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Aris

El caballo respiraba violentamente agitando la cabeza. A pesar de la velocidad y de lo


escarpado del terreno la mujer lo controlaba con pericia, inclinada hacia delante y
dispuesta a mantener ese ritmo el tiempo que fuera necesario. A corta distancia un
inagotable grupo de hombres la seguía sin permitirse darle un respiro.
La implacable persecución prosiguió durante unos minutos, con la exagerada
respiración del caballo aumentando más y más, para desasosiego de la ya apurada
mujer.
En un desnivel del terreno el caballo se asustó,  frenó de repente y se encabritó. La
mujer lo controló con destreza pero antes de que pudiera enderezarlo el exhausto animal
recibió el disparo de una flecha en la pata trasera.
El caballo lanzó un relincho agudo y desesperado y cayó al suelo. Abrió la boca todo lo
que le alcanzó, jadeando y más preocupado en contener su corazón que en su pata
herida.
La mujer cayó de bruces pero se incorporó sin prestar atención al caballo y trató de
escapar por el bosque, cubierto de un omnipresente musgo. Resbaló, se levantó y miró
atrás calculando la distancia con sus perseguidores.
El tiempo de repente se ralentizó hasta casi detenerse. La escena se trasladó a los ojos
de aquella mujer, que continuaba su escapatoria trabajosamente, a trompicones,
arrastrando su vestido largo y empapado.
Los ojos de la mujer le mostraron el suelo verdoso, sus manos sucias y un voluminoso
anillo con una piedra azul. La mujer levantó la cabeza y vió árboles hasta donde le
alcanzaba la vista. El sonido también se detuvo. El sonido acompasado de los cascos de
los caballos y el rugido bronco de los soldados se dilató en el tiempo.
La mujer miró hacia atrás de nuevo y descubrió la silueta de un caballo y un imponente
guerrero que portaba un abultado casco. El soldado soltó la brida, se echó la mano a la
cintura y le disparó una lanza. El tiempo volvió a su estado original, o incluso se
aceleró, con el asta volando a toda velocidad hacia ella.
Aris abrió los ojos sobresaltado y sudando, pegó un brinco en la cama y se incorporó.
Sintió que el corazón se aceleraba súbitamente. Se sentó en la cama y trató de
reponerse. Miró de frente en medio de la penumbra y se encontró a Harland, tumbado
de lado en su camastro y observando con una sonrisa el mal trago de su amigo.
—¿quién fue esta vez, tu madre o el tío Klaus?  —preguntó Harland con su habitual
tono chistoso.
—mi madre —dijo todo lo secamente que le permitió su respiración acelerada.
No sabía si era su madre, pero siempre lo habían supuesto. Él no aparecía en el sueño y
nunca lo había hecho, pero por lo que le había contado el tío Klaus tenía que ser ella.
Una mujer muy refinada, que montaba un caballo imponente del sur, morena y con un
acento muy lejano.
—¿y qué pasaba esta vez?
—Estaba en el bosque y escapaba de unos soldados. 
—ah, un clásico de las noches de invierno, de mis favoritos —replicó Harland
Aris no dijo nada y dejo que su mirada se perdiera en la grietas de la pared, pero pronto
la penumbra hizo que su mente formara figuras espantosas con las grietas y agujeros, asi
que se tumbó, ladeó la cabeza y miró a través de la ventana. Llovía a mares y todo
estaba oscuro, apenas se podía vislumbrar el camino. 
Aris siempre se sentía desamparado después de aquellos sueños. Harland no era
suficiente para evitar esa nefasta sensación de soledad. Sin embargo, a pesar del
abatimiento que le producían aquellas imágenes no se imaginaba la vida sin ellas. Era
un recuerdo de su madre, algo a lo que agarrarse.
Harland también era huérfano y también había sido adoptado por Klaus, pero llegó más
mayor, con cinco años, después de que su madre muriera por fiebres. Nunca conoció a
su padre. Juntos habían formado una familia peculiar. Vivían en una pequeña cabaña en
el valle dentro de los terrenos de un señor, rodeados de familias que hacían lo mismo
que ellos. Trabajar duro con animales, recoger la cosecha y vivir humildemente pero
formando una comunidad intensa y emocional. 
—Venga despierta, ¡vago cabrón! 
Aris sintió unas palmaditas en la mejilla y abrió los ojos enfadado. A Harland le
encantaba despertarle sin contemplaciones.
