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com/que-fue-el-17-de-octubre-de-1945/
A 60 años de un acontecimiento trascendental de la historia política argentina, cabe volver
sobre el origen, significado y consecuencias del 17 de octubre.
Más que un hecho histórico, el 17 de octubre representó para varias generaciones –y aún
representa, si bien cada vez en menor medida– un verdadero hito fundacional, una
leyenda, una épica nacional. El 17 de octubre de 1945 parte la historia argentina en dos, y
durante décadas partió en dos también a la sociedad argentina alrededor del movimiento
político al que da origen: el peronismo.
Por eso, sería inútil y tedioso transcribir aquí los juicios de historiadores y políticos
peronistas (o los de los antiperonistas gorilas, para el caso). Para los primeros, el 17 de
octubre no es parte de un proceso a ser analizado sino un mito a ser reverenciado que no
admite discusión ni crítica. Para los segundos, se trata de manifestar el más profundo
horror a la intervención directa de las masas en la política, cualquiera fuere ésta.
Contra la apología y contra el odio de clase, ambos igualmente ciegos a todo intento de
aproximarse a la verdad histórica, no hay mejor antídoto que el método, el análisis y la
política marxistas. Nos apoyaremos aquí sobre todo en los trabajos de dos historiadores e
intelectuales de formación marxista: Milcíades Peña y Alejandro Horowitz.[1]
Los “sacudimientos violentísimos” a que se refiere Pinedo se relacionan con los cambios
en la estructura social argentina. En particular, el crecimiento numérico de la clase obrera
de la mano del desarrollo fabril y de la incipiente crisis en el campo que desplazaba
cientos de miles de pobres rurales a las ciudades. Una nueva clase obrera estaba
naciendo, nacida de la inmigración interior y virtualmente sin experiencia sindical ni
política, a diferencia de la clase obrera desde principios de siglo, originada en la
inmigración exterior y que traía consigo un bagaje de organización y de tradiciones
políticas. Por otra parte, la política abiertamente burocrática, legalista y proyanqui del PS y
el PC contribuyeron a enajenarles el favor de los nuevos trabajadores, presa fácil de la
explotación. Las propias estadísticas oficiales admitían que “la situación del obrero en la
Argentina ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se
realizan grandes ganancias, la mayoría de la población se ve forzada a reducir sus
estándares de vida (…) La mayoría de los empleadores se niega a conceder aumentos de
salarios”.[4]
El gobierno de Ramón Castillo (que sucedió al presidente Ortiz, electo en 1938, por
enfermedad de éste) no se atrevió a cambiar el statu quo proinglés y mantuvo la
neutralidad. Pero las elecciones de 1943 tenían un candidato y ganador “cantados”: el
salteño Robustiano Patrón Costas, “miembro destacado de la oligarquía industrial y
terrateniente del Norte, vinculado a la Standard Oil” [5], es decir, a los yanquis, lo que
significaría un giro completo en la política exterior argentina. Como lo demuestra una
solicitada publicada en la prensa el 3 de junio de 1943, casi toda la burguesía cerraba filas
detrás de Patrón Costas, Pinedo y los yanquis.
Así, “la balanza se inclinó peligrosamente hacia Wall Street. Entonces, el Ejército,
interpretando a los estancieros neutralistas, dio un giolpe de Estado para restablcer, por
una vía bonapartista [6], la unidad de los explotadores”.[7]
El golpe de los militares nucleados en la logia del GOU (Grupo Obra de Unificación) fue
tildado con frecuencia de nazi o pronazi, especialmente por EEUU y sus agentes locales.
