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TEMA 4.

Desarrollo comunitario

4.1. La animación sociocultural y el desarrollo comunitario.


4.1.1 Animación sociocultural
El hecho mismo de considerar la cultura y las culturas como sistemas completos
sometidos a intereses estratégicos y políticos de distinto signo ha incidido sobremanera
en este cambio de percepción, en el que las clásicas contraposiciones entre tradición y
modernidad, identidad y diversidad, popular y elitista, rural y urbana, local y universal,
etc. han dado paso a otras lecturas acerca de sus cometidos y finalidades. En líneas
generales, se ven favorecidas por la consolidación
de los derechos culturales como parte integrante de los Derechos Humanos, lo que hace
imposible desligar la cultura de las políticas de desarrollo, ya que ésta es considerada el
«cuarto pilar» del desarrollo (Hawkes, 2001), y pasa a constituir, junto al desarrollo
social, económica y ambiental sostenible, uno más de los objetivos que se pretenden
lograr. La reciente Conferencia de Aalborg + 10 –celebrada del 9 al 11 de junio de 2004,
y que rememoraba la aprobación de la Carta de las Ciudades Europeas hacia la
Sostenibilidad el 27 de mayo de 1994–, refrendó esta postura, e hizo mención expresa a
la necesidad de comprometerse con una articulación transversal e integrada de la cultura
en las políticas públicas y en los planes de acción local.
En esta transición histórica, no puede obviarse que –tal y como ha subrayado Hall (1997)–
la cultura ha ido ganando relevancia directa en nuestras prácticas sociales más cotidianas,
y constituye uno de los principales medios de creación, producción, divulgación y
actuación humana. Sea cual sea el papel que nos corresponda desempeñar, a ellas se
asocian unos determinados significados e impactos cuya naturaleza implícita o explícita
es preciso interpretar a la luz del conocimiento y de la experiencia de los sujetos (Geertz,
1996), en estrecha interdependencia con la estructura social de la que formamos parte y
que, de un modo u otro, contribuimos a tejer. Al respecto, cabe señalar que la cultura
permite a cada individuo, grupo o comunidad tomar conciencia de su posición en el
escenario socio-histórico, ya que algunas modalidades inhiben o activan las
desigualdades sociales. En consecuencia, la cultura es apreciada como un importante. El
reconocimiento y la puesta en valor del patrimonio cultural existente en cada sociedad y
de su carácter internamente diferencial y externamente diferenciador, lejos de constituir
un obstáculo para el logro de una igualdad garante de derechos para las personas y los
colectivos sociales, ha hecho todavía más visible –por urgente e ineludible– la voluntad
de construir una convivencia más tolerante, solidaria y justa. Por consiguiente, es preciso
reafirmar la importancia de la educación y las prácticas socioculturales en la promoción
de un desarrollo personal y colectivo congruente con los desafíos que dicha convivencia
comporta, e incrementar –en los términos que se apuntan– el sentimiento de pertenencia
a una comunidad política de referencia –inclusiva y no discriminatoria–, que mueva a las
personas, en un marco democrático y dialogal, hacia posiciones participativas, de
compromiso y responsabilidad cívica.(Bartolomé y Cabrera, 2003, p. 46).
La Educación Social lleva tiempo haciendo suyas muchas de estas inquietudes y
realizaciones, y vinculando su quehacer «pedagógico» y «social» a diversas áreas y
estrategias metodológicas, entre las que ocupan un lugar destacado la animación
Sociocultural y el Desarrollo Comunitario, con un propósito principal: transformar las
condiciones que impiden y/o limitan la vida de las personas en su medio social, mediante
la promoción de una mejora significativa de su bienestar y calidad de vida, y la
integración de lo educativo en la sociedad y de lo pedagógico en el trabajo social (Orte y
March, 2001).
En sus propuestas e iniciativas, las prácticas socioeducativas reivindican el protagonismo
de las culturas y de las comunidades locales como pretexto y contexto de una educación
capaz de afrontar las críticas circunstancias en las que está inmersa la sociedad
contemporánea, y atribuyen a la animación y al trabajo comunitario un enorme potencial
discursivo, reflexivo y de praxis, cuya fuerza pedagógica no puede desligarse de las
prácticas políticas y las relaciones de poder (Giroux, 2001), ya que es imposible abstraer
las esferas sociales e institucionales en las que éstas se concretan de los mecanismos que
las personas utilizan para definirse a sí mismas y definir las relaciones que establecen con
el mundo social. Al reclamar la primacía de lo político y lo pedagógico en el concepto y
la práctica del trabajo cultural, no podemos eludir por más tiempo la búsqueda de nuevos
rumbos para extender las posibilidades de crear nuevas esferas públicas donde los
principios de igualdad, libertad y justicia se conviertan en los principios organizadores
primarios para estructurar las relaciones entre el yo y los demás (Giroux, 1997, p. 17).
Para esto, en opinión de Giroux, deberemos ser conscientes de la complejidad inherente
a las prácticas –y, también, a las teorías– educativas, y de la especificidad de los
problemas, ámbitos y lugares en los que éstas podrán desplegarse –entre otros, creemos,
aquellos que toman como soporte la Animación Sociocultural y el Desarrollo
Comunitario.

4.1.2 Desarrollo comunitario.


Las políticas culturales y, más en concreto, la Animación Sociocultural no pueden situarse
al margen de la filosofía y las iniciativas que promueven el desarrollo humano, y, más
específicamente, de todas aquellas propuestas que suscriben una acepción integral y
reconceptuada del «desarrollo comunitario y local», que emerge en la forma de un
compromiso inteligente susceptible de vertebrara los actores sociales en la resolución de
la tensión siempre creativa, existente entre tradición y modernización (Bouzada, 1999, p.
18).
En lo que concierne al quehacer cultural, se trata de un desarrollo que:
- transfiere la dinámica cultural a las colectividades locales y a su propia capacidad
de tomar la iniciativa, aunque desde un pensamiento global y una visión
planetaria;

- se inscribe en un territorio al que se observa como tema, objeto y sujeto de la


cultura;

