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La técnica del Palacio de la Memoria es una estrategia de memorización

basada en visualizaciones de entornos espaciales particulares para recordar


información. Loci es el término latin que significa lugares o localizaciones.

La técnica consiste en visualizar un lugar o espacio físico que resulte familiar


para poder adjuntar a cada elemento característico de dicho espacio un recuerdo
material específico. Es, en especial, útil para ejercitar la memoria a largo plazo y
lograr retener detalles puntuales a pesar del paso del tiempo.

Al entrar en la casa de su padre, esa fue la idea que lo invadió al instante,


pero despojada de cualquier mística evocativa de Sherlock Holmes.

La decoración, la posición de los muebles, la capa de polvo que descansaba


sobre cada superficie que se lo permitía… Más que detenido en una época pasada
o reliquia mid-century, era como sí el departamento hubiese estado muerto desde
hacía mucho tiempo antes, conviviendo con el hombre y convirtiéndolo en un ente.

Las llaves, antiguas para alguien que llevaba más de veinte años viviendo en
San Francisco, en donde ni siquiera cerraba la puerta de su departamento, se las
había dado una vecina que las había podido rescatar apenas escuchó que la
ambulancia y la policía dejaban el lugar, que lo había dejado sólo una vez entrado al
departamento al no recibir más que silencio como respuesta a sus palabras de
consuelo:

- una verdadera pena lo de tu viejo, me quedé helada cuando escuché lo que


pasó. No hablábamos mucho pero se notaba que era un buen tipo.

Siempre le causó gracia el uso de esa muletilla tan común en los porteños:
verdadera pena, de verdad… como pidiendo disculpas de antemano o queriendo
exagerar algo que, era claro, indicaba más bien todo lo contrario. Hasta le causó
gracia imaginarse ese epitafio:

Luis Arquímedes Anchorena, se notaba que era un buen tipo (1935-2023)

Una vez en soledad, comenzó la tediosa tarea, amplificada aún más por el
hecho de ser hijo único, de vaciar el hogar de una persona fallecida. No era
creyente, pero imploró que aparezca un hijo de, sobrino de, dispuesto a mudarse de
la casa de sus padres para llevarse todos los muebles a costo cero.

Hasta deseó que suene el timbre y del otro lado del intercomunicador
aparezca una persona en situación de calle mendigando ropa para dar. Difícil
eventualidad, considerando que el semipiso de su padre estaba ubicado en
Libertador y Tagle y tenía un portero encargado de seguridad las veinticuatro horas.
Se llamaba Hector, él lo sabía porque lo había saludado las pocas veces que visitó a
Arquimedes. La primera vez que lo saludó por su nombre, el hombre se quedó
inmovil y a él lo invadió la certeza de que los vecinos no solían entablar una relación
con Hector más allá del servicio que proveía, cubierto por las expensas.

Se dirigió a la cocina, corrió la heladera, bajó la llave térmica y cortó la luz,


tomó un cigarro Jockey Club del cajón. La caja, ya una pieza digna de museo,
colapsó vacía entre sus manos. El humo, que tanto molestaba a su padre por
impregnarse “hasta en el empapelado”, no haría sonar la alarma de incendios.

Se desplomó sobre el sillón sin dudarlo. En ese sentido, era bastante cínico y
agnóstico, como su padre. No creía en “las energías”, como le había reprochado su
pareja en incontables ocasiones y tampoco le importó demasiado que días antes
haya sido ahí mismo donde los médicos habían encontrado el cuerpo de
Arquimedes, demasiado tarde, luego de que sufra un accidente cerebro vascular.


Corría el año 1995 cuando su padre organizó una cena en casa para celebrar
que por fin habían instalado una estufa importada que calefaccionaba de tal manera
que les permitía caminar descalzos y en mangas cortas a pesar de la temperatura
bajo cero durante el invierno. Siempre le causaron gracia aquellas fiestas por
acontecimientos tan mundanos, costumbre que su padre sostenía, repetía orgulloso,
para honrar a sus padres, inmigrantes españoles.

- Tenía un par de calzoncillos para ponerme y otro para sacarme. Mis padres
no eran personas educadas, pudieron ir a la escuela sólo hasta quinto grado,
pero me enseñaron sobre el sacrificio, el respeto y los valores - Arquimedes
repetía esas categorías genéricas como sí se explicaran por sí solas.

