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Rimana | Escuela Sistémica de Comunicación y

Terapia Familiar

Se mata a quien se quiere


SE MATA A QUIEN SE QUIERE
Los juegos del mal amor
Por Marcelo R. Ceberio
Parte I

Aquella mujer poseía el poder de inocular el veneno


de amor con solo mirar. En el fuego de su mirada, se
descubría un veneno violento para el corazón.
Los ojos de la joven habían despertado en él un antiguo
dolor, lacerante, como una picadura de abeja. Un dolor de amor
cuyo aguijón no se puede extraer.

Maxence Fermine de “El apicultor”

¡Te amo!

Muchos han sido y son los autores que han intentado definir al amor. Románticos, poetas,
científicos, artistas, terapeutas, se han embarcado en semejante tarea, imponiendo desde sus
modelos de conocer las más disímiles descripciones. Es cierto, que como la mayoría del
repertorio de términos abstractos, el amor resulta sumamente difícil de explicar, más aún
cuando se apela a recursos racionales o que competen a la lógica. Si a cualquier persona le
puede ocasionar dificultades definir un objeto concreto como puede ser una  silla  o una  taza,
puesto que es imposible no poner en juego nuestras atribuciones de significado y, por tanto,
nuestro modelo de conocimiento, en conceptos como  libertad, esperanza, altruismo, verdad,
alegría y hasta el mismo amor -conceptos que son amorfos y que no poseen un perímetro donde
aferrarse- pueden arrojar las más diversas definiciones.

Puede resultar más sencillo definir pautas de elecciones patológicas, relaciones fallidas y malos
amores, en cambio de trazar definiciones acerca del amor propiamente dicho. Tal vez, esta es
una manera de establecer parámetros claros para definir el mal amor. O sea, a veces, de cara a
la falta de definición de un tema determinado, logra ser explicado por su opuesto.
Tratar de traducir al amor a significaciones racionales e imponerle, si se quiere, una cuota de
lógica, puede sumergirnos en una profunda complicación. H. Maturana (1997) señala que:

“La preocupación por el otro no tiene fundamentos racionales, la preocupación ética no se funda
en la razón, se funda en el amor. El amor no tiene fundamento racional, no se basa en un cálculo
de ventajas y beneficios, no es bueno, no es una virtud, ni un don divino, sino simplemente el
dominio de las conductas que constituyen al otro como un legítimo otro en convivencia con uno”.

El amor se siente. Es un sentimiento que emerge poderoso de las fauces de nuestro sistema
límbico. No pasa por el tamiz del hemisferio izquierdo, aunque a veces se intenta evaluar las
cosas por la que ese otro u otra me enamora. Es, entonces, cuando se piensa al amor. Pero se
piensa cuando ya se halla instaurado. O cuando se duda. Cuando no se está convencido que el
sentimiento hacia el otro es el amor.

El partenaire enamorado, siente y convierte en acciones que tratan de ser consecuentes y


coherentes con ese sentimiento. Un ser humano traduce en gestos, movimientos, acciones,
palabras o frases, orales o escritas, en la necesidad de hacer saber al otro, de transmitirle al otro
ese afecto profundo. Transmisión que encierra la secreta expectativa de reciprocidad amorosa,
de complementariedad relacional que produce en el protagonista el saber que no está solo en la
empresa (el amar sin ser amado es una de las causales más frecuentes de la desesperación).
Transmisión que busca la creencia de una seguridad. Una utópica seguridad, tanto, que la
búsqueda de reaseguramiento amoroso hace que se descuide el presente de amor en pos de
reafirmar el futuro hipotecándolo. Y ese descuido, posee lamentables consecuencias cuando la
mirada preocupada se centra en adelante y no en mientras y durante.

Cuando dos personas se encuentran y aparece en ellas el deseo amoroso, la comunicación verbal
se activa. Las palabras fluyen en armonía, aunque a veces los temores al rechazo bloquean ese
libre fluir. Las frases se impostan casi poéticamente. Hasta en los menos histriónicos, la impronta
seductora impregna las palabras. Aparece cierta cadencia en el discurso, cierta tonalidad en el
hilván de las frases. La gestualidad se modifica. La mímica es más sutil y los movimientos se
encurvan y enllentecen. Los ojos se entrecierran, la boca se mueve más provocadoramente y las
miradas de los partenaires, retroalimentan todo este juego.

