., pp. 200-202.
39 Biblia, 2 Pedro, 2:1.
40 F. Holmes Duddon, The Life and Times of Saint Ambrose,
Oxford, 1935.
41 San Agustín, Confesiones.
42 Biblia, Romanos, 13:13-14.
43 Peter Brown, The World of Late Antiquity: From Marcus
Aurelius to Muhammad, Londres, 1971, p. 122.
44 Roger Collins, Early Medieval Europe, 300-1000. Londres,
1991, p. 91.
45 James Bryce, The Holy Roman Empire, Londres, 1904, p. 12.
46 Brown, The World of Late Antiquity, p. 174.
47 Ibíd., p. 135.
48 Maurice Keen, The Penguin History of Medieval Europe,
Londres, 1968, p. 78.
49 Biblia, Mateo, 19:12.
50 Eusebius, The History of the Church from Christ to
Constantine, p. 343.
51 Biblia, Lucas, 18:23-4.
52 David Knowles, Christian Monasticism, Londres, 1969, p. 12.
53 Ibíd., p. 23.
54 Ferdinand Lot, The End of Ancient World and the Beggining of
the Middle Ages, traducido por Philip y Mariette Leon, Nueva York,
1931, p. 395.
55 Ibíd., p. 394.
56 Ibíd., p. 389.
57 Richard Fletcher, The Conversion of Europe: From Paganism
to Christianity, 371-1386 AD, Londres, 1997, p. 213.
58 Bryce, The Holy Roman Empire, p. 69.
59 Ibíd., p. 49.

4* Referido también como Bar Kosebá, Bar Kokeba o


Barcokevas. (N. del T.)
5* En inglés, Gregory the Great. En castellano, a Gregorio I se lo
conoce como Gregorio Magno. (N. del T.)
6* San Agustín de Canterbury (?-604), monje romano que inició la
conversión de los ingleses al cristianismo; primer arzobispo de
Canterbury. (N. del T.)
7* En latín, Benedictus; de allí las órdenes de benedictinos, que
siguen sus enseñanzas. (N. del T.)
3

El templo rival

Una de las principales razones por las que se consideraba


necesario que la cristiandad tuviera un líder fuerte era la creciente
amenaza de una religión rival, el Islam. Sus orígenes se hallaban al
otro lado de la imprecisa frontera sureste del Imperio romano, donde
tribus nómadas de paganos árabes, los descendientes de Ismael,
vivían conforme a sus propios códigos y costumbres, fuera del
alcance de la jurisdicción bizantina. Algunas se habían establecido
en ciudades como La Meca, levantadas sobre las rutas comerciales
de la península arábiga, y varias de esas poblaciones albergaban
comunidades de cristianos y judíos.
La religión de los árabes8* fue descrita como «humanismo
tribal».60 El sentido de la vida radicaba en pertenecer a una tribu
que poseyera las cualidades que reflejan la idea árabe de hombría:
coraje, virilidad y munificencia. La solidaridad con los demás
miembros de la propia tribu era de primera importancia, y la
moralidad sólo se aplicaba a la propia familia.61 Los dioses
adorados por los árabes eran estrellas, ídolos y piedras sagradas,
en particular una piedra negra de gran antigüedad, consagrada a
una deidad conocida simplemente como Alá —«el dios»— y
depositada en un santuario, la Kaaba, en la ciudad de La Meca. Los
Quraysh, la más prominente de las tribus asentadas, controlaban La
Meca y habían logrado instituir la Kaaba entre todos los árabes
como algo tan sagrado que La Meca se convirtió en un centro de
peregrinaje, inmune además a las amenazas. Los peregrinos
aportaban intercambio, mientras que, el estatus de La Meca
protegía a los Quraysh de las razzias o ataques predatorios de otras
tribus.
Mahoma, el fundador del Islam, provenía de uno de los clanes
inferiores que conformaban la tribu de los Quraysh. Nació en La
Meca hacia el 570 d.C. Su padre murió antes de que él naciera: y su
madre, cuando aún era un niño. Fue criado primero por su abuelo, el
jefe del clan; luego por su tío, Abu Talib, a quien acompañó en
caravanas comerciales a Siria. Allí se familiarizó con las enseñanzas
del judaísmo y del cristianismo, cuyo único Dios ya asociaban
algunos árabes con el Alá de la Kaaba.
Cuando tenía alrededor de veinticinco años, Mahoma realizó un
viaje de negocios en nombre de una rica viuda llamada Jadiya,
quien quedó tan impresionada por su honestidad y capacidad que le
propuso matrimonio. A pesar de los quince años de diferencia de
edad, Mahoma aceptó y adquirió, por lo tanto, el capital para
comerciar en representación propia. No obstante, era más que un
mercader competente: mostraba interés en la religión y solía
retirarse a una cueva en las montañas, en las afueras de La Meca,
para meditar y rezar a Alá.
Una noche de 610, mientras estaba sumido en una de sus
meditaciones nocturnas, Mahoma cayó en trance y tuvo una visión
de un ser etéreo a quien más tarde identificó como el arcángel
Gabriel. Escuchó una voz que le decía «Tú eres el mensajero de
Dios», y allí comenzó una serie de revelaciones que continuarían
hasta su muerte. Mahoma las memorizaba y se las repetía a sus
seguidores, quienes tomaban nota de las mismas. Hacia 650 fueron
recopiladas en forma escrita en el Qur’an o Corán. Para Mahoma y
los que creyeron en él, eran la Palabra de Dios.
Confundido al principio por su visión, lo alentó la fe que en él
mostraron su esposa Jadiya y su primo cristiano, Waraqah. Para
éste, Mahoma era el último en la sucesión de profetas que habían
hablado a los judíos y cristianos, idea de la cual lo convenció. Se
formó a su alrededor un grupo de seguidores y, en 613, Mahoma
comenzó a predicar abiertamente el mensaje de un monoteísmo
poco complicado: había un solo Dios y Mahoma era su profeta.
«La relación entre religión y política [...] es un punto importante a
tener en cuenta para entender la carrera de Mahoma.»62 Mahoma
era huérfano y, en una sociedad sin ningún derecho hereditario por
línea paterna, no había tenido propiedad alguna hasta casarse con
Jadiya. Procedía además de uno de los clanes más pobres de la
tribu de los Quraysh y vivió en una época en la que la persecución
de intereses individuales por parte de los mercaderes de La Meca
estaba desestabilizando la vieja sociedad tribal. La denuncia de la
riqueza, la llamada a la justicia y la compasión, y la denigración de
los ídolos paganos le granjearon la enemistad de los comerciantes
más poderosos. El Profeta rechazó las incitaciones a bajar el tono
de su enseñanza.
Hasta ese momento, la solidaridad de su clan lo había protegido
de sus enemigos; pero alrededor de 619, murieron su esposa Jadiya
y su tío Abu Talib. Instigado por los mercaderes, un tío segundo que
sucedió a Abu Talib como jefe del clan le retiró la protección.
Mahoma tuvo que dejar La Meca y se dirigió primero a Taif y luego,
invitado por sus habitantes, a Medina. Ésa fue la emigración o hijrah
(hégira) de 622, el año 0 de la era musulmana.
Estableció su autoridad en Medina sólo al cabo de varios años y
como consecuencia de los ataques que organizó y que más tarde
condujo contra las caravanas de mercaderes de La Meca. Al
comienzo fueron escaramuzas de poca monta: en abril de 623, un
grupo de sesenta musulmanes interceptó una caravana que se
dirigía de Siria a La Meca. Uno de ellos disparó algunas flechas a la
escolta, el primer acto de agresión en nombre del Islam. Al año
siguiente, una fuerza de 800 hombres de La Meca marchó contra
Mahoma, siendo derrotada en la batalla de Badr con una pérdida de
45 muertos y 70 prisioneros. La victoria aumentó su autoridad y
prestigio. Fuera o no una prueba del favor de Dios, como él creía, el
triunfo hizo que algunos de los no comprometidos aceptaran el
Islam. Al mismo tiempo, Mahoma forjó vínculos con las tribus
nativas de Medina al contraer matrimonio con distintas mujeres.
Dos de los cautivos apresados en Badr eran poetas: el supremo
logro cultural de los árabes nómadas de ese período eran sus
poemas épicos orales, relatos de las hazañas de sus héroes
recitados bajo las estrellas. La desgracia de esos dos poetas en
particular fue haber escrito versos criticando a Mahoma; uno había
dicho que sus propias historias eran tan buenas como las del Corán.
Mahoma ordenó ejecutarlos. El clan judío de Qurayzah fue
severamente castigado por conspirar contra él: los hombres fueron
ejecutados; las mujeres y los niños, vendidos como esclavos.
Posteriormente, en la medida en que los judíos abandonaron su
oposición al Islam, Mahoma les permitió vivir en Medina sin ser
molestados.
En 630, La Meca finalmente se rindió. Mahoma, con diez mil
seguidores, fue admitido en el templo sagrado, la Kaaba: la
veneración de la piedra negra fue la única concesión que hizo a las
antiguas creencias de los árabes.63 Los otros ídolos paganos fueron
destruidos. Aunque no todos los habitantes de La Meca abrazaban
el Islam, dos mil hombres se unieron al ejército comandado por
Mahoma contra una coalición de nómadas hostiles; con quienes,
tras ser derrotados, compartieron el botín. Las tribus de Arabia
estaban ahora unidas bajo la guía de Mahoma y sujetas a la
disciplina del Islam; pero, como eso significaba que ya no podían
beneficiarse del pillaje recíproco, se veían obligadas a buscar
botines y conversos en otra parte.
En 630, Mahoma condujo a 30.000 guerreros para asegurar la
sumisión de los gobernantes de Eilat, Adhruh y Jarba en las
fronteras de Siria. Comprendía que «para mantener su bienestar, el
estado islámico debía encontrar una salida por el norte para las
energías de los árabes»,64 y eso significaba desafiar al Imperio
bizantino. Mahoma regresó a Arabia, donde murió en 632 después
de encabezar una peregrinación a La Meca.

¿Cómo explicamos el magnetismo de Mahoma? A diferencia de


Jesús, no realizó ningún milagro. La visión que tuvo en 620, en la
que montaba con el arcángel Gabriel un corcel celestial, el-Buruq,
hasta el Monte del Templo en Jerusalén para encontrarse con
Abraham, Moisés y Jesús y ascender desde allí hasta el trono de
Dios atravesando los siete cielos, es comparable al relato de la
transfiguración de Cristo y fue una de las razones por las que
Jerusalén se convirtió en ciudad santa para el Islam; pero «parece
haber sido una experiencia privada para el mismo Mahoma, porque
no contenía ninguna revelación que incluir en el Corán».65
El éxito de Mahoma provino más bien no de ejercer sobre el
mundo físico un poder sobrenatural, sino de apelar hábilmente a los
intereses tanto espirituales como materiales de los árabes de su
época. Mahoma prometía el paraíso a quienes murieran en batalla y
el saqueo a quienes no lo hicieran. Cuando sus fuerzas alcanzaron
una masa crítica, resultó conveniente para otras tribus unirse a ellas;
y su sencillo monoteísmo era fácil de comprender. La autoridad del
Profeta no sólo terminó con la incesante enemistad de las tribus,
sino que les dio a los árabes un sentido de identidad como el que ya
poseían los abisinios, los persas, los cristianos bizantinos y los
judíos. El Islam era una religión árabe y no, como otras fes que se
ofrecían, una importación venida de fuera.
La estabilidad política generada por el Islam tenía ventajas para
todos: hasta los judíos y los cristianos, «las Gentes del Libro»,
podían asegurarse la protección del Profeta mediante el pago de un
impuesto. Para ellos, sin embargo, el credo del Islam era poco
atractivo. Los judíos menospreciaban el uso que hacía Mahoma de
las escrituras, y encontraban abiertamente absurda la improvisación
sobre el arcángel Gabriel. Al inicio, Mahoma les había recomendado
a sus seguidores que orasen mirando hacia Jerusalén; luego, viendo
el rechazo de los judíos a su mensaje, los acusó de falsificar las
escrituras para ocultar que la Kaaba había sido en realidad
construida por Abraham, y ordenó a los musulmanes que rezaran
mirando hacia La Meca. Para Mahoma, «el Islam era la religión
resurrecta e incontaminada de Abraham, que los judíos habían
abandonado».66
Los cristianos, por su parte, encontraban imposible dar crédito a
revelaciones que reescribían la historia de manera tan arbitraria e
ingenua. Lo más ofensivo de todo era la insistencia de Mahoma en
que Jesús no era el hijo de Dios; de hecho, en que era una
blasfemia sugerir que Dios se dignaría aparecer en forma humana.
No es que rechazase a Cristo por impostor; todo lo contrario, Cristo
era un profeta como Abraham y Moisés, y María, su madre, una
virgen. Es que si Dios amaba tanto al hijo de María, su crucifixión
tenía que haber sido una ilusión: Dios no permitiría un destino tan
doloroso e innoble.
Había otros aspectos del Islam que los apologistas cristianos
contrastaban desfavorablemente con su religión. Mientras Jesús
había predicado el amor y la no violencia, Mahoma convertía con la
espada. Mientras Jesús había bendecido a los mansos y a los
pobres de espíritu, Mahoma honraba al guerrero victorioso. Mientras
Jesús insistía en que su reino no era de este mundo, Mahoma
fundaba un imperio teocrático. Mientras Jesús pedía a sus
seguidores que cargaran su cruz y abrazaran el sufrimiento,
Mahoma les ofrecía botín, concubinas y esclavos. Jesús prometía el
paraíso en otra vida; Mahoma, prosperidad en ésta y paraíso en un
mundo venidero.
No hay contraste más marcado entre las dos religiones que en
sus enseñanzas sobre la moral sexual. Jesús exigía la monogamia
de por vida; Mahoma le permitía a un hombre tener hasta cuatro
esposas y la cantidad de concubinas que quisiera. Mientras Jesús
había rescindido la Ley de Moisés y prohibía el divorcio, Mahoma le
permitía al hombre poner fin al matrimonio con una simple
declaración. Jesús valoró el celibato y fue célibe; Mahoma lo
condenó y tuvo una concubina cristiana y nueve esposas.
Sin duda, varios de sus matrimonios fueron por conveniencia,
pensados para forjar lazos con clanes hasta ese momento hostiles.
No obstante, escandalizó a sus contemporáneos que una de sus
esposas hubiera estado casada con su hijo adoptivo. A otra, Aisha,
la desposó cuando él tenía cincuenta y tres años y ella sólo nueve.
Alrededor del patio de su casa en Medina, Mahoma había hecho
construir un cuarto o pequeña suite diferente para cada una de sus
mujeres, y al parecer se enorgullecía de su capacidad para
satisfacerlas a todas en la misma noche. Cuando una de ellas se
mostró celosa por sus coqueteos con una cautiva egipcia, el
arcángel Gabriel le ordenó a Mahoma reprenderla. «El interés de
Dios por los detalles, y particularmente por los detalles relacionados
con la vida personal del Profeta, en ocasiones desconcertaba a los
fieles... pero Alá apoyó al Profeta y acalló las críticas.»67
Los proselitistas cristianos sacarían buen provecho de esos
aspectos de la vida de Mahoma, así como de ciertos casos de
traición que sugieren que, en la causa del Islam, Mahoma creía que
el fin justificaba los medios; pero es evidente que sus
contemporáneos no lo consideraron inmoral y que, de hecho, elevó
los estándares éticos de la sociedad en la cual había nacido. Alabó
la honestidad, la humildad y la frugalidad. Prohibió el infanticidio e
insistió en el cuidado de los miembros vulnerables de la comunidad,
en particular de las viudas y los huérfanos. Creó una estructura
familiar y una forma de seguridad social que constituyeron un
importante avance en relación al orden anterior, y con tribus
nómadas de Arabia forjó una nación que conquistó un vasto imperio
y dio origen a una gran civilización.

La elección del sucesor de Mahoma («califa», del árabe khalifah)


fue disputada entre distintos miembros de su familia, y conduciría
finalmente a la división de los musulmanes en sunnitas —los
seguidores de Abu Bakr, padre de Aisha, la joven esposa de
Mahoma— y chiítas, los seguidores de Alí, esposo de Fátima, la hija
de Mahoma. Al principio, Alí y sus partidarios aceptaron la elección
de Abu Bakr y a su muerte, dos años más tarde, la del otro suegro
del Profeta, Umar. Fue Umar quien condujo a los musulmanes en
una victoriosa campaña conquistadora: la Siria bizantina se rindió en
636, al igual que Irak; Egipto cayó ante sus ejércitos en 641, y al año
siguiente Umar era el amo de Persia.
¿Cómo fue que los antiguos imperios de Persia y Bizancio no
pudieron resistir la invasión del Islam? Ambos estaban debilitados
después de una larga guerra entre sí y, en el caso de Bizancio,
también contra las tribus vecinas de bárbaros del norte, en particular
los ávaros. A la sazón, se habían producido cambios sustanciales
en la mitad oriental del Imperio romano. El idioma latino había sido
reemplazado por el griego y, bajo el gobierno de Justiniano en el
siglo vi, los ejércitos bizantinos habían recuperado una franja del
Imperio de Occidente que cubría partes de Italia, Sicilia y África del
Norte, y que se hallaba en manos de conquistadores bárbaros.
El prefecto o exarca de la provincia de África del Norte, Heraclio,
fue quien había subido al trono imperial en 610 con el horripilante
baño de sangre que invariablemente acompañó a las sucesiones
bizantinas. Durante los primeros años de su reinado, Asia Menor y
Palestina fueron invadidas por los persas. En 614 éstos capturaron
Jerusalén con ayuda de los judíos, quienes, en venganza por los
maltratos que habían recibido de los bizantinos en la época de
Justiniano, se unieron a los persas en la destrucción de hogares e
iglesias cristianas.68 La reliquia de la Vera Cruz fue llevada a Persia
como trofeo de guerra.
En 626, la misma Constantinopla fue sitiada por un ejército
combinado de persas y ávaros. En ese momento de escasa fortuna,
la fe cristiana de los bizantinos acudió en su ayuda; porque en los
siglos vi y vii, la alianza entre Iglesia y estado se había vuelto tan
estrecha que era prácticamente una fusión. En muchas partes del
imperio, patriarcas, obispos y cleros habían asumido las tareas de
los funcionarios imperiales, y el emperador, si bien diferenciado del
patriarca, se veía a sí mismo como cabeza y vencedor de la Iglesia.
«La clave para entender el Imperio bizantino es la noción de que el
emperador era un instrumento de Dios, nombrado divinamente para
el logro de Sus propósitos en la tierra a través de la difusión de la fe
cristiana... ortodoxa.»69
Esa profunda fe era sostenida lo mismo por gobernantes que por
gobernados. La liturgia cantada y la composición de himnos, junto
con las imágenes de Cristo, la Virgen María, los apóstoles y los
santos en magníficos iconos, provocaban tal fervor entre la
población que fue utilizado por el emperador Heraclio cuando los
paganos ávaros y los persas zoroástricos se hallaban a las puertas
de Constantinopla. El patriarca recorría los muros de la ciudad
llevando en alto un icono de Cristo; y para desviar los proyectiles del
enemigo se pintaron en los muros imágenes de la Virgen y el niño
Jesús. El sitio fue levantado y, en una campaña que puede
describirse legítimamente como una cruzada, los ejércitos bizantinos
persiguieron a los persas en su retirada hasta Nínive, en
Mesopotamia, donde finalmente los derrocaron en 627. En 630, en
un valioso triunfo de los emperadores de la antigüedad, Heraclio
llevó de vuelta la Vera Cruz a Jerusalén.

Pero apenas ocho años más tarde, Jerusalén se rendía a los


ejércitos del Islam. Después de su victoria sobre los persas, el
ejército bizantino había sido desmovilizado, y las fuerzas que
pudieron reunirse para resistir el ataque musulmán fueron
derrotadas en la batalla del Río Yarmuk. No obstante, hubo grupos
que recibieron con beneplácito al invasor: los judíos —que preferían
la relativa tolerancia musulmana a la persecución de los cristianos
ortodoxos— y también la mayoría de los cristianos monofisitas, que
rechazaban la enseñanza ortodoxa de la naturaleza dual de Cristo y
tenían su propio patriarca y su propia jerarquía, y también habían
sido perseguidos por sus creencias heréticas.
Más aún, a cambio de la rendición de la ciudad, el califa había
garantizado las vidas y los bienes de sus habitantes cristianos, al
dejar intactos sus santuarios e iglesias. Fiel a los preceptos del
Profeta, el yugo que imponía a las «Gentes del Libro» era un yugo
liviano. Si pagaban el tributo requerido, que solía ser más bajo que
el exigido por los gobernantes bizantinos, las comunidades
conquistadas podían seguir sus propias religiones y vivir conforme a
sus propias leyes. Los árabes musulmanes, sostenidos por los
tributos de sus súbditos, eran la casta gobernante, pero seguían
ocupando las fortalezas en las fronteras de su imperio.
Ese régimen fue también un motivo para que los coptos, la Iglesia
monofisita de Egipto, aceptaran de buen grado a los invasores
musulmanes. Alejandría, la metrópolis griegoparlante del
Mediterráneo que fuera la capital bizantina de la provincia y sede del
patriarca ortodoxo, capituló finalmente en 646. Desde allí los
ejércitos árabes marcharon al este por los desiertos del norte de
África. Hacia el 714 habían llegado hasta Asia Central y el norte de
la India; por el oeste, habían cruzado el Estrecho de Gibraltar y,
recibidos como libertadores por los judíos, invadieron la mayor parte
de la España visigoda. En 732, al mando del emir Abd al-Rahman,
cruzaron los Pirineos y entraron a Francia. Después de saquear
Burdeos y quemar las iglesias cristianas, llegaron hasta Poitiers. Allí,
a las afueras de la ciudad, se toparon con un ejército de francos
conducidos por Carlos Martel, abuelo de Carlomagno y mayordomo
de palacio de los soberanos merovingios. Los musulmanes sufrieron
una derrota aplastante y regresaron a España.

Aunque la batalla de Poitiers marcaría el punto más distante del


avance islámico en Europa occidental, no terminó con su avance
hacia el norte y el este. Habiéndose asegurado una base naval en
Alejandría, se enviaron flotas musulmanas a bloquear
Constantinopla —primero en 669, luego entre 673 y 677, y
nuevamente desde 717 hasta 718— y sólo con gran dificultad
pudieron vencerlas los bizantinos. En 846, menos de medio siglo
después de la coronación de Carlomagno, una fuerza expedicionaria
musulmana de cinco mil soldados de caballería y diez mil de
infantería desembarcó en la costa de Italia, cerca de Ostia, el puerto
que servía a Roma. La guarnición de Ostia huyó, y una fuerza
defensiva compuesta en su mayor parte por peregrinos, entre ellos
anglosajones, fue masacrada cuando trataba de impedir la marcha
sobre Roma de esos «sarracenos», el nombre usado por los latinos
para designar a sus adversarios islámicos. En los alrededores de la
ciudad, las basílicas de San Pedro —en la colina Vaticana— y de
San Pablo, sin los muros, fueron saqueadas mientras el papa Sergio
II y el pueblo romano miraban sin poder hacer nada desde detrás de
la muralla de Aureliano.
Se estableció una base sarracena en Fraxentum (actual La
Garde-Freinet), en la costa de Provenza, desde donde los invasores
amenazaban los pasos alpinos y atacaban las ciudades cristianas
de la costa mediterránea. Los sarracenos tomaron Bari, sobre la
costa del Adriático, convirtiéndola en asiento de un emirato, y hacia
mediados del siglo IX lograron el control de Sicilia, que culminó con
la caída de Siracusa en 878.
Por ese entonces, la familia islámica o ummah se había
fragmentado en diferentes sectas, marcadamente mayoritaria la de
los sunnitas y minoritarias las chiítas; hacia finales del siglo x había
tres califatos distintos, llamados en honor de las familias de sus
fundadores: los Basíes, en Bagdad; los Fatimíes, en Damasco y El
Cairo; y los Omeyas, en Córdoba, España. El ascendiente de la
casta guerrera árabe y beduina había cedido paso a una élite más
heterogénea.

Imperceptiblemente, la civilización árabe se convirtió en


civilización musulmana, y es la colaboración espontánea de las
mejores mentes de todas las nacionalidades del Imperio lo que
explica el extraordinario surgimiento de esta civilización en esos
doscientos años, de 750 a 950, tan asombrosamente colmada
de logros culturales en las más diversas áreas de la destreza
humana.70

La única marca duradera del origen islámico fue la adopción del


idioma árabe en las tierras conquistadas. En Siria y Palestina, el
árabe reemplazó gradualmente al griego como lengua oficial a lo
largo del siglo vii, y hacia el año 800 era de uso común, quedando
relegados el griego y el arameo a algunas regiones del norte, y el
hebreo a algunas áreas del sur.71 Si bien la tolerancia básica de las
«Gentes del Libro» seguía siendo un principio del gobierno islámico,
eso no garantizaba igual tratamiento ante la ley, ni el derecho de
participar en términos de igualdad en la vida cívica de la comunidad.
La inicial inclinación a favor de los cristianos y en contra de los
judíos se alteró lentamente hasta tal punto que, por ejemplo, el califa
al-Mutawakkil, que gobernó entre 847 y 851, expresó su antipatía
hacia los cristianos haciéndoles «atarse cintas de lana ciñendo su
cabeza [...] y si alguno de ellos tenía un esclavo, debía coser dos
tiras de tela de distintos colores en su túnica, por delante y por
detrás».72 En ocasiones, la persecución era más extrema. Gibbon
escribe que en el sur de Italia «la diversión de los sarracenos era
profanar, así como saquear, los monasterios e iglesias», y que, en el
sitio de Salerno, «un jefe musulmán tendió su lecho en la mesa de la
comunión y sacrificaba cada noche sobre el altar la virginidad de
una monja cristiana».73 El proselitismo cristiano fue prohibido, y la
censura pública de Mahoma se castigaba con la muerte, pero este
martirio parece haber alcanzado sólo a quienes lo buscaron, por
ejemplo Pedro de Capitolias, un eremita de Transjordania que en
715 fue lapidado por predicar abiertamente contra el Islam; o los
cincuenta hombres y mujeres que en Córdoba, en 850, predicaron
públicamente la superioridad de la verdad cristiana y padecieron el
mismo destino.
Los peregrinos cristianos podían visitar la Tierra Santa y, salvo en
algunas situaciones de ocasionales lapsus de algunos gobernantes,
no se los molestaba. Los peregrinos de Europa occidental viajaban
a Palestina por tierra, atravesando el Imperio bizantino, o en los
barcos de la república mercantil de Amalfi, en el sur de Italia. Los
mercaderes amalfitanos construyeron un hospicio en Jerusalén para
acoger a los peregrinos enfermos. Aunque el comercio era sólo un
hilo de agua si se lo compara con el voluminoso caudal que había
sido durante el apogeo del Imperio romano: «El terciopelo y la seda
de Oriente [...] se vendían en los mercados de Pavia en la década
de 780; y un siglo más tarde, en el auge de las invasiones vikingas,
el monje Abbo de Fleury se burlaba de aquellos cuyas maneras
habían sido “suavizadas por los lujos orientales, los ricos atuendos,
el púrpura tirio, las gemas y el cuero de Antioquía”.»74
En Jerusalén, la iglesia del Santo Sepulcro seguía en manos
cristianas; pero se construyó un santuario para rivalizar con el lugar
de la resurrección de Cristo, la Cúpula —o mezquita— de la Roca.
Ya el califa Omar, cuando entró a pie en Jerusalén, había ido a orar
al Monte del Templo, abandonado desde que Juliano el Apóstata
había tratado de reconstruir el templo, y usado por los habitantes
bizantinos como vertedero de basura. Para los musulmanes, sin
embargo, la roca era sagrada no tanto como «el templo más
alejado» del Viaje Nocturno del Profeta, según se describe en el
Corán (17:1) —árabe el masjid el-aksa—, sino como el Templo de
los Profetas de Israel. Por lo tanto construyó allí la mezquita de al-
Aqsa, al sur del Monte del Templo, y Jerusalén se convirtió, con La
Meca y Medina, en uno de los tres lugares de peregrinaje
musulmán.
Cincuenta años más tarde, el califa omeya Abd al-Malik decidió
construir una segunda mezquita sobre la roca misma en la que
Abraham había preparado a Isaac para el sacrificio, y desde la cual
Mahoma había ascendido al cielo. Ése fue el primer santuario
importante construido por el Islam, y sigue siendo una de las
maravillas arquitectónicas del mundo. Con un diseño matemático
comparable al del mausoleo de Dioclesiano en Dalmacia, y
siguiendo los mismos principios usados en la construcción de
algunas iglesias del siglo vi en Ravena, fue decorada por artesanos
sirios cristianos con un esplendor que sobrecogería a quienes la
vieran, y daría a cristianos y judíos la impresión de que su fe había
sido superada por el Islam. El Profeta había condenado la
representación de seres vivos juzgándola de idolatría, y es por eso
por lo que la vegetación y los motivos geométricos dominan el rico
fondo de la representación en mosaico de las joyas imperiales de
los gobernantes bizantinos y los ornamentos usados en las
imágenes cristianas de Cristo.
Esos símbolos de otra fe representan los trofeos de un Islam
triunfante; y para que entienda el mensaje todo el que acaso no lo
haya captado, hay una inscripción que dice:

Oh tú gente del Libro, no sobrepases los límites de tu religión, y


de Dios di sólo la verdad. El Mesías, Jesús, hijo de María, es
sólo un apóstol de Dios, y de su Palabra que le transmitió a
María, y de un Espíritu procedente de él. Cree, por lo tanto, en
Dios y sus apóstoles, y no digas Tres. Será mejor para ti. Dios
es un solo Dios. Lejos de su gloria está que deba tener un hijo.

Como escribe Jerome Murphy-O’Connor al citar esta inscripción


en su inapreciable guía de Tierra Santa, «una invitación a
abandonar la creencia en la Trinidad y en la filiación divina de Cristo
difícilmente podría expresarse con más claridad».75

60 W. Montgomery Watt, Muhammad, Prophet and Statesman,


Oxford, 1961, p. 51.
61 Ibíd., p. 129.
62 Ibíd.
63 Gustave E. von Grunebaum, Medieval Islam: A Study in
Cultural Orientation, Chicago, 1947, p. 68.
64 Watt, Muhammad, Prophet and Statesman, p. 220.
65 Karen Armstrong, Muhammad: A Biography of the Prophet,
Londres, 1991, p. 139.
66 Von Grunebaum, Medieval Islam, p. 78.
67 Ibíd., pp. 79-80.
68 Wistrich, Anti-Semitism: The Longest Hatred, p. 20.
69 Fletcher, The Conversion of Europe, p. 341.
70 Von Grunebaum, Medieval Islam, p. 201.
71 Joshua Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem: European
Colonialism in the Middle Ages, Londres, 1973, p. 4.
72 Von Grunebaum, Medieval Islam, p. 182.
73 Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, p. 721.
74 Keen, The Penguin History of Medieval Europe, p. 47.
75 Jerome Murphy-O'Connor, OP, The Holy Land: An
Archaeological Guide from Earliest Times to 1700, Oxford, 1986, p.
78.

8* El texto se refiere a las creencias pre-musulmanas. (N. del T.)


4

El templo reconquistado

En la Península Ibérica no había llegado a completarse la


conquista musulmana cuando ya comenzó el contraataque cristiano
o Reconquista. Los nobles visigodos que se habían retirado a las
montañas de Asturias unieron fuerzas con los habitantes nativos
para resistir a los invasores, y hacia 722, diez años antes de la
derrota que Carlos Martel infligiera al ejército musulmán en Poitiers,
vencieron a la fuerza islámica en Covadonga dirigidos por su líder
Pelayo. Más tarde ocuparon Galicia, en el noroeste de la Península,
y fijaron una frontera entre la España cristiana y la musulmana a lo
largo del río Duero.
En el norte de España, la aguerrida tribu de los vascos recuperó
su independencia y hacia finales del siglo VIII los francos de
Carlomagno invadieron Cataluña, conquistando Barcelona en 801.
No obstante, las principales anexiones a la cristiandad occidental en
los siglos IX y X vinieron de la derrota y conversión de las tribus
paganas del norte y el este de Europa: los sajones, los ávaros, los
wendos y los eslavos. La cristiandad bizantina también se expandió
gracias a una mezcla de conquista y conversión. Aunque todavía no
existía una división abierta entre la Iglesia bizantina ortodoxa y la
romana católica, había una cierta competencia por la lealtad de los
reyes conversos. El reino de Rus, con su capital en Kiev, se inclinó
por el patriarca de Constantinopla, junto con Bulgaria y Serbia;
Hungría y Polonia se decantaron por el Papa.
El cristianismo, a pesar de las campañas misioneras de Anskar y
Rembert en el siglo IX, no echó raíces en Escandinavia hasta el
siglo X. Los vikingos, cuyas incursiones de piratería habían casi
acabado con la cristiandad celta, fueron conversos tardíos; entre los
primeros se encontraba Rollo, quien en 918, con un grupo de
seguidores, había fundado una colonia en el valle del bajo Sena con
la autorización del rey de Francia. Por su procedencia, se los
conocía como los hombres del norte: Nordemann en alemán,
Normand en francés.

La amenaza del Islam estaba siempre presente en la mente de


los líderes cristianos, que no obstante disipaban gran parte de sus
energías marciales en pelear unos con otros. En la Galia de los
reyes merovingios, donde las disputas entre la nobleza «parecían
más que nada peleas de bestias salvajes»,76 el estado no había
podido asegurar siquiera el más elemental orden público. Por su
propia seguridad y la de su familia, un hombre no tenía otra
alternativa que comprar la protección de un vecino poderoso
pagándole con alguna forma de servicio, por lo general como
soldado en sus guerras privadas. Era también la única manera de
proteger su tierra, que, con el colapso del comercio y de la
administración, era la única fuente de sustento. El término usado
para designar el compromiso del subordinado era vasallaje, y el que
designaba su «paga» era beneficio, generalmente una concesión de
tierras, aunque a veces también las rentas de instituciones
eclesiásticas. El contrato era sellado con juramentos solemnes y, si
bien aludía a términos de servidumbre, se convertía en «un estatus
codiciado, una marca de honor, por lo menos cuando se trataba de
vasallaje directo al rey».77
En teoría, este sistema feudal era una pirámide que abarcaba en
su base la totalidad de la sociedad occidental. Y la ocupación del
vértice se disputaba, en realidad, entre papas y emperadores; el
vínculo era teórico entre emperadores y reyes, y problemático entre
los reyes y sus barones. Los lazos más efectivos se formaban entre
los grandes duques, condes y príncipes —descendientes de los
vasallos de los soberanos carolingios— cuyas posesiones
territoriales eran suficientemente grandes para mantener una
poderosa fuerza de vasallos y permanecer por lo tanto
independientes del estado. Sus vasallos a su vez exigirían la lealtad
de caballeros menores cuyas posesiones materiales quizá no
ascendieran más que a un caballo, una lanza, una espada y un
escudo, pero cuya pertenencia al linaje de guerreros carolingios les
aseguraba un puesto en la élite social. En teoría, si no en la
práctica, esa lealtad era cuestión de elección: por escasos que
fueran sus recursos o humilde su origen, el caballero seguía siendo
un hombre libre ante la ley, y tenía derecho a juicio en una corte
pública.
Algunos vasallos dependían por completo de su señor, incluso en
cuanto a su caballo y armadura. Otros, aunque recibían propiedades
como beneficio, también podían poseer tierras por derecho propio o
como arrendatarios de una fundación eclesiástica. Si bien el vasallo
podía sentir gran lealtad hacia su señor, y verse por honor obligado
a acompañarlo en sus vendettas, su compromiso no era indefinido
sino que estaba regido por los usos y la ley: por ejemplo, la
obligación de prestarle servicio militar se limitaba a cuarenta días.
La lealtad, además, podía cambiar si alguna de las partes no podía
cumplir su obligación; los caballeros servían a diferentes príncipes
que pudieran proporcionarles caballos o paga. El vínculo entre señor
y vasallo no era necesariamente hereditario, pero tendió a volverse
así: el matrimonio endogámico creó un cousinage9* que conformó la
base de la lealtad al clan.

La violencia también fue endémica en el Imperio oriental y los


califatos del Islam, donde cada sucesión daba lugar habitualmente a
una guerra civil; pero si bien un emperador bizantino o un califa
podían juntar en sus manos todas las riendas del poder de un
estado unificado, los diferentes principados en los que había
terminado fraccionándose el Imperio de Occidente jamás, después
de Carlomagno, se unirían bajo el mandato de un único soberano.
Eso tuvo graves consecuencias para el papado, que, con la
desintegración del Imperio de Carlomagno por la rivalidad de sus
sucesores, «quedó indefenso en el nido de víboras de la política
italiana».78 El último Papa influyente de este período fue Nicolás I,
pontífice entre 858 y 867. Durante los cien años que siguieron a su
muerte, el puesto de sucesor de san Pedro pasó a ser una
disputada concesión de poderosas familias romanas, como la de los
Teofilacto. En 882, Juan VIII se convirtió en el primer Papa en ser
asesinado (muerto a golpes por su propio entorno). Esteban VI
mandó desenterrar y sentar al trono con sus ropas pontificias el
cadáver de su penúltimo predecesor, el papa Formoso, para juzgarlo
y condenarlo por perjurio y abuso de poder. Le fueron arrancados
los tres dedos de la mano derecha con los que bendecía a su grey, y
su cuerpo fue arrojado al Tíber. Poco después, Esteban era
depuesto por los partidarios de Formoso, quienes ordenaron su
encarcelación y posterior estrangulamiento.
La depravación personal de muchos de esos papas no significaba
necesariamente que fueran incompetentes en su manejo de la
Iglesia. Juan X, llevado al trono de san Pedro por la poderosa familia
Teofilacto, organizó una coalición de estados italianos contra los
musulmanes que acosaban el territorio romano desde hacía sesenta
años, y condujo una fuerza que tras un sitio de tres meses tomó el
bastión sarraceno en la desembocadura del río Garigliano. Dos de
los papas nombrados por el déspota romano Alberico II (León VII y
Agapito II) fueron sinceros y eficaces reformadores. Incluso Juan XI,
el hijo bastardo de Marozia Teofilacto, sancionó una reforma en la
Iglesia que guarda relación con la historia de los Templarios: puso
bajo la directa protección del pontífice romano a una comunidad de
monjes benedictinos de una abadía de Borgoña, llamada Cluny.

El monasterio de Cluny fue fundado en 910 por el duque de


Aquitania, Guillermo el Piadoso, para expiar los pecados de su
juventud y asegurarse la salvación en el mundo venidero. El hombre
elegido para conducir la comunidad fue Bernón, quien provenía de
la nobleza borgoñona y era por entonces el abad de la remota
abadía de Baume. El duque escogió también un magnífico sitio para
el monasterio, en las colinas que se alzan al oeste del río Saona.
Durante el siglo anterior, el monacato benedictino había entrado
en decadencia. Las generosas donaciones de generaciones
pasadas habían enriquecido los monasterios, volviéndolos por lo
tanto vulnerables a las demandas de los descendientes de sus
antiguos benefactores. Los ingresos se utilizaban para mantener a
los hijos de la nobleza local, quienes, sin ninguna vocación religiosa,
les serían encajados a las comunidades religiosas como abates o
priores. Los obispos locales, a menudo emparentados con señores
seculares, explotarían también esos cargos monásticos para
recompensar a sus servidores.
Para asegurar la libre elección de su abad, la comunidad de
Cluny fue puesta por el duque Guillermo bajo la directa protección
del Papa romano, al tiempo que Bernón llevaba a cabo reformas
para detener la decadencia en la práctica monástica y restaurar los
rigores de la regla original de Benito de Nursia. El movimiento
floreció y se fundó una red de casas subsidiarias bajo la dirección de
la comunidad de Cluny. Fue el abad sucesor de Bernón, Odo, quien
solicitó al disoluto papa Juan XI que extendiera la protección papal
al nuevo monasterio de Deols. Odo, al igual que Bernón, procedía
de la nobleza franca y estableció la tradición cluniacense de monjes
aristócratas pero al mismo tiempo genuinamente humildes, astutos e
inteligentes pero devotos, instruidos pero también sencillos, y
siempre alegres y divertidos.
El origen noble de Odo le permitía consultar fácilmente con papas
y príncipes, quienes a su vez confiaban en él. El papa León VII lo
invitó a Roma, donde Odo negoció un acuerdo entre Alberico II y el
rey Hugo de Italia e introdujo reformas en las comunidades
monásticas de Roma y los Estados Pontificios, entre ellas la primera
abadía de Subiaco, de Benito de Nursia. Odo fue sucedido por una
serie de abates capaces, santos y longevos —Aymard, Mayeul,
Odilón, Hugo, Pons y Pedro el Venerable— quienes juntos cubrieron
un espectro de doscientos once años. Como Odo, fueron amigos y
consejeros de emperadores, reyes, duques y papas. En 972,
mientras cruzaba los Alpes, el venerado abad Mayeul fue capturado
por salteadores sarracenos de la base de Fraxentum, en Provenza.
El abad fue más tarde rescatado, pero ese escandaloso acto de
bandolería provocó una respuesta que finalizaría con la expulsión de
Francia de los últimos musulmanes.79
La influencia de Cluny durante el siglo que siguió a su fundación
iba a ser enorme: de los seis papas que fueron monjes entre 1073 y
1119, tres procedían de Cluny; sin embargo, no fue el celo reformista
de los benedictinos cluniacenses lo que sacó al papado del fango de
la corrupción, sino la intervención de los emperadores germanos.
Tras la muerte de Carlomagno, el principio teutónico de división
igualitaria entre los herederos del rey había triunfado sobre el criterio
romano de transmisión de un imperio indivisible. Su herencia, por lo
tanto, había sido dividida en tres: Francia al oeste, Germania al este,
y entre medio un largo y angosto reino que iba de Flandes a Roma y
que se conocería como Lotaringia —en alemán, Lottringen; en
francés, Lorraine— porque fue dado al hijo mayor de Ludovico Pío,
Lotario, quien también heredó la corona imperial.
El siglo que siguió a la muerte de Carlomagno vio «el nadir del
orden y la civilización»,80 y sólo cuando los príncipes germanos
eligieron a los duques sajones como jefes fue revivido el concepto
del papa León III de un nuevo imperium romano en una versión
modificada, confiriéndosele a un príncipe germano la soberanía
sobre Germania y algunas zonas de Italia. Este «sacro Imperio
romano» fue en esencia una creación del duque de Sajonia, Otón I u
Otón el Grande, quien, habiendo derrotado a los magiares, atravesó
los Alpes en el 951 para reafirmar sus reclamos sobre Italia. Tras ser
reconocido como rey de Italia en Pavia, condujo su ejército hasta las
puertas de Roma. Allí, después de comprometerse a respetar las
libertades de la ciudad y a proteger la Santa Sede, subió al altar de
la iglesia de San Juan Laterano con su reina, Adelaida, y fue
coronado emperador por el corrupto y joven papa Juan XII.
Este renacimiento del Imperio romano no fue un mero trámite
político ni una ficción pintoresca. Europa occidental había llegado a
percibirse a sí misma como «una sola sociedad, en un sentido en el
que no lo fue antes, y en el que no lo ha sido después».81 Si bien la
lealtad inmediata era para con su señor feudal, un hombre no se
definía a sí mismo como inglés, francés o germano, sino como un
cristiano cuyo dominio universal de la fe era visible tanto en la
Iglesia como en el estado. «La primera lección del cristianismo era
el amor, un amor que debía unir en un solo cuerpo a aquellos a
quienes la desconfianza, el prejuicio y el orgullo de raza habían
mantenido separados hasta ese momento. La nueva religión formó
así una comunidad de la fe, un Sacro Imperio... [que hacía]
intercambiables los nombres de “romano” y “cristiano”.»82 No podía
haber iglesias nacionales porque no había todavía ninguna nación:
si el hombre apolítico de la Edad Media hubiera sido capaz de
conceptualizar su sentido de comunidad, habría dicho que vivía en
un estado universal.
Desafortunadamente, rara vez se logró la cooperación entre papa
y emperador de la cual dependía ese gobierno universal; y a medida
que los reformadores cluniacenses ganaban terreno dentro de la
Iglesia, su determinación para emancipar al clero de la interferencia
de los poderes laicos confrontó la autoridad de los emperadores. Un
impedimento fue la importancia atribuida por los papas de Roma a
su propio rango de príncipes seculares. La base legal para reclamar
una amplia franja de Italia central era la supuesta «donación de
Constantino», quien retribuyó una cura milagrosa de lepra realizada
por el papa Silvestre I legando la ciudad de Roma y algunas zonas
indefinidas de Italia a los sucesores de san Pedro. El documento
que establecía esa donación fue fraguado a mediados del siglo VIII,
cuando el rey franco Pipino salvó de los lombardos al papa Esteban
II y confirmó la donación de Constantino como la donación de
Pipino. Cualquiera que fuese la legalidad de la falsificación, fue
aceptada como válida por los francos; y podía pensarse que el
derecho de conquista permitía adjudicar la de Pipino a los Estados
Pontificios. Sin embargo, la donación fue enérgicamente impugnada
por los emperadores bizantinos, que, como hemos visto,
reclamarían grandes áreas de Italia y gobernarían a través de sus
exarcas desde Ravena; también sería discutida por emperadores
occidentales que se consideraban herederos del César y, por ende,
soberanos absolutos de todos los territorios que alguna vez habían
pertenecido al Imperio romano.
Como consecuencia de estos contra-reclamos de emperadores
orientales y occidentales, la política de los papas de Roma fue
siempre mantener en Italia un equilibrio de poder que les permitiera
inclinar la balanza a su favor. Pero la soberanía sobre los Estados
Pontificios no fue en modo alguno la única diferencia entre los papas
y los emperadores germanos. Más grave era el tema del poder de
los príncipes seculares para hacer nombramientos eclesiásticos
dentro de sus dominios. En teoría, los abates eran elegidos por su
comunidad; y los obispos, por el clero de sus diócesis. Pero, como
vimos en el caso de Martín de Tours, las elecciones se impugnaban
con frecuencia. No era simplemente una cuestión del calibre
espiritual del candidato sino, de manera más significativa, de sus
lealtades y afiliaciones políticas. En todo el antiguo Imperio romano,
los obispos habían asumido a menudo la tarea de la administración
secular dentro de sus diócesis. Gracias a donaciones pasadas, se
habían vuelto además poderosos terratenientes con vasallos
armados bajo su comando. Particularmente en Germania, diócesis
como las de Colonia, Münster, Maguncia, Wurzburgo y Salzburgo
eran principados soberanos. La lealtad del hombre que blandía el
báculo era, por lo tanto, de capital importancia para el emperador
sacro romano y los príncipes germanos; pero el derecho al báculo
venía con el palio, la banda de lana blanca usada sobre los
hombros, que era el símbolo de su cargo y concesión del Papa.
Las crecientes diferencias entre papas y emperadores llegaron a
una abierta ruptura durante el pontificado de Hildebrando, hombre
de una modesta familia de Toscana que había sido el consejero
indispensable de los cuatro papas que lo precedieron antes de ser
elegido papa por aclamación popular en 1073, adoptando el nombre
de Gregorio en honor a Gregorio Magno. Como su ilustre
predecesor, Gregorio era un hombre de excepcional inteligencia y
capacidad, con larga experiencia en la administración de la Iglesia.
Fue enérgico en su apoyo a la reforma, promulgando decretos
contra la simonía (la venta de nombramientos eclesiásticos) y el
matrimonio de los clérigos, pero también prohibió la investidura laica
de obispos, medida por la que entró en conflicto directo con el
emperador Enrique IV. Enrique convocó un sínodo de obispos
germanos para deponer a Gregorio; Gregorio, a su vez, excomulgó
a Enrique y liberó a sus súbditos de sus votos de lealtad; porque
entre los derechos que reclamaba para el pontífice romano en su
Dictatus papae figuraba un poder judicial y legislativo supremo por
encima de todos los príncipes temporales y espirituales.
La dispensa papal de sus votos de lealtad fue aprovechada por
los opositores de Enrique y obligó al emperador, en 1077, a buscar a
Gregorio en el castillo de Canossa, en el norte de Italia, y pedirle su
perdón delante de las puertas, descalzo sobre la nieve. Pero la
humillación de Enrique no puso fin al conflicto, que, en parte por la
naturaleza inflexible de Gregorio, continuó durante todo su reinado.
En 1084 perdió Roma frente a las fuerzas de Enrique y debió ser
rescatado por una nueva potencia que había surgido al sur de los
Estados Pontificios: el reino normando de Sicilia.

«El establecimiento de los normandos en los reinos de Nápoles y


Sicilia —escribió Gibbon— es un acontecimiento muy romántico en
su origen, y muy importante en sus consecuencias tanto para Italia
como para el Imperio Oriental.»83 Sólo algunas generaciones
después de que Rollo y sus vikingos se asentaran en el norte de
Francia, el cristiano y franco-parlante ducado de Normandía se
había convertido en una potencia europea. En 1066, el tataranieto
de Rollo, Guillermo, derrotó al rey Haroldo de Inglaterra en la batalla
de Hastings y concretó su pretensión al trono inglés.
A diferencia de la conquista normanda de Inglaterra, la incursión
normanda en el sur de Italia fue una iniciativa privada tomada en un
santuario dedicado al arcángel Miguel en el monte Gargano, que se
adentra en el mar Adriático en la región de la Apulia; el acicate, por
así decirlo: el botín italiano. Allí, a comienzos del siglo XI, un grupo
de peregrinos normandos se encontró con un exiliado griego de la
cercana ciudad de Bari, por entonces en poder del Imperio
bizantino. El hombre los convenció de abrazar su causa. De regreso
a Normandía, los peregrinos reclutaron un ejército de aventureros
que cruzaron los Alpes disfrazados de peregrinos y, aunque
fracasaron en el asalto de Bari, se convirtieron en una formidable
banda de mercenarios muy demandados por los gobiernos rivales
de la mitad meridional de la península itálica: su coraje, energía,
agresividad y destreza combativa los llevaron a abrumar, una y otra
vez, a las fuerzas considerablemente mayores desplegadas contra
ellos por los duques lombardos de Nápoles, Salerno y Benevento o
por los agentes de los emperadores de Constantinopla.
Para los rudos hombres del norte, esos ricos territorios
gobernados por «tiranos afeminados» estaban a punto para ser
tomados; y tras algunas décadas, establecieron su dominio sobre el
sur de Italia, quedando sólo las ciudades costeras en manos
bizantinas. Después de ayudar en un comienzo a los bizantinos, que
querían reconquistar Sicilia destituyendo a los musulmanes que la
controlaban desde hacía doscientos años, los normandos se
apoderaron del proyecto. El clan familiar de los Hauteville, de la
nobleza menor normanda, ganó importancia sobre sus pares
barones. En 1060, Roger Guiscard capturó Reggio y Messina, en la
costa de Sicilia, y tras treinta años de lucha contra los musulmanes
conquistó toda la isla; mientras tanto, las ciudades de Bari y
Salerno, en la península italiana, se rendían ante su hermano
Robert.
Al principio, los papas de Roma se alarmaron por el surgimiento
de esos estados normandos; en 1053, León IX encabezó un ejército
en contra de los mismos, siendo derrotado en la batalla de Civitate.
El Papa fue hecho prisionero, pero recibió un buen trato de los
normandos porque la corona que éstos codiciaban dependía del
pontífice. Vislumbrando un provecho en un poder que podía
desequilibrar a los emperadores germanos, la política de los papas
se invirtió. El papa Nicolás II, aconsejado por Hildebrando, el futuro
papa Gregorio VII, otorgó a los normandos los principados de Apulia
y Sicilia a cambio de aceptar su protectorado absoluto y de prometer
asistencia militar. El papa Alejandro II, de nuevo aconsejado por
Hildebrando, envió estandartes y garantizó indulgencias a los
caballeros franceses que pelearan contra los musulmanes en Sicilia
y España. La política dio frutos cuando los normandos, conducidos
por Robert Guiscard, salvaron a Hildebrando del ejército del
emperador germano, Enrique IV. No obstante, los normandos
malquistaron tanto a los ciudadanos de Roma que el Papa debió
abandonar la ciudad y huir a Montecassino y luego a Salerno, donde
murió, insistiendo en que moría en el exilio sólo porque había
«amado la justicia y odiado la iniquidad».

El reclamo de Hildebrando de una autoridad absoluta tanto sobre


los poderes seculares como espirituales para la figura del Papa
involucraba un sentido de responsabilidad por la fortuna de la
cristiandad; y una de sus ambiciones incumplidas fue el envío de un
ejército cristiano contra el Islam. Hasta entonces, la amenaza
sarracena había estado suficientemente cerca de Roma para que
los papas permitieran a los bizantinos emprender la guerra en el
frente oriental. Pero había una rivalidad y un desprecio endémicos
respecto de los griegos bizantinos. No era sólo la propensión de los
emperadores bizantinos a sacarles los ojos a sus rivales lo que
afrentaba a los cristianos católicos —incluso los papas habían
recurrido a barbaridades de esa especie—, sino que los griegos
eran vistos como gente traicionera, corrompida por la decadencia de
Oriente. Los emperadores bizantinos empleaban eunucos no
simplemente como guardianes de sus esposas, sino también como
altos dignatarios en la Iglesia y el estado: sólo cuatro cargos les
estaban negados, y «muchos padres ambiciosos hacían castrar a un
hijo menor como algo normal».84 El obispo italiano Liudprando de
Cremona, enviado por el emperador de Occidente Otón I en una
misión diplomática a Constantinopla, describía ésta como «una
ciudad llena de mentiras, trampas, perjurio y codicia, una ciudad
rapaz, avara y vanagloriosa»; pero en esos juicios occidentales de la
capital bizantina había sin duda una cuota de resentimiento hacia la
arrogancia de los bizantinos, y de envidia de una metrópolis que
superaba a Roma en tamaño y esplendor, que nunca había sido
saqueada por un ejército bárbaro y que, más allá de la ocasional
crueldad empleada en el ejercicio del poder, mostraba una sociedad
profundamente religiosa en donde las capacidades intelectuales
eran muy valoradas y en cuyas clases media y alta el analfabetismo
era virtualmente desconocido.
En otras palabras, el Imperio de Oriente, a pesar de ser
susceptible a las influencias orientales, había conservado más
virtudes del antiguo estado romano unificado que las conservadas
por el Imperio de Occidente. Había mantenido una administración
pública asalariada y un ejército estable disciplinado y profesional. A
diferencia de los ejércitos ad hoc de individuos ingobernables que se
veían en Europa occidental, reunidos para períodos de tiempo
limitados conforme al uso feudal, las unidades regulares de los
ejércitos bizantinos podían ser adiestradas para responder a
órdenes complejas de estrategas capacitados en la ciencia militar. El
estado mejor manejado del mundo tenía en ese momento el ejército
más eficiente.
Entre las ramas oriental y occidental de la Iglesia cristiana habían
surgido profundas diferencias en temas como la primacía de una de
las dos sedes patriarcales y la lealtad religiosa de pueblos
recientemente convertidos, como los búlgaros, y en cuestiones de
doctrina: no sólo sobre la famosa cláusula filoque del Credo, que
sigue siendo esotérica hasta para los teólogos más eruditos, sino, y
más importante, sobre la veneración de imágenes o iconos de Cristo
y de los santos. En el siglo VIII, los emperadores orientales se
habían inclinado hacia la postura musulmana, sosteniendo que la
veneración de iconos no se distinguía de la adoración de estatuas y,
por lo tanto, debía prohibirse. La controversia aparejada condujo a
un siglo de violencia y persecución: los papas de Roma condenaron
la iconoclastia, que, de haberse impuesto en toda la cristiandad,
habría matado en embrión el arte pictórico, que sería una de las
más exquisitas manifestaciones de la civilización occidental; ningún
Fra Angelico, ningún Rafael ni ningún Da Vinci hubieran existido.
Pero el conflicto había afectado adversamente a las relaciones entre
las ramas griega y latina de la cristiandad, relaciones que
alcanzaron su nadir con el intercambio de anatemas y
excomuniones en 1054.
No obstante, tratándose del conflicto endémico entre Bizancio y el
Islam, jamás hubo duda alguna de que las lealtades latinas estaban
con sus pares cristianos del este. Durante un tiempo, después de la
primera oleada de la conquista musulmana, se había fijado una
frontera entre el Imperio bizantino y el califato abasida de Bagdad,
ubicada en los Montes Taurus, al norte de Antioquía, en el rincón sur
de Asia Menor. A principios del siglo X, las fuerzas imperiales se
embarcaron en una campaña de reconquista que condujo a la
recuperación de Chipre y el norte de Siria, incluida la ciudad de
Alepo. Aunque Jerusalén seguía aún en manos de los califas
fatimíes que gobernaban desde El Cairo, la ciudad de Antioquía —
mucho mayor y sede también de un patriarca— estaba nuevamente
en manos cristianas. Hacia 1025, el Imperio bizantino se extendía
desde el Estrecho de Messina y el norte adriático al oeste, hasta el
Danubio y Crimea al norte y las ciudades de Melitina y Edesa al
este, al otro lado del Éufrates.
Pero esa supremacía militar no se mantuvo. Un cambio social
interno a favor de los grandes terratenientes del Imperio había
llevado a la desaparición de la clase de pequeños agricultores de
Anatolia, que hasta entonces habían abastecido de soldados al
ejército bizantino, aumentando así la dependencia de soldados
mercenarios; y desde el exterior, apareció en las fronteras orientales
del Imperio bizantino una nueva oleada de conquistadores
islámicos, los turcos selyúcidas.

Los selyúcidas eran una tribu de saqueadores nómadas de las


estepas de Asia Central, que en el siglo X habían conquistado el
territorio del califato de Bagdad y, abrazando el Islam, se habían
proclamado a sí mismos vencedores de los musulmanes sunnitas.
Inspiradas por la misma mezcla de fervor religioso y amor al saqueo
que tuvieron los árabes fundadores del Islam, otras oleadas de
tribus turcomanas emparentadas se acercaron con intención
predatoria a las fronteras orientales del Imperio bizantino.
En 1071, bajo el gobierno del sultán Alp Arslan, los selyúcidas se
enfrentaron en Manzikert, cerca del lago Van, en Armenia, a un
enorme ejército bizantino compuesto en gran medida por
mercenarios reclutados por el emperador Romanus IV Diógenes.
Los bizantinos fueron derrotados y el emperador fue hecho
prisionero por Alp Arslan. Nada detenía ya el avance turco: las tribus
turcomanas invadieron Asia Menor y para 1081 habían tomado
Nicea, situada a unos 150 kilómetros de Constantinopla, y
establecido una provincia en Asia Menor, que, por haber formado
parte del Imperio romano, fue llamada sultanato de Rum.
La fuerza de los bizantinos se había visto minada por la
necesidad de emprender una guerra en un segundo frente. En el
mismo año de la batalla de Manzikert, Bari, su último bastión en
Italia, se había rendido a los normandos de Sicilia comandados por
Robert Guiscard, quien a la sazón cruzó el Adriático, tomó el puerto
de Dyrrhachium y planeó un avance hacia Tesalónica. Los
bizantinos no pudieron resistir. Asia Menor, controlada entonces por
los turcos selyúcidas, había sido su principal abastecedora de maíz,
y proveedora además de la mitad de sus recursos humanos. El que
fuera una vez el poderoso Imperio de Oriente se hallaba reducido a
un pequeño estado griego que afrontaba la aniquilación. En la crisis,
los bizantinos tuvieron el buen criterio de elevar al trono imperial a
su general más capacitado, Alejo Comneno. La providencia también
acudió en su ayuda, con las muertes del líder normando, Robert
Guiscard, y del sultán selyúcida, Alp Arslan. Sin embargo, la
situación de los bizantinos seguía siendo aguda, y el emperador
Alejo apeló entonces a los cristianos de Occidente.
El primer acercamiento de Alejo a la cristiandad occidental se
produjo a través de Roberto, conde de Flandes, quien en 1085
había enviado un pequeño contingente de caballeros a
Constantinopla. Quizá fuera Robert quien informara a Alejo de que
el Papa tenía ahora en Europa occidental más peso que el propio
emperador, y en la primavera de 1095, delegados bizantinos
llegaron al concilio de la Iglesia que se estaba celebrando en
Piacenza, en el norte de Italia.
El papa que presidía el concilio de Piacenza era un borgoñón
llamado Odo de Lagery, hijo de una familia de la nobleza menor
borgoñona afincada en Chatillon-sur-Marne. Su origen era, por lo
tanto, el mismo que el de los líderes de la reforma cluniacense, y
también su educación lo había imbuido de fervor religioso. En las
escuelas catedralicias de Reims fue alumno del excepcional Bruno,
quien en 1084 había fundado una comunidad de monjes en un lugar
remoto de los Alpes, la casa madre de la orden cartujana, La
Grande Chartreuse, cerca de Grenoble. Odo de Lagery se había
ordenado sacerdote en Reims, y ascendió en los cargos de la
administración arzobispal hasta llegar a ser archidiácono de la
catedral; pero, luego, en 1070, abandonó el clero regular para
ingresar como monje en el monasterio de Cluny. Durante un tiempo
desempeñó el cargo de prior a las órdenes del abad Hugo, pero
posteriormente fue llamado a Roma, donde Hildebrando, el
entonces papa Gregorio VII, lo nombró obispo cardenal de Ostia. En
1088 fue elegido papa y tomó el nombre de Urbano II.
Hombre cortés, conciliador y bien parecido, Urbano II tuvo con
respecto a su cargo la misma alta estima que su mentor, Gregorio
VII, pero mostró mucho más tacto en el ejercicio de su autoridad en
las difíciles circunstancias de la época. Su política de conciliación se
extendió a Bizancio: en 1089, durante el concilio de Melfi, había
levantado el edicto de excomunión que pesaba sobre el emperador
Alejo, recibiendo respuestas igualmente conciliadoras desde
Constantinopla. El reacercamiento animó a Alejo a solicitar ayuda a
la Iglesia latina. Sus embajadores fueron admitidos en el concilio de
Piacenza y los padres de la asamblea escucharon la elocuente
descripción del sufrimiento que atravesaban sus hermanos
cristianos del este. Al concluir el concilio, los obispos se dispersaron
llevándose una clara idea de la amenaza que significaba el avance
de los infieles; camino de Francia, Urbano II llevaba en tanto sobre
sí, como príncipe de los apóstoles, todo el peso de su
responsabilidad personal por el destino de la Iglesia universal de
Cristo.

Después de cruzar los Alpes, Urbano fue primero a Valence,


sobre el Ródano, y luego a Le Puy, cuyo obispo era otro prelado
aristócrata, Adhemar de Monteil. Adhemar había peregrinado a
Jerusalén unos años antes y pudo brindarle al papa el beneficio de
su experiencia. Desde Le Puy, el papa Urbano llamó a los obispos
de la Iglesia católica a reunirse con él en Clermont, en noviembre
del mismo año. Se dirigió luego hacia el sur, a Narbona, a sólo
ciento sesenta kilómetros del frente occidental de la cristiandad al
otro lado de los Pirineos. Estaba ahora en Provenza, gobernada por
aquel entonces por un experimentado adversario de los sarracenos
de España, Raymond de Saint-Gilles, conde de Toulouse y marqués
de Provenza. Desde Narbona, Urbano II se dirigió hacia el este por
la costa del Mediterráneo hasta Saint-Gilles, sobre el estuario del
Ródano, y de nuevo al norte por el valle del Ródano hasta Lyon,
adonde llegó en octubre. De allí siguió hasta Cluny, en Borgoña,
donde ya había sido prior una vez, y consagró el altar mayor de la
gran iglesia que durante muchos años sería la mayor de Europa
occidental. Desde Cluny continuó hacia el norte hasta Souvigny para
rezar ante la tumba del abad Mayeul, que en el siglo anterior había
sido secuestrado por los sarracenos mientras cruzaba los Alpes,
había rechazado además la tiara papal y era entonces reconocido
como uno de los más santos de los abates de Cluny.
¿Cuáles fueron los pensamientos de Urbano mientras rezaba
ante la tumba de Mayeul? Sin duda, sintió que algo debía hacerse
para ayudar al Imperio bizantino en su lucha contra los turcos
selyúcidas. Pero había también un interés urgente por parte de la
Iglesia occidental: el libre paso de los peregrinos a Tierra Santa.
Desde hacía ya muchos siglos, el peregrinaje era parte integral de la
vida devocional del cristiano. Cada año, miles de fieles viajaban por
toda Europa para rezar en santuarios reverenciados: el de Miguel el
Arcángel en Monte Gargano, por ejemplo, que atrajo a los
caballeros normandos al sur de Italia; o el del apóstol Santiago en
Compostela, Galicia, en el norte de España; a veces empezaban por
la abadía de Vézelay, en Borgoña, que albergaba las reliquias de
María Magdalena, o por la misma abadía de Cluny. O acudían a
Roma a orar ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo: como
hemos visto, fue a un grupo de peregrinos anglosajones al que los
sarracenos masacraron cuando atacaron Roma en el siglo IX.
Sin embargo, el destino más preciado por todos los peregrinos
era Tierra Santa: el suelo pisado por Dios hecho Hombre, su aldea
natal de Nazaret, su lugar de nacimiento en Belén y, sobre todo, el
lugar de su resurrección de entre los muertos, la iglesia del Santo
Sepulcro en Jerusalén. El viaje era una empresa cara y arriesgada.
La manera más sencilla de viajar a Palestina era por mar, en los
barcos de los mercaderes amalfitanos, pero implicaba los peligros
de la piratería y el naufragio. El viaje por tierra resultó más fácil con
la conversión de Hungría al cristianismo a principios del siglo XI; y,
hasta la invasión selyúcida, la ruta de 2.400 kilómetros a través del
Imperio bizantino desde Belgrado hasta Antioquía fue relativamente
segura; pero al entrar en la Siria islámica, el cristiano podía ser
objeto de hostigamiento y onerosos peajes.
Nada de eso detenía a los peregrinos, para quienes los peligros y
sufrimientos padecidos en el viaje eran parte del objetivo. Para
muchos, «el peregrinaje era una forma de martirio»85 que
aseguraba la salvación de su alma. A veces era impuesto como una
forma de penitencia que expiaría los pecados más graves; «la
expresión más importante de la renovada espiritualidad del siglo XI
—originada en Cluny— fue el peregrinaje penitencial»;86 y uno
encuentra a algunos de los más famosos villanos de la época, como
Fulk Nerra de Anjou o Roberto el Demonio, conde de Normandía,
huyendo a Jerusalén para escapar del castigo divino por sus
crímenes; Fulk, como la esposa de Bath de Chaucer, tres veces.
Esos peregrinajes penitenciales eran alentados y organizados por
la Iglesia. Los monjes de Cluny presentaban la peregrinación a
Jerusalén como el clímax de la vida espiritual de un hombre: una
ruptura de los lazos que lo ataban al mundo, con Jerusalén, la
Ciudad Santa, como la antecámara del mundo por venir. Así como el
buen musulmán estaba obligado a ir en peregrinación a La Meca al
menos una vez en su vida, del mismo modo la ambición de muchos
cristianos devotos era tocar el Santo Sepulcro de Cristo antes de
morir. «De hecho, la actitud de los cristianos del siglo XI respecto a
Jerusalén y Tierra Santa era obsesiva.»87
En general, en el curso de los cuatro siglos en que Palestina
había estado gobernada por los sucesores del Profeta, a las
«Gentes del Libro» se les había permitido acceder a sus santuarios
sagrados. La única persecución abierta de cristianos había tenido
lugar a comienzos del siglo XI, durante el reinado del fanático califa
egipcio al-Hakim, quien ordenó la destrucción de todas las iglesias
cristianas en sus dominios, entre ellas la iglesia del Santo Sepulcro
de Jerusalén; pero su sucesor había autorizado su reconstrucción.
No obstante, sólo unos treinta años antes del momento en que el
papa Urbano se arrodillara ante la tumba del abad Mayeul, el
arzobispo de Maguncia, junto con los obispos de Utrecht, Bamberg y
Ratisbona, había conducido desde el Rin hasta el Jordán a un grupo
de siete mil peregrinos que, al ser emboscados por una partida de
musulmanes cerca de Ramleh, en Palestina, se habían visto
obligados a luchar para defenderse.
Otra consideración que quizás hubiera estado en la mente del
papa Urbano, aunque nunca ha podido determinarse y continúa
siendo materia de conjetura, fue la necesidad de encontrar una
salida para las energías excedentes de la clase guerrera franca.
Como procedía de esa clase, Urbano II conocía bien el problema
que planteaban los caballeros belicosos, cuyo único talento era su
habilidad con la lanza y la espada. Descendientes de los
compañeros de batalla de los reyes merovingios y carolingios, los
caballeros se convierten entonces en una casta distinguida de la
sociedad, en una élite militar. Pero el costo necesario para equipar a
un caballero era considerable: la cota de malla, el escudo, la
espada, la lanza, el yelmo y el caballo. Si bien algunas costumbres y
precedentes del pasado bárbaro mitigaban la imposición de la
fuerza, la mayoría de las disputas se resolvían con la espada. El
ataque depredador a cosechas o al ganado de vecinos era tan
común entre los caballeros cristianos de la Edad Media como entre
las tribus árabes antes del advenimiento de Mahoma. «La violencia
estaba en todas partes y afectaba a muchos aspectos de la vida
cotidiana.»88 Aunque las diferencias se llevaban ante la corte,
muchas veces dejaban que Dios resolviera la cuestión por medio de
un duelo o un juicio de ordalía.
Para limitar el conflicto endémico entre los diferentes grupos de la
nobleza rapaz de la cristiandad, y sobre todo para proteger de sus
manos la propiedad de la Iglesia, los papas y obispos habían tratado
de imponer las habituales sanciones de interdicto (la prohibición de
la misa y la denegación de los sacramentos) y excomunión (la
expulsión de la Iglesia); más tarde, habían sumado también el
concepto de «tregua de Dios», es decir, la designación de ciertos
días sagrados o momentos de penitencia del año en los que estaba
prohibido pelear. Pero ese recurso sólo había tenido un éxito parcial.
La cristiandad de Occidente seguía viéndose escandalosamente
afectada por la lucha fratricida. Cuánto más sabio hubiera sido
aprender del ejemplo de normandos como los Hauteville, quienes
habían canalizado su agresividad conquistando nuevos reinos a
expensas del Islam.
Con estas ideas en su mente, el papa Urbano II dejó la tumba del
abad Mayeul y regresó al sur, a Clermont, para encontrarse con los
aproximadamente trescientos obispos que respondieron a su
convocatoria. El concilio, reunido en la catedral desde el 19 hasta el
26 de noviembre, aprobó una serie de decretos contra los abusos
habituales de la investidura laica, contra la simonía y contra el
matrimonio de los sacerdotes. El rey Felipe de Francia fue
excomulgado por sus relaciones adúlteras con Bertrada de Montfort
y el concilio refrendó la idea de la tregua de Dios.
El martes 27 de noviembre, los padres del concilio fueron
llamados a reunirse en un descampado en los extramuros de la
ciudad para una sesión abierta a los seglares. Se había montado el
trono papal sobre una plataforma para permitir que Urbano II se
dirigiera a la enorme multitud congregada para escuchar lo que
tenía que decir. Aunque las crónicas de su discurso fueron escritas
después del acontecimiento, y probablemente hayan estado
influidas por lo que éste inspiró, parece ser que el Papa habló
primero de los reveses de los cristianos bizantinos en Oriente y del
sufrimiento que habían soportado en manos de los turcos
selyúcidas; pasó luego a describir la opresión y el hostigamiento que
se profirió a los peregrinos cristianos que viajaban a la ciudad santa
de Jerusalén, conjurando imágenes de Sión que debieron de
resultar muy familiares a los allí congregados, si consideramos el
canto habitual de los salmos. Con la elocuencia triunfalista y el
fervor genuino de un experimentado predicador, recordó a los
oyentes el ejemplo de sus antepasados en la época de Carlomagno.
Los exhortó a dejar de pelear entre sí por viles motivos de venganza
y codicia, y a volver en cambio sus armas contra los enemigos de
Cristo. Él, a su vez, como el sucesor de san Pedro con los poderes
otorgados por Dios de «atar y desatar» en esta tierra, prometió que
aquéllos que se entregaran a la causa con espíritu penitente serían
absueltos de sus pecados anteriores y obtendrían completa remisión
de las penitencias terrenales impuestas por la Iglesia.
El llamamiento de Urbano fue recibido con entusiastas gritos de
Deus le volt —Dios lo quiere— y, en un gesto dramático que
seguramente había sido ensayado por los dos líderes eclesiásticos,
Adhemar de Monteil, obispo de Le Puy, se arrodilló ante el Papa y le
rogó que le permitiera unirse a esa guerra santa.89 Un cardenal del
entorno del Papa también se arrodilló y dirigió a la muchedumbre en
el Confiteor la confesión de sus pecados, tras lo cual el sumo
pontífice le concedió la absolución.
Un escritor del siglo XX ha descrito el llamamiento del papa
Urbano como una «combinación de piedad cristiana, xenofobia y
arrogancia imperial».90 Otros han sugerido que, al proclamar
Jerusalén como el objetivo de la cruzada cuando la llamada del
emperador Alejo había sido de ayuda militar en Anatolia contra los
turcos selyúcidas, el Papa no hacía sino beneficiarse de la
ignorancia y credulidad de su grey. De cualquier modo, es evidente
que los expertos en efectos especiales no son una invención del
siglo XX: ya en el concilio de Piacenza los emperadores de Alejo
habían exagerado el apremio de Jerusalén precisamente porque
«resultaría un eslogan de propaganda efectivo en Europa».91 El
objetivo del Papa, por otra parte, era la «defensa de los cristianos
dondequiera que estuvieran siendo atacados. “Porque no sirve
liberar cristianos de los sarracenos en un lugar y entregarlos a la
tiranía y la opresión sarracenas en otro”».92
¿Tenía el Papa algún escrúpulo de conciencia en cuanto al uso
de la violencia? En la Iglesia de la primera época, el mandato de
Jesús de poner la otra mejilla se había tomado en general al pie de
la letra, y la violencia se juzgaba pecaminosa por lo tanto en
cualquier circunstancia. Fue Agustín de Hipona quien la justificó en
legítima defensa; su postura, expresada en varias de sus obras,
había sido recogida en el siglo XI por Anselmo de Lucca. Había sido
incorporada al pensamiento papal durante el pontificado de Gregorio
VII, en relación a la reconquista de Sicilia y España y, de hecho,
ante la noticia de la derrota bizantina en Manzikert, cuando en
nombre del apóstol Pedro llamó dos veces a los fieles a sacrificar
sus vidas para «liberar» a sus hermanos de Oriente.
Ahora la postura de Agustín se unió al concepto de peregrinación
penitencial, provocando «la oleada culminante a Tierra Santa de un
culto del Santo Sepulcro que había generado regularmente
peregrinaciones masivas a Jerusalén a lo largo del siglo XI...».93
Los peregrinos serían armados para asegurar, en palabras del papa
Urbano, que los sarracenos «no aplasten más bajo sus talones a los
fieles de Dios». Las indulgencias que prometía a los cruzados, y los
privilegios que les concedía, apenas se distinguían de los otorgados
a los peregrinos: «Cuando se inició la marcha, parecía [...]
pertenecer absolutamente al mundo tradicional de la peregrinación a
Jerusalén.»94
En esto, fiel a su vocación cluniacense, el Papa demostró que le
interesaba tanto lo que la cruzada podía hacer por el cruzado como
aquello que el cruzado pudiera hacer por «la Iglesia asiática». Varias
veces se refirió al mandato de Cristo de abandonar esposa, familia y
propiedad por amor a él, tomar la cruz10* y seguirlo. Para dar
contenido al símbolo, se repartían cruces de tela en Clermont entre
todos aquellos que juraban unirse a la campaña. Las cruces se
cosían al sobreveste no sólo para expresar ese compromiso
sagrado, sino también para mostrar que el cruzado tenía derecho a
ciertos privilegios y exenciones legales. La familia y las posesiones
del cruzado serían protegidas por la Iglesia. El cruzado era eximido
de impuestos y se le concedía una moratoria en sus deudas. A
cambio, debía cumplir su obligación: el hombre que renegaba de su
voto era automáticamente excomulgado.
Aunque en Sicilia y España, como hemos visto, se habían
sentado precedentes de una guerra santa librada por los cristianos
contra los musulmanes, es evidente que el llamamiento hecho por el
papa Urbano en Clermont fue visto como un trascendental «shock
en el sistema comunitario [y] algo diferente de cualquier cosa que se
hubiera intentado antes».95 Para consternación de Urbano, la
respuesta más inmediata y radical no se dio entre la clase de los
caballeros, como él esperaba, sino entre los pobres. Mientras
Urbano continuaba su prédica por Francia, evitando los territorios
controlados por el rey Felipe, a quien el concilio había condenado,
un grupo de predicadores populares enfervorizó a la vulnerable e
idealista chusma del norte de Europa y formó un ejército mal
equipado e indisciplinado que partió sin más preámbulos a derrotar
a los sarracenos y a liberar Jerusalén.
Su líder era un carismático predicador de Normandía conocido
como Pedro el Ermitaño, quien afirmaba haber recibido una
notificación del cielo autorizando la cruzada. Los obispos hicieron
todo lo posible para disuadir de la idea a los ancianos y a los
enfermos, y prohibieron específicamente a los monjes y al clero ir a
la cruzada sin el permiso de sus superiores; pero el movimiento se
escapó de control. El señuelo de la aventura y la promesa de
recompensa espiritual resultaron irresistibles. Como aún podemos
ver en la estatuaria de las catedrales medievales, la población vivía
con un miedo real a los tormentos del infierno. Y allí había una
oportunidad de oro. Los hombres casados no podían acudir sin el
permiso de sus esposas, pero muchos ignoraron la prohibición. Una
mujer encerró a su marido en casa para evitar que escuchara la
prédica de la cruzada, pero cuando él oyó por la ventana lo que se
ofrecía, saltó afuera y tomó la cruz.
La cruzada tuvo así un comienzo catastrófico. Las fuerzas
conducidas por Pedro el Ermitaño y un caballero llamado Walter
Sans-Avoir atravesaron Germania y Hungría en un cierto orden;
pero, mientras marchaban río abajo bordeando el Rin, los
contingentes de germanos al mando de un sacerdote llamado
Gottschalk y de un barón menor, el conde Emich de Leinigen,
atacaron las comunidades judías que encontraron en las ciudades
de Trier y Colonia. Ésa no era probablemente la chusma
indisciplinada en la que alguna vez se había pensado. «Esos
ejércitos tenían cruzados procedentes de todas partes de Europa
occidental, dirigidos por capitanes con experiencia.»96 No obstante,
eran casi con seguridad incapaces de establecer una distinción
significativa entre judíos y musulmanes; probablemente habían
contado con el pillaje en route para financiar el viaje a Palestina; y
sólo podían concebir la cruzada en los términos familiares de una
vendetta que los obligaba a vengar el sufrimiento de sus pares
cristianos de Oriente. En consecuencia, siguió una serie de
pogroms: masacres, conversiones forzadas y suicidios colectivos de
judíos para santificar su fe (kiddush ha-shem), como los de los
zelotes de Masada doce siglos antes.
A principios del siglo, la Iglesia había mostrado una clara
conciencia del peligro al que se exponían las comunidades judías en
semejantes circunstancias: el papa Alejandro VI había escrito a los
obispos de España ordenándoles proteger a los judíos en sus
diócesis, «no vaya a ser que los maten aquellos que están a punto
de pelear contra los sarracenos de España».97 En ese momento, en
algunas ciudades germanas, los obispos y la nobleza local tomaron
a los judíos bajo su protección y el clero amenazó con la
excomunión a los fieles que los dañaran. No sirvió de mucho. El
cronista cristiano Albert de Aix describe cómo en Maguncia los
aspirantes a cruzados

después de romper los cerrojos y derribado las puertas [...]


apresaron y mataron a setecientos que buscaron en vano
defenderse de fuerzas ampliamente superiores a las suyas; las
mujeres también fueron masacradas, y los niños, cualquiera
que fuera su sexo, pasados por la espada. Los judíos, viendo a
los cristianos erigirse en enemigos de ellos y de sus hijos, sin
ningún respeto por la debilidad de los ancianos, tomaban a su
vez las armas contra sus correligionarios, contra sus esposas,
sus hijos, sus madres y sus hermanas, y los masacraban. Una
cosa horrible de contar: las madres tomaban las espadas y les
cortaban la garganta a los hijos que llevaban en su regazo,
prefiriendo matarse con sus propias manos antes que sucumbir
a los golpes de los incircuncisos.98

Las atrocidades no se limitaron a Renania: en Speyer (Spira) y


Worms, y en lugares tan alejados como Rouen, al oeste, y Praga, al
este, los cruzados atacaron a los judíos. Sin duda, el fervor religioso
de la turba asesina «era tan sólo un pobre intento de ocultar el
verdadero motivo: la codicia. Puede presumirse que el botín
obtenido de los judíos suponía para muchos cruzados el único
recurso para financiar semejante viaje».99 Tampoco fueron los
judíos las únicas víctimas de su criminalidad: en Hungría, la canalla
predadora comenzó a saquear a los habitantes del lugar, para
terminar siendo masacrada. Albert de Aix escribió más tarde que
muchos cristianos creían que ése fue un castigo de Dios a «los que
pecaban ante Él con gran impureza, y comerciaban con prostitutas y
mataban a los judíos que pasaban [...] más por avaricia de dinero
que por justicia de Dios».100
Mientras tanto, la fuerza conducida por Pedro el Ermitaño y
Walter Sans-Avoir había llegado a Constantinopla escoltada por la
caballería de los recientemente conquistados pechenegos, a
quienes el emperador Alejo usaba como policía militar. Aunque se
les aconsejó esperar al resto del ejército cruzado, los seguidores de
Pedro se impacientaron y comenzaron a saquear los suburbios de la
ciudad. Alejo dispuso que fueran trasladados al otro lado del Bósforo
y alojados en un campamento militar próximo al territorio controlado
por los selyúcidas. Una exitosa incursión llevada a cabo por un
contingente francés alentó a algunos germanos a seguir el ejemplo.
Cuando fueron atrapados por los turcos, la fuerza principal acudió a
rescatarlos, pero fue aniquilada por los turcos el 21 de octubre de
1096. Eso marcó el ignominioso final de la Cruzada del Pueblo.

