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YUNES Marcelo - Intelectual marxista http://izquierdaweb.

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A 60 años de un acontecimiento trascendental de la historia política argentina, cabe volver
sobre el origen, significado y consecuencias del 17 de octubre.

Más que un hecho histórico, el 17 de octubre representó para varias generaciones –y aún
representa, si bien cada vez en menor medida– un verdadero hito fundacional, una
leyenda, una épica nacional. El 17 de octubre de 1945 parte la historia argentina en dos, y
durante décadas partió en dos también a la sociedad argentina alrededor del movimiento
político al que da origen: el peronismo.

Por eso, sería inútil y tedioso transcribir aquí los juicios de historiadores y políticos
peronistas (o los de los antiperonistas gorilas, para el caso). Para los primeros, el 17 de
octubre no es parte de un proceso a ser analizado sino un mito a ser reverenciado que no
admite discusión ni crítica. Para los segundos, se trata de manifestar el más profundo
horror a la intervención directa de las masas en la política, cualquiera fuere ésta.

Contra la apología y contra el odio de clase, ambos igualmente ciegos a todo intento de
aproximarse a la verdad histórica, no hay mejor antídoto que el método, el análisis y la
política marxistas. Nos apoyaremos aquí sobre todo en los trabajos de dos historiadores e
intelectuales de formación marxista: Milcíades Peña y Alejandro Horowitz.[1]

De la Década Infame al golpe del 4 de junio de 1943

Desde el golpe de 1930 contra Hipólito Yrigoyen, el régimen político se había


caracterizado por elecciones fraudulentas y una corrupción galopante, que le valieron el
bien ganado mote de Década Infame. Pero la nota más saliente era que como resultado
de la crisis mundial iniciada en 1929, que amenazaba el lugar de las exportaciones
argentinas en el mercado mundial y por ende la renta de la burguesía terrateniente, ésta
había decidido echarse en brazos de Inglaterra. El pacto Roca-Runciman de 1933
convertía virtualmente a la Argentina en miembro económico informal del imperio
británico. Esto generó profundos roces con la nueva metrópoli imperialista que estaba
desplazando a Inglaterra en todo el mundo, y en particular en América Latina: Estados
Unidos. Ambas potencias disputarían de manera sorda alrededor de cuál de ellas tendría
el favor de Argentina, y esa disputa repercutiría en todas las clases sociales.

El desarrollo de la Segunda Guerra Mundial agudizaría ese conflicto. A pesar de ser


aliados, Inglaterra y EEUU no tenían los mismos intereses ni objetivos en relación con
Argentina, y esto se manifestaba en que EEUU pretendía que Argentina declarase la
guerra a Alemania y Japón, mientras que Inglaterra prefería que Argentina mantuviese
una neutralidad amistosa. En 1942 EEUU motoriza el Tratado Interamericano de
Asistencia Recíproca (el mismo que ignoró en la guerra de Malvinas), por el cual los
yanquis se aseguraban la hegemonía militar y política en el hemisferio. “Los grupos
representativos del capital británico comprenden que la ruptura con el Eje colocará a la
Argentina íntegramente en el bloque panamericano y bajo el dominio económico de
EEUU, rival comercial de Gran Bretaña en la Argentina”.[2]

La burguesía industrial y la terrateniente –entre las cuales no existía conflicto esencial,


contra la fábula de los historiadores peronistas de la burguesía nacional “antioligárquica”–
se dividen hasta cierto punto a partir de 1940. Los industriales entienden que necesitan
los insumos yanquis para desarrollar su sector, y que la vieja y tradicional metrópoli,
Inglaterra, está agotada y su tiempo ha pasado. Federico Pinedo, cuyo Plan de 1940
inicialmente promovía el ingreso de capital fundamentalmente europeo, no yanqui, admite
que “si la Argentina (…) aspira a conservar su organización social y preservarse de
sacudimientos violentísimos, necesita imperiosamente conservar sus relaciones con
EEUU. El que diga lo contrario no sabe lo que es la economía argentina, ni la producción,
ni la industria, ni cuáles son las fuentes de aprovisionamiento, ni cuáles son los mercados
posible”.[3]