—Hoy va a ser un gran día —dijo mirando hacia la ventana y asintiendo a sí mismo con
la cabeza.
—¿qué hora es?
—Pronto, muy pronto, pero hay que prepararse, vestirse y no estaría mal que te bañaras,
y lo digo con todo el cariño del mundo eh —Harland se rió y le dio otra palmadita a su
amigo, todavía tumbado en la cama con los ojos entreabiertos.
Así hicieron, se asearon y se pusieron su mejor ropa. No es que tuvieran demasiadas
opciones para elegir, pero entre ellas optaron por dos bonitas camisas, sin manchones y
unos pantalones de pana. 
Salieron de la cabaña y se dirigieron al camino, saludando efusivamente a todos los
vecinos, trabajadores de la gran plantación, como ellos. Harland no dudaba en
recordarles a todos que aquel era el gran día.
Como si no supieran desde hace semanas que hoy es la fiesta de la cosecha, pensó Aris
que intentaba seguir el paso apurado de su amigo.
A media mañana la explanada donde se celebraba la fiesta ya estaba a rebosar. Los
encargados, cualquier otro día exigentes y malhumorados, se encargaban de asar cerdos
bien gordos y su olor parecía mecerse por el aire, cubriendo todo el ambiente. Las
mujeres preparaban las larguísimas mesas y muchachos más jóvenes demostraban su
fuerza cargando barriles de cerveza.
Aris y Harland se juntaron con su grupo de amigos. Tinlin, Robbo así como las chicas,
Gladys o Desiree. 
—¿Nos vais a echar de menos? —dijo Aris al resto del grupito con cara bobalicona.
—Estamos hartos de vosotros dos —contestó Robbo 
Las chicas pusieron cara triste, así como Tinlin, que no parecía aquella mañana tan
bromista como Robbo, despreocupado y más pendiente de hincharse a comer y beber.
—Que vais a hacer cuando salgáis de aquí —dijo mientra daba buena cuenta de un
muslo de pollo.
—Realmente no lo sabemos —Aris miró a Harland esperando que este saliera con algún
plan.
—Vivir, viviremos la vida fuera de la granja, eso es más que suficiente —contestó
Harland con vigor. Después le pegó un buen trago a la cerveza y se quedó pensativo—.
Lo primero que haremos es ir a Strugeon, a ver si este vago se anima de una vez a
participar en un torneo.
Aris frunció el ceño y miró a Harland. Se quedó a punto de decir algo, pero al final
desistió.
—En Strugeon no te vas a encontrar a esta banda de paletos, seguro que hay gente más
diestra —dijo Robbo con seguridad, aunque lo cierto es que no tenía la más remota idea
de como era un torneo de aquellos. De hecho jamás había cogido una espada.
—Así que te harás rico de torneo en torneo —dijo Gladys risueña.
—Eso es lo que piensa el loco de Harland.
—Todo al tiempo muchachos. Pronto leerán sobre las proezas de nuestro querido Aris
—dijo elevando el dedo índice, concentrado en aquello, que solía repetir tan a menudo.
—¿Y tú qué harás? robarle el dinero y gastarlo en cerveza —replicó Robbo provocando
la risa de todos.
No querían que se fueran. Harland era un tipo con energía que conocía a todo el mundo.
Era astuto, bromista y a veces un poco cabrón, pero todo el mundo le quería. Aris
siempre fue más arisco, más callado, desconfiado e introvertido. Era el muchacho que
iba detrás de Harland, su vida se impulsaba gracias a él. Sino sería un chico apocado
con un constante sentimiento de abandono. Harland siempre aparecía para sacarle una
sonrisa, o para vacilarle por su cara de muermo, contando alguna historia funesta de
algún conocido y así recordarle que su situación era de todo menos mala.
Todo el grupo quería disfrutar cada minuto de la fiesta. Con unas cervezas encima
Harland sacó a Gladys a bailar, luego se animó a cantar y tras él Aris, bebiendo y
abrazándose a todos. Desde los encargados hasta las cocineras se despidieron de los
muchachos y repitieron una y otra vez los mismos chascarrillos sobre las aventuras que
encontrarían en el imperio.
Bien entrada la noche el alboroto menguó, los granjeros se diseminaron y los dos
muchachos  caminaron pausadamente hasta su cabaña, disfrutando cada rincón del
camino.
