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Norma Carricaburo
Con este poema podemos decir que concluye el ciclo de la gauchesca1. El gaucho
Martín Fierro aparece en 1872 y La vuelta siete años después, al tiempo que el país
ganaba su territorio definitivo, con lo que se conoce como «la conquista del
desierto». Ni el indio ni el gaucho tenían cabida dentro de la «civilización», por
más que las voces de Mansilla y de Hernández se alzaran en sus respectivas
defensas, al igual que otras que alegaban de modo no literario. El proyecto de
organización nacional planificado por los unitarios preveía un tácito acuerdo con
los núcleos urbanos y de poder para llevar a cabo un doble genocidio, el del gaucho
y el del aborigen2. Podemos considerar entonces el MF (= Martín Fierro) como el
canto del cisne de todo este género que proyecta la vida del gaucho a lo largo del
siglo XIX.
Fue la contribución de los usos populares del lenguaje (o sea los lingüístico-
literarios) la que puso esos brillos llamativos a la tropología sobre cañamazos que
eran bastante mecánicos y rígidos. El buen oído de los autores para tales
invenciones del lenguaje y, más aún, su capacidad para inventar «a la manera de» la
metaforización popular en ese ejercicio de copia que defendieron, depararon las
virtudes del más alto rendimiento artístico del sistema.
[...]
I, 1313-1384
A diferencia de Estanislao del Campo, José Hernández ha alternado con los gauchos
desde muy jovencito y en el hábitat rural. Los conoce profundamente y defiende la
causa de ellos desde su tarea periodística y también tomando la voz y la estética
del gaucho en su poema. No le interesa hacer una literatura humorística o paródica,
como la del autor del Fausto. Varias veces en su poema pone el énfasis en que la
suya es una literatura de compromiso social, no una imitación de un estilo, no un
mero pasatiempo, así cuando se define como cantor «de opinión» o cuando aconseja en
este sentido a sus hijos y al de Cruz:
Yo he conocido cantores
que era un gusto el escuchar,
mas no quieren opinar
y se divierten cantando;
pero yo canto opinando
que es mi modo de cantar.
II, 61-62
II, 4763-68
No alcanzan al lustro los años que separan al Fausto de GMF, pero hay una gran
distancia en la focalización de los autores. La mirada de Hernández está muy lejos
de la visión integradora (unitaria) del país y el escritor y periodista asume un
compromiso con los gauchos desheredados. Sus protagonistas no se divierten en el
Colón ni viajan a la ciudad. Reclaman un espacio en la nación que ayudaron a
construir y que ya no los tiene en cuenta, y con esa intención Hernández retoma
algunos temas que estaban presentes desde Hidalgo, pero ahora sin ningún tipo de
entusiasmo patriótico ni de exaltación partidaria, aunque pudiera tenerlos el
autor. El gaucho no tiene cabida en los proyectos oficiales como no sea para
fortificar la frontera sur. Por lo tanto, la voz del gaucho no traducirá en otra
lengua el programa de gobierno sino que se opondrá a él (fundamentalmente en GMF,
ya que, como ha señalado la crítica, la situación del país y el tono del autor son
muy distintos en una y otra parte). Martín Fierro protesta por el espacio que les
han quitado y se lamenta por el desencanto que le produce saber que los
gobernantes, la justicia, la ciudad, incluso los puebleros, son enemigos de los que
solo pueden esperar males.
2. El canto
Jitrik (1971, 13) define el canto del poema como una forma de recitativo o de
oratorio:
Una sola voz monótona, la del oficiante, interrumpe apenas su melopea para permitir
que hagan su aparición otras melopeas; todas se mezclan y componen un único
acompasado lamento, esa voz entona infatigable la relación de la desdichada suerte
de un pueblo, de una raza, de un hombre.
