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Cap.

1 EL CAMBIO EN LOS CONTEXTOS NO TERAPÉUTICOS


El Cambio en los contextos no Terapéuticos
Stefano Cirillo
Editorial Paidós. Barcelona, 1994

PERSPECTIVA RELACIONAL Y TERAPIA FAMILIAR

Durante muchos años en Italia, para designar la perspectiva sistémico-


relacional, predominó el término “terapia familiar”. Más allá de los intentos que
se han hecho de criticar esta equiparación por ser demasiado reductiva, se ha
reconocido que esta costumbre de designar la parte por el todo no carecía de
justificación. En efecto, es muy cierto que la óptica sistémica es un modelo de
lectura de la realidad que trasciende el sector limitado de la psicoterapia; pero
también lo es que, en lo que se refiere a las ciencias psicosociales, la
contribución principal de la óptica sistémica ha sido, precisamente, la
psicoterapia familiar.

Es más, a menudo, esa contribución se ha limitado (no tanto, en rea-


lidad, por elección de sus representantes, cuanto por la imagen que de ese
enfoque tenía la comunidad médica y psicológica) a ocuparse de una casuística
especialmente grave, respecto de la cual se consideraba que difícilmente se
podría tratar con los métodos tradicionales de la terapia individual. Así pues, en
los textos de psiquiatría que enuncian las distintas orientaciones del
tratamiento, la terapia familiar se señala siempre como una técnica muy
adecuada para las pacientes anoréxicas. Por otra parte, los psicoterapeutas de
orientación sistémica han prestado poca atención, al menos hasta hace muy
pocos años, al tema de la “indicación” en la terapia familiar (Cirillo, 1985).

EL CAMBIO EN LOS CONTEXTOS NO TERAPEUTICOS

Esta reducción de la perspectiva relacional en la terapia familiar ha


incidido incluso en los cursos de formación. A pesar de los esfuerzos de los
fundadores de escuelas, que aspiraban a transmitir el modelo relacional como
clave de lectura global de los fenómenos psíquicos, sus escuelas pasaron a
ser, finalmente, cursos de psicoterapia familiar; están destinadas a serlo cada
vez más, teniendo en cuenta la necesidad actual de protección de la profesión
de psicoterapeuta. Para citar un ejemplo, Luigi Boscolo y Gianfranco Cecchin
han dicho siempre que querían enseñar a sus discípulos, principalmente, un
modo de pensar alternativo a la causalidad lineal y que no querían limitarse a
difundir un conjunto de técnicas terapéuticas (Nicolé, 1981). Sin embargo, sus
esfuerzos, al igual que los de otros directores de cursos similares, estuvieron
condicionados forzosamente, en primer lugar, por su condición de
psicoterapeutas. Por otro lado, el material que utilizan para la formación de los
asistentes a esos cursos tiene que ser, en su mayoría, clínico, extraído de las
sesiones terapéuticas y acompañado de contribuciones bibliográficas, también
éstas correspondientes, casi exclusivamente, al área de la psicoterapia. Si en
los cursos también se inscriben personas que no son psiquiatras ni psicólogos
(algún asistente social, algún pedagogo, o sociólogo, o médico clínico) es
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siempre como una excepción.

Naturalmente, esto no significa que los exponentes de ese enfoque se


hayan ocupado únicamente de terapia familiar, desinteresándose de los
sistemas más amplios de la familia. Por el contrario, una importante excepción
a esta asimilación de la óptica sistémica a la terapia familiar fueron, en primer
lugar, los dos trabajos publicados por Mara Selvini Palazzoli y los participantes
en dos grupos coordinados por ella sobre los macrosistemas, el primero —en el
que yo mismo participé— sobre la situación paradójica del psicólogo en el
sistema escolar (Selvini Palazzoli y otros, 1976); y el segundo sobre las
diferentes organizaciones en las que el psicólogo puede tener que actuar
(Selvini Palazzoli y otros, 1981).

Recordemos que ambos grupos estaban integrados por antiguos


alumnos de la Escuela de Especialización en Psicología de la Universidad
Católica de Milán, quienes, maravillados por las enseñanzas de Selvini en su
curso sobre la teoría general de los sistemas y sobre la teoría de la
comunicación humana, discutieron con ella sus primeros problemas
profesionales como psicólogos escolares, empresariales o de alguna otra
especialidad. Si bien su relación clínica con los pacientes no fue analizada por
estos grupos, ello no significa que los nuevos psicólogos no estuviesen
impacientes por probarse en la actividad terapéutica y, en especial, en la
terapéutica familiar, desarrollada de manera magistral por su profesora. Por eso
se apresuraron, al menos la mitad de ellos, a inscribirse en el curso de terapia
familiar en cuanto Boscolo y Cecchin lo a la abrieron, en los años siguientes.
Otros tomaron caminos diferentes. Sólo de D’Ettorre, Pisano y Ricci siguieron
siendo investigadores relacionales —sin convertirse en terapeutas familiares—
y ocupándose de los macrosistemas (Pisano, 1984; Ricci, 1988).