Los “sacudimientos violentísimos” a que se refiere Pinedo se relacionan con los cambios
en la estructura social argentina. En particular, el crecimiento numérico de la clase obrera
de la mano del desarrollo fabril y de la incipiente crisis en el campo que desplazaba
cientos de miles de pobres rurales a las ciudades. Una nueva clase obrera estaba
naciendo, nacida de la inmigración interior y virtualmente sin experiencia sindical ni
política, a diferencia de la clase obrera desde principios de siglo, originada en la
inmigración exterior y que traía consigo un bagaje de organización y de tradiciones
políticas. Por otra parte, la política abiertamente burocrática, legalista y proyanqui del PS y
el PC contribuyeron a enajenarles el favor de los nuevos trabajadores, presa fácil de la
explotación. Las propias estadísticas oficiales admitían que “la situación del obrero en la
Argentina ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se
realizan grandes ganancias, la mayoría de la población se ve forzada a reducir sus
estándares de vida (…) La mayoría de los empleadores se niega a conceder aumentos de
salarios”.[4]

El gobierno de Ramón Castillo (que sucedió al presidente Ortiz, electo en 1938, por
enfermedad de éste) no se atrevió a cambiar el statu quo proinglés y mantuvo la
neutralidad. Pero las elecciones de 1943 tenían un candidato y ganador “cantados”: el
salteño Robustiano Patrón Costas, “miembro destacado de la oligarquía industrial y
terrateniente del Norte, vinculado a la Standard Oil” [5], es decir, a los yanquis, lo que
significaría un giro completo en la política exterior argentina. Como lo demuestra una
solicitada publicada en la prensa el 3 de junio de 1943, casi toda la burguesía cerraba filas
detrás de Patrón Costas, Pinedo y los yanquis.

Así, “la balanza se inclinó peligrosamente hacia Wall Street. Entonces, el Ejército,
interpretando a los estancieros neutralistas, dio un giolpe de Estado para restablcer, por
una vía bonapartista [6], la unidad de los explotadores”.[7]
El golpe de los militares nucleados en la logia del GOU (Grupo Obra de Unificación) fue
tildado con frecuencia de nazi o pronazi, especialmente por EEUU y sus agentes locales.
Pero si bien había en el GOU, sin duda, oficiales germanófilos, el ala nazi fue pronto
desplazada, a la vez que se rechazaban las cada vez más desembozadas exigencias
yanquis. Ni el presidente Ramírez ni su sucesor Farell no se mueven de la neutralidad que
tanto convenía a ingleses y estancieros. El Estado garantizó la renta agraria mediante la
compra de cosechas y favoreció los intereses ingleses mediante el rescate de la deuda
externa. La satisfacción británica es resumida inmejorablemente por la revista decana del
imperialismo inglés, The Economist: “La política norteamericana en Argentina parece
movida menos por el afán de derrotar a Hitler que por el deseo de extender la influencia
de Washington hasta el Cabo de Hornos; en síntesis un imperialismo sin duda benévolo
pero no por ello menos real (…) Durante décadas, Argentina ha sido uno de lo mayores
abastecedores de alimentos baratos para la población industrial británica. En
compensación, ha existido en Argentina un valioso mercado para los artículos británicos
(…) No está en el interés de ningún británico que se rompa una de las más exitosas
sociedades de la historia económica”.[8] No hace falta decir quién fue el principal
beneficiado en esa “exitosa sociedad”…

De la Secretaría de Trabajo y Previsión al 17 de octubre

El coronel Perón asume en la Secretaría de Trabajo y Previsión el 2 de diciembre de 1943


e inmediatamente se pone por objetivo, según dijo en su discurso transmitido por radio,
“abolir la lucha de clases”. En vez de tan ambiciosa meta, pone en marcha medidas más
prácticas: “la acción de la Secretaría de Trabajo fue múltiple y eficaz en el sentido
de estatizar al movimiento obrero. Perón procedió a barrer a la desprestigiada
burocracia sindical controlada por el PC, para lo cual contó con la ayuda de la poderosa
burocracia sindical que respondía al PS.[9] (…) Después le tocó el turno a la burocracia
socialista, eliminada sin dificultad, en parte por absorción de sus elementos más
acomodaticios. El secretario de Trabajo y Previsión no se quedó corto en el uso de
medios de represión y soborno (…) Además la mayor parte del nuevo proletariado,
trabajadores de origen rural recién ingresados a la industria (…) eran campo virgen para
el proselitismo de los sindicalistas peronistas. Desde las oficinas de la Secretaría de
Trabajo y Previsión se fue estructurando así una nueva organización sindical que
culminaría en la CGT del período 1946-1955 y cuya primera y fundamental característica
era depender en todo sentido del Estado que le había dado vida”.[10]