- alienta la participación de las personas, de los grupos y de las instituciones en


proyectos integrados de innovación y cambio social.
Un desarrollo, por tanto, en el que se observa el territorio como un espacio de
socialización e identificación que trasciende la geografía o el paisaje, y en el que las
comunidades son un referente cardinal y sustancial para la autoorganización y la
participación social.
Un desarrollo, por tanto, en el que se observa el territorio como un espacio de
socialización e identificación que trasciende la geografía o el paisaje, y en el que las
comunidades son un referente cardinal y sustancial para la autoorganización y la
participación social. Como se sabe, estos aspectos han sido destacados en la mayoría de
las definiciones de la Animación Sociocultural y del Desarrollo Comunitario que se han
formulado. Se insiste en el hecho de que ambas prácticas dan idea de iniciativas y
procesos tendentes a ofrecer a cada individuo la posibilidad de convertirse en agente
activo de su propio proyecto de vida y del desarrollo cualitativo de la comunidad de la
que forma parte. Úcar (1992) estima que, en este proyecto compartido, la Animación
Sociocultural enfatiza la metodología del proceso, mientras que el Desarrollo
Comunitario concede mayor importancia a la finalidad... siempre con la convicción de
que la Animación Sociocultural responde a la demanda del público y de que la
transformación social, la participación cultural y las experiencias que conlleva su
desarrollo sean iniciadas y dinamizadas por los actores locales.
En opinión de Escarbajal (1992), el papel de la Animación Sociocultural como
instrumento para el desarrollo de las comunidades no debe –al menos desde una
perspectiva de cambio que rompa con la pasividad que caracteriza a las consumistas
sociedades industriales– ofrecer dudas, es una oportunidad para: recuperar la ilusión por
la propia identidad cultural (en su sentido más amplio), buscar nuevos elementos
culturales comunitarios, ayudar a la gestión política del entorno, despertar la conciencia
crítica de los individuos, tratar de encontrar alternativas estables (y no soluciones
coyunturales), emancipar a los colectivos, formar personas autónomas en todos los
sentidos... y, en definitiva, fomentar la comunicación.
La descentralización subraya las identidades y diferencias –y también la «distribución del
poder»– en la dinámica del territorio y de las diversas administraciones públicas que en
él concurren, y será un elemento clave a la hora de juzgar la credibilidad y legitimidad
socio-política de estas prácticas comunitarias, singularmente en una etapa histórica que
se debate entre la reconquista del estado-nación y la reivindicación de las comunidades -
pueblos. Esta descentralización es una operación esencial en cualquier política de
animación sociocultural, en la medida en que implica un replanteamiento global de las
estructuras y de las instituciones.
El redefinir los procesos culturales con objetivos y estrategias de amplio alcance, además
de ser congruente con la filosofía de la Animación Sociocultural y los procesos de
Desarrollo Comunitario, exige una reflexión actualizada sobre la planificación o
programación cultural, y sus diversas posibilidades y limitaciones. Esta es una cuestión
que, necesariamente, ha relacionarse con la preocupación por delimitar –total o
parcialmente, en los inicios o durante el proceso, etc.– desde instancias externas a las
comunidades las fronteras de la decisión y gestión cultural, ya sea con criterio político,
administrativo o técnico. En este sentido, aún cuando se atienda fundamentalmente a los
supuestos metodológicos –y se recurra, por ejemplo, a una planificación estratégica
asentada en los principios de ciertos modelos científicos– resultará inevitable que surjan
controversias sobre las orientaciones, los enfoques y las actuaciones que se promuevan,
ya que dichas controversias serán expresión de la tensión dialéctica que existe entre ideas
y hechos que están en constante interacción.
En un primer momento y debido a su clara vinculación con la política, la planificación se
orientó hacia las problemáticas económicas del desarrollo cultural, pero esta tendencia se
modificó a partir de la década de los sesenta. En este sentido, resultaron de especial interés
las aportaciones ya realizadas por Mannheim (1953) y las que más tarde efectuaron otros
autores –entre ellos, Lippit, Watson y Westlely (1979)–, que relacionaron estrechamente
la planificación con el desarrollo y el cambio social, sobre todo en lo que se refiere a
personas concretas, pequeños grupos, organizaciones y comunidades.
Actualmente, se coincide en contemplar la planificación –descargada ya de sus
connotaciones peyorativas– como un instrumento ágil y efectivo en la dinámica cultural,
estimable sobre todo en lo que se refiere a la organización y estructuración de los procesos
político-culturales, la incorporación del conocimiento y de la investigación a las
actuaciones políticas y sociales, y la mejora en la toma de decisiones. Aún así, también
ha de tenerse en cuenta que los objetivos del planeamiento cultural son muy diversos, de
modo que aunque metodológicamente pueda presentarse como un proceder «neutro», sus
finalidades podrán ser muy distintas en función de los valores e intereses de quiénes lo
practican o recurren a él como justificación de sus realizaciones. Por ello, sin pretender
obviar la problemática subyacente tras los juicios de valor que insisten en cuestionar la
planificación cultural –que, para muchos, implica necesariamente dirigismo, colectivismo
o tecnocracia y, para otros, constituye un ejercicio sin interés, una pérdida de tiempo, o
es, simplemente, algo que no sirve para nada–, estimamos que no puede prescindirse de
sus aportaciones, especialmente cuando se conciben desde una perspectiva estratégica,
democrática e integradora. Sin duda, la planificación cultural no puede situarse –cuando
forma parte de un proceso más amplio, e incluye el diseño de planes, programas,
proyectos, actividades... y todo lo que en ella se sugiere de cara a la optimización en la
gestión de la iniciativa cultural– al margen de las preocupaciones por mejorar cuantitativa
y cualitativamente la acción-intervención social que se promueve en este campo. Para
ello, deberán tenerse en cuenta los contextos institucionales que condicionan la forma de
gestión y el posicionamiento estratégico de un proyecto cultural. Cuando hablamos de
contextos institucionales, no nos referimos sólo al marco jurídico concreto en el que se
desarrolla un sector cultural preciso, sino también a la estructura de valores, a los
condicionantes del mercado, y a la tradición cultural (Bonet, Castañer y Font, 2001, p.
12).
En este sentido, la planificación debe afrontar una serie de desafíos políticos y
metodológicos que tomen en consideración cuestiones como:
- Adecuar o ubicar convenientemente en el contexto las iniciativas socioculturales,
de acuerdo con las necesidades y demandas de la población.
- Dotar de una cierta racionalidad a las políticas culturales, de forma que exista un
fundamento para la toma de decisiones y la asunción de responsabilidades
públicas.
- Optimizar los recursos existentes: equipamientos, presupuestos, personas,
tecnologías... en sus dimensiones materiales y humanas.
- Integrar las contribuciones del conocimiento científico y de la investigación social
en la formulación de las políticas culturales.
- Compensar el poder expansivo de la industria cultural con iniciativas cívicas de
índole asociativa y comunitaria.
Con estas claves, parece razonable que la planificación estratégica fije su atención en
cuestiones que sean verdaderamente significativas para la acción cultural, en torno a las
que sea posible pensar y promover proyectos culturales territoriales en los que la
responsabilidad de las administraciones públicas y la iniciativa ciudadana puedan
concertar sus respectivas contribuciones. En opinión de Puig (1988), esto ha de hacerse
en base a cinco puntos esenciales:
- El desarrollo de la creación cultural y el patrimonio cultural; la mejora de las
aptitudes de cada persona para una acción cultural y educativa adecuada y activa.