El curso de la escuela de Milán (para no salir del ámbito de la realidad


que mejor conozco) se esforzó también por mantener vivo en los participantes
el interés por realidades más amplias que la de la familia, tal como hemos dicho
antes. Prueba de ello es que los dos primeros encuentros de alumnos y ex
alumnos se ocuparon del problema del contexto (“Actas”, 1980, 1981). Sin
embargo, en esa instancia, el problema se examinaba en una acepción
demasiado restringida: el problema que se nos planteaba era cómo utilizar, en
un contexto de servicio público, que técnicas elaboradas en un centro
profesional privado. Por consiguiente, el contexto que se analizaba era siempre
el terapéutico.

En realidad, todos los autores de las ponencias presentadas en esos


encuentros eran asistentes que trabajaban en servicios públicos (consultorios,
servicios psiquiátricos, servicios para toxicómanos, etcétera), que no
cuestionaban en lo más mínimo su rol de terapeutas. Se ocupaban en cambio,
por ejemplo, de hacer que la terapia familiar fuera aceptable en ambientes de
trabajo estrictamente divididos entre los partidarios de concepciones
organicistas y los que seguían modelos psicodinámicos y (Peruzzi, Viaro,
1982). También —en situaciones de un mayor poder institucional—
presentaban sus experiencias de remodelación de un servicio según los

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principios sistémicos (Selvini y otros, 1982) o, por último, se limitaban a


proponer modificaciones de la técnica terapéutica, que se hacían necesarias
para trasladarla del consultorio privado de prestigio a la modesta y despreciada
estructura territorial (Ugazio, Cirillo, 1981). Sin embargo, en todas estas
contribuciones no se alude en absoluto al problema de la manera de plantear,
en sentido relacional, las diferentes actividades de la psicoterapia.

EL OPERADOR SISTEMICO Y EL ROL TERAPÉUTICO

Nosotros, los primeros asistentes formados en la óptica relacional de las


escuelas recientemente creadas, nos considerábamos, pues, esencialmente
terapeutas familiares. Si bien de hecho no ejercíamos aún ese rol, aspirábamos
de todos modos a alcanzarlo lo más pronto posible. A menudo vivíamos
nuestra situación profesional como restrictiva respecto de nuestras
aspiraciones y soñábamos con abrir cuanto antes un consultorio privado.

A fines de la década de 1970 estaba muy en boga entre nosotros la


expresión “terapia de contrabando” (Viaro, 1980), entendida como el intento de
hacer terapia familiar de cualquier modo (éste era nuestro mayor deseo),
incluso en condiciones institucionales desfavorables, es decir, sin un contexto
definido claramente como terapéutico y, por ende, sin una solicitud de ayuda
específica, sin un contrato preciso, sin reglas claras del marco terapéutico.

Desde esta óptica “terapeuticocéntrica”, los psiquiatras y psicólogos que


estaban en nuestro grupo y trabajaban en instituciones complejas, en las que el
equipo incluía diversos tipos de profesionales, debían hacer frente al problema
de su relación con los colegas que tradicionalmente no ejercían como
terapeutas. Sobre este punto tan delicado, la actitud de los asistentes
sistémicos osciló (y a veces sigue oscilando) entre dos posiciones. Por un lado,
hubo un rechazo —posterior al 68— de los roles tradicionales, que atribuía la
función terapéutica a cualquier profesional (asistentes sociales, enfermeras,
etcétera) que hubiese estado en contacto con el “verbo” sistémico. Fue así
como, a menudo, la perspectiva relacional terminó representando un atajo con
respecto a trayectos más laboriosos y formalistas, que permitía a los asistentes
frustrados por su rol subalterno conseguir en el trabajo de campo una
promoción a la categoría de terapeutas. Por otro lado, en cambio, se intentó dar
a los demás profesionales una formación acorde con el enfoque sistémico, pero
para que esencial- éste transformase su operatividad específica, creando por lo
tanto al asistente social o a la enfermera con una orientación relacional.