Estos eventos eran moneda corriente aún en los noventa para su familia y
representaban otro de los inconvenientes de tener un padre mayor de edad. Sin
embargo, lo que hizo que este sea en particular recordado sucedió luego del postre.

La esposa de su padre se había ofrecido a preparar café mientras deleitaba a


sus invitados contando historias de su adolescencia. Al levantarse, tropezó
ligeramente con la estufa y se quemó el brazo.

-Arquimedes, esto calienta mucho, hay que tener cuidado con los chicos- El hombre
a gatas se inmutó. En presencia de otros, apenas registraba a su esposa y odiaba
que lo interrumpan.

Sin pausa alguna, ignorando la respuesta de sus invitados, su padre lo llamó


de un grito.
-Nene, veni ¿ves la estufa? poné la mano así - Arquimedes abrió su mano derecha
con la palma hacia arriba.

Su padre lo tomó de la muñeca y apoyó su mano de lleno sobre la estufa


mientras esbozaba una sonrisa a sus invitados y apretaba más fuerte para evitar
que los gritos y los espasmos por zafarse sean exitosos.

La reacción de Maillard consiste en un conjunto de reacciones químicas


producidas entre las proteínas y los azúcares presentes en la carne a altas
temperaturas y que generan esa costra, ese inconfundible color marrón anaranjado,
sabor y olor a tostado.

- ¿ves? está caliente, no apoyes la mano nunca porque te vas a quemar - explicó su
padre, un poco a él y un poco a sus comensales, luego de sostener su mano, ahora
tostada, durante unos quince segundos, que se parecieron más a los noventa que
uno espera antes de dar vuelta una hamburguesa.

La reacción de su madre, por otro lado, fue lo único que interrumpió la


tensión. El grito ahogado y el sonido de la bandeja de café chocando contra el
suelo, acompañado por el crujir de los pocillos de porcelana.

No se explicaba por qué, casi treinta años después, aún descansaba


impregnada sobre el piso de alfombra esa mancha de café. Su padre era un hombre
para quien el dinero nunca había sido un problema e incluido en las expensas del
departamento seguro existía un servicio de limpieza de los pisos.

La muerte de Arquímedes no lo sorprendió, aunque imaginaba el desenlace


algo diferente, ya que su padre repetía siempre que podía, cuan desafortunado y
desubicado parezca, que no entendía por qué la gente y los medios tenian esa
orden implicita de no hablar del suicidio.

-No sabemos para qué carajo nacemos, somos la única criatura bendita en este
mundo que vive sabiendo que se va a morir ¿Me vas a decir que frente a semejante
incertidumbre te parece aberrante que alguien se pegue un tiro? Por favor, al que se
anima a hacer eso hay que darle un premio y que se entere todo el mundo…
escuchame, por lo menos, sí no se cuándo mierda me va a tocar, lo decido yo y
listo. Eso sí, nene, el tiro siempre en la oreja, porque ahí te moris seguro, no vaya a
ser que encima le pifies y seas una carga para tu familia.
Nunca entendió lo imperativo de ese enunciado que su padre le repetía
desde que era pequeño. Siempre era interrumpido por su mujer o por un amigo, que
lo acusaba de estar diciendo estupideces, pero se quedaba con la mirada fija, como
quien está seguro de haber descubierto una verdad existencial.

Se levantó, apagó el cigarro, fue hacia la cocina, levantó la lleva térmica y


escuchó el pitido del disyuntor que avisa que volvió la corriente. Volvería mañana,
pensó, antes de atar la bolsa de basura y sacarla del tacho. De camino a su casa,
en la vereda, podía tirarla en el contenedor y así deshacerse de la única materia
orgánica que quedaba en el departamento.

Del cuerpo de su padre, por supuesto, ya se había encargado la ambulancia.


Ya tendría tiempo de ir a reconocerlo en la morgue, cremarlo, tirar las cenizas y
tratar con toda esa serie de administrativos del luto y la muerte que le representaban
los dueños de las cocherías fúnebres.

Salió hacia el hall, apretó el botón del ascensor y escuchó la puerta cerrarse
tras su paso. Al abrirse las puertas del elevador, se detuvo en seco. Las llaves, la
única copia de las antiguas llaves de porteño que insistía en seguir usando su
padre, habían quedado del lado de adentro de la puerta. Se mantuvo inmóvil por un
instante y subió al ascensor hacia planta baja, no reparó en un cerrajero ni en
Hector el encargado.

Después de todo, cerrar la puerta con la llave del lado de adentro era como
quedarse encerrado en el resto del mundo.

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