 Antes de entrar se quedaron plantados delante de la puerta, contemplando el que había
sido su hogar durante todos esos años.
—¿Nos arrepentiremos? —Preguntó Aris con voz emocionada
—No lo sabremos hasta que nos vayamos de aquí Aris —dijo Harland convencido—
además es lo que siempre quiso el tío Klaus.
El tío Klaus siempre les había animado a probar suerte, a salir de allí, a no rendirse. 
Harland le pasó la mano por la espalda a Aris y dijo
—¿no es lo que planeaba tu madre para ti? 
Aris no dijo nada. Esbozó una pequeña sonrisa y permaneció allí, junto a Harland,
observando detenidamente aquella castigada cabaña. Visualizó a su tío sentado en el
porche y a ellos dos corriendo por el pequeño patio. Se esforzó para que su mente
recordara para siempre ese momento. Tenía la sensación de que pasaría mucho tiempo
hasta que volvieran.
Le hubiera gustado que su tío pudiera darles su visto bueno,convencerles una vez más
de su aventura. Él le arrancaría de cuajo ese miedo que parecía haberse adueñado de él.
Le habría contado alguna de esas historias que escuchaba en el muelle de Gillians,
historias de marineros, de ílgotas, de viajeros hablando de lugares increíbles. 
Le animaría sin reparo a convertirse en un gran guerrero, un mercader, o simplemente
un buen hombre, feliz y satisfecho tras haber agotado todas sus opciones.
Si le tuviera delante le preguntaría por enésima vez sobre su madre y como la había
conocido. Esas historias tenían que ser el origen de sus sueños. Él solamente
representaba una y otra vez lo que le había dicho su tío.
Su tío ya estaba aburrido de aquella historia, pero sabía que el chico la necesitaba.
Una mujer bella, elegante, morena y ciertamente de un lugar muy lejano, montada en un
imponente corcel que apresuradamente había decidido dejar a un niño de unos cuantos
meses con aquel desconocido. 
Recordaba las frases de memoria: “¿qué quiere que haga con el niño?”, y ella con total
tranquilidad respondía “cuidele, es muy importante. Él encontrará su destino”.
Y se fué, cabalgando a toda prisa sin mirar atrás.
Lo de buscar su destino siempre le pareció demasiado impreciso y teatral. Harland
habría construido una alternativa épica a todo aquello pero Aris necesitaba tener unas
reglas, un método al que agarrarse. El trabajo y los combates de entrenamiento suponían
la base de su vida y decidió no recurrir a pensamientos demasiado optimistas con
respecto a su madre. Incluso llegó a pensar que el tío Klaus se hubiera inventado todo
aquello viendo que era el más sensible de los dos chicos. Quizás su madre simplemente
se deshizo se él como buenamente pudo.
Cual es mi destino, qué es tener un destino. Si me dejó aquí ¿no se supone que la
plantación es lo que me toca? Casarme con alguna de esas muchachas y conseguir un
trozo de tierra que nos dé de comer. 
No le había dejado nada, no le había dado ninguna indicación. Lo único distintivo era
una pequeña marca, un tatuaje apenas visible cerca del hombro, un círculo con una
flecha hacia arriba. Esa marca le daba veracidad a la historia del tío Klaus, al que no le
gustaba que el muchacho fuera preguntando por ese símbolo ni mostrándolo
demasiado. 
Entraron en la casa y se tumbaron. No dijeron nada, no hacía falta. Los dos estaban
pensando lo mismo. Puede que las historias y recuerdos se estuvieran mezclando en su
cabeza, con esa mezcla de temor y esperanza por lo que estaba por venir.

“TAQUIAS”

Se despertó tarde, lo que ya se había convertido en rutina desde su vuelta a Dándalos. Se


arrastró hasta la terraza y se repanchingó en una butaca de mimbre que crujió,
sorprendida por el repentino peso. El sosiego inicial se truncó pronto en incomodidad
cuando la humedad y el aire caliente le inundaron.
La residencia familiar estaba al oeste de la ciudad, en un elegante barrio anclado sobre
un promontorio rocoso, de los muchos que salpicaban la irregular ciudad. Casas
excavadas en la roca blanca se mezclaban en armonía con mansiones formidables,
esparcidas desde el puerto hasta el interior en un ligera pendiente.
Había cientos de cúpulas, desde las más achatadas o encebolladas hasta aquellas que
parecían afilarse intentando tocar las nubes.  