¿Cuál es el origen de esta actitud diferente hacia el movimiento obrero? Para Alejandro
Horowicz, “Perón reflejaba los nuevos tiempos y una nueva política para los nuevos
tiempos. En lugar de la Ley de Residencia, en lugar de la Semana Trágica, en lugar de la
represión brutal y desembozada, la parlamentarización de la lucha de clases (…) Los
términos no eran reforma o revolución, sino reforma o crisis. Y por eso los militares se
encaminaron, muy a su pesar, hacia la reforma (…) Toda la política del golpe, toda la
política del GOU, se reduce a su política social: a la legalización del movimiento
obrero (ilegal desde siempre), a reconocer la legitimidad de parte de sus viejas banderas;
en suma, a reconocer que en la república burguesa los proletarios eran
ciudadanos”.[11]

Esta política se concretaba en concesiones reales a la clase obrera: mejoras de salarios y


condiciones de trabajo, amparo a dirigentes gremiales frente la prepotencia patronal,
tendencia a favorecer a la parte obrera en los conflictos, reconocimiento de sindicatos
“leales a Perón” y diversos instrumentos legales de defensa del trabajador.

Aunque nada de esto significaba violentar de manera significativa las inmensas ganancias
que estaba obteniendo la clase capitalista, las acusaciones de “demagogia” por parte de
la Unión Industrial, la Sociedad Rural y la Cámara de Comercio no se hicieron esperar. Al
coro se sumaba la presión cada vez más insoportable de la embajada yanqui, reproducida
gustosamente por la prensa. Farrell finalmente declaró la guerra al Eje en 1945, semanas
antes de la rendición de Alemania, pero eso no conformó a los yanquis. El embajador
Spruille Braden llega justo a tiempo para transformarse en el factótum de toda la oposición
a Perón. Radicales, socialistas, conservadores y el PC, bajo la conducción del inefable
Victorio Codovilla, conforman la Unión Democrática, que se prepara para arrasar en las
elecciones.

Como dice Horowitz, “la votación en sí no era un objetivo del GOU (…) la realización de
los comicios constituía una victoria de la Unión Democrática, una concesión a EEUU, una
casi derrota del GOU”.[12]

Los barrios aristocráticos y la clase media acomodada que habían paseado en andas a
Braden como apóstol de la libertad son la base social de apoyo al golpe palaciego del 9
de octubre de 1945. El almirante Vernengo Lima propone traspasar el poder a la corrupta
Suprema Corte hasta las elecciones. El grueso del Ejército, encabezado por el jefe de
Campo de Mayo, Eduardo Ávalos, acepta las elecciones pero no el traspaso de poder. La
tercera facción de las fuerzas armadas, la de Perón, no tiene mando de tropa real y debe
aceptar el desplazamiento del coronel. La Armada representa el sentir del conjunto de la
burguesía proyanqui; Perón tenía su base social en el movimiento obrero. Como resume
Horowitz, “en el centro se encuentra Campo de Mayo (…) [la única facción] en
condiciones de dictar su voluntad, pero al mismo tiempo la única que carece de aliados
socialmente representativos (…) Perón no llama a la lucha, no moviliza; a su juicio su ciclo
está cerrado”.[13]

Tras la manifestación reaccionaria del 12 de octubre frente al Círculo Militar, que reclama
la entrega del poder a la Corte Suprema. En el movimiento obrero hay agitación. Mientras
el dirigente de la carne Cipriano Reyes pide lanzar una huelga general para exigir la
libertad de Perón, el dirigente ferroviario Luis Monzalvo, estrechamente ligado a Perón vía
Domingo Mercante, se reúne con el general Ávalos, entonces ministro de Guerra, el 16 de
octubre, para negociar una solución política.
En la reunión del Comité Central Confederal de la CGT del mismo 16 aprueba, por 16
votos a 11, la huelga general a partir del jueves 18. Horowitz, analizando las actas del
debate, muestra que se trata de una movida defensiva, no ofensiva ni mucho menos
revolucionaria: “No se trata de una alianza entre la fracción nacionalista del Ejército y la
clase obrera –como afirma Ramos [y toda la mitología peronista. MY]– sino de una
coyuntura donde los intereses inmediatos de la fracción Ávalos y los intereses inmediatos
de la CGT coinciden (…) No sólo la clase obrera requiere la movilización; la requiere toda
la oposición militar a Vernengo Lima [es decir, el sector más reaccionario, la Armada. MY]
(…) Por las fisuras del conflicto militar (…) se deslizan las delgadas hileras de los obreros
industriales”.[14]

