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¿De qué hablamos cuando decimos “Iglesia”?

Reflexiones sobre el uso


historiográfico de un término polisémico, Roberto Di Stefano

Resumen
El autor propone una revisión del concepto de Iglesia utilizado en el estudio de las
sociedades de Antiguo Régimen. Este sostiene que los historiadores confunden el monopolio
sacramental del clero (que corresponde a una concepción teológica y canónica de la Iglesia)
con una definición de tipo jurídico-política, que ve en la Iglesia una entidad equiparable al
Estado. La conformación de la Iglesia como entidad jurídico-política es un fenómeno
relativamente reciente, fruto del proceso de secularización de las sociedades.

Tenemos que tener en claro, antes de leer este artículo, que un término polisémico es
un concepto que cambia su significado con el transcurso de los años (por ejemplo, no es lo
mismo hablar de Iglesia en el siglo XVI que en el siglo XIX o que hoy).
La investigación de Roberto Di Stefano respecto a lo que entendemos por “iglesia”
surge a raíz de un cuestionamiento acerca de la Iglesia como institución autónoma. En esta
línea, se pregunta de qué hablan los historiadores cuando, por ejemplo, se refieren a la
“Iglesia del siglo XVIII”, lo que le conduce a trabajar bajo la hipótesis de que la
historiografía ha seguido el camino de los publicistas del siglo XIX (católicos y
anticlericales), quienes proyectaron hacia el pasado el binomio Iglesia/Estado para
fundamentar históricamente las distintas posturas que se defendían en su tiempo. Por eso, el
autor se propone reflexionar en torno a las acepciones del término “Iglesia” y en las
transformaciones que sufrió la institución hasta llegar a la actual Iglesia católica.

El binomio Iglesia/Estado supone la existencia de dos entidades equivalentes,


relativamente autónomas y con estrategias políticas propias. Bajo esta perspectiva, Di Stefano
se pregunta, por ejemplo, cómo, cuándo y por qué la “Iglesia colonial” adquirió los rasgos
que posee la Iglesia católica actualmente, o qué relación había entre esa transformación y la
conformación de los Estados nacionales y la secularización de nuestras sociedades.

El autor cree que la Iglesia en tanto entidad jurídico-política es fruto del proceso de
secularización1. Contemplar este proceso es indispensable para entender la Iglesia
contemporánea, que es una institución conceptualmente diferente de la sociedad en su
conjunto, y con cierta autonomía respecto del Estado. Pero la Iglesia no es solo el resultado
de la secularización, sino que, paradójicamente, también es su agente (en tanto contribuye a
la división de esferas).

La iglesia como concepto teológico y canónico

Desde la perspectiva teológica, el término Iglesia designa a la comunidad de los


creyentes, que en régimen de cristiandad coincide con la comunidad política. En esta
acepción, la Iglesia es el conjunto de todos los católicos diseminados por el mundo, pero
también de los miembros de una comunidad particular, como un obispado.

La Iglesia como concepto canónico refiere al conjunto de los sacerdotes, lo que antes
se conocía como “estado eclesiástico”. El término abarcaría diversas corporaciones como los
cabildos, las hermandades clericales y las órdenes, que pueden tener diferentes estatus e

1
El autor entiende por secularización un proceso multidimensional que consiste en la pérdida de referencias
religiosas de ciertas concepciones, instituciones o funciones sociales y la consecuente formación de esferas
diferenciadas para la religión, la política, la economía y la ciencia, principalmente.
intereses políticos. Dentro de esta acepción, cabe subrayar el monopolio sacramental, que
solo puede ejercer el sacerdocio católico. Acá, la potestad eclesiástica es innegociable.

En principio, el poder temporal y el espiritual se orientaban hacia un mismo fin:

 la cohesión de la comunidad por medio del gobierno y de la justicia en el plano


terrenal,
 la salvación de las almas en el plano sobrenatural/sacramental.

Que sean poderes distintos no significa, sin embargo, que se puedan separar, ya que
actuaban conjuntamente.

El poder temporal y el espiritual, en este sentido, no desempeñaban funciones diferentes


(uno la función política y el otro la función religiosa). El poder temporal desempeñaba
funciones que desde la actualidad podríamos catalogar como religiosas, y el poder espiritual
desempeñaba funciones que para nosotros serían políticas. A modo de ejemplo tendríamos lo
que ocurría en España, donde las potestades civil y eclesiástica tenían un fuerte enlace. Por
eso, el esquema binario Iglesia/Estado sería inexacto para la época, que distinguía la esfera
espiritual (la religión en el fuero interno) y la religiosa o eclesiástica (a religión en el fuero
externo).

El poder temporal y el espiritual no se corresponderían, entonces, con un poder laico y


uno eclesiástico, salvo por lo que refiere a la administración de los sacramentos. A modo de
ejemplo, podemos pensar en las juntas de teólogos y canonistas donde se dirimían las
cuestiones de doctrina y disciplina, y que estaban integradas por laicos y eclesiásticos, o en
los tribunales de la Inquisición, compuestos también por laicos y eclesiásticos.