Otras más modernas eran cuadradas, sobrias y rodeadas de columnas que parecían una
sucesión de soldados de piedra protegiendo algo muy valioso en el interior. Todas ellas
eran blancas, tapizadas de cal y adornadas con esculturas.

Las viviendas se subían las unas encima de las otras, estirándose hasta poder ver el mar,
escapando de los montes más lejanos a la costa y con ellas los jardines y las terrazas,
que luchando por el espacio parecían levitar en el aire.
 Las pendientes provocaban escaleras que terminaban en patios, que se bifurcaban en
más escaleras que terminaban en más patios, formando un rompecabezas en el que se
hacía complicado saber cuando uno seguía en la vía pública o se había colado en alguna
zona vecinal.
Las mansiones rivalizaban por el vergel más colorido o por construir la fuente más
estrambótica, seguros de no escatimar en adornos ni grabados. 
Sintió la garganta seca y el dolor de cabeza punzante que le había atosigado toda la
noche se presentó de nuevo con virulencia. Los golpes de aire cada vez más calientes le
empaparon de sudor en pocos minutos. 
La estancia estaba muerta desde que sus padres se habían retirado. Ahora el ilustre
Taquias Filomeni padre y su esposa residían en una isla cercana, lugar de retiro dorado
para muchos otros dandalianos de cuna.
Unas semanas antes, a su vuelta, había ido a visitarlos, con el rabo entre las piernas, con
su reputación por los suelos y con el legado de su padre reducido a la villa familiar.
La visita resultó más tenue de lo que había imaginado. Su padre apostado en una silla
intentaba sin demasiado éxito recordar eventos de su vida, que mezclaba con la de otros
y con las de su propio hijo, en un rompecabezas difícil de encajar. Lo mismo le sucedió
con su madre. Poco quedaba de la mujer recta y autoritaria del pasado. En vez de eso se
encontró a una mujer blanda y sentimental, que le hablaba como si fuera un niño
pequeño.
Desde su llegada intentó pasar desapercibido todo lo que le fue posible y así no tener
que recordar para gusto de otros sus penurias en Eketia, y esa temporada en la que había
vagado por los territorios centrales subsistiendo con trabajos de poca monta.
La idea de visitar a su hermana y tener que aguantar a su marido, el Letrado Manaias, le
revolvió las tripas. Sería una constante de miradas despectivas y falsas, de comentarios
sarcásticos y artificiales. Toda su familia política atenta, escuchando sus desgracias y
excusas, que serían semilla de rumores futuros de los que siempre crecen como la mala
hierba. 
Encontrarse con su primera mujer tampoco le resultaba plato de buen gusto. En este
caso a las miradas despectivas y comentarios sarcásticos se añadiría un halo de nostalgia
y de reproche.
Ella había rehecho su vida y se había colocado muy bien. Era la dama que siempre
había querido ser, o al menos la que educaron para que fuera. Con los ojos entornados
por el sol se asomó y miró durante unos segundos la casa familiar de Liliana, de la
familia Stevi, y más allá la monstruosa villa de los Berger. En alguna de esas torretas
vivía ahora Liliana, casada con Elias Berger, un jurista muy conservador, como el resto
de la familia. Tenían un inmenso poder y no dudaban en seguir a pie juntillas las pautas
del consejo ciudadano. Si el consejo propusiera que toda la ciudad se pusiera a cagar al
mediodía cualquier de los Berger se pondría de inmediato a escribir un ensayo sobre los
beneficios de la medida. Además de meapilas los cotilleos de su servicio aseguraban
que era un auténtico cretino.
Pensó que el destino le había puesto su casa enfrente, para que no pudiera escapar de
sus fracasos.
Taquias Filomeni Hijo y su esposa Liliana, lo que podría haber sido, pensó Taquias.
Recordó la frase de su padre y de su suegro tras la boda. Se miraron entre ellos
sonrientes y luego a los distraídos y asustados novios y repitieron al unísono “un buen
acuerdo para las seis partes”, la pareja y los padres de él y de ella.
Un dicho muy característico en aquellos matrimonios, cuasi orquestados por las grandes
familias.
Caminó resacoso por las estancias de la morada vacía. Su hermana se había llevado
muchos muebles y sin ama de llaves todo se había llenado de polvo.
Tenía tanto respeto y sentimientos por aquella casa que no sabía si amarla o odiarla.
Buscó un pequeño cuarto trasero, el lugar más fresco, y allí se quedó tirado en una
poltrona.