El 17 de octubre se subleva la Policía Federal y varias del interior; el Ejército se pronuncia


a favor de Perón. Según Peña, “entre todos, policía, militares y altos burócratas estatales
y sindicales, sacaron a la calle a la clase obrera, especialmente a sus sectores más
jóvenes y recién proletarizados”.[15]

La concentración en Plaza de Mayo repuso a Perón en el poder en una manifestación de


características inéditas en varios sentidos. Por su masividad, en primer lugar, pero
también por su comportamiento. Por ejemplo, el embajador inglés, David Kelly, cuenta
en sus memorias que estaba preocupado por la protección de la principal inversión
inglesa, los ferrocarriles. Pero no hizo falta: al concurrir a la movilización del 17 en el auto
oficial con la bandera inglesa, recibió el saludo amistoso de la multitud, que gritaba por
Perón y contra Braden.[16]

En el mismo sentido, el diario de la Curia, que por entonces apoyaba fervorosamente a


Perón, cuenta que el aspecto de las “turbas” era “bonachón y tranquilo. No había caras
hostiles ni puños levantados (…) La multitud se muestra respetuosa (…) [y] hacían la
señal de la cruz al pasar frente a la Iglesia (…) Esas turbas parecían cristianas sin saberlo
(…) un eco lejano, ignorante y humilde, de nuestros Congresos Eucarísticos (…) Si bien
no revelaban mucha cultura, tenían por lo menos un sano sentido del respeto por la
propiedad, por los bienes y por la honra ajena”.[17]

Se trata, sin duda, de otra clase obrera, otros dirigentes y otra perspectiva política que las
que se habían desarrollado en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Algunos no
quisieron reconocerlo, como el PC, que calificó a los obreros peronistas de “manifestantes
de la esclavitud”, “conglomerado aullante”, “turbas borrachas”, “maleantes y desclasados”,
porque “jamás los auténticos obreros argentinos hubiesen dado ese espectáculo”.[18]
Este gorilismo sin par negaba la realidad: fue la clase obrera la que estuvo en la calle el
17 de octubre.

Pero no tuvo nada de la epopeya obrera autónoma y revolucionaria de la mitología


peronista. La clase obrera, por supuesto, no sale a la fuerza , sino por su propia voluntad
y “en ese sentido –dice Peña– la movilización del 17 de octubre fue espontánea (…) Pero
si cada obrero actuó espontáneamente, sin que se lo obligara, la clase obrera como
clase no se movilizó espontánea ni autónomamente, porque la iniciativa del movimiento
no provino de la clase obrera, la conducción no estuvo en manos de la clase obrera, y la
clase obrera no tuvo otro papel que el de vitorear a Perón en Plaza de Mayo. (…) El resto
fue preparado por generales, burócratas, políticos, curas y jefes de policía. Y ese resto es
todo: es la conducción del movimiento, la fijación de sus fines y sus métodos (…) Los
obreros eran factor decisivo en esta historia, pero la historia pasaba sobre sus
cabezas”.[19]

Con un punto de vista distinto respecto de Peña, Horowitz observa que “Perón no
organizó el 17 de octubre la movilización del 17 de octubre es el resultado de la
actividad sindical de la clase obrera (…) es decir (…) dentro del marco de la república
burguesa, cuando la clase obrera todavía no integraba la república burguesa (…) una
exitosa maniobra defensiva del movimiento obrero que no constituye una victoria sino
una prórroga: la política del coronel es prorrogada hasta las elecciones (…) El 17 de
octubre no es una huelga revolucionaria, ni una movilización preinsurreccional, ni una
revolución democrática a escala; es (…) una movilización por un jefe militar del
movimiento obrero (…) que violenta el fiel de la balanza donde discurre la política
burguesa”.[20] Es por eso que “Perón se dedicó a lo largo de toda su carrera política
a impedir los 17 de octubre, es decir, a impedir que los trabajadores zanjaran las
diferencias de las clases dominantes a través de la movilización directa; ésta era tarea del
propio Perón (…) Perón acuñó implícitamente la siguiente fórmula: la suerte del
movimiento obrero está atada a mi suerte y mi suerte está atada a la de las Fuerzas
Armadas; si las Fuerzas Armadas cambian de monta la clase obrera está derrotada,
porque no puede ni debe enfrentar a los soldados de la Nación”.[21] Eso fue lo que pasó,
digamos de paso, en el golpe de 1955.

