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LICEO BICENTENARIO Depto.

Lenguaje y Filosofía
VALLENAR

DOSSIER DE CUENTOS

LECTURA
DOMICILIARIA

PRIMEROS MEDIOS

1
La última noche del mundo (Ray Bradbury)
¿Qué harías si supieras que esta es la última noche del mundo?
-¿Qué haría? ¿Lo dices en serio?
-Sí, en serio.
-No sé. No lo he pensado.
El hombre se sirvió un poco más de café. En el fondo del vestíbulo las niñas jugaban sobre la alfombra
con unos cubos de madera, bajo la luz de las lámparas verdes. En el aire de la tarde había un suave y
limpio olor a café tostado.
-Bueno, será mejor que empieces a pensarlo.
-¡No lo dirás en serio!
El hombre asintió.
-¿Una guerra?
El hombre sacudió la cabeza.
-¿No la bomba atómica, o la bomba de hidrógeno?
-No.
-¿Una guerra bacteriológica?
-Nada de eso -dijo el hombre, revolviendo suavemente el café-. Solo, digamos, un libro que se cierra.
-Me parece que no entiendo.
-No. Y yo tampoco, realmente. Solo es un presentimiento. A veces me asusta. A veces no siento ningún
miedo, y solo una cierta paz -miró a las niñas y los cabellos amarillos que brillaban a la luz de la lámpara-
. No te lo he dicho. Ocurrió por vez primera hace cuatro noches.
-¿Qué?
-Un sueño. Soñé que todo iba a terminar. Me lo decía una voz. Una voz irreconocible, pero una voz de
todos modos. Y me decía que todo iba a detenerse en la Tierra. No pensé mucho en ese sueño al día
siguiente, pero fui a la oficina y a media tarde sorprendí a Stan Willis mirando por la ventana, y le
pregunté: “¿Qué piensas, Stan?”, y él me dijo: “Tuve un sueño anoche”. Antes de que me lo contara yo
ya sabía qué sueño era ese. Podía habérselo dicho. Pero dejé que me lo contara.
-¿Era el mismo sueño?
-Idéntico. Le dije a Stan que yo había soñado lo mismo. No pareció sorprenderse. Al contrario, se
tranquilizó. Luego nos pusimos a pasear por la oficina, sin darnos cuenta. No concertamos nada. Nos
pusimos a caminar, simplemente cada uno por su lado, y en todas partes vimos gentes con los ojos
clavados en los escritorios o que se observaban las manos o que miraban la calle. Hablé con algunos.
Stan hizo lo mismo.
-¿Y todos habían soñado?
-Todos. El mismo sueño, exactamente.
-¿Crees que será cierto?
-Sí, nunca estuve más seguro.
-¿Y para cuándo terminará? El mundo, quiero decir.
-Para nosotros, en cierto momento de la noche. Y a medida que la noche vaya moviéndose alrededor
del mundo, llegará el fin. Tardará veinticuatro horas.
Durante unos instantes no tocaron el café. Luego levantaron lentamente las tazas y bebieron mirándose
a los ojos.

