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“TAQUIAS”
Las viviendas se subían las unas encima de las otras, estirándose hasta poder ver el mar,
escapando de los montes más lejanos a la costa y con ellas los jardines y las terrazas,
que luchando por el espacio parecían levitar en el aire.
Las pendientes provocaban escaleras que terminaban en patios, que se bifurcaban en
más escaleras que terminaban en más patios, formando un rompecabezas en el que se
hacía complicado saber cuando uno seguía en la vía pública o se había colado en alguna
zona vecinal.
Las mansiones rivalizaban por el vergel más colorido o por construir la fuente más
estrambótica, seguros de no escatimar en adornos ni grabados.
Sintió la garganta seca y el dolor de cabeza punzante que le había atosigado toda la
noche se presentó de nuevo con virulencia. Los golpes de aire cada vez más calientes le
empaparon de sudor en pocos minutos.
La estancia estaba muerta desde que sus padres se habían retirado. Ahora el ilustre
Taquias Filomeni padre y su esposa residían en una isla cercana, lugar de retiro dorado
para muchos otros dandalianos de cuna.
Unas semanas antes, a su vuelta, había ido a visitarlos, con el rabo entre las piernas, con
su reputación por los suelos y con el legado de su padre reducido a la villa familiar.
La visita resultó más tenue de lo que había imaginado. Su padre apostado en una silla
intentaba sin demasiado éxito recordar eventos de su vida, que mezclaba con la de otros
y con las de su propio hijo, en un rompecabezas difícil de encajar. Lo mismo le sucedió
con su madre. Poco quedaba de la mujer recta y autoritaria del pasado. En vez de eso se
encontró a una mujer blanda y sentimental, que le hablaba como si fuera un niño
pequeño.
Desde su llegada intentó pasar desapercibido todo lo que le fue posible y así no tener
que recordar para gusto de otros sus penurias en Eketia, y esa temporada en la que había
vagado por los territorios centrales subsistiendo con trabajos de poca monta.
La idea de visitar a su hermana y tener que aguantar a su marido, el Letrado Manaias, le
revolvió las tripas. Sería una constante de miradas despectivas y falsas, de comentarios
sarcásticos y artificiales. Toda su familia política atenta, escuchando sus desgracias y
excusas, que serían semilla de rumores futuros de los que siempre crecen como la mala
hierba.
Encontrarse con su primera mujer tampoco le resultaba plato de buen gusto. En este
caso a las miradas despectivas y comentarios sarcásticos se añadiría un halo de nostalgia
y de reproche.
Ella había rehecho su vida y se había colocado muy bien. Era la dama que siempre
había querido ser, o al menos la que educaron para que fuera. Con los ojos entornados
por el sol se asomó y miró durante unos segundos la casa familiar de Liliana, de la
familia Stevi, y más allá la monstruosa villa de los Berger. En alguna de esas torretas
vivía ahora Liliana, casada con Elias Berger, un jurista muy conservador, como el resto
de la familia. Tenían un inmenso poder y no dudaban en seguir a pie juntillas las pautas
del consejo ciudadano. Si el consejo propusiera que toda la ciudad se pusiera a cagar al
mediodía cualquier de los Berger se pondría de inmediato a escribir un ensayo sobre los
beneficios de la medida. Además de meapilas los cotilleos de su servicio aseguraban
que era un auténtico cretino.
Pensó que el destino le había puesto su casa enfrente, para que no pudiera escapar de
sus fracasos.
Taquias Filomeni Hijo y su esposa Liliana, lo que podría haber sido, pensó Taquias.
Recordó la frase de su padre y de su suegro tras la boda. Se miraron entre ellos
sonrientes y luego a los distraídos y asustados novios y repitieron al unísono “un buen
acuerdo para las seis partes”, la pareja y los padres de él y de ella.
Un dicho muy característico en aquellos matrimonios, cuasi orquestados por las grandes
familias.
Caminó resacoso por las estancias de la morada vacía. Su hermana se había llevado
muchos muebles y sin ama de llaves todo se había llenado de polvo.
Tenía tanto respeto y sentimientos por aquella casa que no sabía si amarla o odiarla.
Buscó un pequeño cuarto trasero, el lugar más fresco, y allí se quedó tirado en una
poltrona.