Si bien el canto es una convención tan literaria como hacer ir al gaucho al Colón
en el caso del Fausto, es cierto que -como ya ha señalado Ludmer- hay una tradición
dentro y fuera del género que avala al gaucho cantor. Fuera del género, Sarmiento
realizó una idealización romántica de este arquetipo al que tres décadas más tarde
Hernández le dará cuerpo y voz en Martín Fierro. Entresacamos de Facundo:
El cantor mezcla, entre sus cantos heroicos, la relación de sus propias hazañas.
Desgraciadamente, el cantor, con ser el bardo argentino, no está libre de tener que
habérselas con la justicia. También tiene que darla cuenta de sendas puñaladas que
ha distribuido, una o dos desgracias (¡muertes!) que tuvo [...]
Por lo demás, la poesía original del cantor es pesada, monótona, irregular, cuando
se abandona a la inspiración del momento. Más narrativa que sentimental, llena de
imágenes tomadas de la vida campestre, del caballo y las escenas del desierto [...]
Pero, además, Hernández instaurará junto con el canto el tema del canto, ya
exhaustivamente analizado por Jitrik. Sin embargo, queremos destacar algunos
elementos no contemplados por este crítico. Primeramente, que la concepción del
canto varía entre la primera y la segunda parte, cuando ya estaba fija la
estructura poemática. En GMF, el personaje entiende el canto como algo natural:
I, 53-54;
me salen coplas de adentro
como agua de la vertiente
I, 305-06;
de la boca se me salen
como ovejas del corral
I, 1889-90.
I, 3-6
Y poco más adelante Fierro considera que «todos cantan» (I, 29)5 y deja bien
establecido que el canto es una condición innata:
Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre,
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.
I, 31-36
Este concepto va a sufrir una variación en VMF, cuando el canto pierde su condición
de innato para pasar a ser una facultad adquirida:
II, 22-24
Estos versos son relevantes porque asimilan el canto a la condición de cristiano.
Entre la primera y la segunda parte no solo se da un cambio en la posición del
autor6, también el personaje ha pasado por las tolderías y ya puede comparar dos
culturas distintas, que esquematiza en cristiano frente a no cristiano o salvaje.
Fierro observa algunas diferencias fundamentales entre la socialización del
habitante de la pampa y la toldería, y el canto es una de ellas. En la progresiva
animalización del indio, este no habla, «lengüetea» (II, 266), no canta, profiere
alaridos o bramidos de fiera («Y aquella voz de uno solo, / que empieza por un
gruñido, / llega hasta ser alarido / de toda la muchedumbre, / y así alquieren la
costumbre / de pegar esos bramidos», II, 325-330), sus bailes le parecen «baile de
fieras» (II, 289) y lo único similar al canto está en boca de las chinas cuando
bailan en medio de una ronda de lanzas una especie de danza de la muerte repitiendo
ioká-ioká (II, 766-74). La deshumanización del indio alcanza su momento más alto
cuando destaca la carencia de la facultad de reír. Fierro deja bien puntualizada
esta mengua en el salvaje: «El indio nunca se ríe, / y pretenderlo es en vano, / ni
cuando festeja ufano / el triunfo en sus correrías; / la risa en sus alegrías / le
pertenece al cristiano» (II, 571-76). Ni el cantar las penas ni el reír con las
alegrías forma parte de la humanidad del araucano.
En el canto, el modo pragmático -en término de Givón- debe prevalecer sobre el modo
sintáctico propio de la escritura. Los autores gauchescos deben sustentarse en la
voz, tenerla siempre presente, aun cuando su soporte sea la escritura. Sostiene
Ludmer:
Aquí nos aguarda uno de los episodios más dramáticos y complejos de la obra que
estudiamos. Hay en todo él una singular gravedad y está como cargado de destino.
Trátase de una payada de contrapunto, porque así como el escenario de Hamlet
encierra otro escenario, y el largo sueño de las Mil y una noches, otros sueños
menores, el Martín Fierro, que es una payada, encierra otras. Esta, de todas, es la
más memorable.