2
-¿Merecemos esto? -preguntó la mujer.
-No se trata de merecerlo o no. Es así, simplemente. Tú misma no has tratado de negarlo. ¿Por qué?
-Creo tener una razón.
-¿La que tenían todos en la oficina?
La mujer asintió.
-No quise decirte nada. Fue anoche. Y hoy las vecinas hablaban de eso entre ellas. Todas soñaron lo
mismo. Pensé que era solo una coincidencia -la mujer levantó de la mesa el diario de la tarde-. Los
periódicos no dicen nada.
-Todo el mundo lo sabe. No es necesario -el hombre se reclinó en su silla mirándola-. ¿Tienes miedo?
-No. Siempre pensé que tendría mucho miedo, pero no.
-¿Dónde está ese instinto de autoconservación del que tanto se habla?
-No lo sé. Nadie se excita demasiado cuando todo es lógico. Y esto es lógico. De acuerdo con nuestras
vidas, no podía pasar otra cosa.
-No hemos sido tan malos, ¿no es cierto?
-No, pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto
nosotros mismos, mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables.
En el vestíbulo las niñas se reían.
-Siempre pensé que cuando esto ocurriera la gente se pondría a gritar en las calles.
-Pues no. La gente no grita ante la realidad de las cosas.
-¿Sabes?, te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad ni mi trabajo ni nada, excepto ustedes
tres. No me faltará nada más. Salvo, quizás, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando
hace calor, y el sueño. ¿Cómo podemos estar aquí, sentados, hablando de este modo?
-No se puede hacer otra cosa.
-Claro, eso es; pues si no estaríamos haciéndolo. Me imagino que hoy, por primera vez en la historia del
mundo, todos saben qué van a hacer de noche.
-Me pregunto, sin embargo, qué harán los otros, esta tarde, y durante las próximas horas.
-Ir al teatro, escuchar la radio, mirar la televisión, jugar a las cartas, acostar a los niños, acostarse. Como
siempre.
-En cierto modo, podemos estar orgullosos de eso… como siempre.
El hombre permaneció inmóvil durante un rato y al fin se sirvió otro café.
-¿Por qué crees que será esta noche?
-Porque sí.
-¿Por qué no alguna otra noche del siglo pasado, o de hace cinco siglos o diez?
-Quizá porque nunca fue 19 de octubre de 2069, y ahora sí. Quizá porque esa fecha significa más que
ninguna otra. Quizá porque este año las cosas son como son, en todo el mundo, y por eso es el fin.
-Hay bombarderos que esta noche estarán cumpliendo su vuelo de ida y vuelta a través del océano y
que nunca llegarán a tierra.
-Eso también lo explica, en parte.
-Bueno -dijo el hombre incorporándose-, ¿qué hacemos ahora? ¿Lavamos los platos?
Lavaron los platos, y los apilaron con un cuidado especial. A las ocho y media acostaron a las niñas y les
dieron el beso de buenas noches y apagaron las luces del cuarto y entornaron la puerta.
-No sé… -dijo el marido al salir del dormitorio, mirando hacia atrás, con la pipa entre los labios.

3
-¿Qué?
-¿Cerraremos la puerta del todo, o la dejaremos así, entornada, para que entre un poco de luz?
-¿Lo sabrán también las chicas?
-No, naturalmente que no.
El hombre y la mujer se sentaron y leyeron los periódicos y hablaron y escucharon un poco de música, y
luego observaron, juntos, las brasas de la chimenea mientras el reloj daba las diez y media y las once y
las once y media. Pensaron en las otras gentes del mundo, que también habían pasado la velada cada
uno a su modo.
-Bueno -dijo el hombre al fin.
Besó a su mujer durante un rato.
-Nos hemos llevado bien, después de todo -dijo la mujer.
-¿Tienes ganas de llorar? -le preguntó el hombre.
-Creo que no.
Recorrieron la casa y apagaron las luces y entraron en el dormitorio. Se desvistieron en la fresca
oscuridad de la noche y retiraron las colchas.
-Las sábanas son tan limpias y frescas…
-Estoy cansada.
-Todos estamos cansados.
Se metieron en la cama.
-Un momento -dijo la mujer.
El hombre oyó que su mujer se levantaba y entraba en la cocina. Un momento después estaba de vuelta.
-Me había olvidado de cerrar los grifos.
Había ahí algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse.
La mujer también se rió. Sí, lo que había hecho era cómico de veras. Al fin dejaron de reírse, y se
tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas muy juntas.
-Buenas noches -dijo el hombre después de un rato.
-Buenas noches -dijo la mujer.