Este designio se concretó en resultados convincentes sólo en parte, por


dos motivos evidentes, forzosos en una iniciativa en la que quien capacita no
pertenece a la misma categoría profesional del capacitado (psiquiatra y
enfermera, psicólogo y asistente social, etcétera): en primer lugar, una
desagradable apariencia de intrusismo, que provoca una resistencia inevitable
y, en segundo lugar, la confusión causada por el hecho de enseñar a una
persona una tarea, cuando ésta tiene conocimientos directos de otra. Se
provoca así, en este caso específico, el efecto no deseado de crear
expectativas terapéuticas en asistentes que cumplen otra función.

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En el grupo de antiguos alumnos de la escuela de Milán tuvo cierto éxito,


en este sentido, la solución propuesta por algunos asistentes de la zona de
Módena, que acuñaron en uno de sus trabajos (Dotti y otros,1981) el
neologismo “barrera de las intervenciones”. Se remitían a la conocida distinción
entre “cambio uno” y “cambio dos” hecha por actitud de Watzlawick, Weakland
y Fisch (1974), quienes afirmaban: “Existen dos tipos de cambio diferentes:
uno, que se verifica en un sistema que permanece inalterable, en tanto que el
otro —cuando ocurre— cambia el propio cambio”

Ahora bien, la “barrera de las intervenciones” consistía esencialmente en


atribuir con claridad a cada intervención el objetivo concreto que debía
perseguir, asignando a algunas categorías de intervención (como las
farmacológicas o asistenciales) la misión de obtener un “cambio del tipo uno”, y
sólo a las intervenciones definidas explícitamente como terapéuticas la misión
de obtener un “cambio del tipo dos”. El asistente en quien se delegaban las
intervenciones de “cambio uno” debía delimitar el alcance de su función y
enviar al colega terapeuta a los usuarios que deseaban lograr un “cambio dos”.

Se pueden poner dos objeciones a esa fórmula. Ante todo, resulta a


menudo demasiado simplista para ser aplicable en la práctica. En efecto,
choca, por una parte, con la ambigüedad del requerimiento de gran parte de los
usuarios, que no pueden o no quieren pedir explícitamente una psicoterapia,
pero asignan sin embargo a su pedido, aunque sea de otro nivel lógico, el
objetivo mítico del “cambio dos”. Veamos, a título ilustrativo, el caso frecuente
de los usuarios que formulan un pedido asistencial esperando que el asistente
sólo juzgue pertinente una intervención psicoterapéutica: “ ¡Consígame una
casa y se resolverán mis problemas psíquicos!”. Esos pacientes no se dejan
inducir, ni siquiera a golpes, a entrar en nuestro juego.

La segunda crítica se refiere de nuevo a la mitificación de la terapia, que


sirve de base a ese tipo de planteamientos. De hecho, esta concepción prevé
que el único camino para lograr un “verdadero” cambio es la psicoterapia, razón
por la cual el asistente ve con recelo a todos los usuarios potenciales que “no
acceden” a la sugerencia de que sigan una terapia. A la inversa, desmitificando
esta concepción “terapeuticocentrista” no sólo debemos reconocer que una
terapia innecesaria es contraproducente, sino también que otras
intervenciones, distintas de la terapia, como la asistencia familiar a un menor, al
igual que ciertos hechos que le ocurren a la gente, pueden en determinadas
condiciones desencadenar un proceso de cambio.

La inaplicabilidad de la fórmula de la barrera proviene además de la


insatisfacción de los asistentes que, habiendo elegido una profesión con la que
pensaban ayudar a la gente a mejorar su calidad de vida, se veían, por el
contrario, limitados a realizar la tarea homeostática de enseñar a los usuarios
cómo administrar mejor lo que tenían, renunciando a esperar otra alternativa. Y
entre estos asistentes no sólo se encuentran nuestros colegas, quienes, como
es comprensible, serían reticentes a dejarse encasillar en el “Cl”: intentan, por
ejemplo, convencer a un psiquiatra renombrado y actualizado, de orientación
farmacológica, de que sus fármacos son sólo sintomatolíticos y que por eso —

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supongamos— debe enviar a su paciente deprimido al psicólogo, quien le hará


una terapia “¡realmente decisiva!”. Y muy a menudo, también nosotros nos
encontramos así encasillados. Al decir “nosotros” me refiero a los psiquiatras y
psicólogos que se ilusionaron creyendo que la desagradable incumbencia de la
intervención no perfectamente psicoterapéutica en el área psicosocial
interesaba sólo a los asistentes sociales o a los enfermeros. A la inversa,
nuestras tareas institucionales incluyen la gestión de una serie de actividades
que tienen muy poco que ver con la terapia familiar (o con la psicoterapia tout
court): la organización de un hospital de día para psicóticos crónicos, por
ejemplo, pero también la inserción de niños disminuidos en la escuela o la
selección de las parejas que quieren adoptar un hijo, etcétera.