Le hubiera gustado extender su periodo de clausura, lejos de ojos inquisidores pero
tendría que presentarse delante del consejo ciudadano y recibir cualquier tipo de oferta
que le permitiera ingresos. Tendría que soportar las miradas llenas de decepción y
desprecio de todos aquellos ancianos. Sabía que tendría que tratar con los hijos de los
amigos de sus padres, toda una maraña de competitivos letrados.
No todo era tan bonito como lo pintaba el relato. Muchos hijos de la ciudad habían
fracasado, y terminaban sentenciando en pleitos entre aldeanos o como contables de
algún mercader en apuros. Se encontraría multitud de ofertas de ese tipo. Trabajos
cortos y mal pagados, de personajes con el agua al cuello que pensaban que una figura
de Dandalos los salvaría, o al menos les daría más fortaleza en sus negociaciones.
 Siempre le quedaba la opción desesperada de desprenderse de aquella casa y terminar
en el mar de patios, en algún cuchitril y con algo de dinero en el bolsillo, pero aquello
solo sería acelerar su caída. Sería la imagen más horrenda. La consagración de su
declive a la vista de todos los habitantes. 
Sin embargo sabía que recibiría una oferta. Su única opción, la que había estado
evitando durante demasiado tiempo.
Pasó un buen rato acicalándose. Se afeitó y preparó un elegante atuendo de verano. Una
túnica blanca con un sencillo cinturón dorado. Se arregló un poco el pelo, desmadejado
y adoptó un peinado más clásico. En aquella ciudad milenaria lo tradicional era la clave,
lo más apreciado. Esas modas de Talis eran toscas y perecederas, vulgares a los ojos de
los moderados. 
Bajó las escalinatas y desembocó en una pequeña avenida que bajaba de forma
pronunciada hacia el centro.
Caminó encogido mientras recorría una hilera de casas señoriales. En los jardines había
familias despidiendo calurosamente a los letrados, hijos y maridos que con altanería se
dirigían hacia la sede del consejo ciudadano.
Muchos le reconocieron a pesar de su avanzar disimulado y hacían ademán de llamarle,
para a continuación susurrar a la persona más cercana sobre quien acababa de pasar. No
les dió oportunidad y avanzó sin mirar atrás hasta que alcanzó la vía principal
En aquella urbe apretada, donde cada metro valía su peso en oro, la vía principal parecía
ser lo único holgado. Una inmensa avenida adornada con árboles y elaboradas
esculturas que desembocaba en la gran plaza central donde un reguero de gente
desordenada disfrutaba y sufría el implacable sol de la tarde.

El inmenso palacio tenía un techo altísimo con unas pinturas que apenas se podían ver
desde el suelo. Caminó a buen ritmo por la superficie de grandes losas blancas. En los
laterales había columnas salpicadas de complicados encajes de piedra que parecían
árboles señalando el camino.
Los ventanales, situados a bastante altura, dejaban entrar corrientes de luz que al
encontrarse con las columnas formaban multitud de líneas de luces y sombras a cada
paso.
Al final del pasillo esperaba un hombre muy mayor de rostro adusto sentado en una
mesa. Tenía un simple papel que marcó con el nombre de Taquias Filomeni hijo. 
Se adentró en un pasillo angosto con el techo bajo. Tuvo la impresión de que hacerles
pasar por aquel pasadizo, minúsculo en comparación con el edificio, formaba parte de la
representación para  hacerles sentir insignificantes ante el consejo ciudadano. 
Al salir accedió a una estancia amplia, seca, sin adornos y con un incómodo eco. Solo
había una gran mesa de mármol al fondo, separada del resto de la estancia por un par de
escalones. En el lateral había un tablero rebosante de papeles en varios bloques.
En esa mesa principal se encontraban los miembros del consejo ciudadano. 
Si el pasillo angosto que había recorrido antes no era suficiente, ahora tendría que mirar
hacia arriba para dirigirse al consejo, por si acaso los letrados no se sentían
suficientemente intimidados.
Delante de él un hombre de unos treinta años esperaba a ser llamado. Estaba nervioso y
se balanceaba, incapaz de mantenerse quieto mientras se secaba de forma impulsiva las
manos a la toga. 