Conclusión

El nacimiento del peronismo como movimiento político es inseparable de su control


absoluto del movimiento obrero y del ahogo de toda perspectiva independiente de
éste. Tal ha sido el rol histórico del 17 de octubre: incorporar a la vida política al nuevo
movimiento obrero al costo de que su vida política no traspase en ningún momento los
umbrales de la institucionalidad burguesa. Como dice Horowitz.

“Los límites de la política argentina se mantenían dentro de los contornos dibujados por el
bloque de clases dominantes (…) nadie rompía nada irreparable; bastaba que los
trabajadores votaran y ganaran para que redistribuyeran de otro modo los beneficios del
capital, y si los trabajadores podían redistribuir con el simple instrumento del voto,
la confianza en el capitalismo, en su capacidad de satisfacer sus necesidades, se
multiplicaba hasta el infinito. Y no se trataba de la confianza en el capitalismo
independiente, como sostienen los maquilladores profesionales de la burguesía, sino la
confianza en el capitalismo tal cual era, dependiente, semigrotesco (…) La opulencia
argentina velaba la dependencia, generaba la ilusión de que con repartir mejor
bastaba y sobraba. Y el peronismo no se propuso seriamente otra cosa cada vez que
alcanzó el gobierno”.[22]

Cabe aclarar que esta “ilusión de repartir mejor” a la que se refiere el autor en 1985 es
mucho más ilusoria aún en las condiciones del capitalismo globalizado, como lo muestran
las gestiones de Menem, Duhalde y ahora Kirchner. Pero ése es el profundo contenido
político de la ideología peronista, sancionado por las masas el 17 de octubre: la ilusión
del reparto de la torta en beneficio de los trabajadores y los sectores populares sin
tocar los intereses de los capitalistas y sin conmover el edificio institucional de la
democracia burguesa.

En un sentido, el 17 de octubre opera como el mito fundacional de esa ideología, opuesta


por el vértice a todo lo que se asemeje al clasismo marxista: “los trabajadores
consiguieron alcanzar sus objetivos del momento sin movilizarse como clase, sin emplear
métodos revolucionarios, sin contar con dirección propia, sencillamente sirviendo de masa
de maniobra disciplinada y obediente a generales, burócratas, políticos burgueses, curas
y jefes de policía, que arreglaban sus cuentas con otros generales y políticos. ¿Para qué
explicar a la clase obrera que sólo de su esfuerzo revolucionario debe esperar el triunfo y
que debe desconfiar y no esperar nada bueno de militares, curas y políticos burgueses?
(…) ¿Para qué explicar a la clase obrera que sólo su organización y su actividad desde
abajo, su presencia activa en los sindicatos y en la calle, puede conducir a los
trabajadores hasta el poder? Todo esto es innecesario, razona el dirigente sindical
peronista, puesto que el 17 de octubre los trabajadores obtuvieron un triunfo sin hacer
nada de eso, y haciendo más bien todo lo contrario”.[23]

Éste y no otro es el legado ideológico del 17 de octubre, que ha sido explotado hasta el


infinito por todos los gobiernos peronistas desde 1946 hasta la fecha. Se trata de esa
expresión del “sentido común” de millones de personas que aún piensan que el peronismo
tiene muchos defectos, pero, en última instancia, “algo va a repartir”, y que desde el
Estado nacional, provincial o municipal, un peronista va a ser “menos dañino” y va tender
a “tirar algo para el lado de los trabajadores y los pobres”.

Pero las condiciones de surgimiento del peronismo, sintetizadas en el 17 de octubre, se


han ido y no volverán. El PJ de hoy no es el partido que, aun siendo capitalista, se las va
a ingeniar para “repartir algo”, sino el principal partido capitalista a secas. Para los
trabajadores no sólo no es posible, sino tampoco deseable revivir el peronismo de 1945.

Hay que romper con la ilusión de la redistribución: ningún partido ha distribuido la


riqueza de manera más desigual que el peronismo de hoy.[24] La única salida para los
trabajadores no es aspirar a que alguna fuerza o político capitalista “redistribuya” el
producto social, sino luchar por un nuevo régimen social en el que ese producto social
esté en manos de los trabajadores y el pueblo: el socialismo.

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