- La garantía de que todos puedan ejercer plenamente y sin discriminaciones la


libertad de pensamiento y la expresión.

- La promoción de la participación de todos en la formación y la realización de los


proyectos para la sociedad.

- El estímulo de todas las fuerzas de la solidaridad.

Como hemos apuntado, la Educación Social mantiene de antiguo, en sus diversas


iniciativas y trayectorias, una estrecha vinculación con el quehacer cultural que
representan la Animación Sociocultural y el Desarrollo Comunitario, a los que reconoce
como ámbitos privilegiados de sus propuestas y prácticas. Además, reivindica una cultura
más congruente con los derechos cívicos y con la formación integral de las personas y las
comunidades en el seno de una sociedad globalizada mucho más cohesionada, integradora
y democrática.

4.2. Estrategias de intervención y rol de la Educación Social


4.2.1 Fase de toma de conciencia de la dimensión colectiva.
A partir de la experiencia de trabajo en este tipo de proyecto, he constatado que, para
poder trabajar la dimensión comunitaria, primero es necesario trabajar la dimensión
colectiva.
Debéis preguntaros cuál es la diferencia entre la dimensión colectiva y la comunitaria;
pues bien, a continuación, lo argumento. A partir del trabajo con asociaciones he podido
observar que, en la mayoría de casos, hacía falta profundizar en el sentimiento de
pertenencia que tienen los distintos miembros de la asociación o colectivo del que forman
parte.
Esto significa preguntarse, entre otras cosas: ¿por qué nos hemos asociado?, ¿qué
objetivos perseguimos?, ¿cómo nos organizamos para conseguirlos?, ¿qué acciones
llevamos a cabo?…
En otras palabras, primero debe promoverse o reforzar esta identidad colectiva, porqué
esta es la que permitirá generar las actitudes, valores, estrategias, recursos que, más
adelante, harán posible que las personas interactúen con su entorno y, poco a poco, acaben
siendo una institución comunitaria.
Por tanto, es necesario saber cuál es el punto de partida colectivo o de la asociación para
poder, en una segunda fase, trabajar en la dimensión comunitaria. Si esto no se tiene en
cuenta, es posible que sea difícil pasar a la segunda fase de una manera consciente,
querida y útil.
¿Qué estrategias podemos utilizar en esta fase?
Uno de los objetivos que ha de orientar las estrategias en esta primera fase es:
Promover un trabajo retrospectivo de lo que ha sido la historia de la entidad: qué fue lo
que originó su creación, qué acciones ha llevado a cabo a lo largo del tiempo, qué
evolución de planteamientos ha habido, etc.
Por otra parte, no todo puede centrarse en un análisis retrospectivo, también es necesario
encontrar lo que aún hoy “nos lleva a estar unidos”, todo aquello por lo cual aún tiene
sentido dar continuidad a la entidad. Por lo tanto, debe haber un segundo momento donde
se debe de:
- Promover un análisis de cuáles son las expectativas, los deseos, que como
asociación pretendemos conseguir: qué finalidades aún perseguimos hoy, qué
acciones pretendemos llevar a cabo, etc.
Y, finalmente, debemos centrarnos en:
- Dar apoyo técnico a la organización, a la realización de estos deseos y/o proyectos
a partir de un proceso de producción colectiva.
Debemos tener en cuenta que, en este momento, la asociación no se plantea sacar
adelante un proceso de desarrollo comunitario. A menudo, la única demanda que nos hace
la entidad es cómo acceder a subvenciones, cómo elaborar sus proyectos, cómo poder
llevar a cabo una acción concreta.
Por tanto, debemos saber conjugar los intereses y las expectativas de la entidad con
nuestra voluntad de conducirlas a procesos de desarrollo comunitario.
Los objetivos específicos que debe plantearse el educador o educadora social en esta fase
son:
- Promover espacios de encuentro del mayor número posible de miembros de la
entidad, es decir, promover la participación.

- Dinamizar estos espacios para que permitan el diálogo, la participación y,


también, la producción en el seno de la entidad.
- Actuar como un recurso técnico, como apoyo en la planificación y realización de
las tareas y las acciones que se irán generando a lo largo del proceso.

- Promover un diagnóstico participativo de la situación actual y las necesidades de


la entidad.

- Orientar y dinamizar procesos de formación que permitan a la asociación llevar a


cabo sus proyectos.
Algunas estrategias o acciones que se pueden llevar a cabo para trabajar en esta
concienciación de la dimensión colectiva son:
- Realización de una asamblea informativa para los miembros de la entidad del
pasado y del presente, y propuestas de futuro de la asociación.

- Elaboración de un documento de presentación de la entidad.

- Redacción de un plan de trabajo de la entidad.