Pasó así un par de minutos, con el hombre aumentando la cadencia de su balanceo y el
movimiento de los papeles en manos de los ancianos como único sonido en la incómoda
habitación. Tras ignorarlo durante todo ese tiempo uno de los ancianos alzó la vista y le
indicó que se acercara. No subió los escalones, solo se acercó a ellos. Allí hizo una
exagerada reverencia y esperó.
—Letrado Herion Altaman. No tiene ninguna oferta de la corte. En la mesa de la
izquierda encontrará ofertas puntuales —dijo el anciano del centro con tono displicente.
No le miró a la cara. Tampoco lo hicieron los otros cuatro ancianos, que parecían
ocupados pensando en sus cosas, con muecas de disgusto por tener que aguantar toda
aquella ceremonia.
 El letrado se puso rojo, la cara le vibró como si estuviera a punto de salirse de sitio.
Taquias pensó que le daría un ataque de locura y se pondría a gritar y a maldecir pero
aguantó estoicamente su desesperación y con la cara tensa caminó hacia el tablero
repleto de papeles. Las ofertas de los desesperados. Miró a Taquias con rostro
compungido y avergonzado y con ojos llorosos comenzó a husmear entre los papeles.
El nerviosismo de Taquias aumentó súbitamente y como el anterior letrado se encontró
tembloroso, sin saber qué hacer con las manos y esperando a que alguno de esos
impertérritos ancianos se dignara a prestarle atención. Quiso que fuera rápido, directo,
una frase inmediata, como la del hombre que le había precedido.
Uno de los ancianos le miró. Taquias se acercó e igualmente hizo una reverencia al
consejo.
Este examinó el papel con atención y después elevó la vista. Taquias pudo sentir el
repudio en sus ojos, en sus labios, en toda su expresión.
—Taquias Filomeni hijo —dijo frunciendo el ceño.
—¿el de Eketia? —preguntó apresurado otro de los ancianos, el de la esquina —menuda
la que montó, menudo desastre.
Taquias no dijo nada. Se mantuvo entero. Ya tendría tiempo para derrumbarse.
El anciano del centro resopló. Los otros intercambiaron miradas de desagrado que sin
ser dirigidas a Taquias fueron suficientes para mostrarle el asco que sentían hacia su
persona.
—Por raro que parezca tiene una oferta —dijo el anciano con sorna—. Tutela de los dos
hijos del rey de Norian. Barne, hija del rey Gerko. Romul, hijo del rey Gerko y heredero
al trono. ¿la acepta?, ¿acepta la oferta? repitió de nuevo el anciano.
—La acepto.
Taquias hizo de nuevo una reverencia para despedirse pero en cuanto se había girado un
anciano habló
—de lo peor que le ha pasado a esta ciudad, a esta institución en años. Si hubiera más
como usted no nos contrataría nadie, de hecho nos atacarían por mandar inútiles— el
anciano espumeó toda su rabia contra el letrado, que no pudo hacer otra cosa que asentir
con gesto apenado.
—¿Cuántos hombres murieron?¿treinta mil?cuarenta mil? , qué locura, no sé qué están
pensando en el norte.
y a ti que más te da viejo de mierda. Te van a pagar la puta comisión, que es lo que
quieres
Salió de la reunión apurado, más impresionado por el gesto de dolor de aquel otro
letrado que por las previsibles palabras del anciano.
No consejero supremo, disculpe pero no acepto, ni esa oferta ni las migajas de mierda
de allí. Vayase al infierno usted y toda la ciudad.
Si todos los letrados tuvieran que hacer una prueba de nivel, un examen para dilucidar
su destino, seguramente Norian sería de los lugares más aciagos. Él ya había oído hablar
de Norian, de hecho sabía que antes o después tendría que enfrentarse a la decisión de
aceptar o no la oferta. Su padre había trabajado en el norte, había sido canciller del rey
Gerko, pero lo había hecho con gusto, nunca se sintió pequeño por ir al Norte y nadie en
Dándalos lo consideró como tal, pero él no era su padre. Allí estuvo cuando era muy
joven, y cuando se fue siguió labrando un buen nombre y de mayor decidió volver. Su
padre hablaba de Norian con orgullo.
Había advertido a su hijo sobre sus posibilidades en aquella tierra. Taquias siempre lo
había esquivado, por vanidad, porque quería marcar su propio camino sin la influencia
de su padre y por la guasa y mala opinión que traía consigo el referirse a aquel lugar
bárbaro. 