Podemos practicar estas intervenciones con una actitud intolerante o


suficiente, como si no mereciesen nuestro compromiso teórico y práctico; y
desarrollarlas “a la buena de Dios”, apelando al sentido común o a la intuición.
O también, de una manera realmente esquizofrénica, podemos reservar
nuestra óptica sistémico-relacional para las sesiones de terapia familiar y
ejercer estas actividades “colaterales” recurriendo a esquemas interpretativos
ya reconocidos en estos sectores (psicodinámicos, socioanalíticos y otros),
como si cambiáramos de anteojos cuando pasamos de la lectura del periódico
a la contemplación del panorama. Pero si nuestra óptica sistémica es un
modelo interpretativo de la realidad, una clave de lectura, debe entonces
proporcionar las herramientas de comprensión y de intervención, incluso en las
“franjas” no terapéuticas de nuestro trabajo.

Tratemos, pues, de examinarlas.

EL CONTEXTO NO TERAPEUTICO:
¿ES POSIBLE MODIFICAR SUS REGLAS SIN DESVIRTUARLO?

En uno de los ejemplos metalógicos de Bateson (1972. pág. 54) se


incluye, con referencia a las conversaciones con su hija, esta bellísima imagen:
“Es como la vida; un juego cuyo objetivo es descubrir las reglas, reglas que
siempre cambian y jamás se pueden descubrir”. Como ocurre con las reglas de
los juegos, también las reglas de los contextos pueden cambiar.
Ejemplifiquemos este concepto examinando una situación contextual no
terapéutica, el asesoramiento al padre de un niño disminuido, utilizando un
caso que ya he referido en un trabajo anterior (Cirillo, Sorrentino, 1986).

La madre de Sarina, una chica de cinco años que tiene el síndrome de


Down, es enviada al psicólogo de un consultorio familiar por el neuropsiquiatra
infantil que supervisa el programa de rehabilitación de la pequeña. El
comportamiento de Sarina es tan decididamente conflictivo, que inducirla a
dejar a su madre para colaborar con la psicomotricista (y, a la inversa, al
término de la sesión) representa siempre una tarea extenuante. La señora, el
neuropsiquiatra y el psicólogo tienen muy claras las reglas propias del contexto
asesor: el psicólogo tendrá que dar a la señora algunas indicaciones
pedagógicas que la ayuden a lograr que su hija se comporte de una manera
más adecuada. (Se presume que deberá aconsejarle que “asuma una actitud

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más firme y al mismo tiempo más tranquilizadora”.)

El metacontexto (es decir, el conocimiento de las reglas apropiadas al


contexto) es claro y común para quienes participan en la relación. Con todo,
esto no significa que en ese contexto libre de malentendidos la relación de
asesoramiento deba resultar fecunda en resultados. Tengo la certeza de que
cualquier asistente está dispuesto a apostar diez a uno que aconsejar a la
madre que “asuma una actitud más firme y al mismo tiempo más
tranquilizadora” llevaría al mismo resultado que decir tres veces abracadabra.
Es decir, nada. Como máximo, la señora nos dirá que ya lo hizo pero sin
resultado, o que lo haría si supiese cómo.

Como alternativa a esta opción desastrosa, la fórmula de la barrera de


las intervenciones, que ya hemos descrito, propondría un discurso como éste:
“Estimada señora, si Sarina se comporta así (es decir, si tiene este síntoma)
habrá una razón, y para comprenderla, tengo que ver a la niña con usted y su
marido para una consulta. Y después veremos si entre todos podemos
enfrentar el problema en algunas entrevistas”. Este discurso
(metacomunicativo) tendría el fin de modificar explícitamente el contexto,
pasando del asesoramiento a la terapia.

Sin embargo, como bien lo saben los que trabajan con las familias de los
disminuidos, existe un serio obstáculo para esta redefinición del contexto: la
presencia de una minusvalía objetiva en la niña, que permite a los padres —o
mejor dicho, como veremos, a uno de ellos— eludir la obligación de someterse
a una consulta psicológica, por cuanto la minusvalía sirve como una cómoda
explicación para toda conducta anormal. Poco importa que la gran mayoría de
los chicos con síndrome de Down sean dóciles y fáciles de educar: siempre se
podrá decir que “Sarina es así porque es mongoloide”.