Las citadas estrategias nos permitirán llevar a cabo este proceso y, al mismo tiempo,
comportarán unos beneficios para la entidad. Por otra parte, en cuanto nos situemos en el
momento actual, después del análisis retrospectivo, se iniciará un análisis de cuáles son
las dificultades, las potencialidades y los recursos de qué se dispone para hacerlos
posibles.
Por tanto, es a partir de este momento que podemos empezar a hablar de un proceso de
autoformación de la entidad. Es también en este momento que pueden empezar a aparecer
demandas formativas de los mismos miembros, con la intención de hacer frente a los
proyectos que como asociación pretenden realizar.
Esta fase puede alargarse en el tiempo y será la que exigirá un mayor nivel de implicación
al educador o educadora social.

4.2.2 Fase de toma de conciencia de la dimensión comunitaria.


Esta fase, a diferencia de la primera, no tiene por qué alargarse mucho en el tiempo. Es
un proceso bastante lógico según el cual, cuando se tiene conciencia propia, se puede
iniciar una fase de interacción, de intercambio con el entorno más inmediato.
Por otra parte, el límite entre una y otra fase es muy difuso, no representa la finalización
de un proceso y el inicio de otro, sino que es una continuidad. A medida que se va
consolidando esta conciencia colectiva, ya se va iniciando el proceso hacia la toma de
conciencia comunitaria.
Debemos pensar que esta conciencia colectiva ha sido posible gracias a una organización
y producción colectivas, y al mismo tiempo las ha hecho posibles; por lo tanto, muchos
de los valores, actitudes, dinámicas y recursos que se habrán generado para llegar a este
proceso son los mismos que permiten entrar en dinámicas comunitarias.
La finalidad se centrará en dimensionar el trabajo de la entidad en un territorio, en un
entorno social, político, económico... en el cual está inmersa y con el que interactúa. Es
necesario hacer evidente que, a pesar de que no se haya establecido, formalmente, un
canal, una intención de comunicación entre la entidad y la comunidad, la comunicación
existe. ¿Qué quiero decir con esto? Que, aunque no se haya establecido una relación, un
contexto de comunicación, la comunicación está presente. Sin embargo es una
comunicación “no verbal”, implícita, cargada de subjetividad por las dos partes, difusa,
etc.
Es necesario, pues, generar este contexto de comunicación con la comunidad, establecer
una relación que nos permita intercambiar, colaborar, crecer juntos.
¿Qué estrategias podemos usar en esta fase?
Los objetivos que han de orientar las estrategias en esta segunda fase son:
Promover que salgan a la luz las instituciones, agentes sociales, recursos que tiene el
territorio y que pueden optimizar, multiplicar el trabajo de la entidad.
Concienciar sobre el hecho de que “nuestra” entidad es una institución, un agente social,
un recurso más de este territorio.
Y, finalmente, debemos centrarnos en:
Promover espacios, dinámicas de relación, intercambio con otras instituciones y agentes
sociales de la comunidad.
Es en este momento cuando se inicia un proceso de crecimiento y madurez muy
interesante en el seno de las entidades. Este es un momento que aglutina diferentes
dimensiones: un crecimiento individual y colectivo en el seno de la entidad, la obertura
de la entidad hacia la comunidad y el consiguiente reconocimiento público.
Los objetivos específicos que debe plantearse el educador o educadora social en esta fase
son:
- Evidenciar las diferentes relaciones que se mantienen con la comunidad
(formales, informales).

- Conseguir que la entidad se haga consciente de la necesidad de “formalizar” estas


relaciones.

- Hacer descubrir toda la diversidad de instituciones y de agentes sociales que


configuran la comunidad.

- Promover que se descubran las diferentes dinámicas y espacios de participación


que hay en la comunidad.

- Promover la integración de estas entidades en todas aquellas dinámicas y espacios


de participación que les afecten, tanto por el hecho de ser entidades de la
comunidad como por las finalidades que persiguen.
- Analizar las diferentes “repercusiones” del trabajo de la entidad en la comunidad.

- Actuar como recurso técnico, como ayuda a la planificación y realización de las


tareas y las acciones que se irán generando a lo largo del proceso.

Algunas de las estrategias o acciones que se pueden llevar a cabo para trabajar en esta
concienciación de la dimensión comunitaria son:
- Elaboración de una lista, un inventario, de todas las instituciones con las que sería
conveniente mantener, por las finalidades de la entidad, algún tipo de relación.
También con las que ya se ha mantenido alguna relación.

- Formación en técnicas de comunicación externa propias del tejido asociativo:


elaboración de trípticos, realización de exposiciones, uso de los medios de
comunicación, etc.

- Organización de algún acto o acción de difusión pública de la entidad en su


territorio.

La entidad empieza a vivir de cara a la comunidad, empieza a establecer vínculos,


empieza a ser consciente del potencial que tiene la comunidad y la misma entidad como
parte integrante de la misma.

4.2.3 Fase de organización comunitaria.


Esta fase es la “culminación” de las dos anteriores. Es en este momento en el que la
entidad pasa de tener conciencia de institución de la comunidad a ser una entidad
promotora de esta comunidad y, por lo tanto, generadora de esta organización
comunitaria.
Como muy bien explica Kisnerman, “la comunidad no es un a priori, sino un proceso de
construcción y su resultado”. Por tanto, esta institución puede empezar a generar
comunidad.
En este momento todas las estrategias y acciones han de centrarse en ayudar a la entidad
para que pueda avanzar en esta construcción.
Por tanto, se repetirán muchas de las acciones que se han llevado a cabo en el seno de la
entidad, pero en este momento ya no quedarán en este marco, sino que se realizarán en
uno más amplio donde habrá diferentes entidades e instituciones.
En este momento se llevarán a cabo funciones de ayuda técnica a:
- La promoción y dinamización de la participación en esta organización
comunitaria.
- la facilitación de la comunicación, del diálogo en este marco comunitario; la
capacitación para organizarse de manera comunitaria; la capacitación para la
producción comunitaria.
Llegados a esta fase, ya podemos hablar, propiamente, de desarrollo comunitario. A partir
de una entidad del territorio, se han generado dinámicas, se ha capacitado a la población,
con la intención de que sea ella misma la que haga un diagnóstico de sus necesidades,
busque posibles soluciones y lleve a cabo las acciones para sobrepasarlas.