Pero si bien había en el GOU, sin duda, oficiales germanófilos, el ala nazi fue pronto
desplazada, a la vez que se rechazaban las cada vez más desembozadas exigencias
yanquis. Ni el presidente Ramírez ni su sucesor Farell no se mueven de la neutralidad que
tanto convenía a ingleses y estancieros. El Estado garantizó la renta agraria mediante la
compra de cosechas y favoreció los intereses ingleses mediante el rescate de la deuda
externa. La satisfacción británica es resumida inmejorablemente por la revista decana del
imperialismo inglés, The Economist: “La política norteamericana en Argentina parece
movida menos por el afán de derrotar a Hitler que por el deseo de extender la influencia
de Washington hasta el Cabo de Hornos; en síntesis un imperialismo sin duda benévolo
pero no por ello menos real (…) Durante décadas, Argentina ha sido uno de lo mayores
abastecedores de alimentos baratos para la población industrial británica. En
compensación, ha existido en Argentina un valioso mercado para los artículos británicos
(…) No está en el interés de ningún británico que se rompa una de las más exitosas
sociedades de la historia económica”.[8] No hace falta decir quién fue el principal
beneficiado en esa “exitosa sociedad”…
¿Cuál es el origen de esta actitud diferente hacia el movimiento obrero? Para Alejandro
Horowicz, “Perón reflejaba los nuevos tiempos y una nueva política para los nuevos
tiempos. En lugar de la Ley de Residencia, en lugar de la Semana Trágica, en lugar de la
represión brutal y desembozada, la parlamentarización de la lucha de clases (…) Los
términos no eran reforma o revolución, sino reforma o crisis. Y por eso los militares se
encaminaron, muy a su pesar, hacia la reforma (…) Toda la política del golpe, toda la
política del GOU, se reduce a su política social: a la legalización del movimiento
obrero (ilegal desde siempre), a reconocer la legitimidad de parte de sus viejas banderas;
en suma, a reconocer que en la república burguesa los proletarios eran
ciudadanos”.[11]
Aunque nada de esto significaba violentar de manera significativa las inmensas ganancias
que estaba obteniendo la clase capitalista, las acusaciones de “demagogia” por parte de
la Unión Industrial, la Sociedad Rural y la Cámara de Comercio no se hicieron esperar. Al
coro se sumaba la presión cada vez más insoportable de la embajada yanqui, reproducida
gustosamente por la prensa. Farrell finalmente declaró la guerra al Eje en 1945, semanas
antes de la rendición de Alemania, pero eso no conformó a los yanquis. El embajador
Spruille Braden llega justo a tiempo para transformarse en el factótum de toda la oposición
a Perón. Radicales, socialistas, conservadores y el PC, bajo la conducción del inefable
Victorio Codovilla, conforman la Unión Democrática, que se prepara para arrasar en las
elecciones.
Como dice Horowitz, “la votación en sí no era un objetivo del GOU (…) la realización de
los comicios constituía una victoria de la Unión Democrática, una concesión a EEUU, una
casi derrota del GOU”.[12]
Los barrios aristocráticos y la clase media acomodada que habían paseado en andas a
Braden como apóstol de la libertad son la base social de apoyo al golpe palaciego del 9
de octubre de 1945. El almirante Vernengo Lima propone traspasar el poder a la corrupta
Suprema Corte hasta las elecciones. El grueso del Ejército, encabezado por el jefe de
Campo de Mayo, Eduardo Ávalos, acepta las elecciones pero no el traspaso de poder. La
tercera facción de las fuerzas armadas, la de Perón, no tiene mando de tropa real y debe
aceptar el desplazamiento del coronel. La Armada representa el sentir del conjunto de la
burguesía proyanqui; Perón tenía su base social en el movimiento obrero. Como resume
Horowitz, “en el centro se encuentra Campo de Mayo (…) [la única facción] en
condiciones de dictar su voluntad, pero al mismo tiempo la única que carece de aliados
socialmente representativos (…) Perón no llama a la lucha, no moviliza; a su juicio su ciclo
está cerrado”.[13]
Tras la manifestación reaccionaria del 12 de octubre frente al Círculo Militar, que reclama
la entrega del poder a la Corte Suprema. En el movimiento obrero hay agitación. Mientras
el dirigente de la carne Cipriano Reyes pide lanzar una huelga general para exigir la
libertad de Perón, el dirigente ferroviario Luis Monzalvo, estrechamente ligado a Perón vía
Domingo Mercante, se reúne con el general Ávalos, entonces ministro de Guerra, el 16 de
octubre, para negociar una solución política.