No podemos, pues, modificar el contexto y, al mismo tiempo, sabemos


que ateniéndose a las reglas tradicionales del contexto asesor corremos el
riesgo de no arreglar nada. Pero, ¿dónde está escrito que debemos seguir
ciegamente las reglas del contexto asesor? Es cierto que nos pusimos en
guardia frente al riesgo de desplazamiento de contexto (Selvini Palazzoli,
1970), es decir, frente al peligro de caer en esas típicas situaciones de
confusión y malentendidos que se dan cuando los que participan en un
contexto no advienen que no comparten los objetivos ni las reglas. Sin
embargo, ¿qué nos impide utilizar consciente y abiertamente las reglas del
contexto para sacar a la luz el juego familiar que sirve de base al negativismo
de la niña e intentar modificarlo?

Selvini (1985, pág. 73) nos confirma que “difícilmente un contexto se


basa estáticamente en las reglas tradicionales”, recordando la reflexión de
Bateson sobre la coevolución del contexto (Bateson, 1972, págs.189-192).

Se nos presenta, por lo tanto, otra posibilidad: mantener el Contexto


asesor aprovechando sus posibilidades y, eventualmente, modificando su
interpretación estereotipada de las reglas. Evitaremos entonces todo discurso
metacomunicativo sobre el síntoma de Sarina y sobre la necesidad de
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comprender sus causas. Invitaremos también al padre (actuación que, en sí, no


está prevista por las reglas del contexto asesor, pero tampoco prohibida), con
el fin, declarado y real, de ver si la chica se conduce con él como lo hace con la
madre (sin pasar por eso a una relación terapéutica).

UN EJEMPLO DE JUEGO FAMILIAR TRATADO


EN UN CONTEXTO NO TERAPÉUTICO

Con la familia reunida (Sarina es la única hija de una joven pareja de


clase media), realizaremos pues una averiguación tendiente a hacer aparecer
el juego familiar que origina el síntoma de la niña (Selvini Palazzoli y otros,
1988). El hecho de formular preguntas que no corresponden al área educativa
puede contradecir las expectativas de los usuarios nos acerca del contexto
asesor. La averiguación se hará entonces con esmero y cautela, tratando de
comprender las relaciones familiares -partir de contenidos psicopedagógicos.
Verificamos fácilmente que Sarina es mucho más dócil y colaboradora con el
padre que con la madre pero tiene menos ocasiones de estar con él, pues él
está muy ocupado con su trabajo en un banco y con su afición a la fotografía.
La niña exaspera, en cambio, a la madre, quien, al nacer su hija, abandonó su
trabajo de peluquera y ahora ocupa todo su tiempo en acompañarla a escuela y
al tratamiento psicomotor. Este se realiza a media mañana, interrumpiendo el
horario escolar y obliga a la madre a emplear, además, muchísimo tiempo para
llegar a la ciudad desde la pequeña localidad en donde reside la familia.

Se perfila entonces la siguiente hipótesis: el nacimiento de una hija


disminuida y las consiguientes exigencias de la rehabilitación han si utilizadas
por el padre para mantener un control absoluto sobre mujer. Las conductas
inaceptables de la chica subsisten, por lo tanto, por. la actitud permisiva y
sutilmente cómplice del padre, que forma con una alianza oculta contra la
mujer. La hipótesis se ve luego confirma por el hecho de que Sarina es también
sumamente caprichosa con la abuela y la tía maternas, quienes viven cerca y,
como es comprensible, se resisten a ocuparse de ella. Por el contrario, tiene
una conducta mucho más conveniente con los abuelos paternos (“porque ahí
hay jardín y se siente más libre”, es la explicación del padre) que viven en otra
región. Sarina pasa los meses de verano con ellos, a veces sola, mientras el
padre trabaja; y a veces con la madre, durante las vacaciones del padre, que
es aficionado al alpinismo y todos los años pasa dos semanas en la montaña
con un grupo de amigos.

Una vez formulada una hipótesis sobre el juego que origina el síntoma,
no podemos utilizar las técnicas que serían adecuadas en un contexto
terapéutico. Este era el equívoco de la “terapia de contrabando” en la que, sin
ningún contrato terapéutico, el asistente se hubiera arriesgado, por ejemplo, a
prescribir el síntoma con una paradoja de este tipo:

“Tú, Sarina, te portas tan mal para tener atada a tu madre, porque has
comprendido que tu padre sufriría mucho si ella, más libre, ahora que tú has
crecido, empezará a trabajar de nuevo, dejándote al cuidado de tu abuela y de
tu tía. Sigue así, porque por el momento tu padre no podría soportar un

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cambio”. Al no existir las conocidas condiciones contextuales que son


indispensables para formular una paradoja terapéutica (relación estrictamente
complementaria, de significado vital y que, por consiguiente, no se puede
interrumpir; e imposibilidad de metacomunicar [Selvini Palazzoli y otros, 1975]),
la familia hubiera podido descalificar la paradoja con una carcajada, truncar la
relación de asesoramiento y quejarse ante la persona que los envió de las
manifestaciones absurdas del psicólogo.