4.3. La Educación Social y los Servicios Sociales en los procesos de desarrollo


comunitario.
4.3.1 La acción comunitaria en los servicios sociales de España
Desde una perspectiva técnica, las actuaciones de los profesionales sociales en el ámbito
comunitario se asocian a una amalgama de expresiones, tales como intervención
comunitaria (Fantova, 2008; Pérez Serrano, 2007), acción comunitaria (Úcar y Llena,
2006), planificación y organización de la comunidad (Marchioni, 1988), etc., denotando
significados diversos. Entre ellas la expresión “acción comunitaria” ha sido utilizada
frecuentemente en el marco de la Educación Social en España, junto a la de “intervención
(socio)comunitaria”, sin renunciar al uso de otras expresiones que enriquecen los análisis
y significados atribuidos a la educación desarrollada en contextos comunitarios
(animación sociocultural, dinámica de grupos, desarrollo comunitario, etc.).
Aludir a la acción comunitaria supone hacer referencia a la dimensión política de la
comunidad, entendiendo que “la comunidad por sí misma es un sujeto político y que
puede, si quiere, compartir el liderazgo o los liderazgos como mejor crea y a partir de su
propia decisión” (Heras, 2008: 33). Hacer comunidad tiene que ver con la voluntad de las
personas, con su protagonismo, con sus modos de entender el mundo, con sus decisiones
y, en definitiva, con sus responsabilidades y compromisos. Bajo esta mirada, “la
educación será concebida como un espacio social colectivo de ensayo, revisión crítica e
investigación, donde colaboran sectores de diversa edad, experiencia, especialización y
capacidades. Esos espacios educativos se construirán como precursores de
experimentación y creatividad social, donde el saber, la cultura y el poder se reexaminarán
permanentemente” (Celorio, 2014: 20).
Lo que hoy denominamos servicios sociales en España es entendido como un sistema
mixto, en el que intervienen tanto la Administración Estatal, Autonómica y Local, como
entidades sin ánimo de lucro y empresas privadas. A través del marco legislativo
específico en esta materia se establece una distinción entre los servicios sociales
comunitarios (también denominados básicos, generales, de atención primaria…) y los
servicios sociales especializados. Los primeros constituyen el nivel de atención más
próximo a la ciudadanía y el canal normal de acceso a los servicios sociales, y los
segundos, dan respuestas a situaciones de gran complejidad y se caracterizan por una alta
especialización técnica.
En todo el territorio español el principio de proximidad ha venido siendo, hasta la última
reforma de la Administración Local (Ley 27/2013), la piedra angular para la organización
y desarrollo del cometido de tales servicios. Según Jaraíz (2012), los servicios sociales
son dispositivos de naturaleza relacional posicionados en un espacio de nexo entre el
principio de comunidad y el principio de estado. La dimensión comunitaria de tales
servicios se inspira, por una parte, en la existencia de un lugar para ubicar idóneamente
los servicios, recursos y programas que facilitan el acceso al bienestar y, por otra, los
servicios sociales se construyen como un espacio para reconstruir redes, fomentar la
convivencia, el sentido de pertenencia y la participación social.
En concreto, el modelo comunitario de intervención presenta tres características básicas:
la participación involucrada, el consenso y la autorreflexión (Sáez, 1999). Estos rasgos
hacen posible visualizar las problemáticas sociales desde una perspectiva holística,
multidisciplinar y compleja, planteando soluciones de carácter preventivo e integrador,
en la línea del enfoque ecológico basado en la existencia de una interdependencia
constante entre el individuo y su ambiente. Analizando las posibilidades del modelo
comunitario en este contexto, cabe afirmar:
La participación involucrada resulta un proceso más complejo y denso que la simple
participación mecánica. Especialmente interesante resulta la significación que Demo
(1988) atribuye al concepto de participación como conquista, como un proceso que se
está continuamente rehaciendo. En este sentido la participación no es una dádiva que
depende de quien crea espacios para la participación, tampoco puede ser concebida como
concesión, porque no es un fenómeno residual de la política social, sino uno de sus ejes
fundamentales entendiendo que la conquista participativa no se reduce a los servicios del
Estado. Por último, la participación no ha de ser comprendida como algo preexistente, si
así fuera caeríamos en una mirada asistencialista bajo la cual sólo participamos cuando
nos conceden la posibilidad. Llegado este punto, la participación es interpretada como
conquista, como práctica de la libertad que nosotros mismos ejercemos sin imposiciones.
El consenso alude a la necesidad de que las personas participantes en el proyecto
educativo estén de acuerdo con él. Las negociaciones posibilitan tratar las divergencias y
afrontar los problemas de manera democrática. Negociar, como objetivo de la
participación, significa aceptar al otro como un igual y no como objeto de negocio o
explotación. Contar con la implicación de los diferentes actores es un elemento
fundamental que debe mantenerse durante cualquier proceso educativo.
La acción comunitaria precisa de educadores y educadoras sociales que se autoperciban
como profesionales reflexivos. La reflexión desde la práctica (Schön, 1998), fortalece la
capacidad del educador o educadora de descubrir la complejidad de cada nueva situación
y problemática social a la que ha de enfrentarse. Reducir el conocimiento profesional a la
aplicación de teorías y técnicas científicas resulta insuficiente, al igual que reducir la
práctica profesional a la resolución de problemas técnicos sin tener en cuenta encuadres
más amplios y consolidados.
En España, desde las políticas públicas de bienestar social, concretamente en el escenario
de los servicios sociales -entendidos como instrumentos de la política social orientados a
garantizar el bienestar social de la ciudadanía resulta evidente la existencia de una
importante brecha entre el declaracionismo (lo que la acción comunitaria dice ser) y la
práctica profesional (lo que está siendo). Distanciamiento que preocupaba en el pasado,
cuando el sistema se encontraba en fase de desarrollo, y que se está intensificando en la
actualidad; una afirmación que se sustenta en las siguientes constataciones (Varela,
2013):
- El carácter puntual de las actuaciones comunitarias, centradas en la realización de
actividades en días señalados (violencia doméstica, derechos del niño, etc.) y la
celebración de semanas culturales, aun existiendo un deseo técnico manifiesto de
realizar acciones educativas a medio y largo plazo.

- La “pseudoparticipación” de la ciudadanía, dado que predomina una


conceptualización nominal de la misma centrada en el número de personas que
asisten a las actividades ofertadas, en lugar de poner el foco de atención en la
verdadera implicación de los ciudadanos y ciudadanas en su desarrollo.