Dos meses después de la aplastante derrota sufrida por esa


indisciplinada vanguardia en Xerigordon, en las cercanías de Nicea,
los primeros contingentes del tipo de ejército que había concebido el
papa Urbano comenzaron a reunirse en Constantinopla. El primero
en llegar fue el conde Hugo de Vernandois —un primo del rey de
Francia—, que había llegado por mar con un pequeño grupo de
caballeros y hombres de armas. El 23 de diciembre arribó una tropa
mucho más fuerte comandada por Godofredo de Bouillon, duque de
Baja Lorena, sus hermanos —Eustaquio, conde de Boulogne, y
Balduino de Boulogne—, y su primo Balduino de Le Bourg.
Descendientes por vía paterna y materna de Carlomagno (y,
según una leyenda posterior, de un cisne), esas cuatro figuras eran
paradigmas clásicos del guerrero franco vencedor de la Iglesia. Su
séquito corporizaba la diversidad del antiguo imperio franco, con
caballeros germano y franco-parlantes. Godofredo había asumido el
ducado de Baja Lorena durante el gobierno del emperador Enrique
IV, pero el hecho de que vendiera todas sus propiedades y su
castillo de Bouillon para financiar su participación en la cruzada
sugiere que no tenía pensado regresar a casa, aunque queda poco
claro si su objetivo era alcanzar un principado en Oriente o la corona
del martirio.
Llegó después un contingente de normandos desde el sur de
Italia, al mando de Bohemundo de Taranto, de cuarenta años, el hijo
mayor de Robert Guiscard. En esta ocasión había menos
ambigüedad: los antecedentes normandos sugerían que traían
intenciones predadoras, y le daban al emperador Alejo algún motivo
para intranquilizarse. Sin embargo, mientras sitiaba Amalfi,
Bohemundo había tomado la cruz con signos externos de sincera
convicción, repartiendo personalmente cruces de tela a quienes
quisieran unírsele. Entre ellos figuraba su gallardo y joven sobrino,
Tancredo. Con su contingente, habían cruzado el Adriático desde
Italia a Grecia, marchando luego en orden hasta Constantinopla.
La misma ruta había seguido un grupo de poderosos nobles del
norte de Europa: Roberto II, conde de Flandes, cuyo padre había
luchado a las órdenes del emperador Alejo; Roberto, duque de
Normandía, hermano del rey inglés Guillermo Rufus; y Esteban,
conde de Blois y yerno de Guillermo el Conquistador. Mientras tanto,
el mayor contingente de todos, el de los provenzales y burgundios
comandados por el conde Raymond de Toulouse, tomaba una ruta
intermedia por la costa dálmata, cruzando luego desde Dyrrhachium
hasta Tesalónica y siguiendo desde allí hasta Constantinopla. Con él
iba Adhemar de Le Puy, a quien Urbano II nombró legado y líder
espiritual de la cruzada.
La influencia de Adhemar fue inestimable para zanjar las
diferencias entre los príncipes francos y negociar el paso del ejército
cruzado por territorio bizantino. El emperador Alejo no había previsto
una fuerza de tamaña dimensión y sólo permitiría que entrasen a
Constantinopla sus líderes, dejando las tropas fuera de la ciudad. En
abril de 1097, el ejército cruzado cruzó el Bósforo sin oposición. El
sultán turco, Kilij Arslan, presa de una falsa sensación de seguridad
por su anterior victoria ante Pedro el Ermitaño, atacó a los cruzados
en las afueras de Nicea. Demasiado tarde advirtió que se enfrentaba
a algo mucho más temible: la caballería pesada conformada por los
caballeros occidentales. Anna Comnena, la hija del emperador
Alejo, escribiría en las memorias de su padre que «el irresistible
primer impacto» de una carga de los caballeros francos «habría
hecho un agujero en los muros de Babilonia».101
La derrota de su sultán, seguida por la invasión de Nicea por el
ejército franco y una flota bizantina llevada por tierra hasta el lago
contiguo a la ciudad, provocaron la rendición de la guarnición turca
de Nicea ante el almirante bizantino, Butumites. A pesar de haber
superado una gran parte del combate, los cruzados mantuvieron las
promesas hechas al emperador Alejo de devolverle sus antiguas
posesiones y permanecieron en el exterior mientras las tropas
imperiales entraban en la ciudad. Aunque recibieron obsequios de
considerable valor, no había ninguna duda de la clase de botín que
un ejército victorioso podía haber esperado como trofeo de guerra.
No obstante, su ánimo era muy bueno. «A menos que Antioquía
resulte un escollo —le escribía Esteban de Blois en una carta a su
esposa—, esperamos estar en Jerusalén dentro de cinco semanas.»
Pero la marcha fue más dura de lo que habían pensado. No estaban
acostumbrados al calor del verano de Anatolia: tenían escasez de
agua y, como los turcos habían quemado la tierra por donde debían
pasar, también faltaba la comida. Cuando se aproximaban a
Doryaleum, la vanguardia compuesta por italianos y franceses
normandos, un contingente bizantino y algunos flamencos, fue
atacada por el ejército de Kilij Arslan. Los turcos habían aprendido
de su experiencia en Nicea y maniobraron para evitar un ataque
frontal de la caballería cruzada. Sus arqueros montados rodearon a
los cruzados. Los soldados de infantería cristianos fueron protegidos
por el ejército de Bohemundo y sus caballeros, quienes resistieron a
pie firme hasta que la retaguardia comandada por Godofredo de
Bouillon, Raymond de Toulouse y Adhemar de Le Puy acudió a
rescatarlos y derrotó a los turcos. Los cruzados tomaron el
campamento turco, abandonado por el ejército en fuga, y esta vez el
botín fue suyo.
Tras este segundo triunfo, el ejército reanudó su marcha a través
de Anatolia. El hambre y la sed continuaron atormentándolo, y debió
librar dos batallas más antes de llegar a un puerto seguro en el reino
cristiano de Armenia Cilicia, un estado peculiar en el rincón sudeste
de Anatolia: inicialmente, el Imperio bizantino había dispuesto allí el
asentamiento de armenios en pago a su servicio militar,
sumándoseles más tarde sus compatriotas expulsados por los
turcos del suelo natal armenio, cerca del lago Van.
Después de un período de descanso y recreación como
huéspedes en la capital armenia, Maras, las tropas cruzadas, al
mando de Adhemar de Le Puy, descendieron las colinas, cruzaron el
río Orontes y el 21 de octubre de 1097 llegaron a la ciudad de
Antioquía. Antioquía era imponente y sobrecogedora: una ciudad de
casi cinco kilómetros de largo y unos dos de ancho, construida una
mitad sobre la llanura del Orontes y la otra mitad sobre las abruptas
laderas del monte Silpius, con cuatrocientas torres intercaladas en
los muros erigidos por el emperador Justiniano y reforzados por los
bizantinos hacía cien años; y, en su punto más alto, una fortaleza a
unos trescientos metros de altura dominaba la ciudad. Había sido
una de las metrópolis más importantes del Imperio romano y seguía
siendo no sólo la llave estratégica de todo el norte de Siria sino un
rico y poderoso principado en sí mismo, todavía con una gran
población cristiana pero guarnecida por los turcos, quienes se la
habían arrebatado a los bizantinos hacía veinte años.
Los jefes latinos no se ponían de acuerdo sobre si intentar el
asalto de la ciudad o esperar la llegada de refuerzos. Aprovechando
la incertidumbre de los cruzados, los turcos hacían excursiones de
combate, atacando a los grupos enviados a buscar comida. El sitio
se prolongaba. Frío, mojado y hambriento, el ejército cristiano veía
declinar su moral hasta tal punto que los cruzados comenzaron a
preguntarse si Dios no los habría abandonado en castigo por sus
delitos. Después de haber perdido una gran cantidad de mulas y
caballos en la marcha a través de Anatolia, tantos que tres cuartas
partes de los caballeros debieron realizar el viaje a pie, se comían
ahora a los animales que quedaban vivos. El precio de la comida
llevada de Armenia la hacía accesible sólo a los ricos: algunos
flamencos empobrecidos que habían seguido a Pedro el Ermitaño,
conocidos como los tafures, se comían a los turcos que mataban.
«Nuestras tropas —escribió Radulfo de Caen— hervían a los
paganos adultos en marmitas; empalaban a los niños en espetones
y los devoraban asados.»102 En enero de 1098, Tancredo atrapó a
Pedro el Ermitaño cuando trataba de desertar y lo obligó a volver.
En febrero, el contingente bizantino abandonó el sitio. Para
empeorar las cosas, a los cruzados les llegaron noticias de que un
gran ejército comandado por Kerbogha de Mosul acudía en ayuda
de Antioquía.
En ese momento de crisis, Bohemundo de Taranto mostró su
juego. Había comprado un traidor dentro de Antioquía, pero quería
la palabra de los otros cruzados de que si él capturaba la ciudad,
ésta sería suya. El consejo de príncipes desestimó las objeciones
del jefe rival de Bohemundo, Raymond de Toulouse, y aceptó.
Puesto que la rendición de la plaza la veía inminente, Esteban de
Blois se volvió a casa. Ese mismo día, el resto del ejército cruzado
simuló retirarse de los muros de la ciudad, pero regresó protegido
por la oscuridad de la noche; el espía de Bohemundo les franqueó la
entrada, e invadieron la ciudad. Cuando Kerbogha de Mosul llegó a
Antioquía, los sitiadores pasaron a ser los sitiados; pero inspirados
por el milagroso descubrimiento de la Sagrada Lanza que había
perforado el costado de Cristo, hallada debajo de la catedral,
salieron a combatir y pusieron en fuga a los sarracenos.
Como no era aconsejable continuar hacia Jerusalén bajo el calor
del verano, el ejército cruzado permaneció en Antioquía: la fecha de
partida se fijó para el 1 de noviembre, día de Todos los Santos.
Mientras tanto, los más audaces comenzaron a emular a Balduino
de Boulogne, quien a principios de ese año había establecido en
Edesa el primer estado latino de la región. Al entrar a la ciudad con
una fuerza de sólo ochenta caballeros, había sido recibido por el
gobernante armenio, Thoros, y adoptado como su hijo. Sin embargo,
Thoros era impopular entre sus súbditos monofisitas y apenas un
mes más tarde, probablemente con la connivencia de Balduino, fue
depuesto y asesinado, por lo que Balduino quedó como único
gobernante de Edesa.
En julio, Antioquía fue asolada por la plaga que el 1 de agosto se
cobró la vida de Adhemar de Le Puy. Como legado papal y líder
espiritual de la cruzada, y dueño de una naturaleza prudente y
conciliatoria, había desempeñado un papel invalorable apaciguando
los ánimos de los belicosos y presumidos príncipes. Para escapar
de la plaga, muchos de ellos habían abandonado Antioquía, y la
moral del ejército había vuelto a decaer. El resentimiento que existía
entre Bohemundo y Raymond se reflejó en un creciente
antagonismo entre sus seguidores normandos y provenzales: una
burla favorita de los normandos era decir que la Sagrada Lanza era
falsa.
En septiembre, después de regresar a Antioquía, los príncipes le
escribieron al papa Urbano pidiéndole que se pusiera
personalmente al frente de la cruzada. La fiesta de Todos los Santos
llegó y pasó. Raymond aceptó por fin que Bohemundo se quedara
con Antioquía a condición de que participara en el asalto a
Jerusalén. Bohemundo estuvo de acuerdo; pero la apatía parecía
paralizar a los líderes. Pasaron semanas de indecisión. Sólo la
insistencia de una tropa cada vez más exasperada hizo que los
príncipes convinieran al fin en designar a Raymond de Toulouse su
comandante en jefe.
El ejército cruzado partió de Antioquía el 13 de enero de 1099,
marchando entre las montañas y la costa mediterránea. La mayoría
de los emires locales, en vez de bloquearles el paso, prefirieron
proteger el avance de la horda de monstruosos franj. Los gobiernos
de Damasco, Alepo y Mosul —más importantes— observaban y
esperaban: desde su punto de vista, no les convenía ir en ayuda de
los califas fatimíes de Egipto, que el año anterior habían vuelto a
ocupar Jerusalén.
El 7 de junio de 1099, el ejército cruzado levantó el campamento
frente a los muros de la Ciudad Santa. Aunque menor que
Antioquía, y mucho menos importante en términos políticos y
estratégicos, Jerusalén se había mantenido siempre bien fortificada
desde que el emperador Adriano reconstruyó la ciudad. Los
bizantinos, los omeyas y los fatimíes habían renovado
respectivamente sus defensas; y el gobernante fatimí de la ciudad,
Iftikhar, supo con mucha antelación del asalto cruzado. Se había
expulsado a los cristianos que vivían en la ciudad, pero no a los
judíos. Las cisternas de la ciudad estaban llenas de agua y las
provisiones de comida eran abundantes, mientras que los pozos de
las afueras habían sido tapados o envenenados. Las murallas
fueron ocupadas por la guarnición de soldados árabes y sudaneses,
y se había pedido ayuda a Egipto.
Conscientes de su vulnerabilidad ante un ejército de refuerzo,
escasos de comida y de agua, y carentes de equipo pesado como
torres y catapultas, los cruzados comprendieron que no podían
permitirse un asentamiento prolongado. Sólo un tercio de los que
habían partido de Europa occidental dos años antes seguían vivos:
sin contar a los peregrinos no combatientes, entre ellos mujeres y
niños, eso significaba una fuerza bélica de unos doce mil soldados
de infantería y mil doscientos o mil trescientos caballeros. Sabían
que no podían esperar ninguna ayuda de los bizantinos; de hecho,
el emperador Alejo, estaba negociando con el califa de El Cairo en
lugar de ayudarlos.
Providencialmente, algunos barcos de Inglaterra y dos galeones
de Génova habían llegado al puerto de Jaffa, que los musulmanes
habían abandonado. Su cargamento abasteció al ejército de comida,
clavos y provisiones básicas. Tancredo y Roberto de Flandes se
acercaron hasta Samaria a buscar madera apropiada y regresaron
con troncos cargados a lomo de camellos. Los carpinteros de los
galeones genoveses comenzaron a trabajar, construyendo torres
móviles, catapultas y escaleras para trepar a los muros.
La noche del 13 de julio comenzó el asalto. La primera torre en
llegar a los muros fue la de Raymond de Toulouse, pero el
gobernador musulmán, Iftikhar, dirigió con éxito la defensa de ese
sector y los provenzales no pudieron afianzarse en las murallas. En
la mañana del 14 de julio, la torre de Godofredo de Bouillon fue
llevada hasta el muro norte, y hacia el mediodía se logró tender un
puente desde el piso superior, desde donde el mismo Godofredo y
Eustaquio de Boulogne conducían el asalto. Los primeros en cruzar
el puente fueron dos caballeros flamencos, Litoldo y Gilberto de
Tournai. Detrás de ellos iban los caudillos del contingente lotaringio,
seguidos por Tancredo y sus caballeros normandos. Mientras
Godofredo enviaba a sus hombres a abrir las puertas de la ciudad,
Tancredo se abrió paso por las calles hasta el Monte del Templo,
donde algunos de los musulmanes intentaban hacerse fuertes.
Tancredo fue demasiado rápido para ellos. Tomó la Cúpula de la
Roca y saqueó su precioso contenido y, ante la promesa de un
considerable rescate hecha por los musulmanes capitulantes, les
permitió refugiarse en la mezquita de al-Aqsa, desplegando allí su
estandarte como aval de protección.
Iftikhar y su guardia se recluyeron en la Torre de David, que se
rindió posteriormente a Raymond de Toulouse a cambio del tesoro
de la ciudad y un salvoconducto para que él y su séquito pudieran
salir de Jerusalén. Raymond aceptó los términos, tomó posesión de
la fortaleza y escoltó a Iftikhar y su séquito hasta las afueras de la
ciudad. Fueron los únicos musulmanes en escapar con vida.
Intoxicados por la victoria, y todavía cargados de las pasiones del
combate, los cruzados comenzaron la matanza de los habitantes de
la ciudad con la misma indiferencia ante la edad o el sexo de sus
víctimas que la mostrada hacía más de mil años por los legionarios
de Tito. El estandarte de Tancredo en la mezquita de al-Aqsa no fue
suficiente para salvar a quienes se habían refugiado allí. Fueron
todos asesinados. Los judíos de Jerusalén buscaron seguridad en
su sinagoga, pero los cruzados prendieron fuego a la misma: los
judíos fueron quemados vivos.
Raymond de Aguilers, capellán de Raymond de Toulouse, no hizo
el menor intento de minimizar el horror de lo que había visto cuando
posteriormente describió en su crónica la captura de Jerusalén. Al
visitar el Monte del Templo, la sangre que corría por las calles le
llegaba a los tobillos. «En todas las [...] calles y plazas de la ciudad,
había a la vista montículos de cabezas, manos y pies. La gente
caminaba sin ningún reparo sobre hombres y caballos muertos.»
Según él, los defensores musulmanes sólo habían obtenido lo que
se merecían. «¡Qué apropiado castigo! El mismo lugar que soportó
durante tanto tiempo blasfemias en contra de Dios estaba ahora
cubierto con la sangre de los blasfemos.»
Los apologistas musulmanes señalaron rápidamente el contraste
entre el salvajismo franco y la cortesía y humildad del califa Umar
cuando éste había capturado Jerusalén en 638: los cristianos
contestarían que los bizantinos se habían rendido sin pelear. Pero
esa polémica llegaría más tarde. Ahora había únicamente júbilo
porque la misión encomendada por el papa Urbano había sido
cumplida, al igual que se cumplieron los votos de los cruzados.
Después de tres años de sufrimiento y penurias, y un viaje de más
de tres mil kilómetros por climas salvajes y terrenos inhóspitos, los
peregrinos habían llegado al final de su jornada. El 17 de julio, los
príncipes, barones, obispos, sacerdotes, predicadores, visionarios,
guerreros y simpatizantes avanzaron por las calles de la ciudad
desierta hasta la iglesia del Santo Sepulcro. Allí dieron gracias a
Dios por su extraordinaria victoria y celebraron el sacrificio de la
misa en el santuario más sagrado de su religión: la tumba desde la
cual Jesús de Nazaret, el templo viviente de la Nueva Alianza, había
resucitado de entre los muertos.

76 F. L. Ganshof, Feudalism, traducido por Philip Grierson,


Toronto, 1996, p. 1.
77 Ibíd., p. 19.
78 Eamon Duffy, Saint and Sinners: A History of the Popes, New
Haven, CT, 1997, p. 82.
79 Hans Eberhard Mayer, The Crusades, traducido por John
Gillingham, Oxford, 1972, p. 4.
80 Bryce, The Holy Roman Empire, p. 78.
81 Keen, The Penguin History of Medieval Europe, p. 12.
82 Bryce, The Holy Roman Empire, p. 93.
83 Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, p. 723.
84 John Julius Norwich, Byzantium: The Apogee, Londres, 1991,
p. 131.
85 Fletcher, The Conversion of Europe, p. 232.
86 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 7.
87 Jonathan Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of
Crusading, Londres, 1993, p. 21.
88 Marcus Bull, en The Oxford Illustrated History of the Crusades,
editado por Jonathan Riley-Smith, Oxford, 1995, p. 15.
89 Véase Christopher Tyerman, The Invention of the Crusades,
Londres, 1988, p. 9.
90 Michael Prior, The Bible and Colonialism, Sheffield, 1997, p.
35.
91 Mayer, The Crusades, p. 7.
92 Norman Housley, «Jerusalem and the Development of the
Crusade Idea, 1099-1108», en The Horns of Hattin, editado por B. Z.
Kedar, Londres, 1992, p. 32.
93 Riley-Smith, The Oxford Illustrated History of the Crusades, p.
77.
94 Mayer, The Crusades, p. 31.
95 Bull, en The Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 17.
96 Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of Crusading, p.
52.
97 Fletcher, The Conversion of Europe, p. 31.
98 Citado en Dan Cohn-Sherbok, The Crucified Jew: Twenty
Centuries of Christian Anti-Semitism, Londres, 1992, p. 40.
99 Mayer, The Crusades, p. 44.
100 Citado en Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of
Crusading, p. 96.
101 Citado en R. C. Smail, Crusading Warfare, 1097-1193,
Cambridge, 1995, p. 115n.
102 Citado en Amin Moialouf, The Crusades through Arab Eyes,
traducido por Jon Rothschild, Londres, 1984, p. 39.

9* Del francés cousin, «primo». Al no haber traducción específica


en castellano, puede entenderse genéricamente como [sistema de]
lazos de familia o parentesco. (N. del T.)
10* Tomar la cruz: hacer los votos de cruzado. (N. del T.)
SEGUNDA PARTE

LOS TEMPLARIOS
5

Los pobres soldados de Jesucristo

En los años que siguieron a la captura de Jerusalén, en los


territorios conquistados fueron creados cuatro estados diferentes
que en Europa occidental se conocieron como Outremer, es decir,
ultramar11*. En el norte se hallaba el principado de Antioquía,
gobernado por el normando del sur de Italia, Bohemundo de
Taranto. Al este, al otro lado del Éufrates, estaba el condado de
Edesa, gobernado por Balduino de Boulogne. Al sur de Antioquía, el
condado de Trípoli, reclamado por Raymond de Saint-Gilles, conde
de Toulouse, quien murió mientras sitiaba la ciudad en 1105. Más al
sur todavía, extendiéndose desde Beirut, al norte, hasta Gaza, al
sur, se encontraba el reino de Jerusalén, gobernado por Godofredo
de Bouillon, quien, no queriendo llamarse rey en el lugar donde
Cristo había llevado una corona de espinas, adoptó el título de
«defensor del Santo Sepulcro».
El papa Urbano II había muerto en Roma dos semanas después
del triunfo de los cruzados, pero antes de que llegara a Occidente la
noticia de la victoria. Antes de morir, había nombrado a un arzobispo
pisano, Daimberto, como sucesor de Adhemar de Le Puy, el legado
papal de la cruzada. Daimberto se convirtió en patriarca de
Jerusalén y, a la muerte de Godofredo en 1100, pretendió ocupar su
lugar como soberano teocrático. Los caballeros francos no lo
aceptaron y llamaron al hermano de Godofredo, Balduino de
Boulogne, que estaba en Edesa. Balduino tuvo menos escrúpulos
que su hermano para aceptar un título real y el día de Navidad del
1100, en la iglesia de la Natividad, en Belén, el derrotado Daimberto
lo coronó rey de Jerusalén.
El orden social que prevalecía en ese momento en la Siria y la
Palestina latinas se basaba en el sistema feudal de Europa
occidental. Pero mientras que los líderes fuertes de un ejército
conquistador, como Guillermo de Normandía en Inglaterra o Roger
de Hauteville en Sicilia, habían retenido el control sobre sus
vasallos, la forma en que accedieron a su puesto Godofredo de
Bouillon y luego Balduino de Boulogne —elegidos como primeros
entre pares por los líderes de la cruzada— los llevó a subrayar los
derechos de los vasallos y a crear un código de esos derechos
desconocidos en Occidente. La lealtad de los príncipes de Trípoli y
Antioquía y los condes de Edesa a los reyes de Jerusalén era tan
endeble como la de los grandes condes y duques a los reyes de
Francia: sólo se ponían bajo su autoridad en caso de sentir su
propia seguridad amenazada por alguna coalición musulmana. El
sobrino de Bohemundo, Tancredo, que había conquistado Galilea y
Sidón, como vasallo del rey Balduino, actuaba de hecho como un
príncipe soberano. También se trasladó a los príncipes de un sitio a
otro, como las piezas de un tablero de ajedrez: cuando los turcos
danishmendos capturaron a Bohemundo durante una expedición
militar contra él, Antioquía fue gobernada en su ausencia por
Tancredo, su sobrino. Cuando Balduino de Boulogne fue llamado al
trono de Jerusalén, su primo Balduino de Le Bourg pasó a ser conde
de Edesa. Una vez rescatado Bohemundo, le tocó el turno de ser
capturado a Balduino de Le Bourg, tras lo cual Tancredo asumió el
gobierno de Edesa, aunque volvió a Antioquía como regente cuando
su tío partió hacia Europa para buscar refuerzos.
La escasez de recursos humanos en Outremer fue endémica
desde el comienzo. En el otoño de 1099, tras derrotar al ejército
egipcio enviado en ayuda de Jerusalén, la mayoría de los cruzados
supervivientes emprendió el regreso a casa. En Jerusalén,
Godofredo de Bouillon se quedó con unos trescientos caballeros y
unos mil soldados de infantería. Balduino I, al subir al trono, no tenía
más. Si bien no había ninguna amenaza inminente de una invasión
fatimí y existía cierto apoyo de los cristianos del lugar, la endeble
posición del reino de Jerusalén sólo podía afianzarse con mayor
expansión, y en particular tomando los puertos del Mediterráneo.
Conscientes de esa necesidad, y esperando tanto la gloria como las
recompensas espirituales que habían obtenido los primeros
cruzados, partieron nuevos contingentes desde Europa: franceses,
lombardos, bávaros. Todos ellos fueron atacados y derrotados
mientras cruzaban Anatolia, y sólo unos pocos lograron escapar y
volver a Constantinopla.
Más útiles para el rey Balduino fueron los escuadrones navales
de las repúblicas marítimas italianas —Pisa, Venecia y Génova—,
que, viendo las oportunidades que ofrecían las posesiones latinas
del litoral oriental del Mediterráneo, ofrecieron su apoyo en el sitio
de los puertos a cambio de privilegios comerciales cuando éstos
fueran tomados. Haifa, Jaffa, Arsuf, Cesarea, Acre, Sidón: uno por
uno se rindieron a las fuerzas latinas hasta que, finalmente, con la
caída de Tiro, en 1124, la armada fatimí perdió toda base en
Palestina y la frontera costera de Outremer quedó asegurada.
La pacificación del interior fue más problemática. Los galeones
italianos hicieron también que un creciente número de peregrinos,
inspirados por la noticia del triunfo de los cruzados, se animaran a
realizar el peregrinaje a Sión. Algunos estaban armados, pero otros
llevaban sólo la bolsa y el cayado del peregrino: la distinción entre
peregrino y cruzado seguía siendo imprecisa. Éstos no sólo rezaban
en la iglesia del Santo Sepulcro para cumplir sus votos, sino que
visitaban los numerosos santuarios de Judea y Samaria a los que
una familiaridad con las Escrituras y la indiferencia hacia la
historicidad erigieron en parque temático de la religión cristiana. En
Jerusalén se hallaba la Cúpula de la Roca —convertida ahora en
iglesia— santificando el lugar donde Jesús había reprobado a los
prestamistas, lugar conocido por los cruzados como el Templo del
Señor. Al sudeste del Monte del Templo se hallaba la casa de san
Simeón, con el lecho de la Virgen y la cuna del niño Jesús; y al norte
de la Puerta de Josafat, una iglesia construida en el solar de la casa
de Ana y Joaquín, los padres de la Virgen. En las cercanías de la
Ciudad Santa estaba la casa de Zacarías, donde había nacido Juan
el Bautista; el aljibe al que María y José volvieron para encontrar a
Jesús en Jerusalén; el sitio en el que cortaron el árbol para hacer la
cruz; y el lugar donde Jesús enseñó el Padrenuestro a sus
discípulos.
Una ruta muy transitada por peregrinos cristianos conducía al
este desde Jerusalén hasta Jericó y el río Jordán, en cuyas aguas
muchos tomaban un rebautismo ritual. En el camino pasaban por la
piedra que utilizó Jesús para montar el asno en el que entró a
Jerusalén el domingo de Ramos; por el pozo al que habían arrojado
a José sus hermanos; por la higuera silvestre a la que trepó Zaqueo
para ver a Jesús; por la curva del camino donde el buen samaritano
encontró a la víctima de un atraco; por el lugar donde la Sagrada
Familia había descansado durante la huida a Egipto; y finalmente,
por las aguas del Jordán donde Juan había bautizado a Jesús.
Debido a la naturaleza del terreno y al desafecto de los
pobladores musulmanes, la ruta no era más segura de lo que habría
sido en tiempos del buen samaritano. Desde el momento en que
desembarcaban en Jaffa o Cesarea, los peregrinos eran vulnerables
al ataque de merodeadores sarracenos y bandoleros beduinos que
vivían en las cuevas de las colinas de Judea. Sólo los peregrinos
armados podían defenderse. Las fuerzas a disposición del rey
Balduino ya estaban por completo exigidas asegurando las
fortalezas estratégicas y los puertos del Mediterráneo.

En 1104, el conde Hugo de Champagne llegó a Tierra Santa con


un séquito de caballeros. Desde Troyes, en la cuenca superior del
Sena, gobernaba un extenso y rico principado que había formado
parte del reino franco occidental dejado por Carlos el Calvo. Hugo
era un hombre devoto, y desdichado en su matrimonio: no sabía si
él era o no realmente el padre de su hijo mayor. Entre sus vasallos
se contaba un caballero llamado Hugo de Payns, un poblado a
escasa distancia de Troyes por el Sena, y probablemente su lugar
de nacimiento; estaba emparentado con el conde de Champagne,
tenía el beneficio de Montigny y servía como oficial en casa del
conde.
En 1108 el conde Hugo regresó a Europa, pero en 1114 se
hallaba otra vez en Jerusalén. Si Hugo de Payns lo acompañó en su
primer peregrinaje, o si llegó a Tierra Santa después, lo cierto es
que se quedó allí cuando el conde volvió a Europa de nuevo. Por
aquel entonces, Balduino de Le Bourg había sucedido a su primo, el
rey Balduino I; y Warmund de Picquigny, al patriarca Daimbert. A
ellos les propusieron Hugo de Payns y un caballero llamado
Godofredo de Saint-Omer la formación de una orden de caballeros
que, siguiendo la regla de una comunidad religiosa, se dedicarían a
la protección de los peregrinos. La regla que tenían en mente era la
de Agustín de Hipona, seguida por los canónigos de la iglesia del
Santo Sepulcro de Jerusalén.
La propuesta de Hugo fue aprobada por el rey y por el patriarca; y
el día de Navidad de 1119, en la iglesia del Santo Sepulcro, Hugo de
Payns y otros ocho caballeros —entre ellos Godofredo de Saint-
Omer, Archambaud de Saint-Aignan, Payen de Montdidier, Geoffrey
Bissot, y un caballero llamado Rossal o posiblemente Roland—
hicieron ante el patriarca los votos de pobreza, castidad y
obediencia. Se llamaron a sí mismos «Los pobres soldados de
Jesucristo», y al principio no usaron ningún hábito distintivo, sino
que mantuvieron la vestimenta de su profesión secular. Para
proveerles de un ingreso suficiente, el patriarca y el rey les
concedieron una serie de beneficios. El rey Balduino II les
proporcionó además un lugar donde vivir en el palacio que se había
convertido ahora en la ex mezquita de al-Aqsa, en la ladera sur del
Monte del Templo, conocido por los cruzados como el Templum
Salomonis, el Templo de Salomón. Por esa razón se los llamó,
sucesivamente, «Los pobres soldados de Jesucristo y el Templo de
Salomón», «Los caballeros del Templo de Salomón», «Los
caballeros del Templo», «los Templarios» o, sencillamente, «El
Temple».
Es posible que la intención original de Hugo de Payns y sus
compañeros fuera tan sólo retirarse a un monasterio, o acaso crear
una hermandad laica equiparable a la del hospital de San Juan que
los mercaderes de Amalfi habían fundado en Jerusalén antes de la
primera Cruzada para asistir a los peregrinos12*. Miguel de Siria, un
cronista medieval, sugirió que el rey Balduino, consciente de la
imposibilidad de vigilar adecuadamente su reino, había persuadido a
Hugo de Payns y a sus compañeros de conservar su condición de
caballeros en lugar de convertirse en monjes «a fin de trabajar para
salvar su alma, y proteger estos sitios de los ladrones». Otro
historiador medieval de las cruzadas, Jaime de Vitry, describe la
naturaleza dual del compromiso templario: «Defender a los
peregrinos de bandoleros y violadores», pero también observar
«pobreza, castidad y obediencia conforme a las reglas de los
sacerdotes ordinarios».
La decisión de mantenerse bajo armas puede haber sido
producto de la creciente inseguridad de los latinos de Outremer. Una
partida de 700 peregrinos desarmados que se dirigían de Jerusalén
al río Jordán durante la Semana Santa de 1119 fue emboscada por
sarracenos: 300 fueron asesinados y 60 capturados como esclavos.
Los merodeadores sarracenos llegaron hasta los muros de
Jerusalén, y se había vuelto peligroso salir de la ciudad sin una
escolta armada. Ese mismo año llegó a Jerusalén la noticia de una
catástrofe en el principado de Antioquía: Roger, el primo de
Bohemundo y regente de su hijo, Bohemundo II, había sido
asesinado en una emboscada al haber sido aniquiladas sus fuerzas
en lo que se conocería como el «campo de la sangre». Esto provocó
urgentes peticiones de ayuda al papa Calixto II, a los venecianos, e
incluso al arzobispo de Compostela, en el noroeste de España.
Como siempre, los reveses eran vistos como castigos divinos: se
creía que las costumbres permisivas de Oriente habían relajado y
corrompido a algunos de los latinos establecidos en Tierra Santa. En
enero de 1120, una asamblea de dirigentes laicos y religiosos
reunida en Nablus aceptó el proyecto de Hugo de Payns tanto por
su potencial espiritual como por su carácter práctico.
No se sabe si el Papa romano Calixto II hizo alguna referencia a
la creación de esta confraternidad, pero, como hijo del conde
Guillermo de Borgoña, probablemente hubiera simpatizado con las
aspiraciones de los caballeros. Tampoco lo que impresionara en ese
momento como una buena idea —la fusión de habilidades militares
con vocación religiosa— parece haberse considerado una
desviación radical de ninguna norma. Ya hemos visto cómo la
aprobación de la lucha en una causa justa, expresada por teólogos
católicos, se convirtió gradualmente en una santificación de la
cruzada: era casi inevitable que el «monasterio nómade»103 tomara,
tarde o temprano, la forma de una orden militar.
En 1120, el poderoso magnate del centro de Francia, Foulques de
Anjou, llegó en peregrinación hasta Tierra Santa y se inscribió como
socio de los pobres soldados de Jesucristo. Al parecer se había
formado una alta estima de su gran maestre, Hugo de Payns, y a su
regreso dotó a la orden de un ingreso regular. Otros potentados
franceses hicieron lo mismo. En 1125, Hugo, conde de Champagne,
volvió a Jerusalén por tercera y última vez. Después de repudiar a
su esposa infiel y desheredar al hijo que creía que no era suyo,
cedió su condado de Champagne a su sobrino, Teobaldo.104 Hugo
renunció entonces a toda su riqueza terrenal e hizo los votos de
pobreza, castidad y obediencia como pobre soldado de Jesucristo.
Éste no fue el más trascendente de los actos penitenciales del
conde Hugo. Unos diez años antes, había otorgado una extensión
de tierra agreste —a unos sesenta kilómetros al este de Troyes— a
un grupo de monjes dirigidos por un joven noble borgoñés, Bernardo
de Fontaines-les-Dijon. Esa fundación de Clairvaux era una filial de
la abadía de Citeaux, de la cual tomó su nombre una nueva orden
de monjes, los cistercienses. Citeaux13* había sido fundada por un
abad benedictino, Roberto de Molesme, que consideraba que las
comunidades cluniacenses habían abandonado los rigores y la
sencillez de la regla de Benito de Nursia. Con las grandes
donaciones y los consiguientes poderes y responsabilidades, los
abates y priores cluniacenses se hallaban inmersos en los asuntos
del mundo temporal. Dejando el cultivo de la tierra en manos de
siervos, los monjes habían soslayado el trabajo manual y
desempeñaban funciones bien como empleados administrativos, o
bien como «monjes de coro» dedicados a una soberbia liturgia
hecha de una plétora de nuevas adoraciones. La iglesia abacial de
Cluny, la mayor de Europa, estaba ricamente decorada y
ornamentada. En las arcas de la Orden no sólo entraba el dinero de
las rentas, diezmos y derechos feudales, sino también el del flujo de
peregrinos que partían de Cluny y pasaban por los paradores
cluniacences en su camino al santuario de Santiago de Compostela,
en el noroeste de España.
Una breve crónica de esta nueva etapa de renovación monástica
revela los estrechos vínculos que había entre los personajes ligados
a la primera época de los Templarios. Roberto de Molesme, como
Hugo de Payns, nació cerca de Troyes. Se hizo monje benedictino a
los dieciséis años, siendo nombrado después abad del monasterio
cluniacense de Saint Michel de Tonnerre, a unos cuarenta
kilómetros de Châtillon-sur-Seine, donde Bernardo iba a la escuela.
A petición de un grupo de eremitas que vivían en el bosque vecino
de Colan, Roberto dejó ese puesto para enseñarles a vivir conforme
a la regla benedictina. Más tarde llevó esa comunidad a las tierras
que su familia tenía en un risco sobre el río Laignes, entre Tonnerre
y Châtillon-sur-Seine. Allí fundaron el monasterio de Molesme.
Por Molesme pasaron otros dos monjes que buscaban un camino
arduo a la perfección. Uno fue Bruno, nacido en Colonia, que había
estudiado y luego enseñado en la escuela catedralicia de Reims.
Entre sus alumnos se encontraba Odo de Lagery, el joven noble
borgoñés que se convertiría primero en monje cluniacense y más
tarde en Urbano II, el Papa que proclamó la primera Cruzada. A
causa de las desavenencias con el arzobispo de Reims, Bruno
escapó del mundo para vivir como eremita cerca de Molesme, pero
consideró que su refugio no estaba lo suficientemente apartado y
huyó al sur, a Saboya, donde fundó una comunidad de ermitaños en
las montañas de Chartreuse. La Grande Chartreuse se convirtió en
la casa madre de la más rigurosa de todas las órdenes monásticas,
los cartujos, con filiales en todo el mundo.
Un segundo monje que pasó por Molesme fue un inglés
perteneciente a la nobleza anglosajona, Esteban Harding, cuya
familia se había arruinado a consecuencia de la conquista normanda
en 1066. Escapó primero a Escocia y luego a Francia, donde
estudió en París; en 1085, a la edad de veinticinco años, realizó una
peregrinación a Roma donde recibió la tonsura de monje
benedictino; de allí regresó a través de los Alpes para unirse a la
comunidad de Molesme.
En Molesme, la fama de santidad de Roberto había atraído
donaciones que a su vez generaron en muchos de los monjes un
relajamiento incompatible con el concepto de la vida benedictina tal
como la entendía su abad. En 1098, un año antes de que los
cruzados tomaran Jerusalén, Roberto dejó Molesme con unos veinte
seguidores, entre ellos Alberico y Esteban Harding, y, tras una breve
estancia en la diócesis de Langres, se dirigió al sur donde fundó una
comunidad en Citeaux, a unos veintitrés kilómetros al sur de Dijon.
Allí pudieron vivir según su concepto de la regla de Benito de
Nursia. Abandonaron las largas letanías y plegarias que llenaban los
días de los monjes de coro de Cluny y rechazaron toda vinculación
con la nobleza local. La Orden sería autosuficiente: un duro trabajo
manual pasó a formar parte de la rutina cotidiana de los monjes.
Como símbolo de su dedicación a una vida de pureza, cambiaron el
color de su hábito, de negro a blanco. No aceptaban niños oblatos y
no empleaban siervos, aunque admitían para el trabajo en sus
propiedades a hermanos laicos a quienes, si vivían a cierta distancia
del monasterio, se les permitía residir en una «granja».
En ausencia de Roberto, Molesme había entrado en decadencia.
El papa Urbano II le ordenó regresar. Le sucedió como abad de
Citeaux Alberico de Aubrey y luego Esteban Harding. Impresionado
por su austeridad, los papas concederían más tarde a los
cistercienses exenciones al pago de diezmos y obligaciones
señoriales; pero su actitud distante alejaba a la nobleza borgoñona,
y la austeridad que impresionaba a los papas inhibía a aquellos que
mostraban vocación monástica. Los primeros años como abad de
Esteban Harding parecía que el proyecto iba a fracasar. Entonces,
en 1113, el carismático y joven Bernardo llegó de Fontaines-les-
Dijon con treinta y cinco de sus parientes y amigos. La orden
cisterciense rejuveneció. Hacia finales del siglo había mil doscientas
comunidades afiliadas a Citeaux, diseminadas por toda Europa.

Tres años después de su ingreso en Citeaux, Bernardo llevó


consigo a otros doce monjes para fundar un monasterio en el
boscoso valle de Ajenjo, donación del conde Hugo de Champagne y
conocido refugio de ladrones. Cambiaron el nombre del lugar por el
de Valle de Luz, Clairvaux14*, acometiendo ellos mismos la tarea de
limpiar el terreno y levantar una iglesia y una vivienda. Pronto
Clairvaux atrajo una fuerte afluencia de jóvenes fervorosos.
Es difícil a finales del siglo XX, cuando un monje es considerado
una rareza al margen de la sociedad, entender cómo tantas
personas pertenecientes a la élite de su país pudieron haber elegido
una vida de abnegación. Sin poner necesariamente en duda la
sinceridad de la convicción que todos tenían de estar respondiendo
a una llamada de Dios, debe tenerse presente que, para el vástago
de una casa noble, o incluso de una familia de la nobleza menor, la
elección era entonces —y siguió siéndolo durante bastante tiempo—
entre pelear y orar, entre la guerra y el ministerio, el escarlata y el
negro.
Así, un joven con una naturaleza sensible o reflexiva, o que
simplemente mostrara aversión a la violencia y la sangre, bien podía
ser guiado por una madre afectuosa y devota hacia la vocación
religiosa: ése parece haber sido el caso de Bernardo y su madre,
Aleth de Montbard. Quien entraba a un monasterio tranquilo, como
el de Cluny, podía vislumbrar una carrera como administrador
eclesiástico u hombre de estado, o acceder acaso al trono papal,
como Odo de Lagery. O tendría al menos libertad para buscar el
conocimiento y la erudición: Esteban Harding fue un erudito de
primer nivel, que corrigió el texto de la Biblia latina, convocando a
rabinos judíos para entender el hebreo del Viejo Testamento.
La decisión de Bernardo de elegir la puerta más pequeña y el
sendero más empinado hacia el reino de los cielos demuestra la
pureza de su vocación. También revela una cuota de auto-
conocimiento: según relata él mismo, sólo la austera vida que
seguían los cisterciences podía domesticar su naturaleza
apasionada, incluso violenta. Encontramos evidencia de esa
naturaleza en la discusión que mantuvo con Pedro el Venerable, el
abad de Cluny, a propósito de un joven monje. En su carta a Pedro,
Bernardo contrasta con desdén la vida placentera, cómoda y
lujuriosa de Cluny con la magra dieta y el duro régimen de
Clairvaux. Dejándose llevar por su propia retórica, Bernardo
condena la degeneración moral de la comunidad de Pedro. Es
vehemente, provocador, intransigente, revolucionario: hasta la
belleza de Cluny es un síntoma de la corrupción. Pedro, en su
réplica, se muestra conservador, moderado, conciliatorio, amable.
Otro aspecto de la vocación monástica que sorprende y hasta
ofende las normas aceptadas en el siglo XX es el alto valor
asignado a la castidad. Es difícil no sentir pena por las jóvenes
aristocráticas de Borgoña y Champagne cuando sus potenciales
esposos se retiraban tras los muros de las fundaciones
cistercienses. Cristo había elogiado a aquellos que «se hicieron
eunucos» por amor al Reino; y el apóstol Pablo, en la primera época
de la Iglesia, había escrito que si bien era bueno casarse,
mantenerse soltero era mejor. Agustín de Hipona, como hemos
visto, pensaba que el compromiso incondicional con Cristo era
incompatible con el matrimonio; y una de las principales campañas
del papado en este período fue insistir en el celibato de los clérigos.
Varios factores ayudan a explicar lo que en el siglo XX podría
parecer una neurosis. En primer lugar, la ecuación básica de la vida
eremítica era que la indulgencia con los instintos atávicos cerraba
los conductos al espíritu de Cristo. La energía misma y la intensidad
del sexo, y la forma en que éste compromete la voluntad, constituían
un obstáculo en el camino a la santidad. Predominaba también la
idea postulada por Agustín de Hipona, jamás desarrollada y
retractada más tarde, de que el pecado original de Adán y Eva tenía
algo que ver con el sexo, y que era transmitido por el acto del coito.
Una sensación de repugnancia por nuestro aparato reproductor se
advierte en el judaísmo, por ejemplo en la impureza ritual de la
mujer durante su período, o en el disgusto que expresa san Agustín
en las Confesiones por sus poluciones nocturnas involuntarias.
¿Significaba eso que el sexo, aun dentro del matrimonio, era
perjudicial? Hacia el siglo XI, en la doctrina de la Iglesia existían dos
corrientes de pensamiento opuestas. Por un lado, había moralistas
monásticos para quienes el coito conyugal sólo se justificaba si el
propósito era tener hijos; e incluso en ese caso, el goce carnal
encerraba una cuota de pecado. El exponente más extremo de esa
postura era Pedro Damián, uno de los principales ideólogos de las
reformas gregorianas; un monje que de administrador papal se
convirtió en obispo cardenal de Ostia, cuya dieta consistía en pan
duro y agua rancia, que ceñía con un cinturón de hierro sus partes
íntimas y que se sometía a frecuentes y severas flagelaciones. Veía
el matrimonio «como un dudoso pretexto para el pecado, y le
regocijaba cualquier recurso que disuadiera a los hombres, en
quienes se había estampado la imagen divina, de involucrarse en
algo tan degradante».105
Al mismo tiempo había una creciente insistencia del papado en la
naturaleza sacramental del matrimonio como un estado sagrado que
dependía del libre consentimiento para su validez. El papa inglés
Adriano IV dictaminó a mediados del siglo XII, que ese derecho se
aplicaba también a los esclavos; y «aun cuando le llevó muchos
años a la sociedad de Occidente creer lo que escuchaban,
finalmente su dictamen terminó por imponerse».106
Inevitablemente, si el sexo era pecado fuera del matrimonio, y
germen de imperfección incluso dentro del mismo, era mejor
rechazar la fuente de la tentación. Era axiomático que los monjes no
debían mezclarse con mujeres, cuya insinuante apariencia había
llevado a la perdición a muchos hombres buenos. «Ningún
organismo religioso fue tan enteramente masculino como los
cistercienses en su temple y disciplina, ninguno hubo que evitara el
contacto femenino con más determinación o que levantara barreras
más formidables contra la intrusión de mujeres.»107 Igualmente
tentadores, claro está, eran los jóvenes apuestos para las mujeres, y
fue sin duda la idea de la salvación de sus almas, y la posibilidad de
que las mujeres de su propia familia y de las familias de sus monjes
se quedaran solteras, lo que llevó a Bernardo a fundar en Jully,
cerca de Molesme, una comunidad de hermanas, entre ellas
Humbelina, su hermana menor.
Esas jóvenes ¿tomaron los hábitos de buen grado? Según la Vita
prima de Bernardo de Clairvaux, Humbelina estaba casada y llevaba
una vida mundana antes de que su hermano la persuadiera de
arrepentirse y, con el consentimiento de su esposo, hacerse
monja.108 Lo mismo pasó con el hermano mayor de Bernardo, Guy,
que estaba casado y tenía dos hijas; no obstante, Bernardo lo
convenció de renunciar a su familia y unirse a la comunidad de
Clairvaux. Evidentemente, allí había un profeta reconocido en su
propia tierra. ¿De qué naturaleza era el carisma de Bernardo? Su
biógrafo en la Vita prima lo considera bien parecido: su cuerpo era
delgado y delicado, de estatura media, piel suave, cabello rubio,
barba rojiza, complexión lozana y en forma. Pero sin duda alguna su
poder sobre los demás venía de su personalidad y su convicción.
«Su rostro irradiaba un brillante esplendor, que no era de origen
terreno sino celestial [...] hasta su apariencia física desbordaba
pureza interior y abundancia de gracia.»109 No tiene sentido
preguntarse cómo se hubiera visto en televisión; todo lo que
necesitamos saber en relación a los Templarios es que Bernardo de
Clairvaux, como lo resumió Dom David Knowles, un historiador
benedictino de nuestro tiempo, era:

Miembro de la reducida clase de hombres sumamente grandes


cuyos dones y oportunidades han sido perfectamente
coordinados. Como líder, como escritor, como predicador y
como santo, su magnetismo personal y su poder espiritual
fueron trascendentales e irresistibles. Desde los confines de
Europa llegaban hombres a Clairvaux, siendo reenviados desde
allí a todo el continente... Durante cuarenta años, Citeaux-
Clairvaux fue el centro espiritual de Europa, y en un mismo
momento san Bernardo contaba entre sus ex monjes al Papa, el
arzobispo de York, y un gran número de cardenales y
obispos.110

En 1127, Hugo de Payns y Guillermo de Burres fueron enviados


por el rey Balduino II en misión diplomática a Europa occidental. Su
encargo era convencer a Foulques de Anjou de casarse con la hija
del rey Balduino, Melisenda, convirtiéndose así en heredero del
trono de Jerusalén, y reclutar fuerzas para un proyectado ataque a
Damasco. Hugo tenía un tercer objetivo: conseguir reclutas y
aprobación papal para su Orden, los caballeros del Templo. La
dimensión de la Orden en ese momento no está clara: los cronistas
sólo mencionan a los nueve fundadores, pero el hecho mismo de
que el rey Balduino hubiera elegido al maestre para esa importante
misión, y que éste se sintiera capaz de incorporar nuevos caballeros
a su entorno, sugieren que la Orden ya había alcanzado cierto
prestigio en Outremer.
El rey Balduino II creía sin duda que su oferta a Foulques y a la
nobleza europea era atractiva: cinco años antes, su situación había
sido desesperada, pero ahora podía hacer su llamamiento desde
una posición de fuerza. Con Tiro en manos de los latinos, podía
pensar en un ataque al corazón musulmán. En 1124 había sitiado
Alepo; en 1125 había derrotado a un ejército sarraceno en A’zaz, y
había incursionado en territorio de Damasco. A principios de 1126,
con la dotación completa de la fuerza militar de su reino, había
penetrado aún más en territorio de Damasco con éxito considerable.
La misma Damasco debió parecerle a su alcance: con refuerzos y
un último empuje, la ciudad podía caer, alejando la amenaza
musulmana hacia el interior, dando lugar a un nuevo principado para
los latinos y reportando un fabuloso botín.
Con tres hijas pero ningún hijo varón, evidentemente era vital
para la estabilidad del reino a largo plazo que la hija mayor de
Balduino, Melisenda, se casara con un hombre de cierto peso. Más
allá de lo que los papas pudieran decir en cuanto a que la validez
del matrimonio dependía del libre consentimiento de la pareja, era
esencial para la seguridad de Outremer que cada feudo tuviese un
líder fuerte. Como concesión a la mayor probabilidad de muerte
prematura, se había acordado que la esposa y los hijos de un
hombre pudieran heredar su feudo. Sin embargo, ni una mujer ni un
niño podían conducir caballeros a la batalla. Por lo tanto era
imperativo que, a la muerte de un barón, su mujer se casase de
inmediato con alguien que pudiera hacerlo. No hay evidencia de que
las mujeres cuestionasen esa necesidad aunque, como veremos,
sus sentimientos determinaban a veces la elección.
El viaje de Hugo a Europa fue todo un éxito. En abril de 1128 lo
encontramos en Anjou visitando a Foulques en Le Mans. En junio, el
hijo de Foulques, Geoffrey, se casa con Matilda, la heredera de
Enrique I de Inglaterra, dejando a Foulques en libertad para
trasladarse a Jerusalén y casarse con Melisenda. El rey Enrique I
respondió generosamente a la recaudación de fondos efectuada por
Hugo, al brindarle «grandes tesoros, consistentes en oro y plata»
que sin duda pavimentaron el camino de la exitosa gira que Hugo
realizó por Inglaterra, Escocia, Francia y Flandes, recogiendo
pequeñas donaciones de armaduras y caballos, y algunas más
importantes de los condes de Blois y Flandes, y de Guillermo II,
castellano de Saint-Omer, Picardía, y padre111 de Godofredo de
Saint-Omer, el cofundador con Hugo de Payns de los pobres
soldados de Jesucristo.
No queda del todo claro si la recaudación de fondos realizada por
Hugo fue específicamente para su Orden o, de manera más general,
para la campaña contra Damasco proyectada por el rey Balduino II.
La Crónica Anglo-Sajona registra, sin duda con cierta exageración,
que Hugo consiguió reclutar más gente que la reunida por el papa
Urbano II para la primera gesta. Numerosas cédulas muestran a
nobles francos vendiendo sus propiedades u obteniendo un
préstamo para financiar su participación en las cruzadas.
La autoridad concedida a Hugo de Payns por Balduino II, y su
éxito en la incorporación de nobles para el asalto a Damasco,
sugieren que fue una figura más jerárquica de lo que alguna vez se
pensó. El primer sello de los Templarios mostraba a dos caballeros
montando un solo caballo para simbolizar su pobreza; nada indica
que Hugo viajase de esa forma por Europa. Aunque la turbulencia
política de Europa pueda haber impedido que monarcas de primera
línea, como los reyes de Inglaterra y Francia, o nobles, como el
conde de Flandes, tomaran la cruz, los mismos respondieron con
entusiasmo al respaldo solicitado por Hugo para su Orden militar.
Más importante aún, sin embargo, era que la Iglesia sancionara la
nueva Orden: como señala el historiador Joshua Prawer, «en el uso
medieval, ordo significaba mucho más que una organización o un
organismo corporativo, porque incluía la idea de una función social y
pública. Los hombres que pertenecían a una ordo no seguían
meramente su destino personal, sino que ocupaban un lugar en un
sistema de gobierno cristiano».112 Para obtener esa aprobación,
Hugo se presentó ante el concilio de la Iglesia reunido en Troyes en
enero de 1129. Huésped de los venerables eclesiásticos era el
conde Teobaldo de Champagne, y presidía el concilio el legado
papal, Mateo de Albano. La mayoría de los prelados asistentes eran
franceses: dos arzobispos, de Reims y Sens, diez obispos y siete
abates, entre ellos Esteban Harding, abad de Molesme, y Bernardo,
abad de Clairvaux.
A pesar de la temprana autorización del patriarca de Jerusalén, la
aprobación del concilio no estaba cantada. Una carta de aliento a
los hermanos de Jerusalén, atribuida a Hugo durante su estancia en
Europa, sugiere una crisis en la moral de los Templarios. En la
mente de distinguidos hombres de la Iglesia seguía habiendo dudas
sobre la moralidad de la guerra: algunos sostenían que la
reprimenda de Cristo a Pedro cuando éste le cortó la oreja al
sirviente del sumo sacerdote significaba que la violencia era
incompatible con la vida de un religioso profeso. El erudito
lombardo, Anselmo, arzobispo de Canterbury, había juzgado que
tomar la cruz para ir a una cruzada era algo infinitamente inferior a
la vocación religiosa. «Para él, la elección importante era
sencillamente entre la Jerusalén celestial [...] que debía ser
descubierta en la vida monástica, y la carnicería de la Jerusalén
terrenal de este mundo, que bajo el nombre que fuera no era otra
cosa que una visión de la destrucción...»113
Pero Anselmo estaba muerto, y la preeminencia que había
ganado por su santidad y conocimiento había pasado a Bernardo de
Clairvaux. A pesar de la vida recluida que llevaba en Clairvaux,
Bernardo sabía de la fundación de la Orden de los Templarios a
través de su amigo y patrocinador, el conde Hugo de Champagne.
Al enterarse de que éste se había unido a la Orden en Jerusalén,
Bernardo le escribió para felicitarlo, lamentando al mismo tiempo no
contarlo entre los monjes de Clairvaux. Por su temprano apoyo,
Bernardo debía sentir una cierta obligación para con ese gran
potentado que había renunciado al mundo. Un enlace más íntimo
aún con los Templarios era Andrés de Montbard, el tío menor de
Bernardo, medio hermano de su madre. Uno y otro lo habían
mantenido al tanto de las necesidades de Outremer: en 1124,
cuando el abad cisterciense de Morimond propuso fundar un
monasterio en Tierra Santa, Bernardo descartó la idea basándose
en que «las necesidades son caballeros que peleen, no monjes que
canten y giman».114
Hugo de Payns le había escrito a Bernardo desde Jerusalén
solicitándole ayuda para obtener la «confirmación apostólica» y
redactar una regla de vida. Envió la petición con dos caballeros,
Godemar y Andrés (posiblemente se tratase de su tío, Andrés de
Montbard, a quien Bernardo encontraría difícil rechazar). Aunque
aquejado de fiebre, Bernardo obedeció a la llamada imperativa de
asistir al concilio de Troyes y sin duda alguna dominó la sesión:
Jean Michel, el encargado de levantar las actas del concilio, dijo que
lo hizo «por orden del Concilio y del venerable padre Bernardo, abad
de Clairvaux»,115 cuyas palabras fueron «generosamente
elogiadas» por los prelados reunidos. La única oposición procedía
de Juan, el obispo de Orleans, descrito por el cronista Ivo de
Chartres como un «súcubo y sodomita», y conocido por el
sobrenombre de «Flora».116 Las razones de su oposición no se
conocen.
Hugo de Payns, acompañado por cinco miembros de la Orden —
Godofredo de Saint-Omer, Archambaud de Saint Armand, Geoffrey
Bisot, Payen de Montdidier, y un tal Roland— describió la fundación
de la Orden y presentó su regla. Analizada y revisada por los padres
del concilio, fue transcrita por Jean Michel en un documento de
setenta y tres cláusulas. La influencia cisterciense resulta a todas
luces evidente. El prólogo no tiene nada bueno que decir de la
caballería secular: «Despreció el amor a la justicia que constituye su
deber y no hizo lo que debía, que es defender a los pobres, las
viudas, los huérfanos y las iglesias, sino que trató por todos los
medios de saquear, despojar y matar»;117 pero ahora, a aquellos
que se unieran a los Templarios se les daba la oportunidad de
«abandonar el cúmulo de perdición» y «revitalizar» la hermandad de
la caballería y salvar al mismo tiempo sus propias almas. Eso
significaba una total abnegación y, cuando no se estaba cumpliendo
un deber militar, llevar la vida de un monje. «Vosotros que renunciáis
a vuestros propios deseos [...] por la salvación de vuestra alma [...]
esforzaos en todas partes con anhelo sincero por escuchar maitines
y el servicio íntegro conforme a la ley canónica...»; y si las
circunstancias lo hicieran imposible para alguno, «deberá decir en
lugar de maitines trece Padrenuestros; siete por cada hora y nueve
durante vísperas15*».
Así como en las órdenes benedictina y cisterciense se hacía una
distinción entre el monje y el hermano laico, del mismo modo la
diferencia entre un caballero del Temple y un sargento o un
escudero debía evidenciarse en su vestimenta. «Los hábitos de los
hermanos serán siempre de un solo color, que podrá ser blanco o
negro o castaño.» El blanco sólo podían usarlo los caballeros
profesos, «de modo tal que aquellos que han abandonado la vida de
oscuridad se reconozcan entre sí como reconciliados con su
creador, por la señal de su hábito blanco; el blanco significa pureza
y absoluta castidad». La castidad, es decir, el celibato, era el sine
qua non del compromiso de los caballeros. «La castidad es certeza
del corazón y santidad del cuerpo. Pues si un hermano no hace voto
de castidad, no puede alcanzar el descanso eterno ni ver a Dios,
conforme a la promesa del apóstol, que dijo: “Luchad por llevar la
paz a todos, y manteneos castos, sin lo cual nadie puede ver a
Dios.”»
Los hombres casados podían unirse a la Orden con el permiso de
sus mujeres, pero no estaban autorizados a llevar el hábito blanco; y
las viudas, aunque mantenidas por la Orden en razón del beneficio
correspondiente a sus esposos, tenían vedada la entrada a las
casas templarias, al igual que toda otra mujer de la familia del
caballero.

La compañía de mujeres es cosa peligrosa, pues con eso el


viejo demonio ha apartado a muchos de la senda recta que
conduce al Paraíso...
Nosotros creemos que es peligroso para todo religioso mirar
demasiado el rostro de una mujer. Por esa razón ninguno de
vosotros osará besar a una mujer, sea ésta viuda, joven, madre,
hermana, tía o cualquier otra; y en lo sucesivo, los caballeros de
Jesucristo evitarán a toda costa el abrazo de mujeres, por lo
cual han muerto hombres tantas veces, de manera que siempre
puedan pararse ante el rostro de Cristo con la conciencia pura y
una vida incuestionable.118

Siguiendo la regla de Benito de Nursia, posiblemente como una


precaución contra otras formas de pecado sexual, el dormitorio
donde descansaban los caballeros debía estar «iluminado hasta el
amanecer», y los Templarios dormirían «vestidos con camisa,
calzones, zapatos y cinturón». Tal vez eso fuera para permitirles
combatir al menor aviso: «Ordenamos que todos tengan lo mismo
para que cada uno pueda vestirse y desvestirse, ponerse y quitarse
las botas fácilmente.» El mercero de la Orden debía encargarse de
que la ropa les calzara bien y de que llevasen el cabello corto; no
obstante, los caballeros no podían afeitarse. Todos los Templarios
usaban barba. No habría ninguna variación en la moda de su
atuendo: «Ningún hermano se pondrá una prenda de piel sobre su
ropa [...] Prohibimos los zapatos de punta y los cordones, y
proscribimos usarlos a todos los hermanos [...] porque es manifiesto
que esas cosas abominables son propias de los paganos.»
Al igual que los monjes, los caballeros comerían en silencio en el
refectorio. Como «es sabido que la costumbre de comer carne
corrompe el cuerpo», la carne se permitía sólo tres veces por
semana: abstenerse por completo, como hacían los cistercienses,
los debilitaría como guerreros. Los domingos, los caballeros y los
clérigos tenían permitidas dos comidas principales, mientras que los
sargentos y escuderos «se contentarán con una sola comida y
agradecerán a Dios por la misma». Los lunes, miércoles y sábados,
los hermanos harían dos o tres comidas de vegetales y pan. Los
viernes debían ayunar y, durante los seis meses que van desde
Todos los Santos (1 de noviembre) hasta Pascua, sólo ingerirían
una mínima cantidad de comida. Los enfermos estaban excusados
del ayuno. Una décima parte de la comida de los Templarios, y todo
el sobrante, iban a los pobres.
En esta primitiva regla de los Templarios puede apreciarse el
temor de Bernardo de Clairvaux y los padres del concilio de que, sin
la salvaguarda del recinto monástico, los caballeros Templarios
volvieran a caer en las costumbres mundanas. La Orden podía tener
tierras y obtener beneficios del trabajo de arrendatarios y siervos a
los que debía gobernar con justicia. También se le permitía recibir
diezmos como parte de una donación laica o clerical. La cetrería y la
caza estaban prohibidas, excepto la caza del león, que, como
Satanás, «viene rodeando y buscando lo que puede devorar». El
caballero Templario no sólo tenía prohibidos los zapatos de punta y
los cordones, sino también las decoraciones de oro o de plata en la
brida de su caballo, o un saco de comida hecho de hilo o de lana.
Los hermanos debían evitar la liviandad en su conversación
—«las palabras frívolas y perversos ataques de risa»— y no debían
malgastar su tiempo charlando, «porque está escrito [...] que
demasiada charla no es sin pecado». No debían alardear de sus
proezas pasadas: «Prohibimos y proscribimos terminantemente a
todo hermano que le cuente a otro hermano o a cualquier otra
persona los actos heroicos que ha realizado en su vida secular, que
deberían más bien llamarse locuras cometidas en el ejercicio de los
deberes de caballero, y los placeres de la carne que ha tenido con
mujeres inmorales.» Los Templarios debían evitar «las plagas de la
envidia, el rumor, el desprecio y la calumnia»; y —presumiblemente
una orden práctica contra la envidia— «ningún hermano pedirá
explícitamente el caballo o la armadura de otro, ni se ofenderá ni
enojará si el maestre decidiera dárselos a otro».119
Se entendía que los caballeros tendrían cierto contacto con el
mundo, pero no podrían «salir al pueblo o ciudad sin el permiso del
maestre [...] excepto a orar de noche al Sepulcro y los lugares de
oración que se hallan dentro de los muros de la ciudad de
Jerusalén». Incluso allí, los hermanos tenían que ir de dos en dos y,
si se veían obligados a detenerse en un hostal, «ningún hermano ni
escudero ni sargento puede ir al alojamiento de otro para verlo o
hablar con él sin permiso». Como pasaba con el abad de una
comunidad monástica, el poder del maestre era absoluto. «Para
llevar a cabo sus sagradas tareas y obtener la bendición de la
alegría del Señor y eludir el temor del fuego infernal, corresponde
que todos los hermanos que son profesos obedezcan estrictamente
a su maestre. Porque nada es más caro a Jesucristo que la
obediencia. Así pues, tan pronto como algo es ordenado por el
maestre o por alguien a quien el maestre ha dado la autoridad, debe
hacerse sin demora como si Cristo mismo lo hubiera ordenado.» El
maestre, si lo deseaba, podía pedir consejo a los hermanos más
doctos, y en cuestiones serias podía «reunir a toda la congregación
para escuchar el consejo de todo el capítulo». El maestre y el
capítulo estaban autorizados a castigar a los hermanos que
cometieran transgresiones.
De las setenta y tres cláusulas de esta regla aprobadas por el
concilio de Troyes para los caballeros del Templo, unas treinta están
basadas en la regla de Benito de Nursia. Bernardo y los padres del
concilio parecían más ansiosos por hacer monjes de caballeros que
caballeros de monjes. Hay algunas referencias a la profesión militar
de los hermanos, por ejemplo, al consignar el número de caballos a
disponer para cada caballero; y una concesión al clima de Outremer:
se les permitía cambiar la camisa de lana por otra de lino en los
meses de verano. Pero, en general, el foco de la regla parece
centrado en salvar el alma de los caballeros, no en la eficacia de
una fuerza de combate. Los padres del concilio no parecen haber
previsto que la aplicación de la disciplina monástica a una unidad
militar daría como resultado —por primera vez desde la caída del
Imperio romano de Occidente— un cuerpo de caballería disciplinado
y uniformado que ocupaban el terreno sin estar sujetos a lealtades
personales volubles ni a las incertidumbres de la leva feudal.120
Sin embargo, la Orden de los Caballeros del Templo bien podría
no haber visto la luz si no hubiese obtenido la aprobación de la
Iglesia en el Concilio de Troyes, confirmada posteriormente por el
papa Honorio II. Esa aprobación se debió en gran medida al apoyo
de Bernardo de Clairvaux, apoyo que reforzó a su regreso a
Clairvaux con el tratado De laude novae militiae («Elogio de la
nueva milicia»). ¿Fue en respuesta a críticas de la Orden? Al volver
a Jerusalén, Hugo de Payns había recibido una carta de Guigo, el
quinto prior de La Grand Chartreuse y un monje sumamente
respetado. Guigo obviamente sintió que era su deber recalcarles a
los Templarios que vieran su vocación, primero y ante todo, como
una vocación espiritual, no marcial. «Es inútil por cierto que
ataquemos enemigos externos si no derrotamos primero a los
internos.»121 Envió copias de su carta con dos mensajeros,
pidiéndole a Hugo que la misma fuese leída a todos los miembros
de la Orden.
La necesidad de disipar todas las dudas en la mente de los
Templarios y los potenciales reclutas fue seguramente el arma con
que Hugo insistió a Bernardo hasta lograr que escribiera De laude:
Bernardo manifiesta en la introducción que sólo después de tres
pedidos se decidió a tomar la pluma. El tratado está dirigido a los
hermanos y les advierte de entrada que el demonio tratará de minar
su resolución, impugnando sus motivos para matar al enemigo y
cobrar el botín de guerra, tentándolos a apartarse de su vocación
elegida con la quimera de un bien mayor. Ellos eran, reconocía, una
novedad en la vida de la Iglesia, «radicalmente diferente de la
tradición ordinaria de la caballería»,122 cuyos motivos puros
transformaban el homicidio, que era malo, en malecidio —la
matanza del mal—, que era bueno. En la mente de Bernardo no
había dudas de que Tierra Santa era el patrimonio de Cristo,
injustamente usurpado por los sarracenos: buena parte del tratado
está dedicada a la descripción de escenas de la vida y la Pasión de
Cristo. Los Templarios pisarían en su propio beneficio espiritual el
mismo suelo que pisó su salvador. Y sobre todo, tropezar con la
realidad física del Santo Sepulcro le recuerda al cristiano que aquí él
también derrotará a la muerte.

Avanzad con seguridad, caballeros, y con el alma impertérrita


expulsad a los enemigos de la cruz de Cristo, sabiendo que ni
la muerte ni la vida pueden separaros del amor de Dios que
está en Cristo Jesús, repitiéndoos ante cada peligro: Si vivimos
o morimos somos del Señor. ¡Qué gloriosos son los vencedores
que vuelven de la batalla! ¡Qué benditos son los mártires que
mueren en la batalla! Alegraos, valientes atletas, si vivís y
vencéis en el Señor, pero regocijaos más si morís y os unís al
Señor. La vida es sin duda fructífera y la victoria gloriosa, pero...
la muerte es mejor que cualquiera de esas cosas. Porque si son
bendecidos aquellos que mueren en el Señor, ¿cuánto más
bendecidos serán aquellos que mueren por el Señor?

103 Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of Crusading, p.


154.
104 Michael Lamy, Les Templiers: Ces Grandes Seigneurs aux
Blancs Manteaux, Burdeos, 1997, p. 26.
105 Christopher N. L. Brooke, The Medieval Idea of Marriage,
Oxford, 1989, p. 136.
106 Ibíd., p. 138.
107 R. W. Southern, Western Society and the Church in the
Middle Ages, Harmondsworth, 1970.
108 «Traité du Précepte et de la dispense», citado en Philippe
Delacroix, Vrai Visage de Saint Bernard, Abbé de Clairvaux, Angers,
1991, p. 52.
109 Citado en Adriaan H. Bredero, Bernard de Clairvaux:
Between Cult and History, Edinburgo, 1996, p. 95.
110 Knowles, Christian Monasticism, p. 78.
111 Véase A. J. Forey, The Templars in the Corona de Aragon,
Oxford, 1973, p. 5.
112 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 254.
113 R. W. Southern, Saint Anselm: A Portrait in a Landscape,
Cambridge, 1990, p. 169: Anselmo modificó esa frase cuando quiso
deshacerse de un cuñado problemático.
114 Citado en Malcom Barber, The New Knighthood: A History of
the Order of the Temple, Cambridge, 1994, p. 13.
115 The Rule of the Templars: The French Text of the Rule of the
Order of the Knights Templar, traducido y prologado por J. M. Upton-
Ward, Woodbridge, 1992, p. 20.
116 Marion Melville, La Vie des Templiers, París, 1978, p. 3.
117 Upton-Ward, The Rule of the Templars, p. 19.
118 Ibíd., p. 36.
119 Ibíd., p. 28.
120 Colin Morris, The Papal Monarchy: The Western Church from
1050 to 1250, Oxford, 1989, p. 280.
121 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 49.
122 Maurice Keen, Chivalry, Londres, 1994, p. 8.

11* Conjunto de países o territorios coloniales allende el mar. (N.


del T.)
12* Se trata de la Soberana Orden Militar del Hospital de San
Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, fundada después de la
formación del reino latino de Jerusalén. Sus miembros, conocidos
como caballeros del hospital de San Juan, hospitalarios o caballeros
hospitalarios, seguían la regla de San Agustín y realizaban votos de
pobreza, castidad y obediencia. (N. del T.)
13* Del latín, Cistercium. (N. del T.)
14* Castellanizado como Claraval. Bernardo de Fontaines-les-
Dijon se conoce así como San Bernardo de Claraval. (N. del T.)
15* Es decir, siete por cada otra hora —exceptuadas maitines y
vísperas— de las nueve que componen los oficios divinos. (N. del
T.)
6

Los Templarios en Palestina

Después del concilio de Troyes, Hugo de Payns volvió a


Palestina. Algunos de sus lugartenientes se quedaron en Europa
para reunir reclutas, solicitar donaciones y establecer una
administración. Aunque los títulos y funciones de los oficiales
Templarios en esta etapa son imprecisos, los registros hacen
referencia a procuradores, senescales y maestres provinciales.
Payen de Montdidier, uno de los nueve fundadores de la Orden,
parece haber quedado a cargo del territorio francés al norte del
Loira; Hugo de Rigaud recibió donaciones en el área de Carcasona,
Pedro de Rovira en Provenza, y un futuro maestre de la Orden,
Everardo de Barres, en Barcelona. Las donaciones podían ser tan
pequeñas como un denier16* o la renta de una pequeña parcela de
tierra, un caballo, una espada, una armadura, una cota de malla, o
hasta un par de calzones; o podían ser importantes terrenos, o los
valiosos derechos de realizar ferias, o manejar molinos que habían
sido donados por magnates como el duque de Bretaña o Leonor de
Aquitania. Leonor eximió además a los Templarios de pagar
derechos portuarios en La Rochelle.
En Inglaterra, como hemos visto, los Templarios recibieron una
cálida bienvenida del rey Enrique I. A la muerte de éste, habían
establecido sus cuarteles generales en la parroquia de Saint
Andrew, en Holborn, cerca del extremo norte de la actual Chancery
Lane. Las donaciones de tierra más generosas fueron en
Lincolnshire y Yorkshire. Tanto en Yorkshire como en Lincolnshire la
Orden siguió el provechoso ejemplo de los cistercienses de criar
ovejas cuya lana se exportaba a los tejedores de Flandes. Se
supiera o no en la época de la fundación de la Orden, una gran
parte de los fondos recaudados por los Templarios y los
hospitalarios se usaba para mantener las casas, llamadas
preceptorías: la norma no era el servicio militar en Palestina, sino la
administración de propiedades y la vida semimonástica en Europa
occidental. La organización financiera y administrativa de una
preceptoría templaria, como la de un monasterio cisterciense, era
simple; y «algunos Templarios a cargo de fincas vivían casi en
soledad».123
A diferencia de las fundaciones monásticas, sin embargo, las
donaciones no eran a una casa en particular sino a la Orden
representada por su casa principal, el Templo, en Londres. Que se
gastara una proporción tan considerable de sus recursos en la
dirigencia y el personal de lo que fue, en esencia, una primitiva
corporación multinacional, no provocó inicialmente ningún
resentimiento entre los donantes, cuyos aportes surgían del mismo
impulso devoto que sus donaciones a las órdenes monásticas. Por
ejemplo, en la parroquia de Hemsley, en North Yorkshire, el barón
normando Walter l’Espec donó doce hectáreas a la Orden; también
donó tierras sobre el río Rye, a unos cuatro kilómetros de su castillo,
a monjes de la comunidad de Bernardo de Clairvaux, quienes
llamaron a su monasterio Rievaulx. Un barón menor de las
cercanías de Stonegrave, el pueblo donde yo vivía de niño, donó
tres yugadas de tierra que se alquilaban a cuarenta peniques.124 En
una cruzada posterior, un tal Roger de Staingrive sería capturado
por los sarracenos.
En el continente, importantes beneficios provenían de príncipes
ya familiarizados con las necesidades de Outremer, como Alfonso-
Jordán, conde de Toulouse, hijo de Raymond y medio hermano de
Bertrand, conde de Trípoli; y de aquellos que estaban
comprometidos en combatir a los musulmanes en la Península
Ibérica. Aragón, bajo el reinado de Alfonso I, conocido como «el
Batallador», seguía adelante con una resuelta política de
reconquista cristiana, y ya en 1130 concedió privilegios a los
Templarios. El interés de Alfonso no era simplemente ver cómo
podía ayudar a los Templarios, sino ver cómo los Templarios podían
ayudarlo a él. En cierta medida, Alfonso había anticipado la Orden
del Temple al crear confraternidades de caballeros para pelear
contra los moros. Esas hermandades estaban vinculadas a los
cistercienses pero, en el caso de la Orden de Santiago, en el reino
de León, se admitía como miembros a hombres casados y se les
permitía dormir con sus esposas.125
Para Alfonso, la ventaja de las órdenes militares era que él no
debería ceder a sus barones el control de los territorios
recientemente conquistados. La primera lealtad de los Templarios,
no obstante, era hacia la Tierra Santa, e inicialmente no quisieron
comprometer la Orden en un segundo frente de guerra contra el
Islam; pero demostró ser difícil resistirse al abrazo de los ibéricos.
En Portugal, la condesa Teresa les prometió el castillo de Soure. En
Cataluña, en 1134, Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, y un
grupo de sus vasallos, prometieron abastecer a los Templarios
durante un año. Dictaminó además que los Templarios y sus
dependientes quedaran fuera de la jurisdicción de las cortes civiles.

Arrastrada también a la reconquista ibérica hubo una segunda


orden de monjes militares con raíces en Tierra Santa: los Caballeros
del Hospital de San Juan. En sus inicios no una orden militar sino
una comunidad seglar dedicada al cuidado de los peregrinos
pobres, había sido fundada por los monjes de Santa María de los
Latinos, un monasterio erigido en Jerusalén antes de la primera
Cruzada por los mercaderes de Amalfi, quienes en ese momento
ejercían el monopolio del comercio occidental con Levante. Como
los primeros Templarios y los canónigos de la iglesia del Santo
Sepulcro, los caballeros seguían la regla de Agustín de Hipona y
construyeron su hospital en el lugar donde un ángel había
anunciado la concepción de san Juan el Bautista.
Una bula papal de 1113 en la que se aprueba la Orden menciona
al hermano Gérard como su fundador. Tras la captura de Jerusalén
en 1099, su piedad, combinada con una excepcional competencia
—«el alojador más eficiente que los cruzados habían conocido»126
—, generó donaciones de Godofredo de Bouillon y sus sucesores, y
de europeos devotos impresionados por lo que escuchaban de
soldados y peregrinos que regresaban. Hacia 1113, el Hospital ya
había instituido varias casas en Europa para asistir a los peregrinos
en su viaje a Tierra Santa.
El hermano Gérard murió en 1120 y fue sucedido por Raymond
de Le Puy, un ex caballero franco que se había quedado en
Jerusalén después de la primera Cruzada. Evidentemente, la
necesidad imperiosa de una fuerza que protegiera a los peregrinos
era tan obvia para él como para Hugo de Payns. Si Raymond y sus
confrères habían renunciado a la espada y la armadura, ahora las
retomaban. Aunque el Hospital nunca abandonó su vocación original
de asistir a los peregrinos y los enfermos, se convirtió ahora en una
orden militar. En 1128, mientras Hugo de Payns se hallaba en
Europa, el hermano Raymond de Le Puy acompañaba al rey
Balduino II en una campaña contra la ciudad de Ascalón.
Las dos órdenes se expandieron codo a codo: la estructura
administrativa desarrollada por los Templarios en Europa se basó en
la ya establecida por los hospitalarios; a su vez, la aprobación
eclesiástica de la regla templaria en el concilio de Troyes y el tratado
de Bernardo de Clairvaux en su defensa validaron y promovieron la
conversión del Hospital en una orden militar equiparable. Los
hospitalarios conservaron la regla de los canónigos agustinianos —
menos estricta que la de Benito de Nursia— pero tomaron de los
Templarios el título de maestre para su superior. Sus cuarteles junto
a la iglesia del Santo Sepulcro pronto absorbieron el monasterio de
Santa Ana, e incluían un gran salón con capacidad para dos mil
peregrinos y varios cientos de caballeros, «un edificio tan grande y
maravilloso que parecía imposible a menos que uno lo viera».127

El rey Alfonso de Aragón, el Batallador, a pesar de sus hazañas


como azote de los moros, no pudo engendrar ningún hijo. Su
matrimonio con Urraca de Castilla fue disuelto en 1114. Sin
herederos, y posiblemente por evitar una rebatiña que dividiera su
reino después de su muerte, Alfonso redactó un testamento, en
octubre de 1131, en el que dejaba su reino a los canónigos del
Santo Sepulcro de Jerusalén y a las dos órdenes militares: los
Hospitalarios y los Templarios. «A estos tres concedo todo mi reino
[...] también el señorío que tengo sobre todas las tierras de mi reino,
tanto sobre clérigos como sobre laicos, obispos, abates, canónigos,
monjes, magnates, caballeros, burgueses, campesinos y
mercaderes, hombres y mujeres, pequeños y grandes, ricos y
pobres, también judíos y sarracenos, con las mismas leyes que mi
padre y yo hemos tenido hasta ahora y que debemos tener.»128
El motivo de esa disposición es poco claro, pero cuando Alfonso
murió en 1134, fue ignorada y, pese al apoyo del papa Inocencio II,
ninguno de los tres beneficiarios logró hacerla cumplir. No obstante,
cuando diez años más tarde se llegó finalmente a un acuerdo en
Gerona con Ramón Berenguer, conde de Barcelona, los Templarios
fueron compensados con el señorío de media docena de fortalezas,
una décima parte de los ingresos reales, la exención de una serie de
impuestos, y un quinto de todas las tierras conquistadas a los
moros.129 Así, a pesar de su renuencia inicial, fueron arrastrados a
la Reconquista, convirtiéndose en uno de los poderes dominantes
en España y Portugal.

El hecho mismo de que la Orden del Temple pudiera asumir ese


compromiso militar en un segundo frente en 1114, demuestra su
éxito en el reclutamiento de caballeros. Las razones para unirse a
ella eran diversas, aunque sería un error subestimar el fervor
religioso. El consenso entre los historiadores, que alguna vez vieron
las cruzadas como un débil pretexto para el pillaje y la rapiña,
apunta ahora a favor de una motivación penitencial. «El compromiso
de una cruzada [...] implicaba grandes gastos y verdaderos
sacrificios financieros, y las cargas eran más pesadas para las
familias si varios miembros decidían ir.»130 Lo mismo era válido
para un caballero que se unía a los Templarios: «Se esperaba que
los postulantes aportaran su propia ropa y equipo cuando
ingresaban a la Orden»131, y a menudo el costo era asumido por su
familia o sus amigos.
Frecuentemente, donación y compromiso iban combinados. Hugo
de Payns y Godofredo de Saint-Omer fueron elogiados por sumar
sus bienes a la Orden. En el norte de Provenza, Hugo de
Bourbouton se unió a los Templarios en 1119, y donó tierra
suficiente para fundar la preceptoría de Richerenches, una de las
que mejor se conservan hasta el día de hoy; lo hizo —sostuvo—
obedeciendo una de las órdenes de Cristo en el Evangelio de san
Mateo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y
cargue con su cruz y sígame. Pues quien quisiere salvar su vida la
perderá; mas quien perdiere su vida por amor de mí, la
encontrará.»132 Seis años más tarde, fue seguido por su hijo
Nicolás, quien donó todos sus bienes al Temple excepto las ovejas,
que servirían para mantener a su madre; y «me entrego a la misma
orden de Dios y del Temple para servir como sirviente y hermano,
aunque indigno, todos los días de mi vida, para que pueda merecer
la indulgencia de mis pecados y por herencia [estar] con los elegidos
en la eternidad».133
La familia Bourbouton provenía de una clase social apenas más
baja que la de los grandes magnates de Europa occidental. Era el
mismo caso de Hugo de Payns, Godofredo de Saint-Omer, y de la
mayoría de los que ejercían el liderazgo de la Orden. Sin embargo,
la Orden apeló también a caballeros más pobres y, en sus
comienzos, el linaje caballeresco no parece haber sido una
calificación necesaria para el ingreso. Obviamente, el postulante
debía estar familiarizado con el combate a caballo, y tener
experiencia, ya fuese en el campo de batalla o al menos en
competencia de justas. De hecho, las órdenes militares eran menos
exclusivas que los monasterios:134 el alfabetismo no era un
requerimiento; pocos de los caballeros sabían leer o escribir, y, por
cierto, no en latín. Los encargados de recitar el oficio eran los
capellanes, y lo único que se les exigía a los hermanos era que
rezasen la cantidad prescrita de Padrenuestros en las horas fijadas.
Había sin duda postulantes con motivaciones de todo tipo. Nobles
como Hugo, conde de Champagne, o Harpin de Bourges, se unieron
al Temple tardíamente en su vida, después de perder a sus
esposas; uno por separación, el otro por fallecimiento. Los
caballeros más jóvenes y con pocos recursos se sentían atraídos
por las «perspectivas de viaje y ascenso en el mundo».135 Estaba
también la atracción magnética de Tierra Santa. Hay casos de
caballeros que habían viajado a Palestina por su propia cuenta —
por ejemplo el primo de Roger, obispo de Worcester— uniéndose a
una orden militar cuando sus recursos se les agotaban.
Conforme crecía en poder y riqueza, la Orden comenzó a ofrecer
una estructura de progreso comparable a la de la Iglesia. Muy
pronto, los grandes maestres de las órdenes militares se
convirtieron en figuras importantes no sólo en Siria y Palestina, sino
también en Europa occidental. Los maestres provinciales y otros
oficiales, con enormes recursos a su disposición, adquirieron el
mismo estatus de sus pares más altos en el reino. Su fama de
honestidad y buen juicio los convertía en asesores de confianza de
papas y reyes.
Es posible que haya habido también motivaciones más
románticas: en baladas y chansons de gestes solía sugerirse que
los caballeros se alistaban en el Temple por un amor no
correspondido. Como veremos, se ha dicho que Gérard de Ridefort,
el décimo gran maestre, ingresó en la Orden al ser rechazado como
marido por una heredera, pero en este caso el corazón roto acaso
haya sido menos importante que las expectativas frustradas; no
obstante, no sería fantasioso esbozar al menos una analogía parcial
entre la Orden del Temple y la Legión Extranjera francesa. Si bien
en la regla original se estipulaba un período de prueba, la prioridad
de la traición hizo que fuera eliminado; y ya en los comienzos de la
Orden se había previsto el reclutamiento de caballeros
excomulgados. «Donde sepáis que se congregan caballeros
excomulgados, allí os ordenamos ir.»136 Un caballero acusado de
homicidio podía unirse a los Templarios para expiar su pecado. La
penitencia impuesta a los caballeros que asesinaron al arzobispo de
Canterbury, Tomás Becket, fue catorce años de servicio en los
Templarios.
Por último, estaba la eterna apelación a la camaradería masculina
en situaciones difíciles y peligrosas. Esto fue, por cierto, una
importante característica de las cruzadas, e indudablemente atrajo
hombres a las órdenes militares. El propósito benedictino y
cisterciense de desapegarse del mundo no se extendía a la amistad
entre hombres. Muy por el contrario, grandes abates como Anselmo
de Canterbury, Bernardo de Clairvaux y Aelredo de Rievaulx la
consideraban uno de los mayores bienes que la vida podía ofrecer.
Aelredo escribió un tratado sobre el tema, De spirituali amicitia;
Bernardo «aunque no excluía a las mujeres de entre sus amistades,
y menos aún se negara a aceptar que el amor de un marido y su
mujer pudieran compartir la cualidad de verdadera amistad
humana», de todos modos pensaba que «el amor humano es
infinitamente menor que el amor de Dios, [y] el amor matrimonial,
menos que el amor entre amigos varones».137 En una sociedad
donde la violencia era endémica y la Corona era incapaz de
controlar a los barones rebeldes, los lazos de parentesco y amistad
eran de capital importancia, y vemos que el cousinage determinaba
con frecuencia quién ingresaba en un monasterio o iba a una
cruzada. Veinticinco descendientes de Guy de Monthéry de dos
generaciones tomaron la cruz; y hemos visto que Bernardo se
apareció ante las puertas de Citeaux con treinta y cinco de sus
parientes y amigos.
¿Había un componente sexual en ese lazo masculino? Es cierto
que, entre los monjes no había ninguna prohibición de la clase de
amitié particulière que fuera mal vista en la historia posterior de la
Iglesia. Algunas de las cartas escritas por Anselmo, el arzobispo
benedictino de Canterbury, parecen cartas de amor: «Mi muy
amado... como no dudo de que ambos nos amamos igualmente el
uno al otro, estoy seguro de que cada uno de nosotros desea
igualmente al otro, pues, aquellos cuyas almas están fundidas juntas
en el fuego del amor, sufren igualmente si sus cuerpos están
separados por el lugar de sus ocupaciones diarias...» o: «Si tuviera
que describir la pasión de nuestro mutuo amor, temo que a aquellos
que no saben la verdad les parecería exagerado. Así que debo
sustraer una parte de la verdad. Pero vos sabéis cuán grande es el
afecto que hemos experimentado: mirada a mirada, beso por beso,
abrazo por abrazo.»
Aunque Anselmo escribía alrededor de un siglo y medio antes de
la fundación del Temple, su caso es pertinente a nuestra
consideración del modo de vida cuasi-monástico de los Templarios.
Las inferencias extraídas por el académico norteamericano John
Boswell138 a partir de pasajes como los arriba citados, en cuanto a
que Anselmo consideraba los actos homosexuales como «flaquezas
comunes con las que casi todo el mundo podía identificarse», han
sido convincentemente refutadas por el eminente historiador Sir
Richard Southern. Southern señala que «nadie sabía nada de, o
tenía interés en, las tendencias homosexuales innatas; hasta donde
se sabía que existían, se las veía simplemente como síntomas de la
perversidad general del hombre». La única forma de
homosexualidad reconocida en el siglo XI era la sodomía,
«equiparada toscamente con otra forma de sexo antinatural, la
cópula con animales».139
La inequívoca condena eclesiástica de la sodomía como un
pecado contra Dios y contra la naturaleza se hallaba en la doctrina
de Pablo de Tars140 y Agustín de Hipona141, que los instruidos
benedictinos habrían de conocer bien. Sin duda significaba menos
para los caballeros y barones analfabetos; por cierto, la sodomía se
practicaba en tiempos de Anselmo en la corte del rey Guillermo
Rufus. «Debe reconocerse que ese pecado se ha vuelto tan común
—escribió Anselmo—, que difícilmente alguien se sonroja por ello, y
muchos, ignorando su enormidad, se han abandonado al mismo.» A
raíz de lo que veía, Anselmo, como arzobispo de Canterbury, se
hizo «famoso por la condena de este pecado y de cualquier
comportamiento, como el cabello largo y las ropas afeminadas, que
pudieran alentarlo».142
Parecería cierto entonces que, si bien la posibilidad de amours
homosexuales no era una razón para unirse a los Templarios, los
padres del concilio de Troyes eran conscientes del peligro: de allí la
norma que obligaba a mantener iluminados toda la noche los
dormitorios de los hermanos. La prohibición de compartir camas, de
dormir desnudos o a oscuras era «por temor de que el enemigo
hostil les diera ocasión de pecar».143 También queda claro que
hubo casos particulares de caballeros o sargentos que sucumbieron
a la tentación. La falta fue incluida en el detallado catálogo de
penitencias redactado por la Orden en 1167, donde se la describe
como «el asqueroso, apestoso pecado de sodomía, que es tan
asqueroso y tan apestoso y tan repugnante que no debiera ser
mencionado».144 Tenía el mismo tenor de gravedad que matar a un
hombre o a una mujer cristianos. Y era considerado más grave que
dormir con una mujer.

Cuando sus emisarios Hugo de Payns y Guillermo de Burres


regresaron a Jerusalén con fuerzas que habían reclutado en
Europa, el rey Balduino II se embarcó de inmediato en su
proyectado asalto a Damasco. En noviembre, Balduino condujo a su
ejército —que incluía un contingente de Templarios—, desde la
fortaleza fronteriza de Banyas, y acamparon a nueve kilómetros de
Damasco. Desde allí, Guillermo de Burres partió en una expedición
de pillaje con el contingente europeo, que, impaciente por saquear,
estaba fuera de control. A unos cuarenta kilómetros del
campamento principal, la expedición fue atacada por la caballería
sarracena: sólo cuarenta y cinco sobrevivieron. Balduino, esperando
atrapar al enemigo con la guardia baja mientras celebraba la
victoria, le ordenó a su ejército iniciar el ataque; pero cuando éste lo
hizo, comenzó a diluviar de tal manera que los caminos se hicieron
intransitables y tuvieron que abandonar la maniobra contra
Damasco.
Hay poca información sobre las actividades de Hugo de Payns y
los primeros Templarios en los años inmediatamente posteriores. La
primera fortaleza asignada a una orden militar —Bethgibelin, situada
entre Hebrón, en las colinas de Judea, y Ascalón, sobre la costa—
fue concedida en 1136 a los Hospitalarios. Es probable que los
Templarios concentraran sus recursos en la tarea para la cual
habían sido destinados en un principio: proteger las rutas que solían
transitar los peregrinos. En la Cisterna Rubea, a mitad de camino
entre Jerusalén y Jericó, los Templarios construyeron un castillo,
una estación vial y una capilla. Había una torre templaria más cerca
de Jericó, en Bait Jubr at-Tahtani; un castillo y un priorato en la cima
del Monte de la Cuarentena, donde Jesús había ayunado cuarenta
días y había sido tentado por Satán; y un castillo junto al río Jordán,
en el lugar donde Jesús había sido bautizado por Juan.145
La primera fortaleza importante asignada a los Templarios no se
hallaba en el reino de Jerusalén sino en la frontera más
septentrional de las posesiones latinas, en las montañas de
Amanos. Esta angosta cordillera se extiende al sur de Asia Menor y,
con picos de entre dos y tres mil metros de altitud, crea una barrera
natural entre lo que era en aquella época el reino armenio de Cilicia
y el principado de Antioquía; y también entre Alepo y el interior sirio,
y la costa mediterránea.
La ruta a través de esas montañas desde Alepo o Antioquía hasta
los puertos del golfo de Alexandretta y Puerto Bonnel (Arsuz), es por
el Paso de Belén, también conocido como el paso sirio. En la
década de 1130, a los Templarios se les dio la responsabilidad de
proteger la región montañosa fronteriza entre el reino de Cilicia y el
principado de Antioquía: la marca de Amanos. Para proteger el Paso
de Belén en la cordillera de Amanos, ocuparon la fortaleza de
Barghas, a la que llamaron Gastón, un castillo «que domina una
cima inaccesible, erigido sobre un peñasco inexpugnable, y cuyas
sus bases tocan el cielo».146 Estaba emplazado en la ladera oriental
de la cordillera y miraba sobre la planicie de Alepo hacia Antioquía.
Más al norte, para proteger el Paso Hajar Shuglan, ocuparon los
castillos de Darbsaq y La Roche de Roussel.
En 1130, el príncipe de Antioquía, Bohemundo II, fue asesinado
mientras combatía a los turcos danishmendos, y su cabeza
embalsamada fue enviada por el emir Ghazi como obsequio al califa
de Bagdad. La viuda de Bohemundo, Alicia de Jerusalén, era la
segunda de las tres formidables hijas de Balduino de Le Bourg y
Morfia, una princesa armenia; su hermana mayor, Melisenda, la
heredera de Jerusalén, estaba casada con Foulques de Anjou. La
hija de Alicia, Constanza, heredaba entonces el trono de su padre
en Antioquía pero, al enterarse de la muerte de su esposo, Alicia
usurpó su lugar. Pronto se hizo evidente que no era ése el límite de
sus ambiciones: planeaba desheredar a su propia hija y frustrar la
jugada de su padre, el rey Balduino de Jerusalén, para ejercer ella
sus derechos como regenta. Alicia envió un emisario ante Zengi, el
gobernador sarraceno de Alepo, pidiéndole ayuda.
Balduino interceptó al desafortunado mensajero y lo hizo ahorcar.
Alicia cerró a su padre las puertas de Antioquía, probablemente con
el apoyo de la población cristiana; pero los barones franceses no la
respaldaron, y las reabrieron. Padre e hija se reconciliaron; no
obstante, Alicia fue desterrada al puerto de Latakia, y sin duda la
deslealtad a su padre aceleró su final. De regreso a Jerusalén,
enfermo, Balduino fue admitido como canónigo en la iglesia del
Santo Sepulcro, y en agosto de 1131 murió vistiendo el hábito de
monje.

Cinco años más tarde murió Hugo de Payns. El cabildo general


de los Templarios se reunió en Jerusalén para elegir a un nuevo
gran maestre, Roberto de Craon, que, aunque conocido como «el
Borgoñés», provenía en realidad de Anjou y era sin duda el
candidato favorito de Foulques. Había ganado fama de excelente
administrador, e inmediatamente demostró su cabal comprensión de
las necesidades de la orden Templaria al conseguir privilegios
adicionales y excepcionales del papa Inocencio II, publicados en
una bula de 1139, Omne datum optimun.
Dirigida a «nuestro amado hijo Roberto», la bula dictaminaba que
la Orden del Temple quedaba eximida de toda jurisdicción
eclesiástica intermediaria, estando sujeta solamente al Papa.
Incluso el patriarca de Jerusalén, ante quien los caballeros
fundadores habían hecho sus votos, perdía toda autoridad sobre la
Orden. La bula le permitía al Temple tener sus propios oratorios y
autorizaba a los sacerdotes a unirse a la hermandad en calidad de
capellanes, lo que hacía a los Templarios totalmente independientes
de los obispados diocesanos tanto de Outremer como de Occidente.
El Temple tenía derecho a percibir diezmos pero no necesitaba
pagarlos, exención que hasta entonces sólo se había aplicado a la
orden cisterciense; y podía tener cementerios contiguos a sus casas
y enterrar a viajeros y a sus confrâtres; ambos, derechos de un
considerable valor pecuniario. Los miembros tenían también
derecho al botín tomado al enemigo y sólo debían responder ante su
gran maestre, que sería uno de ellos elegido por el cabildo sin
ninguna presión de los poderes seculares.
¿Qué había detrás de esa generosidad papal? Inocencio II,
nacido Gregorio Papareschi, provenía de las clases altas romanas,
pero su elección había sido impugnada por un candidato rival que,
adoptando el nombre de Anacleto II, obtuvo el respaldo del rey
normando de Sicilia, Roger II. Inocencio escapó entonces a Francia,
donde se ganó el apoyo de Bernardo de Clairvaux, cuya influencia
fue suficiente para poner de su lado a Luis VI de Francia y Enrique I
de Inglaterra. Por su parte, Norberto, el arzobispo de Magdeburgo,
intercedió con éxito a favor de Inocencio ante los obispos germanos
y el rey Lotario III; así, en definitiva, las iglesias de Escocia,
Aquitania y de la Italia normanda fueron las únicas en reconocer a
Anacleto II.
Anacleto murió en 1138 y en 1139 Inocencio regresó a Roma,
poniendo fin a un cisma de ocho años. ¿La bula Omne datum
optimun fue la recompensa recibida por Bernardo a cambio de su
apoyo? La gratitud bien puede haber sido un factor; sin embargo, las
bulas expedidas durante los subsiguientes papados de Celestino II y
Eugenio III —Milites Templi, en 1144, y Militia Dei, en 1145—
refuerzan los privilegios de los Templarios y sugieren que el
respaldo a la Orden era desde ese momento la política oficial de la
curia romana. Retener Tierra Santa seguía siendo una prioridad
quienquiera que fuese el que llevara la tiara papal, y la Orden del
Temple, que había comenzado gracias al carisma de unos pocos
caballeros devotos, ya se había convertido en un pilar de la guerra
de la cristiandad contra el Islam.