Cuando dos personas se encuentran, hay fluidos endocrinológicos y bioquímicos que se segregan.
El estómago se endurece, por así decirlo, se detona en ansiedad lo cual produce mayor apetito
que se traduce en voracidad. En otras ocasiones, se produce fenómeno contrario: el estómago se
cierra y no deja el libre paso a la ingesta alimenticia. La secreción de adrenalina aumenta,
colocando a la persona en una alerta hipervigilante. Los músculos se tensan y se está pendiente
de las actitudes del otro que serán significadas como pelos y señales de atracción o aceptación,
indiferencia y rechazo.

Todas estas son las alertas que acompañan al deseo amoroso. Alertas que, de ser correspondidas,
hacen que se conforme una pareja. El crecimiento del vínculo, léase el conocimiento del otro en
sus valores, gustos, virtudes y defectos, etc., genera una complementariedad que permite el
lento avance hacia la conformación de una familia.

El establecimiento de la relación, posibilita descender un poco los niveles de romanticismo(tanto


verbales, paraverbales, etc.) a los que aludíamos anteriormente. No porque se está menos
enamorado, sino porque en dicho período romántico –como desarrollaremos más adelante- los
amantes están preocupados por ser correspondidos en el amor, por tanto, hacen cosas que
cautiven al partenaire, son hábiles detectores de cuáles son los detalles que seducen al otro e
intentan ponerlos en juego. Es una etapa donde se trabaja para asegurar la relación, más allá de
los efluvios químicos e instintuales que acompañan al proceso.

Si hay algo que nos diferencia con el resto de las especies, es que somos animales amorosos.
Humberto Maturana (1997), en esta dirección afirma:

“Es porque somos seres amorosos que nos preocupa lo que pasa con el otro; es porque la biología
del amor y la intimidad constituyen dimensiones relacionales que definen a nuestro linaje, que
nos enfrentamos a cualquier edad cuando se interfiere con nuestro vivir en el amor. Es porque
la biología del amor y de la intimidad constituyen las dimensiones relacionales que definen
nuestro linaje que el amor es la primera medicina”.

Expresar  Te amo, supone que la persona amada es amada en su totalidad. Pero solamente
amamos parcialmente: amamos del otro ciertas fracciones. Partes de ese otro, que por nuestros
modelos cognitivos identificatorios de hombre-mujer -que exceden el marco de la figura de los
padres únicamente, o sea, que también muestran otros personajes de nuestra historia-,
identificaciones de tipologías relacionales de pareja, constitución de valores, patrones analógicos
(gestuales, posturales, de acción), creencias, ideologías, etc., producen una atracción que son el
resultado de la sinergia con nuestro mundo emocional y afectivo, precisamente con los códigos
de nutrición relacional, factores orgánicos, bioquímicos, entre otros.

Mientras que los aspectos que nos desagradan del partenaire, es decir, las cosas del otro que nos
disgustan, deben ser aceptadas, elaboradas o al menos negociadas, porque en realidad ese objeto
amoroso de nuestra elección siempre tiene laterales que consideramos negativas y utilizamos
este término no porque son negativas o positivas en sí mismas, sino porque son positivas o
negativas para mí (en desacuerdo a mis valores promovidos por la internalización de patrones y
códigos familiares, etc.). Por tal razón, estos aspectos disociados se observan tanto en los
momentos de rispideces relacionales o fricciones, como también en las situaciones de intimidad
amorosa y plenitud relacional y la semántica lingüística da cuenta de ello. Por ejemplo, se
manifiesta  Te amo por  y a continuación se enumeran algunas de las fracciones que son
entendidas positivas, o Te odio por y se mencionan las connotaciones negativas.