Su madre trató de inculcarle el gusto por las leyes. Decía que un jurista vivía bien, que
haría una buena fortuna y no tendría que depender de la torpeza de terceros. El decidió
embarcarse en los estudios militares. Se imaginaba siendo uno de esos pensadores y
escritores del pasado,esos que tuvo que leer una y otra vez. Hemenias, conocido orador
que acompañó a varios comandantes Talicos durante las primeras conquistas, doscientos
años atrás. Mitigor, que había narrado con todo lujo de detalle la vida en la corte de un
rey de Alania, en un retrato magnífico de la región en aquella época.
O incluso más atrás, a pensadores y consejeros del mismísimo primer imperio. 
Tras el desastre de Eketia valoró la opción de volver a Dándalos, pero avergonzado y
esperanzado con un giro en su suerte decidió deambular y dedicarse a otros menesteres,
a trabajos mundanos. Pensó, todavía con un hilo de orgullo, que aquel trabajo
significaría su derrota final. Aceptar el destino que le había indicado su padre.
Alguna plaza de valor en el imperio de Talis, una vibrante fortaleza en Alania, en las
tierras exóticas más allá del gran lago, o incluso en los pequeños reinos y ciudades
estado de Hugonia, más al norte de Talis. Fantaseó también con la idea de ser un
representante en las mesetas o en el desierto, en alguna carpa aconsejando a algún
pintoresco caudillo. Destinos curiosos pero que le traerian pingües beneficios.
Se le cayó el alma a los pies cuando de frente a escasos metros se encontró con Atanias,
que le saludó con efusividad. Respondió con una sonrisa desganada y se presentó ante el
grupo. La mayoría de ellos eran conocidos de la escuela de arte militar, o gente de su
generación.
—Estoy ciertamente ilusionado con la tarea y la residencia de los Arcasi en Thalys es
soberbia. Tuve oportunidad de conocerla antes de acceder al trabajo y me resultó única
en su clase —dijo Deuxo mientras le escuchaban atentamente.
Hubo sonrisas forzadas y celos por el fantástico destino que había obtenido.
Puto idiota pensó Taquias.
—ya no te vamos a volver a ver en Dandalos estimado Deuxo! —dijo con entusiasmo
Malaquias mientras hacía un ademán con el brazo, como si quisiera darle una palmadita
pero dejando la mano en el aire. Una atrevida muestra de afecto para lo que era la
personalidad de todos aquellos hombres.
—Esperemos que las tramas de la corte me lo permitan —contestó Deuxo con una
sonrisa de satisfacción, incapaz de contener su entusiasmo.
Ese amago de broma obtuvo la carcajada falsa de los allí presentes.
—¿y tú Atanias?, que nos dices de tu nuevo destino en Tabania —le contestó Deuxo—
las dunas del desierto. Ciertamente te habrá resultado un buen negocio.
—Un gran éxito para la familia —contestó, con gesto tenso y agarrotado—. Anhelo
llegar cuanto antes y descubrir todos los secretos de la ciudad.
—y nos los contarás —preguntó Malaquías guiñando el ojo.
—¡Sabéis como funcionan estas cosas! —dijo Atanias abriendo los brazos y mirando
uno a uno al resto de los presentes, con una mueca nerviosa y poco natural.
Taquias intentó obsequiarle con una sonrisa pero su rostro decía lo contrario. Toda la
conversación parecía una memez, un encuentro postizo para interrogarse sobre su
destino, preguntas que denotaban cansancio y poco interés.
Preguntarle a un letrado si nos va a contar su trabajo. Eso sería romper la primera
regla. Dejar de trabajar para tu empleador y dar información a unos y a otros. Era una
gilipollez considerando la cantidad de preguntas interesantes que podría haber hecho.
En cualquier caso ese comentario también obtuvo una pequeña carcajada de cortesía.
Taquias no había dicho nada en todo ese tiempo. Se limitó a sonreír y repartir distintas
muecas curiosas para mostrar interés.
Si hubiera podido los habría mandado a todos al infierno y se habría largado.
El desgraciado de Deuxo. En cualquier otra ciudad se le conocería por lo que realmente
era, un vago y un borracho, además de gordo con aspecto desagradable. Un zoquete que
gracias a su papá iba a relacionarse con consejeros y senadores de Talis. Un caramelo
para todos aquellos ambiciosos políticos y juristas.