Si alguien dudaba de la necesidad de incrementar la ayuda a


Outremer, la misma quedó demostrada poco después de la
publicación de Milites Templi, en Nochebuena de 1144, por la caída
de Edesa ante el ejército del gobernador de Mosul, Imad ad-Din
Zengi. Las noticias de esta catástrofe alcanzaron al recién elegido
papa Eugenio III en Viterbo, en otoño de 1145. Italiano de origen
humilde, Eugenio había sido monje de Clairvaux, y le atrajo de la
comunidad el magnetismo de Bernardo; en el momento de su
elección era abad de la casa cisterciense Santos Vicente y
Anastasio, a las afueras de Roma. En respuesta a ese revés en
Oriente, Eugenio dirigió una bula, Quantum praedecessores, a Luis
VII, el rey de Francia, pidiéndole que tomara la cruz.
Entonces, por primera vez, un monarca europeo aceptó el desafío
de una cruzada. Luis era descendiente directo de Hugo Capeto,
elegido rey de los francos por los barones francos en 987. Al
heredar el trono de su padre, Luis el Gordo, a la edad de diecisiete
años, se casó con Leonor, la hija y heredera de Guillermo, duque de
Aquitania. Con apenas veinticinco años cuando recibió la petición
del Papa, convocó a sus barones a reunirse con él en Bourges la
Navidad de 1145. Allí les dijo que planeaba ir de cruzada,
invitándolos a hacer lo mismo. Luis no hizo ninguna mención del
requerimiento papal ni de su encíclica Quantum praedecessores,
sino que presentó la iniciativa como propia.
La respuesta fue pobre. Los principales barones tenían poco
respeto por Luis, quien, tres años antes, había propiciado una
guerra al tomar tierras pertenecientes a su vasallo más poderoso,
Teobaldo de Champagne. En Bourges, incluso su propio consejero,
Suger, el abad de Saint-Denis17*, argumentó contra la idea de la
cruzada; estadista con visión de futuro que veía el valor de una
monarquía fuerte, Suger temía que los barones franceses causaran
problemas en ausencia de su rey. Lo máximo que Luis logró en
Bourges fue el acuerdo de posponer una decisión sobre el tema
hasta Pascua, cuando la corte volvería a reunirse en Vézelay,
Borgoña.
Sin dejarse intimidar por ese fracaso inicial de su plan, el rey Luis
se dirigió entonces al único hombre de Francia cuyo prestigio y
autoridad sobrepasaban a los del abad Suger: Bernardo de
Clairvaux. Habían pasado ya treinta y dos años desde que Bernardo
se apareció ante las puertas de Citeaux; y treinta desde que había
fundado la comunidad cisterciense de Clairvaux. En ese tiempo,
como hemos visto, logró una posición única como mentor de papas
y reyes. No sólo Eugenio III había sido uno de sus monjes, sino que
el mismo año había ingresado en la comunidad de Clairvaux
Enrique de Francia, el hermano de Luis VII.
El poder de Bernardo no provenía simplemente de esas
relaciones influyentes: en un mundo donde tantos predicaban pero
tan pocos practicaban las virtudes cristianas, su piedad y ascetismo
le permitían actuar como la conciencia de la cristiandad, reprobando
constantemente a los ricos y poderosos y defendiendo a los pobres
y a los débiles. Algunos historiadores modernos, desde una época
en la que la mayoría de la gente es indiferente a lo que le aguarda
después de la muerte, ven a Bernardo como un exaltado con
pretensiones de superioridad moral, alguien que «veía el mundo con
ojos de fanático»147 y que «tenía una inquietante tendencia a dar
por sentado que sus contemporáneos eran malvados que
necesitaban arrepentirse».148 Pero para Bernardo, rodeado de
brutalidad secular y corrupción clerical, y absolutamente convencido
de la realidad del infierno, siempre era posible hacer más para
salvar un alma en peligro.
El encanto del mal, en su impresión, no estaba en el obvio
atractivo de la riqueza y el poder terrenal, sino en el atractivo más
sutil, y a la larga más pernicioso, de las ideas falsas. Además de por
su piedad, Bernardo era reconocido por su intelecto sobresaliente,
demostrado en sus sermones sobre la Gracia, el libre albedrío y el
Cantar de los Cantares, el libro del Antiguo Testamento. Era rápido
para reconocer ideas heréticas e implacable en la persecución de
aquellos que las enseñaban. En 1141, en el concilio de Sens, había
acusado de herejía al célebre teólogo (y amante de Eloísa) Pedro
Abelardo, y había convencido a los obispos allí reunidos de que
condenaran la doctrina excesivamente racionalista de Abelardo.
En 1145, en el mismo momento en que Eugenio III proyectaba
una nueva cruzada, Bernardo se encontraba en Languedoc
sermoneando contra las ideas heréticas de un predicador popular,
Enrique de Lausane. Tras desempeñar un papel decisivo en la
reconciliación del rey Luis VII con el conde Teobaldo de
Champagne, Bernardo escuchó con ánimo favorable el llamamiento
del joven rey. No obstante, no le gustaba ver una empresa espiritual
conducida por un noble secular, y volvió a remitir entonces la
cuestión al papa Eugenio, quien el 1 de marzo de 1146 expidió de
nuevo su bula Quantum praedecessores, encargándole a Bernardo
la tarea de promulgarla en Francia.
El 31 de marzo, Luis VII y los nobles franceses se reunieron en
Vézelay, como se había acordado. Al saberse que Bernardo iba a
predicar, se congregaron en el lugar admiradores de toda Francia.
Como con el papa Urbano II en Clermont, en 1095, la iglesia que
albergaba las reliquias de María Magdalena no era suficiente para
dar cabida a la multitud: tuvo que construirse una plataforma en las
afueras de la ciudad. La elocuencia de Bernardo produjo el efecto
deseado. Al terminar su alocución, eran tantos los que estaban
dispuestos a tomar la cruz que Bernardo debió cortar su hábito en
tiras.
Primero juró el rey Luis, y tras él su hermano Robert, conde de
Dreux. Muchos de los que siguieron al príncipe Capeto «seguían, o
intentaban seguir, los pasos de sus padres y abuelos»,149 como
Alfonso Jordán, conde de Toulouse, que había nacido mientras su
padre sitiaba Trípoli; Guillermo, conde de Nevers, cuyo padre había
participado en la desatrosa expedición de 1101; Thierry, conde de
Flandes, que estaba casado con la hijastra de la reina Melisenda; y
Enrique, heredero del conde de Flandes. A ellos se les unieron
Amadeo, conde de Saboya; Archimbaldo, conde de Bourbon, y los
obispos de Langres, Arras y Lisieux. Días más tarde, Bernardo le
escribió al Papa: «Vos ordenasteis, yo obedecí; y la autoridad de
aquel que dio la orden ha hecho fructífera mi obediencia [...]
Ciudades y pueblos están desiertos ahora. Difícilmente encontraréis
un hombre por cada siete mujeres. En todas partes veréis viudas
cuyos maridos aún están vivos.»150
La prédica de Bernardo no se limitó a Vézelay. Desde allí fue al
norte, a Châlons-sur-Marne, y luego a Flandes. A aquellos reclutas
en potencia a los que no podía ver personalmente, se dirigió por
carta. Escribió al pueblo inglés:

El Señor del cielo está perdiendo su tierra, la tierra en donde él


se apareció a los hombres, en la que vivió entre los hombres
durante más de treinta años... Vuestra tierra es bien conocida
por ser rica en jóvenes y vigorosos hombres. El mundo está
lleno de alabanzas a ellos, y la fama de su coraje está en boca
de todos...151

Enfatizó en la buena fortuna que tenían al haberles dado esa


oportunidad de salvar sus almas.

Vosotros tenéis una causa por la cual podéis pelear sin poner
en peligro vuestra alma; una causa en la que ganar es glorioso
y por la que morir no es sino ganar [...] No perdáis esta
oportunidad. Tomad el signo de la cruz. De inmediato tendréis
indulgencia por todos los pecados que confeséis con
arrepentimiento. No os cuesta mucho comprarla; y si la usáis
con humildad, descubriréis que es el reino del cielo.

Al principio, no se hizo ningún llamamiento similar a los


germanos, porque el papa Eugenio quería que el rey Conrado III lo
ayudase contra el rey normando de Sicilia, Roger II. Pero el
arzobispo de Mainz llamó a Bernardo a Renania para que pusiese
fin a la prédica no autorizada de un monje cisterciense, de nombre
Rudolf, que estaba incitando a la matanza de judíos. Bernardo ya
había condenado esas atrocidades en sus cartas. «Los judíos no
deben ser perseguidos, ni muertos, ni siquiera puestos en fuga...
Los judíos son para nosotros la palabra viviente de la Escritura,
pues nos recuerdan lo que sufrió el Señor.»152
Bernardo puso en su lugar al monje Rudolf, pero el entusiasmo
que había despertado por la cruzada ya no podía ser aplacado. Se
decidió, por lo tanto, incluir a los germanos, y Bernardo viajó de
ciudad en ciudad anunciando esa maravillosa oportunidad para el
perdón de los pecados. Recalcaba constantemente la ventaja
espiritual del pecador —la excepcional oportunidad de evitar el
castigo por sus faltas— y Dios parecía validar lo que ofrecía
obrando milagros a su paso.
La tarea más importante de Bernardo fue persuadir al renuente
rey Conrado de que liderase a los cruzados germanos. Fracasó en
su primer intento, en Frankfurt, en noviembre de 1146; pero tuvo una
segunda oportunidad en Speyer, en Navidad. Allí, por medio de un
intérprete, le pidió a Conrado que imaginase a Cristo en el Día del
Juicio comparando lo que él había hecho por Conrado con lo que
Conrado había hecho por él. «Hombre, ¿qué debí hacer por vos que
no haya hecho?» La respuesta del rey fue arrodillarse y tomar la
cruz.
En enero de 1147, el papa Eugenio III viajó a Francia a través de
los Alpes. Fue recibido por el rey Luis en Dijon y prosiguió hasta la
abadía de Clairvaux, de la que una vez había sido monje. Desde
Clairvaux continuó hacia París, donde en la abadía de Saint-Denis
pasó el día de Pascua. El domingo de Pascua le obsequió al rey
Luis con el estandarte real, la oriflama, y un cayado de peregrino;
luego, el 27 de abril, la octava de Pascua, asistió a la reunión del
cabildo de los Templarios franceses en su nuevo enclave construido
justo al norte de la ciudad de París.
Fue un acto solemne y magnífico, que dejó sentada la
importancia de la Orden. Eugenio designó al hermano Aymar, el
tesorero templario de París, como recaudador del impuesto que el
Papa había instituido para financiar la cruzada: una vigésima parte
de todos los bienes eclesiásticos.153 Acompañando al Papa estaban
el rey Luis de Francia, el arzobispo de Rheims, otros cuatro obispos
y ciento treinta caballeros. El gran maestre de la Orden, Everardo de
Barres, había llamado a sus mejores hombres de España y
Portugal. Con ellos había, por lo menos, la misma cantidad de
sargentos y escuderos. El cuadro de los caballeros barbados
vistiendo sus hábitos blancos impresionó a todos los cronistas que
registraron el acontecimiento; y fue probablemente allí donde el
papa Eugenio les concedió el derecho de usar una cruz escarlata
sobre su pecho «para que el signo sirva triunfalmente de escudo y
ellos jamás retrocedan ante los infieles»: la sangre roja del mártir fue
añadida al blanco de la casta.154

Varios nobles germanos habían seguido el ejemplo de Conrado


de tomar la cruz. Pero a algunos de los que tenían tierras en el este,
como Enrique el León, duque de Sajonia, y Alberto el Oso, margrave
de Brandeburgo, el papa Eugenio les otorgó los mismos privilegios
por una cruzada contra los paganos wendos en las fronteras
orientales de la Europa cristiana. A pesar de esas deserciones, en
mayo de 1147 un ejército de unos veinte mil hombres partió de
Regensburg para seguir la ruta terrestre tomada por la primera
Cruzada. El ejército francés que se había reunido en Metz lo hizo
unas semanas más tarde; el rey Luis iba acompañado por su
vehemente esposa, Leonor de Aquitania.
A diferencia de su predecesor, Alejo Comneno, el emperador
bizantino Manuel Comneno no había pedido la ayuda de Europa
occidental, y sospechaba de sus intenciones. Estaba en guerra con
Roger de Sicilia y se había visto obligado a firmar un tratado con los
turcos selyúcidas para cubrir su retaguardia. Para los cruzados
occidentales, ese pacto con el infiel sólo podía entenderse como un
síntoma de traición, y le devolvían multiplicada por diez la sospecha
que Manuel tenía de ellos.
Ansioso por avanzar, Conrado cruzó el Bósforo con su ejército de
germanos. En Nicea se separaron. Otto, obispo de Freising, siguió
con los no combatientes por la ruta costera, más larga, controlada
todavía por los bizantinos, mientras que Conrado condujo el ejército
por la ruta directa a través de Anatolia. En Dorylaeum fue atacado y
derrocado por los turcos selyúcidas. Los supervivientes, Conrado
entre ellos, volvieron a Nicea, en donde se les unieron los franceses.
Los dos reyes dirigieron ahora sus tropas hacia el sur, a Éfeso,
manteniendo en su búsqueda de comida constantes escaramuzas
con los bizantinos.
En Éfeso, Conrado cayó enfermo y regresó por mar a
Constantinopla. Los franceses prosiguieron con su avance por el
valle del Meandro. Ya el rey Luis había comprobado el valor del gran
maestre de los Templarios franceses, Everardo de Barres, al
enviarlo como uno de sus tres embajadores a negociar con el
emperador bizantino, Manuel Comneno. Ahora apreciaría el valor de
sus caballeros. En su marcha bajo el frío glacial del invierno —la
reina y sus damas de honor temblaban en sus literas— los cruzados
fueron constantemente hostigados por la caballería ligera de los
turcos, jinetes con un talento particular para arrojar flechas
incendiarias mientras galopaban. La caballería pesada de los
francos, tan efectiva en una batalla campal, no tenía cómo
desplegarse en los estrechos pasos de las montañas Cadmo. Allí
los turcos intensificaron sus ataques y el ejército francés estuvo al
borde de la desintegración. En tal extremo, Luis recurrió a Everardo
de Barres. Everardo dividió el ejército en diferentes unidades,
conducida cada una por un Templario: «Una suerte de organización
comunal salvó la situación; los cruzados formaron una fraternidad
con los Templarios, cuyas órdenes juraron obedecer».155 De esa
manera, la columna llegó al puerto bizantino de Attalia, desde donde
el rey Luis se embarcó a Antioquía con los hombres más
destacados que quedaban de su ejército, dejando que el resto
marchase hasta Siria como mejor pudiera.

Una cálida bienvenida aguardaba al rey Luis y los cruzados


franceses cuando llegaron a Antioquía. El príncipe reinante era
Raymond de Poitiers, un hijo menor del duque Guillermo de
Aquitania, casado hacía unos años con Constanza, la joven
heredera del principado. Era por lo tanto tío de Leonor de Aquitania,
y cabalgó hasta el puerto de San Simeón para recibir a su noble
sobrina y a los cruzados franceses. Para Raymond y los barones
latinos, la presencia de la joven reina con sus damas de honor
realzaba notablemente el contingente francés; y también Leonor
estaba encantada de ver a su valiente tío Raymond. Hermosa,
inteligente, llena de vida y con veinticinco años, descubrió que el
terrible viaje a través de Anatolia no había mejorado los
sentimientos que tenía por su petulante e indeciso marido.
La posición de Luis en ese momento se veía empeorada por la
falta de dinero: había gastado todo su tesoro en comida y transporte
proporcionados a precio exorbitante por sus aliados bizantinos. Una
vez más, recurrió al maestre francés de los Templarios. Everardo de
Barres zarpó hacia Acre, donde utilizó los fondos del Temple para
juntar la suma requerida. El rey le escribió al abad Suger
ordenándole devolver al Temple dos mil marcos de plata, una suma
equivalente a la mitad del ingreso anual de los bienes reales,156
demostrando no sólo el alto coste de la cruzada sino también los
considerables recursos financieros del Temple.
El coqueteo de Leonor fue claramente percibido por su tío, y en la
corte de Antioquía comenzaron a circular rumores de que el afecto
que se profesaban había traspasado los límites de lo permitido. La
reacción de Constanza, la esposa de Raymond, no se conoce: más
tarde demostraría que también ella era capaz de una pasión, pero
en ese momento tal vez fuera demasiado joven todavía para darse
cuenta de lo que estaba sucediendo. No así el rey Luis, cuyos celos
se vieron agravados por el abierto apoyo de Leonor a las ideas de
Raymond sobre lo que debía hacerse con la fuerza expedicionaria
francesa.
Raymond quería que Luis atacase Alepo para aliviar la presión de
sus tropas, que combatían contra los turcos selyúcidas en el norte.
Sostenía que la maniobra era además el mejor preliminar para una
reconquista de Edesa, cuya caída había causado la cruzada. De no
sospechar que Raymond estaba durmiendo con su esposa, Luis
quizás hubiera aceptado. Al enterarse de que Conrado, ya
restablecido, había llegado a Acre, anunció que su voto sólo podía
cumplirse en Jerusalén. Dio órdenes a su ejército de marchar al sur.
Leonor, con la auto-confianza de una mujer que se sabe más rica
que su esposo, dijo que se quedaría y que pediría la anulación de su
matrimonio. Luis la llevó consigo a la fuerza.

A pesar de las pérdidas sufridas por los ejércitos germano y


francés en el cruce de Anatolia, en junio de 1148 se reunió en Acre
una considerable fuerza de Europa occidental. A los reyes Conrado
y Luis se unieron las tropas del marqués de Montferrat y de los
condes de Auvernia y Saboya. Una fuerza provenzal llegó por mar al
mando de Alfonso Jordán, el conde de Toulouse. También llegó por
mar el resto de un contingente de cruzados ingleses, flamencos y
frisios: habían sido desviados en route por Alfonso Henriques, rey
de Portugal, para que lo ayudasen a reconquistar Lisboa, a la sazón
en poder de los moros.
El 24 de junio, la asamblea de latinos de Europa y Outremer fue
presidida por el joven rey de Jerusalén, Balduino III, quien
gobernaba junto con su madre, Melisenda. Lo asistían los
principales barones y obispos de su reino. El equipo local se vio
superado en jerarquía por los visitantes, entre los cuales se hallaban
el rey Conrado y dos de sus medio hermanos, el duque de Austria y
el obispo de Freisingen; sus sobrinos Federico de Suabia, güelfo de
Baviera, y los poderosos obispos de Metz y Toul. Con el rey Luis
estaban su hermano, Roberto de Dreux, Enrique de Champagne
(hijo de su antiguo enemigo, Teobaldo), y Thierry, conde de Flandes.
También estaban presentes los grandes maestres del Temple y el
Hospital. Notables por su ausencia fueron Raymond de Poitiers,
príncipe de Antioquía, enfadado con Luis tras un altercado; y
Alfonso Jordán, conde de Toulouse, quien había muerto
repentinamente mientras se hallaba en Cesarea.
¿Qué había que hacer con aquel poderoso ejército? La solemne
deliberación habría coincidido con Raymond de Antioquía en que la
mayor amenaza para los francos provenía de Alepo, gobernada por
el hijo de Zengi, Nur ed-Din. La derrota de éste era además el paso
previo necesario para la recuperación de Edesa. Al sur, la ruta a
Egipto estaba bloqueada por la fortaleza de Ascalón, todavía en
poder de los califas fatimíes. El tercer objetivo posible era Damasco,
pero Damasco era el único dominio musulmán de la región que se
había mostrado deseoso de unirse a los francos en contra de Nur
ed-Din. La posibilidad de esa alianza fue descartada, o por los
barones locales, que tenían la vista puesta en la larga franja de
tierra fértil controlada por los damascenses, o por los monarcas
europeos, que intuían que Damasco, una ciudad con resonancias
bíblicas, les reportaría no sólo botín sino también renombre.
Al igual que la fuerza encabezada por el rey Balduino II veinte
años antes, el ejército cruzado pasó por Banyas y llegó a Damasco
el 24 de julio. Montó campamento en los bosques de frutales del sur
de la ciudad y se preparó para el sitio. Los damascenses realizaban
salidas y atacaban a los francos en los bosques con fuerzas
irregulares. Al ver que ese terreno ayudaba al enemigo, los
monarcas europeos trasladaron su campamento a campo abierto, al
este de Damasco. Allí podrían desplegar la caballería pesada, pero
no había agua y estaban frente al sector mejor fortificado de los
muros de la ciudad.
Algunos refuerzos musulmanes llegaron a Damasco desde el
norte, uniéndose a las fuerzas nativas en constantes y repentinas
salidas. Mientras los líderes del invencible ejército de los cruzados
discutían acerca de quién gobernaría la ciudad una vez capturada,
sus hombres fueron obligados a pasar a la defensiva y comenzaron
a circular rumores de que habían sido traicionados. Al campamento
llegó el rumor de que Nur ed-Din iba en camino para liberar
Damasco a condición de que se le permitiera entrar en la ciudad.
Los barones locales comprendieron entonces de la locura de su
estrategia, y el 28 de julio persuadieron a los monarcas europeos de
abandonar el sitio. Hostigado por la caballería ligera damascena, el
una vez invencible ejército retrocedió con dificultad hasta Galilea. La
humillación de los cruzados fue absoluta.

Inevitablemente, tras una catástrofe de esa naturaleza, sus


responsables buscaron chivos expiatorios y los hallaron de muchas
formas distintas y contradictorias. Los cruzados culparon a los
barones de Outremer, quienes habían mantenido antes muy buenas
relaciones con los damascenos. Habían aceptado su dinero
anteriormente; ¿no era probable que lo hubiesen aceptado otra vez?
Hasta los Templarios cayeron bajo sospecha. En noviembre, el rey
Conrado abandonó disgustado Tierra Santa. Con su séquito,
embarcó en Acre hasta Tesalónica; el emperador bizantino, Manuel
Comneno, consiguió que volviera desde allí a Constantinopla. Si
Conrado albergaba sospechas de traición de parte de los griegos,
las ocultó: el emperador griego y el rey germano tenían un enemigo
común en Roger de Sicilia, y quedó sellada una alianza mediante el
matrimonio del hermano de Conrado con la sobrina de Manuel.
Para el rey Luis VII, la causa de todas sus desgracias habían sido
los bizantinos, que ahora se sumaban a los sarracenos como los
enemigos de la cristiandad. A pesar de las súplicas del abad Suger
para que volviese, Luis se demoró en Palestina, reflexionando sobre
la catástrofe; su odio hacia los griegos lo llevó a una alianza con el
rey Roger. Cuando por fin decidió regresar a Europa occidental,
eligió un barco siciliano. Cerca del Peloponeso, la flotilla fue atacada
por un escuadrón bizantino: al izarse el estandarte de Luis, a su
barco se le permitió seguir viaje, pero algunos de sus hombres y la
mayor parte de sus posesiones, que iban en una segunda
embarcación siciliana, fueron capturados y llevados como botín a
Constantinopla.
La humillación final hizo estallar el odio a los griegos que venía
acumulando Luis. En Potenza, con el rey Roger, Luis planeó una
nueva cruzada que incluiría Constantinopla entre sus objetivos.
Siguió promoviendo la idea en su trayecto al norte, ignorando el
escepticismo expresado por el papa Eugenio, y reclutando a varios
cardenales curiales, al abad de Cluny, Pedro el Venerable, e incluso
a su principal mentor, el abad Suger, de Saint-Denis.
Sin duda, el estado de ánimo vengativo de Luis se debía en parte
a la conciencia de haber perdido en Oriente mucho más que un
excelente ejército y los laureles de la victoria: también había perdido
a su esposa, y con ella una dote más grande que el reino de
Francia. Cuando pasaron por Roma a su regreso de la cruzada, el
papa Eugenio trató de reconciliar a la pareja real, de cuyo
problemático matrimonio sabía ahora todo el mundo, insistiéndoles
en que durmieran en la misma cama, y llorando al bendecirlos
cuando partieron.157
Pese al consejo del Papa, el matrimonio nunca se recuperó de la
humillación sufrida por Luis durante la segunda Cruzada. Entre los
recuerdos del todavía joven rey, la responsabilidad por el fiasco ante
los muros de Damasco era al menos compartida con otros; pero
aquella horrible marcha a través de Anatolia, con su ejército
constantemente hostigado, salvado de la aniquilación no por su jefe
sino por la disciplina de los Templarios; el abandono de una gran
parte de su ejército en el puerto de Attalia, y la desgracia final de
descubrirse cornudo en la corte del tío de su esposa, era
seguramente más doloroso; y, en su mente, era producto de la
traición de los griegos.
Llevado a probarse a sí mismo y a buscar venganza, Luis le pidió
una vez más a Bernardo de Clairvaux que preconizara la nueva
cruzada. Como antes, Bernardo no pudo rehusar. Anhelando
siempre la paz del claustro, se sintió no obstante obligado a tratar de
salvar algo de lo que se había perdido. Había mantenido
correspondencia con la reina Melisenda de Jerusalén, y con su tío
Andrés de Montbard, el senescal templario de Outremer, y sabía
bien de su necesidad de ayuda. Sabía también que muchos de los
que habían tomado la cruz a instancia suya lo consideraban
responsable del desastre. Se defendió en el segundo libro De
consideratione. Allí, los chivos expiatorios no eran los barones
traidores ni los griegos intrigantes: para Bernardo, la gran derrota
fue un castigo de Dios por los pecados de los hombres. Para sus
críticos, esa hipótesis volvía a Dios demasiado inescrutable:
algunos, como Gerhoh de Reichersberg, preferían ver las cruzadas
como la obra del Demonio.
En un concilio de la Iglesia celebrado en Chartres en 1150, a
Bernardo se le pidió no sólo que preconizara una nueva cruzada
sino que la encabezase. «Imagino que ya sabréis», le escribió al
papa Eugenio,

que en la asamblea de Chartres, por una decisión del todo


sorprendente, me eligieron como jefe y comandante de la
expedición. Podéis estar completamente seguro de que eso
jamás se debió ni se debe ahora a mi consejo ni mi deseo, y de
que ya se encuentra más allá de mis posibilidades, como yo las
juzgo, de hacer algo. ¿Quién soy yo para disponer ejércitos en
orden de batalla, para conducir hombres armados? No podría
imaginar nada más alejado de mi vocación, aun suponiendo
que tuviera las fuerzas y la capacidad necesarias. Pero vos
sabéis todo esto, no hace falta que yo os lo explique.158

Llegado el momento, la Orden cisterciense desoyó la voluntad del


Concilio. Tampoco la nobleza de Europa occidental respondió al
llamamiento del abad de Clairvaux. Demasiados habían muerto ya
recientemente, y en vano. El fervor del rey Luis se vio
contrabalanceado por el escepticismo del rey Conrado. La idea de
una nueva cruzada fue abandonada y, en tres años, cinco de los
principales actores dejaron el escenario. El abad Suger, de Saint-
Denis, murió en enero de 1151; el rey Conrado murió en febrero de
1152. Ese mismo año, el gran maestre de los Templarios, Everardo
de Barres, renunció a su puesto para convertirse en monje de
Clairvaux. El papa Eugenio III murió en julio de 1153, y el abad
Bernardo de Clairvaux fallecía un mes más tarde.

123 Forey, The Templars in the Corona de Aragon, p. 271.


124 Rev. Dr. E. Martin, The Templars in Yorkshire, York, 1929, p.
380.
125 Alan Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early
Fourteenth Centuries, Londres, 1992, p. 189.
126 H. J. A. Sire, The Knights of Malta, New Haven y Londres,
1994, p. 4.
127 Nicolo de Martoni, citado en Sire, The Knights of Malta, p. 8.
128 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 27.
129 Forey, The Templars in the Corona de Aragon, p. 22.
130 Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of Crusading, p.
44.
131 Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early
Fourteenth Centuries, p. 213.
132 Biblia, Mateo, 16:24-5.
133 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 261.
134 Alan Forey, en The Oxford Illustrated History of the Crusades,
p. 204.
135 Helen Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic
Knights: Images of the Military Orders, Leicester, 1995, p. 62.
136 Upton-Ward, The Rule of the Templars, p. 22.
137 Brooke, The Medieval Idea of Marriage, p. 267.
138 John Boswell, Christianity, Social Tolerance and
Homosexuality: Gay People in Western Europe from the Beggining
of the Christian Era to the Fourteenth Century, Chicago, 1980.
139 Southern, Saint Anselm, p. 150.
140 Biblia, Romanos, 1:26.
141 San Agustín, Confesiones, III, 8.
142 Southern, Saint Anselm, p. 130.
143 Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early
Fourteenth Centuries, p. 189.
144 Upton-Ward, The Rule of the Templars, p. 112.
145 Denys Pringle, «Templar Castles on the Road to the Jordan»,
en Malcom Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith
and Caring for the Sick, p. 148.
146 Imad ad-Din al Isfahani, citado por Judi Upton-Ward en «The
Surrender of Gaston and The Rule of the Templars», en Barber
(ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring for the
Sick, p. 181.
147 John Julius Norwich, Byzantium: The Decline and Fall,
Londres, 1995, p. 107.
148 Mayer, The Crusades, p. 99.
149 Riley-Smith, The Oxford Illustrated History of the Crusades, p.
81.
150 Citado en Steven Runciman, A History of the Crusades, vol.
2, The Kingdom of Jerusalem and the Frankish East 1100-1187,
Cambridge, 1952, p. 254.
151 The Letters of Saint Bernard de Clairvaux, editadas y
traducidas por Bruno Scott-James, Londres, 1953, p. 461.
152 Ibíd.
153 Stephen Howarth, The Knights Templar, Londres, 1982, p.
199.
154 Melville, La Vie des Templiers, p. 92.
155 Christopher Tyerman, England and the Crusades, 1095-1588,
Chicago, 1988, p. 182.
156 Barber, The New Knighthood, p. 66.
157 Jane Martindale, «Eleanor of Aquitaine», en Janet L. Nelson
(ed.), Richard Coeur de Lion in History and Myth, Londres, 1992, p.
40.
158 Citado en Bredero, Bernard de Clairvaux, p. 150.

16* Moneda francesa, originaria de plata y más tarde de cobre,


utilizada entre los siglos viii y xviii. (N. del T.)
17* Ref.: la abadía de San Dionisio, patrono de Francia. (N. del
T.)
7

Outremer

La desilusión que provocó en Europa el fiasco de la segunda


Cruzada obligó a los latinos de Tierra Santa a llegar a un tipo de
acuerdo con los infieles que hubiera parecido sacrílego a las
generaciones anteriores de cruzados. Esto también fue
consecuencia de un proceso de aclimatación cultural ocurrido al
cabo de un siglo de vivir en Oriente. Los primeros cruzados
esperaban encontrar en Siria y Palestina aborígenes salvajes y
paganos depravados: pero aquellos que se quedaron en Oriente
Medio se vieron obligados a reconocer que la cultura de la Palestina
árabe —musulmana, cristiana y judía— era más evolucionada y
sofisticada que la de casa.
Algunos se adaptaron con rapidez a las costumbres orientales.
Balduino de Le Bourg, habiéndose casado con una mujer armenia,
vestía el caftán oriental y comía en cuclillas sobre una alfombra; las
monedas acuñadas por Tancredo lo mostraban con la cabeza
cubierta con un pañuelo a la usanza árabe. El cronista y diplomático
damasceno, Usamah Ibn-Munqidh, describe a un caballero franco
asegurándole a un huésped musulmán que él jamás se permitió
comer cerdo y que tenía un cocinero egipcio.159

Los francos empleaban doctores, cocineros, sirvientes,


artesanos y peones sirios. Se vestían con ropas orientales e
incluían en su dieta las frutas y platos del país. Tenían vidrio en
sus ventanas, mosaico en sus pisos, fuentes en los patios de
sus casas, que estaban diseñadas según el estilo sirio. Había
bailarinas en sus fiestas, plañideras en sus funerales, se
bañaban, usaban jabón, comían azúcar.160
Procedentes de un clima frío donde en invierno no se conseguían
productos frescos, y donde incluso las patatas era aún
desconocidas, el encuentro no sólo con el azúcar, sino también con
los higos, las granadas, las olivas, el arroz, los garbanzos, los
melocotones, las naranjas, los limones y las bananas, con las
especies de la región o con exquisiteces como el helado, productos
cuyos nombres ingresaron desde entonces al vocabulario
gastronómico de Occidente, debió de haber convencido a los
cruzados de que no sólo en un sentido espiritual era aquella la tierra
prometida. Sin duda, el clima cálido los debilitaba, y en algunos
casos resultó fatal; pero entre los que sobrevivieron, muchos
adoptaron el estilo de vida fragante y sensual que antes les
pareciera afectado en los bizantinos.
Los francos no sólo fueron ablandados por el estilo de vida que
encontraron en Siria y Palestina; también se vieron obligados a
desarrollar un modus vivendi con los musulmanes, que seguían
constituyendo la población mayoritaria. Mientras pagaran los
impuestos, los señores francos estaban dispuestos a permitir que
las comunidades musulmanas eligieran su propia administración.
Como pasaba en los territorios reconquistados de España, no había
suficientes cristianos para reemplazar a los musulmanes; por lo
tanto, a los titulares de feudos les interesaba que se quedaran. La
riqueza de un barón dependía de la prosperidad de aquéllos.
Tampoco sus ingresos principales provenían de la tierra, como en
Europa. «La Tierra Santa era un área urbanizada par
excellence»161 y los ingresos de un barón procedían de la renta de
propiedades, de impuestos, licencias para baños públicos, hornos y
mercados, derechos portuarios y gravámenes sobre mercancías.162
Para las pautas de la época —e incluso para las de hoy— esas
cargas y exacciones no eran severas: el impuesto a los productos
agrícolas se fijaba aproximadamente en un tercio. Si bien la fidelidad
de los musulmanes hacia el Islam era prioritaria, hay evidencia de
que no estaban descontentos con el gobierno latino. El régimen de
los señores francos era de hecho más liviano que en el período
anterior de administración musulmana.163 El respeto de los francos
por la ley feudal contrastaba favorablemente con las caprichosas
exigencias de los príncipes musulmanes. Ciertamente, los
musulmanes eran ciudadanos de segunda clase, y no podían vestir
ropa occidental, por ejemplo; pero tenían sus propias cortes y
funcionarios. La conversión al cristianismo traía aparejados
derechos civiles y conducía a la integración en la población siria
cristiana. Entre los francos mismos no había siervos, un hecho que
los distinguía de las sociedades feudales de Europa occidental.
«Aunque jerárquica, era una sociedad de hombres libres, donde
hasta los más pobres e indigentes no sólo eran libres, sino que
disfrutaban de un estatus legal más alto que los más ricos entre la
población nativa conquistada.»164
A pesar de las atrocidades antisemitas que habían acompañado a
la primera Cruzada, en los estados cruzados había una gran dosis
de tolerancia hacia los judíos: se los trataba mucho mejor que a sus
homólogos de Europa occidental, y podían practicar su religión con
relativa libertad.165 Las peregrinaciones judías a los lugares santos
y Jerusalén se hicieron más frecuentes, desde tierras tan distantes
como Bizancio, España, Francia y Alemania.166 Los católicos latinos
no hacían ningún intento de convertir a los musulmanes o los judíos:
había una notable falta de actividad misionaria de cualquier índole.
Las disputas religiosas que surgieron se producían más bien entre
cristianos católicos y ortodoxos, exacerbadas por la rivalidad latina
con Bizancio; o entre ambos, católicos y ortodoxos, y las iglesias
jacobita, armenia, nestoriana y maronita.
La población nativa —tanto musulmana como cristiana— se
benefició además con la prosperidad asociada al incremento del
comercio. Antes de la conquista cruzada sólo llegaba a Occidente, a
través de los mercaderes de Amalfi, un pequeño flujo comercial de
productos orientales como las sedas y las especies. Con la captura
de los puertos de la costa mediterránea y la entrega de concesiones
a las crecientes potencias marítimas de Italia —Venecia, Génova y
Pisa— se estimuló un considerable comercio con el interior
musulmán, financiado en una divisa latina, el besant, «la primera
moneda cristiana de amplia circulación, acuñada un siglo antes que
los florines y los ducados de Italia».167
Los Templarios se beneficiaban con la prosperidad a través de
sus feudos, y extenderían también hacia los nativos musulmanes
una tolerancia que impactaba a los recién llegados de Europa. Hubo
un célebre incidente cuando Usamah Ibn-Munqidh fue a Jerusalén
para negociar un pacto contra Zengi, el gobernador sarraceno de
Alepo:

Mientras me hallaba de visita en Jerusalén, solía ir la mezquita


de al-Aqsa, donde estaban mis amigos Templarios. A un lado
del edificio había un pequeño oratorio en el que los francos
habían levantado una capilla. Los Templarios dejaron ese sitio a
mi disposición para que yo pudiese decir mis oraciones. Un día,
entré, dije Allahu akbar, y estaba por comenzar mi rezo cuando
un hombre, un franco, se arrojó sobre mí, me agarró y me
movió hacia el este diciendo: «Nosotros rezamos así.» Los
Templarios se acercaron corriendo y se lo llevaron. Empecé
entonces a rezar una vez más, pero el mismo hombre,
aprovechando un momento de distracción, se arrojó de nuevo
sobre mí, me movió la cara hacia el este y repitió: «Nosotros
rezamos así.» Una vez más, los Templarios intervinieron, se lo
llevaron, y me pidieron disculpas diciendo: «Es un extranjero.
Acaba de llegar de la tierra de los francos y no ha visto a nadie
rezar sin mirar al este.»168

A pesar de su amistad con los Templarios, la actitud de Usamah


hacia los francos era de desprecio. Ridiculiza el juicio por combate y
el juicio por ordalía como forma de justicia, y desdeña sus prácticas
médicas. En realidad, los francos desarrollaron un enfoque
pragmático de la enfermedad: el tipo de histeria provocada por la
epidemia en Antioquía durante la primera Cruzada no se repitió, «tal
vez porque plegaria y penitencia no habían funcionado»; y
posteriormente los cruzados «parecen haber abordado la medicina
de una manera muy práctica, y quizás hayan tenido que aprender de
los doctores nativos menos de lo que habían supuesto».169 En
general, la única cualidad latina considerada digna de respeto por
los musulmanes era su destreza militar. Despreciaban la cultura y
las creencias cristianas. «Según el Bahr al-Fava’id, los libros de los
extranjeros no valían la pena ser leídos [...] [y] cualquiera que crea
que su Dios procede de las entrañas de una mujer está totalmente
loco; no debería hablar ni se le debería hablar, y no tiene ni
inteligencia ni fe.»170
Ese menosprecio por las creencias religiosas del enemigo era,
por lo general, devuelto. Los Templarios pueden haberle permitido a
su huésped musulmán rezar en su capilla, pero usaban la mezquita
de al-Aqsa como centro administrativo y como depósito. Teodorico,
un monje germano que peregrinó a Jerusalén hacia 1170, cuenta
que el palacio de Salomón, como él lo llamaba, se usaba para
«almacenar armas, ropa y alimentos que siempre tenían listos para
proteger y defender la provincia». Debajo de la mezquita estaban los
establos de los Templarios, «erigidos por el rey Salomón», con
espacio —estimaba él— para diez mil caballos. Contiguo a la
mezquita estaba el palacio originariamente ocupado por el rey
Balduino I, y otras

casas, viviendas y edificaciones para toda clase de fines, y está


lleno de sendas, parques, galerías, consistorios y suministros
de agua en espléndidas cisternas [...] Al otro lado del palacio,
es decir, al oeste, los Templarios han construido una nueva
casa, cuya altura, largo y ancho, y sus sótanos y refectorios,
escaleras y techo, distan mucho de la costumbre local [...] De
hecho, han construido allí un nuevo palacio [...] También han
levantado allí, al pie del patio exterior, una nueva iglesia de
magnífico tamaño y factura.171

Es difícil saber cuántas personas vivían en ese complejo. A lo


sumo, habría probablemente trescientos caballeros en el reino de
Jerusalén y unos mil sargentos.172 Debía haber un número irregular
e indeterminado de caballeros sirviendo en la Orden por un período
fijo, y estaban los Templarios turcopoles, la caballería ligera siria
nativa empleada por la Orden. Aparte de esto, habría un gran
número de auxiliares de una u otra especie: armeros, mozos de
cuadra, herreros, picapedreros y escultores. Los escultores de los
Templarios «construyeron la tumba real más minuciosamente
decorada» para el rey Balduino IV.173 Los Templarios participaron,
por consiguiente, en el extraordinario auge de la construcción —
fortalezas, palacios y, sobre todo, iglesias— que tuvo lugar en Tierra
Santa en época de los cruzados: «Ni siquiera Herodes construyó
tanto.»174 Entre los mayores logros arquitectónicos se encontraban
la nueva iglesia del Santo Sepulcro, inaugurada en 1149, y la
redecoración de la iglesia de la Natividad de Belén, «un hito en el
desarrollo artístico cruzado, ya que colaboraron muchos artistas de
diversos orígenes».175

A pesar del refinamiento cultural y de los estímulos sensuales que


proporcionaba el clima, los Templarios parecen haberse apegado a
su regla y conservado un modo de vida cuasi-monástico. Cuando no
estaban en el campo, los Templarios seguían la misma clase de
horario que los monjes benedictinos o cistercienses. A las cuatro de
la mañana se levantaban para maitines, tras lo cual iban a atender a
sus caballos antes de regresar a la cama. Los oficios de prima,
tercia y sexta precedían el desayuno, que, como el resto de las
comidas, ingerían en silencio mientras escuchaban una lectura de la
Biblia. A las dos y media de la tarde se recitaba novena, y la cena
seguía a vísperas, celebrada a las seis. Se retiraban a la cama
después de las completas y permanecían en silencio hasta el día
siguiente. Las órdenes se daban después de cada oficio, excepto de
las completas. Cuando estaban en el campo, se hacía lo posible por
seguir el mismo régimen.
Los estatutos de los Templarios contenían más de seiscientas
cláusulas; algunas eran ampliaciones de las de la regla primitiva,
otras se habían redactado para cubrir cuestiones surgidas a partir
del concilio de Troyes. El sello original de la Orden mostraba a dos
caballeros montados en un mismo caballo. Ahora, al gran maestre
se le permitía tener cuatro caballos, y podía disponer en su séquito
de un capellán, un empleado, un sargento y un ayudante con un
caballo para llevarle el escudo y la lanza. Habrían de acompañarlo
además un herrero, un intérprete, un turcopol y un cocinero. Sus
poderes tenían límites claros: no debía tener las llaves del tesoro, y
sólo prestaría sumas importantes de dinero con el consentimiento
«de un grupo de hombres honorables de la casa». También había
límites para su generosidad: no podía obsequiar a un noble amigo
de la casa con una copa de oro o de plata, un vestido de piel de
ardilla ni ningún otro artículo que valiera más de cien besants, y
esos regalos sólo se ofrecerían con el consentimiento de sus
compañeros y por el beneficio de la casa.
La regla refleja algunos de los prejuicios de la época; por ejemplo,
pese al compromiso de humildad, hacia mediados del siglo XII se
volvió indispensable que el caballero Templario fuera «el hijo de un
caballero o descendiente del hijo de un caballero» (regla 337). El
hábito blanco que se había elegido para simbolizar la pureza pasó a
ser ahora una marca de prestigio; las túnicas de los escuderos y
sargentos eran marrones o negras. Los caballeros comían en el
primer turno; los escuderos y sargentos, en el segundo. Dado que
casi ninguno de los caballeros ni sargentos sabía leer, es probable
que la mayoría de los estatutos simplemente reflejaran las prácticas
que habían evolucionado, y que los nuevos reclutas aprendían como
alumnos de una escuela pública. Y al igual que los castigos
impuestos en las escuelas públicas del pasado, las penalidades
aplicadas a los Templarios resultan salvajes: azotes, grillos,
obligación de comer del suelo como los perros. Esas penalidades
eran similares a las impuestas a los monjes, y se consideraban
normales para la época.
Cada aspecto de la vida cotidiana del Templario estaba regulado
hasta el mínimo detalle. En la regla estaba especificado cuándo
debía comer, cuánto y cómo debía comportarse mientras comía, e
incluso cómo debía cortar el queso (regla 371). No podía levantarse
de la mesa sin permiso a menos que tuviera una hemorragia nasal,
hubiera un llamamiento a las armas (y entonces debía estar seguro
de que el llamamiento procedía de un hermano o «un hombre
honorable»), un incendio o algún problema con los caballos. No
tenía ningún bien personal: «Todas las cosas de la casa son de
propiedad común, y hágase saber que ni el gran maestre ni nadie
más tiene autoridad para permitir a un hermano tener nada
propio...» Si se encontraba algún dinero entre las posesiones de un
hermano cuando éste moría, no se lo enterraba en suelo sagrado.
El cuidado de los caballos era obviamente de capital importancia:
la cantidad asignada al gran maestre figuraba en el primer estatuto,
y más o menos en los cien siguientes se hacía referencia a los
animales. Había de varios tipos: caballos de batalla para los
caballeros; corceles más livianos y rápidos para los turcopoles;
palafrenes; mulas; caballos de carga y rocines para transportar
hombres de armas. Cada caballero tenía su propio caballo, y el
resto se mantenía en una reserva común a cargo del mariscal de la
Orden. Los caballos se criaban en haras locales y de Europa
occidental; por ejemplo, en la comandancia templaria de
Richerenches, en el norte de Provenza. Había regulaciones precisas
para el cuidado de los animales, y una de las únicas excusas para
no asistir a los rezos era tener que llevar el caballo a herrar.176
Pocas cláusulas de la regla se refieren a la instrucción: el
caballero acreditaría destreza en el combate montado como
condición previa para el ingreso en la Orden. Dado el peso del
equipo de combate, debería además ser sumamente fuerte. Se
esperaba que trajese su propio caballo y equipo. Si estaba sirviendo
como confrère por un término limitado, éstos se le devolvían al
concluir el plazo; si su caballo moría en servicio, se le daba otro de
la reserva. Conforme al espíritu de Bernardo de Clairvaux, las
monturas y bridas no llevarían adornos; debía solicitar permiso para
correr carreras, y tenía prohibido efectuar cualquier clase de
apuestas.
Aunque el modo de vida sugerido por la regla templaria está
imbuido de religiosidad cristiana y las prácticas monásticas tienen
un estatus igual al de las regulaciones militares, en comparación con
la regla primitiva hay un una cierta variante, que pasa de la
salvación individual a un esprit de corps del regimiento. «Cada
hermano deberá empeñarse en vivir honradamente y en dar un
buen ejemplo en todo a la gente secular y a otras órdenes...» (regla
340). Las «otras órdenes» no especificadas eran principalmente los
Hospitalarios y más tarde los caballeros teutónicos. El estandarte
blanco y negro del Temple, el confanon baucon, era el punto de
concentración en batalla. Era portado por el mariscal, y se
asignaban para protegerlo diez caballeros, uno de los cuales llevaba
un estandarte de repuesto plegado en su lanza. Mientras el
estandarte fuese mantenido en alto, ningún Templario podía
abandonar el campo de batalla. Si un caballero quedaba aislado de
su contingente, podía reagruparse alrededor del estandarte
hospitalario o alguna otra insignia cristiana (regla 167).
En un contexto militar, el voto monástico de obediencia tenía un
valor inestimable: se imponían severas penas al caballero que
sucumbía a la impetuosidad, tan común entre los caballeros francos,
y cargaba contra el enemigo por iniciativa propia. Sólo se le permitía
romper filas para ajustar la montura y los arneses, o si veía a un
cristiano siendo atacado por un sarraceno. En cualquier otra
circunstancia, el castigo sería enviarlo de vuelta al campamento, a
pie (regla 163).
En el mismo sentido, no se hacía distinción entre transgresiones
militares y religiosas. De las nueve «Cosas por las cuales un
hermano de la Casa del Temple puede ser expulsado de la Casa»,
cuatro eran pecados que, como tales, no tenían nada que ver con la
vida bajo armas: simonía, asesinato, robo y herejía. La revelación de
arbitrios del cabildo templario, la conspiración entre dos o más
hermanos, o salir de la casa templaria por otras puertas que las
prescriptas son contravenciones que se habrían aplicado a cualquier
institución monástica. Sólo los castigos a la cobardía y la deserción
ante el enemigo se relacionan específicamente con las condiciones
de guerra.
De esta forma, los valores del regimiento no eran distintos de los
valores cristianos del Temple como comunidad religiosa. Las normas
que regían los ayunos y días de fiesta, el recitado de oficios y las
plegarias por los muertos eran tan precisas como las relacionadas
con bridas y con monturas. Los Templarios mostraban una particular
devoción por María, la madre de Jesús: «Y las horas de Nuestra
Señora siempre deberán recitarse primero en esta casa [...] porque
Nuestra Señora fue el principio de nuestra Orden, y en ella y en su
honor, si le place a Dios, será el fin de nuestras vidas y el fin de
nuestra Orden, cuando Dios quiera que sea» (regla 306). Surgieron
varias creencias que relacionaban a María con el Temple: por
ejemplo, se decía que la Anunciación había tenido lugar en el
Templo del Señor (la Cúpula de la Roca) y que en el exterior de la
fortaleza templaria del Castillo Peregrino se encontraba una piedra
en la cual había descansado María. Había capillas de Nuestra
Señora en muchas de las iglesias templarias, y varias de las casas,
como la de Richerenches, estaban dedicadas a ella: para algunos
de los donantes, Richerenches no era el Temple sino «la casa de la
Santa María».177
Una de las cláusulas más reveladoras de la regla templaria (325)
concierne al uso de guantes de cuero, sólo permitido a los
hermanos capellanes, «que están autorizados a usarlos en honor
del cuerpo de Nuestro Señor, que a menudo sostienen en sus
manos», y a los «hermanos albañiles [...] por el gran sufrimiento que
soportan y para que no se lastimen las manos con facilidad; pero no
deberán usarlos cuando no estén trabajando».178 El número de
esos hermanos albañiles no se conoce, pero por la importancia de
las fortalezas de Outremer, su capacidad debió ser muy valorada.
Un castillo construido por los Templarios o los Hospitalarios «se veía
por fuera como una fortaleza, mientras por dentro era un
monasterio».179 Con una guarnición relativamente pequeña, un
castillo bien aprovisionado podía soportar el sitio de un ejército
considerable. Si el ejército no estaba atento, desde el castillo podían
hacerse salidas para atacar su retaguardia. Los sitios comprometían
a grandes ejércitos que muchas veces sólo se podían mantener
unidos durante un tiempo limitado. Las tropas no mercenarias tenían
que pensar en las cosechas y en la protección de sus familias, a
merced de los saqueadores que aprovechaban su ausencia; en el
caso de los francos, además, la leva feudal se restringía a un
período de cuarenta días. El conflicto entre cristianos y musulmanes
en Tierra Santa «rara vez ofreció el espectáculo de dos ejércitos
concentrados en la destrucción mutua; el verdadero fin de la
actividad militar era la captura y defensa de plazas fortificadas».180
Un excelente ejemplo era la fortaleza de Ascalón, controlada por
los califas fatimíes de Egipto. Abastecida por tierra a través de la
península del Sinaí y por mar desde Alejandría, protegía la ruta
costera que llevaba a Egipto y proporcionaba una base para
ataques contra los asentamientos cristianos. En un intento de
contener a Ascalón, el rey Foulques la había cercado con una red
de fortalezas en Ibelin, Blanchegarde y Bethgibelin: Bethgibelin fue
asignada a los hospitalarios e Ibelin a un caballero, probablemente
de origen italiano, que llegó a conocerse como «Baliano el Viejo».
En 1150, el cerco se completó con la construcción de una
fortaleza sobre las ruinas de Gaza, la ciudad al sur de Ascalón
donde los filisteos habían capturado a Sansón, según el Antiguo
Testamento. La responsabilidad de esa fortaleza correspondió a los
Templarios, quienes repelieron con éxito un intento de asalto
efectuado por los egipcios. El sur del reino de Jerusalén estaba
seguro ahora, y el rey Balduino III procedió a sitiar Ascalón. En
enero de 1153 reunió a su ejército frente a la ciudad, incluidas: una
fuerza de Hospitalarios comandadas por su maestre, Raymond de
Le Puy, y los Templarios, encabezados por Bernardo de Trémélay:
Bernardo era un borgoñés de las cercanías de Dijon —sin duda
conocido de Bernardo de Clairvaux— elegido gran maestre en
reemplazo de Everardo de Barres cuando éste, el año anterior, se
había retirado a Clairvaux como monje.
Abastecidos desde el mar, a los egipcios de Ascalón no se los
podía vencer por inanición: había que tomar la ciudad por asalto.
Los francos construyeron una torre de madera más alta que las
murallas, que fue ubicada en el sector encargado a los Templarios.
La noche del 15 de agosto, un grupo de los defensores efectuó una
salida y prendió fuego a la torre; mientras ardía, el viento cambió de
dirección y empujó las llamas contra los muros. La mampostería se
resquebrajó y parte de los muros se vino abajo. Bernardo de
Trémélay, el gran maestre de los Templarios, aprovechó la
oportunidad y condujo a cuarenta de sus hombres por la brecha:
pero la fuerza principal no pudo seguirlos y los Templarios fueron
rodeados y abatidos por los defensores. Al día siguiente, sus
cuerpos sin cabeza fueron colgados de los muros; entre ellos, el del
gran maestre Bernardo de Trémélay.
En su relato de esta catástrofe, el cronista latino Guillermo de Tiro
escribió que los Templarios habían sido víctimas de su propia
codicia: Bernardo de Trémélay había ordenado a sus caballeros que
cuidaran de que nadie más se les uniera en ese asalto inicial porque
quería reservar para su Orden la gloria de tomar la ciudad y la parte
del león del botín. Investigaciones más recientes sugieren, sin
embargo, que «la versión de Guillermo de este incidente parece
estar distorsionada», basándose en los testimonios defensivos de
los comandantes latinos que fueran criticados «por no seguir a los
Templarios a través de la brecha»:181 sin embargo, la calumnia se
extendió ampliamente y dañó la reputación de la Orden en Europa
occidental.
La pérdida de los Templarios no afectó el resultado del sitio. El 19
de agosto la ciudad se rindió al rey Balduino, y fue evacuada por los
egipcios; a los habitantes se les permitió llevarse sus pertenencias
ligeras. Enormes tesoros y grandes cantidades de armas quedaron
como botín. Para Balduino, Ascalón significó un premio
extraordinario, y su captura marcó el punto culminante de su
reinado. La ciudad fue otorgada en calidad de feudo a su hermano
Amalrico, conde de Jaffa. La mezquita se convirtió en catedral,
consagrada al apóstol Pablo.
Para reemplazar a Bernardo de Trémélay, el cabildo templario
eligió al tío de Bernardo de Clairvaux, Andrés de Montbard, quien
hasta ese momento ocupaba el cargo de senescal del reino de
Jerusalén. Pese a la pérdida de cuarenta caballeros, la Orden
continuó guarneciendo la fortaleza de Gaza; desde allí, los
Templarios patrullaban las rutas tomadas por las caravanas que
viajaban entre El Cairo y Damasco. En 1154, el año siguiente a la
caída de Ascalón, un contingente templario emboscó a una fuerza
que escoltaba al visir egipcio Abbas y a su hijo, Nasir al-Din; ambos
escapaban con un cuantioso tesoro tras el fracaso de un golpe
contra el califa. Abbas murió en el ataque, pero Nasir al-Din fue
capturado por los Templarios. Guillermo de Tiro sostendría más
tarde que, durante su cautiverio, Nasir aprendió latín y aceptó la
idea de convertirse al cristianismo, lo cual no se consideró una
razón suficiente para que los Templarios renunciaran a la importante
suma de dinero ofrecida a cambio de él por sus enemigos de Egipto.
Nasir fue debidamente devuelto a los partidarios del califa y, una vez
en El Cairo, fue primero «mutilado personalmente» por las cuatro
viudas del califa,182 y luego «despedazado por la multitud».183
Esos cargos de codicia contra los Templarios fueron hechos por
cronistas que tenían un interés personal en el tema, como Guillermo
de Tiro y Walter Map, y son difíciles de verificar con la distancia
temporal que nos separa. También debe tenerse presente que el
botín se consideraba una forma legítima de ingreso y proporcionaba
los medios para continuar el trabajo de la Orden. Los gastos en que
incurrían las órdenes militares eran enormes: hacia 1170, los
Hospitalarios se enfrentaron a la bancarrota.

Andrés de Montbard murió en 1156, tras desempeñar sólo tres


años el cargo de gran maestre. En 1158, su sucesor, Bertrand de
Blanquefort, junto con 87 hermanos y 300 caballeros seculares,
fueron emboscados por una fuerza sarracena mientras atravesaban
el valle del Jordán. Bertrand fue capturado.
Debido al terreno montañoso de Siria y de Palestina, y a que la
inteligencia sarracena solía ser mejor que la de los cristianos (los
sarracenos usaban palomas mensajeras, y la población rural era en
su mayoría musulmana), era difícil prevenir reveses de ese tipo. A
pesar de una valentía en ocasiones insensata, inspirada sin duda
por la confianza en que Dios estaría de su lado, con el transcurso
del tiempo los Templarios en particular, y los caballeros francos en
general, se volvieron más circunspectos en batalla. Habían
aprendido de la experiencia que los sarracenos también eran
buenos combatientes, que muchas veces explotaban con su astucia
el coraje de los francos. Se dieron cuenta de que «debían
mantenerse firmes frente a la arquería y las maniobras de cercos,
ignorar la tentación ofrecida por [...] la fuga simulada, preservar la
solidaridad y la cohesión hasta que pudieran elegir el momento en el
cual efectuar su carga con la seguridad de penetrar el cuerpo
principal del enemigo...».184 La salvaje impetuosidad de los
primeros cruzados había desaparecido. «De todos los hombres —
escribió el diplomático damasceno Usamah—, los francos son los
más cautos en la guerra.»
La misma circunspección mostraba la diplomacia del rey Balduino
III, el más sagaz de los reyes de Jerusalén. Su padre, Foulques,
había sido asesinado durante una cacería cuando Balduino era
todavía un niño y, aunque coronado rey en 1143 por la insistencia de
los barones, sólo con gran dificultad había logrado desprenderse del
tutelaje de su madre, Melisenda. La mayor de las tres formidables
hijas del rey Balduino II de Jerusalén, Melisenda, como su hermana
Alicia de Antioquía, se negó a aceptar que, por ser mujer, le faltase
competencia para gobernar. En la década de 1140, había llevado el
reino de Jerusalén al borde de una guerra civil por una discusión
con su esposo, Foulques de Anjou, prefiriendo a su amigo de la
infancia, el apuesto señor de Jaffa, Hugo de Le Puiset, al «pequeño,
hirsuto, pelirrojo y maduro hombre que la conveniencia política le
había impuesto».185 También se decía que, como un favor a su
hermana Hodierna, había hecho envenenar a Alfonso Jordán, el
joven conde de Toulouse, que murió súbitamente en Cesarea en
tiempos de la segunda Cruzada: Alfonso Jordán tenía mayor
derecho hereditario a reclamar el condado de Trípoli que el esposo
de Hodierna, el conde Raymond.
En 1152 le llegó a Balduino III el turno de irritar a su madre
cuando, nueve años después de ser coronado, trató de gobernar por
sí mismo. Melisenda estaba tan poco dispuesta a ceder su cuota de
poder a favor de su hijo como lo había estado antes respecto de su
esposo. Sus diferencias condujeron primero a una división de facto
del reino y, posteriormente, a un conflicto abierto entre madre e hijo.
Sitiada por las fuerzas de Balduino en la fortaleza de Jerusalén,
Melisenda fue finalmente convencida de rendirse y vivir con su
hermana, la abadesa Joveta, en el convento de Betania.
Sus historiadores, tanto contemporáneos como posteriores, se
han visto impresionados por esa «mujer verdaderamente notable
que durante más de treinta años ejerció considerable poder en un
reino donde no había tradición previa de ninguna mujer en la función
pública».186 Guillermo de Tiro consideraba que «era una mujer muy
sagaz, con gran experiencia en casi todas las esferas de las tareas
de estado, que había superado por completo la desventaja de su
sexo y podía por lo tanto hacerse cargo de asuntos importantes [...]
gobernó el reino con tal habilidad que, con justicia, se considera que
igualó a sus predecesores en ese aspecto». El mismo Balduino llegó
a reconocerle sus cualidades y, reforzada su confianza por la
captura de Ascalón, trataba a su madre con sumo respeto,
haciéndola participar de los asuntos de estado.
Incluso antes de la caída de Ascalón, Melisenda fue invitada a
unirse a los principales dignatarios de Outremer para considerar el
futuro de su sobrina Constanza, la princesa de Antioquía, que había
enviudado. Tres años antes, su apuesto marido, Raymond de
Poitiers, el tío y renombrado amante de Leonor de Aquitania, había
resultado muerto durante una expedición militar al norte de su
principado, y se consideraba vital que Constanza se casara con un
líder guerrero de confianza: fue propuesto el cuñado del emperador
bizantino, un normando, Juan Roger, viudo al igual que ella.
También se esperaba que pudiera reconciliar a su hermana
Hodierna con su esposo, el conde Raymond II de Trípoli; pero, de
hecho, Melisenda fracasó en ambas tentativas: Constanza se negó
a aceptar al maduro Juan Roger, y Raymond II fue asesinado
mientras se dirigía a la ciudad de Trípoli.
El asesino de Raymond fue un miembro de una secta fanática de
musulmanes chiítas, los asesinos, quienes, como los sicarios entre
los judíos zelotes, perseguían sus objetivos mediante el asesinato
clandestino de sus enemigos. Su nombre deriva de la palabra
hashish18*, el narcótico que, según los cruzados, provocaba un
trance que hacía perder la noción del peligro. Los chiítas fueron en
su origen una facción política que postulaba a Alí, el yerno de
Mahoma, como su legítimo sucesor; pero, tras la muerte de Alí en
661, se habían transformado en una secta islámica radical,
consagrada al derrocamiento del califato sunnita de Bagdad.
Perseguidos por sus creencias, los chiítas desarrollaron conceptos
místicos, métodos revolucionarios y aspiraciones mesiánicas, y se
dividieron en más facciones, siendo la más radical la de los
ismailíes, quienes «elaboraron un sistema de doctrina religiosa de
un alto nivel filosófico y produjeron una literatura que, tras siglos de
estar eclipsada, comienza ahora una vez más a obtener el
reconocimiento de su auténtico valor».187
Un concepto clave para el sistema ismailí era el del Imán, el
inspirado e infalible descendiente de Alí y Fátima por vía de Ismael.
El imán tenía acceso a un conocimiento especial y se le debía
obedecer sin discusión. A principios del siglo x, un pretendiente a
ese cargo tomó el poder en el norte de África e instituyó un califato
fatimí (por Fátima) en El Cairo, en rivalidad con el califato sunnita de
Bagdad. En la época de las cruzadas, el Imperio fatimí estaba en
decadencia. No obstante, en los montes Elburz, dominando la costa
del mar Caspio en el norte de Persia, un grupo de ismailíes
intransigentes al mando de Hasan-Sabbah se estableció en la
fortaleza de Alamut. Desde allí, Hasan enviaba a sus devotos a
asesinar a los sultanes sunnitas y sus visires. También enviaba
misioneros a Siria para ganar conversos, y al mismo tiempo para
tomar fortalezas como bases para su campaña de terror. En 1133,
los asesinos compraron a los musulmanes el castillo de Qadmus,
anteriormente en poder de los francos. Poco después, adquirieron
al-Kahf; en 1137 tomaron la fortaleza franca de Khariba; y en 1142 el
estratégico bastión damasceno de Maysaf. Otras fortalezas cayeron
en sus manos alrededor de la misma época, poniéndolos cara a
cara con los castillos que las órdenes militares tenían en Kamel, La
Colée y Krak de Chevaliers, y en las ciudades costeras de Valania y
Tortosa.
El odio de los asesinos hacia sus enemigos musulmanes los
volvía maleables para formar alianzas con los francos. En la batalla
de Inab, en 1149, un jefe asesino, Alí ibn-Wafa, murió mientras
luchaba junto a Raymond de Poitiers; apenas tres años más tarde,
sin embargo, un miembro de la misma secta asesinó a Raymond II
de Trípoli por causas que se desconocen. Dado que la reina
Melisenda fue sospechosa de ordenar el envenenamiento de
Alfonso Jordán, conde de Toulouse, no es de extrañar que también
encargara a los asesinos deshacerse del problemático esposo de
Hodierna.
De esta manera, las diferencias teológicas entre los seguidores
de Mahoma, combinadas con las pasiones de mujeres tenaces,
llegarían a determinar el destino de los latinos de Outremer. El
ejemplo más fatídico tuvo lugar en 1153, cuando Constanza regresó
al principado de Antioquía. Ahora resultaba claro por qué había
rechazado al novio propuesto por el rey de Jerusalén y el emperador
de Bizancio. Había puesto sus ojos en otro hombre: un caballero
francés, Reginaldo de Châtillon. Reginaldo era el hijo menor de
Geoffrey, conde de Gien-sur-Loire, y tomó su título de Châtillon-sur-
Loire. Llegado a Oriente al parecer con el rey Luis VII en la segunda
Cruzada, había pasado a integrar el séquito del rey Balduino III. A
juzgar por su comportamiento posterior, era un hombre despiadado,
audaz, excepcionalmente valiente y con toda probabilidad apuesto,
cualidades que le ganaron el amor de Constanza y condujeron a la
mésaillance del siglo: «Era bastante sorprendente —escribió el
arzobispo de Tiro— que una mujer tan famosa, poderosa y bien
nacida, la viuda de un marido tan destacado, debiera condescender
a casarse con una especie de caballero mercenario.»188
Balduino III admitió la capacidad de Reginaldo como soldado y lo
reconoció como príncipe de Antioquía. Si bien con renuencia, lo
mismo hizo el emperador bizantino Manuel, a cambio de la ayuda de
Reginaldo contra los armenios de Cilicia. Ayudado por los
Templarios, Reginaldo marchó al norte y tomó el puerto de
Alexandretta, que entregó a los Templarios. Discutió entonces con el
emperador Manuel por los subsidios que, en su opinión, le
correspondían. Alentado por los Templarios, hizo las paces con los
armenios y resolvió cobrarse la deuda que tenían con él los
bizantinos saqueando la isla de Chipre. Necesitaba fondos para esa
expedición y decidió sacarlos de Aimery, el patriarca latino de
Antioqía, a quien Reginaldo detestaba por haberse opuesto a gritos
a su matrimonio con Constanza. Aimery se negó a darle dinero
alguno, tras lo cual Reginaldo ordenó arrojarlo a prisión, donde fue
brutalmente golpeado, y luego atado al tejado de la ciudadela con
miel sobre sus heridas para atraer a las moscas.
El tratamiento tuvo el efecto deseado: el patriarca entregó el
dinero a Reginaldo, quien lo usó para equipar una flota. En la
primavera de 1156, con el rey armenio Thoros, desembarcó con un
ejército en Chipre, hasta entonces una de las provincias más
pacíficas del Imperio bizantino y la fuente de provisiones del
famélico ejército de la primera Cruzada. Tras derrotar y capturar al
gobernador de la isla, Juan Comneno, sobrino del emperador, y a su
jefe militar, Miguel Branas, el ejército de Reginaldo procedió a
saquear la isla «en una escala que los hunos y los mongoles acaso
hubieran envidiado».189 Las tropas de Reginaldo, indiferentes al
hecho de que los chipriotas fueran cristianos, violaron a sus
mujeres, asesinaron a sus niños y ancianos, robaron sus iglesias y
conventos, y secuestraron su ganado y sus cosechas. Los
prisioneros o bien compraron su propia libertad, o fueron llevados
encadenados a Antioquía, o fueron mutilados y enviados a Bizancio
como un gesto vivo de desprecio y desafío.
El brutal y piratesco comportamiento de Reginaldo causó
consternación en Jerusalén. Al enterarse del encarcelamiento del
patriarca Aimery, el rey Balduino III envió emisarios para que
exigieran su liberación y, una vez obtenida, lo llevaran a Jerusalén.
El saqueo de Chipre fue más grave todavía porque puso en peligro
la política de Balduino de una alianza con el Imperio bizantino. Para
sellar el pacto, a Balduino se le había prometido una princesa
bizantina, Teodora, la sobrina del emperador, de quince años, con
una inmensa dote que volvería a llenar las drenadas arcas del reino.
La boda se celebró en Jerusalén en 1158.
Para Balduino, el objetivo diplomático de esa alianza era la ayuda
bizantina contra Nur ed-Din; y para el emperador Manuel, el castigo
de Thoros y Reginaldo. Al acercarse el ejército bizantino, Thoros
huyó hacia las montañas, mientras que Reginaldo protagonizó una
abyecta rendición. Ante una asamblea de príncipes y cortesanos
invitados, reunidos frente a los muros de Mamistra, Reginaldo
avanzó, descalzo y con la cabeza descubierta, y se postró en el
suelo ante el emperador bizantino. Después de saborear la
humillación de su enemigo y de imponer ciertas condiciones, Manuel
le permitió al penitente ponerse de pie y regresar a Antioquía.
Esa degradación de Reginaldo, aunque reconocida por los latinos
como bien merecida, fue humillante para todos ellos. Balduino
esperaba que a Reginaldo no se le perdonara con tanta facilidad.
Para Manuel, sin embargo, era mejor tener a Antioquía gobernada
por un hombre que, cuando Manuel hiciera su entrada triunfal en la
ciudad, estuviera dispuesto a caminar a su lado llevándole su
caballo, que no por un príncipe menos dócil que, además, no era
explícitamente su vasallo. Si bien en Manuel tomó cuerpo una cálida
estima personal por Balduino, su sobrino por casamiento, las
prioridades estratégicas de los dos hombres no eran las mismas,
como lo demostró Manuel al establecer un pacto con el
archienemigo de los latinos, Nur ed-Din, contra los turcos selyúcidas
de Anatolia. Para los latinos, ése fue un ejemplo más de la perfidia
griega; no obstante, uno de los beneficios de ese tratado fue para
los latinos la liberación de los prisioneros cristianos, entre ellos el
gran maestre del Temple, Bertrand de Blanquefort.
Cualquier expectativa de los príncipes cristianos en cuanto a que
Reginaldo hubiera aprendido de sus errores pronto demostraría no
tener fundamento. En noviembre de 1160, Reginaldo partió en una
expedición de pillaje para adueñarse del ganado que, en su mayor
parte, pertenecía a sirios cristianos. Cuando volvía a Antioquía con
su botín de cuadrúpedos, fue emboscado por una fuerza
musulmana comandada por el gobernador de Alepo. Nadie dio un
paso al frente para ofrecer un rescate. Reginaldo permanecería
encarcelado los siguientes dieciséis años.

En febrero de 1160, el rey Balduino III murió a la edad de treinta y


tres años: un hombre de gran magnetismo, inteligencia y saber, que
fue llorado incluso por sus súbditos musulmanes y por el gobernador
de Alepo, Nur ed-Din. No tenía heredero; su mujer, la reina Teodora,
de sólo dieciséis años, se retiró a Acre, que había recibido como
parte del convenio matrimonial.
A Balduino lo sucedió su hermano, Amalrico, de veinticinco años,
tan alto y apuesto como Balduino, pero carente del saber y el
magnetismo de éste. Amalrico, anteriormente señor de Jaffa y
Ascalón, estaba contento de que los bizantinos protegieran las
fronteras norteñas de su reino, y dirigió su atención al sur, a Egipto.
Allí, como resultado de una serie de golpes y contragolpes
sanguinarios, el califato fatimí se estaba desintegrando y el gobierno
del país se hallaba en estado de confusión. Pocas de las ciudades
de la península del Sinaí o del delta del Nilo estaban fortificadas, y el
botín potencial era magnífico; pero había también una razón
estratégica más apremiante para avanzar contra El Cairo, porque si
los latinos no llenaban el vacío, lo haría seguramente Nur ed-Din.
En 1160, los egipcios habían frenado una invasión planeada por
Balduino III con la promesa de un tributo anual que jamás se pagó.
Utilizando como pretexto ese incumplimiento, Amalrico llegó a
Egipto en el otoño de 1163 al frente de un ejército que incluía un
fuerte contingente de Templarios; pero, al romper los diques del
delta del Nilo, los egipcios forzaron la retirada de los francos. Al año
siguiente, para adelantarse a la conquista de El Cairo por parte de
Shawar, el protegido de Nur ed-Din, Amalrico volvió a Egipto: acordó
con Shawar que ambos ejércitos se retirarían.
Nur ed-Din aprovechó la ausencia de Amalrico para atacar el
principado de Antioquía y se estableció en la fortaleza de Harenc.
Bohemundo, el joven hijo de Constanza y Raymond de Poitiers que
ocupaba ahora el trono como Bohemundo III, partió a liberar Harenc
con un ejército combinado de fuerzas antioquenas, armenias y
bizantinas, apoyadas por un contingente de caballeros Templarios y
sus sargentos, escuderos y turcopoles acompañantes. Al acercarse
las fuerzas cristianas, Nur ed-Din levantó el sitio y abandonó el
lugar. Contra el consejo experimentado de los Templarios,
Bohemundo fue tras ese ejército mucho mayor. Lo alcanzó el 10 de
agosto. Empleando su táctica favorita, los musulmanes simularon la
retirada. Bohemundo y sus hombres cargaron tras ellos, siendo
emboscados y liquidados, o hechos prisioneros. De los caballeros
Templarios, sesenta cayeron en batalla y sólo siete lograron
escapar.
Esa derrota fue sin duda uno de los factores que llevó a los
Templarios a optar en cuestiones militares por su propio juicio y no
por el de los príncipes latinos. Si bien por sus estatutos se
comprometían a defender Tierra Santa, el gran maestre estaba
sometido al Papa, no al rey de Jerusalén. Para Amalrico, sin
embargo, la autonomía de las órdenes militares dificultaba su
conducción de la guerra contra el Islam. En 1166, una fortaleza
rupestre de Transjordania, guarnecida por los Templarios y
considerada inexpugable, fue sitiada por las fuerzas de Nur ed-Din.
Probablemente fuera parte del legado dispuesto por Felipe de
Nablus, el señor de Transjordania, cuando se unió a la Orden en
enero de 1166.
Al enterarse del sitio, Amalrico reunió un ejército para su
liberación, pero al llegar al río Jordán se encontró con los doce
Templarios que habían rendido la fortaleza sin dar combate.
Amalrico se enfureció tanto que ordenó colgar a los caballeros. Ese
episodio, registrado en la historia de Guillermo de Tiro, bien pudo
ser uno de los factores que agrió las relaciones entre el Temple y el
rey. En 1168, cuando Amalrico se decidió por una invasión de Egipto
en gran escala, fue apoyado por el gran maestre del Hospital —
Gilbert de Assailly— y la mayoría de los barones laicos, pero el gran
maestre del Temple, Bertrand de Blanquefort, se negó rotundamente
a participar.
Se atribuyeron a los Templarios motivos viles para esa decisión:
se dijo que fue porque el plan lo habían propuesto sus rivales, los
Hospitalarios; o que tenían lucrativos tratos financieros con los
mercaderes italianos que comerciaban con Egipto. Pero la casi
bancarrota del Hospital, que sin duda inducía a Gilbert de Assailly a
tratar de recuperar sus pérdidas en el Nilo, era una perfecta lección
para el Temple, que había soportado grandes pérdidas en Antioquía
y estaba comprometido de lleno en la defensa de Tierra Santa, tanto
en el norte, en las montañas Amanos, como en el sur, en la zona de
Gaza. Estaba también el tratado de Amalrico con Shawar: los recién
llegados de Francia, como el conde Guillermo IV de Nevers,
consejero del rey Amalrico, tal vez no comprendieran el valor de
mantener la palabra con un infiel, pero los Templarios ya tenían
suficiente conocimiento de las condiciones locales para reconocer
que la diplomacia podía en ocasiones ser más eficaz que la fuerza.
Otro ejemplo de la independencia de los Templarios, y de su
deseo de frustrar los planes del rey, lo vemos en 1173, cuando
Amalrico entró en negociaciones con el jefe de los asesinos de Siria,
conocido por los cruzados como «El anciano de la montaña». Se
trataba de Sinan ibn-Salman ibn-Muhammad, originario de una
aldea cercana a Basra, en Irak. Protegido de Hasan —el imán
asesino de Alamut—, Sinan se convirtió en el gobernante del
enclave asesino de Siria y seguía su propia política. Durante treinta
años, todo gobernante, tanto de los califatos islámicos como de los
estados cristianos, corrió el riesgo de un ataque mortal perpetrado
por alguno de los devotos ismailíes de Sinan: excepto los grandes
maestres de las órdenes militares, porque los asesinos se daban
cuenta de que si mataban a uno, siempre habría otro que ocupara
su lugar.
En general, como eran los enemigos de sus enemigos, los
francos toleraban a los asesinos. Los Templarios, que podrían
haberlos atacado desde sus bases de Tortosa, La Colée y Chastel-
Blanc, recibían un «tributo» anual de 2.000 besants que los
asesinos les pagaban para que los dejasen en paz. Hacia 1160, las
tendencias milenaristas inherentes a la enseñanza ismailí explotaron
cuando Hasan, el líder de Alamut, derogó la Ley de Mahoma y
proclamó la Resurrección. Sinan promulgó la nueva doctrina en Siria
y, al igual que los anabaptistas de Münster varios siglos más tarde,
los elegidos se entregaron a una orgía de libertinaje. «Hombres y
mujeres se mezclaban en sesiones de alcohol, ningún hombre se
abstenía de su hermana o de su hija, las mujeres vestían ropas de
hombre, y una de ellas declaró que Sinan era Dios.»190
Fue unos años después de la derogación del Islam dispuesta por
Hasan cuando Sinan hizo saber al rey Amalrico y a los patriarcas de
Jerusalén de su interés en convertirse a la fe de Cristo. Con ese fin,
Hasan envió a Abdulah para negociar un acuerdo con el rey. Tras
una conclusión satisfactoria de esas conversaciones preliminares,
Abdulah inició su viaje de regreso de Jerusalén a Massif con un
salvoconducto del rey Amalrico. Al poco de pasar Trípoli, su partida
fue atacada por un grupo de Templarios comandados por un
caballero tuerto, Walter de Mesnil.
Esa afrenta enfureció al rey Amalrico, que ordenó el arresto de
los culpables. El gran maestre del Temple era ahora Odo de Saint-
Amand, que había reemplazado a Felipe de Nablus en 1168.
Cautivo de los musulmanes entre 1157 y 1159, Odo había sido
funcionario real, desempeñando una serie de cargos importantes
antes de unirse a la Orden. Su elección como gran maestre había
sido, casi con certeza, para favorecer las buenas relaciones con el
rey; pero ahora Odo insistía en los derechos legales acordados con
los Templarios mediante la bula papal Omne datum optimun. Sus
caballeros estaban fuera de la jurisdicción secular: la Orden había
castigado a Walter de Mesnil por su transgresión, y por ese motivo
lo enviaría a Roma para su juicio definitivo. Ignorando esas
sutilezas, Amalrico se dirigió a Sidón, donde celebraba en ese
momento una sesión el cabildo templario, y apresó al ofensor Walter
de Mesnil. Mesnil fue encarcelado en Tiro, y las profusas disculpas
de Amalrico convencieron a Sinan de que el rey no había
participado en el ataque a su embajador. No obstante, el incidente
alejó irrevocablemente a Amalrico del Temple, y sólo su muerte, en
1174, frustró su plan de pedir ante el Papa y los monarcas europeos
la disolución de la Orden.
¿Qué había detrás del ataque perpetrado por Walter de Mesnil al
embajador asesino? Odo de Saint-Amand nunca se responsabilizó
de su maniobra; pero dado el voto de obediencia tomado por todo
caballero, parece improbable que Walter hubiera actuado puramente
por propia iniciativa. El motivo que aduce el cronista de la época,
Guillermo de Tiro, es la codicia: los Templarios no querían perder el
tributo anual de 2.000 besants, que habría quedado sin efecto con la
conversión de Sinan. Un cronista posterior, Walter Map, sugiere que
los Templarios temían que la paz acabara con su raison d’être, y
mataron al enviado de los asesinos «por miedo [se decía] a que la fe
de los infieles llegara a su fin y la paz y la unión reinasen».191
Algunos historiadores modernos192 señalan que los Templarios
acababan de recibir una importante donación de Enrique el León,
duque de Sajonia, y no habrían desafiado al rey por apenas 2.000
besants. Pero es más probable que, al vivir en vecindad con los
asesinos, pensaran que Amalrico estaba siendo engañado.
Tampoco fueron los únicos en desconfiar de los asesinos: tras la
muerte de Amalrico, Raymond III, conde de Trípoli, a cuyo padre
habían matado los asesinos, fue nombrado regente del reino de
Jerusalén. Las negociaciones con Sinan no se reanudaron, y no
hubo más charlas sobre su conversión a la fe de Cristo.

159 Von Grunebaum, Medieval Islam, p. 58.


160 R. C. Smail, Crusading Warfare, 1097-1193, Cambridge,
1995, p. 43.
161 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 67.
162 Véase Johnatan Riley-Smith, The Feudal Nobility and the
Kingdom of Jerusalem, 1174-1277, Londres, 1973, p. 81.
163 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 506.
164 Ibíd., p, 504.
165 Johnatan Phillips, en The Oxford Illustrated History of the
Crusades, p. 116.
166 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 238.
167 Ibíd., p. 383.
168 Citado en Malouf, The Crusades through Arab Eyes, p. 129.
169 Susan Edgington, «Medical Knowledge in the Crusading
Armies: The Evidence of Albert of Aachen and Others», en Barber
(ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring for the
Sick, p. 326.
170 Robert Irwin, «Islam and the Crusades», en The Oxford
Illustrated History of the Crusades, p. 235.
171 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 93.
172 Ibíd., p. 93.
173 Jaroslav Folda, «Art in the Latin East, 1098-1294», en The
Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 150.
174 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 416.
175 Jaroslav Folda, en The Oxford Illustrated History of the
Crusades, p. 416.
176 Ann Hyland, The Medieval Warhorse: From Byzantium to the
Crusades, Stroud, 1994, p. 153.
177 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
117.
178 Upton-Ward, The Rule of the Templars, p. 91.
179 Knowles, Christian Monasticism, p. 84.
180 Smail, Crusading Warfare, p. 39.
181 Helen Nicholson, «Before William of Tyre: European Reports
on the Military Orders' Deeds in the East, 1150-1185», en Helen
Nicholson (ed.), The Military Orders, vol. 2, Aldershot, 1998, p. 114.
182 Runciman, A History of the Crusades, vol. 2, The Kingdom of
Jerusalem, p. 366.
183 Barber, The New Knighthood, p. 76.
184 Smail, Crusading Warfare, p. 201.
185 Runciman, A History of the Crusades, vol. 2, The Kingdom of
Jerusalem, p. 178.
186 Bernard Hamilton, «Queens of Jerusalem», en D. Barker
(ed.), Studies in Church History, Oxford, 1978, p. 157.
187 Bernard Lewis, The Assassins: A Radical Sect in Islam,
Londres, 1967, p. 27.
188 Guillermo de Tiro, Historia Rerum in partibus transmarinis
gestarum, citado en Bernard Hamilton, «The Elephant of Christ:
Reginald of Châtillon», en Barker (ed.), Studies in Church History, p.
98.
189 Runciman, A History of the Crusades, vol. 2, The Kingdom of
Jerusalem, p. 348.
190 Kamal al-Din, citado en Lewis, The Assassins, p. 111.
191 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 103.
192 Véase Ibíd., p. 104.

18* Más precisamente, de hassasí, o hashishiyya, consumidores


de hashish. En rigor, se trata de la rama chiíta de los nizaríes. (N.
del T.)
8

Saladino

El año 1174 vio las muertes del rey Amalrico de Jerusalén y la del
poderoso gobernador de Alepo, Nur ed-Din. A Amalrico, que tenía
sólo treinta y ocho años, siempre se lo comparó desfavorablemente
con su hermano Balduino III, desperdiciando la fuerza de su reino en
infructuosas expediciones a Egipto. Su estrategia para asegurar la
supervivencia de los estados latinos de Siria y Palestina fue entrar
en alianza con el Imperio bizantino, afianzada mediante el
matrimonio de su prima, María de Antioquía, con el emperador
Manuel, y por su propio matrimonio con la hija del emperador,
también llamada María, con la que tuvo sólo una hija, Isabela. Su
admiración por Bizancio quedó demostrada cuando, al regresar de
una visita a Constantinopla, y poco antes de su muerte, adoptó en
su corte de Jerusalén el atuendo ceremonial del emperador
bizantino.
En los reinos latinos ya no se cuestionaba el principio hereditario,
y así Amalrico fue sucedido por Balduino IV, el hijo que había tenido
con su primera esposa, Agnes de Courtenay. Balduino IV tenía trece
años y padecía de lepra; para algunos hombres de la Iglesia, la
enfermedad era un castigo divino a Amalrico por haberse casado
con su prima. Hasta que Balduino alcanzó la mayoría de edad,
actuó de regente su primo, el conde Raymond III de Trípoli.
El legado de Nur ed-Din era a primera vista menos seguro. Su
hijo y heredero, Malik as-Salih Ismail, tenía sólo once años y
existían reclamos encontrados de los gobernadores de Damasco,
Alepo, Mosul y El Cairo, en cuanto a quién debía ejercer la regencia.
No obstante, al establecer su autoridad sobre los diferentes emiratos
que hasta entonces luchaban entre sí, Nur ed-Din había demostrado
que la unidad musulmana en contra de los francos era posible. Por
otra parte, le había agregado una dimensión espiritual a esa realidad
política: frugal y austero, «con rasgos comunes y una expresión
delicada, triste»,193 era además un individuo devoto y había elevado
su lucha contra los latinos cristianos al nivel de una jihad, o guerra
santa.
El hombre que asumiría esa combinación de ascendencia
espiritual y política no sería de la progenie de Nur ed-Din, sino el hijo
de un funcionario kurdo que le había salvado la vida a Zengi, el
padre de Nur ed-Din, ayudándolo a escapar al otro lado del Tigris en
1143, después de ser derrotado en una batalla contra las fuerzas del
califa de Bagdad. Este hombre, Najm ed-Din, y su hermano Shirkuh,
eran los generales de mayor confianza de Nur ed-Din; Shirkuk fue
quien había frustrado los intentos de Amalrico de establecer en
Egipto un estado-cliente franco. Pero no lo había hecho solo, sino
con la ayuda de su joven y vigoroso sobrino, Salad ed-Din Yusuf,
más conocido como Saladino. Y éste fue quien le dio el coup de
grâce al califato fatimí de El Cairo, desviando la lealtad espiritual de
los musulmanes egipcios hacia el califa de Bagdad. Saladino
estableció en Egipto un gobierno personal y actuó de forma
independiente (y a veces desafiante) respecto de Nur ed-Din, el
antiguo amo de su padre.
Tanto en vida como después de muerto, musulmanes y cristianos
por igual consideraron a Saladino un modelo de coraje y
magnanimidad. Las historias llevadas de vuelta a Europa sobre su
cortesía y benevolencia —por ejemplo, que les había dado pieles
para abrigarse a algunos de sus prisioneros cristianos en las
mazmorras de Damasco; o que, cuando sitiaba el castillo de Kerak
en 1183, durante los festejos por el casamiento de Hunfredo de
Toron y la princesa Isabela, ordenó no disparar sus catapultas
contra la torre donde se estaba celebrando la boda— tenían aún
más impacto porque, hasta ese momento, los europeos cristianos
habían tendido siempre a demonizar a sus enemigos infieles.
Devoto, frugal, generoso y clemente, Saladino fue asimismo un
hábil estadista y notable comandante. Se le ha descrito como bajo
de estatura, de rostro redondo, cabello negro y ojos oscuros. Como
la mayoría de los miembros de la élite islámica, era instruido, culto y
diestro con la lanza y con la espada. De joven, se había interesado
más por la religión que por el combate; y no hay duda de que su
guerra contra los francos cristianos fue inspirada por un fervor
religioso genuino y no simplemente por haber advertido, a partir de
los ejemplos de Zengi y Nur ed-Din, que los diferentes estados
islámicos sólo podían ser llevados a actuar de manera conjunta en
nombre de una jihad.
Mantener la altura moral en la extensa comunidad islámica no era
fácil: tenía que parecer leal no sólo al amo de su padre, Nur ed-Din,
sino también al califa de Bagdad; incluso después de haber
demostrado su compromiso con el Islam uniendo los diferentes
estados musulmanes contra los latinos, muchos siguieron
considerándolo como un usurpador. También es probable, como
veremos, que su famosa magnanimidad fuera en parte una cuestión
de cálculo. Cuando debía ser cruel, fue cruel: Saladino ordenó la
crucifixión de oponentes chiítas de El Cairo y, en ocasiones, la
mutilación o ejecución de sus prisioneros. Aunque llegó a respetar y
hasta a admirar el código de conducta de los caballeros francos, y
fue diligente en su cortesía para con príncipes y caballeros
cristianos, sentía un odio implacable hacia las órdenes militares.
En su intento de frustrar el ascenso de Saladino al poder absoluto
tras la muerte de Nur ed-Din, sus rivales hicieron alianzas tácticas
con los latinos. El gobernador de Alepo persuadió al conde
Raymond de Trípoli, por entonces regente de Balduino IV, de que
llevase a cabo un ataque de distracción a la ciudad de Homs,
acordando a cambio pagar el rescate de sus prisioneros cristianos,
entre ellos el advenedizo caballero francés que se había casado con
la princesa Constanza de Antioquía, Reginaldo de Châtillon: su
precio era de 120.000 dinares de oro.194
Si hubiera podido ver el futuro, el conde Raymond seguramente
habría resuelto dejar a ese elefante solitario en las mazmorras de
Alepo. Reginaldo era ahora un príncipe sin principado: su mujer
había muerto dos años después de la captura de su apuesto marido,
tal vez a causa de la pena, y Antioquía era gobernada por
Bohemundo III, el hijo de Constanza y su primer esposo, Raymond
de Poitiers. No obstante, Reginaldo no podía ser simplemente
relegado a las filas de los caballeros mercenarios de las que
provenía: su hija Agnes era en ese momento la reina de Hungría, y
su hijastra María, emperatriz de Bizancio. Por lo tanto, fue unido en
matrimonio a la rica heredera del reino, Estefanía de Milly, quien le
aportó los señoríos de Hebrón y Transjordania.