La utopía se formaliza en la completud. Es utópico creer que se ama en totalidad y que, por
tanto, cuando odiamos no amamos o cuando amamos no repudiamos ciertas partes del otro. Este
funcionamiento disociado, hace que resulte imposible verbalizar y concienciar en momentos
amorosos, aspectos negativos, o en momentos de hostilidad aspectos positivos:  Te odio, eres un
desgraciado… has estado en toda la reunión mirando y seduciendo a la amiga de mi amiga. ¡Que
te crees!!, que soy estúpida que no me he dado cuenta… Pero quiero también decirte que te amo
porque eres tan gentil conmigo, amoroso y tan elegante.

Elegir desde el deseo, adulto, maduro y con pocos visos neuróticos, nos da la posibilidad de
discriminar el objeto amoroso observando tanto sus aspectos virtuosos como defectuosos. Que,
reiteramos, no son virtuosos y defectuosos por sí mismos sino para la construcción de la persona
que elige. O sea: son atribuciones de 2 orden.

Pero es condición sine qua non para formar una despareja y sumergirse en juegos de mal amor,
elegir desde la necesidad. No es lo mismo desear tener una pareja que
necesitar desesperadamente una pareja. No es lo mismo una persona deseante que una persona
necesitada. Sentirme bien conmigo y mi soledad de pareja (nunca estamos solos en totalidad se
está solo de algo o de alguien), si bien no es indicador de una elección correcta, sugiere –de
emerger el deseo de una relación- entrar a una elección de manera libre y sin urgencias. Es
establecer una elección desde una simetría relacional.

En cambio, la necesidad muestra la carencia. El hecho de no tener una pareja, no implica ser un
carenciado. Los carenciados son personas dependientes, aquellos que no lograr convivir consigo
mismos y buscan en la pareja referentes de retroalimentación. De cara a los sentimientos de
soledad de pareja, los necesitados buscan llenar su desvaloración personal con el reconocimiento
de los otros. Una persona que goza de una buena autoestima, se muestra interdependiente y el
hecho de no poseer pareja lo constituye en una persona que desea compartir su tiempo (valioso)
con otro.

La necesidad genera ansiedad y esto se traduce en arrebatos de acciones. Manotazos de ahogado


que, en muchas ocasiones, por miedo a la soledad, a la falta de reconocimiento y a la
desvalorización, se elige un partenaire lejos de las verdaderas posibilidades de relación. Por
ejemplo, una persona que viene de sucesivos desencantos y frustraciones amorosas y ante la sola
idea de quedarse sola toda la vida, apela a salir o aceptar cualquier propuesta amorosa,
confeccionando nuevamente profecías autocumplidoras que anticipan la nueva futura
frustración.

En este punto es necesario, para avanzar en este desarrollo, entender que existen dos tipos de
objetos amorosos. Los objetos  ideales, en donde solamente se observan las virtudes (que
atribuyo, selecciono o construyo en el otro) y los reales, donde se contemplan tanto las virtudes
como los elementos considerados defectos. Más allá, como veremos más adelante, que la
idealización del vínculo es propio del primer período de toda relación y la realificación es ver al
partenaire en totalidad (con sus atribuciones positivas y negativas). Para el pasaje del objeto
amoroso hacia el status de real, hace falta que el partenaire acepte y negocie aquellos aspectos
del compañero que no son calificados como positivos.

Es a través de la necesidad, que se proyectan las carencias infantiles construyendo un otro ideal,
un otro que no es. Pero ese otro  es,  en tanto y en cuanto me relaciono y me conecto con sus
partes reales que coinciden con mis necesidades para poder llenarlas, de este modo niego las
partes que me disgustan y fabrico así un resto de adjetivos que no existen y que terminan de
perfilar el ideal con el que comienzo a vincularme. En síntesis, es el otro real el otro del deseo, el
otro que se intenta ver en su totalidad. El Otro ideal, es el otro de la necesidad donde solo se
observan los aspectos idealizados.