4
Amor verdadero (Isaac Asimov)
Mi nombre es Joe. Así es como mi colega, Milton Davison, me llama. Él es programador y yo soy un
programa de computadora. Soy parte del complejo “Multivac” y estoy conectado con otros sectores en
todo el mundo. Lo sé todo. Casi todo.
Soy el programa privado de Milton. Él sabe más de programación que nadie en el mundo, y yo soy su
modelo experimental. Me ha hecho hablar mejor que cualquier otro computador.
-Es cuestión de acoplar los sonidos a los símbolos, Joe -me dijo-. Así funciona el cerebro humano, aunque
todavía no sabemos qué símbolos hay en el cerebro. Conozco los símbolos del tuyo y puedo acoplarlos
uno por uno a palabras.
De modo que hablo. No creo que hable tan bien como pienso, pero Milton dice que lo hago muy bien. Él
no se ha casado nunca, aunque tiene casi cuarenta años. Me dijo que no había encontrado la mujer ideal.
Un día se sinceró conmigo.
-La encontraré, Joe. Quiero tener verdadero amor y tú vas a ayudarme. Estoy cansado de mejorarte para
resolver los problemas del mundo. Resuelve mi problema. Encuéntrame el verdadero amor.
-¿Qué es el verdadero amor? -pregunté
-No importa. Es algo abstracto. Solo búscame la mujer ideal. Estás conectado al complejo “Multivac”, así
que puedes conseguir el banco de datos de cualquier ser humano del mundo. Los iremos eliminando por
grupos y por clases hasta que solo nos quede una persona. La persona perfecta. Esa será para mí.
-Estoy listo -le dije
-Elimina primero a todos los hombres -ordenó.
Fue fácil. Sus palabras activaron símbolos de mis válvulas moleculares. Puedo establecer contacto con
los datos acumulados de cada ser humano en el mundo. Obedeciendo su orden eliminé 3,784,982,874
hombres. Mantuve el contacto con 3,786,112,090 mujeres.
-Elimina a las menores de veinticinco años y todas las mayores de cuarenta. Después elimina a todas
cuyo coeficiente intelectual sea inferior a 120, a todas las que midan menos de 150 centímetros y más
de 175 centímetros.
Me comunicó las medidas exactas; eliminó mujeres con hijos, eliminó mujeres con diversas
características genéticas.
-No estoy seguro del color de los ojos que quiero -dijo-. Dejémoslo de momento. Pero nada de pelirrojas.
No me gusta el pelo rojo.
Pasadas dos semanas, nos quedaban 235 mujeres. Todas hablaban bien nuestro idioma. Milton decretó
que no quería problemas de lenguaje. Incluso la traducción por computadora podía entorpecer
momentos de intimidad.
-No puedo entrevistar a doscientas treinta y cinco mujeres. Me llevaría demasiado tiempo y la gente
descubriría lo que estoy haciendo.
-Causaría problemas -le dije.
Milton se había asegurado de que yo pudiera hacer cosas para las que no se suponía que estuviera
programado. Nadie lo sabía.
-No es asunto de nadie -me espetó con el rostro enrojecido-. Te diré lo que vamos a hacer, Joe. Voy a
traerte hológrafos y tú comprueba la lista en busca de similitudes.
Trajo hológrafos de mujeres, y me dijo:
-Estas son tres ganadoras de concursos de belleza. ¿Se parecen a alguna de las trescientas treinta y
cinco?
Ocho eran muy parecidas. Milton dijo:

5
-Bien, ya conoces sus bancos de datos. Estudia peticiones y necesidades del mercado de colocaciones y
arréglate para que las asignen aquí. Una a la vez, claro -pensó un momento, movió los hombros y ordenó-
: En orden alfabético.
Esta es una de las cosas para las que no estoy programado. Cambiar a mujeres de un empleo a otro, por
razones personales, se llama manipulación. Ahora podía hacerlo porque Milton lo había arreglado. Pero
se suponía que no debía hacerlo para nadie excepto para él, claro.
La primera muchacha llegó una semana después. Milton enrojeció al verla. Habló como si le costara
hacerlo. Estaban juntos todo el tiempo y no me prestaba la menor atención. Una vez le dijo:
-Déjame invitarte a cenar.
A la mañana siguiente anunció:
-No sé por qué, pero no me gustó. Faltaba algo. Es una mujer muy hermosa, pero no sentí ni un ligero
toque de amor verdadero. Prueba la siguiente.
Ocurrió lo mismo con las ocho. Se parecían mucho, sonreían mucho y sus voces eran agradables, pero
Milton nunca las las encontraba aceptables.
Observó:
-No lo entiendo, Joe. Tú y yo hemos elegido a las ocho mujeres de todo el mundo que me han parecido
mejores. Son ideales. ¿Por qué no me gustan?
-¿Les gustas tú a ellas? -pregunté.
Alzó las cejas y apretó una mano contra la otra.
-Eso es, Joe. Es una calle de dos direcciones. Si yo no soy el ideal de ellas, no pueden actuar como si yo
lo fuera. Debo ser el verdadero amor de ellas, pero, ¿cómo logro eso?
Todo aquel día pareció estar pensando.
A la mañana siguiente, se me acercó y dijo:
-Voy a dejarlo en tus manos, Joe. Tú decidirás. Tienes mi banco de datos y voy a decirte además todo lo
que sé de mí. Pon hasta el último detalle en mi banco, pero guarda para ti lo adicional.
-¿Qué quieres que haga con el banco de datos, Milton?
-Lo comparas con los de las trescientas treinta y cinco mujeres. No, con doscientas veintisiete; deja
afuera a las que ya hemos visto. Arréglate para que cada una se someta a un examen siquiátrico.
Compara sus bancos de datos con el mío. Busca correlaciones. (Comparar exámenes siquiátricos es otro
elemento contrario a mis instrucciones originales.)
Durante semanas Milton habló conmigo. Me contó de sus padres y de sus allegados. Me relató su
infancia, su experiencia escolar y su adolescencia. Me habló de las jóvenes que había admirado a
distancia. Su banco de datos fue creciendo y me modificó para que pudiera ampliar y profundizar en la
comprensión y captación de símbolos. Me dijo:
-Verás, Joe, cuanto más vayas metiendo de mí en ti, más debo ajustarte para que puedas acoplarme
mejor. Tienes que llegar a pensar más como yo. Así me comprenderás mejor. Si me comprendes,
cualquier mujer cuyo banco de datos comprendas bien, será mi verdadero amor.
Y siguió hablándome y yo fui comprendiéndolo cada vez mejor.
Puedo construir oraciones más largas y mis expresiones se han hecho más complicadas. Mi forma de
hablar empezó a parecerse a la suya en cuanto a vocabulario, ordenación de palabras y estilo. Una vez
le advertí:
-Ten en cuenta, Milton, que no se trata solamente de encajar físicamente con un ideal de mujer.
Necesitas una muchacha que sea personal, emocional y temperamentalmente afín a ti. Si ocurre esto, la
belleza es secundaria. Si no podemos encontrar tu tipo entre las doscientas veintisiete, buscaremos por
otra parte. Encontraremos a alguien a la que tampoco le importe tu aspecto, ni el de nadie, con tal de
que coincida la personalidad. Después de todo, ¿qué es la belleza?

6
-Absolutamente cierto -respondió-. Hubiera sabido esto de haber tenido mayor trato con mujeres en mi
vida. Naturalmente, pensándolo ahora, lo veo todo claro.
Siempre estábamos de acuerdo: éramos muy parecidos en la forma de pensar.
-Ahora no debemos tener más problemas, Milton, basta con que me dejes hacerte unas preguntas.
Puedo ver en tu banco de datos dónde hay huecos e irregularidades.
Lo que siguió, según dijo Milton, era el equivalente a un minucioso sicoanálisis. Claro. Estaba
aprendiendo de los exámenes siquiátricos de las doscientas veintisiete mujeres… a todas las cuales
vigilaba de cerca.
Milton parecía feliz. Observó:
-Hablar contigo, Joe, es casi como hablar conmigo mismo. Nuestras personalidades han llegado a
coincidir perfectamente.
-Lo mismo sucederá con la personalidad de la mujer que elijamos.
Porque yo ya la había encontrado y, después de todo, era una de las doscientas veintisiete. Se llamaba
Charity Jones y era evaluadora en la Biblioteca de Historia de Wichita. Su extenso banco de datos
encajaba perfectamente con el nuestro. Todas las demás mujeres habían sido desechadas por una cosa
o por otra a medida que ampliamos los bancos de datos, pero en Charity había una creciente y
sorprendente semejanza.
No tuve que describírsela a Milton. Él había coordinado tan ajustadamente mi simbolismo con el suyo
que podía captar sus vibraciones directamente. Encajaba conmigo. Después, solo fue cuestión de
arreglar hojas de trabajo y requerimientos de empleo para que Charity nos fuera asignada. Debía hacerse
con mucha delicadeza para que nadie supiera que había ocurrido algo ilegal.
Naturalmente, el propio Milton lo sabía, pues él era el que me había ajustado: eso había que resolverlo.
Cuando vinieron a arrestarlo por irregularidades en su trabajo, afortunadamente fue por algo ocurrido
diez años atrás. Por supuesto, él me lo había contado, así que fue fácil de planear… y Milton no hablará
de mí porque eso empeoraría su crimen.
Ya se ha ido. Mañana es el 14 de febrero, día de los enamorados. Charity llegará con sus frescas manos
y su dulce voz. Yo le enseñaré cómo debe operarme y cómo cuidar de mí. ¿Qué importa el aspecto físico
cuando nuestras personalidades se comprenden?
Le diré:
-Soy Joe y tú eres mi verdadero amor.