- La lentitud en la toma de decisiones comunes y en la coordinación entre los


servicios educativos y culturales y otras entidades del territorio, causando
desmotivación en los profesionales para implicarse en proyectos de carácter
comunitario.

- La existencia de conflictos de interés y divergencia de criterios entre el nivel


técnico, político y la ciudadanía.

- La marcada tendencia de las políticas educativas y sociales por


des responsabilizar a la comunidad de sus deberes sociales, definiendo los
problemas de la sociedad en clave aislada e individual.

- La insistencia de las políticas económicas, educativas y sociales en reducir la


acción comunitaria a un ejercicio de caridad, alejada de la profesionalidad y la
capacidad de implicación efectiva y planificada de la ciudadana en este proceso.

En España, las constataciones precedentes invitan a una lectura y comprensión de la


acción comunitaria en clave de proceso, como un proyecto de futuro más que una realidad
presente.

4.3.2 Lo comunitario en el contexto de la intervención educativa en Alemania.


La propuesta de la Pedagogía Social alemana está fuertemente constreñida a un modelo
político de Estado de Bienestar que obra como marco de referencia y legitimación del
amplio conjunto de propuestas, programas y acciones implementadas a los fines de
compensar y superar la prevalencia de contextos problemáticos y garantizar, a largo
plazo, formas de intervención y trabajo con las personas y la sociedad. En este sentido, el
esfuerzo político y educativo en los últimos 30 años ha estado abocado a la construcción
de puentes de cooperación y complementariedad entre la escuela, la comunidad y los
dispositivos profesionales e institucionales públicos.
A continuación se expondrá cómo la Pedagogía Social puede transformarse en una
herramienta sinérgica para la acción comunitaria, donde la ampliación de las
posibilidades de participación ciudadana ocupa un rol neurálgico y le otorga sentido y
legitimación a las acciones y propuestas encuadradas en los contextos de vida, las
relaciones sociales y la singularidad de las personas.
En concepto de Hans Thiersch el “mundo de la vida” (Lebenswelt) alude a la importancia
axial del contexto histórico, social y cultural en donde se constriñe la vida cotidiana de
los sujetos sociales y desde donde se dimensiona no solo el marco de posibilidades y
potencialidades, sino sobre todo las restricciones y déficits que operan al momento de
participar en los diferentes espacios de la vida social, política y pública. Precisando, el
“mundo de la vida” (Lebenswelt) se erige también como el ámbito donde los actores
sociales se apropian y definen estilos de vida y elaboran rutinas, tipificaciones,
identidades, divisiones y visiones temporales y espaciales, generando disposiciones
comportamentales y representacionales y condicionamientos materiales y subjetivos
(Thiersch, 2014).
En consecuencia, las personas son asumidas como actores-constructores de redes,
relaciones y sistemas de comportamientos histórico y social y al mismo tiempo son
visualizadas como la consecuencia de la interacción y contradicción planteada con el
entorno, sus lógicas de funcionamiento y coacción (Thiersch, 1998, 2002). En esta
perspectiva,
“la permanente interacción, contradicción y replanteamiento dialéctico entre “lo
manifiesto y lo latente” (Larrosa), “la doxa y la episteme” (Kosik), “lo instituido y lo
instituyente” (Castoriadis), “lo estructurado y lo estructurante” (Bourdieu), “lo legítimo
y hegemónico” (Gramsci), “la opresión alienante y la liberación dialógica” (Freire)
subyace como un principio fundante de este paradigma para entender el comportamiento
social de las personas" (Aparicio, 2007: 178).
La orientación del mundo de la vida facilita la visualización de la vida cotidiana y sus
múltiples aspectos constitutivos como por ejemplo las rutinas, los habitus y los sistemas
de disposiciones del comportamiento; los presupuestos axiológicos, ideológicos y
políticos que sostienen a la normalidad; los procesos y condiciones de producción del
mundo simbólico y material; etc. (Thiersch, 1995: 221).
El aporte principal de la “Orientación del mundo de la Vida” (Lebensweltorientierung)
se torna significativo al momento de organizar la intervención de la Pedagogía Social,
que encarna un doble rol en el proceso de transformación social: en primer lugar, brinda
apoyo y asistencia integral a personas circunscriptas en situaciones complejas y
problemáticas; y, en segundo lugar, aboga por incrementar las competencias y las
herramientas cognitivas y sociales para así poder elaborar de forma autónoma estrategias
de resolución y superación frente a las restricciones y desventajas percibidas (Thiersch,
1997).
Las acciones socioeducativas orientadas al mundo de la vida no se remiten al análisis de
casos, contextos o sujetos “problemáticos” sino que, por lo contrario, incorporan una
forma de percepción del campo social más amplia y compleja en el que están situados los
sujetos y las instituciones educativas reconociendo la multiplicidad de variables
materiales, sociales e individuales que condicionan las situaciones de vida (conflictos,
grupo objetivo, riesgo, etc.) y definen el sentido y la pertinencia de las propuestas a nivel
pedagógico-social, político e institucional.
La idea sustancial de esta orientación hacia el mundo de la vida persigue que los sujetos
en primera persona se entrometan en sus contextos, tomando parte, interviniendo,
haciendo suyo el espacio donde intervienen y se plantean diferentes problemas. Participar
en la elaboración de soluciones frente a situaciones dificultosas no se puede dar sino a
través de la ptenciación de la “capacidad de resolver conflictos” (Konfliktfähigkeit), que
en términos de Thiersch (1997) se inscribe en los “(...) axiomas de toda cultura social que
deben ser vividos - para la facilitación de la auto organización (autonomía) y la
solidaridad – (...) en contra de las actuales contradicciones y fragmentaciones que
irrumpen sobre la organización de la vida” (Thiersch, 1997: 7).
La Pedagogía Social basada en la “orientación al mundo de la vida” aboga por adecuar la
interacción entre el sistema social, las instituciones y los actores sociales, con el propósito
de tornar más efectiva la disposición de programas de ayuda y compensación. A nivel
práctico, la orientación hacia el mundo de la vida favorece la prevención, la proximidad
a la vida cotidiana, la participación, la integración, la conexión, la descentralización y
regionalización y la inmiscusión. A continuación, se esbozará una breve explicación de
cada uno de los conceptos aquí expuestos:
- Prevención: desde esta arista se postula que la Asistencia Social no debe
reaccionar (reagieren) sino más bien actuar (agieren) sobre los diversos conflictos
en su proceso de constitución. En este sentido, se provee de herramientas e
infraestructuras de promoción y contención social capaces de articular la
dimensión real y la potencial de los déficits, los riesgos y las necesidades sociales
e individuales de los jóvenes.