Por el contrario, en el camino que deseamos proponer (mantener el


contexto de asesoramiento, pero cambiando sus reglas), aconsejaremos un
experimento educativo congruente con nuestro contexto. Sin embargo, antes
que sugerir a la madre que cambie su actitud, pediremos al padre que le
enseñe cómo comportarse con la hija, precisando concretamente tiempos y
modos de su intervención educativa. Con ese fin, procederemos
paulatinamente a comprometer al padre a hacerse responsable de Sarina
(quien, dada su relación privilegiada con él, dará una respuesta positiva) y,
poco a poco, liberaremos a la madre de algunos de sus deberes, consiguiendo
además que el neuropsiquiatra pase la rehabilitación a las últimas horas de la
tarde y la madre pueda así turnarse con el marido para acompañar a la niña. Al
padre se le pedirá que se involucre con el único fin de mostrar a la madre cómo
hacerse obedecer por la pequeña; por otro lado, a la madre se le aconsejará
desligarse de sus obligaciones para aumentar la autonomía de Sarina, quien —
le diremos— debe ahora salir de su prolongada simbiosis.

Poco a poco, asistiremos a una evolución del juego: a la niña sólo se le


dan órdenes coherentes de obediencia y colaboración, en la medida en que
también el padre le pide lo mismo, tranquilizado porque ya no ve los espacios
que la mujer va conquistando como una amenaza de que ella huya del vínculo
que la une a él, sino que los acepta porque los sugiere el psicólogo, con el
objetivo declarado de contribuir al crecimiento de la niña. Un año después de
terminar el tratamiento, la madre llama por teléfono al consultorio para informar
al psicólogo, con voz emocionada, que está embarazada y que los resultados
de los análisis la han tranquilizado porque la criatura es sana. Su marido
siempre había excluido la posibilidad de un segundo hijo porque estaba
satisfecho de su relación con Sarina y temía, además, que un eventual
hermano le provocara celos. Podemos considerar que la estrategia de un
nuevo embarazo representa una adaptación más satisfactoria de la pareja a las
aspiraciones opuestas de cada uno de ellos: por un lado, las de la mujer, que
quiere sentirse realizada (más que por el regreso al trabajo, por otro hijo, del
cual espera que sea mas suyo”) y, por el otro, las del marido, que desea
controlar a su mujer (esta vez mediante un recién nacido y no mediante la
sintomatología de Sarina).

LOS OBJETIVOS DE LOS ASISTENTES EN LA RELACIÓN CON LOS


USUARIOS

El caso referido ilustra una situación en la que el asistente descartó las


dos alternativas más habituales que se le presentaban: actuar manteniendo las
reglas tradicionales del contexto, es decir, dando consejos no específicos y no

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derivados de una reconstrucción minuciosa del juego (solución condenada al


fracaso) o proponer al usuario un cambio de contexto (pero el padre de Sarina
no habría aceptado, sin duda, la propuesta de una terapia, dado que se
encontraba en una posición fuerte y que la minusvalía de la hija, como dijimos,
le ofrecía el pretexto para rechazar el tratamiento). El psicólogo prefirió, en
cambio, permanecer en el contexto inicial, pero cambiar conscientemente las
reglas, y quedó satisfecho con los resultados.

En este sentido, en Selvini (1985, pág. 74) encontramos una alusión -


absolutamente inusual en los escritos sistémicos- a los objetivos de los
terapeutas en el juego con la familia. La autora recuerda que no sólo los
miembros de la familia hacen “apuestas” (tanto en el juego entre sí como en el
que pretenden jugar con los terapeutas), sino que también los terapeutas las
hacen, y enumera algunas de ellas: lograr que se produzcan cambios en los
usuarios para confirmar su propia identidad profesional, tener nuevas ideas,
hacer publicaciones, ganar suficiente para vivir, demostrar la validez de sus
propias técnicas.

