De pie frente a una cruz que yacía en el suelo tosca y
grande, muy grande y al mirarla, algo dentro de mí me decía que aquella cruz era mi cruz, que debía llevarla, que debía cargarla puesto que era mía y me arrodillé para tomarla, pero era pesada, muy pesada tan grande era aquella cruz y yo tan pequeño. Una vez más el intento, quise levantarla de nuevo, pero ahora era más pesada, mucho más pesada que antes. Lo que al principio vi difícil ahora me parecía imposible. Y todo mi orgullo, toda mi necedad, toda mi rebeldía y todo mi egoísmo se desmoronaban dentro de mí y quise huir, dejar aquella cruz, era imposible llevarla, pero cuando quise abandonarla, no pude hacerlo; algo dentro de mí me decía que aquella cruz era mi cruz. ¿Cómo librarme de ella? Mi esfuerzo era inútil, vano como humo que deshace el viento, fantasía como sombra que desaparece. La cruz, mi cruz no podía llevarla y me derrumbé junto a ella y cuando más solo me sentí y me creí abandonado, alguien se acercó a mí. Era el divino Nazareno su rostro reflejaba cansancio, sus pies me hablaban de un largo camino y a pesar de su fatiga en su mirada había compasión y ante el ante el asombro de mis ojos que se negaban creer lo que veían, aquellas manos divinas abrazaron aquel áspero madero y cargando con ella continuó por el sendero. Mis labios enmudecían, parecían cerrados por un candado de acero y no hubo ni una sola palabra y luego jajajajajjaja que alivio, me había librado de aquella cruz. Caminé, corrí y en mi desenfrenada carrera libertina tropecé con el bullicio de un gentío el que, entre risas y denuestos veían pasar al Nazareno cargando una pesada cruz y me uní a ellos a observar con indiferencia y con la multitud le seguí como a un desconocido. Alma mía, qué pronto olvidaste que aquella cruz era tu cruz y que el galileo la lleva a cuestas en tu lugar. El Nazareno sangraba, sus espaldas llagadas sufrían, sus pies maltratados tropezaban y entre la sangre y sus lágrimas brotaba el fulgor de la estrella de su amor. Ay algo dentro de mí me decía que aquella cruz era mi cruz. Y cuando aquellos clavos atravesaban sus carnes veía con horror que eran mis manos las que empuñaban el pesado martillo y clavaban al divino Nazareno sobre la cruz de mis pecados, mientras cada gesto de dolor y cada grito de agonía eran una plegaria de perdón, algo dentro de mí me decía que aquella cruz era mi cruz. Oh amor divino, oh amor tan grande y yo tan pequeño tan indigno de tan incomparable amor.