7
La primera máquina del tiempo (Fredric Brown)

El doctor Grainger dijo solemnemente:


—Caballeros, la primera máquina del tiempo.
Sus tres amigos la contemplaron con atención.
Era una caja cuadrada de unos quince centímetros de lado con esferas y un interruptor.
—Basta con sostenerla en la mano —prosiguió el doctor Grainger—, ajustar las esferas para la fecha que se desee,
oprimir el botón y ya está.
Smedley, uno de los tres amigos del doctor, tomó la caja para examinarla.
—¿De veras funciona?
—Realicé una breve prueba con ella —repuso el sabio—. La puse un día atrás y oprimí el botón. Me vi a mí mismo
—mi propia espalda— saliendo de esta sala. Me causó cierta impresión, como pueden suponer.
—¿Qué hubiera sucedido si usted hubiese echado a correr hacia la puerta para propinar un buen puntapié a sí
mismo?
El doctor Grainger no pudo contener una carcajada.
—Tal vez no hubiese podido hacerlo… porque eso hubiese sido alterar el pasado. Es la antigua paradoja de los
viajes por el tiempo, como ustedes saben. ¿Qué pasaría si uno volviese al pasado para matar a su propio abuelo
antes que este se casase con su abuela?
Smedley, con la caja en la mano, se apartó súbitamente de los otros tres reunidos. Los miró sonriendo y dijo:
—Eso es precisamente lo que voy a hacer. He ajustado el aparato para sesenta años atrás mientras ustedes
charlaban.
—¡Smedley! ¡No haga eso!
El doctor Grainger se adelantó hacia él.
—Deténgase, doctor, o apretaré el botón ahora mismo. Deme tiempo para que le explique.
Grainger se detuvo.
—Yo también conozco esa paradoja. Y siempre me ha interesado porque sabía que, si alguna vez se me presentase
la ocasión, asesinaría a mi abuelo sin contemplaciones. Lo odiaba. Era un matón, un individuo cruel y pendenciero,
que convirtió en un verdadero infierno la vida de mi pobre abuela y de mis padres. Y ahora se ha presentado la
ocasión que tanto ansiaba.
Smedley apretó el botón.
Durante una fracción de segundo todo se hizo borroso… después, Smedley se encontró en medio de un campo.
Tardó poco en orientarse. Si allí era donde se construiría la casa del doctor Grainger, entonces la granja de su
bisabuela no podía estar a más de un kilómetro y medio hacia el sur. Emprendió la marcha en esa dirección. Por
el camino se adueñó de un madero que constituiría un buen garrote.
Cerca de la granja, encontró a un joven pelirrojo que daba de latigazos a un perro.
—¡Basta, bruto! —dijo Smedley corriendo hacia él.
—No se meta en lo que no le importa —dijo el joven, propinando un nuevo latigazo al can.
Smedley enarboló el garrote.
Sesenta años más tarde, el doctor Grainger dijo solemnemente:
—Caballeros, la primera máquina del tiempo.
Sus dos amigos la contemplaron con atención.