Le hubiera gustado extender su periodo de clausura, lejos de ojos inquisidores pero
tendría que presentarse delante del consejo ciudadano y recibir cualquier tipo de oferta
que le permitiera ingresos. Tendría que soportar las miradas llenas de decepción y
desprecio de todos aquellos ancianos. Sabía que tendría que tratar con los hijos de los
amigos de sus padres, toda una maraña de competitivos letrados.
No todo era tan bonito como lo pintaba el relato. Muchos hijos de la ciudad habían
fracasado, y terminaban sentenciando en pleitos entre aldeanos o como contables de
algún mercader en apuros. Se encontraría multitud de ofertas de ese tipo. Trabajos
cortos y mal pagados, de personajes con el agua al cuello que pensaban que una figura
de Dandalos los salvaría, o al menos les daría más fortaleza en sus negociaciones.
Siempre le quedaba la opción desesperada de desprenderse de aquella casa y terminar
en el mar de patios, en algún cuchitril y con algo de dinero en el bolsillo, pero aquello
solo sería acelerar su caída. Sería la imagen más horrenda. La consagración de su
declive a la vista de todos los habitantes.
Sin embargo sabía que recibiría una oferta. Su única opción, la que había estado
evitando durante demasiado tiempo.
Pasó un buen rato acicalándose. Se afeitó y preparó un elegante atuendo de verano. Una
túnica blanca con un sencillo cinturón dorado. Se arregló un poco el pelo, desmadejado
y adoptó un peinado más clásico. En aquella ciudad milenaria lo tradicional era la clave,
lo más apreciado. Esas modas de Talis eran toscas y perecederas, vulgares a los ojos de
los moderados.
Bajó las escalinatas y desembocó en una pequeña avenida que bajaba de forma
pronunciada hacia el centro.
Caminó encogido mientras recorría una hilera de casas señoriales. En los jardines había
familias despidiendo calurosamente a los letrados, hijos y maridos que con altanería se
dirigían hacia la sede del consejo ciudadano.
Muchos le reconocieron a pesar de su avanzar disimulado y hacían ademán de llamarle,
para a continuación susurrar a la persona más cercana sobre quien acababa de pasar. No
les dió oportunidad y avanzó sin mirar atrás hasta que alcanzó la vía principal
En aquella urbe apretada, donde cada metro valía su peso en oro, la vía principal parecía
ser lo único holgado. Una inmensa avenida adornada con árboles y elaboradas
esculturas que desembocaba en la gran plaza central donde un reguero de gente
desordenada disfrutaba y sufría el implacable sol de la tarde.
El inmenso palacio tenía un techo altísimo con unas pinturas que apenas se podían ver
desde el suelo. Caminó a buen ritmo por la superficie de grandes losas blancas. En los
laterales había columnas salpicadas de complicados encajes de piedra que parecían
árboles señalando el camino.
Los ventanales, situados a bastante altura, dejaban entrar corrientes de luz que al
encontrarse con las columnas formaban multitud de líneas de luces y sombras a cada
paso.
Al final del pasillo esperaba un hombre muy mayor de rostro adusto sentado en una
mesa. Tenía un simple papel que marcó con el nombre de Taquias Filomeni hijo.
Se adentró en un pasillo angosto con el techo bajo. Tuvo la impresión de que hacerles
pasar por aquel pasadizo, minúsculo en comparación con el edificio, formaba parte de la
representación para hacerles sentir insignificantes ante el consejo ciudadano.
Al salir accedió a una estancia amplia, seca, sin adornos y con un incómodo eco. Solo
había una gran mesa de mármol al fondo, separada del resto de la estancia por un par de
escalones. En el lateral había un tablero rebosante de papeles en varios bloques.
En esa mesa principal se encontraban los miembros del consejo ciudadano.
Si el pasillo angosto que había recorrido antes no era suficiente, ahora tendría que mirar
hacia arriba para dirigirse al consejo, por si acaso los letrados no se sentían
suficientemente intimidados.
Delante de él un hombre de unos treinta años esperaba a ser llamado. Estaba nervioso y
se balanceaba, incapaz de mantenerse quieto mientras se secaba de forma impulsiva las
manos a la toga.
Pasó así un par de minutos, con el hombre aumentando la cadencia de su balanceo y el
movimiento de los papeles en manos de los ancianos como único sonido en la incómoda
habitación. Tras ignorarlo durante todo ese tiempo uno de los ancianos alzó la vista y le
indicó que se acercara. No subió los escalones, solo se acercó a ellos. Allí hizo una
exagerada reverencia y esperó.