Ahora bien, la primera de esas apuestas (lograr que se produzcan


cambios en los usuarios para afirmar su propia identidad profesional) no sólo es
un objetivo de los terapeutas, sino que también los asistentes psicosociales en
general piensan en sí mismos como operadores de cambio, tanto si trabajan en
contextos terapéuticos como si lo hacen en otros contextos (análogos, como el
de asesoramiento o el asistencial, o muy distintos en apariencia, como el
contexto evaluativo o el de control). Este deseo de lograr un cambio en los
usuarios (que cuando se realiza, como en el caso de Sarina, deja satisfecho al
asistente) asemeja el camino propuesto en este libro a la terapia de
contrabando. Pero ésta era inspirada por la ambición de hacer una terapia a
cualquier precio, incluso cuando no estuviesen dadas las condiciones
indispensables (contextuales), ambición que partía del presupuesto de que la
psicoterapia familiar era lo único que valía la pena hacer, lo único que podía
generar un cambio. En nuestra propuesta se trata, en cambio, de experimentar
a fondo los recursos que se pueden descubrir en contextos diferentes del
terapéutico, recursos que, si son utilizados correctamente, resultan eficaces
para producir el cambio deseado y, a veces, son mucho más recomendables
que las míticas psicoterapias, cuyos puntos débiles, lamentablemente,
conocemos bastante bien.

LOS CONTEXTOS NO TERAPÉUTICOS Y SUS RECURSOS


INSUSTITUIBLES

Confirmamos la observación que hemos hecho, es decir, que muchos


usuarios que no se arriesgarían nunca en el contexto terapéutico formulan
igualmente un pedido de ayuda. La madre de Sarina, por ejemplo, muy
difícilmente hubiera solicitado una psicoterapia pero, de todos modos, se dirigió
al consultorio para pedir un consejo educativo. La familia socialmente atípica no
se acercará jamás a los servicios sociales para que la ayuden a cambiar,
aunque pueda estar sumida en una situación de sufrimiento de la que no ve
ninguna salida posible; sin embargo, solicita un subsidio al asistente social. Y

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aunque un usuario potencial no pida ningún tipo de ayuda, esto no significa que
no esté en condiciones de recibirla si un organismo que se hace cargo de él
institucionalmente pide una ayuda para él. Lo mismo ocurre con el adolescente
inadaptado, que no piensa en ponerse en contacto con un psicólogo, ni siquiera
en los momentos en que advierte, de manera más o menos confusa, que está
condenado a un futuro difícil; sin embargo, los asistentes de la unidad sanitaria
local pueden hacerse cargo de él por disposición del juez de menores. Hay
otros casos similares.

Señalemos que, en parte, también nosotros podemos definir las reglas


del contexto que estos usuarios establecen en su relación con nosotros: no
estamos obligados, por ejemplo, a tolerar reglas tradicionales que reducen el
contexto de control a un mero receptáculo de comprobaciones inútiles, función
que sería mucho más adecuada para la policía. Tampoco estamos obligados a
seguir pasivamente las reglas normalizadas del contexto asistencial entendido
en su peor significado, según las cuales frente a la solicitud de un aporte
económico se termina limitándose a pedir información referente al volumen de
ingresos del usuario, para verificar si cumple o no con los requisitos estipulados
para justificar un gasto rutinario.

Sabemos que pedir una terapia es el último paso de un juego. En efecto,


Selvini Palazzoli (Selvini, 1985, págs. 210-11) afirma:

[...] cuando una familia se dirige a un terapeuta, ya está en marcha un juego, sea en el
seno de la familia o entre ella y su medio. Las relaciones humanas, como es sabido,
son estratégicas por naturaleza: se desarrollan mediante movimientos alternos entre
los diferentes participantes en el juego. Entonces, el hecho de que una familia pida
ayuda, en un momento dado, a un terapeuta, no es sino otro paso en su juego. Apelar
a un experto es un movimiento: además, y esto es lo que más cuenta, es el último
movimiento en el tiempo porque tiene lugar en el presente. De ahí que el momento
privilegiado para empezar a comprender a una familia es, precisamente, el momento
en que nos llama buscando ayuda. Para una mejor explicación del concepto recurriré a
una metáfora. Imaginemos el juego familiar como una madeja enredada de la que, sin
embargo y por fortuna, cuelga un cabo. Este cabo es justamente la llamada al
terapeuta. Coger ese cabo, comenzar por ahí, es el mejor modo de devanar la madeja,
en el sentido de empezar a “modelar” el tipo de organización familiar.

Pedir un subsidio ¿no es también un movimiento? ¿Por qué cuando


tenemos que enfrentarnos a un síntoma psiquiátrico pensamos en función del
juego familiar y cuando tenemos que ocuparnos de un problema social,
pensarnos exclusivamente en función de la sociología o de la economía? No
cabe duda de que los elementos del macrosistema social (culturales,
económicos, etcétera) influyen en el juego familiar, pero esto no significa que lo
reduzcan a cero. Por ejemplo, ante una solicitud de un aporte económico
deberíamos razonar así: esta persona pide a un organismo público una especie
de resarcimiento, que tendría que reparar la negligencia de alguien muy
concreto. ¿De quién se trata? ¿Quién ha faltado a sus obligaciones con
respecto al que recurre a nosotros? Podrá ser el marido de la mujer joven y
llena de rencor, la hija de la anciana sola y amargada, los hermanos del
paciente psiquiátrico abandonado a su suerte o vaya uno a saber quién. Porque