En definitiva, a taxonomía laico/eclesiástico no le sirve a Di Stefano para clasificar las


instituciones del pasado. Es el proceso de secularización, que se acelera en el siglo XIX, el
que organiza esta clasificación, creando los binomios espiritual/religioso/eclesiástico y
temporal/civil/estatal, separando las esferas laicas y eclesiásticas. Es a partir de este proceso
que se delimitan y separan las acciones de las autoridades civiles (con el Estado naciente a la
cabeza) y las espirituales (que devendrá en la Iglesia católica tal como la conocemos).

La Iglesia como entidad jurídico-política

Antes del siglo XIX, la Iglesia como institución jurídico-política no existe. Hay que
recordar que el término “Estado”, hasta el siglo XIX, designa una comunidad política antes
que una estructura burocrática. El Estado, en este sentido, es un producto reciente, que
comienza con la soberanía del pueblo a partir del siglo XVIII.

El proceso de secularización, como se indicó anteriormente, da a luz al Estado y a la


Iglesia contemporáneos, y esta misma Iglesia en tanto entidad jurídico-política nace en
relación dialéctica y especular con la construcción del Estado centralizado.

Para cerrar el apartado, Di Stefano apunta a la etiqueta de “regalismo” como


conflictiva para entender el debate conceptual, y que el historiador debería evitar usar. Di
Stefano cree que el término revela, sobre todo, la aparición de dos realidades nacientes que se
están diferenciando –el Estado y la Iglesia- y la consecuente desaparición de las formas de
relación entre el poder temporal y espiritual.

Un par de casos, a vuelo de pájaro

El autor compara los concordatos firmados por la Corona española y la Santa Sede en
1753 y en 1851 para exponer el pasaje de una concepción teológico canónica de la Iglesia a
su conceptualización como institución político-jurídica.

Al autor también le sirve lo ocurrido en México y en Argentina para ilustrar la forma


interrelacionada en que se constituyen el Estado y la Iglesia, y cómo los ritmos y los tiempos
del proceso de secularización pueden variar en cada caso.

La primera diferencia entre ambas regiones es la disparidad económica, demográfica y


política, que genera, a su vez, una distancia enorme entre el poder y la riqueza de sus
obispados. Por ejemplo, en 1802, Oxaca, considerado un obispado pobre, tenía 198 curatos,
mientras que Buenos Aires contaba con 34. Estos datos dan cuenta del desfase en los ritmos
de conformación de las Iglesias mexicana y argentina.

El precoz desarrollo de la Iglesia novohispana se relaciona con la presión de la Corona


sobre obispados fuertes y ricos que colaboraron para moderar su poder. Así, los obispados
mexicanos pudieron oponerse con éxito a ciertas pretensiones de la Corona. En el Río de la
Plata, la presión de la Corona no fue tan intensa porque las Iglesias eran más débiles.

Otro ejemplo ilustrativo es el siguiente: mientras la archidiócesis de México existía


desde el siglo XVI, a comienzos del XIX Buenos Aires era la única capital virreinal que no
poseía sede arzobispal propia.
En el Río de la Plata, además, no se forjó una identidad cultural con fundamentos
religiosos de la magnitud de la de Nueva España. La idea de nación que predominó en el Río
de la Plata fue más contractual que cultural.

Los diferentes procesos en México y Argentina dan cuenta también de las diferentes
actitudes del clero hacia el patronato en el siglo XIX. Mientras que en Argentina las
resistencias fueron débiles y la institución se extinguió en 1966, en México hubo una
oposición casi unánime del clero ante los intentos del gobierno por ejercer el patronato.

El catolicismo de la Iglesia novohispana era consciente de sí ya en el siglo XVIII. En


Argentina, en cambio, no fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX que la Iglesia
adquirió esa consciencia.

Por otro lado, la Iglesia de México reaccionó en el siglo XVIII frente a las medidas de
la Corona respecto de las rentas. Las Iglesias del Río de la Plata, sin embargo, se acomodaron
a las necesidades del Estado naciente.

La toma de conciencia de la Iglesia católica argentina, que solo se dio después del
apoyo de Roma a partir de la segunda mitad del siglo XIX, estuvo acompañada por un relato
histórico propiamente católico y antiborbónico que en el siglo XVIII raras veces el clero
rioplatense había asumido. Para el autor, esta especie de revisionismo proyectaba hacia el
pasado el binomio Iglesia/Estado, declarando que siempre la Iglesia fue una institución
independiente frente a un Estado que siempre era igual a sí mismo.

Breve epílogo

Di Stefano advierte que el proceso de secularización, que distinguió la historia


política, la historia económica, la historia social y la historia religiosa, puede inducir a errores
a la hora de analizar las sociedades previas a este proceso.

Para el autor, el proceso de secularización ensambla bajo un único concepto los tres sentidos
que engloba hoy el término “Iglesia”, a saber:

a) El teológico, que contempla a la Iglesia como comunidad de creyentes.


b) El canónico, que hace hincapié en la potestad sacramental que detenta el “estado
eclesiástico”.
c) El jurídico-político, que ve a la Iglesia como una entidad equiparable al Estado.
El plano jurídico-político hace de la Iglesia una institución con atributos soberanos, diferente
al Estado y en potencial competencia con él. La paradoja es que la Iglesia, en la medida que
se vuelve autónoma, también se convierte en agente del proceso de secularización. El punto
cúlmine es el Codex Iuris Canonici de 1917, que sanciona la existencia de la Iglesia como
persona moral independiente de la autoridad civil.

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