En la reunión del Comité Central Confederal de la CGT del mismo 16 aprueba, por 16
votos a 11, la huelga general a partir del jueves 18. Horowitz, analizando las actas del
debate, muestra que se trata de una movida defensiva, no ofensiva ni mucho menos
revolucionaria: “No se trata de una alianza entre la fracción nacionalista del Ejército y la
clase obrera –como afirma Ramos [y toda la mitología peronista. MY]– sino de una
coyuntura donde los intereses inmediatos de la fracción Ávalos y los intereses inmediatos
de la CGT coinciden (…) No sólo la clase obrera requiere la movilización; la requiere toda
la oposición militar a Vernengo Lima [es decir, el sector más reaccionario, la Armada. MY]
(…) Por las fisuras del conflicto militar (…) se deslizan las delgadas hileras de los obreros
industriales”.[14]
Se trata, sin duda, de otra clase obrera, otros dirigentes y otra perspectiva política que las
que se habían desarrollado en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Algunos no
quisieron reconocerlo, como el PC, que calificó a los obreros peronistas de “manifestantes
de la esclavitud”, “conglomerado aullante”, “turbas borrachas”, “maleantes y desclasados”,
porque “jamás los auténticos obreros argentinos hubiesen dado ese espectáculo”.[18]
Este gorilismo sin par negaba la realidad: fue la clase obrera la que estuvo en la calle el
17 de octubre.
Con un punto de vista distinto respecto de Peña, Horowitz observa que “Perón no
organizó el 17 de octubre la movilización del 17 de octubre es el resultado de la
actividad sindical de la clase obrera (…) es decir (…) dentro del marco de la república
burguesa, cuando la clase obrera todavía no integraba la república burguesa (…) una
exitosa maniobra defensiva del movimiento obrero que no constituye una victoria sino
una prórroga: la política del coronel es prorrogada hasta las elecciones (…) El 17 de
octubre no es una huelga revolucionaria, ni una movilización preinsurreccional, ni una
revolución democrática a escala; es (…) una movilización por un jefe militar del
movimiento obrero (…) que violenta el fiel de la balanza donde discurre la política
burguesa”.[20] Es por eso que “Perón se dedicó a lo largo de toda su carrera política
a impedir los 17 de octubre, es decir, a impedir que los trabajadores zanjaran las
diferencias de las clases dominantes a través de la movilización directa; ésta era tarea del
propio Perón (…) Perón acuñó implícitamente la siguiente fórmula: la suerte del
movimiento obrero está atada a mi suerte y mi suerte está atada a la de las Fuerzas
Armadas; si las Fuerzas Armadas cambian de monta la clase obrera está derrotada,
porque no puede ni debe enfrentar a los soldados de la Nación”.[21] Eso fue lo que pasó,
digamos de paso, en el golpe de 1955.
Conclusión
“Los límites de la política argentina se mantenían dentro de los contornos dibujados por el
bloque de clases dominantes (…) nadie rompía nada irreparable; bastaba que los
trabajadores votaran y ganaran para que redistribuyeran de otro modo los beneficios del
capital, y si los trabajadores podían redistribuir con el simple instrumento del voto,
la confianza en el capitalismo, en su capacidad de satisfacer sus necesidades, se
multiplicaba hasta el infinito. Y no se trataba de la confianza en el capitalismo
independiente, como sostienen los maquilladores profesionales de la burguesía, sino la
confianza en el capitalismo tal cual era, dependiente, semigrotesco (…) La opulencia
argentina velaba la dependencia, generaba la ilusión de que con repartir mejor
bastaba y sobraba. Y el peronismo no se propuso seriamente otra cosa cada vez que
alcanzó el gobierno”.[22]
Cabe aclarar que esta “ilusión de repartir mejor” a la que se refiere el autor en 1985 es
mucho más ilusoria aún en las condiciones del capitalismo globalizado, como lo muestran
las gestiones de Menem, Duhalde y ahora Kirchner. Pero ése es el profundo contenido
político de la ideología peronista, sancionado por las masas el 17 de octubre: la ilusión
del reparto de la torta en beneficio de los trabajadores y los sectores populares sin
tocar los intereses de los capitalistas y sin conmover el edificio institucional de la
democracia burguesa.