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Cap. 1 El Cambio en los contextos no Terapéuticos
El Cambio en los contextos no Terapéuticos
Stefano Cirillo
Editorial Paidós. Barcelona, 1994

el hecho de dirigirse a la seguridad social es el último movimiento de un juego:


puede significar el intento de avergonzar al cónyuge irresponsable, de hacer
que la hija ingrata se arrepienta, de hacer que los parientes rebeldes vuelvan; o
muchas otras cosas. Nuestra primera tarea es pues interpretar el sentido de
este paso; no creeremos, por cierto, que un subsidio de sólo doscientas mil
liras pueda resolver el derrumbe y la decadencia de un usuario o de una
familia.

Si estamos realmente convencidos de que sólo en los contextos no


terapéuticos es posible afrontar determinados problemas de los usuarios, y
tratar de darles una respuesta (tarea que el sistema sociosanitario asigna a los
asistentes para garantizar el derecho de la población a la salud y a la seguridad
social), debemos hacer un análisis exhaustivo y serio de las herramientas
disponibles en esos contextos. Algo se está haciendo y en este sentido:
diremos, a título ilustrativo, que ya han aparecido trabajos que describen
experiencias de intervenciones efectuadas por asistentes que desempeñan
roles no terapéuticos (D’Adda, Gallione, Carini, Finzi, 1987; Malagoli Togliatti,
Rocchietta Tofani, 1987; Campanini, Luppi, 1988).

También yo, en un pequeño volumen dedicado a la asistencia familiar


(Cirillo, 1986), he intentado ilustrar cómo en dos contextos peculiares el
enfoque sistémico es fecundo en resultados. Se trata primer término del
contexto de evaluación de las familias candidatas a la guarda del menor, con
respecto a las cuales una orientación apunte a sacar a la luz las estrategias de
cada uno de los componentes que aspiran a la guarda pueda permitir un
vínculo “deseado” con ese menor, que mejor puede responder —desde luego
que también beneficios para él— a las expectativas de cada miembro de la que
prestará la asistencia. Pero se trata, sobre todo, del contexto de tutela del
menor cuya guarda se busca. En ese contexto, una lectura profunda de los
juegos familiares que conducen al abandono o al cuido de los hijos puede llevar
a proyectar una intervención de responsabilidad global de estas familias,
aunque es raro que soliciten terapéutica.

En un trabajo posterior (Cirillo, Di Blasio, 1989) se desarrollaron estas


reflexiones, con un desplazamiento más decisivo aún en el contexto evaluativo
y de control. Se trata de una experiencia de trabajo en Centro para el Niño
Maltratado de Milán, en estrecha colaboración con el tribunal de menores, con
familias en las que los padres maltrataban a sus hijos o abusaban de ellos
sexualmente. Los magistrados, después de haber alejado de sus casas a los
niños, con el fin de protegerlos nos enviaron a los padres para evaluar si era
posible que asumieran de nuevo los deberes paternos. ¿Qué otro contexto
podríamos imaginar más distante de la psicoterapia que éste, en el que
asistentes y usuarios se reúnen exclusivamente bajo el signo de la coacción?

Sin embargo, interpretadas con rigor pero libremente, se ha demostrado


que las reglas de este contexto contienen recursos inesperados. La solución
creativa que tan a menudo se genera,. precisamente por los apremios externos,
ha hecho que un contexto que en un juicio apresurado nos parecía definible
sólo como una contradictoria “terapia coaccionada” se haya transformado en un

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Cap. 1 El Cambio en los contextos no Terapéuticos
El Cambio en los contextos no Terapéuticos
Stefano Cirillo
Editorial Paidós. Barcelona, 1994

contexto muy distinto de “acceso coaccionado a la terapia”, en el que el


asistente atento y experto puede provocar en el usuario un auténtico pedido de
cambio.

En este sentido, en los capítulos que siguen se describen ocho


intervenciones en otros tantos contextos no terapéuticos, intervenciones
acompañadas del esfuerzo que implica moverse dentro de esos contextos con
rigor y, a la vez, con inventiva para poder, de ese modo, desencadenar
procesos de cambio. Son avances modestos, es cierto, pero de todas maneras
son propuestas al lector con miras a la realización de otros progresos.

(Se os anima a leer todo el libro, ya que es muy interesante para ilustrar todo lo
que trabajamos en este Bloque). Nota del tutor

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