Una de las consecuencias de la muerte de Nur ed-Din y la


confusión que sobrevino fue el cese de la contención que el
gobernador de Alepo había ejercido sobre los turcos selyúcidas. En
1176, su sultán, Kilij Arslan II, avanzó contra Bizancio. En
Myriocephalum, los turcos aniquilaron al ejército defensor conducido
por el emperador Manuel. Esa derrota fue tan catastrófica como la
de Manzikert en 1071, que había originado la primera Cruzada.
Anatolia pasaba para siempre a manos turcas, y la capacidad de
Bizancio para influir en los acontecimientos de Siria había
desaparecido con ello. Ahora los francos estaban solos.
La situación empeoró con las divisiones dentro del reino de
Jerusalén. Aunque paciente y persistente, el joven rey Balduino IV
no lograba afianzar un liderazgo fuerte. Raymond III de Trípoli, que
en su carácter de pariente varón más cercano había actuado como
regente hasta que el rey alcanzó la mayoría de edad, era
experimentado, cauto y, tras años como prisionero de los
musulmanes, hablaba árabe y conocía bien la psicología del
enemigo. Lo apoyaban las familias más arraigadas del reino de
Jerusalén y los caballeros del Hospital, pero se le oponían los
Templarios y los llegados a Palestina más tarde, liderados por
Reginaldo de Châtillon, quienes estaban impacientes por guerrear y
conquistar nuevas tierras.
Aunque se hablaba mucho de una ayuda procedente de
Occidente en la forma de una nueva cruzada conducida por el rey
Luis VII de Francia y el rey Enrique II de Inglaterra —casado ahora
con la ex mujer de Luis—, Leonor de Aquitania, el único príncipe
que apareció en Tierra Santa fue Felipe, conde de Flandes, e
insistía en haber ido como peregrino y no para encabezar una
cruzada.
Aprovechando la desunión de los francos, Saladino condujo un
ejército por el desierto del Sinaí hacia la fortaleza templaria de
Gaza. Los Templarios aprestaron sus fuerzas para defenderla, pero
Saladino siguió de largo y amenazó con sitiar Ascalón. Advertido de
la maniobra, Balduino IV se puso al frente de un ejército y llegó a la
ciudad antes que Saladino, que, dándose cuenta de que Jerusalén
quedaba indefensa, dejó una fuerza menor para contener a Balduino
y marchó hacia Tierra Santa. Balduino comprendió entonces que lo
habían flanqueado; llamó a los Templarios de Gaza, franqueó el
cerco de Ascalón y, el 25 de noviembre de 1177, alcanzó al ejército
egipcio en Montgisard. Tomado por sorpresa y dispersadas sus
fuerzas, Saladino escapó de nuevo a Egipto.
La victoria fue un triunfo para los francos, y pudo haberlos llevado
a sobrestimar su verdadero poder. Aunque los cronistas francos
sostienen que el ejército fue conducido por Balduino, los
historiadores musulmanes insisten en que su comandante fue
Reginaldo de Châtillon.195 Es probable que éste hubiera peleado
con gran coraje y que la victoria aumentara su prestigio.
Sin hombres suficientes para llevar esa victoria más adelante, el
rey Balduino IV reforzó su frontera con Damasco construyendo un
castillo sobre el Jordán, en un lugar llamado Vado de Jacob: se
decía que era allí donde Jacob había luchado con un ángel, según
se describe en el Génesis. Su posición estratégica sobre la ruta que
va desde la costa hasta Damasco, y dominando la fértil llanura de
Banyas, hasta ese momento abierta a musulmanes y cristianos,
había sido reconocida por Saladino, quien creía haber llegado con el
rey Balduino al acuerdo de mantener desmilitarizada la zona. Pero
Balduino cedió a la fuerte presión de los Templarios y construyó la
fortaleza en un momento en que Saladino se hallaba distraído por
deslealtades entre los miembros de su familia.
En el verano de 1179, Saladino sitió el castillo; Balduino acudió a
liberarlo junto a Raymond de Trípoli y a los Templarios comandados
por Odo de Saint-Amand. El 10 de junio, el conde Raymond y los
Templarios atraparon al ejército de Saladino. Impulsivamente, los
Templarios se lanzaron al ataque, pero fueron rechazados. Los que
lograron cruzar el río Litani se refugiaron en la gran fortaleza de
Beaufort; pero entre las víctimas fatales de los francos hubo muchos
Templarios, y entre aquellos que fueron tomados prisioneros se
hallaba el gran maestre, Odo de Saint-Amand.
Odo murió en cautiverio al año siguiente, demasiado orgulloso
para aceptar que lo cambiasen por un prisionero musulmán. El
cronista Guillermo de Tiro, cuyo hermano murió en ese
enfrentamiento, condenó a Odo por la arrogancia que era vista
entonces como un defecto común de los caballeros del Temple: sus
acciones estaban «dictadas por el espíritu del orgullo, el cual tenía
en exceso»; era «un hombre despreciable, orgulloso y arrogante,
con el espíritu de la ira a flor de piel, que no temía a Dios, ni tenía
reverencia por el hombre».196 Sin duda, fue un ejemplo del
caballero que había hecho su nombre en el mundo secular y se
había unido más tarde a la Orden no por vocación religiosa, sino
como un paso más en las altas esferas de la administración laica de
la cristiandad.
Es imposible saber si al cabildo templario que eligió a Odo le
había interesado o no discernir la sinceridad de la vocación, o si
había visto alguna ventaja en la elección de un gran maestre que ya
era una figura de cierto renombre; pero quizá por reacción, los
caballeros eligieron ahora como sucesor de Odo de Saint-Amand a
un Templario de carrera, Arnoldo de Torroja, quien ya había sido
anteriormente gran maestre en Provenza y en España.
Aprovechando la tregua de dos años acordada entre Saladino y el
rey Balduino IV —una tregua impuesta a ambas partes por una
sequía y el consiguiente riesgo de hambruna— Arnoldo de Torroja
viajó a Europa con el gran maestre del Hospital, Roger des Moulins,
y con Heraclio, el recientemente elegido patriarca, para solicitar
ayuda económica en Italia, Francia e Inglaterra. Heraclio, un
sacerdote de Auvernia casi analfabeto, había sido amante de la
madre del rey, la reina Agnes, cuya influencia le valió primero el
nombramiento de arzobispo de Cesarea y más adelante el de
patriarca de Jerusalén. Su actual amante, Paschia de Riveri,
conocida como Madame la Patriarchesse, era la esposa de un
mercero de Nablus.
Una vez en Londres, Heraclio consagró la nueva iglesia que los
Templarios levantaron en su complejo ubicado al oeste de la ciudad:
la enjoyada y perfumada figura del patriarca causó una mala
impresión y llevó a que algunos se preguntaran si sus hermanos
cristianos de Oriente se hallarían realmente en una situación tan
extrema. No obstante, el Temple inglés ya se había beneficiado de
un hecho trascendente de la historia inglesa: el asesinato del
arzobispo de Canterbury, Tomás Becket. El castigo impuesto a los
cuatro caballeros normandos que lo mataron fue servir catorce años
con los Templarios de Tierra Santa. El rey Enrique II, que los había
incitado, no sólo hizo penitencia pública en la catedral de
Canterbury, sino que prometió suministrar a los Templarios el dinero
necesario para mantener a doscientos caballeros por año. En
Avranches, en 1172, como parte de su penitencia, Enrique juró
tomar la cruz; y si bien los acontecimientos le impidieron cumplir ese
voto, su testamento de 1172 legaba 20.000 marcos para los gastos
de la cruzada: 5.000 para el Temple, 5.000 para el Hospital, 5.000
para ambas órdenes juntas, y 5.000 para «diversas casas religiosas,
leprosarios, reclusos y eremitas de Palestina».197
El gran maestre del Temple, Arnoldo de Torroja, cayó enfermo en
Verona y murió allí el 30 de setiembre de 1184. El capítulo templario
de Jerusalén eligió para sucederlo a un caballero de origen
flamenco o anglo-normando, Gerardo de Ridefort. Gerardo parece
haber sido el clásico caso de un caballero que se une a la Orden
faute de mieux. Había llegado a Tierra Santa a principios de la
década de 1170 y había servido a Raymond III, conde de Trípoli.
Según los cronistas, Raymond le aseguró que recibiría un feudo en
su territorio cuando se produjera una vacante. En 1180, Guillermo
Dorel, señor de Botron, murió dejándole el feudo a su hija Lucía.
Raymond, posiblemente presionado por deudas, se retractó de su
promesa a Gerardo y «vendió» a Lucía como novia, por su peso en
oro, a un mercader pisano llamado Plivano. Lucía le proporcionó
10.000 besants, lo que la ubica aproximadamente en los sesenta y
tres kilos.198
Con sus perspectivas así defraudadas, Gerardo se unió al
Temple. Se dijo que en aquel momento padecía una grave
enfermedad, lo cual pudo haberlo desilusionado de las ambiciones
mundanas, concentrando su mente en el mundo venidero. Pero el
brote de devoción no alivió la humillación que sentía como caballero
ante la preferencia mostrada a favor de un mercader, y el incidente
le dejó un profundo resentimiento contra el conde Raymond de
Trípoli. A la muerte de Arnaldo de Torroja, Gerardo era senescal de
los Templarios del reino de Jerusalén.

En marzo de 1185 murió finalmente el joven rey leproso, Balduino


IV. Lo sucedió su sobrino de siete años, Balduino V, el hijo de su
hermana Sibila con su primer marido, Guillermo de Montferrat.
Raymond de Trípoli, que ya había desempeñado el cargo de bailli
(gobernador o primer ministro) con Balduino IV, se convirtió en
regente de Balduino V. Desde esa posición, acordó con Saladino
una tregua de cuatro años. Pero la autoridad de Raymond se vio
debilitada cuando, al año siguiente, el joven rey también falleció sin
que hubiese un heredero evidente.
Según el testamento de Balduino IV, la sucesión la decidirían el
Papa, el emperador y los caballeros de Inglaterra y Francia. Una vez
más, sin embargo, el destino de los latinos de Tierra Santa se vería
afectado por las emociones de una mujer. La princesa Sibila, la
madre del rey muerto, era ahora la esposa de un caballero francés,
Guy de Lusignan. Su primer marido, Guillermo de Montferrat,
importado de Europa como futuro rey, había muerto de malaria en
1177.
Una búsqueda inicial entre las familias reales de Europa no logró
dar con ningún sucesor y, por un momento, Sibila consideró la
posibilidad de casarse con un barón local, Balduino de Ibelin. Pero
el condestable del reino, Amalrico de Lusignan, que era el amante
de Agnes, la madre de Sibila, tenía un hermano menor llamado Guy.
A Sibila la tentaron los informes sobre sus atractivos y lo hizo traer
de Europa. Cuando llegó, a ella le gustó y forzó a su hermano, el rey
Balduino IV, a aprobar el matrimonio. El rey se resistía porque veía
que aquel débil e inútil hijo menor de un conde francés era una mala
elección como futuro gobernante de su reino, pero su madre y su
hermana insistieron y finalmente dio su consentimiento: se casaron
el día de Pascua de 1180.
Seis años más tarde, el plan de las dos mujeres se concretaba.
Sibila llamó a sus partidarios a Jerusalén y fue coronada reina por
otro de los antiguos amantes de su madre, el patriarca Heraclio. El
gran maestre del Hospital, que, como el gran maestre del Temple,
tenía una llave de la caja fuerte que guardaba las vestiduras reales,
se negó a entregarla y prefirió arrojarla por la ventana; pero fue
recuperada por el poseedor de la otra llave, Gerardo de Ridefort, un
importante seguidor de Sibila y Guy. Una vez coronada, Sibila
colocó una segunda corona sobre la cabeza de su esposo Guy; tras
lo cual, «Gerardo de Ridefort exclamó en voz alta que esa corona
vengaba el matrimonio de Botron».199
El coup de la reina Sibila significó el triunfo de los halcones sobre
las palomas conducidas por Raymond de Trípoli. Las palomas
podrían haberse resistido: representaban a la totalidad de los
vasallos del reino excepto a Reginaldo de Châtillon. Guy de
Lusignan era despreciado por todos. Raymond propuso que
coronaran a la princesa Isabela, la hija de trece años del rey
Amalrico I, casada poco antes con Hunfredo de Toron, de dieciocho.
Fue en su boda el año anterior, en el castillo de Kerak, durante el
sitio impuesto por Saladino, cuando éste había ordenado a sus
catapultas no disparar contra la torre donde se llevaban a cabo los
festejos, por lo cual fue recompensado por la madre de Hunfredo
con platos servidos en el banquete, que le envió al jefe musulmán.
El sitio había sido levantado por el rey Balduino IV en persona, pero
la experiencia posiblemente turbó al joven Hunfredo Toron, «un
joven de extraordinaria belleza y grandes conocimientos, más apto
por sus gustos para ser una muchacha que un hombre».200 Cuando
Raymond propuso entonces que fuera nombrado rey, Hunfredo se
escabulló de Jerusalén y rindió homenaje a Guy de Lusignan. El
coup era un fait accompli y todos los barones, excepto Raymond de
Trípoli y Balduino de Ibelin, formaron filas.
Ya no había nada que frenase los planes agresivos del principal
hacedor del rey, Reginaldo de Châtillon. El feudo de Transjordania,
que había adquirido a través de su matrimonio, abarcaba hasta el
golfo de Aqaba; se asentaba sobre las rutas de caravanas entre
Egipto y Siria y cortaba en dos los dominios de Saladino. En 1182,
había usado esa estratégica posición para organizar una incursión
cuya audacia elevó al máximo posible la indignación del mundo
musulmán. Había hecho construir galeras en secciones, probadas
en el mar Muerto y botadas luego en el golfo de Aqaba; se dirigieron
al sur por el mar Rojo saqueando los puertos de las costas de
Egipto y Arabia, barcos mercantes e incluso transportes que
llevaban pasajeros a La Meca. Tras anclar en el puerto de ar-
Raghib, un contingente partió hacia La Meca con la intención de
llevarse el cuerpo del profeta Mahoma. Fueron derrotados por una
fuerza enviada desde Egipto por el hermano de Saladino, Malik, y
los supervivientes fueron ejecutados, algunos en La Meca y otros en
El Cairo.
Fuera ése un acto terrorista aislado perpetrado por Reginaldo, o
«la parte más osada de una campaña concertada en la cual se
unieron todas las fuerzas del reino»,201 convirtió a Reginaldo en un
hombre marcado para Saladino, cuya actividad como guardián de
los Lugares Santos de Arabia apuntalaba su autoridad en el mundo
musulmán. Y ahora, tras la asunción del rey Guy, Reginaldo agravó
la afrenta asaltando una gran caravana musulmana que viajaba de
Egipto a Siria y matando a su escolta de soldados egipcios. Ésa era
una violación de la tregua y Saladino exigió una compensación,
primero a Reginaldo, quien no recibió a sus enviados, y luego al rey
Guy, quien, si bien le ordenó a Reginaldo reparar el daño, no insistió
mucho: en gran medida, le debía su trono a Reginaldo.
Para los detractores de Reginaldo, su ataque a la caravana había
sido un descarado acto de bandolerismo; hasta sus defensores lo
encontraban «enigmático»,202 y sugirieron que quizás, al ver la
escolta egipcia, Reginaldo creyó que era Saladino quien había roto
la tregua. Cualquiera que fuese su motivo, el hecho hizo la guerra
inevitable en un momento en que los estados latinos estaban
profundamente divididos. Había un conflicto de intereses entre los
barones ya arraigados que querían seguir manteniendo lo que
tenían y los caballeros recién llegados que esperaban hacer su
fortuna a partir de nuevas conquistas, combinado con una diferencia
ideológica entre los que buscaban un acuerdo con sus vecinos
musulmanes y aquellos que veían cualquier compromiso con el infiel
como una traición a la cristianad. Aun en ese momento era difícil a
veces distinguir entre los dos problemas: pero, sin duda, saber que
Raymond de Trípoli hablaba el árabe con fluidez y se interesaba por
el estudio de los textos islámicos hacía sospechar a muchos que no
estaba totalmente comprometido con la causa cristiana.
Como si quisiera confirmar las sospechas, Raymond se acercó a
Saladino buscando ayuda contra Guy de Lusignan. Significaba
mucho más que pedir una tregua: equivalía prácticamente a una
colaboración abierta. Como un favor a su eventual aliado, Raymond
permitió que una fuerza de la caballería egipcia conducida por el hijo
de Saladino, al-Afdal, atravesara su territorio para efectuar una
misión de reconocimiento en Galilea. Se acordó que sería una
fuerza no beligerante y que partiría el mismo día. Se envió
notificación de este acuerdo a los súbditos de Raymond y, en la
fortaleza de La Fève, el mensaje alcanzó a una delegación
mandada por el rey Guy para buscar la reconciliación con el conde
Raymond, que incluía a los grandes maestres del Temple y el
Hospital.
Gerardo de Ridefort convocó de inmediato a noventa caballeros
Templarios de los castillos cercanos y se dirigió a Nazaret, donde se
le unieron cuarenta caballeros seculares. Pasado Nazaret,
encontraron al ejército musulmán abrevando a sus caballos en las
fuentes de Cresson. Al ver su poderío, el gran maestre del Hospital,
Roger des Moulins, aconsejó el retiro. El mariscal del Temple, Jaime
de Mailly, coincidió con esa opinión. Esto enfureció a Gerardo de
Ridefort. Acusó al gran maestre de cobardía y se burló de Jaime de
Mailly: «Vos amáis demasiado vuestra rubia cabeza para querer
perderla», a lo cual el mariscal Templario replicó: «Moriré en la
batalla como un valiente. Sois vos quien huirá como un traidor.» La
fuerza combinada de caballeros cargó entonces contra los egipcios
con un catastrófico resultado. Jaime de Mailly y Rogers des Moulins
murieron con todos los Templarios salvo tres: uno de ellos, su gran
maestre, Gerardo de Ridefort. Los caballeros seculares fueron
hechos prisioneros junto con algunos pobladores cristianos de
Nazaret que habían acudido con la esperanza de obtener algún
botín.
El único beneficio de ese desastre para los latinos fue que
avergonzó a Raymond de Trípoli, haciéndole romper su pacto con
Saladino y concertando la paz con el rey Guy. Mientras los ejércitos
de todos los dominios de Saladino —de Alepo, Mosul, Damasco y
Egipto— convergían en al-Ashtara, sobre la otra orilla del Jordán,
para formar la mayor fuerza que jamás había tenido bajo su mando,
el rey Guy proclamaba una levée en masse llamando a todas las
fuerzas latinas a reunirse en Acre. En Jerusalén, el fondo de treinta
mil marcos que las órdenes militares custodiaban en nombre de
Enrique II de Inglaterra para financiar su proyectada cruzada se
empleó para contratar mercenarios y equipar a las fuerzas
cristianas. Hacia finales de junio, el rey Guy había reunido 20.000
soldados, 12.000 de ellos de caballería. Ésos eran virtualmente
todos los combatientes, voluntarios y mercenarios que había en
Outremer: las ciudades y fortalezas latinas quedaron vacías.
El 1 de julio, Saladino cruzó el Jordán en Sennabra, al suroeste
del lago Tiberíades, con 30.000 infantes y 12.000 hombres de
caballería. Allí dividió sus fuerzas. Una mitad marchó hacia las
colinas del oeste y la otra siguió la costa del lago hacia Tiberíades.
La ciudad fue tomada tras un breve asalto, pero Eschiva, la condesa
de Trípoli, resistió en la ciudadela y mandó avisar del apuro a su
esposo, que estaba en Acre con el rey Guy.
El indeciso rey Guy recibió entonces consejos opuestos de los
halcones y las palomas. Sin saber aún que su esposa estaba en
peligro, Raymond aconsejó cautela, argumentando que Saladino no
podía mantener unido mucho tiempo un ejército tan grande en un
territorio árido y en pleno verano. Reginaldo de Châtillon y Gerardo
de Ridefort estaban a favor de un ataque inmediato para liberar
Tiberíades; se burlaban de la cobardía de Raymond y sacaban a
relucir su pacto con Saladino. Como antes, Guy se sintió incapaz de
rechazar el consejo de dos hombres a los que les debía el trono.
Ordenó al ejército cristiano avanzar hacia Tiberíades. Las fuerzas
acamparon en Sephoria la tarde del 2 de julio en una posición
estratégicamente ventajosa, con abundante agua y pastura para los
caballos.
Allí los encontró el mensajero de Tiberíades, quien les informó del
aprieto en que se hallaba la esposa del conde Raymond. Los hijos
de ésta, que estaban allí con su padre, le rogaron al rey Guy que
fuera a rescatarla, pero Raymond argumentó, como antes, que sería
una locura abandonar su puesto: por el bien de los reinos cristianos,
estaba dispuesto a arriesgar su ciudad y a su mujer.
El rey y su consejo de barones aceptaron el parecer de Raymond;
pero cuando éstos se retiraron a dormir, Gerardo de Ridefort regresó
a la tienda del rey. ¿Cómo podía el rey Guy —le planteó— confiar
en un traidor? Sería un gran deshonor desamparar a una ciudad que
estaba tan cerca. Los Templarios —dijo— preferirían «abandonar
sus mantos blancos» y vender y empeñar todo lo que tenían antes
que perder esa oportunidad de vengar a los hermanos que habían
muerto en las fuentes de Cresson.
Incapaz de hacerle frente a Gerardo de Ridefort, el rey Guy
ordenó al ejército marchar al amanecer. Tomando la ruta norte por
las áridas colinas en dirección a Tiberíades, constantemente
hostigados por arqueros musulmanes, y debilitados pronto por la
sed, llegaron al valle de Lubiya. Allí el rey recibió de los Templarios
que cubrían la retaguardia la orden de detenerse para pasar la
noche. El rey aceptó. El conde Raymond, que dirigía la vanguardia,
estaba aterrorizado: «Oh, Señor, la guerra concluyó. Somos
hombres muertos. El reino está terminado.»
El pozo de Lubiya estaba seco. El ejército acampó en la desértica
meseta conocida como los Cuernos de Hattin, que domina la aldea
de Hattin, donde las fuerzas de Saladino los esperaban. A medida
que avanzaba la noche, los musulmanes se fueron acercando poco
a poco: cualquier soldado que se alejara a buscar agua era atrapado
o asesinado. Los musulmanes prendieron fuego a la maleza que
cubría la colina: la brisa llevó el humo al campamento cristiano.
Al amanecer, Saladino ordenó el ataque. Enloquecida por la sed,
el calor y el humo, la infantería cristiana trató de abrirse paso hacia
el lago por la falange musulmana. Todos fueron asesinados o
tomados prisioneros. Los caballeros con armaduras repelieron una y
otra vez los repetidos ataques de la caballería musulmana; pero
también estaban debilitados por la sed, y cada embestida enemiga
mermaba su número., El conde Raymond cargó con sus caballeros
contra la falange musulmana, que súbitamente se abrió para
dejarlos pasar. Como no pudieron reincorporarse al cuerpo principal
del ejército, escaparon hacia Trípoli.
A sus espaldas, los caballeros que quedaban formaron un círculo
alrededor del rey y efectuaron numerosas salidas contra los
hombres de Saladino. Con ellos se encontraba el obispo de Acre
sosteniendo la preciosa reliquia de la Vera Cruz. Cuando éste cayó,
los musulmanes tomaron la Vera Cruz. La batalla llegaba a su fin. El
rey Guy y los caballeros que seguían vivos pronto cayeron de
agotamiento, no por la espada. Los más distinguidos fueron llevados
cautivos a la tienda de su vencedor, Saladino; entre ellos, el rey
Guy, su hermano Amalrico, Reginaldo de Châtillon y el joven
Hunfredo de Toron. Con la exquisita cortesía que lo caracterizaba,
Saladino le ofreció al sediento rey Guy una copa de agua de rosas,
enfriada con hielo de la cima del monte Hebrón. Tras beber de la
misma, el rey se la pasó a Reginaldo de Châtillon, pero antes de
que Reginaldo pudiera aplacar su sed, le quitaron la copa: según las
reglas de la hospitalidad árabe, la vida de un prisionero al que se le
da agua o comida está asegurada.
Saladino le reprochó entonces a Reginaldo todas sus iniquidades
y, obedeciendo una vez más las enseñanzas de Mahoma, le ofreció
la opción de aceptar el Islam o morir. Reginaldo se le rió en la cara
diciendo que era más bien Saladino quien debía volverse a Cristo:
«Si creyeseis en Él, podríais evitar el castigo de la condena eterna
que sin dudas os aguarda.»203 Al escuchar esto, Saladino tomó su
cimitarra y le cortó la cabeza.
Las vidas del rey Guy y sus barones seculares fueron
perdonadas. «Un rey no mata a un rey —dijo Saladino—, pero la
perfidia y la insolencia de ese hombre llegaron demasiado lejos.» El
rey y los barones fueron enviados en cautiverio a Damasco, con
instrucciones de que no se les hiciera daño. No habría la misma
clemencia, sin embargo, para los caballeros de las órdenes
militares. «Purgaré la tierra de esas razas impuras», le dijo Saladino
a su ministro y secretario, ‘Imad ad-Din. Recompensó con cincuenta
dinares a cada uno de los soldados que habían capturado a los
hermanos caballeros, cuya muerte ordenó. Los eruditos del Corán,
los ascetas islámicos y los místicos sufíes de su entorno suplicaron
a Saladino el honor de cortarles la cabeza. Sólo Gerardo de
Ridefort, el gran maestre Templario, fue mantenido como cautivo: a
los demás caballeros, como a Reginaldo de Châtillon, se les dio la
oportunidad de apostasía o muerte. Durante toda la noche,
escuchando los gritos salvajes de sus aspirantes a ejecutores, los
caballeros se prepararon para enfrentar su destino. Ninguno eligió
negar a Cristo. Al amanecer, 230 caballeros del Temple, junto con
sus hermanos del Hospital, fueron decapitados por los extasiados
sufíes.

Después de Hattin, los cristianos de Tierra Santa parecían


condenados. La levée en masse había vaciado las guarniciones de
todas las ciudades y castillos en manos latinas, y tras la victoria de
Saladino cincuenta y dos de ellos se rindieron o fueron apresados. A
la condesa de Trípoli se le permitió abandonar la ciudadela de
Tiberíades, en tanto Joscelin de Courtenay, uno de los halcones,
perdió Acre el 10 de julio sin librar batalla. El peso de los ilustres
prisioneros de Saladino fue evaluado en Ascalón cuando los
musulmanes llevaron a Gerardo de Ridefort y el rey Guy ante las
puertas de la ciudad. El rey Guy les ordenó a los defensores de la
ciudad que se rindieran. Le respondieron con insultos, y dos de los
emires de Saladino fueron asesinados durante la invasión que
sobrevino. No obstante, el resultado final jamás estuvo en duda, y el
4 de septiembre Ascalón se rindió. La guarnición templaria de Gaza,
obligada por sus votos de obediencia, se rindió a la orden de su
gran maestre, Gerardo de Ridefort.
Saladino dirigió entonces su atención al botín principal, la ciudad
de Jerusalén. Allí, la reina Sibila, el patriarca Heraclio y Balian de
Ibelin habían organizado la defensa. Las fuerzas que quedaban en
la ciudad eran totalmente inadecuadas: había sólo dos caballeros, y
la crisis era tan grave que Balian de Ibelin se vio obligado a
conferirle el honor de la caballería a treinta bachilleres de la
burguesía.204 La ciudad estaba atestada de refugiados, la mayoría
mujeres y niños, y los latinos no podían contar con la lealtad de los
cristianos sirios y ortodoxos. Una vez más, al comenzar el sitio, el
resultado final no estaba en duda; pero las amenazas de destruir la
Cúpula de la Roca e incendiar la ciudad persuadieron a Saladino de
negociar. Saladino pidió 100.000 dinares como rescate por la
población de la ciudad, pero no era posible reunir una suma tan
grande. Se fijó una tasa de diez dinares por cada hombre, cinco por
cada mujer, y uno por cada niño: 30.000 dinares de los fondos
públicos compraron la libertad de 7.000 de aquellos que no podían
pagar. El 2 de octubre de 1187, el aniversario de la visita del Profeta
al Cielo desde el Monte del Templo, Saladino entró triunfante en la
ciudad. Trató a los vencidos con gran magnanimidad; el mayor
oprobio de los cronistas estuvo dirigido al patriarca Heraclio y las
órdenes militares, en particular los Templarios, quienes rehusaron
donar su propio tesoro, y sólo con gran renuencia entregaron lo que
quedaba de los fondos de Enrique II para salvar de la esclavitud a
los cristianos más pobres.
El Temple se rindió entonces a Saladino, y los Templarios fueron
expulsados de sus cuarteles en la mezquita de al-Aqsa. La misma
fue purificada con agua de rosas y se instaló un púlpito que Nur ed-
Din había encargado previendo este triunfo. Si bien se dejó la iglesia
del Santo Sepulcro en manos de los cristianos ortodoxos y jacobitas,
la cruz de la Cúpula de la Roca fue retirada y arrastrada por la
ciudad durante dos días, golpeada con palos por los musulmanes
exultantes.

La generosidad de Saladino hacia los cristianos latinos de


Jerusalén fue tanto una cuestión de cálculo como la expresión de
una naturaleza magnánima. En un tratado militar, Discusión sobre
las Estratagemas de Guerra, escrito por al-Harawi por encargo del
hijo de Saladino, al-Malik, o quizá del mismo Saladino, el autor
sostiene que «la amabilidad para con los no combatientes puede ser
usada como una demostración de poder que puede ayudar a
intimidar al enemigo...». El permitir generosamente que las
guarniciones de las ciudades y castillos capturados se retiraran a
Tiro y otros centros francos fue otra demostración de ese poder,
dejando ver que el sultán no tenía nada que temer de sus
derrotados enemigos.205 Los francos eran de todos modos
despreciables, «irresponsables, imprudentes, mezquinos y
codiciosos [...] preocupándose reyes y nobles por el rango y el
estatus». Al-Harawi condenaba al clero latino por la facilidad con
que borraban las promesas hechas a Saladino, pero expresaba un
adusto respeto por las órdenes militares, advirtiendo a Saladino de
«cuidarse de los monjes [Hospitalarios y Templarios] [...] porque no
puede lograr sus objetivos contando con ellos; porque tienen gran
fervor en la religión y no prestan ninguna atención a las cosas de
este mundo».
¿Acertó al-Harawi en sus cálculos? No cabe ninguna duda de que
los términos generosos de la rendición de Jerusalén aumentaron el
prestigio de Saladino y al mismo tiempo debilitaron la resistencia de
algunos de los cristianos latinos. Sin embargo, el tratamiento que
aplicó a los caballeros de las órdenes militares fortaleció la
determinación de los Templarios y Hospitalarios. La gran fortaleza
de Kerak, donde se había celebrado la boda real bajo el ataque de
Saladino en 1183, debió ser sometida por hambre tras un sitio de
más de un año. Lo mismo ocurrió con Montreal. Tras un mes de
bombardeo, los Templarios habían perdido Safed y los Hospitalarios,
su castillo de Belvoir. Pero aún quedaban algunas fichas por mover.
Los Hospitalarios seguían manteniendo Krak des Chevaliers y
Chastel Blanc. Los Templarios entregaron Gaston en la marcha de
Amanos, pero conservaban la Roche Guillaume y, aunque la ciudad
fue tomada, resistían en la ciudadela de Tortosa.
Esto, junto con las ciudades costeras de Antioquía, Trípoli y Tiro,
permanecía en manos de los cristianos. Una flota siciliana hizo
escala en Antioquía y reforzó la guarnición de Bohemundo, mientras
que la situación en Tiro se vio transformada por la llegada de una
fuerza de cruzados conducidos por un príncipe germano, Conrado
de Montferrat, quien asumió la defensa de la ciudad. Sus barcos
derrotaron a una flota egipcia, y el 1 de enero de 1188 Saladino
renunció a Antioquía.
En junio del mismo año, Saladino liberó al rey Guy, después de
que éste le diera su palabra de abandonar el reino. Al darle la Iglesia
la seguridad de que una promesa hecha bajo coacción a un infiel no
tenía ninguna validez, Guy reunió un ejército compuesto por
aquellos caballeros que también habían sido liberados o rescatados
mediante pago y marchó hacia Tiro. Conrado de Montferrat se negó
a dejarlo entrar: en su opinión, la derrota de Guy le había costado su
corona. Después de esperar unos meses fuera de la ciudad, Guy
comprendió que debía retirarse de Tierra Santa o bien hacer algo
audaz para restablecer su control.
Con inusual determinación, en agosto de 1189 el rey Guy se
dirigió hacia el sur, a Acre, que se había rendido a Saladino tras
Hattin, y procedió a sitiarla: a su lado se hallaban Gerardo de
Ridefort y una fuerza de Templarios. Aunque aún había parte del
ejército de Saladino en las cercanías, Guy levantó alrededor de la
ciudad un cerco fortificado que resistió sus asaltos, «el único
ejemplo en las guerras sirias del siglo XII de un sitio importante
conducido con éxito pese a la presencia de un ejército de campo
que podía hostigar a los sitiadores y ayudar a los sitiados».206 La
audacia del plan sugiere como probable que Gerardo de Ridefort
estuviera detrás de la maniobra,207 y contribuyó en algo a salvar la
reputación del impetuoso gran maestre, que murió mientras peleaba
cerca de la ciudad el 4 de octubre de 1189.
193 Runciman, A History of the Crusades, vol. 2, The Kingdom of
Jerusalem, p. 398.
194 «The Elephant of Christ: Reginald of Châtillon», en Barker
(ed.), Studies in Church History, p. 99. Sir Steven Runciman, en su
History of the Crusades, no menciona un rescate.
195 Ibíd., p. 100n.
196 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 109.
197 Tyerman, England and the Crusades, p. 46.
198 Runciman, A History of the Crusades, vol. 2, The Kingdom of
Jerusalem, p. 406, n. 4.
199 Ibíd., p. 448.
200 Ibíd., p. 441-442.
201 «The Elephant of Christ: Reginald of Châtillon», en Barker
(ed.), Studies in Church History, p. 104.
202 Ibíd., p. 107.
203 Peter of Blois, citado por Michael Markowski en «Peter of
Blois and the Concept of the Third Crusade», en Kedar (ed.), The
Horns of Hattin, p. 264.
204 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 81.
205 William J. Hamblin, «Saladin and Muslim Military Theory», en
Kedar (ed.), The Horns of Hattin, p. 236.
206 Smail, Crusading Warfare, p. 38.
207 Barber, The New Knighthood, p. 117.
9

Ricardo Corazón de León

La noticia de los desastres ocurridos en Tierra Santa le fue


transmitida al papa Urbano III, a la sazón en Verona, por caballeros
de las órdenes militares; los Templarios le entregaron una carta del
hermano Terence, el comandante templario de Tierra Santa y uno
de los pocos que pudieron escapar tras la derrota de Hattin. Urbano
y la curia papal en pleno estaban estupefactos: nadie en Europa
había imaginado que fuera posible un revés semejante, y asumieron
de inmediato que el abandono de Dios tenía que deberse a los
pecados de su gente. El monje Pedro de Blois, quien en ese
momento estaba visitando a la curia, le escribió al rey inglés,
Enrique II, describiéndole cómo «los cardenales, con el asentimiento
de Su Señoría el Papa, se han prometido firmemente que, tras
renunciar a todos los lujos y riquezas, predicarán la Cruz de Cristo
no sólo con la palabra, sino también con los hechos y el
ejemplo».208 Urbano III, quebrantado por el dolor, falleció poco
después.
Enviado por los barones de Outremer a pedir ayuda de
Occidente, Josías, el arzobispo de Tiro, llegó a Palermo en el verano
de 1187. Cuando le explicó al rey Guillermo II de Sicilia el verdadero
alcance de la catástrofe, el rey se quitó sus finas vestiduras de seda,
se puso una túnica de arpillera y se encerró en un retiro penitencial
de cuatro días. El sucesor del papa Urbano, un anciano italiano —
Alberto de Morra— que tomó el nombre de Gregorio VIII, sólo reinó
durante los dos últimos meses de 1187, pero en ese tiempo hizo un
elocuente llamamiento a una tregua de siete años entre los reyes
beligerantes de Europa para que pudiesen emprender una nueva
cruzada. Esa encíclica, Audita tremendi, era «un documento
conmovedor y una obra maestra de retórica papal»209 y tuvo
inmediata respuesta del rey Guillermo de Sicilia, quien despachó la
flota de cincuenta galeras que alivió al principado de Antioquía.
Esas reacciones penitenciales, coherentes con la teología de las
cruzadas sostenida por Bernardo de Clairvaux, se completaban
ahora con una idea más caballeresca detrás del hecho de tomar la
cruz. Es en ese momento cuando la palabra crucesignata se hace
de uso común, y no entre los hombres de la Iglesia, sino entre
príncipes y caballeros laicos. Los emblemas heráldicos,
desconocidos en tiempos de la primera Cruzada, blasonaban
escudos y estandartes; y había entonces en la mente de la nobleza
europea la sensación de que la cruzada era la mayor prueba de
coraje y de virtud: la justa suprema contra las fuerzas del mal, la
prueba final del caballero. Así, Pedro de Blois, que había
presenciado la penitencia de los prelados en la corte del papa
Urbano III y había estado plenamente de acuerdo con los
sentimientos penitenciales de la encíclica Audita tremendi del papa
Gregorio VIII, escribió también en su Passio Reginaldi un relato de
la vida y la muerte del pirata Reginaldo de Châtillon, que lo muestra
no sólo como un mártir sino también como un santo.210

Uno de los primeros príncipes europeos en responder al


llamamiento del Papa fue Ricardo, conde de Poitou, el hijo del rey
Enrique II de Inglaterra y Leonor de Aquitania. El matrimonio de
Leonor con el rey Luis VII de Francia había sido anulado en 1152,
tres años después de su regreso de la catastrófica segunda
Cruzada. Ocho semanas más tarde, Leonor, de treinta años por
aquel entonces, se había casado con el conde de Anjou, de
diecinueve años, quien en 1154, a la muerte de su abuelo, ascendió
al trono de Inglaterra como Enrique II. Ese apresurado matrimonio
fue criticado por los biógrafos posteriores de Leonor: para uno de
ellos, Alfredo Ricardo, Leonor sencillamente se había cansado de la
«gracia casi femenina» de Luis y «quería ser dominada, y como lo
expresaba crudamente el vulgo, era de esas mujeres a las que les
gusta que las muerdan».211 Dos cronistas señalan que Leonor ya
había sido seducida, o posiblemente violada, por el padre de
Enrique, el conde Geoffrey de Anjou. No obstante, su matrimonio
con Enrique fue en principio un éxito, si se lo mide por el número de
hijos: había tenido sólo dos hijas con Luis VII (el no haberle dado un
hijo varón inclinó a los consejeros Capetos a aceptar la anulación
del vínculo); entre 1152 y 1167 Leonor tuvo cinco hijos y tres hijas
con Enrique.
El tercero de esos hijos era Ricardo, quien a la edad de once
años recibió de su madre el ducado de Aquitania. Inmerso desde su
juventud en constantes guerras con vasallos rebeldes, Ricardo
sentó fama de guerrero feroz, gobernante despiadado y, tras tomar
la supuestamente inexpugnable fortaleza de Taillebourg a los
veintiún años, de brillante estratega y general.
Con el tiempo, el matrimonio de Leonor y Enrique se vio afectado
por las infidelidades de éste, particularmente con su amante inglesa,
Rosamunda Clifford. En 1173, Leonor unió a sus hijos en una
sublevación contra el rey. La rebelión fracasó: los hijos se rindieron
abyectamente a su padre, en tanto que Leonor, capturada mientras
iba a buscar refugio con su primer marido, Luis VII, fue llevada de
vuelta a Inglaterra y encerrada durante los quince años siguientes.
En 1183, la muerte de Enrique, el hermano mayor de Ricardo,
convirtió a éste en heredero del trono de Inglaterra, así como del
ducado de Normandía y el condado de Anjou. Su padre, Enrique II,
ante esa situación le había pedido que le transfiriese el ducado de
Aquitania a su hermano menor, Juan. Ricardo se había negado,
apelando a su teórico protector, el sucesor de Luis VII, el rey Felipe
Augusto de Francia. En un tiempo amigos, más tarde rivales, y al
final enemigos implacables, las maquinaciones políticas y militares
de ambos príncipes fueron interrumpidas por la noticia de la derrota
latina en Hattin y la caída de Jerusalén ante las fuerzas del Islam.
De manera impulsiva, sin el consentimiento de su padre, Ricardo
tomó la cruz en la nueva catedral de Tours, en el mismo sitio desde
el cual su bisabuelo, Foulques de Anjou, había partido para casarse
con la princesa Melisenda y gobernar con ella el reino de Jerusalén.
Felipe Augusto protestó; se suponía que Ricardo iba a casarse con
su hermana Alicia: pero después de escuchar un elocuente sermón
del arzobispo de Tiro, él también tomó la cruz. Enrique II, que
llevaba años proyectando una cruzada y enviando importantes
sumas de dinero al reino de Jerusalén, se vio forzado a unirse a los
dos jóvenes príncipes. Partirían de Vézelay tras la Pascua de 1190,
pero Enrique murió el 6 de julio de 1189 antes de poder cumplir su
voto.
Ahora Ricardo, el rey de Inglaterra, duque de Normandía y de
Aquitania, tenía enormes recursos a su disposición, y planeó
meticulosamente su cruzada. Había un gran entusiasmo popular por
la misión, y cistercienses como Balduino, el arzobispo de
Canterbury, promovieron la guerra santa a la manera de Bernardo
de Clairvaux; pero ya no encontramos, como en la época de la
primera Cruzada, «silenciosos y misteriosos eremitas que aconsejan
a los líderes sobre tácticas militares»: incluso los hombres de la
Iglesia «que invocaban la ayuda de Dios [...] confiaban en sus
propios recursos».212 El Papa ordenó un impuesto del diez por
ciento sobre todos los ingresos y bienes muebles, que se conocería
como «el diezmo de Saladino». Si bien, en definitiva, la cruzada
dependía siempre de la voluntad de los individuos de arriesgar su
vida y sus propiedades para recuperar los Lugares Santos, «el
estímulo del Espíritu Santo obraba ahora con más claridad en los
canales oficiales».213
Un conjunto de príncipes menores siguió el ejemplo de Ricardo
de Inglaterra y Felipe Augusto de Francia y, anticipándose a los dos
monarcas, se unió al ejército cristiano que, mientras, sitiaba Acre.
Muchos de ellos eran descendientes de los primeros cruzados, o
parientes de los nobles de Outremer: Enrique, conde de
Champagne, nieto de Leonor de Aquitania y por lo tanto sobrino de
los reyes de Inglaterra y Francia; Teobaldo, conde de Blois, y Ralph,
conde de Clermont; los condes de Bar, Brienne, Fontigny y Dreux;
Esteban de Sancerre y Alan de Saint-Valéry. Había también
germanos como Luis, margrave de Turingia; poderosas flotas de
Génova y Pisa; italianos de Ravena, comandados por su arzobispo
Gerardo; los arzobispos de Messina y Pisa, y Balduino de
Canterbury con 3.000 galeses; los obispos de Besançon, Blois y
Toul; el archidiácono de Colchester, que murió más tarde durante
una salida contra el campamento de Saladino; caballeros de
Flandes, Hungría y Dinamarca; y un contingente de Londres que,
como su predecesor en la segunda Cruzada, se detuvo en route
para ayudar al rey portugués Sancho a tomar la fortaleza de Silves,
en poder de los moros.
En Germania, en abril de 1189, el sacro emperador romano en
persona tomó la cruz: Federico I de Hohenstaufen, conocido como
Barbarroja, elegido rey de Germania en 1152 y coronado emperador
por el papa Adriano IV en 1155. Su padre había sido el duque de
Suabia, y su madre, la hija del duque de Bavaria. De joven había
acompañado a su tío Conrado en la calamitosa segunda Cruzada.
Su reinado había estado marcado por una interminable lucha de
intereses entre el emperador, el Papa, el rey de Sicilia, el emperador
bizantino y —un nuevo factor de la ecuación— las poderosas
ciudades lombardas controladas por Milán.
Con sesenta y seis años cuando acaecieron estos hechos,
Federico era una figura heroica, dueña de un gran magnetismo. La
crítica situación de Tierra Santa no sólo le inspiró la determinación
personal de tomar la espada una vez más para combatir al infiel,
sino que le exigió, como líder laico de la cristiandad, una respuesta
vigorosa. Hasta allí, los germanos habían tenido un papel
secundario en las cruzadas, y eran pocos los que se habían
asentado en Outremer. No obstante, Conrado de Montferrat era
pariente de Barbarroja, y su valiente defensa de Tiro había
impresionado al emperador. Federico envió entonces un emisario
ante Saladino, exigiéndole el retorno de Palestina al dominio
cristiano. Saladino, en respuesta, no pasaría de ofrecerle la
liberación de todos los prisioneros cristianos y devolver las abadías
cristianas a sus monjes.
Para Barbarroja aquello no era suficiente. En mayo de 1189,
partió de Regensburg con «el ejército personal más grande que
jamás haya ido a una cruzada».214 Federico había hecho arreglos
de antemano para el paso de sus huestes con los soberanos por
cuyos territorios marcharían. Atravesaron Hungría sin incidentes,
pero tropezaron con problemas al adentrarse en el Imperio
bizantino.
Las relaciones entre los cristianos griegos y sus correligionarios
latinos se habían deteriorado a causa de los hechos ocurridos cinco
años antes en Constantinopla, cuando el odio popular hacia la
emperatriz latina, María de Antioquía, regente de su hijo, el joven
emperador Alejo, condujo a un pogrom de los residentes latinos a
manos de la población griega. Unos ochenta mil latinos vivían en la
ciudad:215 hombres, mujeres y niños, jóvenes y ancianos, sanos y
enfermos, todos fueron atacados y muchos asesinados, sus casas e
iglesias destruidas. Tal era el odio griego hacia los latinos que
cuando Saladino capturó Jerusalén, el emperador bizantino, Isaac
Angelo, envió a un emisario para felicitarlo.
No obstante, el ejército de Federico Barbarroja era demasiado
fuerte para oponerle resistencia, y en la primavera cruzó el Bósforo
sin inconvenientes, entrando en territorio controlado por los turcos
selyúcidas. Como con los ejércitos del emperador Conrado y del rey
francés Luis VII cuarenta años antes, la no cooperación griega, la
rudeza del clima y la aridez de la tierra por donde avanzaban
provocó importantes pérdidas por hambre y sed entre las fuerzas de
Federico. El 18 de mayo de 1190, los cruzados germanos se
toparon con el ejército del yerno de Saladino, Malik Shah. Se
entabló la batalla. Los turcos fueron contundentemente derrocados y
eliminados al paso de los cruzados. Ya sin obstáculos, las fuerzas
de Barbarroja descendieron por los montes Taurus hasta la planicie
de Seleucia. Mientras cruzaban el río Cydnus, el emperador
Federico cayó al agua y se ahogó, impedido de reaccionar por el
peso de su armadura.
Sin su personalidad dominante, el ejército que él había reunido se
desmembró. Su hijo, el duque Federico de Suabia, continuó hacia
Antioquía llevando el cuerpo de su padre, pero muchos otros se
dirigieron a los puertos de Cilicia y Siria y regresaron a casa. El
cadáver descompuesto de Barbarroja fue enterrado en la catedral
de San Pedro, en Antioquía: algunos de sus huesos acompañaron
en un sarcófago a los cruzados germanos, con la esperanza de que
pudieran llegar a la iglesia del Santo Sepulcro, en Jerusalén, pero
fueron enterrados finalmente en la catedral de Tiro.
En Palestina, al menguado ejército de Barbarroja se incorporaron
contingentes que habían arribado por mar a las órdenes de Luis de
Turingia y Leopoldo de Austria. Para atender a los enfermos y
heridos, un grupo de cruzados de Lübeck y Bremen fundaron en
Jerusalén un hospital bajo el patronazgo de Santa María de los
Germanos, el cual, como el hospital de San Juan, formó una orden
de caballeros que adoptó la regla de los Templarios y tomó el mismo
hábito blanco, pero marcado con una cruz negra en lugar de roja. En
1196, la congregación fue aprobada por el papa Celestino III como
la Orden de los Caballeros Teutónicos.

Justo cuando los cruzados occidentales convergían en Tierra


Santa en 1190, Conrado de Montferrat derrocaba a Guy de Lusignan
como rey de Jerusalén. A pesar de su audaz invasión de Acre,
convertido en el foco de la nueva cruzada, los barones de Outremer
nunca le perdonaron que fuese el consorte de la reina Sibila ni el
haber encabezado la partida de advenedizos conduciéndolos a la
derrota de Hattin. Sus dos principales triunfadores, Reginaldo de
Châtillon y Gerardo de Ridefort, estaban muertos, y en 1190 su
posición se debilitó más aún con el fallecimiento de su esposa y sus
dos jóvenes hijas por causa de enfermedad.
Como el derecho de Guy a la corona provenía de Sibila, pasaba
ahora a su sobrina Isabela, la hija del rey Amalrico I. Isabela, como
hemos visto, estaba casada con el afable joven Hunfredo de Toron;
pero también Hunfredo se había ganado la indisposición de los
barones al someterse a Sibila y Guy. La solución propuesta por los
barones era anular el matrimonio con Hunfredo y casar a Isabela
con Conrado de Montferrat. La princesa estaba totalmente conforme
con su afectado esposo, pero su viuda madre, la reina María
Comnena, sobrina nieta del emperador bizantino, captó los
imperativos políticos que había detrás de la demanda de los
barones y convenció a su hija de acatar el plan. El matrimonio fue
anulado por el legado papal en Acre, el arzobispo de Pisa, y el
obispo de Beauvais celebró la unión de Isabela y Conrado.
El destronamiento del rey Guy fue vigorosamente protestado no
sólo por la familia Lusignan, sino también por el señor feudal de los
Lusignan en Poitou, el conde Ricardo, en ese momento rey de
Inglaterra. Balduino, el arzobispo de Canterbury, presente en el
campamento de Acre, había denunciado el arreglo, pero había
muerto el 19 de noviembre de 1190, pocos días antes de la boda.
Cuando Ricardo llegó por fin a Acre el 20 de abril de 1191, el hecho
estaba consumado.

El rey Felipe Augusto II de Francia había llegado siete semanas


antes. Los dos monarcas partieron de Vézelay en julio de 1190;
Felipe y su ejército se embarcaron luego en Génova, mientras
Ricardo se reunía con su flota inglesa en Marsella. Ambos se
dirigieron entonces a Messina para visitar al rey Tancredo de Sicilia:
una disputa entre Ricardo y Tancredo dio como resultado que los
reyes invitados tomaran la ciudad de Messina, y se pelearon luego
por la distribución del botín. Felipe también estaba enojado porque
Ricardo se negaba a casarse con su hermana Alicia, a la que estaba
prometido en matrimonio desde hacía años, argumentando que su
padre, el rey Enrique II, la había seducido y había tenido un hijo con
ella.
En la primavera, el rey Felipe Augusto abandonó Messina y, tras
un viaje sin incidentes, arribó a la ciudad de Tiro. El viaje de Ricardo
fue menos sencillo: su flota se vio obligada a hacer escala en Creta,
y llevada luego por los vientos a Rodas. Mientras uno de sus barcos
naufragaba frente a las costas de Chipre, otro, en el que navegaba
su prometida, Berengaria de Navarra, llevada a Sicilia por la madre
de Ricardo, Leonor de Aquitania, y acompañada ahora por su
hermana viuda, la reina Juana de Sicilia, debió refugiarse en el
puerto de Limassol.
El autonombrado gobernante de Chipre, un príncipe bizantino
renegado, Isaac Ducas Comneno, había hecho una alianza con
Saladino y encarceló a los náufragos cruzados. Con mucha
prudencia, Juana y Berengaria declinaron la oferta de bajar a tierra.
Ricardo, cuando los alcanzó una semana más tarde, exigió la
liberación de los prisioneros y, ante la negativa de Isaac Ducas, se
dispuso a pelear. Reforzado por una flota de Acre que llevaba a Guy
de Lusignan, el príncipe León de Cilicia, Bohemundo de Antioquía,
Hunfredo de Toron y la jerarquía templaria de Outremer (a pesar de
la muerte de Gerardo de Ridefort, los Templarios seguían
respaldando al rey Guy), Ricardo se embarcó en una conquista
relámpago de la isla. Despreciado por sus súbditos griegos, Isaac
Ducas sólo pudo oponer una débil resistencia y pronto se rindió al
rey inglés, a condición de que no le pusieran hierros19*: Ricardo
aceptó y lo hizo encadenar con grilletes de plata.
Enormemente enriquecido por esa conquista, Ricardo dejó
guarniciones latinas en las fortalezas, nombró dos funcionarios
ingleses encargados de la administración y partió hacia Palestina.
Ancló cerca de Tiro pero, por orden del rey Felipe Augusto y de
Conrado de Montferrat, no se le permitió desembarcar. Prosiguió
entonces hacia Acre, adonde llegó el 8 de junio. Su llegada levantó
allí la moral de los cruzados. Felipe Augusto, aunque inteligente y
apasionado por la ingeniería de sitios, era también sarcástico e
hipocondríaco, cualidades que difícilmente inspirarían a los
combatientes. Era también más pobre que Ricardo, quien antes de
saquear Chipre había vaciado los tesoros de Inglaterra y sus
posesiones francesas para financiar la campaña. Con esos recursos
y su reputación marcial, se acordó que Ricardo asumiera el mando
de la cruzada. Los Templarios admitieron como hermano al amigo y
vasallo de Ricardo, Roberto de Sablé, y lo eligieron gran maestre.
Una de las primeras medidas del gran maestre fue comprarle
Chipre a Ricardo por 100.000 besants. A Ricardo le habían llegado
noticias de que los funcionarios dejados allí no podían controlar la
población griega: quería sacarse de encima el problema y debía
saber que los Templarios, a pesar de las recientes depredaciones
sufridas, aún disponían de fondos considerables. Hecho el arreglo,
Roberto de Sablé despachó veinte caballeros apoyados por
escuderos y sargentos para tomar el control de la isla.
El grueso de la fuerza templaria continuó en Acre con el ejército
cruzado. El 12 de julio de 1191, la guarnición musulmana se rindió:
Saladino no había podido levantar el sitio. El precio a pagar por la
vida de sus habitantes fue de 200.000 besants, la liberación de los
cristianos prisioneros y la devolución de la reliquia de la Vera Cruz.
Conrado de Montferrat entró en la ciudad con los cruzados
victoriosos. El rey Ricardo se dirigió al palacio real; y el rey Felipe a
la fortaleza que antes estuviera en manos de los Templarios. El
duque de Austria puso su estandarte en las murallas, cerca de los
de los reyes de Inglaterra y Francia, reivindicando así el derecho de
compartir el botín: los ingleses, por orden de Ricardo, lo quitaron y lo
arrojaron al foso por las murallas. El rey Guy y Conrado de
Montferrat llegaron a un acuerdo: el primero reinaría hasta su
muerte, y el último sería su sucesor. Mientras tanto, compartirían los
ingresos reales.
Con Acre ahora en poder de los cristianos, algunos cruzados
creyeron que sus votos estaban cumplidos y regresaron a casa.
Leopoldo de Austria partió pocos días después de ser humillado por
Ricardo. El rey Felipe Augusto volvió a Tiro con Conrado de
Montferrat y se embarcó desde allí hacia Brindisi: había estado
constantemente enfermo y le desagradaba el rey inglés. Aunque
dejó gran parte de su ejército a las órdenes del duque de Burgundia,
los barones de Outremer que respaldaban a Conrado se
entristecieron al verlo partir.
Ricardo Corazón de León quedó como el comandante indiscutible
del ejército cruzado. Se impacientó cuando surgió una complicación
en el intercambio de prisioneros y el pago de la indemnización.
Según una fuente, Saladino pidió a los Templarios que garantizasen
los términos de un arreglo provisional pactado con Ricardo porque,
por mucho que los odiara, sabía que mantendrían su palabra.216
Los Templarios estaban poco seguros de Ricardo y rehusaron darle
a Saladino la garantía que éste requería. Ricardo se exasperó ante
la demora de Saladino y supervisó personalmente la ejecución de
los prisioneros musulmanes: 2.700 en total, entre hombres, mujeres
y niños, fueron asesinados por los soldados ingleses.
Para los musulmanes supuso una clara violación del tratado de
Ricardo con Saladino; para los cronistas francos, fue una medida
necesaria y hasta digna de elogio dentro de las convenciones
aceptadas de la guerra. Saladino, después de todo, había
masacrado a los caballeros de las órdenes militares tras su victoria
en Hattin. Ricardo seguramente debió procurarse la conformidad de
los demás príncipes cristianos antes de tomar esta drástica medida:
vigilar a los prisioneros habría absorbido a una buena parte de las
fuerzas latinas —algo que sin duda entró en los cálculos de
Saladino— evitando así que la cruzada extendiera su avance.

Tras disponer de los prisioneros y afianzar las fortificaciones, el


ejército cruzado dejó Acre y marchó hacia el sur por la ruta costera
que iba a Haifa y Cesarea, constantemente hostigado por las
fuerzas de Saladino. La caballería avanzaba en formación cerrada,
con los Templarios a la vanguardia y los hospitalarios a la
retaguardia. La infantería cristiana, en particular los arqueros de
Ricardo, la protegía por el flanco de tierra; a su vez, la caballería
protegía a la flota de carga que acompañaba el paso del ejército.
Cuando las fuerzas cristianas salieron del bosque de Arsuf, al sur de
Cesarea, Saladino lanzó un ataque frontal. Fue repelido y, aunque
las pérdidas fueron escasas en ambos bandos, el resultado
constituyó una derrota para Saladino, la primera en una batalla
abierta desde su victoria en Hattin.
Pero el ejército de Saladino, si bien debilitado y con algunas
deserciones, no estaba acabado. Ricardo prosiguió la marcha hasta
Jaffa, donde reconstruyó las fortificaciones. Estaba claro que
ninguno de los dos ejércitos tenía poder suficiente para destruir al
otro, de manera que el conflicto sólo podía resolverse mediante la
negociación. Se mantuvieron frecuentes conversaciones con el
hermano de Saladino, al-Adil. Pese a la masacre de la guarnición de
Acre, Saladino conservaba un profundo respeto por el rey inglés. La
inicial cortesía derivó en confraternización: Ricardo propuso que al-
Adil se casara con su hermana Joanna y que gobernasen juntos
Palestina compartiendo Tierra Santa las dos religiones, sugerencia
que indignó a Joanna y que Saladino no tomó en serio.
Después de pasar la Navidad en el monasterio de Latrun, en las
colinas de Judea, Ricardo condujo su ejército hacia Jerusalén,
deteniéndose a unos dieciocho kilómetros de la ciudad. Los
cruzados procedentes de Europa querían sitiar la Ciudad Santa,
pero los barones de Outremer y los grandes maestres de las
órdenes militares aconsejaron prudencia: incluso si tomaban
Jerusalén, ¿cómo podrían mantenerla una vez que Ricardo y los
cruzados se hubiesen ido? Sin defensas de vanguardia entre
Palestina y el Sinaí, siempre sería vulnerable al ataque desde
Egipto.
Ricardo regresó, por lo tanto, a la costa y pasó los primeros
cuatro meses de 1192 fortificando Ascalón antes de continuar hasta
Gaza. Al monarca inglés el tiempo se le estaba agotando: de
Inglaterra le llegaban noticias inquietantes sobre las actividades de
su hermano Juan y Felipe Augusto. Las amistosas negociaciones
con Saladino hacían pensar que era posible llegar a un acuerdo.
Estaba decidido además a dejar el reino de Jerusalén con una
cadena de mandos clara. Aunque su candidato favorito era Guy de
Lusignan, aceptó la resolución unánime de los barones locales,
quienes se inclinaron por Conrado de Montferrat; pero justo cuando
se hacían los preparativos para su coronación, Conrado fue
asesinado en las calles de Acre.
Los responsables fueron los asesinos, enviados por Sinan, el
Anciano de la Montaña. Su propósito era poco claro. Conrado se
había ganado la enemistad de los asesinos al confiscar un barco de
carga que les pertenecía y negarse a devolverlo; pero la sospecha
también recayó sobre Ricardo. El amigo íntimo de Conrado, el
obispo de Beauvais, a quien aquél había visitado justo antes de su
muerte, estaba convencido de que los criminales habían sido
enviados por el rey inglés. Otros sostuvieron que no era el estilo de
Ricardo deshacerse de un enemigo de una manera tan turbia; sea
como fuere, el resultado sin duda lo benefició: a los dos días del
asesinato de Conrado, su viuda, la reina Isabela, de veintiún años,
fue prometida en matrimonio al sobrino de Ricardo, el conde Enrique
de Champagne.
Para el acuerdo final sobre los asuntos de Outremer, sólo faltaba
disponer de Guy de Lusignan. Con la aquiescencia de Roberto de
Sablé, se decidió que, en compensación por la pérdida del reino de
Jerusalén, Guy debía poseer la isla de Chipre. Los Templarios no
habían tenido más éxito que los funcionarios de Ricardo en el
gobierno de la misma. Los caballeros habían demostrado ser
rapaces e impopulares, y el 4 de abril de 1192 los griegos habían
sitiado la guarnición latina de Nicosia. Una salida logró terminar con
la insurgencia, pero el incidente puso de manifiesto que la población
no podía controlarse con una guarnición pequeña; «lo que hacía
falta, si se quería controlar Chipre de modo permanente, era un gran
número de hombres que tuvieran un interés personal en preservar el
nuevo régimen».217 La isla le fue devuelta en consecuencia al rey
Ricardo, quien sin demora se la vendió a Guy de Lusignan por el
balance adeudado por los Templarios: 60.000 besants.
Impaciente por volver a Europa, Ricardo presionó más a Saladino
para llegar a un acuerdo. Su ejército tomó el castillo de Daron, al sur
de Ascalón; pero luego, mientras Ricardo estaba en Acre, Saladino
en persona atacó Jaffa y tomó la población al cabo de tres días. La
guarnición se recluyó en la ciudadela y estaba a punto de rendirse
cuando cincuenta galeras pisanas y genovesas llegaron a la ciudad
con el rey Ricardo a bordo. Saltó al agua y, seguido por sólo ocho
caballeros, cuatrocientos arqueros y unos dos mil marinos italianos,
Ricardo se abrió paso peleando por las calles de la ciudad y puso en
fuga a las fuerzas de Saladino. Antes de que este pequeño
contingente pudiera ser apoyado por el grueso del ejército, que
avanzaba desde la costa, Saladino contraatacó. Con brillante
improvisación, Ricardo ordenó a sus hombres resistir oleada tras
oleada del ataque musulmán. «Saladino estaba absorto en irritada
admiración, contemplando el espectáculo.»218 Cuando el caballo de
Ricardo cayó muerto en medio de la contienda, el paradigma de la
cortesía islámica le envió dos jóvenes corceles como obsequio al
rey inglés.
Por su coraje personal y sus tácticas inspiradas, prevaleció
Ricardo; pero ambos líderes tenían muy claro que se encontraban
en un punto muerto: ninguno podía derrotar al otro, y ambos tenían
razones apremiantes para ponerle fin al conflicto. Era imperativo que
Ricardo regresara a casa para asegurar sus posesiones en Europa,
mientras que Saladino enfrentaba la permanente dificultad de
mantener en el campo un ejército numeroso. Si bien Saladino tenía
un cierto prestigio moral por su papel de vencedor en el Islam, a
menudo a sus tropas las motivaba más la esperanza de un botín en
este mundo que una recompensa en el venidero. Sólo eso
compensaba los peligros y privaciones de la campaña; y cuando no
parecía cercano, les costaba resistir la llamada del hogar.
En las primeras negociaciones, el obstáculo para el acuerdo
había sido siempre Ascalón: ahora Ricardo se echó atrás. Aceptaba
que Ascalón fuese demolida. A cambio, Saladino garantizaba las
posesiones cristianas de las ciudades costeras desde Antioquía
hasta Jaffa. Musulmanes y cristianos podrían atravesar libremente
los territorios bajo control del adversario. Y los peregrinos cristianos
podrían visitar libremente Jerusalén y los demás lugares sagrados
para la religión cristiana. Balian de Ibelin, Enrique de Champagne y
los grandes maestres del Temple y el Hospital juraron en nombre de
Ricardo mantener la paz durante los siguientes cinco años.
Muchos de los seguidores de Ricardo fueron entonces como
peregrinos a la Ciudad Santa. Ricardo no: regresó a Acre, arregló
sus asuntos y se encargó de enviar a su mujer y a su hermana en
un barco a Francia. Él se hizo a la mar el 9 de octubre: había estado
en Tierra Santa dieciséis meses. Los vientos desviaron su nave y la
obligaron a atracar en el puerto de la isla bizantina de Corfú.
Temiendo que el emperador bizantino lo tomara de rehén, Ricardo
zarpó con unos piratas rumbo a Venecia: iba disfrazado de
Templario y viajaba con una escolta de cuatro caballeros del Temple.
La elección de la ruta le fue impuesta por los acontecimientos
políticos producidos durante su ausencia, en particular por la
contienda entre su suegro, el rey Sancho de Navarra, y Raymond, el
conde de Toulouse. Eso hacía imposible el desembarco en ninguno
de los puertos del sur de Francia. Con el invierno que se acercaba,
el largo viaje por el estrecho de Gibraltar y la Península Ibérica
resultaba muy peligroso; atravesar por tierra Italia y el valle del Rin
lo expondría a ser capturado por su enemigo, el emperador
Hohenstaufen, Enrique VI.
De camino a Venecia, el barco pirata encalló cerca de Aquilea, en
el extremo norte del mar Adriático. Desde allí, Ricardo y sus
acompañantes marcharon hacia el norte atravesando los Alpes
disfrazados de peregrinos, pero en una posada de Viena Ricardo
fue reconocido, supuestamente por el valiosísimo anillo que todavía
llevaba en su dedo, y entregado a su archienemigo desde la
ocupación de Acre, el duque Leopoldo de Austria. El hombre que
había comprado y vendido la isla de Chipre era ahora, él mismo,
una mercancía: Leopoldo lo encarceló primero en su castillo de
Dürrenstein y lo entregó luego a su señor, el emperador Enrique VI,
cuyos términos para la liberación de Ricardo eran que éste jurase
lealtad como vasallo del emperador y que pagara un rescate de
150.000 marcos.
Mientras Ricardo estaba en cautiverio murió su encomiable
adversario, Saladino. También falleció su amigo y antiguo vasallo, el
gran maestre templario Roberto de Sablé. El rey Felipe Augusto y el
hermano de Ricardo, Juan, presionaron al emperador para que
mantuviese cautivo a Ricardo, pero Ricardo —cortés, afable, casi
indiferente en su humillante posición— ganó apoyo entre los
príncipes de la corte del emperador germano. En febrero de 1194
fue liberado: había hecho los juramentos requeridos, y era tal la
prosperidad de Inglaterra en ese momento, que la mayor parte de su
rescate se había pagado. Al enterarse de la nueva, el rey Felipe
Augusto le escribió a Juan: «Cuidado, el demonio está suelto.»
Tras permanecer sólo un mes en Inglaterra, Ricardo regresó a
Normandía y pasó los cinco años siguientes en guerra intermitente
con vasallos rebeldes y con el rey Felipe Augusto de Francia. En
1199, mientras sitiaba el castillo de Châlus, perteneciente al
vizconde de Limoges —uno de sus vasallos—, fue alcanzado en el
hombro por la saeta de una ballesta. La herida era mortal. Su
madre, Leonor, acudió a su lado; después de confesar sus pecados
y recibir los últimos sacramentos de la Iglesia, Ricardo murió el 6 de
abril. Tenía cuarenta y dos años.
En los siglos posteriores, Ricardo Corazón de León fue recordado
como un paradigma de la hidalguía, siendo objeto de una serie de
exóticas e improbables leyendas. Cada una refleja los prejuicios de
su época. «Si el heroísmo se confina al valor brutal y feroz —
escribió Gibbon—, Ricardo Plantagenet ocupará un lugar alto entre
los héroes de su tiempo.» El mito más reciente, que Ricardo era
homosexual, fue aceptado por muchos historiadores, aunque no hay
registros del mismo más allá de 1948 y en la actualidad se
considera falso. Algunos cronistas contemporáneos le critican, por el
contrario, su insaciable apetito por las mujeres, tanto que «hasta en
su lecho de muerte se las hizo traer, desafiando el consejo de su
médico».219
Una crítica más repetida fue que sus aventuras en el extranjero
tuvieron un efecto adverso en el gobierno de Inglaterra. «Sin duda,
pensó que pelear por Jerusalén era algo importante y bueno —
escribió H. E. Marshall en su compendio para estudiantes ingleses,
Our Island History—, pero cuánto mejor hubiera sido si hubiese
tratado de gobernar su propia tierra pacíficamente, llevándole
felicidad a su gente.»220 Una vez más, las evaluaciones recientes
exoneran a Ricardo: sus responsabilidades se extendían mucho
más allá de Inglaterra, el menos problemático de sus dominios. A
pesar de su entusiasmo para el combate, que compartió con otros
caballeros de su época, «no fue un rey burdamente belicoso, un rey
propenso a la guerra por el gusto de la misma y por agresividad,
sino un gobernante inteligentemente preocupado por emplear sus
talentos militares en los intereses ampliamente diseminados de la
casa de Anjou, de la cual era la cabeza».221 Aunque desde nuestra
perspectiva pueda parecer una causa perdida su lucha para
proteger de la usurpación de los Capetos sus derechos de herencia
en el reino de Francia, en aquel momento no lo parecía.
La crítica más importante que recibió de sus contemporáneos era
que arriesgaba temerariamente su propia persona al arrojarse a la
lucha. Incluso sus enemigos, los sarracenos, consideraban una
locura que un comandante tan inspirado arriesgara su vida en
combate; porque junto a su osadía y su impetuosidad, poseía un
enorme talento para la logística y la planificación. Fue esa osadía la
que le llevó a un final prematuro. Pero eso no le quita méritos al
conjunto de sus logros. La conclusión del historiador contemporáneo
John Gillingham, de que «como político, administrador y caudillo —
en pocas palabras, como rey— fue uno de los gobernantes más
extraordinarios de la historia europea» recuerda el veredicto del
cronista musulmán, Ibn Athir, cuando dice de Ricardo que «su
coraje, sagacidad, energía y paciencia lo hicieron el más notable
gobernante de su tiempo».222

208 Michael Markowski, en «Peter of Blois and the Concept of the


Third Crusade», en Kedar (ed.), The Horns of Hattin, p. 13.
209 Mayer, The Crusades, p. 36.
210 Véase Tyerman, The Invention of the Crusades, p. 28.
211 Alfred Richard, Contes, II, p. 457, citado en Jane Martindale,
«Eleanor of Aquitaine», en Nelson (ed.), Richard Coeur de Lion in
History and Myth, p. 210.
212 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 185.
213 Tyerman, England and the Crusades, p. 58.
214 Steve Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The
Kingdom of Acre, Cambridge, 1954, p. 11.
215 Norwich, Byzantium: The Decline and Fall, p. 129.
216 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 54n.
217 Peter E. Edbury, The Kingdom of Cyprus and the Crusades,
1191-1374, Cambridge, 1991, p. 17.
218 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 73.
219 Véase John Gillingham, Richard the Lionheart, Londres,
1978, p. 161.
220 H. E. Marshall, Our Island History, Londres, p. 167.
221 J. O. Prestwich, «Richard Coeur de Lion: Rex Bellicosus», en
Nelson (ed.), Richard Coeur de Lion in History and Myth, p. 16.
222 Gillingham, Richard the Lionheart, pp. 285-288.

19* Guardia de los emperadores bizantinos, empleada


especialmente en los siglos XI y XII, compuesta por escandinavos
(varegos o rus), anglo-sajones y otros europeos del norte. (N. del T.)
10

Los enemigos internos

Una de las anécdotas que se contaron más tarde sobre Ricardo


Corazón de León decía que, mientras yacía agonizante, se despojó
humorísticamente de sus principales vicios, legando su avaricia a
los cistercienses, su amor por la lujuria a los frailes mendicantes, y
su orgullo a los caballeros Templarios.223 Ese mismo pecado del
orgullo le atribuía a los Templarios un contemporáneo de Ricardo, el
papa Inocencio III, uno de los hombres más extraordinarios en llevar
la tiara papal en los dos mil años de historia de la Iglesia católica.
Elegido en 1198 a la edad de treinta y siete años, Inocencio era
hijo del conde de Segni, y miembro, por lo tanto, de la patricia
familia romana de los Scotti, que en los siglos xi y xii aportara una
serie de papas; Clemente III, su tío, lo había nombrado cardenal en
1190, y tanto el sobrino como un sobrino nieto accederían al trono
papal. Si en su ascenso hubo algo de nepotismo, no significó que
Inocencio no fuera el mejor hombre para el puesto. Era
excepcionalmente inteligente, de una gran integridad, ocurrente,
magnánimo, «agudamente consciente del absurdo de los hechos y
la gente que lo rodeaba»,224 pero profundamente convencido de
que, como sumo pontífice y «vicario de Cristo» —término que fue el
primero en usar— tenía autoridad sobre todo el mundo «por debajo
de Dios pero por encima del hombre: alguien que juzga a todos y
que no es juzgado por nadie».
Inocencio estudio derecho canónico y fue el primero de una serie
de papas abogados, pero su visión nunca fue estrecha ni formalista.
Con extraordinaria energía, promovió la reforma pastoral de la
Iglesia católica y la clarificación de sus enseñanzas, codificada en
los decretos del iv Concilio de Letrán celebrado en 1215. Insistió en
la ortodoxia: eran tiempos en que, por debajo de la superficial
uniformidad de la fe católica, había muchas corrientes subterráneas
y divergentes de devoción religiosa. La prosperidad y mundanería
de muchos de los clérigos planteaba desafíos a la Iglesia. Inocencio
fue suficientemente tolerante para reconocer el valor de un idealista
renovador como Francisco de Asís, pero condenó y se propuso
extirpar la doctrina herética de los cátaros de Languedoc.
Como todos los papas desde Urbano II, Inocencio III fue
partidario entusiasta de la guerra contra el Islam. En 1198, a poco
de su asunción, llamó a una nueva cruzada, y en 1199 escribió a los
obispos y barones de Outremer señalándoles que los tratados con
los sarracenos debilitaban sus esfuerzos para lograr que los
cristianos de Europa tomasen la cruz. Para financiar la cruzada,
impuso un tributo del dos y medio por ciento de los ingresos de la
Iglesia. Concedía una indulgencia plenaria y el perdón de todos los
pecados confesados no sólo a quienes fueran a Palestina, sino
también a aquellos que enviaran representantes en su lugar. El librar
una guerra santa en Tierra Santa se aceptaba entonces «como un
ideal en la vida cotidiana de los europeos occidentales»,225 pero «la
presencia de la cruzada en la Europa medieval tardía fue quizá, más
que cualquier otra cosa, la de ejércitos de recaudadores, banqueros
y burócratas que se ocupaban de reunir y distribuir dinero, sin el
cual no se podía hacer nada».226
Como Ricardo Corazón de León, Inocencio III tenía una actitud
ambivalente hacia la Orden del Temple. Conocía sus defectos. Los
papas, como máximos soberanos de las órdenes militares, recibían
permanentemente quejas en contra de los caballeros, ya fuera de
gobernantes seculares como el rey Amalrico de Jerusalén en el
caso del crimen de los enviados asesinos cometido por los
Templarios o, con mayor frecuencia, del clero que sentía violados
sus derechos. Dado que la mayoría de los cronistas de la época
eran clérigos, como Guillermo de Tiro, probablemente brinden una
impresión exagerada del desprecio que la gente en general sentía
por el Temple.
Algunos de los cargos son absolutamente triviales: por ejemplo,
que el tañido de las campanas del complejo de los Hospitalarios en
Jerusalén molestaba al patriarca y confundía a los canónigos de la
iglesia del Santo Sepulcro. Otros derivan directamente de los
privilegios que los papas habían otorgado a las órdenes militares, en
particular la exención del pago de diezmos. En el iii Concilio de
Letrán, de 1179, se aprobó una serie de decretos que recortaban los
privilegios de las órdenes militares, anulados más tarde por el Papa.
En 1196, el papa Celestino III reprendió a los Templarios por romper
un acuerdo que habían pactado con los mismos canónigos del
Santo Sepulcro sobre la repartición de los diezmos; y en 1207, el
papa Inocencio III los amonestó por desobedecer a sus legados, por
explotar el privilegio de decir misa en las iglesias puestas bajo
interdicto y por admitir a cualquiera «dispuesto a pagar dos o tres
peniques para unirse a la confraternidad templaria [...] aunque esté
excomulgado», con el resultado de que adúlteros y usureros podrían
asegurarse un entierro cristiano. Estaban, se dijo, «exhalando su
codicia de dinero».227
Los que cuestionaron la existencia misma de las órdenes
militares fueron pocos. El abad cisterciense de l’Etoile, cerca de
Poitiers, un inglés llamado Isaac, predicó a mediados del siglo XII
contra la «nueva monstruosidad» de la nova militia, un término que
aludía al tratado de Bernardo de Clairvaux a favor de los Templarios,
De laude novae militiae, en el que denunciaba a aquellos que
usaban la fuerza para convertir a los musulmanes y se oponía a
considerar mártires a quienes morían mientras saqueaban a los no
cristianos. Más avanzado el siglo XII, otros dos ingleses, los
cronistas Walter Map y Ralph Niger, también cuestionaron el uso de
la fuerza para extender la religión cristiana. Walter Map, un enemigo
de los cistercienses, criticó a los Templarios por su avaricia y
extravagancia, contrastando esos vicios con la pobreza y caridad de
su fundador, Hugo des Payns.
El culto al secretismo que profesan los Templarios exacerbaba el
resentimiento que existía hacia ellos. En Tierra Santa había
justificadas razones militares para no revelar sus deliberaciones,
pero en Europa el motivo era más bien que no deseaban exponer
sus defectos. Era en el cabildo donde se confesaban las
transgresiones de los hermanos y se imponían las penitencias;
como la mayoría de las instituciones, los Templarios preferían
ocultar sus deficiencias, y hacia mediados del siglo XIII «las tres
órdenes [militares] tenían regulaciones que prohibían a los
hermanos hacer públicas las actas internas de la orden o dejar ver
copias de la regla a extraños».228 Una gran reserva rodeaba
también la ceremonia de ingreso a la Orden.
Una fuente de envidia era la evidente riqueza de la Orden del
Temple; una riqueza que, dadas las malas noticias que llegaban de
Tierra Santa, hacía dudar a muchos de estar dándole buen valor a
su dinero. A diferencia de las órdenes monásticas, los Templarios
sólo hacían contribuciones menores al bienestar del estado
medieval: uno de los primeros críticos de la Orden, Juan de
Würzburgo, admitía que daban limosnas a los pobres, pero no tan
generosas como los caballeros del Hospital. Al igual que con los
benedictinos y cistercienses, las donaciones pasadas y la eficiente
administración de bienes habían colocado al Temple y al Hospital
entre las corporaciones más ricas de los reinos de Europa
occidental. En el caso de los descendientes espirituales de Benito
de Nursia y Bernardo de Clairvaux, esa riqueza había conducido a
valiosos compromisos con sus ideales originales; el carisma de la
pobreza apostólica pasó a órdenes de frailes como la de los
franciscanos, finalmente corrompidos por su éxito.
A pesar de esa tendencia entre los religiosos, los Templarios
vivían con severa austeridad. Excepto en las capitales, o en los
territorios donde estuvieron en guerra, no gastaron dinero en
grandes castillos ni en iglesias ornamentadas: las comandancias
que aún se conservan, como la de Richerenches, parecen bastante
modestas, en especial si se las compara con el esplendor de las
fundaciones monásticas. Los edificios de sus comandancias y
preceptorías eran absolutamente prácticos: graneros donde
almacenar el cereal, establos para los caballos, dormitorios para
albergar a la aproximadamente media docena de hermanos allí
destacados, y modestas fortificaciones para mantener alejados a los
ladrones. Sus iglesias también eran humildes y debían simbolizar su
misión: el rasgo sobresaliente de las iglesias de los Templarios y
Hospitalarios era la rotonda, réplica de la iglesia del Santo Sepulcro
de Jerusalén. Ambas órdenes «rivalizaban al ser asociadas por la
opinión pública con la defensa del lugar de la Resurección».229
La opinión pública de las órdenes militares se limitaba a que
éstas eran ricas, y «a las mismas órdenes les costaba advertir a los
nuevos reclutas que la vida en las órdenes no era tan cómoda como
quizás su imaginación los llevaba a creer». Las acusaciones
directas de luxure «se reservaban a cluniacences y obispos».230 Un
cargo más importante contra los Templarios de Europa era que
todos reivindicaban las exenciones concedidas a la Orden, pero sólo
una pequeña proporción tomaba de hecho las armas contra los
infieles. La gran mayoría eran administradores de las más de 9.000
propiedades que a lo largo del tiempo la Orden había recibido de
benefactores devotos o de campesinos que trabajaban con ellos, los
«hombres» de los Templarios. El que estuvieran eximidos de la
justicia y las obligaciones feudales —exenciones de que disfrutaban
incluso esos miembros subordinados de la Orden— molestaba
inevitablemente a los señores feudales. Por lo general, como eran
las cortes reales las que confirmaban su estatus privilegiado, las
relaciones con los funcionarios oficiales eran cordiales; pero hubo
casos, por ejemplo en el Bulmer Hundred de Yorkshire, en que los
Templarios abusaron de sus privilegios al enrolar en la Orden a
ladrones y delincuentes impidiendo que los magistrados reales
efectuaran arrestos.
Al igual que los cistercienses, los Templarios administraban sus
propios bienes. En Inglaterra, tenían posesiones en puntos
extremos, como Penzance, al oeste, o en lugares remotos como la
isla de Lundy. En Lincolnshire y Yorkshire contribuyeron
significativamente al desarrollo de la agricultura, atrayendo reclutas
de las familias que habían legado su tierra. Las críticas a la Orden
eran contrarrestadas a menudo por los elogios, en particular de los
barones que volvían de las cruzadas. Un gran potentado del norte
de Inglaterra, Roger de Mowbray, conde de Northumberland, había
sido capturado por Saladino en Hattin, y los Templarios pagaron su
rescate. A su regreso, les expresó su gratitud con una serie de
donaciones.
La fama de probidad de los Templarios significaba que eran de
confiar tanto para guardar el dinero de otros como para transferirlo a
diferentes lugares. A través de los Templarios de Londres el rey
Enrique II instauró en Jerusalén un fondo para la cruzada que
resultó de suma utilidad en la época de Hattin. Los Templarios
prestaban además dinero a individuos y a instituciones, incluidos los
judíos, pero sus principales clientes eran reyes, y sus préstamos
sirvieron a menudo para evitar el colapso de las finanzas reales. De
manera fortuita, los Templarios se convirtieron así en los banqueros
de la cristiandad, al guardar en sus bóvedas no sólo las riquezas de
la Orden sino también los tesoros de los monarcas. El Temple de
París se convirtió en «uno de los centros financieros clave del
noroeste de Europa».231 Su gran torre principal, o donjon, que
serviría de prisión para el rey Luis XVI y la reina María Antonieta
durante la Revolución de 1789, habría tenido su equivalente en el
Temple de Londres, del que sólo se conserva su iglesia. Se estima
que en París vivían en el Temple unos cuatro mil hombres que
portaban la cruz de la Orden, aunque pocos de ellos vestirían el
hábito blanco del caballero propiamente dicho.
En el reino de Aragón, los reyes pedían a menudo préstamos al
Temple, y en Francia la Orden tenía dificultades para satisfacer las
demandas reales.232 Las instituciones eclesiásticas prestaban
dinero a la corona con más facilidad si el Temple era garante. En
Aragón, los préstamos se concedían bajo la garantía de un ingreso
proveniente de tierras o de un beneficio, y «a menudo se acordaba
que la Orden podía deducir parte de la suma recaudada para cubrir
sus gastos, como se permitía en el derecho canónico». Sobre
algunos préstamos cargaban un interés del diez por ciento, que era
«dos por ciento menos que el máximo permitido a los prestamistas
cristianos de Aragón, y la mitad de la tasa judía», y si bien «en
algunos casos los Templarios obtuvieron sin duda una ganancia
monetaria de los préstamos, en otras ocasiones parece que no fue
así».233
Entre los servicios financieros brindados por los Templarios
estaba la provisión de anualidades y pensiones. Con frecuencia, en
la donación de tierra o de dinero se estipulaba que la misma
aseguraría al hombre y a su esposa hasta que muriesen: «Había
pocas maneras de asegurarse la vejez o el bienestar de los
dependientes de uno, salvo haciendo una donación a una institución
eclesiástica.»234 Existía también el pago por un paquete de
beneficios temporales y espirituales: para la salvación del alma del
donante y la protección del Temple en una sociedad donde la
violencia era endémica, era importante tener una cruz templaria en
la propiedad de uno, se estuviera o no bajo la protección nominal de
un señor feudal.
Esa función de los Templarios como fuerza policial había sido, por
supuesto, contemplada por su fundador, Hugo de Payns: ahora
abarcaba desde escoltar peregrinos en Palestina hasta salvaguardar
las transferencias de efectivo. En julio de 1220 el papa Honorio III le
dijo a su legado Pelagio que no había nadie en quien confiara más
para transportar una fuerte suma de dinero.235 Los Templarios
trabajaban también como funcionarios: con frecuencia encontramos
a hermanos del Temple y del Hospital sirviendo a papas y reyes.
Como monjes, tenían la costumbre de la obediencia y, como célibes,
carecían de ambiciones dinásticas. Su estatus de caballeros les
otorgaba autoridad y los calificaba para asumir deberes militares:
por ejemplo, el papa Urbano IV puso a tres hermanos Templarios a
cargo de castillos en los Estados Pontificios; y en Acre, el Temple y
el Hospital eran los únicos cuerpos en que confiaban Ricardo
Corazón de León y Felipe Augusto. Por su talento financiero, los
reyes europeos solían nombrar a Templarios como limosneros
reales.
A pesar de la estructura unitaria de las órdenes militares, del voto
que hacían los caballeros de obediencia a su gran maestre y de su
fidelidad al Papa, parece haberse aceptado que hermanos de la
misma comunidad trabajaran para monarcas cuyos intereses
diferían entre sí, o eran distintos de los del Papa. En casi todos los
reinos europeos, Templarios y Hospitalarios suponían una fuente de
servidores públicos de confianza, y como tales estaban en posición
de ejercer influencia a favor de sus órdenes. El rey Juan de
Inglaterra, quien sucedió a su hermano Ricardo, había sido
excomulgado por el Papa y sin embargo tenía como consejero al
gran maestre templario de Inglaterra, Aimery de Saint Maur: era casi
el único hombre en quien Juan confiaba. Del mismo modo, el
emperador Federico II, en sus constantes conflictos con el papado,
era aconsejado y apoyado por el hermann de Salza, el gran maestre
de los caballeros teutónicos.
La presencia de Templarios entre los asesores de papas y reyes
pone en entredicho las críticas de Inocencio III a la Orden. A pesar
del orgullo y del ocasional abuso de sus privilegios, las órdenes
militares se habían vuelto indispensables para el gobierno papal de
la cristiandad, y recibían por lo tanto pleno apoyo del Papa. Así,
cuando el patriarca Fulcher de Jerusalén fue a Roma para persuadir
al sumo pontífice de que revocara algunos de los privilegios del
Hospital, no llegó a ninguna parte. El cronista Guillermo de Tiro
atribuye el hecho al soborno, pero parece más probable que la
actitud de la curia reflejase el creciente desencanto europeo con los
latinos de Outremer, y viera en las órdenes militares el medio más
efectivo para alcanzar los objetivos de la Iglesia. Del mismo modo,
los decretos aprobados por el iii Concilio de Letrán en los que se
recortaban los privilegios de las órdenes militares fueron revocados
por papas posteriores.236
Inocencio III fue más enfático aún en su defensa de los privilegios
y exenciones de los Templarios, e insistió en los derechos de la
Orden a construir sus iglesias, tener sus propios cementerios y
recaudar sus propios diezmos; además, advirtió al clero que no
interfiriese en los derechos de los Templarios aceptando diezmos
correspondientes a sus propiedades o poniendo sus iglesias bajo
interdicto. Denunció a obispos que habían encarcelado a Templarios
e insistió en que castigaran a todo el que robase una casa templaria.
Suspendió al obispo de Sidón por excomulgar al gran maestre del
Temple a causa de una disputa por los ingresos de la diócesis de
Tiberíades; renovó todos los privilegios otorgados al Temple por el
papa Inocencio II en su bula de 1139, Omne datum optimum; y, para
que viéramos de qué manera se expresaba el resentimiento popular
hacia los Templarios, condenó a todo el que atacara a un caballero
Templario y lo tirara de su caballo.
Por el hecho de que los papas tuvieran autoridad suprema sobre
las órdenes militares, parece extraño que sólo en una ocasión las
usaran en sus propias guerras: en 1267, el papa Clemente IV pidió
la ayuda de los Hospitalarios contra los germanos de Sicilia.237
Obviamente, si estaban al servicio de papas y reyes, se esperaba
que los caballeros pertenecientes a las órdenes militares tomaran
las armas para proteger el interés de sus señores, y hubo casos en
que los reyes de Aragón convocaron a los hombres de los
Templarios, e incluso a los mismos caballeros, para pelear contra
castellanos y franceses. Sin embargo, ésa era la excepción, no la
norma. «La corona se resistía claramente a usar a los Templarios
contra sus enemigos cristianos» y los Templarios eran reacios a ser
utilizados de ese modo: los reyes tenían que amenazar con fuertes
medidas para conseguir que sus llamamientos se obedecieran.238
Otras dos zonas en donde los Templarios entraron en conflicto
armado con pares cristianos fueron Chipre y Cilicia. El
levantamiento contra los Templarios en Nicosia, en 1192, había sido
sofocado por la fuerza y la Orden; incluso después de que la isla
fuera revendida a Guy de Lusignan, los Templarios seguían teniendo
la fortaleza de Gastria, al norte de Famagusta, posesiones
fortificadas en Yermasoyia y Khirokitia, y una casa fortificada en
Limassol. En Cilicia, la Orden llegó a las manos con León, el
príncipe de la pequeña Armenia, por la fortaleza de Gaston, que
dominaba Antioquía desde las montañas Amanos.