—Letrado Herion Altaman. No tiene ninguna oferta de la corte. En la mesa de la
izquierda encontrará ofertas puntuales —dijo el anciano del centro con tono displicente.
No le miró a la cara. Tampoco lo hicieron los otros cuatro ancianos, que parecían
ocupados pensando en sus cosas, con muecas de disgusto por tener que aguantar toda
aquella ceremonia.
El letrado se puso rojo, la cara le vibró como si estuviera a punto de salirse de sitio.
Taquias pensó que le daría un ataque de locura y se pondría a gritar y a maldecir pero
aguantó estoicamente su desesperación y con la cara tensa caminó hacia el tablero
repleto de papeles. Las ofertas de los desesperados. Miró a Taquias con rostro
compungido y avergonzado y con ojos llorosos comenzó a husmear entre los papeles.
El nerviosismo de Taquias aumentó súbitamente y como el anterior letrado se encontró
tembloroso, sin saber qué hacer con las manos y esperando a que alguno de esos
impertérritos ancianos se dignara a prestarle atención. Quiso que fuera rápido, directo,
una frase inmediata, como la del hombre que le había precedido.
Uno de los ancianos le miró. Taquias se acercó e igualmente hizo una reverencia al
consejo.
Este examinó el papel con atención y después elevó la vista. Taquias pudo sentir el
repudio en sus ojos, en sus labios, en toda su expresión.
—Taquias Filomeni hijo —dijo frunciendo el ceño.
—¿el de Eketia? —preguntó apresurado otro de los ancianos, el de la esquina —menuda
la que montó, menudo desastre.
Taquias no dijo nada. Se mantuvo entero. Ya tendría tiempo para derrumbarse.
El anciano del centro resopló. Los otros intercambiaron miradas de desagrado que sin
ser dirigidas a Taquias fueron suficientes para mostrarle el asco que sentían hacia su
persona.
—Por raro que parezca tiene una oferta —dijo el anciano con sorna—. Tutela de los dos
hijos del rey de Norian. Barne, hija del rey Gerko. Romul, hijo del rey Gerko y heredero
al trono. ¿la acepta?, ¿acepta la oferta? repitió de nuevo el anciano.
—La acepto.
Taquias hizo de nuevo una reverencia para despedirse pero en cuanto se había girado un
anciano habló
—de lo peor que le ha pasado a esta ciudad, a esta institución en años. Si hubiera más
como usted no nos contrataría nadie, de hecho nos atacarían por mandar inútiles— el
anciano espumeó toda su rabia contra el letrado, que no pudo hacer otra cosa que asentir
con gesto apenado.
—¿Cuántos hombres murieron?¿treinta mil?cuarenta mil? , qué locura, no sé qué están
pensando en el norte.
y a ti que más te da viejo de mierda. Te van a pagar la puta comisión, que es lo que
quieres
Salió de la reunión apurado, más impresionado por el gesto de dolor de aquel otro
letrado que por las previsibles palabras del anciano.
No consejero supremo, disculpe pero no acepto, ni esa oferta ni las migajas de mierda
de allí. Vayase al infierno usted y toda la ciudad.
Si todos los letrados tuvieran que hacer una prueba de nivel, un examen para dilucidar
su destino, seguramente Norian sería de los lugares más aciagos. Él ya había oído hablar
de Norian, de hecho sabía que antes o después tendría que enfrentarse a la decisión de
aceptar o no la oferta. Su padre había trabajado en el norte, había sido canciller del rey
Gerko, pero lo había hecho con gusto, nunca se sintió pequeño por ir al Norte y nadie en
Dándalos lo consideró como tal, pero él no era su padre. Allí estuvo cuando era muy
joven, y cuando se fue siguió labrando un buen nombre y de mayor decidió volver. Su
padre hablaba de Norian con orgullo.
Había advertido a su hijo sobre sus posibilidades en aquella tierra. Taquias siempre lo
había esquivado, por vanidad, porque quería marcar su propio camino sin la influencia
de su padre y por la guasa y mala opinión que traía consigo el referirse a aquel lugar
bárbaro.