- Proximidad a la vida cotidiana: este canon aboga por el reconocimiento de la


complejidad de los actores y sus contextos. Una ayuda efectiva debe encaminarse
hacia la realidad de todos los días – habitus (Bourdieu), al tejido de relaciones
sociales (Castells), en el constructo de poderes en práctica (Foucault), en el tejido
simbólico de las interacciones que erigen y “ordenan” la realidad social
(Böhnisch, 1997).

- Participación: desde esta perspectiva las personas son visualizadas como “sujetos
negociadores” capaces de gestionar y exigir las condiciones en torno a
autoafirmarse (Selbstbestimmung) dentro de las relaciones históricas y sociales
que los circunscriben. Con este fin el consenso es promovido como una
herramienta inexorable para la organización e implementación de acciones
vinculadas a la Asistencia Social (Liebrich, 2001).

- Integración: es el fundamento para la construcción de una sociedad incluida e


incluyente. La integración alberga la posibilidad del cambio y la superación de
restricciones que impiden la cohesión social y así también dificultan la aceptación
de la diversidad cultural que no necesariamente sea análoga a la injusticia y la
desigualdad: “(...) el reconocimiento de las diferencias se une con la solidaridad,
cuando los débiles y la manifestación de las carencias se observan y se interviene”
(Thiersch, 1997: 8).

- Conexión: está ligada a la construcción de una agenda conjunta entre los servicios
de la Asistencia Social y las iniciativas civiles, privadas e institucionales de la
ciudadanía. Desde esta perspectiva, Thiersch (1997) aduce a la idea de “nueva
solidaridad profesionalidad” (neue Kollegialität) que debería facilitar la síntesis
de diferentes referentes sociales y políticos que favorezca la creación de formas
de ayuda e intervención social.

- Descentralización y Regionalización: con esta directriz se aboga por una


definición local y regional de las funciones y las prioridades de las acciones y los
programas correspondientes a los servicios sociales (Dienstleistung). Como un
marco de referencia aparecen las zonas habitacionales (barrios), las redes sociales,
las tradiciones locales, etc., que sostienen y dan sentido a la vida cotidiana de las
personas (Thiersch, 1998).

- Inmiscusión: la sumatoria de los aspectos anteriormente expuestos debería


promover una acción sistemática y efectiva posible de confluir en una Política
Social global. En este sentido, se piensa que la capacidad de intervención de la
Asistencia Social en la totalidad de los espacios sociales complejos y ámbitos de
decisión debería poder articularse con el resto de las políticas estatales, como por
ejemplo la política familiar, política barrial – comunitaria, política educativa y
económica laboral, que están sujetas a otras competencias, prioridades y reglas de
determinación (Mielenz y Münchmeier, 2001).

En Alemania, la influencia de modelos políticos y educativos escindidos de la realidad,


autoreferidos y herméticos aún dominantes en el espacio educativo y las instancias de
gestión de la política pública va en desmedro de una transformación genuina del modelo
y las prácticas destinadas a mejorar la inclusión de los grupos sociales, especialmente de
los sectores más desaventajados. Tanto la sociedad como el sistema educativo
experimentan en la actualidad numerosas dificultades que exigen de reflexión y que
además demandan el diseño adecuado de formas alternativas de trabajo e intervención
socioeducativa. En este sentido, reordenar los diferentes dispositivos políticos,
institucionales y profesionales se torna capital, dada la complejidad de las carencias
sociales y pobrezas que afectan a las nuevas generaciones.
Desde la perspectiva de la intervención social y pedagógica, la participación se concibe
como un elemento constitutivo de la vida democrática y de las opciones de las personas,
que se conjuga en la disposición de las instituciones, los programas y los modelos de
formación, todos ellos destinados al tratamiento, acompañamiento y potenciación de los
diferentes grupos sociales.
El impulso de la participación de las personas en el espacio educativo aboga por la
recuperación consciente y protagónica del poder de decisión de los actores al igual que la
revalorización de los contextos socio-históricos de vida, la ampliación de las
competencias sociales en la gestión individual y colectiva de sus propios intereses, y no
como meros receptores pasivos de beneficios (Thiersch, 2002).
Desde la participación se define el rol de los actores sociales dentro del espacio educativo
y social y se busca adecuar la labor de las instituciones y los actores políticos encargados
de proveer programas y acciones (Gögercin, 1999; Galuske, 1993). Schnurr comenta que:
“el postulado de participación concierne por una parte al plano de la organización
infraestructural y la disposición de programas en congruencia a las necesidades (...), por
otra parte también está ligada al rendimiento y la efectividad (Leistungserbrigung), vale
decir al plano de las interacciones y de las relaciones sociales entre los utilizadores de
servicios (Nutzern) y los profesionales.” (Schnurr, 2001: 1334).
La participación, en el marco de la acción comunitaria, asegura la distribución de
responsabilidades, obligaciones y derechos a los actores sociales en los procesos y
espacios donde se estructuran las políticas y los programas. En este sentido, se espera que
la participación de los sujetos permita supervisar las concepciones y las propuestas de
mediación socioeducativa, los estilos profesionales de intervención, la cultura
organizacional y los referentes políticos e institucionales (Hansbauer, 2001).
4.4. EL desarrollo comunitario como estrategia del desarrollo humano.
Según Kisnerman (1983), una de las funciones del educador o educadora social se centra
en el proceso de promoción. Entendiendo esta promoción como el “proceso de estimular
a los habitantes de un territorio para que se transformen en vecinos, que como tales tomen
conciencia de sus problemas colectivos; conozcan sus recursos, aptitudes y capacidades
para afrontar los problemas; elaboren un plan de acción y consigan la comunidad que
desean”.
El educador o educadora social, para hacer posible este proceso, debe partir, según J. M.
Rueda (1998), de:
- la capacitación individual para el análisis, reflexión y expresión de las personas
con quienes trabaja;

- la capacitación y mejora de las posibilidades –a través del grupo– de la relación,


intercambio, utilización de la comunicación para resolver conflictos,
programación, gestión y evaluación de la acción, capacitación para la
negociación, etc.;

- la capacitación y mejora, mediante la formación y el asesoramiento, del desarrollo


de los roles educativos, de organización, etc.

