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Las llaves, antiguas para alguien que llevaba más de veinte años viviendo en
San Francisco, en donde ni siquiera cerraba la puerta de su departamento, se las
había dado una vecina que las había podido rescatar apenas escuchó que la
ambulancia y la policía dejaban el lugar, que lo había dejado sólo una vez entrado al
departamento al no recibir más que silencio como respuesta a sus palabras de
consuelo:
Siempre le causó gracia el uso de esa muletilla tan común en los porteños:
verdadera pena, de verdad… como pidiendo disculpas de antemano o queriendo
exagerar algo que, era claro, indicaba más bien todo lo contrario. Hasta le causó
gracia imaginarse ese epitafio:
Una vez en soledad, comenzó la tediosa tarea, amplificada aún más por el
hecho de ser hijo único, de vaciar el hogar de una persona fallecida. No era
creyente, pero imploró que aparezca un hijo de, sobrino de, dispuesto a mudarse de
la casa de sus padres para llevarse todos los muebles a costo cero.
Hasta deseó que suene el timbre y del otro lado del intercomunicador
aparezca una persona en situación de calle mendigando ropa para dar. Difícil
eventualidad, considerando que el semipiso de su padre estaba ubicado en
Libertador y Tagle y tenía un portero encargado de seguridad las veinticuatro horas.
Se llamaba Hector, él lo sabía porque lo había saludado las pocas veces que visitó a
Arquimedes. La primera vez que lo saludó por su nombre, el hombre se quedó
inmovil y a él lo invadió la certeza de que los vecinos no solían entablar una relación
con Hector más allá del servicio que proveía, cubierto por las expensas.
Se desplomó sobre el sillón sin dudarlo. En ese sentido, era bastante cínico y
agnóstico, como su padre. No creía en “las energías”, como le había reprochado su
pareja en incontables ocasiones y tampoco le importó demasiado que días antes
haya sido ahí mismo donde los médicos habían encontrado el cuerpo de
Arquimedes, demasiado tarde, luego de que sufra un accidente cerebro vascular.
…
Corría el año 1995 cuando su padre organizó una cena en casa para celebrar
que por fin habían instalado una estufa importada que calefaccionaba de tal manera
que les permitía caminar descalzos y en mangas cortas a pesar de la temperatura
bajo cero durante el invierno. Siempre le causaron gracia aquellas fiestas por
acontecimientos tan mundanos, costumbre que su padre sostenía, repetía orgulloso,
para honrar a sus padres, inmigrantes españoles.
- Tenía un par de calzoncillos para ponerme y otro para sacarme. Mis padres
no eran personas educadas, pudieron ir a la escuela sólo hasta quinto grado,
pero me enseñaron sobre el sacrificio, el respeto y los valores - Arquimedes
repetía esas categorías genéricas como sí se explicaran por sí solas.
Estos eventos eran moneda corriente aún en los noventa para su familia y
representaban otro de los inconvenientes de tener un padre mayor de edad. Sin
embargo, lo que hizo que este sea en particular recordado sucedió luego del postre.
-Arquimedes, esto calienta mucho, hay que tener cuidado con los chicos- El hombre
a gatas se inmutó. En presencia de otros, apenas registraba a su esposa y odiaba
que lo interrumpan.
- ¿ves? está caliente, no apoyes la mano nunca porque te vas a quemar - explicó su
padre, un poco a él y un poco a sus comensales, luego de sostener su mano, ahora
tostada, durante unos quince segundos, que se parecieron más a los noventa que
uno espera antes de dar vuelta una hamburguesa.
-No sabemos para qué carajo nacemos, somos la única criatura bendita en este
mundo que vive sabiendo que se va a morir ¿Me vas a decir que frente a semejante
incertidumbre te parece aberrante que alguien se pegue un tiro? Por favor, al que se
anima a hacer eso hay que darle un premio y que se entere todo el mundo…
escuchame, por lo menos, sí no se cuándo mierda me va a tocar, lo decido yo y
listo. Eso sí, nene, el tiro siempre en la oreja, porque ahí te moris seguro, no vaya a
ser que encima le pifies y seas una carga para tu familia.
Nunca entendió lo imperativo de ese enunciado que su padre le repetía
desde que era pequeño. Siempre era interrumpido por su mujer o por un amigo, que
lo acusaba de estar diciendo estupideces, pero se quedaba con la mirada fija, como
quien está seguro de haber descubierto una verdad existencial.
Salió hacia el hall, apretó el botón del ascensor y escuchó la puerta cerrarse
tras su paso. Al abrirse las puertas del elevador, se detuvo en seco. Las llaves, la
única copia de las antiguas llaves de porteño que insistía en seguir usando su
padre, habían quedado del lado de adentro de la puerta. Se mantuvo inmóvil por un
instante y subió al ascensor hacia planta baja, no reparó en un cerrajero ni en
Hector el encargado.
Después de todo, cerrar la puerta con la llave del lado de adentro era como
quedarse encerrado en el resto del mundo.