Su madre trató de inculcarle el gusto por las leyes. Decía que un jurista vivía bien, que
haría una buena fortuna y no tendría que depender de la torpeza de terceros. El decidió
embarcarse en los estudios militares. Se imaginaba siendo uno de esos pensadores y
escritores del pasado,esos que tuvo que leer una y otra vez. Hemenias, conocido orador
que acompañó a varios comandantes Talicos durante las primeras conquistas, doscientos
años atrás. Mitigor, que había narrado con todo lujo de detalle la vida en la corte de un
rey de Alania, en un retrato magnífico de la región en aquella época.
O incluso más atrás, a pensadores y consejeros del mismísimo primer imperio.
Tras el desastre de Eketia valoró la opción de volver a Dándalos, pero avergonzado y
esperanzado con un giro en su suerte decidió deambular y dedicarse a otros menesteres,
a trabajos mundanos. Pensó, todavía con un hilo de orgullo, que aquel trabajo
significaría su derrota final. Aceptar el destino que le había indicado su padre.
Alguna plaza de valor en el imperio de Talis, una vibrante fortaleza en Alania, en las
tierras exóticas más allá del gran lago, o incluso en los pequeños reinos y ciudades
estado de Hugonia, más al norte de Talis. Fantaseó también con la idea de ser un
representante en las mesetas o en el desierto, en alguna carpa aconsejando a algún
pintoresco caudillo. Destinos curiosos pero que le traerian pingües beneficios.
Se le cayó el alma a los pies cuando de frente a escasos metros se encontró con Atanias,
que le saludó con efusividad. Respondió con una sonrisa desganada y se presentó ante el
grupo. La mayoría de ellos eran conocidos de la escuela de arte militar, o gente de su
generación.
—Estoy ciertamente ilusionado con la tarea y la residencia de los Arcasi en Thalys es
soberbia. Tuve oportunidad de conocerla antes de acceder al trabajo y me resultó única
en su clase —dijo Deuxo mientras le escuchaban atentamente.
Hubo sonrisas forzadas y celos por el fantástico destino que había obtenido.
Puto idiota pensó Taquias.
—ya no te vamos a volver a ver en Dandalos estimado Deuxo! —dijo con entusiasmo
Malaquias mientras hacía un ademán con el brazo, como si quisiera darle una palmadita
pero dejando la mano en el aire. Una atrevida muestra de afecto para lo que era la
personalidad de todos aquellos hombres.
—Esperemos que las tramas de la corte me lo permitan —contestó Deuxo con una
sonrisa de satisfacción, incapaz de contener su entusiasmo.
Ese amago de broma obtuvo la carcajada falsa de los allí presentes.
—¿y tú Atanias?, que nos dices de tu nuevo destino en Tabania —le contestó Deuxo—
las dunas del desierto. Ciertamente te habrá resultado un buen negocio.
—Un gran éxito para la familia —contestó, con gesto tenso y agarrotado—. Anhelo
llegar cuanto antes y descubrir todos los secretos de la ciudad.
—y nos los contarás —preguntó Malaquías guiñando el ojo.
—¡Sabéis como funcionan estas cosas! —dijo Atanias abriendo los brazos y mirando
uno a uno al resto de los presentes, con una mueca nerviosa y poco natural.
Taquias intentó obsequiarle con una sonrisa pero su rostro decía lo contrario. Toda la
conversación parecía una memez, un encuentro postizo para interrogarse sobre su
destino, preguntas que denotaban cansancio y poco interés.
Preguntarle a un letrado si nos va a contar su trabajo. Eso sería romper la primera
regla. Dejar de trabajar para tu empleador y dar información a unos y a otros. Era una
gilipollez considerando la cantidad de preguntas interesantes que podría haber hecho.
En cualquier caso ese comentario también obtuvo una pequeña carcajada de cortesía.
Taquias no había dicho nada en todo ese tiempo. Se limitó a sonreír y repartir distintas
muecas curiosas para mostrar interés.
Si hubiera podido los habría mandado a todos al infierno y se habría largado.
El desgraciado de Deuxo. En cualquier otra ciudad se le conocería por lo que realmente
era, un vago y un borracho, además de gordo con aspecto desagradable. Un zoquete que
gracias a su papá iba a relacionarse con consejeros y senadores de Talis. Un caramelo
para todos aquellos ambiciosos políticos y juristas.