En los dos conflictos principales entre cristianos durante ese


período, los Templarios sólo estuvieron involucrados de forma
marginal. El primero fue la cuarta Cruzada, que partió en respuesta
al requerimiento de ayuda a Tierra Santa hecho por el papa
Inocencio III al asumir su cargo; estuvo encabezada, al igual que la
primera, por un grupo de líderes secundarios con experiencia en las
cruzadas, como el conde Luis de Blois, el conde Balduino de
Flandes y el conde Teobaldo de Champagne.
Desde la muerte del emperador Barbarroja en Anatolia, la ruta
terreste a Oriente se consideraba infranqueable; por lo tanto, los
enviados de esos líderes fueron a Venecia para organizar un viaje
por mar. El dux de Venecia, Enrico Dandolo, aunque anciano,
estaba en plenas facultades: acordó que, por la suma de 85.000
marcos de plata, la república suministraría una flota de cincuenta
galeras y transportaría a 4.500 caballeros, 9.000 escuderos y 20.000
soldados de infantería con sustento para un año. La fecha de partida
se fijó para doce meses más tarde.
El objetivo aparente de la expedición era liberar Jerusalén,
porque en esta ocasión, como en la época de la primera Cruzada,
los cristianos occidentales sólo arriesgarían sus vidas por Tierra
Santa: pero en una cláusula secreta del tratado se convenía que la
cruzada atacaría Egipto. A partir de la tercera Cruzada, los líderes
latinos, tanto de Europa como de Outremer, coincidían en que nunca
podría asegurarse Jerusalén mientras estuviera amenazada por El
Cairo. No obstante, los venecianos, que mantenían lucrativos
vínculos comerciales con los ayubíes de Egipto (sultanes
descendientes de Ayub, el padre de Saladino) probablemente no
tuvieran la menor intención de ayudar en el asalto.
El conde Teobaldo de Champagne murió a principios de 1201 y el
alto mando de esa nueva expedición eligió como nuevo líder al
marqués Bonifacio de Montferrat. Pero en la fecha fijada para la
partida sólo se habían reunido en Venecia unos diez mil hombres, y
había un déficit de 35.000 marcos en la suma prometida a los
venecianos. Los venecianos se negaron a rebajar el precio, pero
acordaron aceptar a cambio la ayuda del ejército cruzado para
ocupar la ciudad de Zara, sobre la costa dálmata, en route hacia
Oriente. La ciudad pertenecía al rey cristiano de Hungría, y muchos
de los cruzados se opusieron, entre ellos al abad cisterciense de
Les-Faux-de-Cernay y un barón francés, Simón de Montfort. Sus
objeciones fueron rechazadas. Zara fue tomada. Inocencio III estaba
tan indignado por ese ataque a un rey cristiano que excomulgó a
todo el ejército; pero, frente al colapso de la cruzada, rescindió la
sentencia.
Mientras el ejército cruzado pasaba el invierno en Zara en espera
de continuar viaje en primavera, se presentó ante sus jefes un
príncipe griego, Alejo IV Angelo, que tenía derecho al trono
bizantino. Propuso que, si el ejército occidental le restituía el trono a
su padre, él podría garantizar una unión de las iglesias ortodoxa y
católica, generosas subvenciones y diez mil soldados bizantinos
para unirse a la cruzada. La idea atrajo al dux, Enrico Dandolo, y a
Bonifacio de Montferrat, pero fue rechazada por los mismos que se
habían opuesto al ataque de Zara: Simón de Montfort y el abad de
Les-Faux-de-Cernay. Una vez más, fueron ignorados, y en
consecuencia abandonaron la cruzada.
La restauración de un gobernante legítimo era una causa justa en
el canon del derecho feudal, y se convenció a los obispos que
acompañaban a la cruzada de que la apoyaran; pero cuando en
junio de 1203 la flota llegó a Calcedonia, frente a Constantinopla,
había otras emociones menos encomiables en la mente de los
guerreros latinos. Los franceses recordaban la ordalía soportada por
el rey Luis VII y los caballeros de la segunda Cruzada cuando
atravesaron Anatolia en 1148, que el rey había achacado a la
perfidia de los griegos; y Enrico Dandolo tenía sus propias razones
para aborrecer a los griegos: se había quedado ciego durante los
pogroms contra los latinos de Constantinopla, en 1182.
El recuerdo de esa atrocidad todavía era vívido en la mente de
los latinos: podemos ver sus efectos en la historia de Guillermo,
arzobispo de Tiro. Al principio, su única crítica a los bizantinos era
su debilidad para defender los Lugares Santos, pero los considera
aliados valiosos contra los sarracenos. Después del pogrom de
1182, sus ilusiones se hacen añicos; decide que se ha equivocado
sobre «los falsos y traicioneros griegos» cuyos «pseudo monjes y
sacrílegos sacerdotes» no sólo son cismáticos sino herejes239, el
epíteto más condenatorio que un hombre de la Iglesia medieval
podía concebir.
Sobre ese odio latente estaba «la notoria codicia de botín del
soldado medieval»,240 algo que para quienes viven en una época
de ejércitos bien pagados y hasta mimados resulta más censurable
de lo que parecía en aquel momento. No se trataba sólo de que la
pasión bárbara por el saqueo todavía era fuerte en la psique
francesa, sino también de que todas las campañas militares tenían
hasta cierto punto que subvencionarse ellas mismas. Lo que
Inocencio III no había apreciado era que, pese a su impuesto al
clero, los costes de la cruzada excedían prácticamente los recursos
de los reyes más acaudalados. Al dar el visto bueno a potentados
menores, como los condes de Blois, Flandes y Champagne, tal vez
buscó conservar sobre la expedición una cuota de control mayor
que si hubiera esperado a los reyes de Inglaterra y Francia; pero,
como había quedado demostrado en la conquista de Zara, su
control era débil y la cruzada no tenía buenos cimientos.
Es obvio también que en ésta, como en todas las demás
cruzadas, la motivación penitencial se combinaba con la esperanza
de muchos de los participantes de salvar su alma y hacer fortuna:
era plenamente aceptado por todos los involucrados en esos
incesantes conflictos que el riesgo debía tener su recompensa. Pese
a ello, sin embargo, no cabe ninguna duda de que lo que siguió a
continuación fue «una empresa escandalosa»,241 aun cuando no
quede claro a quién corresponde la culpa. En junio de 1203, poco
después de su llegada, los cruzados atacaron las afueras de
Constantinopla, ocuparon el suburbio de Galeta y rompieron la
cadena que protegía la entrada al puerto de la ciudad, el Cuerno de
Oro. El 17 de julio iniciaron el asalto a Constantinopla propiamente
dicha, pero fueron repelidos por la guardia varangiana del
emperador*. Sin embargo, eso fue suficiente para asustar y hacer
huir al emperador Alejo III y poner en el trono al candidato de los
cruzados, Isaac Angelo.
Despreciado por los griegos, que lo consideraban títere de los
latinos, el nuevo emperador no pudo recaudar el dinero prometido a
los cruzados, y en enero de 1204 fue depuesto y asesinado, al igual
que su hijo, por la enfurecida población. El emperador que lo
reemplazó, Alejo V Ducas, gozaba de la simpatía de los griegos,
pero se ganó la enemistad de los cruzados. El 12 de abril de 1204
éstos atacaron la ciudad y la invadieron en menos de un día. La
antigua y hasta entonces no conquistada capital del Imperio romano
fue sometida a la matanza de sus habitantes y al saqueo de sus
tesoros. Las más buscadas fueron las reliquias, que, como imanes
para atraer peregrinos a las iglesias de Europa, valían mucho más
que su peso en oro. Uno de los cronistas del saqueo de la ciudad,
Gunther de Pairis, describe cómo un abad latino, al encontrar el
depósito de las reliquias de la iglesia de Cristo el Pantócrata
después de amenazar a un sacerdote griego con matarlo si no le
decía dónde estaban escondidas, «llenó los pliegues de su túnica
con el sagrado botín de la iglesia que luego, contento, llevó hacia el
barco».242
No sólo fueron repartidos entre los conquistadores latinos los
tesoros de Constantinopla sino también los del Imperio bizantino. El
16 de mayo, Balduino de Flandes fue coronado emperador en la
catedral de Hagia Sofía y recibió tierras en Tracia, territorios de Asia
Menor y algunas de las islas Cícladas. Bonifacio de Montferrat fundó
un reino en Tesalónica, mientras los venecianos se hacían cargo de
las posesiones bizantinas en la costa adriática, las ciudades de la
costa del Peloponeso, Eubea, algunas de las islas jónicas y Creta.
Constantinopla fue además subdividida en sectores, y a los
venecianos se les concedió casi la mitad de la ciudad. Enrico
Dandolo no sólo se había tomado revancha; también había
establecido el control veneciano sobre las rutas comerciales desde
el Adriático hasta el mar Negro.
Ninguno de los que habían partido a las órdenes de Bonifacio de
Montferrat prosiguió a Tierra Santa. Todos se quedaron para
reivindicar su derecho a feudos sobre el cadáver del Imperio
bizantino. Desde entonces, los posibles reclutas de entre los
caballeros sin tierra de Europa occidental, que acaso hubieran
buscado su fortuna en Siria y Palestina, eran desviados por las
mayores oportunidades que representaban los feudos de Grecia.
Por lo tanto, no fueron sólo los griegos bizantinos quienes sufrieron
por la conquista de su imperio, sino también los atribulados
cristianos de Tierra Santa en cuya ayuda habían partido los
cruzados. Hasta los Templarios, aunque tuvieron un papel
insignificante en la cuarta Cruzada, tomaron parte en la conquista de
Grecia central entre 1205 y 1210.243 Junto con los Hospitalarios y
los caballeros teutónicos, adquirieron tierras en el Peloponeso y,
«aunque el servicio militar que debían era nominal»,244
contribuyeron «en la defensa del Imperio latino de
Constantinopla».245

Producido poco después de la conquista de Bizancio, el segundo


conflicto de importancia entre cristianos fue la cruzada albigense,
llamada así por la ciudad de Albi, en el suroeste de Francia. Albi era
el centro de los cátaros, una secta herética establecida en los ricos
territorios que se extienden desde el río Ródano hasta los Pirineos,
conocidos como Languedoc por el distintivo dialecto francés (la
langue d’oc) desarrollado en la región. Los orígenes de la doctrina
cátara se encuentran en la antigua religión persa del zoroastrismo,
según la cual sostenía que había dos dioses: una deidad benévola
cuyo reino era espíritu puro, y una deidad malévola que había
creado el mundo material. Todo lo material era por lo tanto
intrínsecamente perjudicial y la salvación radicaba en emanciparse
de la carne. El budismo, el estoicismo y el neoplatonismo mostraban
una cierta afinidad con esa condena de la materia, mientras que el
cristianismo, pese a estimar el ascetismo, sostenía que Dios no sólo
había aprobado su creación material sino que, en Jesús, se había
hecho parte de esa creación material como el Verbo hecho carne.
Los conceptos dualistas determinaron la creencia de los
cristianos desde que nació la Iglesia. Parte de su atractivo radicaba
en la solución que planteaban al eterno dilema: ¿Por qué, si el
Demonio era creación de Dios, Dios le permitía seguir existiendo?
La condena de la carne y de todas las pasiones bestiales y egoístas
que ésta engendraba parecía estar de acuerdo con la enseñanza de
Cristo. Para los dualistas, el celibato no era un asunto de elección.
Todo intercambio carnal era malo, y tener hijos era cooperar con el
Demiurgo o demonio en la perpetuación de la materia. Marción, por
ejemplo, un cristiano herético del siglo II, prohibía el matrimonio y
exigía el celibato como condición para el bautismo.
En el siglo III, el persa Mani enseñó que para evitar el contacto
con el mal del mundo material no había que trabajar, pelear ni
casarse. Tras ser martirizado por la jerarquía zoroástrica en 276 a
causa de sus creencias, las ideas de Mani pasaron de Persia al
Imperio romano y ganaron conversos, como el joven Agustín de
Hipona. En el siglo v, una pujante comunidad de maniqueos, los
paulicianos, se estableció en Armenia. Se hicieron suficientemente
poderosos como para provocar que los emperadores bizantinos
enviaran expediciones militares contra ellos y, en el siglo x, los
deportaran en masse a Tracia, en el norte de Grecia. Desde allí, sus
ideas se expandieron a Bulgaria y fueron adoptadas por los
seguidores de un sacerdote eslavo llamado Bogomil, que fundó una
Iglesia dualista en los Balcanes. Como los paulicianos, los
bogomilos rechazaban el Antiguo Testamento, el bautismo, la
eucaristía, la cruz, los sacramentos y toda la estructura visible de la
iglesia. También pensaban que tener hijos era colaborar con el
demonio en la perpetuación de la materia, y algunos lo evitaban
mediante la práctica del sexo anal: la palabra bugger20* procede de
«búlgaro».
Pese a la persecución de los emperadores bizantinos, la iglesia
bogomila sobrevivió hasta la conquista otomana de los Balcanes,
cuando muchos de los bosnios bogomilos se convirtieron al
islamismo. Las fuerzas de la primera Cruzada encontraron algunos
bolsones de paulicianos en las cercanías de Antioquía y Trípoli; y es
posible que numerosos cruzados, a su regreso de Oriente, llevaran
ideas dualistas a Europa occidental. Se detectaron en territorio natal
de los cruzados, como Flandes, Renania y Champagne, y fueron
vigorosa y efectivamente reprimidas.
En el sur de Europa, las teorías dualistas tenían que competir con
otras ideas no ortodoxas, en particular las de un mercader de Lyon
llamado Pedro Valdés, quien, aunque no era dualista, no aceptaba
que la gracia sacramental fuese necesaria para la salvación.
Condenaba la obscena riqueza del clero, y abandonó esposa y
posesiones para ir a vivir como un eremita. Su idea de la pobreza
como virtud primordial no difería mucho de la de Francisco de Asís,
y se ha dicho que si los hombres devotos de la época «eran
reverenciados como santos o excomulgados como herejes parecía
ser en gran parte una cuestión accidental».246 Obviamente, no
siempre era fácil distinguir entre el fervor por la reforma, el
anticlericalismo y el fomento de ideas adversas a la doctrina
cristiana; pero el éxito del Islam había mostrado lo que podía pasar
cuando las ideas heréticas no encontraban obstáculos y eran
explotadas por una clase social emergente. El mayor apoyo para
aquellos que atacaban la riqueza de la Iglesia provenía de la
naciente clase de los mercaderes de Lombardía, Languedoc y
Provenza.
En Languedoc hubo otros factores que favorecieron la expansión
de la religión cátara. Del mismo modo que Bernardo de Clairvaux
había visto al predicar contra Enrique de Lausanne, la Iglesia estaba
en una condición deplorable, con sacerdotes y obispos negligentes,
codiciosos e ignorantes, más preocupados por trasquilar que por
proteger a sus rebaños. Al mismo tiempo, el contacto con las ideas
islámicas a través del comercio con la España musulmana y el
importante papel que desempeñaban los judíos en la economía de
la región crearon un clima de tolerancia hacia otras creencias. Había
un control menos centralizado porque muchos de los principados
menores eran tenidos como propiedades, no como feudos. E incluso
los barones que poseían feudos no contaban sólo con un señor
feudal: algunos procedían del conde de Toulouse, otros de los reyes
de Aragón y hasta, en teoría, del emperador germano. El
anticlericalismo era común. Mucha de la riqueza de la que disfrutaba
el clero corrupto había sido donada por los antepasados de la
nobleza terrateniente que, viéndola ahora en manos a todas luces
indignas, hacía lo posible por recuperarla. Eso puso a los nobles en
permanente conflicto tanto con los obispos locales como con el
Papa. Y no sorprende entonces que una religión que consideraba
superfluo al clero tuviese un fuerte atractivo.
Lo que a primera vista parece incongruente es que «una sociedad
turbulenta, rebelde y egoísta»,247 acaso la más instruida, culta y
hedonista de Europa —un refugio para jongleurs y troubadours, los
poetas del amor cortesano— se haya mostrado tan receptiva al
sombrío dualismo de los cátaros. Pero debe recordarse que sólo
algunos de ellos, conocidos como los parfaits, llevaban una vida de
ascetismo sobrehumano: para la masa de credentes, los meros
creyentes, la doctrina cátara significaba que sólo era necesario un
sacramento para la salvación, y que éste, el consolamentum21*, que
limpiaba todos los pecados, hacía innecesario esforzarse por ser
virtuoso hasta el momento de enfrentar la muerte. La religión de los
cátaros admitía además a las mujeres: a las mujeres parfaites se les
concedía la misma reverencia que a sus pares varones. Como
expresaría un sacerdote francés, Les hommes font les hérésies, les
femmes leur donnent cours et les rendent immortelles («Los
hombres inventan las herejías, las mujeres les dan curso y las
hacen inmortales»).248

En 1167, el «papa» griego de los cátaros de Constantinopla,


Niquinta, presidió un concilio de fieles en las afueras de Saint-Félix-
de-Caraman, una población cercana a Castelnaudary, en
Languedoc. Para esa época, Albi ya tenía su obispo cátaro, y se
nombraron entonces obispos en Toulouse, Carcassonne y Agen.
Los obispos católicos de Languedoc, horrorizados por la expansión
de esa secta herética, trataron de contrarrestarla con debates
públicos, pero sin resultado. Los informes de su crecimiento y
afianzamiento llegaron a Roma. Cuando un fervoroso castellano,
Domingo de Guzmán, el abad de los canónigos de la catedral de
Osma, llamó al papa Inocencio III en 1205 pidiéndole permiso para
predicar el Evangelio a los paganos del Vístula, Inocencio aceptó su
misión, pero la redirigió al sur de Francia. Dos años antes había
apelado a los cistercienses para reconvertir a los cátaros; pero los
monjes, a pesar de sus mejores esfuerzos, habían fracasado.
Domingo, siguiendo a los parfaits su propio juego, adoptó un
estilo de vida de abyecta pobreza y rigurosa mortificación. Se unió a
los cistercienses predicando la fe católica ortodoxa y debatiendo con
los teólogos cátaros. Una vez más, la persuasión fracasó. Inocencio,
que advertía con toda claridad las graves deficiencias del clero
católico de Languedoc, depuso a siete obispos de la región
reemplazándolos por cistercienses incorruptibles y reclamando
insistentemente a los condes de Toulouse que tomaran medidas;
pero los condes eran reacios y probablemente incapaces de
hacerlo, porque las raíces de la doctrina cátara habían calado
hondo. Demasiados católicos tenían hermanos, hermanas o primos
cátaros considerados de vida ejemplar.
La jereraquía católica observaba con desazón el triunfo de esa
creencia herética. No se trataba simplemente de que la doctrina
cátara eliminaba su raison d’être, aunque eso bien pudiera haber
sido un factor de peso entre los prelados de Languedoc; se trataba
más bien de que las almas puestas por Dios a su cuidado estaban
siendo llevadas a la condena eterna. Los cátaros sentían un odio
especial tanto por la cruz, a la que consideraban blasfema por
representar el sufrimiento de la divinidad, como por la misa, a la que
consideraban sacrílega por pretender que en la consagración el pan
se convertía en la carne de Cristo. Más que convivir pacíficamente
con los cristianos, no se andaban con vueltas en su ambición de
destruir a la Iglesia: en 1207, los cátaros de Carcassonne
expulsaron al obispo católico de la ciudad.
En la Europa medieval, sin embargo, Iglesia y sociedad eran
colindantes; el año estaba marcado por los ayunos y fiestas del
calendario cristiano, y los sacramentos arbitraban la vida. Los votos,
que los cátaros condenaban, eran la base en la que se apoyaba
toda la estructura de la sociedad feudal. La apostasía llevaría a la
anarquía y socavaría las instituciones humanas esenciales. Que
esto no era una fantasía extravagante lo confirmaba la idea cátara
de que el matrimonio, en palabras de un apóstata herético, Rainiero
Sacchoni, era «un pecado mortal [...] tan severamente castigado por
Dios como el adulterio o el incesto».249
Tras el fracaso de repetidas campañas de persuasión, el papa
Inocencio llamó al principal gobernante de la región, Raymond VI,
conde de Toulouse, para extirpar la herejía por la fuerza. En 1205,
Raymond prometió hacerlo pero no cumplió su promesa. En 1207,
tras reunirse con Raymond en Saint-Gilles, Provenza, el legado
papal Pedro de Castelnau fue asesinado por un hombre del entorno
de Raymond. Esa afrenta impulsó a Inocencio III a proclamar una
cruzada. Siguieron entonces veinte años de guerra con masacres
indiscriminadas por ambas partes, que sólo terminaron cuando el
reino de Francia anexionó Languedoc. Los cátaros fueron
capturados y quemados, y algunos arrojaron dichosamente sus
cuerpos corrompidos a las llamas. La herejía fue por fin eliminada y
con ella desapareció lo que algunos historiadores consideran una
civilización excepcionalmente refinada y culta, y otros, «una
sociedad en un avanzado estado de desintegración, que todavía se
aferraba a la cáscara de una civilización que prácticamente había
desaparecido».250

El primer líder de la Cruzada albigense fue Simón de Montfort, el


mismo caballero del norte de Francia que había abandonado a
Bonifacio de Montferrat y los venecianos en Zara. En un momento,
todo el territorio de Languedoc estuvo a su disposición y, al igual
que los francos de Palestina o los normandos de Antioquía, pudo
haber fundado una dinastía mientras prestaba servicio a la Iglesia;
pero con la suerte cambiante de la guerra, ese trofeo se le escapó y
fue asesinado finalmente mientras sitiaba Toulouse.
Para la nobleza nativa, católica o cátara, la cruzada fue una
invasión de su suelo natal por un enemigo que venía del norte; y a
pesar del cambio continuo de lealtades, pelearon para defenderla.
Las lealtades feudales y los intereses políticos pasaron a
entremezclarse de modo inseparable con el fervor religioso,
conduciendo a alianzas paradójicas: el rey Pedro II de Aragón, tras
una importante victoria contra los musulmanes de España en las
Navas de Tolosa en 1212, fue asesinado al año siguiente mientras
luchaba contra Simón de Montfort en Muret.
¿Cuál fue el papel de las órdenes militares en esa guerra
sangrienta y fratricida? Tanto el Temple como el Hospital tenían
numerosas posesiones en la región. Raymond de Saint-Gilles,
conde de Toulouse, había sido uno de los líderes de la primera
Cruzada, y sus descendientes, así como los de sus vasallos, habían
dispuesto importantes donaciones a las órdenes militares, en
particular a los Hospitalarios. Por su parte, la preceptoría de Mas-
Deu, en Roussillon, era uno de los bastiones fundamentales del
Temple. Ambas órdenes estaban además fuertemente ligadas al
reino de Aragón y se comprometieron en la guerra contra el Islam en
España.
En nombre del Papa, Simón de Montfort declaró la guerra al
conde Raymond VI y al rey Pedro II de Aragón, apoyados por la
mayoría de los nobles de Languedoc, lo que ocasionó una división
de lealtades entre las órdenes religiosas. Por lo general, ambas
trataron de mantenerse neutrales y fueron reconocidas como tales
en el Tratado de París, que puso fin al conflicto. Cuando se vieron
arrastradas al conflicto, al parecer el Hospital tomó partido por
Raymond VI y Pedro II, y el Temple por los cruzados. Los
Templarios habían peleado junto a Pedro II en las Navas de Tolosa,
pero «todos respetaron sin reservas su obligación hacia el papa y la
Iglesia [...] La fidelidad de los Caballeros Templarios a Simón de
Montfort y a los cruzados nunca disminuyó»:251 en 1215,
encontramos a Simón de Montfort alojado en la casa templaria de
las afueras de Montpellier.
De cualquier modo, parece haberse aceptado que el primer
compromiso de los Templarios era la guerra contra el Islam en
Oriente; seguramente el papa Inocencio III no hizo ningún intento de
alistarlos contra los cátaros, y la fundación en 1221 de una orden
que seguía el modelo del Temple, la Milicia de la Fe de Jesucristo,
conducida por Conrado de Urach, parecería confirmarlo.
Posiblemente fue en la toma de Marmande donde se los vio con el
príncipe Luis como vasallos del rey de Francia, en la primavera de
1219, siendo testigos, si no participantes, de la matanza de sus
habitantes. En 1226, el rey Luis VIII de Francia, mientras sitiaba
Avignon, concedió plenos poderes en su ausencia a un caballero
Templario, el hermano Everardo, a quien envió a Saint-Antonin para
aceptar la rendición de la ciudad.252
La acusación de apoyo templario a los cátaros, que inspiraría una
serie de fabulosas teorías en los tiempos modernos, es menos
creíble que una acusación similar dirigida a los Hospitalarios,
aunque tampoco en ese caso hay evidencia de que éstos
demostraran alguna simpatía por la secta herética. Desde que se
convirtió en orden militar, el Hospital, tanto en Europa como en
Outremer, había tenido estrechos vínculos con los condes de
Toulouse. Había numerosas fundaciones hospitalarias en
Languedoc, mientras que en Siria, Raymond de Trípoli, un biznieto
de Raymond IV de Toulouse, le había dado al Hospital la gran
fortaleza de Krak des Chevaliers. Durante la cruzada albigense, por
lo tanto, su simpatía tendía a inclinarse por los descendientes de
sus benefactores, con los cuales los mismos caballeros —a
diferencia de los caballeros del Temple— solían estar
emparentados. Vemos así cómo algunos de los más valientes
defensores de los cátaros, que pedían recibir el consolamentum
impartido por sus parfaits, también hacían donaciones al Hospital y
querían ser admitidos como confrères, sugiriendo que o bien tenían
muy pocos conocimientos de teología, o estaban protegiendo sus
apuestas.
El Hospital se benefició de sus vínculos con los enemigos de la
cruzada. Tras la muerte de Simón de Montfort en el sitio de
Toulouse, y la retirada de los cruzados, los obispos católicos y los
cistercienses dejaron la región, y los Templarios abandonaron su
preceptoría de Champagne; pero los Hospitalarios y los
benedictinos se quedaron: los benedictinos de Alet fueron más tarde
desalojados de su abadía, acusados de complicidad con los
cátaros.253 Probablemente la más abierta demostración de sus
lealtades vino con la muerte del rey Pedro II de Aragón en la batalla
de Muret: los Hospitalarios pidieron y obtuvieron permiso para retirar
su cadáver del campo. Asimismo, admitieron a Raymond VI como
confrère y a su muerte, en 1222, se hicieron cargo de su cuerpo,
que, como el de un excomulgado, no podía enterrarse en suelo
consagrado. El cuerpo permaneció fuera del priorato de los
Hospitalarios mientras Raymond VII solicitaba ante sucesivos papas
para que pudiese ser enterrado en la capilla. Todavía permanecía
allí en el siglo XIv, pero para el siglo XVI «las ratas habían
destrozado el ataúd de madera y los huesos de Raymond habían
desaparecido».254
223 A. Bothwell-Gosse, The Templars, Londres, 1918, p. 11. Otra
versión es que Ricardo «casó» esos vicios con las órdenes
religiosas cuando el predicador Foulques de Neully le ordenó
abandonarlos. Véase Runciman, A History of the Crusades, vol. 3,
The Kingdom of Acre, p. 109n.
224 Duffy, Saints and Sinners, p. 110.
225 Tyerman, The Invention of the Crusades, p. 89.
226 Norman Housley, en The Oxford Illustrated History of the
Crusades, p. 266.
227 Citado en Peter Partner, The Murdered Magicians: The
Templars and their Myth, Oxford,1982, p. 30.
228 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
102.
229 Michael Gervers, «Pro defensione Terre Sancte: The
Development and Exploitation of the Hospitallers' Landed Estate in
Essex», en Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith
and Caring for the Sick, p. 5.
230 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
131.
231 Barber, The New Knighthood, p. 267.
232 Forey, The Templars in the Corona de Aragon, p. 349.
233 Ibíd., p. 351.
234 Ibíd., p. 48.
235 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
21.
236 Peter W. Edbury y John Gordon Rowe, William of Tyre,
Cambridge, 1988, p. 128.
237 Alan Forey, en The Oxford Illustrated History of the Crusades,
p. 213.
238 Forey, The Templars in the Corona of Aragon, p. 136.
239 Edbury y Rowe, William of Tyre, p. 148.
240 Mayer, The Crusades, p. 188.
241 Ibíd., p. 189.
242 Citado en Ibíd., p. 191.
243 Peter Lock, «The Military Orders in Mainland Greece», en
Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring
for the Sick, p. 333.
244 Norman Housley, The Later Crusades, 1274-1580, Oxford,
1992, p. 153.
245 Forey, The Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 189.
246 Jonathan Sumption, The Albigensian Crusade, Londres,
1978, p. 38.
247 Zoe Oldenbourg, Massacre at Monségur, traducido por Peter
Green, Londres, 1961, p. 27.
248 Père D'Avrigny, citado en Ronald Fox, Enthusiasm, Oxford,
1950, p. 319.
249 Citado en Sumption, The Albigensian Crusade, p. 53.
250 Ibíd., p. 31.
251 Raimonde Reznikov, Cathares et Templiers, Portet-Sur-
Garonne, n.d. p. 21.
252 Ibíd., p. 13.
253 Ibíd., p. 46.
254 Sumption, The Albigensian Crusade, p. 208.

20*Bugger significa en inglés «sodomita». (N. del T.)


21* O bautismo del Espíritu Santo, mediante la imposición de
manos, recibido a menudo ante la proximidad de la muerte. (N. del
T.)
11

Federico de Hohenstaufen

En 1213, el papa Inocencio III publicó una bula, Quia maior, por lo
que llamaba a una nueva cruzada contra los sarracenos de Oriente.
Una serie de factores sugerían que el momento era propicio: Simón
de Montfort estaba en la cúspide de su trayectoria en Languedoc, se
había derrotado a un ejército musulmán en las Navas de Tolosa, y el
extraordinario fenómeno de la cruzada de los niños, en el que siete
mil jóvenes de Francia y de Renania habían partido a liberar el
Santo Sepulcro, aunque mal concebido, desventurado y
desalentado por la Iglesia, había demostrado la fuerza del
entusiasmo popular por la causa de una guerra santa.
Incluso la escandalosa desviación de la cuarta Cruzada a
Constantinopla le parecía al Papa un mal que encerraba un bien:
todas las potencias de la cristiandad estaban unidas bajo su mando.
Hasta las desventajas, como los continuos conflictos entre los
Capetos y los Plantagenet en Francia, y los Güelfos y los
Hohenstaufen en Germania, sirvieron a los fines de Inocencio al
eliminar a todos los rivales en el comando de la cruzada. Su
llamamiento fue repetido por los 1.300 obispos que se reunieron en
Roma para el iv Concilio de Letrán en 1215, y se tomaron
importantes medidas legales y administrativas para recaudar el
dinero con el que financiar el proyecto, incluyendo la extención de la
indulgencia, que abarcaría ahora no sólo a aquellos que pelearan
sino también a aquellos que pagaran. Esto posibilitaba que las
mujeres tomasen la cruz a través de donaciones y legados.255 Las
mujeres fueron usadas también para persuadir a sus esposos de
unirse a la misión: Jaime de Vitry, a quien unos genoveses le
requisaron caballos para una excursión militar, sermoneó en cambio
a sus mujeres. «Los burgueses se llevaron mis caballos y yo
convertí en cruzados a sus mujeres.»256 El dinero recaudado era
depositado en una cuenta manejada por el hermano Haimard, el
tesorero del Temple de París.
Inocencio murió en 1216, antes de ver concretados sus planes.
Con el mismo entusiasmo los asumió su sucesor, el cardenal
Savelli, quien adoptó el nombre de Honorio III. De avanzada edad
en el momento de ser elegido, Honorio no poseía la capacidad de
liderazgo y empuje de Inocencio. No obstante, la nueva cruzada ya
tenía su propio impulso: las caballerías de Francia e Inglaterra
podían estar distraídas por las guerras de sus reyes y la represión
de herejes, pero contingentes de austríacos y húngaros se reunieron
en Spoleto para ser transportados por los venecianos a Palestina.
Por aquel entonces, el rey de Jerusalén era ahora un anciano
caballero de Champagne, Juan de Brienne. Que fuera el mejor
candidato disponible para la princesa María, la heredera del reino,
era, para la nobleza europea, una señal de la mala situación de
Outremer. Cuando se casaron, en 1210, él tenía sesenta años y ella
diecisiete. Dos años más tarde, María murió tras dar a luz a una hija,
Isabella, conocida como Yolanda. Juan reinaba ahora como regente
de su hija, siguiendo una prudente política con el hermano y sucesor
de Saladino, al-Adil. En 1212, por mutuo interés, renovaron la
tregua. Cuando el rey Andrés llegó en 1217 con su contingente de
húngaros, se hicieron algunas incursiones en territorio musulmán sin
ningún resultado significativo. Tras haber cumplido sus votos, los
húngaros regresaron a casa por Anatolia llevando de vuelta una
serie de reliquias, entre ellas la cabeza de san Esteban y una de las
jarras de las bodas de Caná.
En Tierra Santa, los peregrinos húngaros y austríacos habían
ayudado a los Templarios y a los Caballeros Teutónicos a construir
una nueva fortaleza en Atlit que, en homenaje a su contribución, fue
llamada castillo Peregrino. Construido sobre un promontorio en la
costa al sur de Haifa para proteger el camino —así como los
viñedos, los bosques de frutales y los campos cultivados de la
localidad, vulnerables a los ataques musulmanes—, era una
formidable fortaleza con un foso y una doble muralla en el flanco
que daba al interior. El dominico germano Burchard de Monte Sión
consideró «tan fuertes y almenadas las paredes y murallas y
barbacanas, que ni el mundo entero podría conquistarla».257 Dentro
de las murallas había tres grandes salones y una iglesia templaria
con su rotonda. Según el cronista Oliver de Paderborn, la fortaleza
almacenaba suficientes provisiones para alimentar a 4.000
combatientes.
En abril de 1218 llegó a Acre una flota frisia, que le proporcionó al
rey Juan los medios para invadir Egipto. La flota zarpó el 24 de
mayo, y el día 27 desembarcó en las costas del Nilo, frente a la
ciudad de Damietta. Allí montaron campamento y el 24 de agosto
lanzaron un exitoso ataque contra el fuerte que protegía la entrada
del río. El gran maestre Guillermo de Chartres, a cargo de un
importante contingente templario, murió de fiebre dos días más
tarde. Fue sucedido por un experimentado Templario «de carrera»,
Pedro de Montaigu, quien había sido maestre en Provenza y
España y había peleado en la batalla de Navas de Tolosa.
Establecida frente a Damietta una cabecera de playa, se sumaron
a los cruzados nuevos contingentes llegados de Europa, entre ellos
los de los condes franceses de Nevers y la Marche, los condes
ingleses de Chester, Arundel, Derby y Winchester, los obispos de
París, Laon y Angers, y el arzobispo de Burdeos; y por último, una
fuerza de italianos conducidos por el legado del papa Honorio, el
cardenal español Pelagio de Santa Lucía.
Pelagio, como legado papal, estaba ahora al mando. Era un
hombre enérgico y decidido, aunque petulante, sin tacto y
autocrático. El sitio de Damietta continuó durante el verano de 1219,
con la enfermedad cobrándose sus víctimas entre los cruzados.
Incapaz de expulsarlos, el sultán al-Kamil buscó acordar la paz y,
como prueba de sus buenas intenciones, le permitió a Francisco de
Asís, que estaba visitando a los cruzados, atravesar las líneas y
predicar para él y su campamento en Fariskur. Ambos se trataron
con exquisita cortesía, pero ninguno persuadió al otro de aceptar
sus creencias. Sin embargo, aunque no deseaba convertirse al
cristianismo, al-Kamil estaba dispuesto a sacrificar Jerusalén si los
cristianos levantaban el sitio de Damietta.
Ese ofrecimiento provocó una fisura en el campamento de los
cruzados: Pelagio y el patriarca de Jerusalén estaban en contra de
cualquier pacto con el infiel, mientras que el rey Juan, apoyado por
los barones de Palestina y de Europa, quería aceptarlo. Los grandes
maestres de las órdenes militares decidieron que Jerusalén no
podría ser sostenida a menos que los musulmanes cedieran
también Transjordania. Para al-Kamil, esa condición era inaceptable.
Los cruzados rechazaron en consecuencia sus términos y lanzaron
un exitoso ataque a Damietta: su guarnición y sus habitantes
estaban muy debilitados para oponérseles.
Establecidos en Damietta, los cristianos aguardaban ahora el
arribo de un ejército conducido por el emperador germano, Federico
II de Hohenstaufen, antes de continuar remontando el Nilo. En 1221
llegó el duque Luis de Bavaria con 500 caballeros, supuestamente la
vanguardia del ejército de Federico. Al ver que no había más
refuerzos en camino, Pelagio ordenó el avance a Egipto, pese a los
recelos de Juan de Brienne y de aquellos Templarios a cuyo juicio
los recursos de los cruzados se hallaban al límite y no eran
suficientes para emprender la conquista de Egipto. Sus objeciones
fueron desestimadas. El ejército cruzado marchó por la ribera del
Nilo hacia Mansurah, adonde llegaron una semana más tarde.
Mientras se instalaban en las afueras de la ciudad, los contingentes
del ejército de al-Kamil se acercaron por detrás y varios barcos
egipcios partieron del lago Manzalah para cortar la retirada de los
cristianos. Los cruzados habrían podido abrirse paso peleando si los
egipcios no hubiesen abierto las compuertas e inundado el terreno
que aquéllos debían cubrir. Fueron, como el gran maestre templario
escribió más tarde al preceptor templario de Inglaterra, «atrapados
como peces en una red».258
Literalmente empantanado en las ciénagas del delta, Pelagio no
tenía otra opción que pedir la paz. Damietta fue abandonada y el
ejército latino se embarcó a Acre sin haber logrado nada. La única
concesión que al-Kamil estuvo dispuesto a otorgarle a Pelagio fue la
devolución de la reliquia de la Vera Cruz tomada por su hermano
Saladino en Hattin; pero, cuando la mandó pedir para entregársela,
la más preciosa de todas las reliquias cristianas no pudo ser hallada.
La responsabilidad del fracaso de esta quinta Cruzada se le
atribuye invariablemente al terco e insensible cardenal Pelagio, y es
indudable que su naturaleza áspera hacía de él un comandante
poco satisfactorio y que el fervor religioso distorsionaba sus cálculos
estratégicos. Pero los ejércitos cruzados siempre fueron débiles
cuando no tenían un líder militar indiscutible. Ricardo Corazón de
León le había hecho frente a Saladino no sólo por su coraje y
carisma, sino porque era rey. Juan de Brienne también era rey, pero
su derecho al título de rey de Jerusalén era demasiado vago para
inspirar la lealtad de los barones europeos e incluso de Outremer;
en cuanto a Pelagio, muchos pensaban que su condición de clérigo
lo inhabilitaba para el mando. El único líder indiscutible a quien los
papas, sus legados y todos los príncipes feudales esperaron durante
toda la campaña fue el nieto de Federico Barbarroja, el emperador
Hohenstaufen, Federico II.

El 7 de setiembre de 1228, Federico de Hohenstaufen


desembarcó en Acre para asumir el mando de la cruzada, quince
años después de haber tomado la cruz. Tenía treinta y seis años y
ya se había labrado la extraordinaria reputación que le valdría el
título de stupor mundi et immutator mirabilis. Su padre, el emperador
Enrique VI, había muerto cuando él tenía tres años. Su madre, la
emperatriz Constanza, heredera del reino normando de Sicilia, lo
había llevado entonces a Palermo, donde falleció tan sólo un año
más tarde. Federico fue criado por tutores elegidos por el papa
Inocencio III, el custodio designado por Constanza. La falta de amor
familiar, junto con la mezcla de influencias normandas, griegas y
musulmanas que conformaban la cultura de la corte siciliana,
crearon un carácter peculiar en un espíritu excepcionalmente
cultivado. «Era un hombre hábil —escribió Salimbene, un
contemporáneo—, astuto, codicioso, disipado, malicioso y
malhumorado. Pero a veces, cuando quería revelar sus cualidades
buenas y refinadas, era alegre, ocurrente, encantador y
trabajador.»259 Sabía cantar y componer música, hablar alemán,
italiano, latín, griego, francés y árabe. Era un diestro jinete y experto
halconero. Salimbene lo describe como «un hombre apuesto, bien
formado, aunque de estatura media»; pero el cabello rojizo
heredado de su abuelo, Federico Barbarroja, y sus ojos ligeramente
saltones, no causaron una buena impresión a un observador
musulmán para quien, «si hubiese sido un esclavo, no hubiera
valido ni 200 dirhams».260
Al ser coronado en Frankfurt rey de Germania, en 1212, Federico
había jurado con ímpetu tomar la cruz. Eso no entraba en los planes
de su custodio, el papa Inocencio III, y fue por lo tanto
momentáneamente ignorado. Al año siguiente, Inocencio fue
sucedido por el tutor de Federico, Celsio Savelli, como Honorio III, y
Federico pareció ser en sus primeros años un hijo predilecto de la
Iglesia. Su chambelán era un caballero Templario, el hermano
Ricardo, quien anteriormente había servido al Papa desempeñando
la misma función. Sin embargo, la rivalidad natural entre los líderes
espirituales y laicos de la cristiandad se vio exacerbada por el hecho
de que Federico era rey de Germania y también de Sicilia. Hasta
ese momento, la seguridad de los Estados Pontificios, y por lo tanto
del papado, se había conseguido explotando la rivalidad de los dos
reinos para mantener de ese modo un equilibrio de poder. Ahora,
con la unión de los dos estados en la persona de Federico, se
cernía sobre Roma la amenaza del encierro.
Igualmente amenazante era el escepticismo desarrollado en la
mente del joven rey. A diferencia de los monarcas del norte de
Europa, cuya educación estaba limitada por el programa que fijaba
la Iglesia católica, Federico, gracias a su educación en Palermo,
estaba familiarizado con las ideas bizantinas y arábigas. Ambas
estaban más evolucionadas que el pensamiento latino y lo llevaron a
una tolerancia con sus seguidores que contrastaba marcadamente
con los sentimientos de los partidarios de otros reyes cristianos. El
trato indulgente de Federico para con los musulmanes de su reino
escandalizaba a algunos de sus contemporáneos católicos, pero
casi con toda seguridad provenía tanto de consideraciones prácticas
como ideológicas: los Templarios de España, por ejemplo, les
permitían a los musulmanes practicar su religión en las posesiones
templarias como un incentivo para mantenerlos en el lugar.
Para Federico, el que sus súbditos musulmanes dependieran de
su favor hacía que le inspiraran aún más confianza: tenía, por
ejemplo, un guardaespaldas sarraceno. Pero su tolerancia no era
una mera cuestión de cálculo: para un biógrafo admirador, «poseía
las cualidades inherentes al hombre verdaderamente cultivado de
cualquier época: una sincera y profunda valoración de las
potencialidades culturales del hombre, sin importar la raza o la
nacionalidad».261 Aunque también, como en cualquier época, había
una progresión natural de la tolerancia a la indiferencia, y de la
indiferencia al abierto escepticismo, y algunos de los
contemporáneos de Federico se preguntaban si éste creía o no en
Dios.
Por la oscura propaganda que le harían más tarde sus enemigos,
es difícil distinguir realidad de ficción: pero es significativo que
incluso sus contemporáneos musulmanes, como el cronista
damasceno Sibt Ibn al-Jawzi, pensaran que Federico era «casi
seguro un ateo».262 El católico Salimbene escribió también que «en
cuanto a la fe en Dios, no tenía ninguna» y que «si hubiera sido un
buen católico y amado a Dios y a su Iglesia, y a su propia alma,
habría tenido pocos pares entre los emperadores del mundo». Se
dijo que Federico se mofó de la Eucaristía —«¿Cuánto más durará
ese engaño?»— y del alumbramiento virginal de Jesús: «Los que
creen que Dios pudo haber nacido de una virgen son absolutamente
tontos... No se puede dar a luz a nadie cuya concepción no haya
estado precedida del coito entre un hombre y una mujer.» El
alumbramiento virginal de Jesús, sin embargo, también es un
dogma de la creencia islámica; y, a pesar de su amistad con los
musulmanes, Federico no mostraba por Mahoma mayor respeto que
por Cristo, al considerarlo junto a Moisés, uno de los «tres
impostores o embusteros del mundo».263
Aunque esas observaciones quizás hayan sido exageradas por
sus enemigos papistas, son coherentes con la impresión de sus
amigos musulmanes. En otras palabras, Federico no sintonizaba
con su época. Exhibía un espíritu científico más moderno que
medieval: en el prefacio de un tratado sobre cetrería, De arte
Venandi, escribió: «Nuestra intención en este libro es exponer [...]
esas cosas que son como son»; e insistió, en otro contexto: «No se
debe creer nada, salvo aquello que pueda ser probado por la
naturaleza y la fuerza de la razón.» El resultado fue una
combinación del rey Salomón, Isaac Newton y —si hay que creer a
sus contemporáneos— el doctor Mengele.
Lo del primero quedó demostrado por la forma en la que trató una
acusación hecha contra algunos judíos de Germania en 1235-1236,
a quienes se les imputaba el asesinato ritual de un niño cristiano:
inició una exhaustiva investigación que no sólo dio sus frutos en la
absolución de aquéllos sino en el decreto in favorem judaeorum.
Abolió además el juicio por ordalía de fuego al que Francisco de
Asís había ofrecido someterse para demostrar ante el sultán al-Adil
la verdad de la religión cristiana: «¿Cómo podría un hierro candente
ponerse tibio o frío —se preguntó Federico—, sin la intervención de
una causa natural?»
Al doctor Mengele lo encontramos en los experimentos que
supuestamente ordenó para probar ciertas hipótesis. Se encerró a
un hombre en un tonel de vino para ver si se podía observar el alma
abandonando el cuerpo cuando muriese. Dos hombres fueron
asesinados y luego eviscerados para estudiar los efectos
comparativos del sueño y el ejercicio. Se crió a unos niños en
absoluto silencio para descubrir si la lengua madre de la humanidad
era el hebreo, el griego, el árabe o el latín: «Pero trabajó en vano —
escribió Salimbene—, «porque todos los niños murieron.»264
Su moral sexual discrepaba sin ningún género de dudas de la
doctrina cristiana, aunque aquí una vez más es difícil distinguir entre
verdad, exageración y mentira. El apólogo papal, Nicolás de Carbio,
«experto en el arte de asesinar personajes»,265 lo acusó de
convertir las iglesias en burdeles y de usar un altar como lavatorio.
Escribió que Federico prostituía no sólo a muchachas sino también
a muchachos, satisfaciendo «un vicio vergonzoso siquiera de
pensarlo o mencionarlo, y más asqueroso de practicarlo». Según
Nicolás, Federico «divulgaba su vicio, el de Sodoma, abiertamente,
sin tratar de ocultarlo». Algunos eruditos, quizá con algo de
ingenuidad, han sostenido que esas dos pasiones suelen ser
incompatibles. Lo que no se discute es que Federico mantenía un
harén compuesto por huríes musulmanas y cristianas, y que
engendró una serie de hijos ilegítimos, entre ellos Manfredo, futuro
rey de Sicilia, y Violante, la condesa de Caserta.
Una vez que se libró del tutelaje de los papas, Federico aplicó sus
creencias racionales y seculares al gobierno de sus dominios. Tras
ser coronado emperador por el papa Honorio III en 1220, reemplazó
a los clérigos y sirvientes feudales de su administración siciliana por
abogados, y fundó una universidad en Nápoles para instruir a sus
funcionarios en los procedimientos legislativos y judiciales de la
antigua administración romana. El viejo Papa le había concedido la
corona imperial a su díscolo alumno como una forma de
comprometerlo con la cruzada, y no hay duda de que Federico tomó
con seriedad su deber, no porque le importara que Jerusalén
estuviese o no en manos de los cristianos, sino porque conducir una
cruzada confirmaría su estatus de soberano supremo de la
cristiandad. Al mismo tiempo émulo de los déspotas de la
antigüedad y precursor de los dictadores modernos, Federico
evitaba la virtud cristiana de la humildad y terminó creyendo en su
propio derecho divino, como emperador, a la autoridad suprema
ejercida por los emperadores romanos del pasado. «Desde nuestros
primeros tiempos —escribió—, nuestro corazón nunca cesó de arder
por el deseo de restituir su antigua dignidad al fundador del Imperio
romano y a su fundadora, Roma misma.»266
Esto inevitablemente lo ponía en conflicto con el papado, que
reivindicaba para sí la misma autoridad si no mayor, y también con
las ciudades de la Liga Lombarda controladas por Milán, que
valoraban su independencia: pero en 1221, convenía tanto a
Federico como a Honorio III que el emperador cumpliera su voto y
tomara la cruz. Una y otra vez Federico aplazó su partida. En 1223
falleció su esposa, Constanza de Aragón. Era considerablemente
mayor que él, pero le había sido de gran ayuda cuando se casaron
en 1209. Ahora que estaba en libertad de casarse de nuevo, le fue
propuesta como novia la princesa Yolanda de Jerusalén. Su padre,
Juan de Brienne, había ido a Europa para encontrarle marido, y
sugirió la unión el gran maestre de los Caballeros Teutónicos,
Hermann de Salza.
Tras negarse en un principio, Federico aceptó. La joven de
dieciséis años fue coronada en Acre reina de Jerusalén, y luego
partió hacia Europa, donde se casó con Federico en la catedral de
Brindisi el 9 de noviembre de 1225. A pesar de su fe en la razón,
Federico obedecía las predicciones astrológicas y pospuso gozar de
la joven novia hasta la mañana siguiente a la boda, momento
propicio para engendrar un hijo varón, según las estrellas.
Posteriormente sedujo a la prima de Yolanda y rompió la promesa
hecha a Juan de Brienne de que podría seguir gobernando como
regente de su hija, reclamando como esposo de Yolanda su propio
derecho a ser rey. Cuando se supo que Yolanda estaba encinta,
Federico la envió a su harén de Palermo donde la joven dio a luz a
un niño, Conrado, y falleció unos días más tarde.
En marzo de 1227 le llegó la hora de la muerte al papa Honorio
III. Fue sucedido por otro miembro de la familia Segni, Ugolino, que
tomó el nombre de Gregorio IX. Al igual que su tío, el papa
Inocencio III, Gregorio IX era abogado canónico y, como legado
papal, le había dado la cruz a Federico II en su coronación de 1220.
Profundamente espiritual, el amigo y defensor de Domingo de
Guzmán y Francisco de Asís era también, en contraste con el
apacible Honorio III, resuelto, inflexible, inusualmente enérgico y
políticamente hábil. En un tiempo amigo de Federico II, sospechaba
de sus intenciones y, cuando Federico hizo escala en Otranto
porque estaba enfermo, después de partir a Tierra Santa en agosto
de 1227 como había prometido, Gregorio lo excomulgó por no
cumplir su voto.
De hecho, el compañero de Federico, Ludovico IV, Landgrave de
Turingia, había muerto de una fiebre y es probable que Federico
padeciera la misma enfermedad. Recuperado al año siguiente,
prosiguió el viaje sin molestarse en esperar que el Papa levantara la
excomunión. Eso provocó una segunda excomunión. El uso al
parecer irrestricto de la sanción máxima de la Iglesia era un recurso
necesario para un Papa que creía su deber conservar la autoridad:
Gregorio IX aceptaba sin lugar a dudas la opinión de Bernardo de
Clairvaux en cuanto a que, si bien el emperador empuñaba la
espada temporal, sólo podría desenvainarla cuando el Papa se lo
ordenase.
Como consecuencia de esa segunda excomunión, Federico
encontró una cierta hostilidad entre el clero latino cuando llegó a
Acre en 1228. Al principio parecía que, al haber cumplido finalmente
su voto, pronto sería reconciliado con la Iglesia; pero Federico no
había mostrado ningún signo de arrepentimiento. Tras su partida,
había estallado la guerra en el sur de Italia entre las fuerzas
imperiales, comandadas por Reginaldo de Spoleto, y un ejército
papal conducido por el humillado ex suegro de Federico, el ex rey
de Jerusalén, Juan de Brienne.
Al patriarca de Acre le llegaron entonces unas cartas del papa
Gregorio en las que se confirmaba la sentencia de excomunión.
Esto derogaba la autoridad del emperador para dirigir la cruzada y, a
ojos de la Iglesia, anulaba los votos de fidelidad de sus vasallos. Las
fuerzas cristianas no eran numerosas —los barones de Outremer,
unos 800 caballeros peregrinos y 10.000 soldados de infantería— y
estaban divididas en dos facciones: una, leal al emperador; la otra, a
la Iglesia y al patriarca Geroldo. El gran maestre de los Caballeros
Teutónicos, Hermann de Salza, apoyaba a su amigo Federico, pero
el Temple y el Hospital se negaban a recibir órdenes de un
excomulgado.
Desde la perspectiva de Federico, esa división de las lealtades
latinas sólo habría importado si hubiese tenido en mente una guerra.
En realidad, la debilidad de las fuerzas a su disposición reforzó su
idea de obtener por la diplomacia lo que no podía ser tomado por la
fuerza. Los augurios eran buenos. Antes de dejar Sicilia, Federico
había recibido en su corte de Palermo al emir Fakhr ad-Din ibn as-
Shaikh, un emisario del sultán de Egipto, al-Kamil, el sobrino de
Saladino. El sultán ofrecía devolver Jerusalén a los cristianos a
cambio de ayuda militar contra sus enemigos del este. Federico
envió entonces al obispo de Palermo y a Tomás de Acerra a El Cairo
con valiosos obsequios y declaraciones de amistad; Fakhr ad-Din
regresó una vez más a Palermo y entabló una estrecha amistad con
Federico.
Para cuando Federico llegó a Palestina, las circunstancias habían
cambiado en el Imperio ayubí, y al-Kamil había adquirido plena
conciencia del daño que le significaría en el mundo islámico
devolver Jerusalén a los francos. Federico envió emisarios ante al-
Kamil, ahora en Nablus, para recordarle su promesa de someter
Jerusalén. Mientras al-Kamil se andaba con rodeos, Federico hizo
intentos esporádicos y totalmente infructuosos de afirmar su
autoridad. En un momento, trató de tomar posesión del castillo
Peregrino, pero los Templarios le cerraron las puertas en la cara. El
ánimo de la Orden para con el emperador posiblemente se vio
exacerbado por el favoritismo que éste había mostrado hacia los
Caballeros Teutónicos; y por la presencia entre los Templarios de un
grupo de caballeros de Apulia que se habían rebelado contra
Federico refugiándose luego tras el hábito blanco del Temple.
En noviembre de 1228, Federico decidió coaccionar a su amigo
al-Kamil mediante una demostración de fuerza. Partió de Acre en
dirección al sur. Los caballeros del Temple y del Hospital se negaron
a ponerse bajo sus órdenes, pero lo siguieron a un día de marcha.
Cuando el ejército llegó a Arsuf, Federico aceptó delegar su mando
a líderes que no estaban bajo impugnación de la Iglesia, y las
órdenes militares se unieron entonces a la fuerza principal.
Ni Federico ni al-Kamil querían una guerra, no sólo porque
Federico tenía un ejército insuficiente y al-Kamil estaba sitiando
Damasco, sino porque eran hombres de espíritu similar. Durante los
largos meses de negociaciones, Fakhr ad-Din había sido el
conducto de frecuentes intercambios entre el emperador y el sultán
sobre temas totalmente ajenos a los asuntos en discusión. A través
de Fakhr ad-Din, Federico le pedía al sultán que consultara a sus
eruditos sobre profundas cuestiones filosóficas como el origen del
universo, la inmortalidad del alma y la lógica de Aristóteles. Menos
ferviente como musulmán que su hermano Saladino, al-Kamil
reconfortaba a aquel escéptico intelectual y le enviaba obsequios
que le hacían más agradable su estancia en Palestina. «Con la
mayor pena y vergüenza —le escribió el patriarca Geroldo a
Gregorio IX—, os informamos que el sultán, según se dice, al
escuchar que al emperador le gusta vivir a la manera de los
sarracenos, le envió malabaristas y jóvenes cantantes, gente que no
era sólo de mala reputación sino indigna de mencionarse siquiera
entre cristianos.»267
En la que fue probablemente la máxima ironía de la historia de las
cruzadas, dos hombres esencialmente no religiosos discutían por
una ciudad que a ninguno le importaba como tal, aunque sabían lo
que la misma significaba en términos de su prestigio. «Fuiste tú
quien insistió en hacer este viaje», le escribió Federico a al-Kamil,
según cronistas árabes. «El Papa y todos los reyes de Occidente
saben ahora de mi misión. Si vuelvo con las manos vacías, perderé
mucho prestigio. Por piedad, dame Jerusalén para que pueda
mantener mi cabeza en alto.» A lo cual respondió al-Kamil: «Si te
entregara Jerusalén, podría costarme no sólo la condena de mis
acciones por parte del califa, sino una insurrección religiosa que
amenazaría mi trono.»268 Al final, prevaleció el sentido del honor de
al-Kamil. Federico había ido a Oriente invitado por él, y debía
obtener algo a cambio. El 18 de febrero de 1229 fue firmado un
tratado que devolvía Jerusalén al dominio cristiano. También se
cedía Belén, un corredor de tierra hasta la costa de Jaffa, Nazaret y
parte de Galilea, incluidos los castillos de Montfort y Toron. En
Jerusalén, el Monte del Templo con la Cúpula de la Roca y la
mezquita de al-Aqsa continuarían en manos musulmanas, con libre
acceso para los musulmanes que quisieran ir allí a rezar. Todos los
prisioneros serían liberados, y se firmó una tregua por los siguientes
diez años.
Ninguno de los dos gobernantes recibió las gracias por alcanzar
ese histórico acuerdo. Los imanes execraron a al-Kamil por
traicionar al Islam, mientras que por el lado cristiano sólo los
partidarios de Federico, sobre todo los sicilianos y los germanos,
elogiaron el tratado. «¿Qué más pueden desear los pecadores —
preguntaba el poeta y cruzado germano, Friedank—, que el sepulcro
y la gloriosa cruz?» La respuesta, en la mente del patriarca, los
cruzados peregrinos y las dos principales órdenes militares, era un
triunfo militar. Que el voto cruzado fuera cumplido sin
derramamiento de sangre parecía rebajar el valor penitencial del
mismo. En el tratado no se hacía ninguna mención de Cristo ni de la
Iglesia; y tampoco habría en la ciudad una limpieza de infieles. A los
Templarios los enfurecía particularmente que sus cuarteles del
Monte del Templo siguieran siendo una mezquita.
Existían también las mismas objeciones estratégicas que se
habían hecho al acuerdo cuando al-Kamil se lo propuso al cardenal
Pelagio durante la quinta Cruzada. Jerusalén y Belén quedarían
aisladas de las ciudades costeras, unidas sólo por un estrecho
corredor de tierra. Tampoco se quería reconocer un logro que
aumentaría el poder y el prestigio de Federico. Así, el 17 de marzo
de 1229, cuando Federico hizo una entrada ceremonial en la Ciudad
Santa, los barones locales no acudieron. Lo mismo hicieron los
caballeros del Temple y el Hospital y todo el clero latino,
obedeciendo el interdicto impuesto a Jerusalén por el patriarca
Geroldo en caso de que el emperador Federico atravesara sus
puertas. Sólo lo acompañaron el leal Hermann de Salza y los
caballeros Teutónicos, y los obispos ingleses de Winchester y
Exeter, pero no se atrevieron a desafiar el interdicto. Cuando
Federico entró en la iglesia del Santo Sepulcro, no había un solo
obispo ni sacerdote a la vista. Por lo tanto, tomó la corona del reino
de Jerusalén y se la puso él mismo en la cabeza. Hermann de Salza
leyó luego un discurso en latín y en germánico: una apología del
emperador, que perdonaba al Papa por oponérsele y prometía hacer
lo que estuviera a su alcance como «vicario [de Dios] en la tierra»
que redundara en «el honor de Dios, la Iglesia cristiana, y el
imperio».
Después, el emperador de Occidente realizó una gira por la
Ciudad Santa, visitando tanto los santuarios cristianos como los
musulmanes. Al-Kamil había ordenado a los ulemas de la mezquita
de al-Aqsa que se abstuvieran de llamar a los fieles a rezar.
Federico los rebatió con el argumento de que era precisamente para
escuchar la llamada al rezo para lo que él había ido a Jerusalén.
Cuando un sacerdote católico trató de ingresar con él en la Cúpula
de la Roca, Federico lo expulsó. «Por Dios, si alguno de vosotros se
atreve a entrar de nuevo aquí sin permiso, os arrancaré los ojos.»
Cuando le explicaron que el entramado de lana que había en la
entrada de la Cúpula era para impedir que entrasen pájaros, dijo,
empleando el término insultante que los musulmanes usaban para
los francos: «Dios os ha enviado ahora a los cerdos.»
Federico no se demoró en Jerusalén. Las noticias de
contratiempos en Italia hacían imperativo su retorno a Europa. Dejó
en la ciudad una guarnición de caballeros teutónicos y la orden de
reconstruir sus torres y murallas, y regresó a Acre. Allí, el patriarca
Geroldo, junto con los Templarios, estaba reclutando un ejército para
tomar posesión de Jerusalén en nombre del Papa y avanzar contra
el sultán de Damasco, que no había aceptado la tregua. Federico se
opuso. Geroldo se negó a escuchar al emperador excomulgado. La
ciudad de Acre se hallaba en estado de agitación. La nobleza local
estaba furiosa por no haber sido consultada sobre el acuerdo; los
venecianos y genoveses estaban resentidos por la preferencia
mostrada por Federico a favor de los pisanos, sus aliados en Italia; y
había disturbios entre la población contra la guarnición imperial.
Para afirmar su autoridad, Federico convocó a todos los
ciudadanos, prelados, barones y peregrinos, para justificar sus
acciones y quejarse de la enemistad del patriarca y de los
Templarios. La asamblea no fue un round ganado. Federico optó por
la coerción. Ordenó a sus tropas que cerraran las puertas de la
ciudad a sus enemigos, incluidos los Templarios, y que rodearan el
palacio del patriarca y la fortaleza de la Orden. Tenía planes de
secuestrar a Pedro de Montaigu, el gran maestre templar, y a Juan
de Ibelin, el señor de Beirut, pero ambos estaban demasiado bien
protegidos para llevarlos a cabo. Tras nombrar baillis que
representaran sus intereses (aunque la estima en que los tenían sus
oponentes exponía la realidad de su derrota) y destruir todas las
armas que pudieran caer en manos de sus enemigos, Federico fijó
como fecha de su partida el 1 de mayo. Al amanecer de ese día,
mientras caminaba desde su palacio hasta el puerto por la calle de
los carniceros, los ciudadanos de Acre, entre abucheos, le arrojaron
desperdicios.

255 Tyerman, The Invention of the Crusades, p. 75.


256 James M. Powell, «The Role of Women in the Fifth Crusade»,
en Kedar (ed.), The Horns of Hattin, p. 301.
257 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 163.
258 Citado en Ibíd., p. 130.
259 Citado en Thomas Curtis Van Cleve, The Emperor Frederik II
of Hohenstaufen, Immutator Mundi, Oxford, 1972, p. 64.
260 Maalouf, The Crusade through Arab Eyes, p. 230.
261 Van Cleve, The Emperor Frederik II of Hohenstaufen, p. 239.
262 Maalouf, The Crusade through Arab Eyes, p. 230.
263 Citado en Van Cleve, The Emperor Frederik II of
Hohenstaufen, p. 421.
264 Citado en Ibíd., p. 335.
265 Ibíd, p. 420.
266 Citado en Ibíd., p. 101.
267 Citado en Ibíd., p. 217.
268 Citado en Maalouf, The Crusade through Arab Eyes, p. 228.
12

El reino de Acre

A su regreso a Italia, Federico tuvo mayor éxito en frustrar los


planes del Papa que el que había tenido en vencer la oposición de
los aliados del pontífice en Outremer. El ejército papal que sitiaba
Capua al mando de dos veteranos, Juan de Brienne y el cardenal
Pelagio, se retiró, desintegrándose luego cuando Federico marchó a
liberar la ciudad. Juan de Brienne se vio obligado a huir a su
Champagne natal. Los Templarios pagaron un precio por su desafío:
sus casas de Sicilia fueron tomadas por las fuerzas imperiales y un
centenar de esclavos musulmanes pertenecientes a los Templarios y
los Hospitalarios fueron devueltos a los sarracenos sin que se
pagara ninguna compensación.269
El legado de Federico a Tierra Santa fue una Jerusalén liberada,
aunque una Jerusalén tan vulnerable estratégicamente que «seguía
siendo una ciudad abierta»;270 y una administración imperial, a
cargo del mariscal Ricardo Filangieri, que permanecía en constante
guerra con los barones locales tanto de Palestina como de Chipre,
dirigidos por Juan de Ibelin. El rey titular de Jerusalén era Conrado,
hijo de Federico II y la reina Yolanda; pero Conrado, aun cuando
alcanzó la mayoría de edad, no fue a Oriente a reclamar su corona,
lo que llevó a los barones a declararla confiscada y a derrocar a
Filangieri, expulsándolo de Tiro. La Suprema Corte de Jerusalén
eligió como regenta a Alicia de Chipre, pero el reino estaba en
realidad gobernado por una oligarquía de la nobleza franca que
desarrolló «un apasionado y hasta fanático interés por la ley y la
legalidad. Ninguna nobleza de la época tenía un conocimiento del
derecho y el procedimiento consuetudinario, y un dominio de las
complejidades del derecho constitucional, tan cultivados y preciados
como los del reino latino». En Outremer no había universidad, y no
había otros eruditos u hombres de letras aparte de Guillermo de
Tiro. «Todas sus energías intelectuales parecen haberse
concentrado en el estudio del derecho.»271
En ese estado de anarquía erudita, las órdenes militares
actuaban con la autonomía de estados soberanos. En el norte, entre
1220 y 1240, los Templarios intentaron expandirse al territorio de
Alepo desde su base de Gaston, en las montañas Amanos,
convirtiéndolo en «un territorio semiindependiente en donde los
Templarios seguían su propio camino, manteniendo poca relación
con sus señores nominales de Cilicia».272 También en Siria y
Palestina aumentaron la riqueza y el poder de los Templarios; la
nobleza de Outremer, cuyos feudos se limitaban ahora a los
enclaves alrededor de las ciudades costeras, no podía afrontar el
guarnecimiento de sus castillos, por lo que los entregaban a las
órdenes militares. En 1186, por ejemplo, una de las más grandes y
poderosas fortalezas de Siria, Marqab, fue vendida al Hospital
porque su señor ya no podía costear su mantenimiento.273
Algunos miembros de la nobleza local prosperaban, en especial
los ibelinos, cuyo lujoso palacio de Beirut asombró a un enviado de
la corte imperial germana; pero los recursos que implicaba mantener
ese lujo no procedían tanto de la tierra como de las ganancias que
podían extraerse del comercio. Acre se había convertido en un
centro comercial a la par de Constantinopla y Alejandría: el ingreso
anual que reportaba Acre a los reyes de Jerusalén se estimaba en
50.000 libras de plata, lo que en ese momento era más que los
ingresos de la corona inglesa. Los mercaderes de Damasco se
agolpaban allí para comerciar con azúcar, tinturas y especies.
Buena parte del azúcar que se consumía en Europa se exportaba
de Acre, junto con una gran variedad de productos exóticos que no
sólo abastecían sino que crearon un mercado de artículos de lujo en
Occidente.274 A su vez, los 250.000 habitantes de Outremer
proporcionaban un mercado para exportaciones europeas, como las
capas y boinas de Champagne, y para el hierro, la madera, las telas
y las pieles del interior musulmán.
Había también un activo comercio de esclavos tanto musulmanes
como griegos, búlgaros y rutenos, entre otros, importados por
mercaderes de las repúblicas italianas. Todos eran vendidos como
musulmanes porque, por ley, ningún cristiano podía ser esclavizado;
pero los tratantes hacían caso omiso de esa disposición y los
propietarios prohibían la conversión de sus esclavos. A principios
del siglo XIII, un obispo latino se quejaba de que «los cristianos les
negaban constantemente el bautismo a sus esclavos musulmanes,
aunque éstos lo buscaran sincera y desgarradoramente»,275 y en
1237 el papa Gregorio IX se quejaba del mismo abuso a los obispos
de Siria y los grandes maestres de las órdenes militares.
Existía la conversión individual de musulmanes libres, que
implicaba asimilar la población siria cristiana. Y había una amplia
opción de iglesias cristianas: católica, griega ortodoxa, maronita,
armenia, jacobita y nestoriana. Los ocasionales intentos por parte de
Roma y Constantinopla de anexionarlas sólo tuvieron éxito con los
maronitas de Líbano. Cualesquiera fuesen las intenciones de los
papas, al clero latino sólo le interesaba una unión con otras iglesias
que le asegurase su preeminencia. No sólo las iglesias no se
unieron, sino que no se produjo ninguna integración de las distintas
comunidades cristianas. El trato de los latinos a los cristianos
nativos era poco mejor que el dispensado a los musulmanes, judíos
o samaritanos.276
Teniendo en cuenta el gran empeño misionero de la Iglesia
católica en los siglos ix y x, parece desconcertante que los
victoriosos cruzados apenas hicieran esfuerzos por convertir a los
musulmanes que estaban bajo su dominio. Sin duda, la conversión
como tal nunca fue un objetivo de las cruzadas. Si bien el papa
Urbano II quiso ayudar al emperador bizantino, y acaso también
desviar hacia una causa noble la destructiva agresividad de los
guerreros francos, sus intenciones primordiales fueron, como las de
Bernardo de Clairvaux, la recuperación cristiana de los Santos
Lugares y la salvación del alma del cruzado.
Sólo a comienzos del siglo XIII que vemos aparecer una intención
misionera, y no sorprende que sea en España donde el éxito de la
Reconquista había propiciado que grandes masas de musulmanes
quedaran bajo control cristiano. El obispo español Diego de Osma y
su compañero Domingo de Guzmán sugirieron al papa Inocencio III
que les permitiese predicar el Evangelio no a los sarracenos sino a
los paganos del Vístula. No obstante, hacia 1225, Humberto de
Romanos, el maestro general de los dominicos, instó a los frailes a
estudiar árabe y dedicarse a la conversión de los sarracenos.
Francisco de Asís, al cruzar las líneas entre las fuerzas cristianas
y musulmanas durante el sitio de Damietta para predicar ante el
sultán al-Kamil en El Cairo, sentó un ejemplo que seguirían sus
frailes mendicantes, cuyo comportamiento pacífico les granjeó el
privilegio de actuar como guardianes de los Santos Lugares cuando
éstos volvieron al control musulmán. Francisco, sin embargo, no
desaprobó las cruzadas. Admiraba a los héroes de Roncesvalles
que describía la Chanson de Roland, consideraba mártires a
aquellos que morían combatiendo al infiel, aceptaba el derecho de
los cristianos sobre Tierra Santa, y pensaba que podía deducirse de
los Evangelios que la cruzada era un acto de legítima respuesta a la
conquista de territorios cristianos llevada a cabo por los sarracenos,
así como a sus blasfemias contra Cristo.277
Prácticamente el único obispo latino que hizo algún intento de
convertir a los musulmanes de Tierra Santa fue el prelado francés
Jaime de Vitry, que fue nombrado obispo de Acre. Tenía una pobre
opinión de sus correligionarios de Tierra Santa: le escribió al Papa
que los cristianos nativos detestaban tanto a los latinos que
preferían ser gobernados por los musulmanes; y que los latinos se
habían vuelto nativos, llevando una vida indolente, lujuriosa e
inmoral. El clero local era codicioso y corrupto, y los mercaderes
italianos estaban siempre como el perro y el gato. Las únicas
instituciones por las que podía sentir respeto eran las órdenes
militares.
Aunque Jaime de Vitry fue de los pocos que predicaron la fe
católica entre los musulmanes de Outremer, no consideró que eso
fuera una opción para extender el dominio cristiano por la fuerza.
Fue un cruzado entusiasta, que acompañó al cardenal Pelagio al
delta del Nilo. Y defendió además las órdenes militares, en particular
los Templarios, acusados de desobedecer la orden de envainar la
espada, impuesta por Jesús al apóstol Pedro en el Evangelio de san
Mateo: un argumento planteado en Europa no sólo por los cátaros y
valdenses heréticos, sino también por hombres de la Iglesia como el
monje de Saint Alban, Walter Map. En uno de los sermones que se
conservan, dirigido a los caballeros del Temple, Jaime de Vitry les
dice que no escuchen ese razonamiento de «falsos cristianos,
sarracenos y beduinos».278
El hecho de que Jaime de Vitry creyera necesario reafirmar de
ese modo a los Templarios sugiere que éstos aún creían estar
respondiendo a una llamada religiosa. Aunque figuran
principalmente en los registros históricos por su papel en la guerra o
por la posición política tomada por sus líderes, el caballero ordinario
parece haberse ceñido a la severa regla establecida en el concilio
de Troyes. En un momento en que a las órdenes se las acusaba con
frecuencia de relajamiento y corrupción, esos cargos no parecen
haber recaído sobre los caballeros considerados individualmente.
Viviendo no con el olor del incienso, sino de la bosta de caballo, del
cuero y del sudor, los caballeros debían de ser conscientes de la
tasa de bajas entre aquellos que servían en Palestina, puesto que
sabían que tarde o temprano morirían en manos de los enemigos de
su fe.
Si miramos una vez más la regla y el código de penitencias que
se escribiría a mediados del siglo XII, recibimos la impresión de una
vida austera, con una estricta disciplina y severos castigos en cada
rama de las regulaciones. Su principal consuelo humano
probablemente fuera la compañía de los otros caballeros que
provenían de un origen similar. La amistad, como hemos visto, era
muy estimada en la Orden Cisterciense, y a partir de la regla
parecería que, pese a la rivalidad entre las dos órdenes —que
alguna vez estalló en un conflicto abierto—, la camaradería de los
caballeros y sargentos Templarios era sentida también por los
hermanos del Hospital. Los Templarios debían pedir permiso a sus
superiores para comer, beber o visitar el alojamiento de otros
religiosos, salvo que fueran Hospitalarios: en batalla, era el
estandarte del Hospital el que debía buscar el Templario si perdía de
vista el estandarte blanco y negro de su orden; y en 1260, cuando
un superior ordenó a un contingente templario retirarse de
Jerusalén, su comandante se negó a hacerlo sin los Hospitalarios
que se les habían unido.
Las relaciones homosexuales entre caballeros se consideraban
una grave violación de la regla, un crimen «contra la naturaleza y
contra la ley de Nuestro Señor». Como la pérdida de la fe en Cristo
y la deserción en el campo de batalla, se castigaba con la expulsión
de la Orden. Un trabajo citado en la cláusula 573 del código de
penitencias describe cómo, cuando se informó al gran maestre
sobre un caso de tres hermanos del castillo Peregrino «que
practicaban pecado perverso y se acariciaban entre sí durante la
noche», el superior prefirió no llevarlo ante el capítulo templario
«porque el hecho era muy ofensivo». En su lugar, los mandó llamar
a Acre, les hizo quitar los hábitos y ordenó encadenarlos. Uno de
ellos, llamado Lucas, escapó y se pasó a los musulmanes; el
segundo trató de escapar pero murió en el intento, mientras que el
tercero «permaneció en prisión por un largo tiempo».279
Entre los principales vicios atribuidos a los Templarios estaba la
avaricia. La riqueza generada por las posesiones del Temple gracias
a la explotación eficiente de la generosidad de donantes devotos
inspiraba en Europa envidia y resentimiento entre aquellos que
estaban al tanto de los enormes gastos producidos por la Orden, no
sólo en Tierra Santa sino en toda la cristiandad. El Temple, como el
Hospital, era una fuerza multinacional financiada por una
corporación multinacional que combatía a los enemigos de la Iglesia
en diversos frentes. En 1241, seis caballeros Templarios murieron
mientras peleaban contra los mongoles en la batalla de Legnica, en
el este de Europa. El Temple seguía teniendo un poder considerable
en Portugal y España, aunque sus contribuciones a la Reconquista
habían disminuido: cuando los cristianos atacaron Mallorca en 1229,
los Templarios constituían sólo un cuatro por ciento de la fuerza.
Incluso en Aragón se aceptaba que la principal misión de los
Templarios estaba en Tierra Santa: reclutas de la Orden, caballos y
entre un décimo y un tercio de sus ingresos eran enviados a
Oriente.280
De la misma forma en que las instituciones de caridad modernas
acumulan inversiones, los Templarios usaban sus fondos no sólo
para costear la guerra contra los sarracenos sino también para
ampliar sus posesiones en Oriente: cuando Juan de Ibelin buscaba
fondos desesperadamente para pelear contra Federico II, vendió
tierras al Temple y al Hospital. Esa reinversión de los ingresos
templarios suscitó la crítica del papa Gregorio IX: «Mucha gente se
ha visto forzada a sacar la conclusión —le escribió al gran maestre
—, de que vuestra principal aspiración es incrementar vuestras
posesiones en las tierras de los fieles, cuando debería ser sacar de
las manos de los infieles las tierras consagradas a la sangre de
Cristo.»281 Los Templarios fueron también acusados de ser blandos
con los musulmanes, pues los albergaban en sus casas y les
permitían orar a Alá en ellas: ese cargo, irónicamente, fue impuesto
por Federico II en una carta a Ricardo, conde de Cornwall, en 1245.
La Orden gastó además pródigamente en sus cuarteles de la
ciudad de Acre que, repudiando la administración del alfil de
Federico, Ricardo Filangieri, estaba gobernada por una comuna. Los
diferentes barrios de la ciudad eran «repúblicas en miniatura,
rodeadas de muros y torres»,282 y sus calles, como las describe el
escritor musulmán Ibn Jubayr, se veían «tan congestionadas por la
muchedumbre que resulta difícil pisar el suelo. [La ciudad] Apesta y
es mugrienta, llena de basura y excrementos».283 El complejo del
Temple se hallaba en el espolón de la ciudad que mira hacia el mar,
y era una extensión fundamental de las defensas de la ciudad. «En
su entrada —escribió el Templario de Tiro—,

había una fortaleza muy alta y sólida y sus muros eran muy
gruesos, un bloque de nueve metros. En cada flanco de la
fortaleza había una pequeña torre; y en cada, una un león
rampante tan grande como un buey engordado, recubierto de
oro. El precio de los cuatro leones, en material y mano de obra,
era de 1.500 besants sarracenos. Era maravilloso de
contemplar. Al otro lado, hacia el distrito pisano, había una
torre. Cerca, pasado el monasterio de las monjas de Santa Ana,
había otra torre enorme con campanas y una maravillosa y muy
alta iglesia. También había otra torre en la playa: era una torre
antigua, de cien años, construida por orden de Saladino. Allí
guardaban su tesoro los Templarios. Esa torre estaba tan cerca
de la playa que las olas la bañaban. Y muchas otras moradas
hermosas había en el Temple, que olvidaré mencionar284.»

Muchos de los cargos imputados a los Templarios, sin embargo,


fueron contradichos por otra gente. Cuando el rey Jaime I de
Aragón, en el ii Concilio de Lyon, acusó a los Templarios de andarse
con rodeos respecto de una nueva cruzada contra los moros, el
resto de la delegación española no apoyó la acusación;285 y el
franciscano inglés, Roger Bacon, atacó no la pusilanimidad sino la
agresividad de los Templarios, que a su entender impedía la
conversión de los musulmanes al cristianismo. Es más, a excepción
de los cartujos, todas las órdenes religiosas de la época fueron
criticadas por sus excesos y la traición de su carisma original; el
Temple, en general, menos que las órdenes de monjes y frailes. Los
leones de oro eran sin duda innecesarios, y Hugo de Payns no debe
haber imaginado al gran maestre de sus Pobres Soldados de
Jesucristo viviendo en un palacio; pero la proporción de recursos
asignados por el Temple a los propósitos originales de su fundación
era mayor que la asignada por otras órdenes religiosas, y superaría
incluso a la de algunas instituciones caritativas de nuestros días.
Aunque a veces reprendieron al Temple, los papas fueron sin duda
generosos en su elogio de las órdenes militares, y continuaron
defendiéndolas mediante la concesión de privilegios y exenciones.
También era obvio que las finanzas de las órdenes militares
sufrían a causa del inexorable aumento de los gastos. La tierra
requerida para equipar y mantener a un caballero borgoñés en 1180
eran unas trescientas hectáreas; para mediados del siglo XIII, la
exigencia se había multiplicado por cinco, hasta ser de casi mil
setecientas hectáreas:286 el gasto, así como el valor militar de un
caballero totalmente equipado, con su grupo de sargentos y
escuderos, equivalía al de un tanque pesado de hoy. Más allá de
que el Temple dispusiera a menudo de efectivo, sus gastos de
mantenimiento eran considerables: en los estados latinos de
Outremer guarnecían y mantenían al menos cincuenta y tres
castillos o puestos fortificados, que iban desde grandes fortalezas
como el castillo Peregrino hasta pequeñas atalayas en rutas de
peregrinos. En la cúspide de su trayectoria, la Orden tenía casi un
millar de casas templarias en Europa y Oriente, y contaba con unos
7.000 miembros. El número de auxiliares y dependientes no
profesos se estima en siete u ocho veces esa cifra. La proporción
entre personal de apoyo y combatientes era de 3 a 2.287 Hacia
mediados del siglo XII, la Orden había creado su propia flota de
galeras que transportaban caballos, granos, armas, peregrinos y
personal militar. Los transportistas tradicionales vieron resentido por
esa competencia el lucrativo tráfico de peregrinos, y en 1234 la
ciudad de Marsella puso como límite a los Templarios un solo
embarque de peregrinos por año.288
A pesar de su compromiso con los aspectos financieros,
logísticos y militares de la guerra, los Templarios no parecían haber
perdido de vista en ningún momento su compromiso con la defensa
de la Tierra Santa y la recuperación de Jerusalén. Una de las
primeras traducciones bíblicas del latín al vernáculo fue la del Libro
de los Jueces, encargada por los Templarios para que, según se
expresa en su introducción, pudieran conocer la «caballería» del
período y ver «qué honor es servir así a Dios y cómo Él recompensa
con el suyo».289 Como la mayoría de los caballeros, escuderos y
sargentos eran analfabetos, esas lecturas no servían simplemente
para su educación sino para mantener su moral. El Libro de Jueces
estaba bien elegido. Mientras que el Libro de Josué describe la
conquista judía de la Tierra Prometida como una sucesión de
exitosas campañas militares, «el Libro de los Jueces la ve como un
fenómeno más gradual y complejo, marcado por éxitos y fracasos
parciales». Los cristianos de Palestina se identificaban íntima y
ciegamente con los israelitas de antaño. A diferencia de la palabra
de Jesús en el nuevo Testamento, las narraciones del Antiguo
Testamento aceptan que el saqueo sistemático del enemigo es parte
de la guerra y que, de hecho, no sólo está permitido sino
efectivamente ordenado por Dios.290

El tratado de Federico II con el sultán egipcio al-Kamil expiraba


en 1239. Consciente de esto, el papa Gregorio IX predicó una nueva
cruzada, que fue apoyada por los reyes de Francia e Inglaterra,
aunque ninguno de los dos tomó la cruz. En su lugar, como en la
época de la primera Cruzada, partieron a Tierra Santa nobles
franceses menores conducidos por Teobaldo, conde de
Champagne. Éste era primo de los reyes de Inglaterra, Francia y
Chipre, y veía la cruzada como la cúspide de la caballería: «Ciego
es aquel —dijo— que no haya cruzado el mar alguna vez en su vida
en socorro de Dios.»291
La complejidad de la situación política de Tierra Santa
desconcertó a los nuevos cruzados, y el consejo recibido resultó
contradictorio. Los ayubíes estaban en guerra entre sí e Ismail, el
sultán de Damasco, proponía un pacto con los francos en contra de
su sobrino Ayyub, hijo de al-Kamil y por entonces sultán de El Cairo.
A cambio de defender la frontera que daba al desierto del Sinaí,
Ismail les daría las fortalezas de Beaufort y Safed. Antes de Hattin,
Safed había pertenecido a los Templarios, quienes estaban ahora
ansiosos por recuperarla.
El trato se concretó y, como resultado, las posesiones latinas en
Palestina fueron mayores que en cualquier otro momento después
de Hattin; pero el costo fue considerable para ambos bandos.
Muchos musulmanes devotos entre los damascenos se pasaron al
bando egipcio, mientras que en el campo cristiano el pacto condujo
a una abierta enemistad entre Templarios y Hospitalarios, que hasta
entonces habían formado un frente común contra los adláteres de
Federico II. Ignorando el arreglo hecho con Ismail en Damasco, los
Hospitalarios firmaron un tratado con Ayyub en El Cairo.
Ésa era la confusa situación que encontró al llegar a Tierra Santa
Ricardo, conde de Cornwall, sobrino de Ricardo Corazón de León,
hermano del rey Enrique III y cuñado del emperador Federico II. De
treinta y un años, ya había ganado reputación por su coraje y
capacidad. Llegó con suficientes recursos y la plena autoridad
concedida por el emperador, quien, tras la muerte de la desdichada
Yolanda de Jerusalén, se había casado con la princesa Isabella de
Inglaterra.
Ricardo encontró el reino de Jerusalén en un estado de caos,
pero con tacto y energía llegó a acuerdos con Damasco y Egipto
que dieron como resultado la liberación de todos los prisioneros
cristianos cautivos en El Cairo y la confirmación de la posesión
latina de las tierras que habían sido cedidas recientemente. Pero
antes incluso de partir a Inglaterra, esa estabilidad se desmoronó. El
gran maestre templario Armando de Périgord ignoró el tratado con
Egipto y en 1242 atacó la ciudad de Hebrón, que había permanecido
en manos musulmanas. A continuación, tras una débil respuesta de
los egipcios, los Templarios tomaron Nablus, incendiaron su
mezquita y mataron a muchos de sus habitantes, musulmanes y
cristianos por igual.292
Alrededor de la misma época, el bailli imperial Ricardo Filangieri
trató de reimponer la autoridad de Federico sobre Acre con la ayuda
de los hospitalarios. El golpe fracasó, provocando que las fuerzas
del líder de los barones latinos, Balian de Ibelin, asistido por los
Templarios, invadieran durante seis meses el complejo del Hospital.
Ese conflicto abierto entre las dos órdenes militares escandalizó a la
opinión pública de Europa, y los Templarios fueron considerados
culpables por los cronistas que apoyaban al bando imperial, como el
monje de la abadía de Saint Alban, Matthew Paris. Los Templarios,
escribió, no permitían que se enviara comida al complejo del
Hospital, ni que los Hospitalarios sacaran a sus muertos. Expulsaron
además a los Caballeros Teutónicos de algunas de sus posesiones:
era muy escandaloso que «aquellos que se habían llenado de
recursos para poder atacar con fuerza a los sarracenos estaban
dirigiendo la violencia y el veneno contra los cristianos, de hecho
contra sus propios hermanos, acarreándose así muy gravemente la
ira de Dios sobre ellos mismos».293
No puede dudarse de que el Temple, con Armando de Périgord,
estaba del lado anti imperial, apoyaba a Alicia, la reina de Chipre,
como regente del reino de Jerusalén, y sostenía la legalidad de
excluir a Conrado, el hijo de la reina Yolanda y Federico II, cuando
alcanzó la mayoría de edad en 1243, basándose en que no había
ido a Tierra Santa a reclamar su corona. En esto no estaban solos.
Los venecianos y los genoveses pensaban del mismo modo, y en el
verano de 1243 se unieron a los barones de Outremer para expulsar
de Tiro a Filangieri y a los imperialistas. Pero eso no era
necesariamente una expresión de envidia, ni de la búsqueda de sus
propios intereses por parte de la Orden. En una carta a Roberto de
Sandford escrita en 1243, Armando de Périgord explicaba el
fundamento de su política. Los emisarios que los Templarios habían
enviado a El Cairo se hallaban retenidos en un cautiverio virtual. No
se podía confiar en los egipcios, que solamente estaban comprando
tiempo. En contraste, la alianza con Damasco había asegurado no
tan sólo la devolución de varias fortalezas y un importante territorio,
sino el desalojo de los musulmanes restantes de Jerusalén.
Para consolidar la alianza damascena, el príncipe musulmán de
Homs, al-Mansur Ibrahim, fue invitado a Acre; albergado en el
Temple, se le prodigaron todo tipo de atenciones. Las celebraciones
fueron prematuras. Para contrarrestar las fuerzas alineadas en
contra de él, el sultán egipcio Ayyub llamó a una tribu salvaje de
nómadas mercenarios que se habían instalado cerca de Edessa, los
turcos khorezmianos. En junio de 1244, una fuerza de diez mil
jinetes khorezmianos invadió territorio damasceno y, rodeando la
ciudad de Damasco, entraron en Galilea y tomaron Tiberíades. El 11
de julio, los khorezmianos llegaron a Jerusalén y abrieron una
brecha en sus débiles defensas. Por un tiempo la guarnición resistió,
pero el 23 de agosto, con un salvoconducto conseguido por el señor
musulmán de Kerak, la guarnición y todos los pobladores cristianos
abandonaron la ciudad en dirección a Jaffa; al poco tiempo, viendo
banderas francesas en las murallas e imaginando que la ciudad
había sido liberada, volvieron, para ser masacrados por los
khorezmianos que los esperaban. Sólo trescientos cristianos
llegaron a Jaffa.
Los khorezmianos saquearon entonces la ciudad, desenterraron
los huesos de Godofredo de Bouillon y los otros reyes de Jerusalén
sepultados en la Iglesia del Santo Sepulcro, y mataron a los pocos
sacerdotes que encontraron allí antes de prenderle fuego al lugar.
Luego, dejando la ciudad vacía, bajaron por la costa y se unieron al
ejército egipcio del sultán Ayyub en Gaza, bajo las órdenes de un
joven oficial mameluco, Rukn ad-Din Baybars.
El 17 de octubre de 1244, en una planicie arenosa próxima al
pueblo de Herbiya, conocido por los francos como La Forbie, esa
hueste egipcia se tuvo que enfrentar a los ejércitos combinados de
Damasco y Acre. Las fuerzas damascenas eran conducidas por el
príncipe de Homs, al-Mansur Ibrahim, e incluían un contingente de
jinetes beduinos comandados por el señor de Kerak, an-Nasir. El
ejército cristiano era el más importante que se había reunido
después de Hattin. Lo constituían seiscientos caballeros seculares
bajo el mando de Felipe de Montfort y Walter de Brienne, y
seiscientos del Temple y el Hospital liderados por sus grandes
maestres, Armando de Périgord y Guillermo de Châteauneuf. Había
también un grupo de Caballeros Teutónicos y un contingente de
Antioquía.
Como en Hattin, se desató un debate entre los aliados sobre si
atacar o permanecer a la defensiva: al-Mansur Ibrahim se inclinaba
por lo último, Walter de Brienne por lo primero, y fue su opinión la
que prevaleció. El ejército aliado, superior, avanzó hacia los egipcios
pero éstos resistieron y la caballería khorezmiana atacó su flanco.
Las tropas damascenas se dieron a la fuga, y con ellas se fue an-
Nasir, el señor de Kerak. En cuestión de horas, el ejército latino fue
aniquilado. Al menos 5.000 hombres fueron asesinados y 800
tomados prisioneros y llevados a Egipto, entre ellos el gran maestre
del Temple, Armando de Périgord. La pérdida total del Temple fue de
entre 260 y 300 caballeros. De los caballeros de las órdenes
militares, sólo sobrevivieron treinta y tres Templarios, veintiséis
Hospitalarios y tres Caballeros Teutónicos.