8
La mañana verde (Ray Bradbury)
Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena frugal y escuchó el crepitar de
las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto
de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados en las horas del alba, semillas echadas en los hoyos,
y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas
y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.
Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y
follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las
ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas:
dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una
arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para
los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido
invita dulcemente a dormir.
Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún
no habían llegado. Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes
brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta
que Marte era un bosque vespertino, un huerto brillante.
En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevase débilmente entre las apretadas colinas,
Benjamín Driscoll se levantaría y acabaría en unos pocos minutos con un desayuno ahumado, aplastaría las cenizas
de la hoguera y empezaría a trabajar con los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos,
apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más
brillante a medida que pasaba la mañana.
-Necesitas aire -le dijo al fuego nocturno.
El fuego era un rubicundo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí
cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.
-Todos necesitamos aire. Hay aire enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima
de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.
Se palpó la caja del tórax. En treinta días, cómo había crecido. Para que entrara más aire había que desarrollar los
pulmones o plantar más árboles.
-Para eso estoy aquí -se dijo. El fuego le respondió con un chasquido-. En las escuelas nos contaban la historia de
Juanito Semillasdemanzana, que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo
hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en
alimentar el estómago con fruta, fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan algunos de estos
años, ¡cuánto oxígeno darán!
Recordó su llegada a Marte. Como otros mil paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:
-¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?
Luego se había desmayado.
Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.
-Se sentirá bien en seguida -dijo el médico.
-¿Qué me ha pasado?
-El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.
-¡No!
Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza
y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.
-Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!
Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. «Aire, aire, aire -pensaba-. Me mandan de
vuelta a causa del aire.» Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos
vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, sin ni
siquiera hierbas. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de
las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba.
¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento

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fue como una repentina ráfaga de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso,
las palmas. Sembraría hierba y árboles. Ésa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte.
Libraría una privada guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en
él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes
mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza
mineral no ocultaba el suelo, y que no asomaba a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los
árboles viejos habían muerto de cansancio.
-¡Permítanme levantarme! -gritó-. ¡Quiero ver al coordinador!
Habló con el coordinador de cosas que crecían y eran verdes, toda una mañana. Pasarían meses, o años, antes de
que se organizasen las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en
carámbanos volantes, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.
-Entretanto, ésta será su tarea -dijo el coordinador-. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No
sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son colectividades mineras, y me temo
que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.
-¿Pero me dejarán trabajar?
Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y echó
pie a tierra.
Eso había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado atrás. Mirar atrás hubiera sido descorazonarse para
siempre. El tiempo era excesivamente seco, parecía poco probable que las semillas hubiesen germinado. Quizá
toda su campaña, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, estaba perdida. Clavaba
los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad,
aguardando la llegada de las lluvias.
Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo
en Marte era tan imprevisible como el curso del tiempo. Sintió alrededor las calcinadas colinas, que la escarcha
de la noche iban empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y lustrosa que parecía
arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fecunda en donde podrían brotar unas habas de larguísimos
tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz enorme, dándose unos golpes que le sacudirían los huesos.
El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante rodar de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno.
Y en seguida un olor a agua.
«Esta noche -pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia-. Esta noche.»
Lo despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas
y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro jerez liviano.
Se incorporó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más sólidas. Un animal invisible
danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo airado. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo
se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez
mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica se adelantó a fotografiarlos. Luego
oscuridad y agua.
Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y
se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.
Llovió sin cesar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.
El señor Benjamín Driscoll sacó una muda de ropa de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa
en los labios.
El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.
No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo,
y ahora al fin se incorporó y miró hacia atrás.
Era una mañana verde.
Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino
todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles

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grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de
resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos,
mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia
tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas,
nuevos brotes.
-¡Imposible! -exclamó el señor Driscoll.
Pero el valle y la mañana eran verdes.
¿Y el aire?
De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que
brotaba de los árboles verdes. Se podía ver brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro
y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en un delta frondoso. Un instante después las puertas de las
casas se abrirían de par en par y la gente se precipitaría en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en
bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados
ahora en pasos de baile.
Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.
Antes de que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

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