 Era bien cierto lo que decían. Quien sabe si las tramas le permitirían volver. No sería el
primero al que acuchillaran con brutalidad por culpa de algún jovencito enojado por
alguna opinión contraria, o por no poder resolver algún entuerto, aunque no tuviera
culpa ninguna. No le veía capaz de calmar todos los ánimos, por lo que terminaría
lamiendo botas a unos y a otros con tal de mantenerse en el escenario.
El destino de Atanias en el desierto también era apetitoso. En ese caso como contable de
una ciudad riquísima. Su tarea era contar dinero y organizar las serpenteantes caravanas
hacia la costa y otras ciudad Alanias. Lujo, fiestas y placer era lo que le esperaba,
aunque tampoco era un destino del todo pacífico. Las dunas de oro era una plaza
hermética y asediada a menudo por piratas. Eran suspicaces de todo aquel que llegaba
buscando fortuna y se iba con las manos llenas sin permanecer mucho tiempo. En
ocasiones solo era  posible salir de allí montado en un caballo en medio de la noche.
Atanias era un buen tipo, el mejor de aquel grupo. Hierático como todos ellos, pero que
parecía ser natural en sus reacciones. Un trabajador cuya mayor motivación era que le
dieran trabajo. Aburrido, plano y con una conversación árida que terminaba por
desquiciar al más paciente de los embajadores, pero que por otra parte le ahorraba
enemistades manifiestas, al ser imposible acceder a lo que fuera que le preocupara en su
interior.
—¿qué hay de ti ,Taquias? te veo muy callado —preguntó con sorna Malaquias. Estaba
deseando interrogar a todos, y poder sacar punta a cualquier cosa. Iba muy peripuesto
con un faldón, y una especie de camisa larga de colores— ¿ilusionado con las tierras del
norte?
—Desde luego, una gran aventura. Mi viaje está programado para la próxima semana
cuando partiremos hacia Gillians.
—Gillians.. —dijo el cabrón de Deuxo dejándolo en el aire.
—No es la mejor de los destinos, desde luego —contestó Taquias sabiendo a que se
refería aquel gordo burlón— pero desde allí llegaremos al castillo de Visegard. Ardo en
deseos de visitar sus famosas cascadas y esos parajes tan exóticos.
—Las brujas de Athalins —interrumpió Atanias, intentando echarle un cable a su
amigo. Mejor hablar de alguna leyenda que seguir recordando su penoso destino.
—Bárbaros ebrios en un lodazal —dijo de repente otro de los presentes, Eneas.
Estirado, serio, altivo y el más adinerado de todos ellos. 
Las carcajadas fueron sonoras. Los muy lameculos se habrían reído dijera lo que dijera.
Le tenían tan poco aprecio como él, pero era de una familia de nivel. Su abuelo era uno
de esos ancianos que le habían mirado con horror unos minutos antes. Taquias no tuvo
otra que sonreír como pudo y soportar la mirada repugnante con la que Eneas le
obsequió.  
—no es tan malo como parece —farfulló Taquias
—oh sí, realmente lo es —replicó inmediatamente Eneas, apurado por hacer leña del
árbol caído.
Hubo un breve silencio incómodo y vergonzante. El grupo miró a Taquias esperando
algún tipo de reacción que no llegó. Tras eso Atanias, de nuevo gentil con su amigo,
hizo una referencia a Talis y la corte imperial, llevando de nuevo la conversación por
esa senda.
En cuanto pudo se escabulló de aquel encuentro echando humo. Caminó de forma
apurada, casi a trompicones. Evitó las calles principales hasta que llegó a un pequeño
paseo cercano al mar. Encontró una pequeña tetería regentada por Jonitas y se sentó en
una escondida terraza interior con unas inmejorables vistas de la bahía. Un hombre de
piel aceitunada y generoso bigote se acercó a la mesa. Vestía con unos pintorescos
pantalones bombachos y un chaleco de cuero que parecía tanto valer para montar a
caballo en medio del árido páramo como para servir unas bebidas.
El jonita llevaba una bandeja con varios vasos de cristal adornados con pequeñas formas
y una tetera.
—Hoy me gustaría algo más fuerte —replicó Taquias guiñando el ojo.
El jonita entendió y retornó poco después con una botella de un licor amarillento.
Beber a media tarde y sin motivo no era lo más correcto en la correctísima cultura
dandaliana, pero le importó poco. Si ya estaba poco convencido de su destino la reunión
con aquel grupo de imbéciles le había hecho vacilar todavía más.

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