269 Barber, The New Knighthood, p. 240.


270 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 193.
271 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 75.
272 T. S. R. Boase, The Cilician Kingdom of Armenia, Edinburgo,
1978, p. 110.
273 Smail, Crusading Warfare, p. 101.
274 Para una lista completa, véase Riley-Smith, The Feudal
Nobility and the Kingdom of Jerusalem 1174-1277, pp. 62-63; o
Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 404.
275 Citado en Riley-Smith, The Feudal Nobility and the Kingdom
of Jerusalem, p. 63.
276 Véase Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 509-510.
277 Véase Benjamin Z. Kedar, Crusade and Mission: European
Approaches towards the Muslims, Princeton, 1984, p. 157.
278 Citado en Ibíd., p. 126.
279 Upton-Ward, The Rule of Templars, p. 148.
280 Forey, The Templars in the Corona de Aragon, p. 323.
281 Citado en Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the
Early Fourteenth Centuries, p. 208.
282 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 93.
283 Citado por Johnatan Phillips en «The Latin East», en The
Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 119.
284 «Le Templier de Tyre», citado en Prawer, The Latin Kingdom
of Jerusalem, p. 326.
285 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
30.
286 Barber, The New Knighthood, p. 230.
287 Malcom Barber, «Supplying the Crusader States: The Role of
the Templars», en Kedar (ed.), The Horns of Hattin, p. 319.
288 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 197.
289 Keen, Chivalry, p. 120.
290 Véase Prior, The Bible and Colonialism, p. 34.
291 Keen, Chivalry, p. 56.
292 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 220.
293 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 142.
13

Luis de Francia

¿Quién podía ahora salvar Tierra Santa? En Europa occidental, la


agria rivalidad entre el papado y el emperador Federico no le
permitía al líder laico de la cristiandad asumir esa función. De
cualquier modo, Federico sentía que sus enemigos de Palestina, en
particular los Templarios, se habían echado encima su propio
destino al romper la tregua que él había construido cuidadosamente
con los ayubíes de Egipto.
Había un solo monarca europeo en posición de conducir una
nueva cruzada, y ése era el rey Luis IX de Francia. Providencial, o
una simple coincidencia, en el mismo año de la catastrófica derrota
de La Forbie, y tras haber contraído probablemente la malaria, Luis
se sintió lo suficientemente cerca de la muerte como para resolver
que, si se recuperaba, tomaría la cruz.
Hijo de una madre ejemplar, Blanca de Castilla, y casado con
Margarita de Provenza, ambos de familias con una larga tradición de
servicio en la guerra contra el Islam, Luis había heredado el trono de
Francia en su infancia, conservándolo gracias a la vigorosa regencia
de su madre. A los quince años, Luis había comandado un ejército
en una campaña contra el rey de Inglaterra, Enrique III. Apuesto, de
buen humor, tempestuoso, en ocasiones irritable, Luis, en contraste
con Federico II, era profundamente devoto y no albergaba dudas
sobre la fe católica. Al principio de su reinado, según el Tratado de
París, estableció el dominio francés sobre Languedoc y terminó al
fin con la herejía de los cátaros. No tenía ningún reparo en usar la
fuerza para defender la religión cristiana: «Un caballero —le dijo a
su amigo Juan de Joinville—, toda vez que vea insultada la religión
cristiana, sólo debe tratar de defender sus principios con su espada,
y debe clavarla en el vientre del sinvergüenza todo lo hondo que
entre.»294 Aunque las palabras de Luis quizá no fueran tan brutales
como Joiville las recordó en su vejez, están en marcado contraste
con la postura escéptica del emperador Federico II.
A diferencia de Federico, Luis estuvo felizmente casado con una
sola mujer. Su amor por Margarita de Provenza provocó los celos de
su madre: de recién casados, tenían cuartos separados, sólo se
atrevían a encontrarse en las escaleras y volvían a sus habitaciones
cuando los sirvientes les avisaban de que la Reina Madre se
aproximaba. Durante la cruzada, Joinville le reprochó a Luis por
esperar a que terminase la misa antes de levantarse para saludar a
Margarita, que había llegado en ese momento con su hijo recién
nacido; pero eso fue quizás un indicador de su devoción y no de
indiferencia hacia su mujer. No hay evidencia de ningún
distanciamiento: Margarita le dio al rey once hijos.
A Luis IX le apasionaban las reliquias. Le compró la corona de
espinas a Balduino, el emperador latino de Bizancio, y la llevó
descalzo por las calles de París hasta la exquisita capilla que
construyó para albergarla, la Sainte-Chapelle de la Ile de la Cité.
Dotó de fondos además a diversas fundaciones religiosas, entre
ellas la abadía de Royaumont, pero no permitiría que los obispos
franceses lo intimidasen, y medió en el conflicto entre el Papa y el
emperador. El celo de Luis por la justicia y su escrupulosa atención
a las necesidades de los pobres le valieron su reputación de santo y
un prestigio sin parangón, pero fue tomar la cruz lo que caracterizó
su reinado: «La cruzada tenía todavía su lugar como la más alta
expresión de las ideas caballerescas de la aristocracia
occidental.»295
Una vez hecho el voto, Luis preparó la cruzada con la misma
eficiencia que había mostrado al someter a sus vasallos rebeldes y
reorganizar la administración de Francia. Su primer objetivo fue
recaudar el dinero con el que financiar su expedición. Lo hizo
mediante un impuesto del veinte por ciento sobre los recursos de la
Iglesia y subvenciones de las ciudades. Como el puerto de Marsella
se hallaba en ese momento bajo la soberanía del emperador, Luis
construyó en territorio propio una nueva salida al Mediterráneo, el
puerto de Aigues Mortes. Desde allí se embarcó a Tierra Santa el 25
de agosto de 1248. Renuentes, sus hermanos y muchos de sus
vasallos fueron con él. Lo mismo hicieron su esposa, la reina
Margarita, y sus hijos: Francia quedaba a cargo de su madre,
Blanca de Castilla.
Se sumaron a Luis cruzados extranjeros, como Juan de Joinville,
el senescal de Champagne. El punto de reunión de las fuerzas
occidentales fue Chipre, donde, gracias a una cuidadosa
planificación, se habían almacenado provisiones para las tropas del
rey, compuestas por unos 25.000 hombres, entre ellos 5.000
ballesteros y 2.500 caballeros. El rey permaneció allí todo el
invierno. En enero de 1249 envió a dos predicadores dominicos
como emisarios ante el kan mongol, esperando que la naciente
potencia asiática a su mando, al parecer bien dispuesta hacia la
cristiandad, uniera fuerzas contra el Islam.
Coincidiendo con el cardenal Pelagio en que sólo se podía
asegurar Tierra Santa sometiendo Egipto, y sin inmutarse por el
fracaso de la cruzada anterior, Luis y su ejército zarparon a finales
de mayo hacia el delta del Nilo. Al amanecer del 5 de junio, la flota
latina ancló frente a Damietta. El ejército musulmán, comandado por
el amigo del emperador Federico, Fakhr ad-Din, esperaba en la
costa. «Era un cuadro para cautivar la vista —recordaba Joinville en
su vejez—, porque todas las armas del sultán eran de oro; y, cuando
les daba el sol, brillaban resplandecientes. El ruido que hacía ese
ejército con sus redoblantes y cuernos sarracenos era aterrador.»
Las fuerzas latinas no eran menos vistosas: la galera del conde de
Jaffa «estaba cubierta, arriba y abajo del agua, de blasones
pintados que llevaban sus armas [...] Tenía en su galera por lo
menos trescientos remeros; junto a cada remero había un pequeño
escudo con las armas del conde, y unido a cada escudo, un pendón
con las mismas armas bordadas en oro».296
Pese al consejo de esperar a una parte de su flota que se había
dispersado por la tormenta, Luis ordenó desembarcar y, una vez
clavada la oriflamme en la playa, condujo a sus caballeros contra los
sarracenos; incapaces de resistir el ataque franco, los musulmanes
retrocedieron hasta Damietta y abandonaron luego la ciudad, tras
incendiar el mercado. Fue una victoria rápida y fácil, por la que Luis
dio gracias a Dios; pero, al recordar el destino de la quinta Cruzada
a las órdenes del cardenal Pelagio, no persiguió a los egipcios. En
su lugar, instituyó la ciudad de Damietta como capital eventual de
Outremer, envió a buscar a Acre a la reina Margarita y esperó a que
llegaran refuerzos de Francia conducidos por su hermano Alfonso,
conde de Poitou, a la vez que bajaban las aguas del Nilo.
El 20 de noviembre Luis se sintió listo para marchar sobre Egipto.
Rechazando el consejo que le daban los barones de Outremer de
atacar el puerto de Alejandría, su hermano Roberto, conde de
Artois, lo convenció de avanzar al sur por la ribera este del Nilo,
hacia Mansurah. En la vanguardia del ejército estaban los caballeros
del Temple comandados por su gran maestre, Guillermo de Sonnac,
elegido tras la muerte de Armando de Périgord en una prisión
egipcia. Detrás de ellos se encontraba el conde de Artois y un
contingente inglés encabezado por el conde de Salisbury. Guiada
por un beduino renegado y sin esperar al resto del ejército como
había ordenado el rey Luis, esa fuerza atacó el campamento
sarraceno mientras su comandante, Fakhr ad-Din, tomaba un baño.
Sin perder tiempo en ponerse su armadura, ad-Din entró en batalla y
fue aniquilado por los Templarios.
Roberto de Artois se dispuso entonces a perseguir a los
sarracenos que retrocedían a Mansurah. El gran maestre templario
trató de detenerlo. Ya le había irritado que el hermano del rey
hubiese usurpado la posición de los Templarios en la vanguardia.
Las crónicas difieren respecto de lo que sucedió después. Juan de
Joinville, todavía con el grueso del ejército en la margen sur del río,
escribió más tarde que Guillermo de Sonnac insistía en que el conde
de Artois debía esperar a que los Templarios condujeran el ataque;
pero como el caballero que sujetaba la brida del conde era sordo, no
consiguió enviarle el mensaje. Según el cronista Matthew Paris,
Roberto de Artois escuchó muy bien al gran maestre, pero le
respondió con insultos, repitiendo la calumnia de Federico II de que
los Templarios no tenían ningún interés en una victoria definitiva
porque la Orden sacaba provecho de las constantes guerras.
Cuando el conde de Salisbury sugirió que quizás el gran maestre
tenía la ventaja de la experiencia en la lucha contra los sarracenos,
Roberto de Artois le respondió que él también era un cobarde, clavó
las espuelas en los flancos de su corcel y se alejó galopando para
ponerse al frente de sus caballeros franceses.
Sin otra alternativa, los Templarios y los caballeros ingleses
siguieron al conde de Artois y persiguieron a los sarracenos hasta la
ciudad misma de Mansurah. Allí no todo era tan caótico como
parecía. Fakhr ad-Din estaba muerto, pero había asumido la
dirección el comandante de la guardia de élite mameluca, Rukn ad-
Din Baybars Bundukdari. Sin oponer demasiada resistencia inicial a
los caballeros latinos, esperó a que éstos hubieran penetrado en la
ciudad y alcanzado las puertas de la ciudadela antes de dar a sus
hombres, que aguardaban en las calles laterales, la orden de atacar.
Incapaces de maniobrar en las angostas calles, y atrapados entre
vigas arrojadas desde los techos, los caballeros fueron masacrados.
Murieron trescientos caballeros, entre ellos el conde de Salisbury y
el conde de Artois. Los Templarios perdieron 280; sólo dos
regresaron con vida, uno de ellos el gran maestre, Guillermo de
Sonnac, quien había abandonado la acción después de perder un
ojo.
Aunque ese revés se debió a la vanagloria y la impetuosidad de
Roberto de Artois, fue un anticipo de lo que vendría después. Tras
cruzar el ramal del Nilo, el ejército principal entró en batalla con las
fuerzas musulmanas. Joinville, ya herido, vio al rey Luis sobre un
paso elevado, al frente de sus huestes, la imagen misma de la
caballería y el honor. «¡Jamás había visto un caballero tan fino ni tan
apuesto! Parecía descollar entre todos sus hombres; en su cabeza
llevaba un casco dorado y tenía en su mano una espada de acero
germano.»297 Al cabo de un día de feroz combate, los egipcios
debieron retroceder y se refugiaron otra vez en Mansurah. Cuando
el preboste de los Hospitalarios le dijo a Luis que su hermano
Roberto de Artois «estaba ahora en el paraíso... grandes lágrimas
comenzaron a caer de sus ojos».
Esa noche los egipcios hicieron una salida desde Mansurah,
siendo repelidos una vez más. El 11 de febrero se produjo un nuevo
ataque, en el que Guillermo de Sonnac, al frente de los pocos
Templarios que quedaban, perdió su segundo ojo y murió poco
después. El ejército de Luis estuvo a punto de ser quebrado, pero
logró mantener el centro y finalmente los egipcios regresaron como
antes a Mansurah. Quedaba claro que los cruzados, si bien no
podían ser derrotados, tampoco podían tomar la ciudad. La mayor
esperanza de Luis estaba en el resultado del levantamiento político
surgido en El Cairo tras las muertes del sultán Ayyub y su
comandante, Fakhr ad-Din. El rey esperó durante ocho semanas
acampado ante los muros de Mansurah. Pero la viuda sultana había
conjurado el caos en la corte; y a finales de febrero, el hijo de
Ayyub, Turanshah, volvió de Siria para asumir el mando.
A lomo de camello, los musulmanes llevaron una flota de navíos
livianos hasta el Nilo, río abajo por el ejército cruzado, cortando así
la comunicación con Damietta e impidiendo el abastecimiento de
comida fresca. La enfermedad se extendió por el campamento
cristiano. Incluso el propio rey sufrió una disentería crónica: según
nos cuenta Joinville, «como Luis se veía continuamente obligado a ir
al excusado, sus sirvientes tuvieron que cortarle la parte inferior de
sus calzones». Ordenó la retirada a Damietta, pero a pesar de su
indisposición rehusó abandonar a sus hombres y escapar en una
galera. Perseguido por los egipcios, Luis finalmente fue hecho
prisionero y obligado a rendirse. Joinville se salvó de la muerte al
descubrirse que su esposa era prima del emperador Federico. Los
prisioneros de cierta jerarquía fueron conservados para pedir
rescate; los menos importantes fueron asesinados. En Damietta, la
reina Margarita disuadió a la guarnición pisano-genovesa de sus
intenciones de desertar: la ciudad fue un valioso bien en las
siguientes negociaciones y, junto con un rescate de un millón de
besants o medio millón de livres tounois, sirvió para comprar la
libertad del rey y su ejército.
La recaudación de ese rescate provocó un incidente que revela la
escrupulosidad, o la obstinación, de los Templarios. Al contarse el
dinero reunido para pagar el depósito convenido, se descubrió que
al rey le faltaban aún treinta mil livres: de ello dependía la liberación
de su hermano, el conde de Poitiers. Juan de Joinville sugirió que se
pidiera prestada la suma a los Templarios y, con la autorización del
rey, fue a solicitar el préstamo. El comandante del Temple, Esteban
de Otricourt, rechazó la petición apoyándose en que, por juramento,
sólo podía entregar dinero a aquellos que lo ponían a su cargo.
Esto provocó un agrio altercado entre Joinville y Outricourt, hasta
que el mariscal del Temple, Reginaldo de Vichiers, propuso una
solución. Los Templarios no podían quebrantar su voto, pero nada
impedía que el rey tomara fondos de los Templarios por la fuerza, en
particular porque el Temple tenía los depósitos de Luis en Acre y
podía recuperar ese préstamo forzado cuando el rey regresase. Por
lo tanto, Joinville fue a la galera del Temple, rompió una caja fuerte
con un hacha y volvió ante el rey Luis con el dinero.
Obtenida la liberación de su hermano, Luis se embarcó hacia
Acre acompañado por su entorno. Allí se encontró con cartas de su
madre, Blanca de Castilla, urgiéndolo a regresar a Francia. El
mismo consejo le dieron sus hermanos y sus barones, pero no era
sólo un ejército francés lo que había sido derrotado en el Nilo: el
desastre había debilitado seriamente las fuerzas de los cristianos de
Outremer. Luis se negaba a dejar Tierra Santa en una situación tan
peligrosa, y no quería tampoco abandonar a los prisioneros francos
que aún quedaban en Egipto; así, mientras la mayoría de sus
vasallos franceses, entre ellos sus hermanos, volvieron a Francia
con su bendición, él permaneció en Acre con su esposa y sus hijos.
El rey legítimo de Jerusalén podía ser Conrado, el hijo de Federico y
la reina Yolanda, pero Luis era aceptado como gobernante de facto,
y trataba ahora de conseguir por vía de la diplomacia lo que no
había podido obtener por la fuerza.

En El Cairo había tomado el poder el regimiento de élite de


guerreros esclavos, los mamelucos. Capturados de niños de entre
las tribus nómades de turcos kipchak que vivían en las estepas del
sur de Rusia, eran vendidos como esclavos a los sultanes ayubíes,
quienes los educaban como una fuerza militar sin lazos, y por ende
sin compromisos, con ninguna clase o facción. Descritos por el
cronista árabe Ibn Wasil como «los Templarios del Islam»,298 con
los sultanes ayubíes habían ganado un abolengo que pareció
amenazado cuando el hijo de Ayyub, Turanshah, llegó al poder. El 2
de mayo de 1250, en medio de las negociaciones con el rey Luis,
los mamelucos asesinaron a Turanshah y pusieron fin al gobierno
de los descendientes de Saladino en Egipto. No obstante, los
ayubíes seguían en el poder en Siria y, al escuchar las noticias del
golpe mameluco, el nieto de Saladino, an-Nasir Yusuf, sultán de
Alepo, ocupó Damasco y mandó de inmediato a un enviado ante el
rey Luis para pedirle su ayuda.
El rey Luis usó ese acercamiento para presionar a los mamelucos
y tratar de llegar a un acuerdo, enviando como emisario a El Cairo a
Juan de Valenciennes. Sin que el rey lo supiera, los Templarios
estaban siguiendo una iniciativa diplomática propia. El ahora ex
mariscal de la Orden, Reginaldo de Vichiers, había sido elegido gran
maestre como sucesor de Guillermo de Sonnac. Reginaldo era, sin
duda, el candidato favorito de Luis: había sido el preceptor de los
Templarios en Francia mientras Luis preparaba su cruzada, había
arreglado el transporte de las tropas desde Marsella, había sido el
mariscal de Luis en Chipre, su compañero de armas en el Nilo, y era
el padrino del conde de Alençon, el hijo que la reina Margarita dio a
luz en el castillo Peregrino.
Una vez nombrado gran maestre, sin embargo, el cargo pareció
subírsele a la cabeza. Sin consultar al rey, había enviado a
Damasco al mariscal templario, Hugo de Jouey, para negociar con el
sultán sobre una franja de tierra en disputa. Tras alcanzar un
acuerdo, Jouey regresó con un emir damasceno para hacerlo
ratificar en Acre. Al descubrir lo que estaba sucediendo a sus
espaldas, el rey Luis montó en cólera e insistió no sólo en que el
tratado fuera anulado, sino también en que el gran maestre y todos
sus caballeros se humillaran ante todo el ejército, caminando
descalzos por el campamento y arrodillándose en sumisión ante el
rey. El chivo expiatorio fue Hugo de Jouey, a quien Luis desterró del
reino de Jerusalén, una sentencia que no rescindiría a pesar de las
súplicas del gran maestre y de la reina. Sin duda, ese gesto no fue
tanto para establecer su autoridad entre los latinos como para
demostrarles a los mamelucos que era él quien mandaba. Su
política dio resultado. En marzo de 1252 todos los prisioneros
cristianos que aún estaban en poder de los mamelucos fueron
liberados.

Hubo otras dos potencias de la región con las que Luis trató
mientras estuvo en Acre. A poco de que Luis regresara de Damietta,
el Anciano de la Montaña, el líder de los asesinos, envió emisarios
para exigir el tributo, o chantaje, que, según afirmaban, habían
pagado el emperador Federico, el rey de Hungría y el sultán de El
Cairo. Como alternativa, el emir sugería que el rey eximiera a los
asesinos del tributo que éstos pagaban al Temple y al Hospital.
Como observó Joinville al describir esa negociación, los asesinos
sabían que era inútil matar a cualquiera de los grandes maestres,
porque otro caballero «igualmente bueno, sería puesto en su
lugar».299
Los grandes maestres, invitados por el rey a la negociación, se
indignaron ante la insolencia de los asesinos: enviaron de vuelta a
los emisarios, aconsejándole al Anciano de la Montaña que se
dirigiera al rey Luis de otra manera. Antes de quince días ya habían
regresado a Acre con generosos obsequios. El rey Luis devolvió el
gesto, mandando regalos igualmente valiosos y a un fraile que
hablaba árabe, Yves le Breton, para predicar la fe cristiana.
El segundo grupo de emisarios fue enviado por los mongoles,
quienes en menos de veinte años derrotarían al Anciano de la
Montaña, tomando la hasta entonces inexpugnable fortaleza asesina
de Almut en 1256. Sus embajadores llegaron a Acre con los dos
frailes franciscanos que Luis había mandado ante el kan mongol con
la propuesta de una alianza contra el Islam. La respuesta del kan
fue exigir que el rey francés se convirtiera en su vasallo y que
remitiese «una suma de dinero suficiente en forma de
contribuciones anuales para que sigamos siendo vuestros amigos.
Si os negáis a hacer esto, os destruiremos...». No era la respuesta
que el rey había esperado y, según Joinville, Luis «lamentó
amargamente haber enviado emisarios al gran rey de los
tártaros».300

La derrota del ejército del rey Luis en el delta del Nilo significó el
fin de las ambiciones latinas de recuperar Jerusalén al atacar la
fuente del poder musulmán. Ahora el imperativo de los cristianos era
sacar la máxima ventaja posible explotando las rivalidades de los
gobiernos islámicos y mejorando las defensas del territorio que
todavía conservaban. Luis ordenó por lo tanto la refortificación de
las ciudades costeras de Acre, Jaffa, Cesarea y Sidón, cuyas
guarniciones fueron reforzadas con contingentes permanentes de
tropas francesas.
A los barones feudales de Outremer les resultaba demasiado
costoso mantener las fortalezas del interior y estaban por ello a
cargo de las órdenes militares: los Caballeros Teutónicos mantenían
Montfort; los Hospitalarios, Belvoir; y los Templarios, Chastel Blanc y
Safed. Safed había sido reconstruida en la década de 1240 a un
coste enorme, y era a la sazón el mayor castillo del reino de
Jerusalén, dominando Galilea y la ruta entre Damasco y Acre. Tenía
una guarnición para tiempos de paz de 1.700 hombres, a los cuales
se agregaban 500 caballeros en tiempos de guerra. De ésos, 50
eran caballeros del Temple, 30 eran sargentos templarios, 50 eran
turcopoles y 300 eran ballesteros. El coste de la construcción se
calculó en 1.100.000 besants sarracenos, y se necesitaron 400
esclavos para ayudar a los expertos albañiles. Para aprovisionar
cada año el castillo hacían falta mil doscientas cargas de mula, de
cebada y granos, parte de lo cual se importaba de las preceptorías
templarias de Europa.301
Después de terminar la refortificación de Sidón, el rey Luis decidió
volver a Francia, donde se requería urgentemente su presencia. El
patriarca de Jerusalén y los barones locales le dijeron que había
hecho lo que había podido, y que debía irse a casa. El 24 de abril de
1254 Luis zarpó desde Acre a bordo de un barco templario. Había
cumplido su voto lo mejor que pudo, había arriesgado su vida, había
estado cerca de la muerte y había permanecido en Tierra Santa
cuatro años más desde que sus hermanos y barones habían
regresado. Había gastado una ingente cantidad de dinero, estimada
por su tesorero real en 1.300.000 livres tournois, once o doce veces
el ingreso anual de su reino.302 Outremer vivía en paz en el
momento de su partida, pero la precaria situación de los cristianos
en Tierra Santa estaba dejando Jerusalén en manos del infiel.

Como representante de Luis en Acre quedó Godofredo de


Sargines, quien pasó a ser senescal del reino. Sin embargo, con las
muertes del emperador Federico II en 1250 y de su hijo Conrado en
1254, el legítimo rey de Jerusalén era ahora el hijo de Conrado,
Conradino, y no Luis IX; y aunque había una guarnición francesa a
las órdenes de Godofredo, era insuficiente para imponer el orden
entre las facciones rivales, particularmente las ciudades marítimas
italianas. A principios de 1256, una disputa entre venecianos y
genoveses por el monasterio de Saint Sabas en Acre condujo a un
conflicto armado: los Templarios y los Caballeros Teutónicos
apoyaron a los venecianos; los Hospitalarios, a los genoveses. El
mismo año vio la muerte del gran maestre templar, Reginaldo de
Vichiers, quien fue sucedido por Tomás Bérard.
En 1258, los mongoles capturaron Bagdad, mataron al califa y
masacraron a la población. La aproximación de esa horda asiática
creó pánico entre los latinos de Siria y Palestina. Comprendiendo la
insensatez del disenso interno en un momento así, Tomás Bérard
hizo un pacto con los otros grandes maestres: Hugo de Revel, de
los Hospitalarios y Anno de Sangerhausen, de los Caballeros
Teutónicos, por el que se comprometían las tres órdenes a mantener
la paz. Alepo cayó en enero de 1260, y Damasco capituló en marzo.
Tomás Bérard les escribió a los oficiales templarios de Europa para
explicarles la devastación producida por los mongoles y pedirles
ayuda: tal era la urgencia que el correo templario, el hermano
Amadeo, llegó a Londres en sólo trece semanas, viajando desde
Dover a Londres en un solo día. Describió cómo los mongoles
usaban a los prisioneros cristianos, incluidas las mujeres, como
escudo humano contra sus enemigos. A menos que se conceda
ayuda, «una horrible aniquilación será pronto causada al
mundo».303
Las intenciones de los mongoles hacia los cristianos todavía eran
poco claras: en Bagdad, mientras habían masacrado a los
musulmanes, perdonaron a los cristianos. Por lo tanto, fueron los
mamelucos de Egipto quienes se dispusieron a hacerles frente,
pidiéndoles a los francos paso libre para su ejército. Aunque el
Consejo del reino aceptó en parte las condiciones, de hecho la
alianza fue vetada por el gran maestre de los Caballeros Teutónicos,
Anno de Sangerhausen. El ejército mameluco entró en Palestina y el
3 de setiembre de 1260, comandado por su sultán Kutuz, derrotó al
ejército mongol conducido por Kitbogha en Ain Jalut, al sur de
Nazaret. Kitbogha murió y un mes más tarde el mismo Kutuz fue
asesinado por el héroe de Mansurah, Baybars.
Al-Malik az-Zahir Rukn ad-Din Baybars era un turco kipchak de la
costa norte del mar Negro al que los mongoles habían vendido
como esclavo al sultán ayubí de El Cairo. Adiestrado como miembro
de la guardia del sultán en una isla del Nilo, Baybars había
ascendido hasta convertirse en comandante de la misma y en uno
de los oficiales más capacitados del ejército egipcio. Fue Baybars
quien condujo la caballería egipcia en la batalla de La Forbie en
1244. Fue Baybars quien, como comandante en Mansurah durante
la cruzada del rey Luis, atrapó y masacró al conde Roberto de Artois
y su fuerza de franceses, ingleses y caballeros Templarios. Fue
Baybars quien, junto con otros oficiales mamelucos, mató al sultán
ayubí Turanshah, sobrino de Saladino. Y fue Baybars quien condujo
la vanguardia del ejército egipcio contra los mongoles en la batalla
de Ain Jalut.
Enojado porque el sultán Kutuz se había negado a recompensarlo
con la ciudad de Alepo, Baybars mató a su amo y se apoderó del
trono. De inmediato demostró tener como gobernante la misma
capacidad que tenía como soldado: volvió a fortificar las ciudadelas
destruidas por los mongoles, reconstruyó la flota egipcia y, más
tarde, expulsó a los asesinos de sus fortalezas y a los últimos
sucesores de Saladino de sus principados de Siria, uniendo, como
lo había hecho Saladino, Siria y Egipto bajo su dominio.
Al principio, los latinos de Outremer no lograron apreciar el
significado de la victoria mameluca de Ain Jalut para el equilibrio de
poder de la región. En febrero de 1261, Juan de Ibelin y Juan de
Giubelet, mariscal del reino, condujeron a 900 caballeros, 1.500
turcopoles y 3.000 soldados de infantería, entre ellos fuertes
contingentes de Templarios de Acre, Safed, Beaufort y Castillo
Peregrino, contra un ejército salteador turcomano. Las fuerzas
latinas fueron derrotadas; el mariscal templario, Esteban de Sissey,
fue uno de los pocos en escapar con vida. Las posteriores
negociaciones con Baybars por la liberación de los prisioneros
cristianos cayeron por tierra cuando los Templarios y los
Hospitalarios se negaron a entregar a algunos de sus prisioneros
musulmanes porque valoraban su capacidad.
Enfurecido por lo que entendió como una manifestación de
grosera codicia, Baybars saqueó Nazaret y cayó sobre Acre,
hiriendo al senescal, Godofredo de Sargines, mientras peleaba fuera
de los muros de la ciudad. Con los mongoles en Siria como una
amenaza latente para su retaguardia, Baybars no estaba en
situación de sitiar Acre, pero los francos no podían oponer ninguna
fuerza para evitar que sus tropas entraran a voluntad desde Egipto a
Palestina. En 1265, Baybars apareció de repente con un gran
ejército ante Cesarea, recientemente refortificada por el rey Luis IX.
La ciudad se rindió el 27 de febrero; la ciudadela, una semana más
tarde. Unos días después fue el turno de Haifa, donde aquellos
habitantes que no habían huido fueron asesinados.
El siguiente blanco de Baybars fue la fortaleza templaria del
castillo Peregrino, pero mientras que el pueblo de extramuros fue
tomado e incendiado, el castillo en sí demostró ser inexpugnable,
por lo que Baybars se dirigió entonces al castillo hospitalario de
Arsuf. Allí, después de que las máquinas de guerra egipcias hicieran
una brecha en la muralla y de que cayera un tercio de los 270
Hospitalarios, se acordaron con el comandante cristiano términos de
rendición que garantizaban la libertad de los supervivientes, acuerdo
que Baybars no cumplió, al hacer prisioneros a los caballeros que
quedaban con vida.
En junio de 1266, Baybars sitió la gran fortaleza templaria de
Safed. Sus imponentes fortificaciones, reconstruidas hacía muy
poco, soportaron el primer ataque, pero el tamaño mismo del castillo
significaba que una gran parte de la guarnición estaba compuesta
por cristianos sirios, a quienes los emisarios de Baybars prometieron
perdonar la vida si se rendían. Al comprobar que no serían liberados
y que los soldados turcopoles empezaban a desertar, el comandante
templario envió a un sargento sirio nativo llamado León Cazelier a
negociar la rendición. Cazelier regresó con la garantía de Baybars
de entregarles un salvoconducto para ir a Acre, pero la única vida
que se salvó fue la de Cazelier. Una vez que los egipcios tomaron el
control del castillo, las mujeres y los niños fueron hechos prisioneros
para ser vendidos como esclavos en El Cairo, en tanto que los
Templarios fueron decapitados.
La pérdida de Safed tras un sitio de sólo dieciséis días fue una
catástrofe para los francos de Outremer y una humillación para el
Temple. Baybars refortificó el bastión y concedió a los mamelucos el
control de Galilea y los accesos a las ciudades costeras de Acre,
Tiro y Sidón. Para mostrar a los francos el destino que les
aguardaba, las cabezas de los Templarios decapitados fueron
expuestas en círculo alrededor del castillo.
La siguiente fortaleza en caer, tras una resistencia simbólica, fue
Toron. Avanzando sin obstáculos por la costa mediterránea, los
soldados de Baybars mataban a todo cristiano que capturaban. En
la primavera de 1268, Jaffa se rindió al ejército mameluco en menos
de un día. A la guarnición se le permitió la retirada a Acre, pero la
ciudad fue demolida y sus habitantes cristianos aniquilados. Le llegó
entonces el turno a la fortaleza de Beaufort, recientemente
guarnecida por los Templarios; Beaufort cayó el 18 de abril, tras un
bombardeo de diez días.
Para el 14 de mayo, Baybars había llegado a Antioquía, que,
pese a su declinación como centro comercial, seguía siendo la
ciudad cristiana más importante de Outremer. Su gobernante, el
príncipe Bohemundo, estaba en Trípoli; la guarnición, bajo las
órdenes del condestable, Simón Mansel, era muy pequeña para
controlar las largas murallas que habían frustrado tanto tiempo a los
soldados cristianos de la primera Cruzada. El 18 de mayo, los
mamelucos entraron por una brecha y tomaron la ciudad. Los
habitantes fueron o bien masacrados, o capturados como esclavos.
Saquearon los mercados y las elegantes casas, que luego
abandonaron. La que fuera en su día la gran metrópolis del Imperio
romano y el primer premio de los cruzados latinos jamás se
recuperaría de esa devastación, decayendo hasta ser finalmente
borrada del mapa.
Con la captura de Antioquía y, poco antes, de Sis, la capital de
Armenia Cilicia, la fortaleza templaria de las montañas Amanos
quedaba expuesta. Al enterarse de que Antioquía había caído en
sólo unos días, la guarnición templaria de Gaston (Baghras), el
inexpugnable castillo que protegía el Paso Sirio (Paso Belén),
determinó que sería imposible aguantar el asalto. No obstante,
rendir una fortaleza en territorio fronterizo sin el permiso del gran
maestre era una grave violación de las reglas de la Orden, y el
comandante resolvió por lo tanto resistir al ejército mameluco lo
mejor que pudiera. Pero, durante el almuerzo, uno de los hermanos,
Guis de Belin, salió de la fortaleza con las llaves de la puerta y se
las llevó a Baybars diciéndole que la guarnición templaria quería
rendirse.
El comandante y los caballeros Templarios estaban dispuestos a
negar esa rendición no autorizada, pero los sargentos Templarios no
se mostraban tan decididos. Con la perspectiva de que estos últimos
desertasen, y comprendiendo que a esa altura Baybars conocería
por Guis de Belin la debilidad de su posición, el comandante ordenó
evacuar la fortaleza. En esto previó correctamente las órdenes del
gran maestre, quien había enviado al hermano Palestort con el
mensaje de replegarse a La Roche Guillaume; al llegar a Acre, sin
embargo, los caballeros fueron acusados de rendir el castillo sin
autorización. Dadas las circunstancias, el castigo de expulsión del
Temple fue reducido a la pérdida de sus hábitos por un año; y podría
haber sido menor todavía si hubieran destruido las armas y
suministros que había en Gaston antes de abandonarlo.304

Al enterarse de la caída de la fortaleza Safed en 1267, el rey Luis


IX tomó la cruz una vez más. Pero la pureza de las intenciones del
rey se hallaba ahora contaminada por las ambiciones de su
hermano Carlos, conde de Anjou, quien le había arrebatado la
corona de Sicilia a los Hohenstaufen con la bendición del Papa. En
1268 el joven nieto de Federico II, Conradino, fue derrotado en la
batalla de Tagliacozzo mientras intentaba recuperar su patrimonio;
posteriormente fue ejecutado. Carlos, con ansias de establecer un
imperio en el Mediterráneo oriental, convenció a su hermano Luis de
que debía tomar Túnez antes de invadir Egipto. Al igual que en el
delta del Nilo veinte años antes, Luis tuvo cierto éxito inicial,
capturando Cartago, pero volvió a caer enfermo y esta vez no se
recobró. Murió el 25 de agosto de 1270. Su cuerpo fue llevado de
regreso a Francia vía Lyon y la abadía de Cluny, con multitudes
reunidas a lo largo del camino para presentar sus últimos respetos
al piadoso monarca, que fue enterrado en París en la abadía de
Saint-Denis, actual mausoleo de los reyes Capetos.

La cruzada de Luis se desintegró tras su muerte y Baybars, que


se había replegado a Egipto aprestándose para una posible invasión
de los francos, pudo entonces continuar su inexorable reducción de
las fortalezas latinas de Oriente. En febrero de 1271, el castillo
templario de Chastel Blanc se rindió por consejo del gran maestre,
permitiendo a su guarnición replegarse a Tortosa. En marzo le tocó
a Krak des Chevalier, la magnífica fortaleza de los Hospitalarios.
Fue defendida con fiereza, pero se rindió finalmente el 8 de abril.
Otro castillo de los Hospitalarios, Akkar, cayó el 1 de mayo tras un
sitio de dos semanas. Baybars marchó entonces hasta Montfort,
bastión de los Caballeros Teutónicos, que se rindió tras un sitio de
siete días. Era la última fortaleza del interior en poder de los francos.
Las ciudades costeras que aún estaban en manos de los francos
fueron reforzadas por contingentes de cruzados europeos
conducidos por Teobaldo Visconti —el archidiácono de Liège que,
como legado papal en Londres, había tomado la cruz en Saint Paul
— y, más significativamente, por el príncipe Eduardo de Inglaterra,
el sobrino de Ricardo de Cornwall e hijo y heredero del rey Enrique
III. De poco más de treinta años, capaz y enérgico, Eduardo fue
alentado por su padre a cumplir los votos que éste había hecho con
frecuencia pero nunca se sintió en condiciones de cumplir. Eduardo
fue primero a Túnez para reunirse con el rey Luis, y allí fue
informado de la muerte del monarca. Se dirigió entonces a Sicilia,
donde estuvo un tiempo con su tío, Carlos de Anjou; partió luego a
Chipre y finalmente llegó a Acre en mayo de 1271, poco después de
la caída de Krak des Chevaliers.
Eduardo quedó consternado por lo que encontró en Outremer: no
sólo la incapaciad de las fuerzas nativas para conservar las
fortalezas del interior, sino el celo con que las repúblicas marítimas
italianas comerciaban con el enemigo. Los venecianos abastecían a
Baybars del metal y la madera que le hacían falta para sus armas y
máquinas de guerra, y los genoveses le proporcionaban esclavos
para sus regimientos mamelucos, unos y otros bajo licencia de la
Suprema Corte de Acre. Descubrió que los caballeros de Chipre
eran reacios a pelear en Siria, y que los mongoles, a quienes envió
una embajada de tres ingleses, no estaban en condiciones de
prestarle mucha ayuda. Al no haber logrado que los barones
ingleses se unieran a él en la cruzada, las fuerzas de Eduardo se
limitaban a unos mil hombres; suficientes para algunas incursiones
en territorio musulmán, pero totalmente inadecuadas para equilibrar
el poder subyacente.
Baybars sabía esto pero, con los mongoles siempre al acecho en
la retaguardia, no podía avanzar sobre los dominios costeros de los
cristianos. La llegada de Eduardo en mayo de 1271 lo había llevado
a proponer una tregua a Bohemundo de Trípoli, tregua que
Bohemundo aceptó con alivio. Ahora, un año más tarde, llegó a un
acuerdo similar con el reino de Acre: la integridad de su territorio
estaría garantizada durante los siguientes diez años y diez meses.
Ningún bando vio el pacto como un arreglo permanente: Eduardo
construyó una torre en Acre, que dejó a cargo de la Orden de San
Eduardo, que él fundó. Se embarcó luego a Londres con la intención
de volver con fuerzas más numerosas, pero al llegar a casa se
encontró con que su padre había muerto y que ahora el rey era él;
ascendió al trono como Eduardo I.

294 Jean de Joinville, The Life of Saint Louis, traducido por M. R.


B. Shaw, Harmondsworth, 1963, p. 175.
295 Keen, The Penguin History of Medieval Europe, p. 133.
296 Joinville, The Life of Saint Louis, p. 201.
297 Ibíd., p. 222.
298 Véase Robert Irwin, «Islam and the Crusades», en The
Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 238.
299 Joinville, The Life of Saint Louis, p. 277.
300 Ibíd., p. 288.
301 Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem, p. 414.
302 Mayer, The Crusades, p. 253.
303 Flores Historiarum, citado en Barber, The New Knighthood, p.
157.
304 Véase Judi Upton-Ward, «The Surrender of Gaston» en
Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring
for the Sick, pp. 186-187.
14

La caída de Acre

Otro cruzado ascendido cuando se encontraba fuera de Europa


fue el compañero de armas de Eduardo, Teobaldo Visconti, el
archidiácono de Liège: mientras se hallaba en Acre, llegaron de
Europa dos emisarios para decirle que había sido elegido como
nuevo Papa. Tras años de disputa, los cardenales católicos reunidos
en Viterbo habían sido encerrados en el palacio papal por los
prefectos de la ciudad para obligarlos a tomar una decisión; luego
los habían expuesto a los elementos, quitándoles el techo del
palacio; finalmente, les habían negado todo alimento, hasta que al
fin llegaron a un acuerdo.
Bajo el nombre de Gregorio X, el Papa electo regresó primero a
Viterbo y luego a Roma, a la que sus dos predecesores habían
evitado, donde fue coronado con la tiara papal el 27 de marzo de
1272. En espíritu, sin embargo, seguía estando en Palestina:
«Conservaba un vívido recuerdo de Jerusalén y trabajó para su
recuperación. Su genuina devoción por la causa de Tierra Santa se
convirtió en la base de su política.»305 Antes de cumplirse un mes
de su nombramiento, llamó a un concilio general de la Iglesia a
reunirse en Lyon. La prioridad de la agenda era una nueva cruzada,
y pedía que se presentaran propuestas teniendo en cuenta el
fracaso de la expedición de Luis IX a Túnez dos años antes.
Como requisito previo para una cruzada de éxito, Gregorio X hizo
lo posible por reconciliar a las facciones beligerantes de Europa, e
intentó también acercamientos con el emperador griego de
Constantinopla, Miguel VIII Paleólogo, invitándolo a enviar
delegados a Lyon con la idea de unir las dos Iglesias. Después de
tantos reveses, la prédica de una cruzada ya no era frontal:
Humberto de Romanos, el quinto maestre general de la Orden de
los Hermanos Predicadores, los dominicos de Domingo de Guzmán,
había advertido a los frailes en su manual, De predicatione sancte
crucis, que debían estar preparados para responder a críticas
directas y hostiles, y que sus sermones muchas veces se toparían
«con la burla y el desdén».306 Humberto hizo una lista de los
argumentos usados por sus opositores; por ejemplo, que era
incompatible con las enseñanzas de Cristo matar en nombre de la
Iglesia: «Los defensores de las misiones pacíficas a tierra infiel eran
muy numerosos en la época del Segundo Concilio de Lyon.»307
Incluso entre aquellos que respaldaban una nueva cruzada, había
amplio consenso en que la misma no debía basarse en una leva
popular como se vio en la primera Cruzada —el passagium generale
— sino, como proponía Gilbert de Tournais, en una fuerza
expedicionaria de soldados profesionales, el passagium particulare.
Un solo monarca europeo, el rey Jaime de Aragón, asistió al
concilio reunido en Lyon el 7 de mayo de 1274. La ausencia del
antiguo camarada de armas del Papa, Eduardo I de Inglaterra, fue
una particular decepción porque podría haber aportado a los padres
del concilio la ventaja de su experiencia. Sin el rey Eduardo ni el rey
Felipe III de Francia, Gregorio recurrió al consejo de los grandes
maestres de las órdenes militares: Hugo Revel, del Hospital, y
Guillermo de Beaujeu, elegido gran maestre del Temple tras la
muerte de Tomás Bérard el año anterior.
Guillermo era un Templario de carrera, con amplia experiencia en
Palestina como combatiente y administrador. En 1261 había sido
capturado durante un ataque y rescatado más tarde; había sido
preceptor templario en Trípoli en 1271, y era preceptor del reino de
Sicilia en el momento de su elección. No obstante, su ascenso se
debió seguramente a sus vínculos con la corona francesa. Su tío
había peleado junto a Luis IX en el Nilo, y a través de su abuela
materna, Sibila de Hainault, estaba emparentado con la familia real
de los Capetos. Los reyes franceses no sólo habían sido la fuente
europea de ayuda más fiable para Tierra Santa, con una fuerza
permanente de caballeros y ballesteros en Acre, sino que, con el
triunfo de Carlos de Anjou sobre su rival Hohenstaufen en la batalla
de Tagliacozzo, el dominio francés se extendía ahora a todo el
Mediterráneo. Como resultado, Guillermo de Beaujeu, en el Concilio
de Lyon, se opuso a la propuesta presentada por el rey Jaime I de
Aragón de enviar una fuerza de 5.000 caballeros y 2.000 soldados
de infantería como vanguardia de un passagium generale,
argumentando que hordas de cruzados entusiastas pero
indisciplinados y transitorios no serían de ninguna utilidad. Lo que
hacía falta era, primero, una guarnición permanente en Tierra Santa,
reforzada periódicamente por pequeños contingentes de soldados
profesionales, y segundo, un bloqueo comercial a Egipto para minar
su economía.
Guillermo de Beaujeu sostuvo que, como requisito previo para
ese bloqueo, los cristianos tendrían que establecer en el
Mediterráneo oriental una supremacía naval que no dependiera de
las repúblicas marítimas italianas —Venecia, Génova y Pisa—
porque el comercio de éstas con Egipto era sencillamente
«demasiado lucrativo para ser abandonado»,308 con los venecianos
incluso utilizando Acre para vender a Egipto material bélico
procedente de Europa. Siguiendo ese consejo, el Concilio de Lyon
ordenó a los grandes maestres del Temple y el Hospital construir
una flota de barcos de guerra.
Había otra razón para que los Templarios apoyasen a Carlos de
Anjou: le había comprado los derechos al trono de Jerusalén a una
pretendiente legítima, María de Jerusalén, por mil libras de oro y una
pensión anual de 4.000 livres tournois. Para los Templarios, y sin
duda para el Papa, un único soberano de la casa real francesa era,
de lejos, mucho mejor base política que un reino mixto de Sicilia y
Jerusalén para preservar la presencia latina en Tierra Santa; pero
esto ponía a la Orden en conflicto con la nobleza nativa del reino de
Acre, que apoyaba el reclamo del rey Hugo de Chipre. Cuando
Guillermo de Beaujeu regresó a Acre en 1275 y se negó a reconocer
la autoridad del rey Hugo, éste volvió a Chipre sumamente
indignado y le escribió al Papa quejándose de que las órdenes
militares hacían ingobernable Tierra Santa.
Carlos de Anjou, que también tenía el apoyo del papa Gregorio X,
envió un bailli a Acre, Roger de San Severino, para gobernar en su
nombre. La nobleza nativa no vio otra alternativa que aceptar la
autoridad de Roger, que éste ejercía junto con Guillermo de
Beaujeu. Con el fin de recuperar su posición, el rey Hugo hizo dos
campañas con fuerzas expedicionarias, a Tiro en 1279 y a Beirut en
1284, ambas frustradas en gran medida por los Templarios. El
precio pagado por la Orden fue el secuestro o la destrucción de sus
propiedades en Chipre, lo que a su vez generó protestas del
Papa.309
De modo más arbitrario, Guillermo de Beaujeu involucró además
al Temple en una prolongada disputa entre Bohemundo VII de
Trípoli y su principal vasallo por la mano de una heredera, que
condujo a una pequeña guerra civil. Ese conflicto intestino entre los
cristianos latinos, en un momento en que su reino ya estaba en una
situación peligrosa, escandalizó a la opinión europea y debilitó la
autoridad moral del gran maestre templar, creándole «una imagen
de parcial y poco digno de confianza, una imagen que más tarde se
vería reflejada en algunos de los juicios ulteriores sobre él y sobre
los últimos años de los Templarios en Palestina».310
A finales de marzo de 1282, toda la base de la política de
Guillermo se vio debilitada por la revuelta de los sicilianos contra
Carlos de Anjou. Comenzó con un altercado a las puertas de la
catedral de Palermo durante el canto de vísperas que terminó en un
ataque a la guarnición francesa. Carlos, un hombre arrogante y frío
sin ninguna de las prudentes cualidades de su piadoso hermano,
Luis IX, ya había tenido problemas con los sicilianos en general a
causa de su gobierno opresivo, y con el pueblo de Palermo en
particular por mudar su capital a Nápoles, acelerando con ello la
decadencia económica de la ciudad. Incitado por el pretendiente
rival al trono de Sicilia, Pedro III de Aragón, el pueblo de Palermo
completó el ataque a los soldados franceses fuera de la catedral con
la masacre de los 2.000 franceses que vivían en la ciudad.
El desembarco de un ejército aragonés en Trapani, unos meses
más tarde, inició una guerra que terminó con todas las esperanzas
de ayuda que abrigaban los latinos de Tierra Santa. El papa Martín
IV proclamó una cruzada, no contra los sarracenos sino contra los
aragoneses. Como otras cruzadas proclamadas contra los enemigos
del papado en el siglo XIv, envilecía el concepto entero de guerra
santa. No es que simplemente Europa se escandalizara ante una
guerra contra los enemigos cristianos del Papa, sino que había
además una explícita desviación de recursos. El 13 de diciembre, el
papa Martín IV —un francés, Simón de Brie— autorizó al rey Felipe
III de Francia a retirar 100.000 livres tournois del Temple de París,
producto del impuesto destinado a la cruzada, para financiar la
guerra contra los sicilianos y los aragoneses. El impuesto del diez
por ciento a la Iglesia que se había recaudado en Hungría, Sicilia,
Cerdeña, Córcega, Provenza y Aragón, y que sumaba unas 15.000
onzas de oro, le fue cedido a Carlos de Salerno, el hijo y heredero
de Carlos de Anjou. Las consecuencias para Tierra Santa eran
claras, o lo eran en todo caso para los propagandistas opositores
del Papa. Bartolomeo de Neocastro describe a un caballero
templario reprochándole al papa Nicolás IV: «Podríais haber
liberado Tierra Santa con el poder de los reyes y la fuerza de los
demás fieles de Cristo... pero preferisteis atacar a un rey cristiano y
a los sicilianos cristianos, armando a reyes contra un rey para
recuperar la isla de Sicilia.»311
En Tierra Santa, las Vísperas Sicilianas habían hecho
insostenible la posición de Odo Poilechien, el nuevo bailli de Carlos
de Anjou, y los Templarios desviaron su apoyo hacia el rey Enrique
II de Chipre, el hijo y heredero de Hugo. Con un extraño consenso,
los grandes maestres de los Templarios, los Hospitalarios y los
Caballeros Teutónicos persuadieron a Odo Poilechien de que les
entregara la ciudadela de Acre, para luego entregársela ellos al rey.
Seis semanas más tarde, después de la coronación del joven rey en
Tiro, la corte regresó a Acre, donde su ascenso fue celebrado con
juegos, espectáculos y torneos ofrecidos por los Hospitalarios. La
nobleza joven de Outremer representó escenas de Los caballeros
de la Mesa Redonda y de La Reina de las Mujeres, en la que
caballeros vestidos de mujer simulaban justas. Las celebraciones
duraron dos semanas.

Un factor que hasta allí había obrado a favor de los latinos de


Palestina era el caos que siempre seguía a la muerte de un
gobernante musulmán; por ejemplo, tras la muerte de Saladino. Sin
embargo, después de la muerte de Baybars en 1177, en menos de
tres años sus ineptos hijos fueron reemplazados por Qalawun, el
comandante más competente de Baybars. La principal inhibición del
nuevo sultán para no atacar a los francos había sido un miedo
residual a Carlos de Anjou: eliminada la misma por las Vísperas
Sicilianas en 1282, ya no había nada que le impidiera proseguir con
la ambición de Baybars de echar a los francos al mar.
En 1287, Qalawun envió a uno de sus emires a atacar Latakia, el
único puerto de Antioquía que todavía permanecía en manos de los
cristianos. No se hizo nada por ayudarla, y Latakia cayó después de
una resistencia simbólica. En 1288, aprovechando una disputa por
el gobierno de Trípoli tras la muerte de Bohemundo VII, Qalawun
preparó en secreto un asalto a la ciudad. Su plan fue delatado por
un espía pagado por el Temple, el emir al-Fakhri, y Guillermo de
Beaujeu escribió para advertir a los ciudadanos de Trípoli pero, por
su fama de doble intencionado, no le creyeron, y así el ejército de
Qalawun los tomó desprevenidos. Cuando las tropas mamelucas
irrumpieron en la ciudad, el comandante templario, Pedro de
Moncada, se quedó y fue asesinado junto con todos los prisioneros
varones: las mujeres y los niños fueron tomados como esclavos.
Cuando la ciudad estuvo en sus manos, Qalawun ordenó arrasarla
por completo para evitar cualquier retorno de los francos.
En teoría, el reino de Acre aún estaba protegido por la tregua,
pero Qalawun pronto encontró un pretexto para romperla. Un
entusiasta pero indisciplinado grupo de cruzados, recién llegados
del norte de Italia, respondió al rumor de que una mujer cristiana
había sido seducida por un sarraceno atacando a todos los
musulmanes de la ciudad de Acre. Los barones latinos y las órdenes
militares hicieron lo posible para detener la matanza, pero muchos
musulmanes fueron asesinados. Cuando Qalawun se enteró de la
masacre, exigió que los responsables le fueran entregados para su
ejecución. Las autoridades de Acre se negaban a entregar cruzados
cristianos a los infieles. Guillermo de Beaujeu propuso enviar en su
lugar a todos los condenados encerrados en las cárceles de la
ciudad, pero la sugerencia fue rechazada. En vez de ello, el rey
Enrique envió emisarios ante Qalawun para explicar que los
lombardos eran recién llegados que aún no habían comprendido la
ley, y que de todos modos habían sido los mercaderes musulmanes
quienes habían empezado los disturbios.
Eso no era suficiente para Qalawun. Según sus asesores, tenía
una causa justa para romper la tregua. Qalawun ordenó entonces a
su ejército prepararse en secreto para un asalto a Acre. El emir al-
Fakhri le pasó de nuevo la información a Guillermo de Beauje, y una
vez más al gran maestre templar no le creyeron. Desesperado,
Guillermo de Beaujeu envió a su propio emisario a El Cairo para
negociar con Qalawun, quien le ofreció la paz a cambio de un
sequin22* por cada habitante de Acre. Guillermo aconsejó esa oferta
a la Corte Suprema de Acre, que la rechazó con desdén. El mismo
Guillermo fue acusado de traición y maltratado por la multitud
cuando abandonó la sala.
El 4 de noviembre de 1290, Qalawun partió hacia Acre a la
cabeza de su ejército, pero cayó enfermo y murió una semana más
tarde. Fue sucedido por su hijo al-Ashraf, quien, mientras su padre
agonizaba, le prometió que continuaría la guerra contra los francos.
Nuevos emisarios de Acre, entre ellos un caballero templario,
Bartolomeo Pizan, fueron encerrados en prisión; y en marzo de
1291, varios ejércitos de al-Ashraf de Siria y Egipto comenzaron a
converger en Acre, con más de cien máquinas de guerra, catapultas
y mangonelas gigantes. El 5 de abril al-Ashraf llegó ante las
murallas de Acre y comenzó el sitio.
La cristiandad se había enterado de los planes musulmanes para
Acre desde hacía más de seis meses, pero había hecho poco por
reforzar sus tropas en Tierra Santa. Las órdenes militares habían
pedido caballeros de Europa; el rey Eduardo I había enviado
algunos al mando de Otto de Grandson; y el rey Enrique, un
contingente de tropas de Chipre. A lo sumo, las fuerzas cristianas
sumarían en total unos mil caballeros y mil cuatrocientos soldados
de infantería, entre ellos los indisciplinados lombardos. La población
de la ciudad se calculaba en cuarenta mil personas, y todo hombre
no discapacitado ocupó su lugar en las murallas. Al norte se hallaba
el suburbio de Montmusard, protegido por una doble muralla y un
foso; y entre Montmusard y la propia Acre había otra muralla con
foso que unía torres fortificadas construidas por destacados
cruzados, como el príncipe Eduardo de Inglaterra.
A cada contingente de las fuerzas defensoras se le asignó un
sector de las murallas. Los Templarios, a las órdenes de Guillermo
de Beaujeu, controlaban el extremo norte, donde las murallas de
Montmusard llegaban hasta el mar. A su lado estaban los
Hospitalarios y, en la unión con las murallas de Acre, los caballeros
reales comandados por Amalrico, el hermano del rey, reforzados por
los Caballeros Teutónicos; luego venían los franceses, los ingleses,
los venecianos, los pisanos y finalmente las tropas de la Comuna de
Acre.
El sitio comenzó el 6 de abril con el bombardeo de las catapultas
y mangonelas del sultán. Cubiertas por una lluvia de saetas
apuntadas a los defensores, las máquinas mamelucas avanzaron
para minar las torres y murallas.
Aunque adecuadamente abastecidos de comida por mar, los
cristianos estaban escasos de armas y soldados para controlar las
murallas. La noche del 15 de abril, Guillermo de Beaujeu dirigió una
salida para atacar el campamento musulmán pero, tras un éxito
inicial, los caballeros se enredaron entre las cuerdas tensoras de las
tiendas y fueron forzados a la retirada, dejando dieciocho muertos.
El 8 de mayo, la primera de las torres debilitadas por las máquinas
musulmanas estaba a punto de desmoronarse, lo que obligó a su
guarnición a prenderle fuego y replegarse.
En el curso de la semana comenzaron a derrumbarse otras
torres, y el 16 de mayo los mamelucos lanzaron un ataque a la
puerta de San Antonio, rechazado por los Templarios y
Hospitalarios. El 15 de mayo, mientras descansaban, a Guillermo de
Beaujeu le avisaron de que los mamelucos habían capturado la
Torre Maldita. Sin ni siquiera ponerse la armadura, salió a conducir
un contraataque, pero fue repelido y cayó herido. Sus hermanos
templarios lo llevaron de vuelta a la fortaleza de la Orden, en el
extremo suroeste de la ciudad. Murió esa misma noche.
El mariscal de los Hospitalarios, Mateo de Clermont, que había
estado con Guillermo de Beaujeu, regresó a la batalla y fue
aniquilado. El gran maestre del Hospital, Juan de Villiers, también
fue herido pero no mortalmente, y sus hermanos lo llevaron a una
galera del puerto. En los muelles todo era confusión y, los que
podían, trataban de abandonar la ciudad ya sentenciada. El rey
Enrique y su hermano Amalrico zarparon a Chipre. Otto de
Grandson y Juan de Grailly se apropiaron de un barco. Multitud de
fugitivos desesperados se arrojaban al agua para nadar hasta las
galeras ancladas a cierta distancia de la costa. El patriarca, Nicolás
de Hanape, subió a tantos en el bote que lo llevaba hasta una galera
que la pequeña embarcación volcó y el patriarca se ahogó.
Roger de Flor, el comandante de una galera templaria, forjó su
posterior carrera como pirata pidiendo extorsivamente grandes
sumas de dinero a las ricas matronas de Acre a cambio de un lugar
en su barco. Pero finalmente el puerto fue aislado por las fuerzas
mamelucas que se abrían paso peleando por las calles, matando
hombres, mujeres y niños, sin distinción. Los que se escondieron en
sus casas hasta que hubiera pasado la furia de la batalla fueron
apresados y esclavizados: eran tantos que el precio de una
muchacha en el mercado de esclavos de Damasco cayó a un
dracma, y «muchas mujeres y niñas desaparecieron para siempre
en los harenes de los emires mamelucos».312
Al anochecer del 18 de mayo, toda Acre estaba en manos de los
musulmanes, salvo la fortaleza costera del Temple, en el extremo
suroeste de la ciudad. Allí, los Templarios que aún quedaban bajo el
mando de su mariscal, Pedro de Sevrey, resistían con civiles que se
habían refugiado detrás de los macizos muros del fuerte. De Chipre
llegaban galeras para abastecerlos, y su fuerza residual fue
suficiente para inducir al sultán al-Ashraf a negociar. Se acordó que
los Templarios rendirían la fortaleza, a cambio de lo cual todos los
que estaban en el complejo podrían embarcar sin obstáculos con
todas sus posesiones. Pero el emir, con un centenar de mamelucos
que fueron admitidos para supervisar esa tregua, se adueñó
inmediatamente de los bienes de los civiles y comenzó a maltratar a
las mujeres y a los niños cristianos. Enfurecidos, los Templarios
mataron a los mamelucos y arrancaron el estandarte del sultán que
habían izado en la torre.
Esa noche, protegido por la oscuridad, el comandante templario,
Teobaldo Gaudin, siguiendo órdenes del mariscal, se hizo a la mar
con el tesoro de la Orden y algunos de los civiles, rumbo al fuerte
templario de Sidón. A la mañana siguiente, el sultán al-Ashraf pidió
reanudar las negociaciones por la rendición. El mariscal, Pedro de
Sevrey, con un pequeño grupo de caballeros, salió de la fortaleza
con un salvoconducto y se dirigió al campamento del sultán. Al
llegar, fueron apresados y decapitados. Los que quedaban detrás de
los muros del Temple cerraron las puertas y esperaron el asalto final
de los musulmanes. El 28 de mayo, parte de la muralla que daba al
mar se desmoronó y los mamelucos ingresaron en gran cantidad por
la brecha. Los últimos defensores fueron masacrados. Acre fue
finalmente tomada.

En Sidón, Teobaldo Gaudin fue elegido gran maestre, como


sucesor de Guillermo de Beaujeu; era un soldado experimentado
que había servido en Tierra Santa, primero como capitán de los
turcopoles de la Orden y luego como comandante de Acre, durante
treinta años. Permaneció en Sidón un mes más después de la caída
de Acre y, cuando apareció un ejército mameluco ante los muros de
la ciudad, se replegó con la guarnición templaria a la ciudadela que
estaba frente a la costa. Tiro ya se había rendido a los mamelucos;
Acre, en tanto, había sido demolida por orden del sultán, quien hizo
llevar a El Cairo el portal de la iglesia de San Andrés para
rememorar la gloriosa victoria de al-Ashraf.
Todavía con la idea de resistir, Teobaldo de Gaudin se embarcó a
Chipre para buscar refuerzos, llevándose con él el tesoro de la
Orden. No regresó. Aconsejado por sus hermanos de Chipre de
dejar Sidón, y al ver que los mamelucos habían empezado a
construir un paso elevado, los Templarios abandonaron el castillo y
navegaron por la costa hasta Tortosa. Haiffa cayó el 30 de julio;
Beirut, un día más tarde, cuando fueron demolidas sus murallas y
convertida en mezquita su catedral. Tortosa fue evacuada el 3 de
agosto, y once días después, los Templarios se retiraron de su
mayor fortaleza, el inexpugnable Castillo Peregrino. Todo lo que
quedaba era la guarnición de la isla de Ruad, a tres kilómetros y
medio de la costa frente a Tortosa.
Allí, los Templarios mantuvieron una guarnición durante doce
años. En ese período, los musulmanes demolieron las ciudades y
arrasaron la tierra del litoral mediterráneo.
En poco tiempo, la presencia de los francos en tierras de Asia
eran ruinas en medio de la arena.

305 Sylvia Schein, Fidelis Crucis: The Papacy, the West, and the
Recovery of the Holy Land, 1274-1314, Oxford, 1991, p. 20.
306 James A. Brundage, «Humbert of Romans and the
Legitimacy of Crusader Conquests», en Kedar (ed.), The Horns of
Hattin, p. 311.
307 Schein, Fidelis Crucis, p. 25.
308 Ibíd., 41.
309 Véase Peter Edbury, «The Templars in Cyprus», en Barber
(ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring for the
Sick, p. 193.
310 Barber, The New Knighthood, p. 176.
311 Citado en Schein, Fidelis Crucis, p. 67.
312 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 420.

22* Antigua moneda de oro. (N. del T.)


TERCERA PARTE

LA CAÍDA DE LOS TEMPLARIOS


15

El Temple en el exilio

Aunque fue prevista, la caída de Acre conmocionó a la cristiandad


latina y le imprimió un carácter urgente a los planes del papa Nicolás
IV de llevar a cabo una nueva cruzada, que se proclamó el 29 de
marzo de 1291, dos meses antes de que las noticias llegaran a
Europa, gracias a que el tratado de Bignoles le había puesto fin al
embrollo siciliano el mes anterior. Iba a ser conducida por el rey
inglés Eduardo I, quien, después de encargarse de los galeses, se
sentía en condiciones de cumplir su añorada aspiración de volver a
Tierra Santa a la cabeza de un ejército: la fecha de su partida se fijó
para la fiesta de San Juan el Bautista, el 24 de junio de 1293.
La caída de Acre no se consideraba en aquel momento el fin de
la presencia latina en Tierra Santa. La opinión generalizada era que
los mongoles serían la salvación de los cristianos. La conversión al
cristianismo de algunos de los delegados mongoles enviados al ii
Concilio de Lyon generó la esperanza de que otros podrían seguir
su ejemplo, y la ansiedad convirtió la esperanza en expectativa. El
papa Nicolás IV, el primer fraile franciscano en ocupar la sede de
San Pedro, había enviado a un misionero franciscano, Giovanni di
Monte Corvino, a la corte del Gran Kublai Kan. Por otra parte,
todavía había presencia cristiana en las tierras asiáticas de Armenia
Cilicia, y Chipre seguía en manos de los francos. La estrategia del
Papa era reforzar esos puestos de avanzada cristianos y debilitar
Egipto con un bloqueo naval antes de enviar la cruzada del rey
Eduardo.
Las recriminaciones no fueron fuertes, en especial si se las
compara con las que siguieron al fracaso de la segunda Cruzada.
Tanto los lombardos que le habían dado a Qalawun una excusa para
romper la tregua, los habitantes de Outremer y su pecaminosa
decadencia, como, entre las clases bajas, los indecisos líderes de la
cristiandad, fueron culpados. «Llorad por la hija de Sión», escribió el
autor del tratado De Exidio Urbis Acconis:

Llorad por vuestros jefes, que os abandonaron. Llorad por


vuestro Papa, vuestros cardenales y prelados, y el clero de la
Iglesia. Llorad por los reyes, los príncipes, los barones, los
caballeros cristianos, que se llamaron a sí mismos grandes
guerreros, pero... dejaron esta ciudad llena de cristianos sin
defensa y la abandonaron, dejándola sola como a un cordero
entre lobos.313

El relajamiento moral de los cristianos fue comparado con el


fervor religioso de los musulmanes. Sin embargo, el Señor se había
mostrado dispuesto a perdonar Sodoma por el amor de diez justos,
y en Acre, a pesar de toda su decadencia, había habido muchos
más que diez. Treinta frailes dominicos de la ciudad habían sido
masacrados por los mamelucos tras la caída, y uno de sus
hermanos, el misionero Ricoldo de Monte Croce, que en ese
momento estaba en Bagdad, sufría profundamente por las burlas de
los musulmanes: Cristo no había salvado a los cristianos, lo cual
demostraba que era solamente un hombre. «También los judíos y
los mongoles se burlaban de los cristianos [...] Muchos cristianos
sacaron conclusiones extremas y se convirtieron al Islam.»314
Al descubrir en el mercado viejo de la ciudad el contenido de una
iglesia saqueada de Acre, Ricoldo compró un misal y una copia de
La moral de Job, del papa Gregorio Magno. El fraile se sintió al
borde de la desesperación. Mahoma había triunfado en la tierra
natal de Cristo. Todo a su alrededor era apostasía y sometimiento.
Los sacerdotes habían sido asesinados, las monjas convertidas en
concubinas, y «si los sarracenos continúan haciendo como hicieron
durante dos años con Trípoli y Acre, en unos años no quedarán
cristianos en todo el mundo».315
En Europa, lejos de las burlas de los musulmanes, y con el
destino de los cristianos de Asia atestiguado solamente de segunda
mano, nadie tuvo la osadía de convertir a Cristo en chivo expiatorio,
pero hubo una crítica retrospectiva de las repúblicas marítimas
italianas y las órdenes militares. Juan de Villiers, el maestre del
Hospital, que fuera herido y llevado a Chipre para su seguridad, le
escribió posteriormente a Guillermo de Villaret, el prior de Saint-
Gilles, en un tono que sugiere una plena conciencia de saber que se
le recriminaba no haber muerto en su puesto.316 La heroica muerte
de Guillermo de Beaujeu no eliminó del todo su fama de ser una
importante fuente de desunión en el reino latino. El papa Nicolás IV
declaró públicamente que las disputas entre el Temple y el Hospital
habían contribuido a la caída de Acre y sugirió que por lo tanto las
dos órdenes debían unirse. Eso fue refrendado por casi todos los
concilios de la Iglesia a partir de 1291, y acompañado con
llamamientos, como el del concilio de Canterbury reunido en el
Temple de Londres en febrero de 1292, para que la nueva cruzada
se pagara con los fondos de las dos órdenes. Sin embargo, cuando
Nicolás IV murió en 1293, los firmes planes de una nueva cruzada
murieron con él.

La sugerida fusión del Temple y el Hospital fue mal recibida por


ambas órdenes militares. Ninguna quería renunciar a su autonomía
y las dos sentían que estaban siendo el chivo expiatorio por el
fracaso de otros en la organización de la ayuda a Acre. Ambas
confiaban en que eran no sólo muy poderosas para ser
coaccionadas a unirse, sino también indispensables para cualquier
cruzada futura. No obstante, la defensa de Tierra Santa había sido
su razón de ser, y aunque su coraje en la defensa de Acre les había
dado crédito, la rendición de Sidón y el castillo Peregrino sin librar
batalla, si bien justificada por consideraciones estratégicas, no había
contribuido a su prestigio.
Con cierta clarividencia, después de la caída de Acre, la Orden
Teutónica había trasladado su cuartel general primero a Venecia y
luego, en 1309, a Marienburg, Prusia: de allí en adelante peleó
exclusivamente contra los paganos prusianos y lituanos. El Hospital,
como el Temple, se refugió en Chipre, donde tenía extensas
posesiones, estableciendo su convento en Limassol en 1292. Pero,
tras haber ampliado su flota de galeras para reforzar el bloqueo a
Egipto como había ordenado el ii Concilio de Lyon, los Hospitalarios
buscaban ahora una base libre de la jurisdicción del rey de Chipre.
La mirada del gran maestre, Foulques de Villaret, elegido en 1305,
se dirigió a la isla de Rodas.
Aunque nominalmente parte aún del Imperio bizantino, Rodas
había sido gobernada los últimos treinta años por filibusteros
genoveses. No había ningún poder soberano en el área egea: el sur
de Grecia estaba gobernado todavía por príncipes latinos; Creta y
algunas de las islas jónicas, por Venecia, y no se hacía mucha
distinción entre mercaderes y piratas, o entre mercenarios y
bucaneros. En marzo de 1302 el Temple de Chipre pagó un rescate
de 45.000 monedas de plata para obtener la liberación de Guy de
Ibelin y su familia, quienes habían sido raptados de su castillo de
Chipre por piratas.
Una buena idea del caos que prevalecía en el Mediterráneo en
esa época nos la proporciona la carrera de Roger de Flor, el
Templario que había extorsionado a las matronas de Acre a cambio
de un lugar en su barco. Según se decía, hijo de un halconero del
emperador Federico II, Richard von der Blume, tras la caída de los
Hohenstaufen lo habían aceptado como grumete en una galera
templaria anclada en el puerto de Brindisi. Tenía a la sazón
dieciocho años. Latinizó su nombre a Roger de Flor y se unió a los
Templarios, ascendiendo hasta obtener el mando de la galera
Falcon.
Expulsado de la Orden por su comportamiento en Acre, se dirigió
a Marsella y siguió luego a Génova, donde se le destinó al mando
de una nueva galera, la Olivetta. Enormemente enriquecido primero
gracias a la piratería y luego como líder de una banda de
mercenarios catalanes que combatieron en Sicilia, hacia 1302
comandaba una flota de treinta y dos galeras y transportes y una
fuerza de unos 2.500 hombres. Puso esa fuerza a disposición del
emperador bizantino Andrónico Paleólogo a cambio de la mano de
su sobrina María, el título de megas dux y, para su compañía
catalana, el doble de la tasa de pago usual. Tras una victoriosa
campaña contra los turcos de Anatolia, Roger fue asesinado. En
1311, su compañía catalana, a las órdenes de un nuevo
comandante, tomó el ducado de Atenas, donde permanecieron
setenta y siete años.317
El rápido ascenso y caída de Roger de Flor, uno de los escasos
Templarios renegados de los que hay registro, muestra la relativa
facilidad con que un cuerpo de combatientes bien organizado podía
labrarse un dominio a elección. Aprovechando esa anarquía, una
fuerza de Hospitalarios desembarcó en Rodas en junio de 1306, y
hacia finales del año había capturado la capital, Filermo. En 1307, el
papa Clemente V refrendó su conquista y, aunque se tardaron tres
años más en someter toda la isla, el Hospital se hizo dueño de un
principado bien fortificado y autosuficiente que le aseguraba la
independencia del control externo.
Los Templarios no fueron tan astutos. Tenían importantes
posesiones en la isla de Chipre, entre ellas una fortaleza al norte de
Famagusta y torres fortificadas en Limassol, Yermasoyia y Khirokitia,
pero no estaban en condiciones de gobernar o dominar siquiera la
isla. Por otra parte, el rey Hugo de Chipre los había castigado por
respaldar a Carlos de Anjou para la corona de Jerusalén: su casa de
Limassol, tomada por el rey, sólo les fue devuelta después de las
mediaciones del papa Martín IV, en la década de 1280.
Las relaciones continuaron tirantes tras la caída de Acre, cuando
el cuartel general del Temple se trasladó a Chipre: el rey Enrique II
difícilmente recibiría con agrado a los caballeros Templarios, con sus
sargentos y tropas auxiliares. Al cabildo general, reunido en Nicosia
tras el desastre, habían asistido 400 hermanos Templarios; y en
1300, la Orden pudo enviar a 120 caballeros, 500 arqueros y 400
sirvientes para reforzar la guarnición de la isla de Ruad. Como
siempre, los Templarios estaban mal vistos por sus privilegios y
exenciones. En 1298, el rey Enrique II envió un embajador ante el
Papa para quejarse del comportamiento de la Orden; cuando los
barones chipriotas lo obligaron a abdicar a favor de su hermano
Amaury en 1306, los Templarios pertenecían al grupo alineado en su
contra.318
La dirección de la Orden había pasado en esa época de las
manos de Teobaldo Gaudin, quien había muerto en abril de 1293, a
las de Jaime de Molay. Proveniente de la nobleza menor del
Franche-Comté, una parte del reino post-carolingio de Lotaringia
que había dado muchos caballeros a la Orden, era hijo de Juan de
Longwy y estaba emparentado a través de su madre con la
distinguida familia Rohan. Tomó el nombre de Molay por una
propiedad en la diócesis de Besançon, y había sido admitido en la
Orden en Beaune, Borgoña, en 1265, por dos altos oficiales:
Humberto de Pairaud, maestre en Inglaterra, y Amaury de La
Roche, maestre en Francia. Buena parte de su carrera la había
hecho en Outremer, pero no se sabe si estuvo o no en el sitio de
Acre.
Sin duda con gran experiencia al cabo de treinta años en la
Orden, y seguramente capacitado en varios sentidos, Jaime de
Molay era sin embargo poco imaginativo, inflexible y carente de la
astucia del gran maestre Hospitalario, Foulques de Villaret. El único
papel que podía vislumbrar en el Temple consistía en ser la
vanguardia en una reconquista de Tierra Santa. Con ese fin,
mantuvo la guarnición de la isla de Ruad y llamó a caballeros y
sargentos de Europa para compensar las bajas que la Orden había
sufrido en Acre.
En 1294, Jaime de Molay viajó a Europa a buscar apoyo para su
Orden. Estaba en Roma en diciembre en un momento único en la
historia de la Iglesia católica romana, cuando por primera y última
vez un Papa, Celestino V, abdicó, para ser sucedido por uno de sus
cardenales bajo el nombre de Bonifacio VIII. Desde Roma, Molay
viajó al centro de Italia, y luego a París y Londres. Ya fuera en
persona o por correspondencia, mantenía contacto con todos los
monarcas de Europa occidental: tenía relaciones particularmente
cordiales con el rey Eduardo I de Inglaterra, quien en 1302 le
confesó por carta que sólo las guerras de Francia y Escocia le
habían impedido «ir a Jerusalén como él había jurado [...] viaje en el
que había puesto todo su corazón».319 Eduardo eximió a la Orden
de una prohibición general sobre la exportación de tesoros para que
los fondos recaudados por el Temple de Londres pudieran ser
enviados a Chipre.
Las presiones de Jaime de Molay en Roma también resultaron
fructíferas: el nuevo Papa, Bonifacio VIII, publicó una bula
declarando que el Temple debía tener en Chipre los mismos
privilegios y exenciones que había tenido en Tierra Santa; y Carlos II
de Nápoles dispuso que las exportaciones templarias de alimentos
desde los puertos del sur de Italia estuvieran exentas de impuestos
en la medida en que fueran para uso de la Orden. Se construyeron
barcos para llevar los cargamentos del Temple y en 1293 se
compraron seis galeras a Venecia. Éstas pasaron a formar parte de
una flota que en julio de 1300 realizó una serie de incursiones en las
costas de Egipto y Siria y que en noviembre del mismo año
transportó una tropa de 600 caballeros a Ruad, como base para un
asalto a Tortosa.
Ese retorno a Tierra Santa se planeó como una operación
combinada con los mongoles de Il-kan Ghazan y los armenios
conducidos por el rey Hetoum; pero, cuando sus ejércitos llegaron a
Tortosa en febrero de 1301, las fuerzas latinas habían abandonado
la espera y regresado a Chipre. El Temple siguió fortificando y
abasteciendo Ruad, pero los mamelucos de Egipto, al ver que podía
usarse como base para una reconquista de Palestina, enviaron una
flota de dieciséis galeras a sitiarla. La guarnición resistió hasta que
se enfrentó a la inanición. Su comandante, el hermano Hugo de
Dampierre, obtuvo entonces un salvoconducto supeditado a su
rendición; pero una vez más los mamelucos violaron su palabra, y
los Templarios fueron asesinados o hechos prisioneros; algunos
viajeros dieron cuenta más tarde de caballeros Templarios viviendo
en la pobreza en El Cairo y, aún en 1340, trabajando de leñadores
en la región del mar Muerto.

El ataque a Tortosa se produjo en la cresta de una ola de


entusiasmo por una nueva cruzada registrada en Europa occidental,
que preveía un papel fundamental para las órdenes militares, a las
que consideraba «la fuente más importante de planes para las
cruzadas».320 Durante la mayor parte de 1300 un entusiasmo
embriagador dominó la curia papal, donde se creía que Jerusalén
había sido conquistada por el mongol Il-kan Ghazan y que sería
devuelta a los cristianos. Eso no era únicamente el producto de
creer en lo que se deseaba, porque en la primera mitad de 1300 no
quedaban en Siria fuerzas mamelucas y los mongoles efectivamente
controlaban Tierra Santa; pero el optimismo fue prematuro, porque
al año siguiente los mamelucos regresaron.
Con la caída de Ruad, la mayor esperanza para el éxito de una
cruzada parecía ser de nuevo el rey de Francia. Felipe IV había
ascendido al trono en 1285 cuando su padre, Felipe III, murió de
fiebre mientras luchaba en la «cruzada» del papa Martín IV contra
los aragoneses. Poco entusiasta de esa guerra contra el hermano
de su difunta madre, al subir al trono Felipe IV firmó la paz con
Aragón y concentró sus energías en modernizar la administración
real de Francia. En la primera etapa de su reinado mostró poco
interés en una cruzada, y en diciembre de 1290 le pidió al papa
Nicolás IV que lo relevara de la responsabilidad de custodiar Tierra
Santa que había heredado de su padre.
Al igual que el emperador Federico II, Felipe IV había sufrido en
su infancia la muerte prematura de su madre. Había visto poco a su
padre y la llegada de una madrastra, María de Brabant, cuando
tenía seis años, sólo hizo que se sintiera menos seguro; porque
cuando dos años más tarde murió su hermano Luis, se rumoreaba
que María de Brabant lo había envenenado, y que quería librarse de
sus otros hijastros de la misma manera. Cada vez más, Felipe se
refugió en una recelosa piedad, siguiendo el ejemplo de su devoto
abuelo, Luis IX.
Casado a los dieciséis años con su amiga de la infancia, Juana
de Navarra, quien aportó como dote no sólo Navarra sino también
Champagne, Luis se convirtió en rey apenas un año más tarde. Era
el undécimo miembro de la dinastía fundada en 987 por Hugo
Capeto y estaba plenamente imbuido del elevado concepto que su
familia tenía de la realeza, fomentado por igual por cortesanos y
hombres de la iglesia: para el concilio de Sens, él era el rey «más
cristiano» de Francia; y para Giles de Roma, «más que hombre,
completamente divino».321
La piedad de Felipe era sincera: se imponía diferentes
penitencias para mortificar la carne, entre ellas el uso de un cilicio.
Alto, apuesto y distante, de cabello rubio y una tez pálida que le
valieron ser conocido como Felipe el Hermoso, el rey francés era un
experto cazador y se lo consideraba un consumado caballero.
Bernardo Saisset, obispo de Pamiers, reconocía que Felipe era
«más apuesto que cualquier hombre en el mundo», pero pensaba
que su manera distante era una pantalla para una mente vacía: «No
sabía nada, excepto mirar fijamente a los hombres como un búho
que, aunque bello de mirar, es por lo demás un ave inútil.» Esas
observaciones provocaron el arresto del obispo en 1301 bajo los
cargos de blasfemia, brujería, herejía, traición, simonía y fornicación.
Un historiador moderno ve en Felipe una personalidad más
compleja aunque igualmente poco atractiva: «Un individuo criticón,
tercamente moralista, literalmente escrupuloso, falto de humor,
tozudo, agresivo y vengativo que temía las consecuencias eternas
de sus actos temporales.»322
El matrimonio de Felipe y Juana de Navarra fue feliz: Juana era
una mujer tenaz y estudiosa que sentía una profunda devoción por
Luis IX, el abuelo de su marido. Ella y su madre se convirtieron en
enemigas de Guichard, el obispo de Troyes, quien, cuando Juana
murió en abril de 1305, fue acusado de asesinarla por medio de
brujería y magia negra. A Felipe le afectó tanto su muerte que nunca
más volvió a casarse.
Felipe fue el heredero no sólo de una tradición de piedad sino
también de la política de implacable engrandecimiento de los
monarcas Capetos, a expensas de principados vecinos como el de
Toulouse; y dentro de esos dominios, gracias a la extensión de
derechos reales a expensas de la nobleza, las ciudades y la Iglesia.
Para historiadores posteriores, pero también para sus
contemporáneos, fue difícil medir la influencia ejercida por los
ministros que impusieron esa política fomentando la ideología
absolutista que caracterizó el reinado de Felipe. Pertenecían a una
emergente clase de abogados, los légistes, quienes no debían nada
ni a la Iglesia ni a la nobleza: su poder provenía exclusivamente del
favor del rey. En la década de 1290, el más prominente de esos
ministros fue Pedro Flote, custodio de los sellos y jefe del Tribunal
de Justicia; pero tras su muerte en 1302, los Sellos le fueron
pasados a Guillermo de Nogaret, un abogado de las vecindades de
Saint-Félix-de-Caraman, en el condado de Toulouse.
Poco se sabe de los orígenes y de la infancia de Guillermo de
Nogaret, lo que ha llevado a algunos historiadores a suponer que
tenía algo que esconder, posiblemente su descendencia cátara.
«Diversos cronistas han sugerido que el padre, la madre y varios
parientes de Guillermo habían sido quemados por herejes.»323 Su
pueblo natal, Saint-Félix-de-Caraman, era donde el «papa» cátaro
Niquinta había celebrado un concilio en 1167. Si Nogaret provenía o
no de una familia herética, y si —como sucedió— fue su simpatía
por los derrotados cátaros lo que lo condujo a la animosidad contra
la Iglesia católica, es materia de conjetura. Habría sido
evidentemente poco diplomático revelar simpatía alguna por la
herejía; y de hecho era más efectivo, dada la piedad del rey Felipe,
expresar una particular repugnancia por la misma y promover a su
soberano como un rey «sumamente católico», descendiente de
«fervientes paladines de la fe y grandes defensores de la Santa
Madre Iglesia».324
El consenso entre los historiadores modernos tampoco acepta
que Felipe fuera manipulado por sus ministros, sino que es visto, en
cambio, como «el poder controlador del reino».325 La creencia de
Felipe de ser un elegido de Dios no lo colocaba por encima de la
política práctica; por el contrario, lo hacía más resuelto aún para
adquirir los medios con que cumplir el papel que la divinidad le
había asignado. El obstáculo principal era la obstinación de su
vasallo más importante, el duque de Gascuña, que era al mismo
tiempo el rey de Inglaterra, Eduardo I. En primer lugar, como
cruzado reconocido, Eduardo era considerado el líder natural de
cualquier cruzada y, por lo tanto, el príncipe más importante de la
cristiandad; segundo, su base de poder en Inglaterra le permitía
resistir la política capetiana, continuada por Felipe, de extender sus
dominios a expensas de sus vasallos. Eso condujo a una guerra
entre Francia y la alianza formada por Inglaterra y Flandes. En 1298
Francia acordó la paz con Inglaterra, pero la guerra con Flandes
resultó ser un pantanal. En mayo de 1302 los franceses de Brujas
fueron masacrados, y la posterior campaña de Felipe para
vengarlos, durante la cual perdió la vida Pedro de Flote, terminó en
una derrota en Courtrai.
Esas guerras provocaron un enorme gasto que aumentó las
deudas que Felipe había heredado de la guerra llevada a cabo por
su padre contra Aragón (alrededor de un millón y medio de livres
tournois). El monarca usó todos los recursos a su disposición para
recaudar fondos. Se explotaron al límite las obligaciones feudales, y
se empleó la fuerza para obtener impuestos de las ciudades.
Cuando las fuentes aceptadas y legítimas se agotaron, los ministros
del rey recurrieron a las minorías ricas pero impopulares. Primero
fue el turno de los mercaderes lombardos que vivían en París,
quienes, al comienzo del reinado de Felipe, habían actuado como
sus banqueros, asegurando préstamos sobre la base de impuestos
futuros: fueron progresivamente desplumados mediante multas y
confiscaciones, fase que culminó con la expropiación directa y la
expulsión de Francia. En julio de 1306 le llegó el turno a los judíos.
Se confiscaron sus propiedades y se los echó de Francia.
Otro recurso fue devaluar la moneda de livres, sous y denirs.
Entre 1295 y 1306 la casa de la moneda real redujo el valor de las
monedas en un doscientos por ciento. En junio de 1306, el rey
Felipe propuso alegremente volver al buen dinero de los tiempos de
su abuelo Luis IX. El dinero que circulaba en Francia perdió dos
tercios de su valor, lo cual provocó en París una serie de disturbios
de los que el rey sólo pudo escapar refugiándose en el Temple de
París.
La fuente de ingresos adicionales más importante fue, sin duda,
la Iglesia católica. Hasta entonces, sólo podían imponérsele
gravámenes con el permiso del Papa, pero tanto Eduardo I en
Inglaterra como Felipe IV en Francia lo habían hecho sin su
consentimiento. Ya en 1296 los intentos del papa Bonifacio VIII de
mediar en la guerra entre ambos monarcas habían distanciado al
rey francés. Ahora, en una bula titulada Clerico laicos, Bonifacio
reiteraba la prohibición de imponer gravámenes al clero sin el
consentimiento papal. La respuesta de Felipe fue prohibir la
transferencia de fondos desde Francia al Papa en Roma. Como el
Papa dependía de sus ingresos franceses, no tuvo otra alternativa
que echarse atrás y, para sellar esa reconciliación, el 11 de agosto
de 1297 canonizó al abuelo de Felipe, Luis IX.

Al igual que los papas Inocencio III y Gregorio IX, Bonifacio VIII
nació en el pequeño pueblo de Anagni, al sur de Roma. Su familia,
los Caetani, no era tan prominente como la de los Segni, a la que
pertenecían los papas anteriores, pero él era un hombre del mismo
cuño, un graduado en derecho canónico en Bologna que en la
década de 1260 había ido en misiones diplomáticas a Francia e
Inglaterra, siendo nombrado cardenal durante el papado de Nicolás
IV. Su predecesor, Pietro de Morrone, que tomó el nombre de
Celestino V, había sido eremita. Tras abandonar la reclusión de su
cueva, Pietro fundó el monasterio de Santa Spiritu en Nápoles y
estableció vínculos con los franciscanos «espirituales» que
deseaban observar la absoluta pobreza del fundador de la orden. En
1294, cuando fue elegido Papa, tenía ochenta y cuatro años y de
nuevo vivía solo en una cueva.
La elección de Celestino V llegó tras un largo impasse en el
Colegio de Cardenales, y con la esperanza de que una persona
genuinamente espiritual pudiera revitalizar la Iglesia. Sin embargo,
también había sido el candidato favorito de Carlos II, el rey francés
de Nápoles, quien, contra la voluntad de los cardenales, instaló a
Celestino V en el Castel Nuovo de Nápoles y llenó el Colegio de
Cardenales de electores afines a sus ideas. Aunque sin duda
piadoso, Celestino era también ingenuo, carente de instrucción e
incompetente, con un conocimiento del latín insuficiente para seguir
la administración cotidiana de la Iglesia.
Celestino V se había mostrado reacio a aceptar la tiara papal, y a
finales de 1293 era evidente que no podía con ella. Tras intentar
transferir el gobierno de la Iglesia a un comité de tres cardenales, le
preguntó al principal abogado canónico entre los cardenales,
Benedetto Caetani, si era posible que un Papa renunciara. Citando
falsos precedentes, el cardenal preparó una fórmula para su
abdicación. En un consistorio realizado el 13 de diciembre, Celestino
V se libró de la insignia papal con la esperanza de regresar a la vida
de eremita, pero su sucesor, temiendo que pudiera ser el foco de un
cisma, ordenó confinar a Celestino en Castel Fuome, cerca de
Ferentino, donde murió en 1296. El sucesor era Benedetto Caetani,
quien adoptó el nombre de Bonifacio VIII.
La reconciliación del papa Bonifacio VIII y el rey Felipe IV, que
condujo a la canonización de san Luis en 1297, fue puesta de nuevo
bajo tensión por una agria disputa entre el Papa y la poderosa
familia Colonna, con motivo de una extensión de tierra en la
Campagna. Los dos cardenales Colonna que habían apoyado la
elección de Bonifacio VIII se volvieron contra él, alegando que la
abdicación de Celestino no se había ajustado a los cánones y que
Celestino había sido asesinado por orden del nuevo Papa. Cuando
los Colonna secuestraron después una remesa del tesoro papal,
Bonifacio reaccionó demoliendo sus castillos y otorgando su tierra a
miembros de su propia familia. Los cardenales Colonna huyeron a la
corte del rey Felipe de Francia.
El año 1300 marcó el punto más alto en el pontificado de
Bonifacio VIII y pareció en su momento ser el pináculo de las
pretensiones papales a una jurisdicción universal. No sólo el Papa
se había impuesto a los Colonna, sino que se encontraba además
en el umbral de un triunfo en Oriente: estaba en marcha una
cruzada para recuperar Tortosa, al tiempo que los mongoles iban a
devolverle Jerusalén a la Iglesia. Era también el milésimo
tricentenario del nacimiento de Cristo y, para resaltar la ocasión, el
papa Bonifacio lo proclamó año de jubileo, prometiendo plena
remisión de los pecados a quienes visitaran la basílica de San Pedro
y la de San Juan de Letrán después de confesar sus faltas. Ésa fue
la demostración más dramática del poder papal de «atar y desatar»
desde que Urbano II predicara la primera Cruzada. La oferta fue
aceptada por 200.000 peregrinos: la multitud eran tan densa que
hubo que hacer una brecha en los muros leoninos para permitir su
paso. El papa Bonifacio, exultante, apareció ante los peregrinos
sentado en el trono de Constantino, con espada, corona y cetro, al
tiempo que gritaba: «Yo soy César.»326
Ante todo está el orgullo. Por orden de Felipe IV, en 1301
Bernardo Saisset, el obispo de Pamiers cuyas desdeñosas
observaciones acerca del rey ya hemos citado, fue arrestado,
encerrado en prisión y, con pruebas irrefutables de haber torturado a
sus sirvientes, acusado de blasfemia, herejía, simonía y traición.
Eso constituía una flagrante intromisión en la jurisdicción
eclesiástica y una afrenta a la autoridad del Papa. En la bula
Ausculta fili, publicada el 5 de diciembre de 1301, el papa Bonifacio
condenó esa violación de las prerrogativas de la Iglesia y llamó a los
obispos franceses a un sínodo en Roma. Treinta y nueve se
animaron a ir, y el 18 de noviembre de 1302 Bonifacio publicó una
nueva bula, Unam sanctam, que reiteraba todas las confirmaciones
de los derechos a la supremacía papal expresadas desde el
pontificado de Gregorio VII: «Es absolutamente necesario para la
salvación —escribió— que toda criatura humana se someta al
pontífice romano.»
La bula citaba libremente escritos de papas anteriores, de Tomás
de Aquino y de Bernardo de Clairvaux, quien ahora, como el rey
Luis IX, había sido declarado santo. No habiendo ninguna señal de
que el rey Felipe estuviera dispuesto a aceptar los reclamos de
Unam sanctam, someterse a la voluntad del supremo pontífice y
arrepentirse de sus errores, el papa Bonifacio preparó una bula de
excomunión. Sin embargo, antes de que fuera publicada, un golpe
de extraordinaria audacia detuvo en seco al Papa. Mientras
Bonifacio se hallaba en su palacio de Anagni, un contingente de
soldados franceses comandado por el ministro del rey Felipe,
Guillermo de Nogaret, que incluía a los dos cardenales Colonna y
sus partidarios, irrumpió en el palacio papal para tomar prisionero al
pontífice.
Protegido solamente por una guardia simbólica de caballeros
Templarios y Hospitalarios, Bonifacio, en vestidura papal, desafió a
sus captores a que lo matasen. «Aquí está mi cuello —gritó—, aquí
está mi cabeza.» Nogaret y los Colonna no quisieron cometer un
acto tan irrevocable; en su lugar, decidieron llevarse a Bonifacio a
Francia para que fuera enjuiciado ante un concilio de la Iglesia por
las acusaciones de herejía, sodomía y el asesinato de Celestino V.
Pero la noticia del atropello se esparció entre los partidarios de
Anagni, que se concentró para defender al Papa. Los franceses
fueron expulsados de la ciudad y el papa Bonifacio VIII regresó a
Roma; pero estaba quebrado en su interior por la humillación.
Falleció cuatro semanas más tarde, y con él murieron las
aspiraciones de los papas a la hegemonía universal.