Es obvio que para enamorarse, el fiel de la balanza entre aspectos virtuosos y defectuosos
deberá inclinarse sobradamente sobre los primeros, victoria que asegurará cierto grado de éxito
en las lides amorosas. Aunque, no es extraño que muchas personas a pesar de que primen los
segundos, insistan en desear estar con el partenaire forzando la relación amorosa a niveles
extremos. Son las personas que se quedan a la expectativa de ideales de respuesta y se frustran
cuando las devoluciones no coinciden con las esperadas, descargando sus broncas en el
interlocutor. Son aquellos que se enamoran de un fantasma construido de acuerdo a patrones
personales. Sufrientes, puesto que se sumergen en la utopía de intentar adecuar al otro a su
deseo, construir a otro a la justa medida personal, sin siquiera darse cuenta de quien es el otro
en realidad.
Una relación amorosa puede pasar a constituirse en una relación de pareja. Este rito de pasaje,
remite a realificar (como veremos más adelante) el vínculo y que la relación adquiera ribetes de
mayor madurez afectiva. Los amantes se reafirman en el amor y sellan un pacto, en general,
tácito. Acuerdan silenciosamente, el amor que se sienten y cuáles son los aspectos que lo
motivan, y cuáles son aquellos tópicos de la personalidad del otro que no alientan al amor. Esta
negociación es la que permite  ver  al otro en totalidad y a no construir fantasmas ideales por
sobre su figura.

Una reflexión que surge cuando se habla del amor, es acerca de la incondicionalidad o
condicionalidad sobre el objeto amoroso. Los amantes buscan en la conquista encontrar la
seguridad del amor del otro. Más aún, en la consolidación del matrimonio se jura  amor para
siempre, y esta no deja de ser una falacia. Creer en la incondicionalidad del amor de pareja es no
cuidar la relación. Por tal razón, en la familia y en la pareja se muestran las facetas más íntimas
y los núcleos más neuróticos de las personas, como las conductas abusivas, el no control de los
impulsos, o las descargas agresivas, o sea, no hacemos cosas para que el otro nos reconozca por
creer que el otro nunca se va a ir de nuestro lado.

Paradojalmente, los seres más queridos no siempre son los más cuidados en la creencia de
tenerlos seguros a nuestro lado. A esta forma neurótica, se contrapone el entender que el vínculo
de pareja debe ser estimulado y construido de manera cotidiana. Lo cierto es que la separación,
rompe la creencia de la incondicionalidad para entender que el amor de pareja es condicional.
Por otra parte, si existe un amor incondicional, es el amor de los padres hacia los hijos.

Juegos del mal amor

Cambiar al otro

Cuando se construyen fantasmas por sobre el compañero, el otro deja de ser el otro, para
convertirse en una pieza esculpida por un artesano que busca hacer del otro alguien de su
fantasía y que no es en realidad, al menos totalmente. El otro no es el otro, es una gran pantalla
en donde se proyectan las necesidades personales. Son esos momentos en que debe
diferenciarse el estar enamorado de estar entrampado, enlazado, enganchado, atrapado, preso,
en un vínculo de pareja.

Los amantes pueden  entramparse  en el juego de querer cambiar al otro, trampa de la cual es
difícil zafar, más cuando están convencidos que en verdad se hallan enamorados. Se  enlazan,
entonces, las particularidades de cada partenaire. Por ejemplo, ella extremadamente seductora
y efusiva en las relaciones sociales y el un obsesivo celoso e inseguro. Estos enlaces hacen que los
amantes queden enganchados en una dinámica que se retroalimenta. No valdrán explicaciones,
ni justificaciones, puesto que todas se desarrollan sobre la base del ensamble de tales
características de personalidad. Se encuentran atrapados, presos  en un perímetro en el que sus
cambios son redundantes y aseguran el no cambio o, más precisamente, en modificaciones que
no cuestionan las reglas de juego cuando es necesario el cambio de éstas para provocar el
crecimiento de una nueva estructura. Si bien, uno es en relación con (somos en la interacción),
lejos de la ortodoxia sistémica, las características de personalidad de base hacen que en las
diversas relaciones se resalten en mayor o menor medida ciertas particularidades de esas
características.

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