Era bien cierto lo que decían. Quien sabe si las tramas le permitirían volver. No sería el
primero al que acuchillaran con brutalidad por culpa de algún jovencito enojado por
alguna opinión contraria, o por no poder resolver algún entuerto, aunque no tuviera
culpa ninguna. No le veía capaz de calmar todos los ánimos, por lo que terminaría
lamiendo botas a unos y a otros con tal de mantenerse en el escenario.
El destino de Atanias en el desierto también era apetitoso. En ese caso como contable de
una ciudad riquísima. Su tarea era contar dinero y organizar las serpenteantes caravanas
hacia la costa y otras ciudad Alanias. Lujo, fiestas y placer era lo que le esperaba,
aunque tampoco era un destino del todo pacífico. Las dunas de oro era una plaza
hermética y asediada a menudo por piratas. Eran suspicaces de todo aquel que llegaba
buscando fortuna y se iba con las manos llenas sin permanecer mucho tiempo. En
ocasiones solo era posible salir de allí montado en un caballo en medio de la noche.
Atanias era un buen tipo, el mejor de aquel grupo. Hierático como todos ellos, pero que
parecía ser natural en sus reacciones. Un trabajador cuya mayor motivación era que le
dieran trabajo. Aburrido, plano y con una conversación árida que terminaba por
desquiciar al más paciente de los embajadores, pero que por otra parte le ahorraba
enemistades manifiestas, al ser imposible acceder a lo que fuera que le preocupara en su
interior.
—¿qué hay de ti ,Taquias? te veo muy callado —preguntó con sorna Malaquias. Estaba
deseando interrogar a todos, y poder sacar punta a cualquier cosa. Iba muy peripuesto
con un faldón, y una especie de camisa larga de colores— ¿ilusionado con las tierras del
norte?
—Desde luego, una gran aventura. Mi viaje está programado para la próxima semana
cuando partiremos hacia Gillians.
—Gillians.. —dijo el cabrón de Deuxo dejándolo en el aire.
—No es la mejor de los destinos, desde luego —contestó Taquias sabiendo a que se
refería aquel gordo burlón— pero desde allí llegaremos al castillo de Visegard. Ardo en
deseos de visitar sus famosas cascadas y esos parajes tan exóticos.
—Las brujas de Athalins —interrumpió Atanias, intentando echarle un cable a su
amigo. Mejor hablar de alguna leyenda que seguir recordando su penoso destino.
—Bárbaros ebrios en un lodazal —dijo de repente otro de los presentes, Eneas.
Estirado, serio, altivo y el más adinerado de todos ellos.
Las carcajadas fueron sonoras. Los muy lameculos se habrían reído dijera lo que dijera.
Le tenían tan poco aprecio como él, pero era de una familia de nivel. Su abuelo era uno
de esos ancianos que le habían mirado con horror unos minutos antes. Taquias no tuvo
otra que sonreír como pudo y soportar la mirada repugnante con la que Eneas le
obsequió.
—no es tan malo como parece —farfulló Taquias
—oh sí, realmente lo es —replicó inmediatamente Eneas, apurado por hacer leña del
árbol caído.
Hubo un breve silencio incómodo y vergonzante. El grupo miró a Taquias esperando
algún tipo de reacción que no llegó. Tras eso Atanias, de nuevo gentil con su amigo,
hizo una referencia a Talis y la corte imperial, llevando de nuevo la conversación por
esa senda.
En cuanto pudo se escabulló de aquel encuentro echando humo. Caminó de forma
apurada, casi a trompicones. Evitó las calles principales hasta que llegó a un pequeño
paseo cercano al mar. Encontró una pequeña tetería regentada por Jonitas y se sentó en
una escondida terraza interior con unas inmejorables vistas de la bahía. Un hombre de
piel aceitunada y generoso bigote se acercó a la mesa. Vestía con unos pintorescos
pantalones bombachos y un chaleco de cuero que parecía tanto valer para montar a
caballo en medio del árido páramo como para servir unas bebidas.
El jonita llevaba una bandeja con varios vasos de cristal adornados con pequeñas formas
y una tetera.
—Hoy me gustaría algo más fuerte —replicó Taquias guiñando el ojo.
El jonita entendió y retornó poco después con una botella de un licor amarillento.
Beber a media tarde y sin motivo no era lo más correcto en la correctísima cultura
dandaliana, pero le importó poco. Si ya estaba poco convencido de su destino la reunión
con aquel grupo de imbéciles le había hecho vacilar todavía más.