313 Citado en Schein, Fidelis Crucis, p. 115.


314 Ibíd., pp. 125-126.
315 Citado en Ibíd, p. 126.
316 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
125.
317 Norwich, Byzantium: The Decline and Fall, pp. 264-273.
318 Edbury, «The Templars in Cyprus», en Barber (ed.), The
Military Orders: Fighting for the Faith and Caring for the Sick, p. 194.
319 Citado en Tyerman, England and the Crusades, p. 233.
320 Schein, Fidelis Crucis, p. 140.
321 Citado en Ibíd., p. 145.
322 E. A. R. Brown, «The Prince is Father of the King: The
Character and Childhood of Philip the Fair of France», Medieval
Studies, 49, pp. 282-334.
323 Véase Reznikov, Cathares et Templiers, p. 21, e Ives Dossat,
Guillaume de Nogaret, petit-fils d'héretiques, Annales du Midi, n.°
212, Toulouse, octubre 1941.
324 Del panegírico de Guillermo de Nogaret durante el proceso
post-mortem contra Bonifacio VIII, citado en Malcom Barber, The
Trial of the Templars, Cambridge, 1978, p. 29.
325 Ibíd., p. 30.
326 Bryce, The Holy Roman Empire, p. 109.
16

El Temple atacado

El «ultraje» de Anagni escandalizó a Europa; Dante, por ejemplo,


a pesar de su antipatía por Bonifacio VIII, lo comparó con la
recrucifixión de Cristo. Horrorizado por el sacrilegio, el cónclave
reunido para elegir a un sucesor excomulgó a los dos cardenales
Colonna y los excluyó de sus deliberaciones. Los cardenales
restantes eligieron por unanimidad a Niccolò Boccasino, el
arzobispo cardenal de Ostia, pero antes de cumplirse un año de su
ascenso enfermó de disentería y falleció.
El cónclave volvió a reunirse para elegir a un sucesor, pero se
produjo un impasse entre quienes querían vengar el ultraje de
Anagni y los que buscaban un acuerdo con los Colonna y el rey de
Francia. Los primeros eran mayoría, pero estaban divididos por la
ambición personal de dos cardenales de la familia Orsini. Tras once
meses de deliberaciones infructuosas, resolvieron ampliar el
espectro de candidatos. Fueron sometidos a una abierta presión
externa: el rey Carlos II de Nápoles llegó a Perugia para unirse a
una delegación enviada por el rey Felipe IV de Francia.
En junio de 1305, diez de los quince cardenales se decidieron por
un francés, el arzobispo de Bordeaux Bertrand de Got. Tercer hijo de
Béraud de Got, señor de Villandraut, la suya era una familia
profundamente arraigada en el poder político y eclesiástico de
Gascuña. Estimados por su protector, el rey Eduardo I de Inglaterra,
varios miembros de la familia Got habían sido enviados en delicadas
misiones diplomáticas, y el hermano mayor de Bertrand, Béraud,
llegó a ser cardenal y arzobispo de Lyon. Bertrand ascendió a su
amparo, convirtiéndose en vicario general de su hermano, capellán
papal, obispo y finalmente arzobispo de Burdeos.
Conocido por el nombre de Clemente V, Bertrand de Got era sin
duda consciente de que su ascenso al trono de sumo pontífice no se
debía a ninguna cualidad positiva sino a que era el candidato menos
objetable para los diferentes bandos involucrados. El rey Felipe de
Francia tenía razones para pensar que el nuevo Papa le
respondería. El rey Eduardo I de Inglaterra le demostró su
conformidad por la designación del hijo de uno de sus vasallos con
valiosos presentes que le ofreció en Burdeos y en Lyon durante su
coronación. Para los italianos, sin embargo, Clemente V fue el títere
del rey Felipe, una impresión corroborada, a su entender, por el
hecho de que jamás como Papa puso un pie en Roma.
Durante los dos siglos anteriores, los papas habían residido allí
solamente ochenta y dos años, prefiriendo a menudo, por razones
de salud o de seguridad, instalarse en Orvieto, Viterbo, Anagni o
Nápoles; pero, en general, habían elegido ciudades dentro de los
Estados Pontificios, o en todo caso dentro de Italia: Clemente V
nunca cruzaría los Alpes. Y aunque se establecería en ciudades
como Lyon, Viena y por último Avignon, que oficialmente quedaban
fuera de la jurisdicción del rey francés, no estaban fuera del alcance
de sus fuerzas armadas, como iba a descubrir en el Concilio de
Viena.
¿Por qué Clemente V permaneció tan cerca de Francia? Dos
cronistas italianos, Agnolo de Tura y Giovanni Villani, escribieron
que el cardenal Niccolò da Prato había concertado un encuentro
entre Bertrand de Got —cuando todavía era arzobispo de Burdeos—
y Felipe el Hermoso, en el cual el rey había especificado cuatro
condiciones para darle su apoyo: la reconciliación con los Colonna y
todos los involucrados en el atentado de Anagni, una denuncia
formal de Bonifacio VIII, el nombramiento de cardenales francófilos,
y una cláusula secreta, «misteriosa e importante», que el rey le
comunicaría a Bertrand de Got en una fecha posterior.
Según esas teorías conspiradoras, la respuesta de Bertrand a las
condiciones del rey fue: «Vos mandaréis y yo obedeceré», y aun
cuando la historia se considera imaginaria en la actualidad, «refleja
los entretelones de la elección de Clemente como se la percibía en
la península italiana».327 También parece, por medidas posteriores,
que Clemente V satisfizo las demandas del rey: en diciembre de
1305 nombró diez nuevos cardenales, nueve de ellos del reino de
Francia y uno de Inglaterra. Cuatro de los nuevos cardenales eran
parientes suyos y uno, Arnaud de Poyanne, un viejo amigo. La
elección de los mismos no fue sólo una cuestión de favoritismo, sino
que le aseguraba al Papa unos colaboradores en los que podía
confiar.328 El balance a favor de cardenales del reino de Francia fue
confirmado por una segunda nominación de cinco cardenales en
1310, todos franceses y dos de ellos sobrinos del Papa. Pero esa
preponderancia de hombres de Iglesia franceses no era solamente
para saldar una deuda. Más bien, el trato establecido por el Papa
con Felipe el Hermoso se debía a que «la colaboración con el rey de
Francia era [...] imperiosa para el cumplimiento del objetivo más
anhelado de Clemente, la cruzada».329

El embriagador optimismo por Tierra Santa que había dominado


la curia papal en 1300 exhibió su falta de fundamento real. Los
mamelucos habían vuelto a ocupar Palestina; Ruad había caído y el
kan mongol, Ghazan, que supuestamente dejaría Jerusalén en
manos de los cristianos, proclamó en 1304 que la fe oficial en todos
sus dominios sería el Islam. El último principado cristiano en tierra
firme de Asia, Armenia Cilicia, fue atacado tanto por los mongoles
como por los mamelucos. El 14 de noviembre de 1305, Clemente
fue coronado con la tiara papal en la Iglesia de Saint-Just de Lyon,
en presencia del rey Felipe el Hermoso, su hermano Carlos de
Valois, Juan II, duque de Bretaña, y Enrique, duque de Luxemburgo:
dos días más tarde publicó una encíclica proclamando una nueva
cruzada.
Para Clemente, que había tomado el nombre del Papa que
actuara en tanta armonía con san Luis, la cruzada sólo podía tener
éxito si la conducía el rey de Francia. Con ese fin, no sólo persuadió
a Felipe el Hermoso de tomar la cruz, cosa que éste hizo en Lyon el
29 de diciembre de 1305, sino que trabajó además diligentemente
para resolver las disputas que pudieran impedir el cumplimiento de
ese voto, como la que mantenían Francia e Inglaterra. Gestionó un
tratado entre Felipe IV y Eduardo I y, advirtiendo las presiones que
afectaban a los recursos financieros de Felipe, le concedió un
décimo de los ingresos de la Iglesia de Francia para costear la
cruzada: cinco o seis veces los ingresos del rey.
La intención de Felipe en esa coyuntura era cumplir su voto, no
sólo para obtener gloria liberando Tierra Santa del infiel, sino
también para establecer un imperio francés en el Mediterráneo
oriental. La debilidad del emperador bizantino, que había permitido a
los Hospitalarios adueñarse de la isla de Rodas, hacía ahora que el
rey Felipe IV codiciara el trono del Imperio oriental para su hermano,
Carlos de Valois. Aunque podía no ajustarse al plan de Clemente V,
Francia, Venecia, Nápoles y la corona de Aragón, «estaban
abiertamente comprometidas a conquistar Constantinopla».330
En opinión de Felipe, un requisito previo para el éxito de una
cruzada era la fusión de las órdenes militares. Él comandaría la
orden unificada y sería sucedido por uno de sus hijos. La idea no
era nueva y la hallamos en muchos de los tratados escritos en la
época para aconsejar al Papa respecto de la reconquista de Tierra
Santa. De particular importancia fue De recuperatione terre sancte,
escrito por un abogado normando, Pierre Dubois, propagandista del
gobierno francés y académico clave de su tiempo. Su propuesta era
básicamente «un plan para el establecimiento de la hegemonía
francesa sobre el oeste y el este mediante una cruzada».331
Esenciales para ese proyecto eran la unificación del Temple y el
Hospital y el aprovechamiento de sus recursos por parte del rey
francés. De modo reprobable, Dubois agregaba en el epílogo de su
tratado que sería conveniente «neutralizar por completo la Orden de
los Templarios; y por necesidades de la justicia, eliminarla
totalmente».332 Pero la idea de fusionar las órdenes era casi
universal: el escritor mallorquín Ramón Lull, que a la larga dedicó su
vida a los problemas planteados por el Islam, de hecho condenaba
al infierno a quienes se opusieran a ella.
Casi el único hombre que lo hizo fue el gran maestre del Temple,
Jaime de Molay. En respuesta a un requerimiento del papa
Clemente V, presentó un memorándum exponiendo sus opiniones.
Empezó por el origen de la sugerencia de fusionar las órdenes,
rastreándolo hasta el ii Concilio de Lyon en 1274 y haciendo una
lista de los papas, entre ellos Bonifacio VIII, que se habían
manifestado en contra de la misma. Jaime de Molay admitía que la
fusión tendría algunas ventajas —una orden unificada estaría en
mejores condiciones de defenderse de sus enemigos— pero en el
balance consideraba más efectivo que se mantuvieran separadas.
La competencia ante el Temple y el Hospital era beneficiosa y, si
bien sus metas eran similares, cada una tenía sus valores: el
Hospital le daba precedencia a su obra de caridad, mientras que el
Temple era en su origen una fuerza «fundada especialmente como
una orden de caballería». Sobre todo, creía más probable que las
dos órdenes lograran sus objetivos de dar limosnas, proteger a los
peregrinos y librar la guerra contra el Islam si conservaban su
independencia.
El gran maestre presentó un segundo memorándum a petición del
Papa sobre el futuro carácter de la cruzada. Una vez más, Jaime de
Molay estaba en contra de la opinión predominante en ese
momento, que favorecía el passagium particulare, es decir, la
incursión limitada de una fuerza profesional para respaldar a las
tropas de Armenia Cilicia. La lección que debían aprender los
Templarios de la pérdida de Ruad, sugería, era que esas
operaciones en pequeña escala estaban destinadas a fracasar.
Tampoco recomendaba una alianza con los armenios. En sus tratos
con ellos por la marca de Amanos, los Templarios los habían
encontrado poco fiables. Los armenios, que no simpatizaban con los
francos y sospechaban de sus intenciones, no les permitirían entrar
en sus castillos. Además, el clima de la región era tan poco
saludable que él dudaba de que fuera a sobrevivir más de una
pequeña parte del ejército cruzado.
¿Cuál era entonces la solución? Jaime de Molay proponía un
passagium generale, una cruzada en gran escala siguiendo el
modelo clásico de la que había emprendido el rey Luis IX. La única
forma de reconquistar Tierra Santa era si derrotaban las fuerzas
terrestres de Egipto. Para eso, los reyes de Francia, Inglaterra,
Germania, Sicilia y España debían reclutar un ejército de entre
12.000 y 15.000 caballeros y 5.000 soldados de infantería, que las
repúblicas marítimas italianas transportarían en sus galeras hasta
Chipre como base de avanzada para la reconquista de Palestina.
Para los otros tratadistas, y en particular para aquellos que
pensaban como el rey de Francia, ése era un concepto de cruzada
anticuado y completamente desacreditado que, junto con su
oposición a la fusión de las órdenes, exponía a Jaime de Molay
como un anciano obstinado, falto de imaginación e interesado. Sin
duda consciente de que sus opiniones serían impopulares, Jaime
escribió en su memorándum a Clemente que le sería más fácil
expresarle sus ideas personalmente: como la mayoría de los
caballeros de la época, no sabía ni leer ni escribir.
En consecuencia, el papa Clemente V llamó a los grandes
maestres del Temple y el Hospital a despachar con él en Poitiers el
día de Todos los Santos, el 1 de noviembre de 1306. Una vez
iniciadas, las reuniones debieron aplazarse porque el Papa
sucumbió a un ataque de enfermedad gástrica que en ocasiones
solía incapacitarlo durante meses. Jaime de Molay llegó a Europa
desde Chipre a finales de 1306 o principios de 1307, y estaba en
Poitiers a finales de mayo. Foulques de Villaret, el gran maestre del
Hospital, se demoró por las operaciones de su orden en Rodas,
pero llegó a Poitiers a finales de agosto. Mientras estaba en Poitiers,
aparte de la discusión de las controvertidas cuestiones de la
cruzada, Jaime de Molay planteó el tema de ciertas acusaciones
que se habían hecho contra miembros del Temple y le pidió al Papa
que ordenara una investigación «concerniente a esas cosas,
falsamente atribuidas a ellos según sostienen, y absolverlos si son
hallados inocentes, como afirman, o condenarlos si son hallados
culpables, lo cual no creen de ninguna manera».
Al parecer, existían acusaciones de grave impropiedad hechas
por caballeros que habían sido expulsados de la Orden: Esquin de
Floyran, prior de Montfaucon, Bernardo Pelet, prior de Mas-
d’Agenais, y un caballero de Gisors, Gerardo de Byzol. Esquin le
había informado primero al rey Jaime II de Inglaterra de escándalos
en la Orden y, al no lograr convencerlo de la verdad de sus
acusaciones, se había dirigido luego al rey de Francia. Felipe IV le
mencionó los rumores al papa Clemente V en Lyon en 1305, en el
momento de su coronación, y una vez más en mayo de 1307,
cuando el rey se encontraba en Poitiers. En agosto de 1307,
Clemente V le escribió a Felipe sobre esas acusaciones, diciéndole
que aunque «difícilmente podíamos creer lo que se decía en aquel
momento», posteriormente había escuchado «muchas cosas
extrañas y sin precedentes» acerca del Temple y que, por lo tanto,
«no sin gran pena, ansiedad y congoja» había decidido abrir una
investigación.333 Entretanto, mientras reponía su salud, el Papa le
pedía que no se tomara ninguna medida precipitada.
Sin duda satisfecho al haber sido aceptada la investigación,
Jaime de Molay viajó de Poitiers a París, donde, el 12 de octubre de
1307, fue uno de los portadores del féretro en el funeral de la
cuñada del rey Felipe, Catherine de Courtenay, la esposa de Carlos
de Valois. Al día siguiente, el viernes 13 de octubre de 1307, fue
arrestado en el complejo del Temple por Guillermo de Nogaret y
Reginaldo Roy.
Tres semanas antes, el rey Felipe había enviado instrucciones
secretas a sus baillis y senescales de toda Francia ordenando la
detención de todos los miembros del Temple por crímenes
«horribles de contemplar, terribles de escuchar [...] una labor
abominable, una vergüenza detestable, algo casi inhumano, por
completo distinto de toda humanidad». Las instrucciones fueron
puestas en práctica con notable eficiencia: en un solo día se
arrestaron a unos 15.000 caballeros, sargentos, capellanes,
confrères, sirvientes y trabajadores a lo largo y a lo ancho del
territorio gobernado por el rey. Sólo unas dos docenas lograron
escapar, entre ellos el preceptor de Francia, Gerardo de Villiers, e
Imberto Blanke, el preceptor de Auvernia. Un caballero, Pedro de
Boucle, se despojó de su hábito y se afeitó la barba, pero pese a
eso fue reconocido y arrestado.
Al igual que con los judíos y los lombardos unos meses antes,
todas las propiedades del Temple fueron confiscadas; pero el ataque
del rey contra el Temple era de otra clase. Los Templarios no eran
extranjeros, como los lombardos, o infieles, como los judíos.
Pertenecían a una orgullosa y poderosa corporación que estaba
bajo jurisdicción eclesiástica, sujeta no al rey sino al Papa. El rey
Felipe había tomado las personas y las propiedades de una orden
exenta y, demostrando que tenía plena conciencia de la dudosa
legalidad de su acción, sus órdenes habían contemplado la consulta
previa «con nuestro más devoto padre en Cristo, el Papa».
En realidad, el papa Clemente V no fue consultado, y le envió al
rey una agria recriminación.

Vos, nuestro querido hijo [... ] habéis, en nuestra ausencia,


violado todas las reglas y echado mano a las personas y
propiedades de los Templarios. Los habéis encerrado en prisión
y, lo que nos duele más todavía, no los habéis tratado con la
debida indulgencia [...] y habéis agregado al malestar del
encierro otra aflicción. Habéis echado mano a personas y
propiedades que están bajo la directa protección de la Iglesia
Romana [...] Vuestro precipitado acto es visto por todos, y con
justa razón, como un acto de desprecio hacia nosotros y la
Iglesia Romana.334

Clemente no decía si creía o no las acusaciones contra los


Templarios; su objeción era principalmente a la usurpación de su
prerrogativa, y a la traición de la confianza implícita en la acción
unilateral del rey; pero esa otra «aflicción» que le recrimina a Felipe
haberle agregado al malestar del encierro era sin duda la tortura a la
que los acusados fueron sometidos de inmediato por otra institución
eclesiástica, la Inquisición.
Fundada para extirpar la herejía en Languedoc, y compuesta por
los frailes de la Orden de los Hermanos Predicadores creada por
Domingo de Guzmán, canonizado santo en 1234, la Inquisición se
había convertido en Francia en un instrumento de coerción en
manos del estado. El gran Inquisidor de Francia, Guillermo de París,
era el confesor del rey Felipe y, considerando la piedad del rey, tuvo
sin duda conocimiento de sus planes. El domingo siguiente al
arresto de los Templarios, durante una reunión pública celebrada en
los jardines reales junto a los oficiales del rey, fueron los
predicadores dominicos los primeros en explicar las razones de esa
medida.335
Medio siglo atrás, el papa Inocencio IV había autorizado la tortura
para ayudar al interrogatorio de los inquisidores. Debía cesar
cuando se estaba al borde del derramamiento de sangre o la rotura
de los miembros: los métodos favoritos de la época eran el potro,
que estiraba los miembros de la persona hasta dislocar sus
articulaciones, y la garrucha, que consistía en izar y soltar
enérgicamente al torturado mediante una polea, tirando de una
cuerda atada a sus muñecas amarradas por la espalda. Una tercera
técnica era frotarle grasa en la planta de los pies y ponerle los pies
delante del fuego. A veces los torturadores calculaban mal: los pies
de Bernardo de Vado, un sacerdote templario de Albi, se quemaron
tanto que perdió los huesos. Un caballero templario, Jaime de Soci,
afirmaba saber de veinticinco compañeros templarios que habían
muerto «a causa de torturas y sufrimiento»: una carta anónima en la
biblioteca universitaria de Corpus Christi, Cambridge, daba la cifra
de treinta y cuatro.
Además de esas medidas específicas para causar dolor, los
sospechosos fueron engrillados, se les alimentaba únicamente con
pan y agua, y se les negaba el sueño. Dado que una gran parte de
los arrestados no eran guerreros endurecidos por la batalla sino
labradores, pastores, molineros, herreros, carpinteros y
administrativos, el shock y la desorientación, combinados con la
mera amenaza de tortura, rápidamente llevaron a muchos a admitir
cualquier cosa que los oficiales del rey y los inquisidores sugirieran.
En enero de 1308, 134 de los 138 Templarios arrestados en París
habían admitido alguno o todos los cargos que se les imputaban, y
fue el gran maestre en persona, Jaime de Molay, quien antes de los
diez días de encierro mostró el camino.
¿Cuáles eran las «cosas extrañas y sin precedentes» de que
fueron acusados, los crímenes «horribles de contemplar, terribles de
escuchar [...] una labor abominable, una vergüenza detestable, algo
casi inhumano, distinto por completo de toda humanidad»? Según
los fiscales capetianos, la Orden del Temple se entregaba a la
adoración y al servicio del Diablo. A cada nuevo recluta, en su
iniciación, se le decía que Jesucristo era un falso profeta que había
sido crucificado no para redimir los pecados de la humanidad sino
como castigo por los suyos propios. Al postulante se le ordenaba
negar a Cristo y escupir, pisotear una imagen de Cristo en la cruz u
orinar en ella, y luego besar la boca, el ombligo, las asentaderas, la
base de la columna y «a veces el pene» del Templario que lo
admitía. Se le decía que podía tener «relaciones carnales» con otros
hermanos; que eso no sólo era lícito «sino que debían hacerlo y
someterse a ello mutuamente» que no era «ningún pecado para
ellos hacerlo».
Se decía que, para señalar su rechazo a Cristo, los sacerdotes
Templarios omitían las palabras de la consagración durante la misa.
En ceremonias secretas, adoraban a un demonio llamado Bafomet,
que se aparecía en la forma de un gato, o de un cráneo, o de una
cabeza con tres rostros. Los Templarios se ataban alrededor de la
cintura cuerdas que habían tocado esa cabeza, «en veneración» de
su ídolo. Eso lo hacía en todas partes «la mayoría»: los que se
negaban eran asesinados o encerrados.
Sumadas a esa graves iniquidades estaban las faltas menores
que confirmaban las sospechas públicas existentes. Las asambleas
del capítulo templario se realizaban en secreto, de noche, y bajo una
fuerte guardia. El gran maestre y otros oficiales de jerarquía habían
escuchado confesiones y absuelto pecados de sus compañeros
Templarios sin haberse ordenado sacerdotes. Eran codiciosos y
avaros: «No les parecía un pecado [...] adquirir propiedades
pertenecientes a otros por medios legales o ilegales» y buscaban
«procurar incremento y ganancias para dicha Orden de la forma en
que pudieran...». Un cargo posterior los acusó de traición: sus
negociaciones secretas con los musulmanes eran lo que había
conducido a la pérdida de Tierra Santa.
Evidentemente, cuando el papa Clemente V y el rey Jaime II de
Aragón escucharon por primera vez estas acusaciones, tiempo
atrás, las encontraron imposibles de creer. La propaganda hostil de
la época siempre asociaba herejía y sodomía: por ejemplo, las
descripciones que los católicos hacían de los cátaros, o el ataque de
Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plaisans al papa Bonifacio VIII.
Pero ahora esos caballitos de batalla no sólo se mezclaban con los
defectos que los críticos le atribuían a la Orden; también explotaban
una fuerte ansiedad pública por la brujería y el poder de los
demonios, que haría eclosión en las cacerías de brujas de los siglos
xv y xvi.
El escepticismo del Papa, junto con la generalizada aceptación de
sus derechos soberanos sobre el Temple, podrían haber dificultado
el ataque del rey Felipe a la Orden —si era imposible frustrarlo— de
no haber sido porque Jaime de Molay admitió haber negado a
Jesucristo y escupió sobre su imagen en el momento de su ingreso
en la hermandad, en Beaune. El único cargo que el gran maestre
rechazó fue el de haberse entregado a actos homosexuales. Pero la
blasfemia era más que suficiente para satisfacer a Guillermo de
Nogaret.
Siguieron las confesiones de otros altos Templarios: Godofredo
de Charney, preceptor de Normandía; Juan de La Tour, tesorero del
Temple de París, hasta entonces un cercano asesor financiero del
rey Felipe; y Hugo de Pairaud, el visitador templario de Francia,
quien, al haber admitido a muchos de los Templarios franceses, fue
señalado por otros como el instigador de su corrupción. La
confesión de Hugo, del 9 de noviembre abarcaba todos los cargos, y
aceptó que «les decía a los admitidos que si algún calor de la
naturaleza los empujaba a la incontinencia, él les daba permiso para
apagarlo con otros hermanos». Rehusó al principio incriminar a
otros; pero fue llevado aparte por los guardias y «más tarde, ese
mismo día» confesó a los inquisidores que la práctica era difundida.
«Evidentemente, se habían usado amenazas de tortura para forzar
el resultado.»336
¿Cómo habían empezado esas prácticas diabólicas? Godofredo
de Gonneville, el preceptor del Temple en Aquitania y Poitou,
declaró que «un cierto maestre perverso [...] estaba en la prisión de
un cierto sultán, y no iba a escapar a menos que jurase que, si era
liberado, impondría en nuestra Orden esa costumbre, la de que
todos los que fueran admitidos de allí en adelante negaran a
Jesucristo...»: posiblemente aludiera a Bertrand de Blanquefort o
Guillermo de Beaujeu. Godofredo había rehusado negar a Cristo y el
preceptor lo había excusado, tal vez porque su tío era una figura
influyente en el gobierno del rey de Inglaterra. Pero debió jurar sobre
el Evangelio que no revelaría que lo habían eximido.
Sólo cuatro Templarios negaron categóricamente los cargos: Juan
de Châteauvillars, Enrique de Herçigny, Juan de París y Lambert de
Toysi. Una proporción tan pequeña que podía ignorarse. El coup de
Felipe contra la Orden parecía justificado, y si bien seguían las
sospechas sobre sus motivaciones, en especial a fuera de Francia,
el papa Clemente V creía que no tenía más alternativa que aceptar
la acción del rey como un fait accompli y tratar de recuperar él la
iniciativa. El 22 de noviembre de 1307, antes de que pasara un mes
desde la confesión de Jaime de Molay, Clemente V envió una carta
titulada Pastoralis prae-eminentiae a todos los reyes y príncipes de
la cristiandad pidiéndoles arrestar «prudente, discreta y
secretamente» a todos los Templarios y poner sus propiedades en
salvaguarda de la Iglesia. Elogiaba la buena fe y el fervor religioso
de Felipe IV pero insistía en que él, el Papa, estaba ahora al mando.
El primero en ser convencido de ello fue Jaime de Molay; cuando
estuvo cara a cara con los tres cardenales que Clemente V envió de
Poitiers a París, revocó su confesión. Según una crónica, se abrió la
camisa para mostrar las marcas de la tortura en su cuerpo, ante lo
cual los cardenales «lloraron amargamente, sin poder hablar».337
Siguieron otras retractaciones, y parece probable que los cardenales
no estuvieran del todo sorprendidos: se decía que los diez miembros
del sagrado colegio nombrados por Clemente en su primer
consistorio habían amenazado con renunciar debido a la actitud
pusilánime del Papa hacia el rey de Francia. Sin duda, había
descontento en la curia papal, y presiones de los amigos del
Temple, como el hermano de Jaime de Molay, el deán de Langres.
Por otra parte, muchos de los Templarios de jerarquía eran
conocidos de los tres cardenales enviados a París, dos de los
cuales eran franceses: fue mientras estaba cenando con ellos
cuando Hugo de Pairaud revocó su confesión.
Esa política encerraba considerables riesgos porque, bajo los
estatutos de la Inquisición, los herejes impenitentes eran entregados
al brazo secular para ser quemados. Jaime de Molay sin duda
confiaba en que recibiría justicia del Papa, y al principio esa
confianza pareció justificada. Cuando el rey Felipe, en route a
Poitiers, oyó que los cardenales se negaban a confirmar la condena
de los Templarios, regresó de inmediato a París y le escribió a
Clemente V amenazando acusar al Papa de los mismos pecados;
pero Clemente mantuvo el ánimo y le respondió que prefería morir
antes que condenar a hombres inocentes; en febrero de 1308,
ordenó a la Inquisición suspender el proceso contra los Templarios.
Pero, si bien la ley podía darle al Papa el control sobre el destino
de los Templarios, éstos se hallaban en las prisiones de Felipe el
Hermoso. Oliverio de Penne, el preceptor de Lombardía, era el
único templario de cierta jerarquía a quien el Papa tenía en Poitier
bajo arresto domiciliario, pero se fugó la noche del 13 de febrero: se
fijó una recompensa de 10.000 florines por su cabeza. Por otra
parte, las extensas propiedades del Temple se hallaban también en
manos de los oficiales reales, y el Papa no tenía batallones a su
mando. Poitiers estaba más cerca de París que Anagni, y los
poderes de jure del Papa eran míseros comparados con los poderes
de facto del rey.
A pesar de todo, el rey Felipe debía tener en cuenta la opinión
pública, y cuando el papa Clemente no respondió como él quería a
sus amenazas, sus propagandistas comenzaron a trabajar para
estigmatizar a todo el que apoyara a los Templarios. Se imprimieron
panfletos anónimos atacando al Papa, con los que se pretendía
expresar los indignados sentimientos del pueblo de Francia. Uno,
probablemente escrito por el abogado normando Pierre Dubois,
decía que el nepotismo del papa Clemente había probado más allá
de toda duda que el pontífice era corrupto y, por lo tanto, incapaz de
dispensar justicia. Sólo el soborno podía explicar que no hubiera
condenado a los Templarios cuando tantos de ellos habían
confesado su culpa.
Las dos grandes corporaciones del reino se sumaron al apoyo y
la difusión de esa propaganda real: la Universidad de París y los
Estados Generales. A finales de febrero de 1308, el rey Felipe les
preguntó a los doctores en teología de París cómo debía proceder
en el caso de los Templarios. ¿Estaría justificado enjuiciarlos sin
remitirse al Papa? Y si se los hallaba culpables, ¿qué había que
hacer con sus propiedades? La respuesta de los doctores no fue la
que el rey esperaba: si bien lo elogiaban por su fervor católico,
confirmaban que el Temple estaba bajo jurisdicción papal, y le
recordaban que los derechos del rey no reemplazaban ni
justificaban la usurpación de los derechos ajenos. El rey tampoco
podía tomar medidas contra los herejes salvo a requerimiento de la
Iglesia.
Frustrado por los teólogos, Felipe llamó a los Estados Generales,
que representaban a la nobleza, el clero y los burgueses, a reunirse
en Tours tres semanas antes de Pascua para apoyar a su rey en la
lucha contra la herética Orden de los Templarios. Los oficiales reales
debían asegurar que cada pueblo con un mercado enviara un
representante, mientras que los vasallos del rey y el alto clero fueron
invitados mediante una carta personal de su soberano. No se
conservan registros del acontecimiento, pero seguramente la
asamblea de Tours escuchó las arengas de ministros reales, como
Guillermo de Nogaret, contra las iniquidades del Temple y de
Bonifacio VIII, el predecesor de Clemente V.
Mientras que sus colegas regresaban a casa para difundir los
rumores sobre los Templarios, un grupo de delegados de los
Estados Generales se quedó para ir con el rey a Poitiers. Allí,
acompañado por un séquito impactante y hasta intimidante que
incluía al hermano de Felipe, Carlos de Valois, sus hijos y los nobles
de los Estados Generales, el rey se arrodilló ante el papa Clemente,
quien lo levantó con toda señal exterior de respeto y afecto. El 29 de
mayo, en un consistorio público celebrado ante una gran asamblea
de cardenales, obispos, nobles y burgueses, el ministro del rey,
Guillermo de Plaisans, expuso la causa contra los Templarios. Éstos
no sólo eran culpables de herejía y brujería, sino también
responsables de la pérdida de Tierra Santa. Y solamente gracias al
fervor religioso del rey Felipe y el pueblo de Francia habían quedado
al descubierto. El rey y su pueblo habían hecho el trabajo por el
Papa, y si éste no reconocía de inmediato la culpabilidad de los
Templarios, el pueblo de Francia, como «el más celoso paladín de la
fe cristiana», ejercería él mismo el juicio de Dios.
El papa Clemente no se dejaría intimidar ni tomaría medidas
precipitadas. Aunque Guillermo de Plaisans había negado
específicamente que el rey Felipe tuviera la mirada puesta en las
propiedades de los Templarios, el Papa dijo que no aprobaría el
juicio hasta que las propiedades y las personas del Temple no
estuvieran en sus manos. Las posturas eran irreconciliables, pero es
posible que se alcanzara un acuerdo entre bambalinas.
Dirigido en cierta forma a satisfacer las exigencias del Papa,
Felipe envió a setenta y dos Templarios a repetir sus confesiones
ante Clemente en Poitiers. Aunque sin duda se lo presentó como un
reconocimiento de la jurisdicción papal por parte del rey de Francia,
bien pudo ser también una medida pensada para mostrar a
Clemente escuchando las dos campanas. Por supuesto, los setenta
y dos Templarios habían sido cuidadosamente elegidos; el primero
en dar testimonio ante la curia papal fue el sacerdote Juan de
Folliaco, quien afirmó haber alertado a las autoridades sobre la
corrupción del Temple antes del momento de los arrestos. Lo mismo
había hecho Esteban de Troyes, un sargento templario que dio una
vívida descripción de la cabeza que había llevado al cabildo del
Temple un sacerdote «precedido por dos hermanos con dos grandes
cirios en candelabros de plata».338 También sostuvo que había sido
golpeado por rechazar las insinuaciones homosexuales de un
hermano templario, y que cuando se había quejado a Hugo de
Pairaud, éste le respondió que no debía haberse negado. Un
sargento templario, Juan de Châlons, afirmó que Gerardo de Villiers,
el preceptor de Francia, había dejado a Templarios rebeldes en un
pozo en el que nueve de los hermanos habían muerto. Dijo además
que al preceptor le avisaron de que sería arrestado y que huyó
entonces con cincuenta caballos y el tesoro de Hugo de Pairaud en
una flota de dieciocho galeras.
Cuarenta de las declaraciones que se conservan admiten uno u
otro de los cargos imputados en el momento de los arrestos. Las
descripciones del ídolo eran contradictorias; una dice que era «un
ídolo sucio y negro», otra, que «parecía blanco, con barba»,
mientras que en otras dos se insiste en que tenía tres caras. El
análisis de las declaraciones muestra que el sesenta por ciento
fueron hechas por Templarios que o bien eran apóstatas de la Orden
o bien habían sido coaccionados bajo tortura. Ninguno era un alto
oficial: al Papa se le dijo que estaban demasiado enfermos para ir a
Poitiers, pero que los tenían a su disposición en la prisión de
Chinon. No obstante, la selección sirvió a los propósitos tanto del
Papa como del rey. Sin perder prestigio, Clemente podía ahora
autorizar que la Inquisición prosiguiera con sus investigaciones; a
cambio, el rey Felipe remitió oficialmente las propiedades de la
Orden a curadores especiales y reconoció que sólo mantenía
detenidos a los Templarios «por orden de la Iglesia».
En una serie de bulas emitidas desde Poitiers en julio y agosto de
1308, en particular Faciens misericordiam, el papa Clemente V
refrendó la versión de los hechos del rey Felipe y aceptó que éste
había actuado «no por avaricia» sino «con el fervor de la fe
ortodoxa, siguiendo los claros pasos de sus antepasados».
Clemente autorizó a todos los obispos de su diócesis a crear
consejos provinciales para juzgar a los Templarios que estaban bajo
sus respectivas jurisdicciones. Esos consejos estarían compuestos
por dos dominicos, dos franciscanos y dos canónigos de la catedral.
La Orden como tal sería investigada por ocho comisionados
papales, y se enviaron tres cardenales a Chinon para interrogar a
sus líderes. Finalmente, Clemente llamó a un concilio general de la
Iglesia a reunirse en Viena en 1310, para tratar las cuestiones de los
Templarios, la cruzada y la reforma de la Iglesia.
¿Qué fue lo que provocó ese aparente cambio en la actitud de
Clemente hacia los Templarios? Aunque posible, es poco probable
que las confesiones de los Templarios llevados a Poitiers lo
convencieran: conocía muy bien los métodos tanto de los
Templarios como del rey Felipe. Parece más probable que Clemente
decidiera que los Templarios debían ser sacrificados por el bien de
la Iglesia. La frase usada en su encíclica acerca del rey Felipe
«siguiendo los pasos de sus antepasados» es reveladora. No sólo
en su propia opinión, sino también en la opinión de sus súbditos,
Felipe había heredado el prestigio y la autoridad de su abuelo, san
Luis, y así, a diferencia del emperador Federico II en su titánica
lucha con el papado, podía amenazar con usurpar no sólo el poder
temporal del pontífice sino también su poder espiritual. A pesar de
que los teólogos parisinos pensaban que la herejía era un asunto
que concernía a la Iglesia y sólo a la Iglesia, la propaganda real
contra los Templarios condenaba como igualmente culpables a los
fautores, aquellos que favorecían y secundaban su iniquidad,
aunque sólo fuera mediante la negligencia.
Los propagandistas capetianos también jugaban con la ansiedad
pública asociando a los Templarios con los otros grupos marginados
de la sociedad europea: leprosos, judíos y musulmanes. Fue en ese
momento cuando el primo del rey Felipe, el rey Carlos II, que
gobernaba el sur de Italia desde Nápoles, decidió expulsar de su
dominio a la comunidad musulmana establecida en Lucerna por el
emperador Federico II. El éxito de esa propaganda puede medirse
por una carta enviada por la Corte de Foix al rey Jaime II de Aragón,
en la que preguntaba si era cierto que los Templarios se habían
convertido al Islam y planeaban formar una alianza con los judíos y
musulmanes de Granada. También se decía que un grupo de
Templarios fugitivos habían buscado asilo con los sarracenos, y en
efecto, como con toda propaganda exitosa, había en ello una pizca
de verdad: en septiembre de 1313, el antiguo preceptor de Corberis,
Bernardo de Fontibus, fue enviado como embajador por el sultán de
Túnez a la corte del rey Jaime II de Barcelona.
Más efectivo aún fue asociar esos grupos marginales con las
fuerzas de la oscuridad. Las acusaciones de brujería y adoración del
demonio tenían un potente efecto en la mentalidad medieval. Las
imágenes de demonios estaban siempre presentes en los frescos y
tallas de las catedrales e iglesias: no eran solamente los
campesinos analfabetos los que temían sus poderes. Jacques
Duèze, un compatriota gascón que recibió de Clemente V el
sombrero de cardenal y que lo sucedería bajo el nombre de Juan
XXII, aunque hijo de un rico comerciante de Cahors y graduado en
leyes en la Universidad de Montpellier, tenía pánico de morir por
obra de la brujería y, siendo ya Papa, ordenó a los inquisidores
desenmascarar a quienes habían hecho «un pacto con el diablo».
Estaba «convencido de que había personas que, haciéndose pasar
por cristianas, estaban unidas al diablo por una alianza secreta».339
¿Podía el propio Papa haber sido sobornado por Satán? La idea
no era demasiado exagerada para Guillermo de Nogaret y Guillermo
de Plaisans, quienes gozaban de la confianza de Felipe el Hermoso:
de hecho, parecía ser la única manera plausible de explicar las
acciones de aquellos que frustraban al rey «más cristiano». ¿No
habían admitido bajo tortura los sirvientes del obispo de Pamiers,
que había juzgado a Felipe tan callado y estúpido como un búho,
que aquél comulgaba con espíritus malignos? Y, lo más significativo
de todo, ¿no había sido un hereje, un sodomita y un aliado del
Demonio el archi-enemigo de Felipe, el papa Bonifacio VIII?
El mérito espiritual del difunto Papa excedía el interés académico
porque, aparte de presionar para lograr la condena de los
Templarios, el rey Felipe estaba además insistiendo en un juicio
póstumo de Bonifacio VIII por el cargo de herejía. La ley canónica
preveía esa clase de procesos, y había precedentes como la
exhumación y juicio del papa Formoso en 897. Para Felipe, una
condena justificaría ex post facto los hechos de Anagni, anularía la
excomunión de Guillermo de Nogaret y establecería el derecho del
rey no sólo de juzgar «sino también de apresar y castigar a un Papa
herético».340
Como parte de esa campaña de vilipendio contra el pontífice
muerto, Felipe el Hermoso estaba también presionando por la
canonización de Pietro de Morrone, el Papa eremita, Celestino V.
Según la declaración francesa, su sucesor, Bonifacio VIII, lo había
obligado a abdicar, disponiendo luego su encarcelamiento y
posterior asesinato. Proclamar infaliblemente que Celestino estaba
en el cielo probaría, en opinión de Felipe, que Bonifacio estaba en el
infierno; y la causa de Celestino se hallaba reforzada por presuntos
milagros y una generalizada devoción popular.
Bajo la intensa presión del poderoso monarca francés, quien sólo
aceptaba rendirle cuentas a Dios, y completamente vulnerable a las
fuerzas de coerción a su mando, Clemente V recurrió a su táctica
favorita de la postergación, alejándose al mismo tiempo de la esfera
de control del rey. El caos político de Italia le hacía imposible
regresar a los Estados Pontificios; pero el papado había adquirido
un enclave en la frontera de Provenza, el condado de Venaissin, y
también, convenientemente situada sobre el río Ródano, la ciudad
de Avignon. En agosto de 1308, el papa Clemente anunció que la
curia papal dejaría Poitiers y se establecería en Avignon. Se
consideraba una medida provisional, pero los papas permanecerían
allí durante los siguientes setenta años.
El traslado a Avignon, que no se completó hasta marzo de 1309,
no alivió la presión ejercida sobre el Papa por Felipe el Hermoso. Ya
antes de dejar Poitiers, Clemente había aceptado un juicio póstumo
de Bonifacio VIII. Lo hizo remiso, y con considerable angustia
porque comprendía lo dañino que sería para la autoridad del papado
que Bonifacio VIII fuera declarado hereje. La noticia del juicio
escandalizó a la opinión extranjera, y confirmaba la impresión de
que Clemente V era un peón en las manos de Felipe IV. El rey
Jaime II de Aragón le escribió al Papa para expresarle su inquietud.
Pero cuando por fin se inició el juicio, el mismo Clemente
defendió la trayectoria de Bonifacio VIII ante los abogados del rey
francés, recordando su piedad, su servicio a la Iglesia y las muchas
manifestaciones de su fe ortodoxa. Tras esto, permitió que
continuara el juicio pero, gracias a su conocimiento del derecho
romano, consiguió alargarlo, bien exigiendo declaraciones escritas
o, en diciembre de 1310, suspendiendo el proceso porque estaba
padeciendo otros de sus frecuentes ataques gástricos.
Las negociaciones continuaron fuera de la Corte durante su
recuperación, hasta que se llegó a un compromiso: el Papa
reconocía que el rey Felipe y sus sirvientes habían actuado de
buena fe en Anagni, que habían intentado simplemente entregarle al
papa Bonifacio VIII una citación para asistir a un concilio general.
Todo acto de violencia contra la persona del Papa había sido
consecuencia de una venganza personal perseguida por los
enemigos del rey en los Estados Pontificios. Felipe era elogiado
como «un luchador por la fe» y «defensor de la Iglesia», y Clemente
V retiraba toda bula papal perjudicial para Felipe o el reino de
Francia. Guillermo de Nogaret fue absuelto a cambio del
compromiso de ir a una cruzada y visitar una serie de santuarios en
Francia y España. A cambio de esas concesiones, el rey Felipe
declaró su plena sumisión a cualquier decisión que el papa
Clemente V tomara sobre la cuestión de la ortodoxia de Bonifacio
VIII.
Este compromiso tuvo una mala prensa fuera de Francia. Dante
Alighieri lo consideró un ejemplo más de la prostitución de la curia
papal con el rey Felipe IV. El embajador de Aragón ante la curia le
escribió a su soberano que Felipe era ahora «rey, papa y
emperador». Una creencia generalizada era que la absolución de
Guillermo de Nogaret le había costado a Felipe 100.000 florines. Sin
embargo, para un historiador moderno, esa crítica de la política de
Clemente en el juicio de Bonifacio «no se apoya en la investigación
histórica», y evidencia en cambio «que Clemente obtuvo una victoria
irrefutable. El único compromiso que se vio forzado a asumir
implicaba su generoso elogio del comportamiento de Felipe, pero
eso era una concesión teórica que el Papa a menudo encontraba
muy fácil de hacer».341 Lo mismo ocurría en el caso del Papa
eremita, a quien Clemente canonizó en 1313, no bajo su nombre
papal de Celestino sino como san Pietro de Morrone, y no como un
mártir —como quería Felipe— sino como un confesor23*.
De esta manera, con las armas de la paciencia y la dilación, el
papa Clemente V preservó la autoridad y autonomía de la Iglesia. A
diferencia de grandes predecesores como Gregorio VII e Inocencio
III, quienes habían librado batallas titánicas contra los emperadores
germánicos, Clemente se había encontrado virtualmente impotente
en una disputa menor con un rey fanático y vengativo. Sobre la
cuestión del papa Bonifacio VIII y su antecesor, Celestino V, había
cubierto con éxito la retirada, comprometiéndose sólo en cosas
superfluas. ¿Pero era el Temple algo superfluo? El papa Clemente
pareció incapaz de decidir.

Cuando Clemente V dejó Poitiers en agosto de 1308, el rey Felipe


IV seguramente dio por sentado que las cosas estaban dadas para
determinar el destino de la Orden en un plazo de tiempo
relativamente corto. Los Templarios seguían en manos de los
carceleros reales, y podían esperarse nuevas confesiones de los
miembros de la orden militar ahora que la Inquisición estaba
autorizada a proseguir con sus interrogatorios. Todos los jefes
Templarios entrevistados por los cuatro cardenales enviados a
Chinon se retractaron de sus retractaciones y confirmaron sus
crímenes. Ninguno reconoció todos los cargos, pero las confesiones
combinadas cubrían la totalidad de los mismos. Todos se
arrepintieron de lo que habían hecho y pidieron ser admitidos de
nuevo en la Iglesia.
La presencia en Chinon de Guillermo de Nogaret y Guillermo de
Plaisans bien pudo influir en lo que los veteranos Templarios
decidieron declarar. Todo ejercía presión para que el acusado
admitiera los cargos, porque si se empecinaba en sostener su
inocencia, se arriesgaba a más tortura y prisión de por vida. Si
escapaba, no tenía dónde esconderse: Clemente había escrito de
nuevo a todos los reyes de la cristiandad pidiéndoles que detuvieran
a los fugitivos Templarios que hallaran en sus dominios y los
entregaran a las comisiones episcopales. Muchos de los obispos,
sobre todo los del norte de Francia, respondían a Felipe; por otra
parte, el Papa había advertido a todos los clérigos que ayudar a los
Templarios los haría culpables de herejía por complicidad.
El rey Felipe podía confiar además en el resultado de la comisión
papal que investigaría la Orden. Él personalmente había enviado al
papa Clemente una lista de canditatos adecuados, y varios de los
ocho miembros apoyaban al monarca. El presidente de la comisión
era Gilles Aicelin, arzobispo de Narbona, quien había hablado en
contra de los Templarios en Poitiers, en 1308. Los obispos de
Mende y Bayeux también eran hombres del rey, el último de ellos
empleado a menudo por Felipe en asuntos de la corona. Cuatro de
los comisionados no eran franceses, pero uno, el archidiácono de
Trento, había trabajado con uno de los cardenales Colonna, y el
otro, el preboste de Aix, había sido diplomático del primo del rey
Felipe, el rey Carlos II de Nápoles.
No obstante, los complejos procedimientos establecidos por
Clemente V y la dificultad de juntar a esos ocho eclesiásticos
eminentes provocaron que la comisión celebrara su primera sesión
un año después de haber sido formada. El 8 de agosto de 1309, en
el monasterio de Sainte-Geneviève, en París, la comisión llamó a
todo el que quisiera brindar testimonio a presentarse ante la misma
en noviembre; y se reunió finalmente, tras algunas demoras de
último momento, el 22 de noviembre en el salón episcopal del
obispado de París.
Entre los primeros testigos estuvo Hugo de Pairaud, el visitador
templario de Francia, que no declaró nada en defensa de la Orden.
Cuando testificó Jaime de Molay el 26 de noviembre, dijo que
desearía defender a la Orden porque era inconcebible que la Iglesia
quisiera ahora destruirla, pero dudaba de su capacidad para hacerlo
sin ayuda. Sin embargo, se «consideraría a sí mismo vil y miserable
y de la misma manera sería considerado por otros si no defendiera a
la Orden, de la que había obtenido tantos privilegios y honores».
No se trataba sólo de que Jaime de Molay fuera iletrado, como
había quedado demostrado en el momento de su arresto; se trataba
de que el Temple a su mando no había logrado adaptarse al
creciente legalismo de la época. Otros organismos, como los
Hospitalarios y las órdenes monásticas, contrataban los servicios de
asesores legales, pero los caballeros Templarios «parecen haber
hecho poco esfuerzo ya sea para contratar abogados o para generar
expertos legales dentro de sus propias filas», a pesar del cuidado
con que protegían sus derechos e inmunidades.342 Emocionado,
confundido, un don quijote ante sus propios ojos y ante los ojos de
los demás, Jaime de Molay lamentó sin duda la omisión. Cuando le
fue leído el informe de la confesión que había declarado ante los
cardenales en Chinon, se agitó, se persignó dos veces y dejó
escapar lo que la comisión tomó como un desafío a un juicio por
combate a «ciertas personas» (presumiblemente los cardenales que
le habían tomado declaración). Reprendido por la comisión, Jaime
dijo que no había pretendido tal desafío, pero que, si Dios quería,
ellos tendrían que seguir la práctica de los tártaros y los sarracenos,
quienes «cortan la cabeza a los malvados así... o los cortan por la
mitad».343
Los comisionados no se dejaron impresionar por esa
bravuconada beligerante, pero acordaron un receso para permitirle
preparar la defensa de la Orden. El ministro del rey Felipe,
Guillermos de Plaisans, que estaba presente en la sesión y a quien,
irónicamente, Jaime de Molay había solicitado ayuda, estaba
desconcertado por el espectáculo de ese hombre incontrolable e
imprevisible: después de dos años de tortura y encierro, el gran
maestre parecía confundido con respecto a lo que había confesado,
a lo que había revocado, y a si se esperaba o no que defendiese a
la Orden. Guillermo le advirtió que cuidara de no «morir en una soga
fabricada por él mismo».
Cuando Jaime de Molay volvió ante la comisión el viernes 28 de
noviembre, repitió que se sentía incapaz de asumir la defensa de su
Orden porque «él era un caballero iletrado y pobre», y como había
leído en una de las cartas apostólicas que el papa Clemente había
reservado ese juicio para sí mismo, había decidido permanecer
callado hasta que fuera llevado ante el Papa. A la comisión
solamente le diría tres cosas: primero, que la liturgia en las iglesias
templarias era más hermosa que en cualquier otra iglesia que no
fuera una catedral; segundo, que la Orden había sido generosa en
sus donaciones de caridad; y tercero, que ninguna orden «había
derramado su sangre tan diligentemente en defensa de la fe
cristiana» ni era más respetada por el enemigo sarraceno. ¿No
había puesto el conde de Artois a los Templarios en la vanguardia
del ejército de san Luis en el Nilo? ¿Y no hubiera salvado su vida si
hubiese escuchado el consejo del gran maestre?
Cuando los comisionados respondieron secamente que todo eso
carecía de valor si la fe estaba ausente, Jaime de Molay se mostró
de acuerdo, pero insistió en que él creía «en un solo Dios y en una
Trinidad de personas y en otras cosas ajustadas a la fe católica [...]
y que cuando el alma se separara del cuerpo, entonces se vería
quién había sido bueno y quién malo, y cada uno de nosotros sabría
la verdad de estas cosas que se están haciendo ahora».
El 28 de noviembre, la comisión suspendió su primera sesión y no
volvió a reunirse hasta el 3 de febrero de 1310. En el ínterin, el
derrotismo que había abrumado a la mayoría de los Templarios tras
su arresto fue reemplazado por una actitud de resolución. En la
primera sesión, el preceptor de Payns, Ponsard de Gizy, había dicho
a la comisión que todos los cargos hechos contra la Orden eran
falsos; que las confesiones se habían hecho «a raíz del peligro y del
miedo» y, tras describir cómo había sido torturado, dijo que si lo
amenazaban con tormentos similares, admitiría cualquier cosa que
le imputaran. Entre el 7 y el 27 de febrero, 532 Templarios de toda
Francia siguieron su ejemplo.
El 14 de marzo se leyó ante los noventa Templarios que se
ofrecieron a defender a la Orden una lista completa de los 127
cargos que se le imputaban. Hacia finales del mes, la cifra de
Templarios había ascendido a 597, entre ellos un sacerdote, Juan
Robert, quien dijo que había escuchado innumerables confesiones,
ninguna de las cuales mencionaba ninguno de los pecados
imputados a la Orden. Frente a tal cantidad de voluntarios, la
comisión pidió a la Orden que seleccionara un número manejable de
procuradores. Fueron elegidos dos sacerdotes, Reginaldo de
Provins, preceptor de Orléans, y Pedro de Bologna, procurador del
Temple ante la curia papal en Roma. Pedro de Bologna era
sacerdote ordenado, tenía cuarenta y cuatro años y había sido
miembro del Temple durante veinticinco. Era presumiblemente
lombardo y había ingresado en la Orden en Bologna, donde es
posible que estudiara derecho con el preceptor de Lombardía,
Guillermo de Noris. Su designación de procurador del Temple ante
la curia papal sugiere una aptitud intelectual poco frecuente en la
orden militar. Tras su arresto en noviembre de 1307, confesó haber
negado a Cristo y haber escupido en la cruz. Negó la sodomía pero
admitió que le estaba permitida.
Reginaldo de Provins también era sacerdote, unos ocho años
menor que Pedro de Bologna. El hecho de que hubiera pensado en
un principio unirse a los dominicos en lugar de a los Templarios
sugiere también una educación avanzada, y la forma en que había
evitado una confesión abierta al ser interrogado por primera vez
indica una mente ágil. Había ingresado en la Orden en Brie, quince
años antes.
La primera presentación de esos dos sacerdotes Templarios fue
una protesta por las condiciones de su arresto: la negación de
sacramentos, la confiscación de sus pertenencias y hábitos
religiosos, la mala comida y los grilletes, y el no permitir que los
muertos en prisión fueran enterrados en suelo consagrado. Más
tarde, al ser interrogado por los notarios de los comisionados en el
Temple de París, donde estaba encarcelado, Pedro de Bologna
describió los cargos como «cosas vergonzosas, sumamente
perversas, irracionales y detestables [...] fabricadas, inventadas y
recién hechas por testigos, rivales y enemigos ocultos». Insistió en
que «la Orden del Temple estaba limpia e inmaculada, y siempre lo
estuvo, de todos los cargos, vicios y pecados». Todas las
confesiones eran evidentemente falsas, a consecuencia de la tortura
o por miedo a la misma.
El miércoles 1 de abril, Pedro de Bologna y Reginaldo de Provins,
junto con dos caballeros con antecedentes de servicios en
Outremer, Guillermo de Chambonnet, preceptor de Blaudeix en
Auvernia, y Bertrand de Sartiges, preceptor de Carlat en Rouergue,
se presentaron ante la comisión papal: los dos caballeros habían
servido en Tierra Santa y ninguno de ellos había admitido los cargos
cuando fueron interrogados por primera vez por el obispo de
Clermont.
De entrada, Reginaldo de Provins puso a la comisión misma a la
defensiva, primero insistiendo en que sólo el gran maestre y el
cabildo de la Orden estaban autorizados a nombrar procuradores
para la defensa del Temple, y luego sosteniendo que el
procedimiento inicial contra la Orden por los cargos de herejía había
sido irregular y por lo tanto de dudosa legalidad. Evidentemente, era
un requisito previo para una defensa adecuada que se les
garantizara a los acusados dinero para contratar abogados y se los
pusiera bajo la custodia de la Iglesia, no del rey. Por primera vez
desde el arresto de los Templarios en 1307, se estaba desarrollando
una defensa convincente.
Aun después de más de setecientos años, las palabras de Pedro
de Bologna nos muestran no sólo a un hábil abogado sino a un
defensor atemporal de los derechos del acusado. El proceso inicial
contra los Templarios, le dijo a la comisión, se había hecho «con una
furia destructiva», los hermanos habían sido «llevados como ovejas
al matadero» y presionados «mediante varias y diversas clases de
tortura, por las que muchos murieron, muchos quedaron para
siempre discapacitados, y muchos mintieron en aquel momento en
contra de sí mismos y de la Orden». La tortura, sostuvo, eliminaba
«toda libertad de pensamiento, que es lo que todo buen hombre
debe tener». Lo privaba del «conocimiento, la memoria y la
comprensión» y, por lo tanto, cualquier cosa que dijera bajo tortura
debía ser descartada. También reveló que a los hermanos
Templarios les habían mostrado cartas con el sello del rey Felipe
que prometían no sólo que no serían torturados sino que «se les
daría anualmente buena provisión y grandes ingresos durante toda
su vida, siempre que dijeran que la Orden del Temple ya estaba
condenada».344
De esta forma, la evidencia contra la Orden quedaba empañada
y, además, desafiaba el sentido común. ¿Era creíble que tantos
hombres nobles, distinguidos y poderosos fueran «tan tontos y
locos» que «entraran y se quedaran en la Orden para perder su
alma»? Sin duda alguna, los caballeros de ese calibre, que hubieran
descubierto esas iniquidades en el Temple, en particular las
blasfemias contra Jesucristo, «habrían puesto el grito en el cielo y
habrían divulgado a todo el mundo esas cuestiones».
Esa robusta defensa del Temple y las interminables
deliberaciones de la comisión papal exasperaron al rey Felipe IV. El
concilio de la Iglesia llamado a reunirse en Viena en octubre de
1310 para disolver definitivamente el Temple se había postergado
un año porque la comisión no había elaborado todavía su informe.
El rey decidió en consecuencia acelerar las cosas a través de Felipe
de Marigny, el arzobispo de Sens. Hasta hacía poco en la sede de
Cambrai, el arzobispo había mejorado su posición gracias a la
influencia de su hermano, Enguerrand de Marigny, que estaba a
punto de desplazar a Guillermo de Nogaret como primer ministro del
monarca. A petición de Enguerrand el rey había obtenido del Papa
el nombramiento de Felipe en Sens; éste, por lo tanto, se hallaba en
deuda con el rey y con su hermano, y en la primavera de 1311 se
hallaba en condiciones de pagarla.
Por demarcaciones eclesiáticas que databan de la época del
Imperio romano, la diócesis de París pertenecía a la provincia de
Sens. Debido a ello, el arzobispo de Sens era quien tenía la
autoridad para juzgar los casos individuales de los Templarios
dentro de su jurisdicción. El domingo 10 de mayo, cuando la
comisión papal se hallaba en receso, preparó un concilio en París
para demandarlos. Pedro de Bologna comprendió en el acto cuál
era la intención y solicitó de inmediato a la comisión que protegiera
a los Templarios, «que se habían presentado solos para la defensa
de dicha Orden». Le pidió a la comisión que ordenara al arzobispo
de Sens no proceder contra ellos.
El presidente de la comisión, Gilles Aicelin, arzobispo de
Narbona, se excusó allí mismo de considerar la petición
argumentando que «tenía que celebrar o escuchar misa». Los
miembros restantes de la comisión tuvieron que decidir que, si bien
sentían considerable simpatía por los Templarios, los
procedimientos de la comisión papal y del concilio designado por el
arzobispo de Sens eran «completamente diferentes y separados
uno del otro». Dado que el arzobispo recibía su autoridad
directamente de la Santa Sede, interferir no estaba dentro de la
competencia de la comisión.
El lunes 11 de mayo, en ausencia de su presidente, la comisión
volvió a reunirse para tomar testimonio a los Templarios que
quisieran defender la Orden. En una pausa del procedimiento, se
anunció que cincuenta y cuatro Templarios que se habían retractado
de sus confesiones para defender la Orden serían quemados como
herejes impenitentes ese mismo día. La comisión envió de
inmediato al archidiácono de Orléans y a uno de los carceleros de
los Templarios, Felipe de Voet, a pedirle al arzobispo que aplazara la
ejecución: Voet les había dicho que muchos de los Templarios
muertos en prisión habían jurado, al borde de la eternidad, que los
cargos contra la Orden eran falsos.
La intervención de los emisarios fue ignorada. Los cincuenta y
cuatro Templarios fueron llevados en carretas hasta un campo junto
al convento de Saint-Antoine, fuera de la ciudad. Allí fueron
quemados. Todos ellos, sin excepción, negaron «los crímenes que
se les imputaban, y persistieron constantemente en la negación
general, diciendo siempre que los estaban matando sin causa e
injustamente: lo que, de hecho, mucha gente pudo observar, no sin
gran admiración e inmensa sorpresa».345 A los que nunca habían
admitido los crímenes imputados no se los podía declarar herejes
impenitentes, y eran entonces sentenciados a cadena perpetua.
Sólo aquellos que confirmaban su confesión y se arrepentían eran
absueltos y dejados en libertad.
Cuatro días más tarde, otros cuatro Templarios fueron entregados
por el arzobispo de Sens para ser quemados como herejes
impenitentes, y se exhumó el cuerpo del antiguo tesorero del Temple
de París, Juan de La Tour, para que fuese también consumido por
las llamas. El efecto de esas medidas fue evidente en los testigos
llamados ante la comisión: un Templario de la diócesis de Angres —
Aimery de Villiers-le-Duc— insistió en que todos los errores
atribuidos a la Orden eran falsos, pero les rogó a los comisionados
que no lo revelaran a los oficiales del rey porque no quería ser
quemado. Los comisionados sólo resolvieron presentar una protesta
cuando uno de los dos procuradores, Reginaldo de Provins,
desapareció de la prisión.
La protesta fue efectiva: Reginaldo de Provins fue devuelto junto
con los dos caballeros, Guillermo de Chambonnet y Bertrand de
Sartiges. Pero entonces fue Pedro de Bologna quien había
desaparecido y, pese al envío de tres canónigos con órdenes de
buscarlo, no lo encontraron. En consecuencia, el procedimiento de
la comisión siguió con dificultad, ausentándose varios de sus
miembros con distintas excusas. El 17 de noviembre, cuando
Guillermo de Chambonnet y Bertrand de Sartiges dijeron que no
podían continuar con la defensa de la Orden sin Reginaldo de
Provins y Pedro de Bologna porque ellos eran «legos iletrados», se
les comunicó que los dos sacerdotes templarios habían abandonado
la defensa de la Orden y habían vuelto a sus confesiones originales.
El concilio de Sens había expulsado del sacerdocio a Reginaldo de
Provins, y Pedro de Bologna había escapado de prisión. Más
probablemente, lo habrían matado sus carceleros, pero, cualquiera
que fuese el destino de los sacerdotes, los caballeros se sintieron
incapaces de proseguir sin ellos, y de ese modo «abandonaron la
presencia de los comisionados».346

327 Sophian Menache, Clement V, Cambridge, 1998, p. 19.


328 Véase Ibíd., p. 40.
329 Ibíd., p. 86.
330 Schein, Fidelis Crucis, p. 180.
331 Ibíd., p. 210.
332 Citado en Barber, The Trial of the Templars, p. 16.
333 Citado en Ibíd., p. 48.
334 Citado en Menache, Clement V, p. 207.
335 Jean de Saint Victor, Prima Vita, citado en Menache, Clement
V, p. 206.
336 Barber, The Trial of the Templars, p. 67.
337 Ibíd., p. 76.
338 Citado en Ibíd., p. 100.
339 Ibíd., p. 184.
340 Menache, Clement V, p. 192.
341 Ibíd., p. 199.
342 James Brundage, «The Lawyers of the Military Orders», en
Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and Caring
for the Sick, p. 351.
343 Citado en Barber, The Trial of the Templars, p. 125.
344 Citado en Ibíd, p. 148.
345 De la crónica de Guillermo de Nangis, citado en Barber, The
Trial of the Templars, p. 157.
346 Véase Ibíd., p. 161.

23* Aquel que declara públicamente su fe cristiana exponiéndose


al martirio. (N. del T.)
17

El Temple destruido

¿Por qué los miembros de la más formidable fuerza militar del


mundo occidental fueron a la muerte, en palabras de Pedro de
Bologna, «como ovejas al matadero»? Una de las razones fue sin
duda la avanzada edad de la mayoría de los Templarios que vivían
en Francia. Después de servir un tiempo en Oriente, muchos habían
regresado a Europa para ocupar puestos en la administración. Los
caballeros más jóvenes fueron enviados a Chipre: en 1307, más del
setenta por ciento de la fuerza templaria había sido reclutada en los
últimos siete años.347 En Chipre se preparaban para la acción
militar: habían peleado con los sarracenos por Tortosa y esperaban
una invasión de la isla por parte de los mamelucos.
La bula del papa Clemente V por la que se ordenaba el arresto de
los Templarios en toda la cristiandad, Pastoralis praeeminentiae,
llegó a Chipre en noviembre de 1307. El gobernante de facto en ese
momento era el hermano del rey Juan, Amaury, a quien los
Templarios habían respaldado cuando tomó el poder en agosto de
1306. Las órdenes del Papa ponían a Amaury en una situación
incómoda. Estaba en deuda con aquéllos y, como casi todos en
Chipre, seguramente consideraba falsas las acusaciones; sin
embargo, tampoco quería desafiar al Papa ni tener de enemigo al
rey Felipe de Francia. Por lo tanto, ordenó a sus oficiales proceder
contra los Templarios, comandados por su mariscal, Ayme de
Oselier.
Tras una cierta resistencia inicial, los Templarios finalmente se
rindieron, y ochenta y tres caballeros y treinta y cinco sargentos
fueron puestos bajo arresto domiciliario. Sus propiedades fueron
embargadas, pero los oficiales no lograron encontrar el grueso del
tesoro. No se celebró ningún juicio hasta mayo, cuando llegaron a la
isla dos jueces designados por el Papa. Ninguno de los acusados
admitió los cargos. Se tomó declaración a testigos ajenos a la
Orden, entre ellos dieciséis caballeros, el senescal del reino, Felipe
de Ibelin, y el mariscal del rey, Reginaldo de Soissons. La mayoría
de ellos había apoyado al rey Enrique II en contra de Amaury y, por
lo tanto, podía esperarse que mostraran cierta animosidad hacia los
Templarios, pero todos sus testimonios fueron a favor. Felipe de
Ibelin, que fue el primer testigo, consideró que era solamente el
secretismo que rodeaba a los Templarios lo que conducía a la
sospecha de delitos. Reginaldo de Soissons ratificó que los
Templarios creían en los sacramentos y que siempre habían
celebrado sus ceremonias religiosas correctamente.
Un caballero, Jaime de Plany, fue categórico en su defensa de los
Templarios, recordándole a la corte que habían derramado su
sangre por Cristo y la fe cristiana, y que eran hombres tan buenos y
honestos como los que se podía encontrar en cualquier orden
religiosa. Perceval de Mar, un genovés, contó que un grupo de
Templarios, tomados prisioneros por los sarracenos, prefirió morir
antes que traicionar su fe. Aunque testigos menores aludieron a la
reserva del ingreso de los Templarios y a la avaricia de la Orden, no
adujeron nada que los involucrase en blasfemia ni herejía. Un
sacerdote, Lorenzo de Beirut, dijo que había escuchado las
confesiones de sesenta Templarios y que no podía declarar nada en
contra de ellos. Se desprendía de otros testimonios que muchos
Templarios se confesaban con dominicos, franciscanos y sacerdotes
seculares y no necesariamente con sus propios capellanes.
El único testigo entre los latinos de Chipre que testificó en contra
de los Templarios fue Simón de Sarezariis, el prior del Hospital de
San Juan, pero sin aportar ninguna evidencia sólida; aludió
meramente a conversaciones que había mantenido en el pasado
con personas no identificadas. Con esa única excepción, los nobles
testigos testificaron todos a favor de los Templarios, pese a ser
partidarios del rey Enrique II.
El papa Clemente V consideró inaceptable ese resultado, y
ordenó un nuevo juicio a cargo del legado papal en Oriente, Pedro
de Plaine-Cassagne, obispo de Rodas, que se celebró después del
asesinato de Amaury y la restauración de Enrique II, en el verano de
1310; aunque no se conservan las actas, parece que se impusieron
los imperativos políticos del Papa: las crónicas registran que el
mariscal Ayme de Oselier y muchos de sus compañeros Templarios
murieron mientras se hallaban encarcelados en la fortaleza de
Kerynia.

En Italia, los procesos contra los Templarios variaron según las


lealtades políticas de los gobernantes involucrados. Carlos II de
Nápoles, primo del rey Felipe el Hermoso, hasta donde se sabe por
las pocas declaraciones conservadas, obtuvo las confesiones
requeridas, presumiblemente gracias al uso de la tortura. En los
Estados Pontificios la tortura también produjo algunas confesiones
de negación de Cristo, ofensas a la cruz y adoración de ídolos; pero,
en general, la inquisición itinerante conducida por el obispo de Sutri
arrojó resultados mezquinos. En Lombardía, muchos de los obispos
apoyaron a los Templarios, y algunos fueron lo bastante valientes
como para confesarlo. Los obispos de Ravena, Rímini y Fano no
pudieron encontrar evidencia de culpa en los pocos Templarios
llevados ante ellos. En Florencia confesaron seis de diez Templarios
tras haber sido torturados.
En Germania, Burchard —el arzobispo de Magdeburgo— atacó
rápidamente a los Templarios, entre ellos el preceptor germánico
Federico de Alvensleben. En Trier, un concilio provincial de la Iglesia
convocado por el arzobispo no encontró ninguna prueba contra la
Orden. Un grupo de veinte Templarios armados, conducidos por el
preceptor de Grumbach, Hugo de Salm, interrumpió en Mainz un
concilio similar, presidido por el arzobispo Pedro de Aspelt. El
intimidado arzobispo fue obligado a escuchar su queja: a los
miembros de la Orden no se les estaba dando una oportunidad justa
de defenderse, y aquellos que insistían en su inocencia eran
quemados. Hugo de Salm también sostuvo, como prueba milagrosa
de su inocencia, que los hábitos blancos de los Templarios no ardían
con el fuego.
En una audiencia posterior, el hermano de Hugo de Salm y
preceptor del Rin, Federico, se ofreció a demostrar la inocencia de
la Orden mediante un juicio por ordalía. Dijo que había servido en
Oriente con Jaime de Molay y que lo conocía como «un buen
cristiano, tan bueno como es posible serlo». Otros testigos
confirmaron la obra caritativa de los Templarios; entre ellos, un
sacerdote dijo que, durante una hambruna, la preceptoría de Maistre
había dado de comer a mil pobres cada día. Al final de la audiencia,
el arzobispo dictaminó a favor de los Templarios llevados ante él,
una decisión que disgustó al Papa.

Fuera de Francia y Chipre, la presencia templaria más


significativa se hallaba en España, particularmente en Aragón,
donde la Orden había desempeñado un papel importante en la
reconquista de tierras ocupadas por los moros. El rey venía
reduciendo desde hacía un tiempo los enormes privilegios y
sustanciales donaciones que databan de los días heroicos de la
Reconquista. De hecho, aunque la Orden todavía tenía
considerables posesiones en Aragón, se había visto afectada por la
necesidad de enviar fondos a la Orden en Siria y Palestina y por las
demandas de los reyes aragoneses. Si bien seguía funcionando
como banco, el Temple estaba endeudado.
A mediados de octubre de 1307, el rey Jaime II había recibido
una carta de Felipe IV de Francia enumerándole las iniquidades de
la Orden Templaria y aconsejándole confiscar sus propiedades y
detener a sus miembros, al igual que Felipe había hecho en Francia.
El monarca aragonés se mostró incrédulo y le escribió una carta en
respuesta a Felipe el Hermoso:

los Templarios han vivido de hecho de una manera elogiable


como hombres religiosos hasta ahora en estas partes, de
acuerdo con la opinión común, y ninguna acusación de error en
su creencia ha surgido aquí todavía; por el contrario, durante
nuestro reinado nos han brindado fielmente un gran servicio en
todo lo que les hemos requerido, para eliminar a los enemigos
de la fe.
No obstante, cuando llegó a España la noticia de que Jaime de
Molay había admitido los crímenes imputados, el rey Jaime II ordenó
capturar a los Templarios y secuestrar las propiedades que tenían
en su reino. Algunos Templarios se negaron a rendir sus castillos: en
contraste con Francia, en Aragón la Orden tenía una buena cantidad
de hombres en armas y dispuso de tiempo para preparar la defensa.
Fue tomada la fortaleza de Peñíscola y arrestado el maestre
templario de Aragón, Exemen de Lenda, pero Ascó, Cantavieja,
Villel, Castellote, Chalamera y Monzón permanecieron en manos de
la Orden, mientras Ramón Sa Guardia, el preceptor de Mas Deu en
Rousillon, resistía en la fortaleza de Miravet. Desde allí le escribió al
rey Jaime II, recordándole la sangre que habían derramado los
Templarios en las guerras contra los moros, y no mucho tiempo
atrás contra Granada. Durante una época de hambruna, los
Templarios habían alimentado a veinte mil personas en Gardeny y a
seis mil en Monzón. Cuando los franceses invadieron Aragón y
amenazaban Barcelona, fueron los Templarios quienes resistieron a
pie firme. Por todas esas razones, el rey debía liberar al maestre y a
los demás Templarios, que eran «leales, católicos y buenos
cristianos».
Sin embargo, la suerte ya estaba echada, no porque el rey se
hubiera convencido de la culpabilidad de los Templarios, sino porque
quería asegurarse los bienes de la Orden antes de que fueran
expropiados por la Iglesia: le sugirió incluso al papa Clemente un
quid pro quo por el que dos de sus sobrinos recibirían tierras de
Aragón si el Papa renunciaba a sus derechos sobre las propiedades
del Temple en España.348 Acaso consciente de que la avaricia era
ahora la motivación principal del rey, Ramón Sa Guardia le escribió
para decirle cuánta lástima le causaban él, «el rey de Francia, y
todos los católicos relacionados con el daño que surge de todo esto,
más que nosotros mismos, que tenemos que soportar la maldad».
Temía por el alma del rey si éste se había engañado y creía estar
haciendo el trabajo de Dios y no el del Diablo. Al igual que Pedro de
Bologna, le preguntaba cómo, si los cargos eran ciertos, tantos
miembros de las mejores familias podían haberse unido a la Orden,
algunos desde hacía seis años por lo menos, sin haber denunciado
todavía los abusos imputados.
El 1 de febrero de 1308, el rey Jaime resolvió sitiar las fortalezas
que aún estaban en manos de los Templarios. Sin desear o sin
poder lanzar una ataque frontal, su táctica era someter a las
guarniciones por inanición. Ramón Sa Guardia, quien seguía en
comunicación con el rey, le advirtió que estaban dispuestos a morir
como mártires a menos que el rey Jaime garantizara protegerlos en
tanto el papa Clemente siguiera bajo la influencia del rey de Francia.
Pero el rey Jaime no sintió ninguna necesidad de comprometerse, y
hacia finales de noviembre los Templarios de Miravet se rindieron
por inanición. Monzón resistió hasta mayo de 1309; y a finales de
julio, con la caída de Chalamera, la resistencia de la Orden había
concluido.
Como la ley aragonesa no permitía la tortura, en los procesos que
se siguieron contra los Templarios no se produjeron confesiones.
Los prisioneros eran mantenidos en condiciones razonables y con
una dieta decente. Ramón Sa Guardia fue tan franco ante los
inquisidores como la había sido en sus cartas al rey. Dijo que las
admisiones a la Orden habían sido absolutamente ortodoxas, al
igual que la práctica de la religión católica entre los Templarios; las
imputaciones de negación de Cristo eran «horribles, sumamente
abyectas y diabólicas» y que «todo hermano que cometiera un
pecado contra la naturaleza» (esto es, sodomía) era castigado «con
la pérdida de su hábito y la prisión perpetua [...] con grandes
grilletes en los pies y cadenas en el cuello...». Los cargos eran obra
de «un espíritu maligno y diabólico», y cualquiera que los hubiera
admitido era un mentiroso.
En marzo de 1311, el Papa ordenó al arzobispo de Tarragona y al
obispo de Valencia utilizar la tortura para extraer confesiones, pero
el método, que había resultado tan eficaz en Francia, fracasó en
España. Ocho Templarios torturados en Barcelona persistieron en
su declaración de inocencia; en Tarragona, el 4 de noviembre de
1312, un concilio local de la Iglesia halló a los Templarios inocentes
«a pesar de ser sometidos a tortura para la confesión de sus
crímenes».
Lo mismo que en Aragón ocurrió en los reinos de Castilla y León,
y Portugal. Los Templarios fueron arrestados y llevados ante
comisiones episcopales, pero ninguna de ellas pudo hallar evidencia
para sustanciar los cargos. De toda la Península Ibérica, sólo en
Navarra, donde la influencia francesa era predominante, se
extrajeron algunas confesiones de los crímenes imputados.

Como el rey Jaime II de Aragón, el rey Eduardo II de Inglaterra


había recibido una carta de Felipe el Hermoso a mediados de
octubre de 1307, en la que se describía cómo había descubierto el
pozo negro de la corrupción en el Temple y aconsejaba a su yerno
proceder, como él había hecho, con el arresto de los Templarios y la
expropiación de sus bienes. Al igual que el rey Jaime de Aragón, el
rey Enrique se mostró incrédulo al principio. Aunque la presencia del
Temple no tenía la misma magnitud que en el reino de Francia —un
total de entre 144 y 230 caballeros en Inglaterra, Escocia, Irlanda y
Gales— la Orden había desempeñado un papel importante en el
gobierno real desde que el primer gran maestre, Hugo de Payns,
había viajado a Londres en 1129. Había servido de banco a los
monarcas angevinos; se le habían confiado las multas pagadas por
los asesinos de Tomás Becket y había actuado de intermediaria en
disputas entre los reyes de Inglaterra y Francia, manteniendo en
Normandía fortalezas que eran la dote de Margarita de Francia
hasta que su esposo, el hijo y heredero del rey Enrique II de
Inglaterra, alcanzara la mayoría de edad.
Ya hemos registrado la confianza depositada en la Orden por el
rey Ricardo Corazón de León; el gran maestre templario, Roberto de
Sablé, había sido su vasallo y amigo. El Temple de Londres fue un
depositario seguro para los ingresos reales; y la Orden fue una
presencia fundamental en la vida comercial de los reinos,
explotando los muchos privilegios y exenciones concedidos por
reyes y papas. Si bien la riqueza del Temple ocasionó cierta envidia,
las entradas anuales que le producían sus propiedades no excedían
las 4.800 livres, insuficiente para inspirar «fuertes sentimientos de
celos» o «una antipatía general».349 Jaime de Molay había sido
cálidamente recibido por el rey Eduardo I cuando visitó Inglaterra en
1294, y Guillermo de La More, el maestre inglés, había sido el
asesor de confianza del viejo monarca. Eduardo II, en el trono desde
hacía sólo tres meses, encontró inverosímiles los cargos contra la
Orden y les escribió a los reyes de Francia, Aragón, Castilla,
Portugal y Nápoles para comunicárselos. La Orden tenía una
honrosa forja de servicios en Tierra Santa y «emite brillo en
religión». También le escribió al papa Clemente insistiéndole en que
los Templarios habían sido «fieles en la pureza de la fe» mientras
que aquellos que hacían esas acusaciones viles eran criminales y
mentirosos.
Esa carta, despachada el 10 de diciembre, se cruzó con la bula
papal Pastoralis praeeminentiae que ordenaba el arresto de los
Templarios en toda la cristiandad, y que el rey Eduardo recibió
cuatro días más tarde. La misma dejó al joven rey sin elección; así,
el 26 de diciembre, ordenó la detención de los Templarios ingleses
de «la manera más rápida y mejor». La noticia de la confesión de
Jaime de Molay ya había llegado a Inglaterra, y Eduardo, como
Jaime II de Aragón, quizá viera también la conveniencia de controlar
los bienes del Temple antes de que cayeran en otras manos.
No obstante, seguían las sospechas acerca del rey Felipe y su
influencia sobre el papa Clemente; y el tratamiento dispensado a los
Templarios no sugiere en absoluto que se creyeran las acusaciones.
El maestre inglés, Guillermo de La More, arrestado el 9 de enero,
estaba encarcelado en Canterbury, pero se permitió que lo
acompañaran dos hermanos y tenía sus muebles, ropa, ropa de
cama y pertenencias personales, así como una asignación per diem
de dos chelines y seis peniques. Muchos de los preceptores
pudieron permanecer en sus preceptorías hasta que los llamaron a
presentarse ante los inquisidores, casi dos años más tarde.
En el momento de su arresto se hacía un inventario de las
pertenencias de los Templarios. Esos documentos reflejan su estilo
de vida y desmienten la acusación de sus críticos en cuanto a que
vivían holgadamente de las rentas de la tierra. En Yorkshire, los
inventarios muestran que las vestiduras religiosas, el ganado y las
herramientas agrícolas eran los únicos bienes de algún valor. No
había armas, el dinero era muy poco; y el mobiliario, escaso y
pobre. Se encontraron algunas reservas de cordero salado, tocino,
pescado salado, arenques, pescado seco, queso y algo de carne
vacuna salada, pero casi no había vino.350
El 13 de setiembre de 1309 llegaron a Inglaterra los dos
inquisidores designados por el Papa: Dieudonné, abad de Lagny, y
Sicard de Vaur, un canónigo de Narbona, cuyo arzobispo era Gilles
Aicelin, el presidente de la comisión papal que investigaba la Orden
en París. Ésa fue la primera aparición de inquisidores en Inglaterra:
a diferencia de Francia, donde la Inquisición había sido aceptada y
usada como un instrumento de la monarquía, no tenía ningún peso
en la ley inglesa. Más aún, los juicios se celebraban normalmente
ante un jurado y no estaba permitida la tortura. Como consecuencia,
el interrogatorio de los Templarios ingleses, realizado entre el 20 de
octubre y el 18 de noviembre ante los dos inquisidores y el obispo
de Londres, no arrojó resultados. Ninguno de los Templarios admitió
los cargos. Imbert Blanke, el preceptor de Auvernia, que había
escapado a Inglaterra en el momento de su arresto en Francia, dijo
que la reserva que rodeaba el ingreso de los Templarios había sido
«por tontería» y que nada indecoroso había tenido lugar.
Frustrados por su fracaso, los inquisidores persuadieron al
concilio provincial de Canterbury, reunido en Londres el 24 de
noviembre, de solicitarle al rey Eduardo II permiso para usar la
tortura: la petición fue formulada eufemísticamente como una
autorización para proceder «conforme a las constituciones
eclesiáticas». El permiso fue concedido, pero la tortura no produjo
los resultados deseados. La única irregularidad que surgió fue la
suposición generalizada entre los Templarios de que el perdón de
las faltas otorgado por el maestre en el capítulo equivalía a la
absolución sacramental.
Una frustración adicional para los inquisidores, que transmitieron
en su informe al Papa, fue la renuencia del rey Eduardo a dar
seguridad sobre la transferencia de los bienes templarios a la
Iglesia. El monarca afirmó que no podía actuar sin consultar a los
condes y barones del reino, una postura que no era sólo una táctica
dilatoria: porque mientras el Papa podía legítimamente señalar que
las donaciones originales se habían hecho para la misión de los
Templarios en Tierra Santa, el rey podía igualmente sostener que
procedían de la nobleza inglesa y que, si la Orden iba a ser disuelta,
tenían derecho a recuperarlas. La postura fue vigorosamente
apoyada por los barones.
Exasperado por la falta de resultados en Inglaterra, el papa
Clemente V apremió a los arzobispos de Canterbury y York para que
proseguieran con mayor celo la causa contra los Templarios.
También llegó la presión de otros lados: Guillermo de Greenfield, el
arzobispo de York, había recibido una carta de Felipe IV
exhortándolo a cooperar. Las autoridades de la Iglesia hacían lo que
podían, pero como le dijo Guillermo de Greenfield al concilio
provincial que él había convocado en mayo de 1310, «jamás se ha
sabido de tortura dentro del reino de Inglaterra». Lo mejor que pudo
aportar fueron comentarios de testigos ajenos a la Orden: a Juan de
Nassington le habían dicho que los Templarios de Hirst habían
adorado a un carnero. Un caballero, Juan de Ure, dijo que el
preceptor de Westerdale le había mostrado a su esposa un libro
donde decía que Cristo no había nacido de una virgen. La única
evidencia de sodomía venía de un fraile, Adam de Heton, quien
afirmó que, cuando era niño, los chicos solían decir: «Cuídate del
beso de los Templarios.» Otro fraile conocía a una mujer que había
encontrado los calzones de un Templario en una letrina y vio que
tenía cosido el signo de la cruz en los fondillos.351
El papa Clemente obviamente sospechaba que los ingleses
estaban dilatando las investigaciones y le escribió al rey Eduardo
ofreciéndole una indulgencia plenaria si transfería a Francia a los
Templarios que estaban bajo su jurisdicción. También presionó a los
eclesiásticos ingleses al declarar en su bula Faciens misericordiam
que la culpa de los Templarios estaba demostrada y que cualquiera
que tratase de protegerlos era culpable de sus pecados por
complicidad. El concilio provincial de York, sintiéndose incapaz de
condenar o absolver, autorizó a su arzobispo a remitir todo el asunto
a la Corte Papal en el concilio a celebrarse en Viena. Mientras tanto,
se le ocurrió una fórmula muy inglesa por la cual los Templarios
debían declarar públicamente lo siguiente: «Sé que estoy
gravemente desprestigiado por los artículos contenidos en la bula de
Nuestro Señor el Papa, y dado que no puedo purgarme yo mismo,
me someto a la Divina Gracia y a la decisión del Concilio.» Hecha
esta declaración ante la catedral de York, los Templarios se
reconciliaban con la Iglesia y se los enviaba a vivir a diferentes
fundaciones monásticas: a Guillermo de Grafton, a Selby; a Ricardo
de Keswick, a Kirkham. A Juan de Walpole, a Byland; Tomás de
Stanford, a Fountains, y a Enrique de Kirby, a Rievaulx. El mal
comportamiento de Tomás de Stanford y Enrique de Kirby provocó
quejas de los abates cistercienses al arzobispo de York.
Los procesos contra los Templarios en Escocia e Irlanda no
fueron más exitosos en cuanto a satisfacer las expectativas del papa
Clemente y el rey Felipe de Francia. Las únicas confesiones de
valor las hicieron en Inglaterra dos Templarios prófugos, Esteban de
Stapelbrugge y Tomás de Thoroldeby, quienes fueron reapresados
en junio de 1311 y describieron luego blasfemias en el momento de
su admisión a la Orden. Probablemente, ambos fueran torturados.
En julio, un sacerdote templario llamado Juan de Stoke también
confesó que, un año después de su admisión, Jaime de Molay le
había dicho que negara a Cristo. Una vez que todos ellos
expresaron arrepentimiento, fueron absueltos y reconciliados con la
Iglesia. Lo mismo sucedió con cincuenta y dos Templarios que
aceptaron la fórmula del concilio de York. No obstante, los dos
Templarios más importantes de Inglaterra, el maestre Guillermo de
La More, y el preceptor de Auvernia, Imbert Blanke, siguieron
insistiendo en su inocencia y en la inocencia de su Orden: Guillermo
negó incluso haber usado los términos de la absolución cuando
perdonaba a Templarios por sus infracciones a la regla. Fue enviado
a la Torre de Londres para esperar la clemencia del Papa, y murió
allí en febrero de 1313. Imbert Blanke fue sentenciado a «ser
encerrado en la prisión más vil, atado con dos cadenas, y ser
mantenido allí hasta nueva orden, y ser visitado mientras tanto con
el fin de ver si deseaba confesar algo más».352 También murió en
prisión.