El educador o educadora social no ha de intervenir resolviendo los problemas, las


necesidades, sino que interviene con la población “afectada”, buscando y desarrollando
sus capacidades, que tiene y que no utiliza, para que sea ella misma la que modifique las
condiciones que provocan o mantienen el problema.
Por lo tanto, el educador o educadora social se transforma en un mediador entre los
diferentes elementos del sistema. Bajo mi punto de vista, acabamos siendo un imán que
atrae a los diferentes elementos del sistema. Cuando estos elementos ya están juntos y
empiezan a tomar conciencia que forman parte de un mismo sistema, empezarán a actuar
como tal y, por tanto, empezarán a interrelacionarse entre ellos y generarán redes de
comunicación, de afecto, etc.
Debemos partir de la idea de que la gente sabe lo que quiere; la gente quiere ser feliz,
quiere sentirse querida, y esto sólo se consigue si se siente parte de alguna cosa, de algún
lugar. También tenemos que tener presente que sólo las mismas personas saben como
obtener esta felicidad, cómo mejorar su situación. Nosotros no debemos pretender nunca
“substituir” esta capacidad de las personas (intervención quirúrgica). Nosotros debemos
facilitar que las personas, los colectivos, recuperen y busquen los recursos y las
capacidades –y se apropien de ellos– que les permitan llegar al bienestar esperado.
Haciendo esto permitiremos que las personas, las comunidades, sean protagonistas de sus
propias biografías, de sus propios cambios y mejoras y, por tanto, todos y todas
conseguiremos el éxito: nosotros, porque habremos facilitado el crecimiento, la
autonomía de las personas; ellas, porqué habrán conseguido realizar sus propios deseos,
habrán podido mejorar, recuperar estas relaciones con el entorno que les permitan ser más
autónomos.
Otro aspecto que creo que debemos tener en cuenta a la hora de promover estos procesos,
es el papel de los líderes de la comunidad, cómo podemos potenciar y capacitar a estas
personas para que sean ellas mismas las que acaben promoviendo y dinamizando estos
procesos. Estas personas son legitimadas por la comunidad por sus valores, sus
capacidades, etc. Por tanto, pueden facilitar y multiplicar estas dinámicas, y darles
continuidad, en el seno de la comunidad.
4.4.2 El educador social como agente de democratización.
Recuperando las ideas de promoción/educación popular de Paulo Freire (1988), el
educador o educadora social debe partir de un concepto de educación problematizadora
o liberadora. Partiendo de esta concepción de la educación, el profesional “no transmite
conocimientos y valores a los educandos, sino que supera la contradicción
educador/alumno al afirmar el diálogo como esencia de la educación. Esto supone la
negación de la persona abstracta y aislada, desligada del mundo; y la negación del mundo
como realidad ausente de las personas”. Para él, la educación liberadora “pretende
desarrollar en el individuo una conciencia crítica que le permita reflexionar sobre una
situación, valorarla y valorarse a sí mismo. Las personas, a través de esta conciencia
crítica, pueden realizar una verdadera creación cultural, vivir el proceso de su liberación”.
Como señala Pedro H. Velázquez (1960) y partiendo de su visión de promoción
comunitaria, el trabajador o trabajadora social “aparece como el educador de la
democracia, defendiendo los derechos del pueblo sin olvidar recordarle sus deberes”.
Creo, en este sentido, que el educador o educadora social debe promover, en todas sus
acciones, la participación activa de las personas. Esto significa compartir poder, sin perder
la conciencia de nuestro rol profesional, sino todo lo contrario.
Por otra parte, para promover la democratización se ha de practicar. En este sentido, el
educador o educadora social debe ser respetuoso con las capacidades, intereses,
momentos y ritmos de las personas. Debe permitir que se expresen con libertad, ser
protagonistas de sus procesos. A veces, esta dimensión genera cierta “frustración” en
algunos educadores sociales. Es cierto que a veces para “agilizar”, para “ir más rápido”,
intentamos pasar por alto algunos de estos procedimientos, planteamientos. La verdad,
sin embargo, es que la rapidez que se gana por un lado se pierde por el otro y, a menudo,
la recuperación aún es más lenta. No debemos tener miedo de ir despacio, a pesar de que
nos “amenace” la urgencia. Tenemos que saber buscar el equilibrio en nuestra
intervención.
4.4.3 El educador social como promotor de la interculturalidad.
Nosotros, como profesionales de la educación, debemos tener en cuenta que tenemos un
bagaje cultural muchas veces diferente del de las personas con las que trabajamos. En
este sentido, es necesario que sepamos autoevaluarnos (utilizando las herramientas que
sean necesarias), para no caer en comportamientos etnocéntricos, eurocéntricos o, en el
peor de los casos, racistas y xenófobos.
Como profesionales de la educación, hace falta que nos posicionemos respecto a nuestras
cosmovisiones. Con esto quiero decir que tenemos que dejar que se vea lo que somos
detrás de nuestra apariencia, tenemos que posicionarnos, con la intención de generar
opinión, debate, discusión... sin caer en situaciones opresivas, de favoritismo, de
segregación. Creo que tenemos que ser conscientes de la diversidad pero no hacerla
diferente, sino integrarla como especificidad del ser humano, con todos los conflictos que
puede generar, ya que es a partir de aquí que podremos empezar a hablar de intercambio,
de interacción, de comunicación entre culturas y de lo que para mí es prioritario:
¡COMUNICACIÓN ENTRE PERSONAS!, ya que la cultura es un constructo, una idea,
pero la persona está viva, tiene necesidad de compartir, de sentirse acompañada y con el
apoyo de otros semejantes, etc. Es a partir del día a día entre las personas que se podrá
pasar a un contexto más abstracto como es el de la cultura.

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