El sábado 16 de octubre de 1311, tras una demora de un año, se


reunió en Viena un concilio ecuménico de la Iglesia católica. Esa
ciudad sobre el Ródano, a sólo unos veinte kilómetros al sur de
Lyon, estaba construida entre las ruinas de su pasado romano. El
anfiteatro romano en las colinas de Mount Pipet podía albergar a
más de 13.000 espectadores, y el templo dedicado al emperador
Augusto se usaba ahora como iglesia. Fue en Viena donde
Arquelao, el hijo del rey Herodes, cumplió el destierro ordenado por
Augusto; y donde la poco agraciada Blandina había muerto como
mártir por Cristo: «Después de los azotes, después de las bestias,
después del hierro candente, la pusieron finalmente en una cesta y
la arrojaron a un toro.» Otro mártir de esa época, un oficial romano
llamado Mauricio, había sido ejecutado río arriba en Augaune,
Suiza, por negarse a hacer sacrificios a dioses paganos. Y fue en la
gran catedral a orillas del Ródano, dedicada a ese santo, donde el
papa Clemente V recibió a los padres de toda la cristiandad e
inauguró la primera sesión del concilio.
El número de concurrentes fue decepcionante. El Papa había
convocado a obispos y príncipes de toda la cristiandad, incluidos los
cuatro patriarcas de la Iglesia oriental, pero de los 161 prelados
invitados, más de un tercio se había excusado, enviando delegados
en su lugar. Los obispos que asistieron lo hicieron con poco
entusiasmo: la ciudad estaba atestada, era difícil en consecuencia
conseguir alojamiento decente, y en esa época del año, como se
quejó el obispo de Valencia al rey Jaime II de Aragón, «el lugar es
inconmensurablemente frío».
Ningún rey apareció en los primeros seis meses de
deliberaciones, aun cuando la recuperación de Tierra Santa, uno de
los tres puntos en la agenda del concilio, era de mucho interés para
ellos. El segundo punto, la reforma de la Iglesia, figuraba casi como
una cuestión de rutina, pero el celo por limpiar la Iglesia de
corrupción —que había animado a concilios anteriores— era difícil
de mantener con un Papa que nombraba cardenales a cuatro de sus
parientes y usaba todo artilugio posible para sacarles dinero a los
fieles. El sentimiento predominante entre los asistentes era el
cinismo: un cronista francés, Jean de Saint-Victor, escribió que
«muchos decían que el concilio se había convocado con el propósito
de extraer dinero».353
El tercer punto de la agenda era la Orden del Temple. Para el
papa Clemente era imperioso que el Concilio resolviera la
disolución, y con ese fin había estado reuniendo todas las pruebas
de los interrogatorios en los distintos países, obligando a utilizar la
tortura cuando no se obtenía de los acusados las confesiones
requeridas. Esto había tomado mucho más tiempo del que había
previsto, y fue la razón por la cual el concilio se postergó un año.
Hasta el verano de 1311, muchos de los informes aún no habían
llegado. Cuando finalmente se recibieron y fueron estudiados por el
Papa y sus asesores en la prioría de Grazean, distaban mucho de
ser satisfactorios. Sólo los informes procedentes de Francia
contenían confesiones creíbles; los del extranjero, en particular los
de Inglaterra, Aragón y Chipre, sólo aportaban rumores de personas
ajenas a la Orden como material para sustentar las acusaciones.
Además de redactar sumarios de esos informes para presentarlos
ante el concilio, el Papa pidió a dos de sus cardenales que
escribieran sus opiniones respecto de lo que debía hacerse con el
Temple: uno era Jacques Duèze, un compatriota gascón, en esa
época obispo de Avignon, y el otro Guillermo La Maire, el obispo de
Angers. Ambos juzgaron que la culpabilidad de la Orden estaba
demostrada y que por lo tanto el Temple debía ser disuelto, no por
un voto del concilio sino por el Papa en su carácter de jefe de la
Iglesia: de plenitude potestatis. Rechazaron las objeciones de que
«a la Orden debía dársele una defensa, y un miembro tan noble de
la Iglesia tampoco debería ser separado de su cuerpo sin el rigor de
la justicia y suficiente discusión». Pero estas objeciones eran
claramente predominantes fuera de la curia papal y los círculos
leales al rey de Francia. El representante del rey Jaime II de Aragón
ante el concilio le informó a su monarca de que «en base a lo que
hemos escuchado de cardenales y clérigos, no es posible condenar
a la Orden en conjunto, pues no hay ninguna evidencia de culpa por
parte del Temple». El abad cisterciense Jaime de Thérines se
preguntaba si hombres de noble cuna que habían arriesgado sus
vidas por defender Tierra Santa podían realmente ser herejes, y
llamó la atención sobre muchas inconsistencias en los
procedimientos interrogatorios. Walter de Guisborough, un clérigo
inglés, escribió que «la mayoría de los prelados estaban de parte de
los Templarios, salvo los prelados de Francia, quienes, parecería, no
se animaban a actuar de otra forma por miedo al rey, la fuente de
todo este escándalo».354
Clemente estaba en una posición difícil. Había invitado
formalmente a los Templarios a acudir a Viena para defender la
Orden, pero evidentemente no esperaba que lo hicieran. Sin
embargo, a finales de octubre y para su sorpresa, siete Templarios
se presentaron ante el concilio diciendo que estaban allí para
defender la Orden y que entre 1.500 y 2.000 de sus camaradas
Templarios se hallaban en las proximidades dispuestos a apoyarlos.
El papa Clemente ordenó que los siete Templarios fueran
detenidos y pidió al concilio que formara un comité de cincuenta
integrantes para decidir si debía o no permitirse a los Templarios
defender la Orden; y si era así, si era sólo a los que se habían
presentado ante el concilio o si los Templarios de toda la cristiandad
debían elegir un apoderado. Y si eso resultaba muy difícil, si el Papa
debía nombrar a uno que actuara por ellos. La conclusión de ese
comité fue, por amplia mayoría, que se debía permitir a los
Templarios organizar su defensa. Solamente discreparon los
obispos franceses de Rheims, Sens y Rouen, allegados al rey
Felipe.
Esa decisión era tanto más extraordinaria por cuanto las
condiciones en Viena se estaban deteriorando, con la escasez de
comida que hacía elevar los precios y la propagación de
enfermedades que provocaron la muerte de varios de los padres del
concilio. El empecinamiento de la comisión en tales circunstancias
exasperó al Papa y enfureció al rey de Francia. Para ejercer presión
sobre el concilio, Felipe recurrió a la táctica que había usado cuatro
años antes y convocó a los Estados Pontificios a reunirse en
febrero: no en Tours, sino en Lyon, a sólo veinte kilómetros río
arriba.
El Papa, temiendo todavía que Felipe pudiera reanudar el ataque
contra Bonifacio VIII, y desesperado por poner en marcha una
nueva cruzada, estaba en constante correspondencia con el rey, y el
17 de febrero recibió a una delegación secreta y muy importante,
compuesta por el hijo de Felipe, Luis de Navarra, los condes de
Boulogne y Saint-Pol, y los principales ministros de la corona,
Enguerrand de Marigny, Guillermo de Plaisans y Guillermo de
Nogaret. Junto con el círculo íntimo de cardenales de la curia,
conversaron con el Papa sobre los pasos a seguir.
También desde otra fuente se presionaba por una resolución
rápida: el rey Jaime II de Aragón sostenía con enfásis que la Orden
debía ser disuelta y que sus propiedades aragonesas debían
transferirse a la Orden española de Calatrava. La disposición de la
riqueza del Temple parece haber sido un escollo en las
negociaciones entre el Papa y el rey francés: Felipe, proponiendo el
mismo tipo de trato que el rey Jaime II, le escribió al Papa desde
Mâcon, a sólo noventa kilómetros al norte sobre el río Saône:
«Ardiendo de fervor por la fe ortodoxa y en caso de que tan gran
injuria hecha a Cristo permaneciera impune, afectuosa, devota y
humildemente pedimos a Su Santidad que disuelva dicha Orden y
quiera crear una nueva Orden Militar, a la cual se le confieran los
bienes de la Orden arriba mencionada, con sus derechos, honores y
responsabilidades.»
Como sabía que el rey Felipe tenía a uno de sus propios hijos en
mente como gran maestre para esa nueva orden, Clemente se
mantuvo sorprendentemente firme en la cuestión, insistiendo en que
si el Temple iba a ser disuelto, sus posesiones debían pasar al
Hospital. Para terminar con todo el asunto, el rey Felipe resolvió
comprometerse y prometió aceptar lo que el Papa decidiera,
reservándose sólo «los derechos que nos quedan a nosotros, a los
prelados, barones, nobles y diversas personas de nuestro reino».
El papa Clemente dudaba todavía, pero el 20 de marzo se vio
obligado a decidir ante la llegada a Vienne del rey Felipe en
persona, acompañado por sus dos hermanos, tres hijos y un fuerte
contingente de hombres armados. Dos días más tarde, Clemente
celebró un consistorio secreto en el que pidió al comité especial
para la Orden del Temple que revisara su dictamen. Al ver que el
juego había terminado, y posiblemente sobornados o intimidados
por los franceses, la mayoría de los prelados votó por la eliminación
de la Orden; una decisión, en opinión del obispo de Valencia —uno
de los pocos disidentes—, «contra toda razón y justicia».
El 3 de abril, los padres del concilio se reunieron en la catedral de
Saint-Maurice para escuchar la homilía del papa Clemente sobre el
salmo I, versículo 5: «No prevalecerán los impíos en el juicio, ni
estarán los pecadores en la asamblea de los justos.» El sumo
pontífice estaba sentado en su trono; a un lado, en un pedestal
apenas más bajo, se hallaba el rey Felipe de Francia, y al otro, el
hijo de Felipe, el rey de Navarra. Después de la homilía, y antes de
que comenzaran los procesos, el convocante anunció que, bajo
pena de excomunión, nadie podía hablar en esa sesión excepto con
el permiso o a requerimiento del Papa.
El papa Clemente leyó entonces la bula Vox in excelso, que
abolía la Orden del Temple. La bula estaba cuidadosamente
redactada para evitar una condena directa de la Orden como tal: se
abolía «no por sentencia judicial, sino por disposición u ordenanza
apostólica» a causa del «descrédito, la sospecha, la ruidosa
insinuación y demás cosas referidas que se han aducido contra la
Orden». Mencionaba ciertos hechos incontestables, «la admisión
secreta y clandestina de los hermanos de esta Orden, y la diferencia
de muchos de esos hermanos con la costumbre general, la vida y
los hábitos de otros fieles de Cristo»; pero, además, aceptaba como
demostradas «muchas cosas horribles» que habían sido hechas
«por muchos hermanos de esa Orden [...] que han caído en el
pecado de la vil apostasía en contra del mismo Señor Jesucristo, en
el crimen de la detestable idolatría, en la excarcelable afrenta de los
sodomitas...».
El texto era auto-justificatorio y recordaba a los fieles que «la
Iglesia Romana ha dispuesto en ocasiones la abolición de otras
ilustres órdenes por causas incomparablemente menores que las
arriba mencionadas, aun sin que se les adjudicara culpabilidad a los
hermanos». Era incluso apologética: la decisión del Papa se había
tomado «no sin amargura y tristeza de ánimo». Sin embargo, a los
padres del concilio no se les pedía que aceptaran u objetaran el
dictamen del Papa: la Orden del Temple fue abolida

por un decreto irrevocable y perpetuamente válido, y la


sometemos a perpetua proscripción con la aprobación del
sagrado concilio, prohibiendo estrictamente que alguien se
atreva a entrar en dicha Orden en el futuro, o a recibir o usar su
hábito, o a actuar como Templario; por lo cual quien actuare en
contra de esto, incurrirá en la sentencia de excomunión ipso
facto.

Por una bula posterior, Ad providam, publicada el 2 de mayo, las


propiedades de los Templarios eran transferidas a los Hospitalarios,
«quienes están permanentemente arriesgando sus vidas al otro lado
del mar». Se hizo una excepción para las propiedades de los
Templarios en Aragón, Castilla, Portugal y Mallorca, cuya
disposición se decidiría más adelante.
En los hechos, los tres reyes más involucrados —Eduardo II de
Inglaterra, Jaime II de Aragón y Felipe IV de Francia— aunque
públicamente se mostraron de acuerdo con la decisión del Papa
sobre las riquezas del Temple, se aseguraron de que una parte de
las mismas quedara en sus manos o en manos de sus vasallos.
Eduardo II ya estaba arrendando algunas de las propiedades de los
Templarios y advirtió al Hospital que no se aprovechara de Ad
providam para «usurpar» las posesiones de la Orden. Los litigios
con el Hospital y los legados papales continuaron hasta 1336. El
Temple de Londres fue finalmente cedido para uso de la justicia; la
iglesia del Temple sigue en pie hasta el día de hoy.
En Aragón, Jaime II insistía en que la seguridad de su reino
dependía de la posesión real de las propiedades templarias: la
resistencia de los Templarios al arresto, en 1308, había demostrado
los peligros que encerraba la existencia de una fuerza armada que
no debiera su primera lealtad al rey. Una vez más, sólo después de
varios años de negociación se alcanzó un acuerdo. Se creó una
nueva orden militar con base en Montesa, Valencia, sujeta al
maestre de Calatrava y al abad cisterciense de Stas. En el resto de
Aragón, las propiedades templarias pasarían al Hospital; pero, antes
de tomar posesión, el castellano Hospitalario de Amposta juraría
lealtad al rey. Los Templarios reconciliados con la Iglesia siguieron
viviendo en las preceptorías de la Orden o fueron a otros conventos
y monasterios, donde vivían de los recursos del Temple. La
disolución de la Orden no significaba que estuvieran dispensados de
sus votos.
Al igual que en Yorkshire, los ex Templarios de Aragón hallaron
difícil pasar de una rutina militar a una monástica. Algunos se
fugaron de los monasterios, abandonaron el hábito y regresaron al
mundo secular. Desilusionados por lo que había ocurrido, o
simplemente liberados de la estricta disciplina de la Orden, algunos
ex Templarios se hicieron mercenarios y tomaron esposa. Se sugirió
en algunos casos que las pensiones pagadas eran demasiado
generosas, permitiéndoles llevar una vida indolente. Un ex
Templario, Berenguer de Bellvís, mantenía una amante; otro fue
acusado de violación; significativamente, no hay registro de cargos
de sodomía.
Las quejas contra ex Templarios llevaron al sucesor de Clemente
V, el papa Juan XXII, a intentar repetidas veces persuadirlos de
volver a la vida religiosa. En una carta dirigida al arzobispo de
Tarragona, el Papa le pedía controlar que «no se involucraran en
guerras o asuntos seculares» y que no usaran vestimentas lujosas.
Debía cuidarse que nunca hubiera más de dos ex Templarios en un
mismo monasterio y, si se negaban a regresar a la vida de reclusión,
debería privárselos de su pensión. Hubo algunos casos en que esa
sanción fue puesta en práctica, pero en general «los supervivientes
no se vieron acosados por penurias financieras, a pesar de que
algunos llevaran una existencia frustrante; y como su número
decrecía, probablemente la preocupación de la Iglesia por ellos
disminuyó y se los molestó muy poco hasta el final de sus
vidas».355
En Portugal, al rey Diniz se le permitió fundar una nueva orden
militar, la Orden de Cristo, y otorgarle las posesiones templarias: los
magníficos cuarteles de Tomar, con su rotonda, siguen en pie
todavía. El rey Sancho de Mallorca llegó a un compromiso con la
curia papal, transfiriéndole las propiedades templarias al Hospital a
cambio de una renta anual. En Castilla, algunas de las propiedades
del Temple fueron confiscadas por el rey, otras por barones y
algunas por las órdenes militares de Ucles y Calatrava: el fracaso
del rey en lograr la transferencia al Hospital provocó una tardía
protesta del papado en 1366. Un patrón similar se observa en Italia,
Germania y Bohemia, donde los gobernantes locales confiscaron
una parte de las posesiones templarias, dejándole al Hospital lo que
quedaba. En Hildesheim, los Templarios se resistieron y fueron
expulsados por la fuerza. A la Orden de los Predicadores dominicos,
que manejaba la Inquisición, se le dieron las casas templarias de
Vienne, Strasbourg, Esslingen y Worms. En el reino de Nápoles y
Provenza pasaron cinco años antes de que el rey Carlos devolviera
las propiedades del Temple. Solamente en Chipre la transferencia
fue rápida y no ocasionó problemas, sin duda por su posición en el
frente.
En Francia, el rey Felipe IV había sido convencido por su
hermano, Carlos de Valois, y su primer ministro, Enguerrand de
Marigny, de que capitular ante el papa Clemente respecto de las
propiedades del Temple era un precio que valía la pena pagar para
obtener la disolución definitiva de la Orden. Sin embargo, el rey
cubrió la retirada, escribiéndole al Papa que aceptaba la
transferencia al Hospital a condición de que el Papa reformara dicha
Orden, y eso sólo se haría «tras la deducción de los gastos
necesarios para la custodia y administración de dichos bienes». Al
igual que su yerno, el rey Eduardo II, también se reservaba los
derechos «del rey, los prelados, barones, nobles y las demás
personas del reino que tienen una parte de las propiedades
mencionadas». En realidad, el Hospital tuvo que pagar por sus
derechos: el prior del Hospital de Venecia transfirió al tesoro real de
París 200.000 livres tournois, supuestamente para indemnizar a la
Corona por la pérdida del tesoro que había sido depositado en el
Temple de París. Incluso con ese soborno, la transferencia completa
no había terminado: el prior del Hospital de Venecia adelantó otras
60.000 livres tournois en 1316 para cubrir los gastos de la Corona
por el juicio de los Templarios, y 50.000 más en 1318 para cerrar el
trato, dejando al Hospital, a corto plazo, mucho peor de lo que
nunca había estado.

Ése no fue el único beneficio que obtuvo el rey de Francia como


consecuencia del concilio de Vienne. El 3 de abril de 1312, menos
de dos semanas después de haber disuelto la Orden del Temple, el
papa Clemente V consumó la ambición que fuera el objetivo de sus
tortuosas políticas desde que inició su pontificado. Predicando ante
los prelados de la cristiandad reunidos en la catedral de Saint-
Maurice, y tomando como texto un versículo de los Proverbios, «el
deseo de los justos será concedido», el sumo pontífice proclamó
una nueva cruzada. No sería un passagium particulare como la
mayoría había aconsejado, sino el passagium generale cuyo único
defensor había sido el ex gran maestre del Temple, Jaime de Molay,
que se consumía en ese momento, encadenado. Sería conducida
por el rey Felipe de Francia, pero pagada por la Iglesia a través de
un impuesto del diez por ciento sobre todos los ingresos
eclesiásticos durante los siguientes seis años.
Un año después, en una ceremonia de gran solemnidad llevada a
cabo en París, el rey Felipe el Hermoso tomó la cruz. La recibió de
las manos del nuncio papal, el cardenal Nicolás de Fréauville,
seguido por sus tres hijos, su yerno el rey Eduardo I de Inglaterra y
numerosos nobles de ambos reinos. Las diferencias que había entre
el nieto de san Luis y el Papa gascón se limaban por fin en pro de
recuperar Tierra Santa de manos del infiel. Los dos ríos, el de la
piedad y el de la caballería, confluían para formar un torrente
irresistible; y para celebrar esa gran ocasión, la ciudad de París fue
engalanada con estandartes; la música y la alegría llenaron el aire, y
festividades de un esplendor sin precedentes se prolongaron
durante más de una semana.
Quedaba sólo un detalle inconcluso; a poca distancia de los
festejos, los oficiales jerárquicos de la ex Orden del Temple
esperaban en las mazmorras del rey el pronunciamiento del papa
Clemente. El ex gran maestre, Jaime de Molay había rehusado
constantemente a dar cuenta de sí mismo ante nadie excepto el
Papa, y parecía convencido de que cuando estuviera frente a frente
con la única autoridad que la Iglesia había puesto por encima de él,
sería reivindicado su honor y el de la Orden.
Ese encuentro personal jamás se produjo. Hacia finales de
diciembre de 1313, el Papa designó una comisión de tres
cardenales para decidir el destino de los jefes Templarios: el legado
Nicolás de Fréauville, Arnaud de Auch y Arnaud Nouvel. El 18 de
marzo de 1314 la comisión llamó a un concilio de doctores en
teología y derecho canónico a reunirse en París en presencia de
Felipe de Marigny, el arzobispo de Sens. Ante ese concilio se
presentaron Jaime de Molay, Hugo de Pairaud, Godofredo de
Gonneville y Godofredo de Charney. El fallo dictaminó que «dado
que los cuatro, sin excepción, habían confesado pública y
abiertamente los crímenes que se les habían imputado, habían
persistido en sus confesiones y parecían finalmente persistir en las
mismas [...] eran sentenciados a riguroso y perpetuo
confinamiento».356
Dos de los acusados, Hugo de Pairaud y Godofredo de
Gonneville, acataron el fallo sin protestar; pero la severidad de la
sentencia, al cabo de siete años de encierro, era demasiado para
Jaime de Molay. Ya un hombre anciano, de más de setenta años,
¿qué ganaba con someterse si la recompensa era una muerte
prolongada? El Papa lo había traicionado; todo lo que podía esperar
ahora era la justicia de Dios. Por lo tanto, justo cuando los tres
cardenales creían que la causa de los Templarios estaba por fin
arreglada, Jaime de Molay, junto con el preceptor de Normandía —
Godofredo de Charney—, se pusieron de pie para retractarse de sus
confesiones e insistir en que tanto ellos como su Orden eran
completamente inocentes de todos los cargos.
Ese giro en los acontecimientos dejó atónitos a los cardenales, y
convirtió de golpe el finale cuidadosamente coreografiado en una
confusión. Los dos obstinados caballeros fueron llevados por el
comisario real mientras la noticia de lo que había pasado le era
rápidamente transmitida al rey. Tan pronto como la escuchó, el rey
Felipe convocó a los miembros de su consejo y se decidió que los
dos caballeros, como herejes impenitentes, debían sufrir el destino
prescrito en esos casos. Esa misma tarde, «hacia la hora de
vísperas», Jaime de Molay y Godofredo de Charney fueron llevados
a una pequeña isla en el Sena, llamada la Ile-des-Javiaux, para ser
quemados en la hoguera.
Antes de que murieran, se dijo más tarde, Jaime de Molay hizo
una última petición al papa Clemente y al rey Felipe: los convocó a
aparecer antes de un año frente al tribunal de Dios. También se dijo
que «parecían estar preparados a soportar el fuego con tranquilidad
de espíritu», lo cual «produjo entre quienes los miraban mucha
admiración y sorpresa por la fidelidad de su muerte y la negación
final». Los dos ancianos fueron entonces atados a la estaca y
quemados. Más tarde, bajo el velo de la oscuridad, algunos frailes
del monasterio agustiniano que se encontraba a la orilla del río y
otra gente piadosa fueron a recoger los cuerpos carbonizados de los
Templarios muertos, como reliquias de santos.
Como habían vaticinado los cínicos en el concilio de Vienne, la
cruzada proyectada por el papa Clemente V jamás tuvo lugar.
Clemente murió el 20 de abril de 1314, poco más de un mes
después de la muerte de Jaime de Molay. El inventario de las pocas
pertenencias encontradas en su dormitorio incluía «dos libritos en
lengua “romance”, en un estuche de cuero con un candado de hierro
[...] que contenía la Regla de los Templarios».357 El rey Felipe el
Hermoso lo siguió a la tumba el 29 de noviembre del mismo año tras
un accidente de caza. Las grandes sumas de dinero que se habían
recaudado para la cruzada o bien se las tragó el tesoro francés o
fueron usadas para los fines privados del Papa fallecido. En su
testamento, Clemente V dejó 300.000 florines a su sobrino, Bertrand
de Got, vizconde de Lomagne, a cambio de la promesa de ir a una
cruzada, un voto jamás cumplido. Como expresó un cronista
anónimo de la época, «el Papa guardó el dinero, y su primo, el
marqués, obtuvo su parte; y el rey y todos los que habían aceptado
la cruz se quedaron aquí; y los sarracenos viven en paz allí, y yo
creo que pueden seguir durmiendo tranquilos».

347 Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early
Fourteenth Centuries, p. 87.
348 Véase Barber, The Trial of the Templars, p. 206.
349 Menache, Clement V, p. 229.
350 Martin, The Templars in Yorkshire, p. 142.
351 Ibíd., 147.
352 Citado en Barber, The Trial of the Templars, p. 202.
353 Jean de Saint-Victor, p. 656, citado en Barber, The Trial of the
Templars, p. 221.
354 Crónica de Walter de Guisborough, p. 396, citada en
Menache, Clement V, p. 236.
355 Forey, The Templars in the Corona de Aragon, p. 364.
356 The Chronicle of William of Nangis, citado en Barber, The
Trial of the Templars, p. 241.
357 Véase Simonetta Cerrini, «A New Edition of the Latin and
French Rule of the Temple», en Nicholson (ed.), The Military Orders,
vol. 2, pp. 211-212.
Epílogo

El veredicto de la historia

¿Cuál ha sido el veredicto de la historia sobre los Templarios?


Desde el momento mismo de su enjuiciamiento, la opinión se dividió
acerca de si habían cometido o no los crímenes que se les atribuían.
Dante Alighieri pensaba que eran las víctimas inocentes de la
codicia del rey Felipe IV, mientras que el mallorquín Ramón Lull,
poeta, místico, misionero y teórico de las Cruzadas, aunque
inicialmente dubitativo, terminó aceptando que los cargos imputados
contra la Orden eran ciertos. Pero ambos eran parciales: Dante
había sido expulsado de Florencia por el bando apoyado por Carlos
de Anjou, y Lull, como Felipe el Hermoso, estaba fanáticamente
empeñado en la fusión de las dos principales órdenes militares.
En los siglos siguientes, los juicios retrospectivos sobre el Temple
se vieron análogamente distorsionados por consideraciones
políticas: los partidarios de los papas romanos y los reyes franceses
no querían admitir que los predecesores de sus soberanos hubieran
perpetrado una grosera injusticia, en tanto que los demócratas y
constitucionalistas tendían a describir a los Templarios como
víctimas de la tiranía. Así, a principios del siglo XVI, en De occulta
philosophia, de Enrique Cornelio Agrippa, se compara a los
Templarios con las brujas, mientras que ya avanzado el mismo siglo,
el pensador político francés, Jean Bodin, los cita, junto con los
judíos, como ejemplo de una minoría marginalizada y vulnerable,
expropiada luego por un rey rapaz.
En los siglos xvii y xviii, los protestantes y escépticos usaron por
igual la presunción de culpa en la causa de los Templarios como una
vara con que castigar a la Iglesia católica romana: el teólogo
anglicano, Thomas Fuller, escribió que fue «en parte su viciosidad y
en parte su riqueza» lo que provocó la «extirpación final» de los
Templarios; y Edward Gibbon, en su Historia de la decadencia y
caída del Imperio romano, se refirió al «orgullo, la avaricia y la
corrupción de esos soldados cristianos».358 Esta impresión de los
Templarios fue la inspiradora de los personajes Templarios de Sir
Walter Scott.
No obstante, con el advenimiento de la Ilustración, en el siglo
XVII, emergió una tercera visión de los Templarios no como
cristianos ortodoxos o heréticos, sino como los sumos sacerdotes de
una religión antigua y oculta anterior al nacimiento de Cristo. Podría
pensarse que un movimiento intelectual que se enorgullecía de
reemplazar la superstición con el sentido común se sacudiría las
telarañas de confusión que rodeaban la historia de los Templarios:
pero la Ilustración, como señaló Peter Partner en su libro sobre los
Templarios, The Murdered Magicians,

estaba lejos de ser el simple ejercicio de las facultades


racionales que algunos de sus propagandistas gustaban de
sugerir. La transformación de las ideas sobre los Templarios
durante el siglo XVIII demuestra cuánto podían alejarse del
rígido racionalismo científico los hombres de la Ilustración. En el
propio núcleo de la historia de la Iglesia, que era el blanco
principal del racionalismo y la desmitificación, los hombres del
siglo XVIII descubrieron a los Templarios y los convirtieron en
una fantasía alocada que por mistagogia y confusión igualaba a
cualquier cosa que la vieja historiografía católica pudiera
ofrecer. Tan exitosa fue la empresa que hasta el día de hoy es
imposible acercarse a los Templarios sin encontrar los restos, o
incluso las togas enteras y chillonas, del prejuicio del siglo
XVIII.359

Los principales agentes de este «Templarismo» por el que los


Templarios pasan del plano histórico al plano mítico fueron los
francmasones, confraternidades secretas de apoyo mutuo cuyo
impreciso deísmo las hacía perniciosas para la Iglesia católica
romana. No fueron los primeros en convertir a los Templarios en
personajes de ficción: aun antes de la disolución de la Orden, los
Templarios habían comenzado a aparecer en romances y epopeyas,
a menudo como paladines de los amantes, consolándolos si su
pasión no era correspondida, facilitando su consumación, si lo era.
Mucho más que los Hospitalarios o los Caballeros Teutónicos, los
Templarios capturaron la imaginación de cronistas y poetas por
igual. Los caballeros del Grial en el Parzival de Wolfram von
Eschenbach son descritos como Templarios, pero «en su poema no
hay ninguna evidencia de que él, un pobre caballero germánico,
poseyera algún conocimiento secreto sobre la Orden del Temple,
que en ese momento todavía tenía muy pocas propiedades en
Germania, y cuyos miembros eran en su mayoría franceses».360
La hipótesis de los francmasones era tan fantasiosa como el
Parzival. Andrew Ramsay, un jacobita escocés exiliado en Francia y
que fuera director de la Gran Logia Francesa en la década de 1730,
sostenía que los primeros masones habían sido picapedreros de los
estados cruzados, que habían aprendido los rituales secretos y
alcanzado la sabiduría especial del mundo antiguo. Ramsay no hizo
ninguna afirmación específica sobre los Templarios, quizá porque no
quería antagonizar con su anfitrión, el rey de Francia; pero en
Germania, otro exiliado escocés, George Frederick Johnson, fabricó
un mito que transformaba a «los Templarios [...] de su ostensible
estatus de monjes-soldados iletrados y fanáticos al de profetas
caballerescos ilustrados y sabios que habían usado su estancia [en
Tierra Santa] para recuperar los secretos más profundos de Oriente
y emanciparse de la credulidad católica medieval».361
Según los masones germánicos, los grandes maestres de la
Orden habían aprendido los secretos y adquirido el tesoro de los
judíos esenios, que cada uno pasaba a su sucesor. Jaime de Molay,
la noche de su ejecución, había enviado al conde de Beaujeu a la
cripta de la iglesia del Temple de París para recobrar ese tesoro que
incluía el candelabro de siete brazos tomado por el emperador Tito,
la corona del reino de Jerusalén y un sudario. Sabemos que en
testimonio dado en el juicio de los Templarios, un sargento, Juan de
Châlons, sostuvo que a Gerardo de Villiers, el preceptor de Francia,
le habían avisado de su inminente arresto y había escapado
entonces con una flota de dieciocho galeras llevándose el tesoro de
los Templarios. Si eso fue así, ¿qué pasó con ese tesoro? George
Frederick Johnson creía que había sido llevado a Escocia, y uno de
sus seguidores especificó que fue concretamente a la isla de Mull.
Las especulaciones no terminaron con el siglo XVIII; de hecho,
nunca fueron tan febriles como en la actualidad, creando, en
palabras de Malcom Barber —el más destacado historiador británico
de los Templarios— «una pequeña industria muy activa, rentable por
igual para científicos, historiadores del arte, periodistas, publicistas y
expertos en televisión».362 Comenzando por las afirmaciones
esotéricas de los masones, se sostiene que los Templarios han sido
los guardianes del Santo Grial, el cáliz usado por Cristo en la Última
Cena, de la línea de sangre de los reyes merovingios,
descendientes de la unión de Cristo y María Magdalena,363 o
simplemente de la más preciada reliquia de los Templarios, el
Sudario de Turín.364
La especulación da cuerpo a hechos aislados. En Les Templiers,
Ces Grands Seigneurs aux Blancs Manteaux (1997), el escritor
francés Michel Lamy retrocede hasta el abad cisterciense de
Citeaux, Esteban Harding, el amigo y mentor de Bernardo de
Clairvaux, antes de la fundación de los Pobres Soldados de Cristo
en 1118. Nos recuerda que el abad Esteban buscó la ayuda de
rabinos judíos para sus traducciones de los libros del Antiguo
Testamento. «¿Qué razón había para ese repentino interés en los
textos hebreos?», se pregunta. Según Lamy, esos textos revelaban
que había un tesoro oculto enterrado bajo el Monte del Templo. Por
tal razón, el protector laico de los cistercienses, el conde Hugo de
Champagne, fue a Jerusalén e incitó a su vasallo, Hugo de Payns, a
establecer su orden de los Pobres Soldados de Cristo en el Monte
del Templo: «Puede pensarse que los documentos probablemente
llevados a Palestina por Hugo de Champagne (quien sin duda los
descubrió en compañía de Hugo de Payns) tenían algún tipo de
relación con el lugar que más tarde se convertiría en la morada de
los Templarios.»365
La misma hipótesis se encuentra en dos libros de escritores
británicos, The Holy Blood and the Holy Grial, de Michael Baigent,
Richard Leigh y Henry Lincoln (1982), y en The Head of God, de
Keith Laidler (1998): el ritmo lento de reclutamiento en los primeros
años de la Orden se explica por la necesidad de confinar esa
búsqueda del tesoro sólo a unos pocos iniciados. «La aparente falta
de actividad de los Templarios en sus años de formación —escribe
Laidler— parece haberse debido a alguna forma de trabajo
encubierto debajo del Templo de Salomón o en las inmediaciones
del mismo, una operación que sólo podía revelarse a unos pocos
nobles de alto rango.»366
Para esos autores, no cabe duda de que se halló algo
extraordinario. ¿Fue, pregunta Michel Lamy,

el Arca de la Alianza? ¿Un medio de comunicarse con poderes


exteriores: dioses, fuerzas elementales, genios, extraterrestres
u otras cosas? ¿Un secreto sobre el uso sagrado y, podría
decirse, mágico de la arquitectura? ¿La clave de un misterio
vinculado a la vida de Cristo y su mensaje? ¿El Grial? ¿Los
medios para reconocer los sitios donde la comunicación con el
cielo así como con el infierno es fácil, a riesgo de liberar a
Satán o Lucifer?

No, sostiene Laidler: lo que encontraron fue nada menos que la


cabeza embalsamada de Cristo.
Ésa era la cabeza conocida como Bafomet, supuestamente
adorada en secreto por los Templarios. Si Hugo de Payns no la
encontró debajo del Templo, entonces tal vez fue María Magdalena
quien la llevó a Francia, donde quedó en posesión de los cátaros,
siendo guardada en su fortaleza de Montségur. Cuando Montségur
estaba por caer ante los cruzados, tres parfaits escaparon con su
tesoro. «¿Pero cuál era ese tesoro de los cátaros? ¿Cuánto oro y
plata podían llevar tres perfecti? No podía ser dinero... Tuvo que ser
otra cosa, algo que estuvo guardado en Montségur hasta el último
momento, algo que fuera esencial para el ritual que se celebraba
durante el equinoccio de primavera, el día anterior a la capitulación
del castillo...», en otras palabras, la cabeza de Cristo. Y dónde
podían llevarla los cátaros fugitivos sino «al único lugar de Francia
que estaba fuera del alcance del rey, una organización que era en
todo sentido autónoma y que compartía básicamente la misma
cosmovisión gnóstica de los cátaros: la Orden del Temple».367
Así, cuando Gerardo de Villiers huyó del Temple de París en
1307, se llevó con él esa reliquia de las reliquias. La flota de galeras
templarias que partió de La Rochelle se dividió; la mitad se dirigió
hacia Portugal, donde sus hombres fueron absorbidos más tarde por
la Orden de Cristo fundada por el rey Diniz, y la otra mitad navegó
hacia Escocia, echando anclas en el estuario de Forth. Al sur de
Edimburgo estaba el castillo de Rosslyn, propiedad de la familia
Saint-Clairs, de antiguos lazos con los Templarios. La capilla de
Rosslyn era «otro Templo de Salomón». Es allí, debajo de un pilar,
donde los Templarios fugitivos enterraron «la Cabeza de Dios».
Por fascinantes que puedan resultar estas especulaciones, su
uso del lenguaje deja ver la falta de fundamento histórico plausible:
«la respuesta parecería estar en...», «parece muy probable que...»,
«se sabe que...», «bien podría ser...», «parece cierto que...». «Tras
alguna investigación —escribe Andrew Sinclair en su libro The
Discovery of the Grail—, esos fantaseadores plantean una hipótesis.
¿Fueron Cristo o el Grial enterrados debajo de una montaña en el
sur de Francia? ¿Jesús se casó con María Magdalena y originó la
línea de sangre de los merovingios? Algunas páginas más adelante,
la aseveración pasa a ser lo real, la idea se convierte en
prueba...»368 O, como expresa sucintamente Peter Partner en
relación con los Templarios, «El Templarismo [...] era una creencia
fabricada por los charlatanes para sus embaucados».369

El enigma de la Orden del Temple no ha sido materia exclusiva de


charlatanes, sino que fue objeto también de serios estudios
realizados por historiadores profesionales. La Revolución Francesa
de 1789 que derribó a las dos instituciones que tenían un interés
particular en la culpabilidad de los Templarios —la monarquía y la
Iglesia católica— abrió el camino hacia una investigación menos
parcial. El hecho de que la familia real francesa fuera encarcelada
en la torre del Temple de París y llevada desde allí a su ejecución
fue considerada por los defensores de los Templarios una venganza
simbólica por la muerte de Jaime de Molay: en marzo de 1808 se
celebró una misa de requiem en el aniversario de su muerte. El
mismo año fue demolido el donjon del Temple: se había vuelto un
lugar de peregrinaje para realistas fieles a la memoria de su
monarca martirizado.
Tres años antes, en 1805, se había estrenado en el Théâtre
Français una obra de teatro llamada Les Templiers, de un abogado
de Provenza, François Raynouard, que sostenía la inocencia de los
Templarios. La pieza fue de suficiente interés como para que el
propio Napoleón redactara una crítica mientras abogaba por su jefe
de policía. Cuando en 1810 se llevaron los archivos papales a París,
a Raynouard se le permitió buscar documentos que arrojaran nueva
luz sobre el juicio de los Templarios. El material que descubrió no
demostró nada concluyente, pero inclinó la balanza a favor de la
inocencia de la Orden. Por cierto, el material «no daba ningún apoyo
a quienes sostenían esas oscuras sospechas de las prácticas
mágicas de los Templarios o de sus ritos religiosos gnósticos».370
Avanzando el siglo XIx, sin embargo, el historiador germano Hans
Prutz, después de un estudio exhaustivo de las declaraciones
templarias, concluyó que muchos de los Templarios habían sido
contaminados por la doctrina de los cátaros y que eran culpables de
adoración del demonio.371 Por el contrario, el historiador
norteamericano de la Inquisición, Henry Charles Lea, diez años
después de Prutz, declaró que los Templarios eran casi con absoluta
seguridad inocentes: ninguno había estado dispuesto a morir por
sus creencias heréticas; no se había encontrado ninguna evidencia
concreta de adoración del diablo, y las confesiones, hechas bajo
tortura, sólo demostraban, como Pedro de Bologna había dicho en
aquel momento, «la indefensión de la víctima, no importa cuán alta
fuera su posición, una vez que le imputaban el cargo fatal de
herejía, y se lo imputaban a través de la Inquisición».372
La experiencia de los juicios montados por Stalin en el siglo XX
ha demostrado la eficacia no sólo de la tortura sino también de
métodos menores de coacción, como la privación del sueño, para
inducir a alguien a declarar falso testimonio contra sí mismo. Los
carceleros de Felipe el Hermoso mostraron la misma brutalidad que
los agentes de la NKVD25* y de la Gestapo; y sus propagandistas,
como Guillermo de Nogaret y Guillermo de Plaisans, mostraron un
talento digno de Goebbels. La exageración y tergiversación de lo
que realmente ocurrió puede persuadir al sujeto interrogado,
particularmente a aquel «insuficientemente instruido como para
poder ver la diferencia entre [...] lo inofensivo y lo criminal»,373 hasta
alterar su impresión de lo que recuerda. De esta manera, la
veneración de imágenes de Cristo o de Juan el Bautista puede ser
presentada como adoración de un ídolo; la cuerda atada a la cintura,
una práctica común entre los Templarios, pasa de talismán devoto a
hechizo diabólico; y el beso simbólico que era habitualmente «el
clímax en una serie de hechos tanto en la vida monástica como en
la secular»,374 se convierte en la indulgencia de la pasión
homosexual.

¿Era el Templo un semillero de homosexualidad?


Inevitablemente, en las últimas décadas del siglo XX, cuando la
actitud hacia la homosexualidad en Europa y los Estados Unidos ha
pasado de la condena a la tolerancia, parece casi «homofóbico»
sugerir que muchos de los Templarios no eran gays. Así, el
historiador francés Jean Favier sostuvo que la «ausencia de
mujeres, la influencia de Oriente, todo contribuyó a que la sodomía
se instalara profundamente en las costumbres del Temple». Y un
historiador estadounidense, Joseph Strayer, coincide, al afirmar que
la homosexualidad siempre está presente en las instituciones
exclusivamente masculinas: tal vez estuviera pensando en las
escuelas públicas inglesas.
¿Son útiles estas presunciones del siglo XX para llegar a un
veredicto sobre esa acusación en particular? No puede dudarse de
que la homosexualidad no era desconocida en la sociedad
medieval: era común en la corte de Guillermo Rufus, y si bien ahora
parece que Ricardo Corazón de León no era homosexual, se
alegaba que la promiscuidad del emperador Federico II abarcaba
tanto muchachos como muchachas; y su senescal en Tierra Santa,
Ricardo Filangieri, fue acusado por sus enemigos ibelinos de
mantener una relación homosexual con el bailli imperial de Acre,
Felipe de Maugustel.375
Que se registró sodomía entre los Templarios también queda
demostrado por el caso citado en el «Detalle de las penitencias» de
su Regla.376 No obstante, es significativo que el «hecho fuera tan
ofensivo que el maestre y un grupo de hombres dignos de la casa»
decidieran no llevarlo ante el cabildo: y la misma repugnancia se
encuentra en la disposición de muchos Templarios, entre ellos Jaime
de Molay, para confesar casi cualquier cosa excepto la sodomía. Por
lo tanto, si evitamos las distorsiones de los prejuicios de finales de
nuestro siglo, podemos estar bastante seguros de que en el Temple
no había sodomía institucionalizada; y al mismo tiempo, rechazar
como no demostradas las acusaciones de herejía, blasfemia e
idolatría. En un trabajo reciente, The Trial of the Templars Revisited,
Malcom Barber escribió que hay un «consenso bastante general
entre los historiadores modernos en cuanto a que los Templarios no
fueron culpables, como se los acusó».377

¿Cuál debería ser el veredicto más amplio de la historia sobre los


caballeros de la Orden del Temple? Para Peter Partner, quien en
The Murdered Magicians destacó de forma muy convincente la
reputación de los Templarios, tanto del demonismo de Felipe el
Hermoso como de la «mistagogia y confusión» de los masones, nos
quedamos con algo bastante insustancial. «La característica más
notable de los Templarios medievales era su normalidad:
representaban al hombre común, y no al visionario inusual». La
caída de la Orden se produjo como resultado de su «mediocridad y
falta de valor [...] la mayoría, incluidos sus líderes, en el momento
del juicio demostraron no tener mucho que decir».378
En un sentido, ese veredicto sobre los Templarios es casi tan
condenatorio como el referido a los masones o a Felipe el Hermoso.
¿Fueron realmente mediocres? Sin duda, si comparamos la materia
prima de un Templario, un caballero francés como el conde de Eu,
con un caballero musulmán como Usamah Ibn Munqidh, el
musulmán parece tener muchas más de las cualidades que hoy en
día nos atraen. Usamah no es sólo piadoso, valiente y un experto
cazador, sino que además es poeta. El conde de Eu, como lo
describe Juan de Joinville, en vez de escribir poesía, «improvisó una
máquina de guerra en miniatura con la cual podía arrojar piedras a
mi tienda. Nos miraba mientras estábamos comiendo, ajustaba su
máquina para adaptarla a lo largo de nuestra mesa, y entonces
disparaba, rompiendo nuestros vasos y cuencos»,379 y mataba las
aves de corral de Joinville: la clase de bromas pesadas que uno
podría encontrar actualmente en algunos ranchos de oficiales del
ejército británico.
¿Había alguna diferencia entre los monjes guerreros del Temple y
los caballeros, como el conde de Eu? ¿Hasta qué punto el aspecto
religioso de su vocación los elevaba por encima de su clase? Si el
caballero Templario mostraba en batalla el mismo coraje prodigioso
que su contrincante secular, también compartía su falta de
educación y refinamiento. En el poema satírico Renart le nouvel,
escrito a finales del siglo XIII por un trovador flamenco, Jacquemart
Giélée, al describir al Templario lo pinta como notoriamente menos
refinado que el Hospitalario: «No es un orador preparado, su
razonamiento es simple y se expresa sin ninguna habilidad,
repitiendo y repitiendo: "Somos los defensores de la Santa Iglesia",
y recalcando el peligro que son para Europa los musulmanes...»,380
una imagen que cuadra casi exactamente con la impresión que a
través de los siglos tenemos de Jaime de Molay. Pero esa falta de
refinamiento no excluye una particular santidad. La alta estima que
sentía por los Templarios el franciscano John Peckham, arzobispo
de Canterbury en la época en que Giélée escribió su sátira y «un
hombre de gran integridad y austeridad personal», sugiere un
elevado estándar de consagración.
Así, el veredicto final sobre los Templarios debe depender de
nuestro juicio del cristianismo católico, y en particular de su larga
batalla contra el islam, las cruzadas. En general, las cruzadas —
como la Inquisición— se perciben hoy como algo pernicioso. Aquí
encontramos de nuevo «las togas enteras y chillonas del prejuicio
del siglo XVIII» de las que habla Peter Partner. Diderot, en la
entrada correspondiente a las cruzadas en su Enciclopedia,
describe el Santo Sepulcro como «un pedazo de roca que no vale
una simple gota de sangre humana»; para él, los cruzados estaban
motivados por la codicia, «la imbecilidad y un falso fervor». Según el
filósofo escocés David Hume, constituyeron «el más notable y
duradero monumento a la locura humana que jamás haya aparecido
en cualquier época o nación».381
A través de Edward Gibbon, este juicio ha descendido hasta el
historiador de las cruzadas más renombrado de nuestros días, Sir
Steven Runciman: el veredicto al final de su monumental trabajo fue
que la guerra santa librada por la Iglesia católica fue «nada más que
un prolongado acto de intolerancia en nombre de Dios, lo que es
pecar contra el Espíritu Santo».382 A Runciman lo indignaba
particularmente el saqueo que los latinos hicieron de
Constantinopla, y expresó que «jamás hubo un crimen contra la
humanidad mayor que la cuarta Cruzada», un juicio curioso de
emitir, como señala el historiador Christopher Tyerman, cuando aún
no habían pasado diez años desde la segunda guerra mundial. Pero
Runciman no está solo. Para el historiador israelí, Joshua Prawer, el
reino de Jerusalén fue un temprano ejemplo del colonialismo
europeo; y para el teólogo Michael Prior, las cruzadas son el notable
ejemplo de cómo «la Biblia se ha usado como un medio de
opresión».383
Sólo más recientemente los historiadores han echado una nueva
mirada a la mente de los cruzados, llegando a una conclusión
menos condenatoria. «Los historiadores de las cruzadas —escribió
Jonathan Riley-Smith, el profesor americano de historia eclesiástica
en la Universidad de Cambridge—, de repente descubrieron [...] la
debilidad esencial de los argumentos a favor de una motivación
general materialista, y la escasez de evidencia sobre la cual se
apoyaban los mismos se hizo mucho más clara. Los hijos menores
aventureros empiezan por fin a abandonar la escena. Pocos
historiadores parecen seguir creyendo en ellos.»384
La verdad que ha emergido de la investigación reciente es que el
cruzado vendía o hipotecaba a menudo toda su riqueza terrenal con
la esperanza de una recompensa puramente espiritual. A diferencia
de la jihad musulmana, la cruzada era siempre voluntaria. Para un
caballero secular, un período de aventura y el posterior renombre
pueden haber sido un incentivo para tomar la cruz: pero para el
caballero que ingresaba en una orden militar, la austera regla del
cuartel-con-claustros muy probablemente lo condujera a un largo
período en cautiverio o a una muerte prematura.
Desde el comienzo mismo, la tasa de bajas en la Orden del
Temple fue alta. Seis de los veintitrés grandes maestres murieron en
batalla o en cautiverio. El año de postulación previsto
originariamente fue dejado sin efecto a causa de la urgente
necesidad de hombres para servir en Oriente. En testimonio
brindado durante el juicio, se dijo que 20.000 Templarios habían
muerto en Outremer. Algunos cayeron en combate, pero otros, tras
ser capturados, prefirieron morir antes que renunciar a su fe. «Para
apreciar lo impactante que es encontrar esos mártires», escribió
Jonathan Riley-Smith de aquellos que fueron a las cruzadas,

deberíamos recordar que el martirio, que implica la aceptación


voluntaria de la muerte en nombre de la fe y como reflejo de la
muerte de Cristo, es el supremo acto de amor que un cristiano
puede realizar, y es el perfecto ejemplo de una muerte cristiana.
El mártir entrega su propia vida, y es un acto de mérito tan
grande que lo redime inmediatamente ante Dios.385

Desde una perspectiva cristiana, uno podría por lo tanto aplicar a


los Templarios las palabras de Juan en el Libro del Apocalipsis:
«Éstos son los que han venido de una tribulación grande, y lavaron
sus vestiduras y las blanquearon en la sangre del Cordero.»386
Por supuesto, los caballeros del Temple también quitaron vidas,
pero de nuevo aquí hay un error generalizado acerca de la
motivación de aquellos que pelearon en las Cruzadas. Como la
animosidad anticatólica data de la Ilustración, y como la mayoría de
las historias de las cruzadas suelen comenzar con la primera
Cruzada, es común considerarla como la primera de muchas
oleadas de agresión del Occidente cristiano contra el Oriente
islámico. Sin embargo, fue el islam, no el cristianismo, el que desde
su nacimiento promovió la conversión por medio de la conquista; y
aun cuando el cristianismo, en ciertos momentos y en ciertos
lugares, también bautizó a punta de espada, el crecimiento que
logró en sus primeros tres siglos hasta abarcar todo el Imperio
romano fue casi por entero pacífico. En consecuencia, desde los
tiempos de la primera razzia del profeta Mahoma, la sensación de
los cristianos fue que las guerras contra el islam se libraban o bien
en defensa de la cristiandad, o bien para liberar y reconquistar
tierras que legítimamente les pertenecían.
Esto es manifiesto en la Reconquista, en la prédica del papa
Urbano II tras la derrota bizantina en la batalla de Manzikert, y en la
del dominico Humberto de Romans en el siglo siguiente. El
llamamiento de Humberto «se basaba en gran parte en el
argumento de que el islam se había expandido con agresividad a
expensas de los gobernantes cristianos, y en que los ejércitos
cristianos tenían tanto el derecho como la obligación de frenar la
expansión islámica y recuperar las tierras que los musulmanes
habían ocupado».387 La idea de que un hombre pudiera alcanzar el
martirio cuando él mismo estaba perpetrando violencia no fue
innovadora, sino que estaba claramente establecida en la
cristiandad occidental desde finales del siglo VIII.
¿Por qué, entonces, aunque hay algunos Hospitalarios
canonizados, no hay ningún santo Templario? Esto puede explicarse
en parte por el retraimiento del caballero en términos individuales,
pero también por la participación que tuvo la Iglesia en el final de la
Orden. Su destrucción final, como hemos visto, la cruel muerte de
muchos de sus miembros, no fue obra de los musulmanes sino de
las fuerzas coercitivas de la Inquisición, al servicio del rey «más
cristiano» de Francia. Los doscientos años de vida de la Orden del
Temple coinciden casi exactamente con la aspiración del papado a
una soberanía suprema sobre el mundo entero. Un símbolo de la
inquebrantable devoción de la Orden a su carisma original es que,
aun siendo una fuerza multinacional, los papas nunca se
inscribieron en ella para imponer sus reclamos a los que fueran sus
eternos rivales en el dominio universal, los emperadores
germánicos.
Tan empeñados estuvieron los papas en ganar esa contienda, sin
embargo, que no vieron, hasta que fue demasiado tarde, la
amenaza planteada por el surgimiento del estado-nación predador.
El peligro que significó Federico II de Hohenstaufen había sido
obvio, y su megalomanía pagana era fácil de ver para todos. Pero
¿quién podría haber previsto que el nieto de san Luis sería el
instrumento de la caída de los pontífices romanos, un hombre «cuya
devoción religiosa [...] bordeaba el misticismo» y que «solía dictar su
política en claro antagonismo con los intereses reales»?388 El papa
Bonifacio VIII, sentado en el trono de Constantino durante las
celebraciones del centenario en 1300, demostraba la estatura de las
pretensiones papales: Clemente V, pocos años más tarde,
declaraba que había perdido «el liderazgo moral, espiritual y
autoritativo que el papado había construido en Europa a lo largo de
siglos de trabajo minucioso, consistente, dinámico y con miras al
futuro».389
En Inglaterra, más de doscientos años después, el rey Enrique
VIII saquearía los monasterios como Felipe IV de Francia había
saqueado el Temple, explotando el interés particular de nuevas
fuerzas sociales; pero, a diferencia del rey Felipe, no logró que el
Papa de aquel momento cediera a su voluntad, y rechazó la
autoridad de la Santa Sede. Como sucede con la visión de las
cruzadas sostenida por la Ilustración, la visión liberal de la historia
inglesa condujo a la fragmentación del cristianismo unificado que los
sucesores de san Pedro habían tratado tanto tiempo de preservar.
La Revolución Francesa de 1789 también saqueó y casi destruyó la
Iglesia católica, dejando monasterios como los de Citeaux y
Molesme casi en ruinas y convirtiendo Clairvaux en una prisión.
Napoleón tuvo éxito donde Guillermo de Nogaret había fracasado,
llevando a París a un Papa cautivo para que contemplara impotente
cómo el aventurero corso se coronaba a sí mismo emperador en la
catedral de Notre-Dame.
Con esa ceremonia, el Vicario de Cristo era humillado una vez
más por el poder de la fuerza bruta. La historia europea abandonó al
fin la compostura propia de las aspiraciones cristianas y se lanzó a
toda velocidad hacia la era moderna. Si el balance del sufrimiento
soportado por la humanidad se inclina a favor de la Edad Media bajo
el peso de las cruzadas, la Inquisición y las guerras religiosas, o a
favor de la era de los estados-naciones bajo la carnicería de las
trincheras, los gulags y los campos de concentración, nos
corresponde a cada uno de nosotros decidir.

358 Citado en Barber, The New Knighthood, p. 316.


359 Partner, The Murdered Magicians, p. 100.
360 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
94.
361 Partner, The Murdered Magicians, p. xix.
362 Barber, The New Knighthood, p. 331.
363 Véase Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, The
Holy Blood and the Holy Grail, Londres, 1982.
364 Véase Ian Wilson, The Blood and the Shroud, Londres, 1998.
365 Lamy, Les Templiers: Ces Grandes Seigneurs aux Blancs
Manteaux, p. 28.
366 Keith Laidler, The Head of God: The Lost Treasure of the
Templars, Londres, 1998, p. 177.
367 Ibíd., p. 199.
368 Andrew Sinclair, The Discovery of the Grail, Londres, 1998, p.
264.
369 Partner, The Murdered Magicians, p. 112.
370 Ibíd., p. 138.
371 H. Prutz, Geheimleh und Geheimstatuten des Templerherren-
Ordens, Berlín, 1879, pp. 62, 86, 100, citado en Malcom Barber,
«The Trial of the Templars Revisited», en Nicholson (ed.), The
Military Orders, vol. 2, p. 330.
372 H. C. Lea, A History of the Inquisition in the Middle Ages,
Nueva York, 1889, p. 334, citado en Barber, «The Trial of the
Templars Revisited», p. 329.
373 J. Favier, Philippe le Bel, París, 1978, p. 447; citado en
Barber, «The Trial of the Templars Revisited», p. 330.
374 Southern, Saint Anselm. P. 153.
375 Véase Riley-Smith, The Feudal Nobility and the Kingdom of
Jerusalem, p. 201.
376 Véase Upton-Ward, The Rule of the Templars, Article 573, p.
148.
377 Barber, «The Trial of the Templars Revisited», p. 331.
378 Partner, The Murdered Magicians, p. 180.
379 Joinville, The Life of Saint Louis, p. 310.
380 Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights, p.
74.
381 David Hume, History, i, p. 209, citado en Tyerman, The
Invention of the Crusades, p. 111.
382 Runciman, A History of the Crusades, vol. 3, The Kingdom of
Acre, p. 480.
383 Prior, The Bible and Colonialism, p. 35.
384 Jonathan Riley-Smith, «The Crusading Movement and
Historians», en The Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 7.
385 Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of Crusading, p.
115.
386. Biblia, Apocalipsis, 7:15.
387 «Humbert of Romans and the Legitimacy of Crusader
Conquests», en Kedar (ed.), The Horns of Hattin, p. 306.
388 Menache, Clement V, p. 177.
389 Ibíd., p. 86.

25* La policía secreta de la Unión Soviética, entre los años 1935


y 1943. (N. del T.)
Apéndices
Las últimas cruzadas

Las guerras entre cristianos y musulmanes continuaron durante


muchos siglos tras la disolución de la Orden del Temple. A lo largo
del siglo XIv, los mamelucos de Egipto fueron reemplazados por los
turcos otomanos como principal fuerza de la expansión islámica.
Llamados así por el emir selyúcida Osmán, cuyo feudo se hallaba al
sur de Nicea, en Anatolia, rápidamente se expandieron hasta
conquistar toda Asia Menor y, evitando Constantinopla vía los
Dardanelos, se propagaron por Macedonia y Bulgaria hasta el
Danubio. Los serbios cristianos fueron derrotados en la batalla de
Kosovo, en 1386.
El imperativo cristiano pasó a ser entonces no la reconquista de
Jerusalén, sino liberar del cerco a Constantinopla. En 1396, una
gran fuerza expedicionaria de Europa occidental, conducida por el
rey Segismundo de Hungría y el conde Juan de Nevers, fue
aniquilada en Nicópolis, sobre el Danubio. En 1443, el papa Eugenio
IV reunió un ejército cruzado que fue derrotado en Varna. Diez años
después, los turcos otomanos tomaban Constantinopla.
Esa catástrofe tuvo para la cristiandad el mismo impacto que la
caída de Jerusalén, hacía más de dos siglos. El papa Nicolás V
envió a Juan Capistrano a predicar una nueva cruzada en Hungría,
reuniendo un ejército que en 1456 derrotó a una fuerza otomana
superior que estaba sitiando Belgrado. Pero el respiro fue temporal.
Belgrado cayó en 1521 y los húngaros fueron finalmente derrotados
en la batalla de Mohács en 1526.
Un avance paralelo del Islam se produjo durante el período
otomano en el Mediterráneo. Los caballeros del Hospital perdieron
Rodas en 1522, y el reino latino de Chipre cayó en 1571. La victoria
de la flota cristiana en la Batalla de Lepanto, ese mismo año, les
permitió a los venecianos continuar en Creta hasta 1669. El único
progreso hecho por los cristianos antes del siglo XVII fue en
España: entre 1482 y 1492 se completó la Reconquista con la toma
de Granada, el último principado islámico en la Península Ibérica.
Desde el siglo XIv en adelante, el idealismo de las primeras
cruzadas cedió paso a los fríos cálculos de los gobernantes
cristianos, por un lado, y a un profundo cinismo entre sus súbditos,
por otro. Erasmo, en el siglo XVI, condenó el propio concepto de
cruzada, y la Reforma que siguió minó por completo el valor
penitencial de las cruzadas al negar la autoridad de los papas para
imponer penitencias y condonar pecados. Las principales fuerzas
reclutadas contra el Islam provenían de aquellas naciones cuyos
intereses se veían amenazados: los venecianos en el Mediterráneo,
los Habsburgos de Austria, en el este de Europa.
La expansión islámica en territorio de la cristiandad, que había
comenzado en vida del profeta en el siglo XVIII, alcanzó su punto
culminante en 1683 cuando un ejército otomano sitió Viena, la
capital del Sacro Imperio romano y asiento del emperador Leopoldo
de Austria. Los estados germánicos vecinos y los polacos, bajo el
gobierno de Jan Sobieski, formaron un ejército que levantó el sitio; y
en 1684, se creó una Santa Liga, con el auspicio del Papa, para
hacer retroceder el avance otomano. En el siglo XVIII, Rusia asumió
la defensa de los cristianos ortodoxos que vivían bajo dominación
musulmana. Buda fue reconquistada en 1686, Belgrado, en 1688; y,
por la Paz de Karowicz en 1699, grandes porciones de Europa
central fueron recuperadas por las potencias cristianas. Los serbios,
que se habían mantenido leales a la Iglesia ortodoxa a lo largo de
cinco siglos de dominación otomana, recobraron su independencia
con el Tratado de Berlín, en 1878. Tras las guerras de los Balcanes
en 1912 y 1913, las fronteras del Imperio otomano, en la actualidad
de Turquía, se replegaron a Tracia, donde siguen hasta hoy.
En los siglos xix y xx, se establecieron colonias francesas,
españolas e italianas en el norte de África, y Gran Bretaña se
convirtió en el virtual amo de Egipto y Sudán, pero esas conquistas
fueron inspiradas por rivalidades políticas y mercantiles, no por
fervor religioso. El concepto de cristiandad había perdido su
significado. Cuando el general Allenby tomó posesión de Jerusalén
tras derrotar a los turcos en Gaza, en 1917, era consciente de la
significación histórica de lo que hacía: un cable del Ministerio de
Guerra británico decía: «Se sugiere insistentemente desmontar en la
entrada. El emperador germano entró cabalgando y corrió el
comentario “un hombre mejor que él caminó”. Las ventajas del
contraste serán obvias.»390 El «hombre mejor» al que aludía el
Ministerio de Guerra no era Jesús, que entró a la ciudad a lomo de
mula, sino el suegro de Mahoma, el califa Umar. El general Allenby
desmontó y entró a la Ciudad Santa a pie.
Después de 1917, Gran Bretaña compartió la dominación de
Outremer con Francia, que ejerció un protectorado sobre Siria hasta
1941. En 1947, los británicos se retiraron de Palestina, cuyos
habitantes judíos proclamaron al año siguiente un estado judío.
Jerusalén fue gobernada por el reino hachemita de Jordania hasta
junio de 1967, cuando fue tomada por las fuerzas israelíes durante
la guerra de los Seis Días. Su estatus exacto bajo la ley
internacional aún no está resuelto. El Monte del Templo sigue en
manos de los musulmanes. La iglesia del Santo Sepulcro es
compartida, a menudo de manera enconada, por seis diferentes
denominaciones cristianas.

¿Qué papel desempeñaron las órdenes militares en las últimas


cruzadas? Tras la caída de Acre, los Caballeros Teutónicos
abandonaron la causa de Tierra Santa para concentrarse en
campañas contra los paganos prusianos y lituanos del Báltico. En
1309, mudaron sus cuarteles de Venecia a Marienburgo, al sur de
Danzig, y tras absorber en el siglo XIII a una orden militar menor de
Livonia, los Hermanos de la Espada, tomaron el control de la costa
báltica hasta el golfo de Finlandia. Frecuentemente criticados por los
papas de Roma por estar más interesados en esclavizar que en
convertir a sus prisioneros paganos, importaron campesinos de
Germania para colonizar las tierras prusianas conquistadas y se
beneficiaron del comercio como miembros de la Liga Hanseática.
Ahora que Tierra Santa era inaccesible para los caballeros
occidentales, las campañas estacionales de los Caballeros
Teutónicos contra los paganos lituanos, llamadas Reisen, se
convirtieron en una actividad de moda para que los caballeros
europeos probaran su valor. Enrique Bolingbroke participó en una
serie de esas Reisen antes de tomar el trono inglés como Enrique
IV.
En 1386, Jagiello, el gran duque de Lituania, incorporó todo su
pueblo a la Iglesia católica y se casó con la princesa real de Polonia,
Jadwiga. En 1410, los ejércitos de ese estado recientemente
unificado derrotaron a los Caballeros Teutónicos en la batalla de
Tannenberg: fallecieron 400 caballeros y el gran maestre. Desde
entonces, la Orden entró en decadencia, perdiendo por un lado sus
poderes ante los germanos seculares que habían colonizado el país
y, por otro, ante su vecino más fuerte, el rey de Polonia. En 1525, el
último gran maestre, Alberto de Brandenburgo-Ansbach, convertido
al protestantismo, disolvió la Orden y transformó su territorio en un
ducado secular. De los cincuenta y cinco caballeros que quedaban
en Prusia, pocos se mantuvieron dentro del catolicismo. La mayoría
de ellos se casó y pasó a formar parte de la nobleza local, los
junkers prusianos. En 1561, el último Landmeister de la rama livonia
de los Caballeros Teutónicos siguió el ejemplo, convirtiéndose en el
duque secular de Courland. Una orden residual, con posesiones en
la Germania católica, continuó vigente hasta ser abolida por
Napoleón en 1809. En 1834, el emperador austríaco la restableció
como una sociedad eclesiástica honoraria.

En la Península Ibérica, las órdenes militares siguieron


combatiendo a los moros, pero bajo la dirección de los reyes. En
Castilla, las Órdenes de Santiago, Alcántara y Calatrava continuaron
defendiendo y colonizando las tierras reconquistadas. La Orden de
Alcántara también protegía la frontera con Portugal, en
Extremadura. Todas las órdenes hispánicas contribuyeron a la
victoria cristiana de Río Saldo, en 1340, que condujo a la toma de
Algeciras en 1344. En el siglo y medio siguiente, la Reconquista se
limitó a una serie de incursiones en el último de los principados
moros, Granada. Todas participaron en las campañas finales que en
1492 completaron definitivamente la Reconquista, expulsando a los
moros de España.
En consecuencia, las órdenes españolas continuaron siendo
corporaciones ricas y poderosas dentro de los estados ibéricos. En
Aragón, el Hospital era el mayor terrateniente privado y, en Castilla,
la Orden de Alcántara poseía la mitad de Extremadura. El poder de
los maestres inevitablemente los involucró en intrigas políticas.
Repetidas veces, reyes y nobles hicieron nombrar como maestres a
sus candidatos favoritos, quienes fueron a menudo sus hijos
legítimos o ilegítimos. Entre 1487 y 1499, las órdenes castellanas
pasaron a estar bajo control del rey, y Montesa se incorporó en 1587
a la corona de Aragón.
En Portugal, la Orden del Temple había sido reconstituida, con el
permiso papal, como la Orden de Cristo; también estaba controlada
por los reyes portugueses, que pudieron nombrar como maestres a
príncipes reales u otros favoritos. Sus logros más importantes se
produjeron durante el maestrazgo del príncipe Enrique, nombrado
en 1418, quien usó la riqueza de la hermandad para financiar viajes
de exploración a las costas de África, rodeando el Cabo de Buena
Esperanza y llegando finalmente hasta Asia. En el siglo XVI, el
control de las órdenes pasó a la Corona y, a medida que las bulas
papales relajaron gradualmente los votos de pobreza, castidad y
obediencia, la militancia se convirtió meramente en una cuestión de
honor y prestigio.
La única orden que continuó haciendo aportes sustanciales a la
guerra santa de la cristiandad contra el islam fue la del Hospital, los
caballeros de San Juan. Bajo la dirección de su gran maestre,
Foulques de Villaret, se habían mantenido notablemente callados
durante el juicio de los Templarios, en parte por miedo a lo que
pudiera pasarles si se enfrentaban a Felipe el Hermoso, y en parte
porque esperaban beneficios de la desaparición del Temple. ¿Por
qué fueron perdonados? Si Guillermo de Nogaret era realmente
nieto de cátaros, la actitud tolerante de la Orden hacia los herejes
durante la cruzada albigense podría haberlo predispuesto a favor de
aquéllos. Por otra parte, parece improbable que la blasfemia, la
herejía y la sodomía hubieran infectado a una orden pero no a las
demás. Sin embargo, el Hospital contaba con una serie de ventajas:
tenía abogados más calificados en su nómina, y sus cuarteles de
Rodas estaban fuera del alcance de cualquier otra autoridad.
Además, su disposición a aceptar un papel protagonista en
cualquier passagium particulare futuro coincidía con la idea de
cruzada concebida tanto por Felipe IV como por Clemente V.
A pesar de la rivalidad entre el Temple y el Hospital, no hay
pruebas de que los Hospitalarios se regodearan con el destino de
sus hermanos. Las dos órdenes habían tenido siempre menos
diferencias que puntos en común, y los Hospitalarios continuaron
teniendo en alta estima a los Templarios. «Heredar las antiguas
posesiones templarias aumentó su prestigio, no tanto por pasar a
ser terratenientes más importantes, sino porque era un honor seguir
en la dirección de un cuerpo tan noble.»391 La adición de los bienes
templarios a los que ya poseían, a pesar de las «deducciones»
hechas por el rey Felipe y otros monarcas europeos, aumentó
considerablemente los recursos del Hospital pero, con el tiempo,
como había vaticinado Jaime de Molay, la falta de competencia
condujo a la decadencia y al estancamiento. En 1343, el papa
Clemente VI escribió que era «la virtualmente unánime y popular
opinión del clero y de los laicos» la causa por la que los
Hospitalarios no hacían nada por defender la fe. Se hicieron
propuestas para crear una nueva orden otorgándole parte de las
riquezas del Hospital.392
En 1522, los Hospitalarios perdieron Rodas ante los turcos
otomanos; y en 1530, el emperador Carlos V les entregó la isla de
Malta. En 1565, su capital, Valetta, fue sitiada por los turcos, pero
presentaron una heroica resistencia conducidos por su gran
maestre, Juan Parisot de La Valette, dejando casi 250 caballeros
entre las 1.500 bajas. Tras un sitio de cinco meses, los turcos se
retiraron. Seis años más tarde, las galeras de los Hospitalarios
contribuyeron a la derrota de la flota otomana en la batalla de
Lepanto.
A lo largo del siglo XVII, los Hospitalarios, entonces más
conocidos como los Caballeros de Malta, aportaron una importante y
útil fuerza naval, ya fuera para campañas contra las potencias
islámicas o para empresas corsarias de menor escala a expensas
de los barcos procedentes de los puertos del norte de África. Los
remeros eran esclavos; los oficiales, jóvenes aristócratas de
diferentes langues de la Orden, que más tarde se retiraban para
manejar las numerosas comandancias diseminadas por Europa. La
militancia en la Orden aseguraba «una sinecura dentro de una
corporación aristocrática privilegiada que proporcionaba un cómodo
beneficio de por vida».393 La vida en Valetta, la capital de la Orden
en la isla de Malta, fue descrita como opaca por el historiador
Roderico Cavaliero. «El tedio era la nota clave de la vida en la isla.
El tono ensalzado era el de una amable urbanidad con una
meticulosa y exigente insistencia en la disciplina y la jerarquía.»
Hacia finales del siglo XVIII, la decadencia del Hospital había
llegado a un punto tal que Napoleón Bonaparte pudo tomar su
inexpugnable fortaleza de Valetta tras un sitio de sólo un día. De los
322 caballeros de la guarnición, cincuenta eran demasiado viejos
para escapar. Como comentó Napoleón más tarde, «el lugar sin
duda tenía enormes medios físicos para resistir, pero ninguna fuerza
moral». Cuando Napoleón fue derrotado finalmente en la batalla de
Waterloo, Malta estaba ocupada por los ingleses, que no tenían
ninguna intención de devolvérsela a lo que quedaba de la Orden del
Hospital. Tras deponer al gran maestre que había perdido Malta,
Ferdinando de Hompesch, los caballeros de San Juan eligieron
como sucesor al zar de Rusia, Pablo I, «que no era católico ni
célibe, ni hermano profeso, pero que estaba sin duda loco».394
Siguió lo que un historiador de los Hospitalarios llamó «los peores
veinte años de la historia de la Orden: veinte años de oportunidad
desperdiciada por intereses mezquinos, que convirtieron en
permanentes los desastres temporarios del período
revolucionario».395 No obstante, en el siglo XIx la Orden retomó el
fin benevolente para el que había sido creada: un cuerpo de
católicos romanos devotos cuyos aristocráticos miembros
trabajaban para ayudar a los enfermos, los pobres y los
desamparados. Como tal, sigue existiendo hasta hoy.
Que los Caballeros de Malta de nuestros días debieran renunciar
a su vocación militar fue inevitable, toda vez que la Iglesia católica
renunció al concepto de una cruzada armada: de hecho, desde el
Concilio Vaticano II, la Iglesia ha mostrado un respeto por los
heréticos y los infieles que habría desconcertado a san Bernardo de
Clairvaux. Sin embargo, no puede decirse que ese espíritu de
tolerancia signifique el fin de la enemistad entre cristianos y
musulmanes. Se han construido mezquitas en el corazón de lo que
una vez se llamó la cristiandad —en París, Londres y la misma
Roma—, pero la práctica de la religión cristiana sigue estando
prohibida en Arabia, el corazón del islam. Diversos estados como
Irán, Sudán, Afganistán y Pakistán gobiernan según las enseñanzas
del Corán. Los conflictos armados entre cristianos y musulmanes
continúan en África, los Balcanes, Indonesia y Filipinas. En años
recientes, los fundamentalistas islámicos han matado en Pakistán a
misioneros, a monjes coptos en Egipto, a monjes trapenses y a un
obispo católico en Argelia.
El conflicto continúa también en Tierra Santa entre los palestinos,
en su mayoría musulmanes, y los israelíes, en su mayoría judíos.
Tras largas vacilaciones, el Vaticano terminó reconociendo el estado
de Israel y, aunque sigue discutiendo que Jerusalén debería
ponerse bajo jurisdicción internacional, ya no aboga por la
reconquista cristiana de Tierra Santa, que fuera el principal objetivo
de tantos papas a lo largo de tantos años. Aun así, la Iglesia
observa consternada el éxodo de Tierra Santa de cristianos nativos
que sienten no tener ningún futuro en el país que vio nacer su
religión. En el próximo milenio, si la tendencia actual se mantiene, el
único grupo significativo de cristianos que podrá verse rezando en la
iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén serán los peregrinos que
llegan en jumbo.

390 Citado en Amos Elon, Jerusalem: City of Mirrors, Londres,


1989, p. 167.
391 Michael Gervers, «Pro defensione Terre Sancte: The
Development and Exploitation of the Hospitallers'Landed Estate in
Essex», en Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith
and Caring for the Sick, p. 20.
392 Véase Schein, Fidelis Crucis, p. 245.
393 Anthony Luttrell, «The Military Orders, 1312-1798», en The
Oxford Illustrated History of the Crusades, p. 347.
394 Jonathan Riley-Smith, The Atlas of the Crusades, Nueva
York, 1991, p. 156.
395 Sire, The Knights of Malta, p. 250.
Grandes maestres del temple

Hugo de Payns, 1119-1136


Roberto de Craon, 1137-1149
Everardo de Barres, 1149-1152
Bernardo de Témélay, 1152-1153
Andrés de Montbard, 1153-1156
Bertrand de Blanquefort, 1156-1169
Felipe de Nablus, 1169-1171
Odo de Saint-Amand, 1171-1179
Arnoldo de Torroja, 1180-1184
Gerardo de Ridefort, 1185-1189
Roberto de Sablé, 1191-1193
Gilberto Erail , 1194-1200
Felipe de Plessiez , 1201-1209
Guillermo de Chartres , 1210-1219
Pedro de Montaigu , 1219-1232
Armando de Périgord , 1232-1244
Ricardo de Bures , 1244-1247
Guillermo de Sonnac , 1247-1250
Reginaldo de Vichiers , 1250-1256
Tomás Bérard , 1256-1273
Guillermo de Beaujeu , 1273-1291
Teobaldo Gaudin , 1291-1293
Jaime de Molay, 1293-1314
Bibliografía

Karen Armstrong, Muhammad: A Biography of the Prophet, Londres,


1991.
San Agustín, Confesiones, traducidas por Henry Chadwick, Oxford,
1991.
Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, The Holy Blood and
the Holy Grial, Londres, 1982.
Malcom Barber, The Trial of the Templars, Cambridge, 1978.
Malcom Barber, The New Knighthood: A History of the Order of the
Temple, Cambridge, 1994.
Malcom Barber (ed.), The Military Orders: Fighting for the Faith and
Caring for the Sick, Aldershot, 1994.
D. Barker (ed.), Studies in Church History, Oxford, 1978.
T. S. R. Boase, The Cilician Kingdom of Armenia, Edinburgo, 1978.
John Boswell, Christianity, Social Tolerance and Homosexuality: Gay
People in Western Europe from the Beginning of the Christian Era
to Fourteenth Century, Chicago, 1980.
A. Bothwell-Goose, The Templars, Londres, 1918.
Adriaan H. Bredero, Bernard of Clairvaux: Between Cult and History,
Edinburgo, 1996.
Christopher N. L. Brooke, The Medieval Idea of Marriage, Oxford,
1989.
E. A. R. Brown, «The Prince is Father of the King: The Character
and Childhood of Philip the Fair of France», Medieval Studies, 49.
Peter Brown, The World of Late Antiquity: From Marcus Aurelius to
Muhammad, Londres, 1971.
James Bryce, The Holy Roman Empire, Londres, 1904.
G. K. Chesterton, The Everlasting Man, Londres, 1925.
Dan Cohn-Sherbok, The Crucified Jew: Twenty Centuries of
Christian Anti-Semitism, Londres, 1992.
Roger Collins, Early Medieval Europe, 300-1000, Londres, 1991.
Rhomas Curtis van Cleve, The Emperor Frederick II of
Hohenstaufen, Immutator Mundi, Oxford, 1972.
Phulippe Delacroix, Vrai Visage de Saint Bernard, Abbé de
Clairvaux, Angers, 1991.
Ives Dossat, Guillaume de Nogaret, petit-fils d’hérétiques, Annales
du Midi, n° 212, Toulouse, octubre 1941.
Eamon Duffy, Saints and Sinners: A History of the Popes, New
Haven, CT, 1997.
Peter W. Edbury, The Kingdom of Cyprus and the Crusades, 1191-
1374, Cambridge, 1991.
Amos Elon, Jerusalem: City of Mirrors, Londres, 1989.
Eusebius, The History of the Church from Christ to Constantine,
traducido por G. A. Williamson, Londres, 1965.
J. Favier, Philippe le Bel, París, 1978.
Richard Fletcher, The Convertion of Europe: From Paganism to
Christianity, 371-1386 AD, Londres, 1997.
A. J. Forey, The Templars in the Corona de Aragón, Oxford, 1973
Alan Forey, The Military Orders: From the Twelfth to the Early
Fourteenth Centuries, Londres, 1992.
F. L. Ganshof, Feudalism, traducido por Philip Grierson, Toronto,
1996.
Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire,
Londres, 1960.
John Gillingham, Richard the Lionheart, Londres, 1978.
Gustave E. von Grunebaum, Medieval Islam: A Study in Cultural
Orientation, Chicago, 1946.
F. Holmes Duddon, The Life and Times of Saint Ambrose, Oxford,
1935.
Norman Housley, The Later Crusades: From Lyons to Alcazar, 1274-
1580, Oxford, 1992.
Stephen Howarth, The Knights Templar, Londres, 1982.
Am Hyland, the Medieval Warhorse: From Byzantium to the
Cruzades, Stroud, 1994.
Paul Johnson, A Histroy of the Jews, Londres, 1987.
Jean de Joinville, The Life of Saint Louis, traducido por M. R. B.
Shaw, Harmondsworth, 1963.
Alexander Jones (ed.), The Jerusalem Bible, Londres, 1966.
Josephus, The Jewish War, traducido y prologado por G. A.
Williamson, Londres, 1959.
Gabriel Josipovici, The Book of God: A Response to the Bible,
Londres, 1988.
Bebjamin Z. Kedarm, Crusade and Mission: European Approaches
Towards the Muslims, Princeton, 1984.
Benjamin Z. Kedar (ed.), The Horns of Hattin, Londres, 1992.
Maurice Keen, The Penguin History of Medieval Europe, Londres,
1968.
Maurice Keen, Chivalry, Londres, 1984.
David Knowles, Christian Monasticism, Londres, 1969.
Ronald Knox, Enthusiasm, Oxford, 1950.
Keith Laidler, The Head of God: The Lost Treasure of the Templars,
Londres, 1998.
Michael Lamy, Les Templiers, Ces Grand Seigneurs aux Blancs
Manteaux, Bordeaux, 1997.
Robin Lane Fox, The Unauthorized Version: Truth and Fiction in the
Bible, Londres, 1991.
H. C. Lea, A History of the Inquisition in the Middle Ages, Nueva
York, 1888.
Bernard Lewis, The Assassins: A Radical Sect in Islam, Londres,
1967.
Ferdinand Lot, The End of the Ancient World and the Beginnings of
the Middle Ages, traducido por Philip y Mariette Leon, Londres,
1931.
Amin Maalouf, The Crusades through Arab Eyes, traducido por
Rothschild, Londres, 1986.
Hyam Maccobi, The Mythmaker: Paul and the Invention of
Christianity, Londres, 1986.
E. Martin, The Templars in Yorkshire, York, 1929.
Hans Eberhard Mayer, The Crusades, traducido por John
Gillingham, Oxford, 1972.
Marion Melville, La Vie des Templiers, París, 1978.
Sophia Menache, Clement V, Cambridge, 1998.
Colin Morris, The Papal Monarchy: The Western Church from 1050
to 1250, Oxford, 1989.
Jerome Murphy-O’Connor, OP, The Holy Land: An Archaeological
Guide from Earliest Times to 1700, Oxford, 1986.
Janet L. Nelson (ed.), Richard Coeur de Lion in History and Myth,
Londres, 1992.
Helen Nicholson, Templars, Hospitallers and Teutonic Knights:
Images of the Military Orders, 1128-1291, Leicester, 1993.
Helen Nicholson (ed.), The Military Orders, vol. 2, Aldershot, 1998.
John Julius Norwich, Byzantium: The Apogee, Londres, 1991.
John Julius Norwich, Byzantium: The Decline and Fall, Londres,
1995.
Zoe Oldenbourg, Massacre at Monségur, traducido por Peter Green,
Londres, 1961.
Peter Partner, The Murderes Magicians: The Templars and their
Myth, Oxford, 1982.
Joshua Prawer, The Latin Kingdom of Jerusalem: European
Colonialism in the Middle Ages, Londres, 1973.
Michael Prior, The Bible and Colonialism, Sheffield, 1997.
H. Prutz, Geheimlehre un Geheimstatuten des Templerherren-
Ordens, Berlín, 1879.
Raimonde Reznikov, Cathares et Templiers, Portet-Sur-Garonne,
n.d.
Jonathan Riley-Smith, The Feudal Nobility and The Kingdom of
Jerusalem, 1174-1277, Londres, 1973.
Jonathan Riley-Smith, The Atlas of the Crusades, Nueva York, 1991.
Jonathan Riley-Smith, The First Crusade and the Idea of Crusading,
Londres, 1986.
Jonathan Riley-Smith (ed.), The Oxford Illustrated History of the
Crusades, Oxford, 1995.
Steven Runciman, A History of the Crusades, vol. 1: The First
Crusade and the Foundation of the Kingdom of Jerusalem,
Cambridge, 1951.
Steven Runciman, A History of the Crusades, vol. 2: The Kingdom of
Jerusalem and the Frankish East 1100-1187, Cambridge, 1952.
Steven Runciman, A History of the Crusades, vol. 3: The Kingdom of
Acre and the Later Crusades, Cambridge, 1954.
E. P. Sanders, The Historical Figure of Jesus, Londres, 1993.
Sylvia Schein, Fidelis Crucis: The Papacy, the West, and the
Recovery of the Holy Land, 1274-1314, Oxford, 1991.
Bruno Scott-James (ed.), The Letters of Saint Bernard of Clairvaux,
Londres, 1953.
Andrew Sinclair, The Discovery of the Grial, Londres, 1998.
H. J. A. Sire, The Knights of Malta, New Haven y Londres, 1994.
R. C. Smail, Crusading Warfare, 1097-1193, Cambridge, 1995.
R. W. Southern, Western Society and the Church in the Middle Ages,
Harmondsworth, 1970.
R. W. Southern, Saint Anselm: A Portrait in a Landscape,
Cambridge, 1990.
Jonathan Sumption, The Albigensian Crusade, Londres, 1978.
Christopher Tyerman, England and the Crusades, 1095-1588,
Chicago, 1988.
Christopher Tyerman, The Invention of the Crusades, Londres, 1998.
J. M. Upton-Ward, The Rule of the Templars: The French Text of the
Rule of the Order of the Knights Templar, traducido y prologado
por J. M. Upton-Ward, Woolbridge, 1992.
Geza Vermes, Jesus the Jew: A Historian’s Reading of the Gospels,
Londres, 1973.
W. Montgomery Watt, Muhammad, Prophet and Statesman, Oxford,
1961.
A. N. Wilson, Paul: The Mind of the Apostle, Londres, 1997.
Ian Wilson, The Blood and the Shroud, Londres, 1998.
Robert S. Wistrich, Anti-Semitism: The Longest Hatred, Londres,
1991.
Fotografías

Mapa del mundo, del siglo XI, con Jerusalén en el centro


y las islas
Británicas en el rincón inferior izquierdo, de un volumen
misceláneo
de conocimiento general, Winchester o Canterbury.
(British Library /
Bridgeman Art Library)

El ataque a Jerusalén durante la primera Cruzada en 1099.


Miniatura iluminada,
del siglo XIV. (Bibliothéque Nationale /
Bridgeman Art Library)
El saqueo de Jerusalén tras la toma de los cruzados en 1099.
Miniatura iluminada, de Jean de Courcy; siglo XV.
(Bibliothéque
Nationale / Bridgeman Art Library)
Bernardo, abad de Clairvaux,
predicando la cruzada al rey
Luis VII
en Vézelay,
Borgoña, en 1146.
Iluminación de Sebasteien
Mamerot;
siglo XV.
(Bibliothéque Nationale /
Bridgeman Art Library)
Bernardo, abad de Clairvaux.
Iluminación de Jean Fouquet
en el
Libro de las Horas de
Etienne Chevalier; siglo XV.
(Bibliothéque
Nationale /
Bridgeman Art Library)
Hugo de Vademont abrazado
por su esposa a su regreso de la
cruzada. Talla en piedra, de la
Prioría de Belval, en Lorraine;
Caballero Templario,
de un mural de la
capilla templaria
de Cressac-
sur-
Charente, Aquitania;
siglo XII. (Weidenfeld
Archive)
Un cruzado se arrodilla
frente a su caballo.
Iluminación del Salterio
de
Westminster; siglo XII.
(Weidenfeld Archive)
El sello templario,
mostrando dos caballeros
en un solo caballo.
(Weidenfeld Archive)
Peregrinos
escoltados por
Caballeros
Templarios llegando
a
Jerusalén.
Grabado de la
escuela inglesa;
siglo XIX.
(Colección
privada
/ Ken Welsh
/ Bridgeman Art
Library)
La Cúpula de la Roca,
en el Monte del
Templo, en Jerusalén.
(Weidenfeld Archive)
La mezquita de al-Aqsa en el Monte del Templo, Jerusalén,
llamado
por los cruzados el Templo de Salomón, y cuartel
general de los
Templarios hasta 1187. Gouache en papel,
del Muraqqa Album.
(Chester Beatty Library and Gallery
of Oriental Art, Dublin /
Bridgeman Art Library)
Retrato de época
de Saladino;
escuela fatimí.
(British Library /
Bridgeman Art Library)

Ricardo Corazón de León atacando a Saladino; de un manuscrito


iluminado; siglo XIV. (British Library / Bridgeman Art Library)
El campanario de la abadía de Cluny, todo lo que queda tras la
demolición
producida después de la Revolución Francesa de 1789.
(Colección privada / Bulloz / Bridgeman Art Library)
Reconstrucción del
monasterio y la abadía de
Cluny, hecha
por
Kenneth Joan
Conant.
(Weidenfeld Archive)
El papa Inocencio III. Fresco
del siglo XIII, de la Iglesia de
Sacre
Speco (Sacro Grotto),
en Subiaco, Italia. (Weidenfeld
Archive)
El papa Clemente V, de El Triunfo de
Tomás de Aquino, de Andrea
Buonaiuti,
1365, Santa Maria Novella, Florencia.
(Weidenfeld
Archive)
El papa Bonifacio VIII.
Estatua atribuida a
Arnolfo di Cambio, de la
Catedral de Florencia, actualmente
en el Museo
dell' Opera del
Duomo, Florencia.
(Weidenfeld Archive)

El rey Luis XI de Francia


emitiendo juicio.
Iluminación de G. Ge de
Saint Pathus en La vida y milagros
de San Luis; siglo XII.
(Bibliothéque Nationale /
Bridgeman Art Library)
Los cruzados conducidos por Luis XI atacan Damietta en 1248.
Iluminación de la Crónica de Francia o de St. Denis;
siglo XIV.
(British Library / Bridgeman Art Library)
Los cruzados expulsando a los cátaros
de Carcassonne. Iluminación
de Boucicaut; siglo XIV. (British
Library / Bridgeman Art Library)
La iglesia del Santo
Sepulcro de Jerusalén.
(Anthony Kersting)
Diseño original para la reconstrucción de la iglesia del Santo
Sepulcro tras
la toma de Jerusalén en la primera Cruzada.
(Weidenfeld Arhive)
La fortaleza de Krak des Chevaliers en Siria, posesión de los
caballeros
del Hospital de San Juan desde 1144 hasta 1271.
(Weidenfeld Archive)

La fortaleza templaria de Monzón, en Aragón.


(Huesca, Aragon /
Bridgeman Art Library)
Una pintura de Guillermo de Clermont defendiendo Acre en 1291,
realizada en el siglo XIX por Dominique Louis Papety.
(Château de
Versailles / Lauros-Giraudon / Bridgeman Art Library)
El rey Felipe el Hermoso, con sus cuatro hijos y su
hermano Carlos
de Valois. Iluminación
del siglo XIV. (Bibliothéque National /
Bridgeman Art Library)
La quema de los Templarios. Iluminación de la Crónica de Francia o
de
St. Denis; siglo XIV. (British Library / Bridgeman Art Library)
Jaime de Molay,
el último gran
maestre de los Templarios.
Grabado
de
Ghevauchet; siglo XIX.
(Colección privada /
Roger-Viollet /
Bridgeman
Art Library)

Grabado del donjon


templario en París,
donde el rey Luis XVI
fue
encarcelado antes
de su ejecución en 1793.
(Bibliotéque National /
Bulloz / Bridgeman
Art Library)
La fortaleza templaria de Almourol, sobre el río Tagus, en Portugal.
La capilla circular o
rotonda de la fortaleza
templaria de Tomar, en
Portugal, construida
en 1160 por el
maestre portugués
Gualdim
Pais.
El autor delante del claustro
y la rotonda de la fortaleza
templaria de
Tomar.

También podría gustarte