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Título del artículo: “Entra dentro de ti mismo.

” Intimidad y vida
personal.
Autor: Juan Pablo Roldán
Publicación: Revista “Creciendo en Familia”, EDUCA, 2009, Año VI,
n° 12.
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“Entra dentro de ti mismo”


Intimidad y vida personal
Sólo mediante la intimidad puede darse una vida auténticamente humana. Sin
embargo, nuestra cultura suele invitar a huir de nuestro interior. Algunas ideas
tradicionales que nos animan a cultivarlo.

“Toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no saber quedarse
tranquilos en una habitación”, escribía hace siglos Blas Pascal. Su sentencia puede
parecernos extraña, pero es el eco de una antigua sabiduría, que otorgaba una
importancia central a la virtud de la intimidad como despliegue de la interioridad
humana. Recordaremos algunas ideas propias de esa tradición cultural.
¿Tiene interior una piedra? Sólo en cierto sentido. Podemos romperla y
encontraremos lo que hay dentro, que se diferenciará de lo exterior sólo por su
ubicación. En una planta, el “interior” cobra un sentido más dinámico y no meramente
físico: en ella comienzan procesos fisiológicos y una cierta forma de relacionarse con la
realidad exterior. El mundo interior de un animal es más complejo aún, porque incluye
un “darse cuenta” y estados afectivos.
En el hombre podemos hablar de interioridad en un sentido pleno, que es fruto
del espíritu. Esta interioridad propia de su ser se despliega mediante la virtud de la
intimidad. Ésta, por lo tanto, no es una virtud más que pueda ubicarse junto a las otras,
sino, en palabras del filósofo Juan Cruz Cruz, “la unidad vivida de todos los hábitos,
unidad vista desde dentro, en propio y apropiadamente, presidida por el yo”.
La intimidad, por lo tanto, es un signo de humanidad. Donde haya obrar
humano, debe haber una dimensión de intimidad. Quien cultiva su intimidad, vive
humanamente, dirigiendo su vida. Quien no lo hace, “es vivido”, renuncia a la libertad y
al comando de su propia vida. Las respuestas reflexivas frente a las distintas situaciones
que salen a nuestro encuentro son reemplazadas, en este caso, por una serie de
reacciones automáticas en las que nos convertimos en un objeto pasivo de una
caleidoscópica existencia sin rumbo. Una de las causas de la huida de la intimidad, que
siempre ha sido una tentación para los seres humanos, es la claudicación frente a la
responsabilidad de realizarnos libremente.
Mediante la intimidad, acogemos la realidad exterior de manera comprensiva y
honda. No la tratamos como a un conjunto de hechos brutos sino que entendemos su
significado. No cosificamos a las personas. Podemos “ver más allá” de las apariencias y
las modas. La intimidad permite otorgar su justa proporción a cada hecho. Quizás hoy
más que nunca los jóvenes buscan una presencia íntima donde encontrar consejo y
orientación. Cuando una persona que ha desarrollado su intimidad habla a otra, algo
auténtico resuena en ésta. La incomprensión, la incapacidad de empatía, por el

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contrario, son frutos de la falta de intimidad. Pocas cosas dejan una herida tan honda
como esta ausencia y falta de respuesta.
Es que la comunicación humana sólo se da de intimidad a intimidad. La
incomunicación y la soledad contemporáneas son el resultado de una crisis de
intimidad. Esta posibilidad de comunicarse auténticamente –distinta de la mera
“mundanidad”- es uno de los signos distintivos de la verdadera vida interior, que
permite diferenciarla de las “telarañas interiores” en las que puede verse atrapado un
joven encerrado en su habitación “conectado” a su PC…
La banalización y la deshumanización de la sexualidad, por ejemplo, son
consecuencias del vacío producido por la falta de intimidad. Se produce aquí una de las
operaciones más perversas: se proclama una universalización de la intimidad, de una
intimidad accesible a todos cuando, en verdad, si esa intimidad se extiende como un
objeto de consumo más, se destruye y bloquea toda posibilidad de comunicación íntima.
El filósofo Romano Guardini describe esta situación de una forma que recuerda al Gran
Hermano de la novela 1984 de George Orwell –convertido en un símbolo de nuestro
tiempo-: “los límites de la vida personal se vuelven como de cristal, y las personas se
mueven detrás como peces en el acuario, que se pueden observar en todo lo que hacen y
por todas partes”.
La vida afectiva también adquiere proporción gracias a la intimidad. Sin ella, las
reacciones afectivas mecánicas de la vida diaria suelen revestir el carácter tanto de
explosiones afectivas como de frialdad. Y ambas son caras de la indiferencia. Quien
tiene un bajo umbral de reacciones afectivas y se emociona por cada hecho, al mismo
tiempo lo olvida pronto. No hay en él profundidad afectiva. Profundidad es intimidad.
Por lo tanto, sólo quien se compromete desde su intimidad puede mantenerse fiel a una
persona o a un ideal, sin depender de sus estados pasajeros.
La vida moral, sin intimidad, se convierte en una lucha seca por cumplir un
conjunto de normas extrínsecas sin relación con la propia plenitud.
La intimidad es el lugar de la propia verdad. Lo que soy, lo que debería ser, lo
que estoy llamado a ser sólo pueden ser descubiertos en mi interior. Por eso es que la
intimidad supone la aceptación de uno mismo. Toda nuestra vida supone un sí radical y
hondo a lo que somos por creación. El hombre es el único ser de este mundo que debe
aceptarse y que puede rechazarse. He aquí el motivo de la huida de la intimidad: no
tolera estar consigo mismo quien, en el fondo, no se acepta. Quien no aprueba su
existencia, experimenta un vacío interior del que debe escapar. El vacío de sentido del
aburrimiento, del aborrecimiento de la propia vida. Quien decide volcarse hacia fuera
renuncia, de esta forma, a su ser más auténtico.
La advertencia de Pascal se une a la de tantos otros pensadores que nos
recuerdan ese mundo interior del que huimos, en una fuga a la que solemos arrastrar a
quienes nos rodean, imponiéndoles de alguna forma una vida en la que los días pasan y
nosotros “somos vividos” por el entorno. Basta ver el clima de vértigo, exterioridad y
pura publicidad que a veces instalamos en nuestros hogares. La familia es el primer y
último refugio de la intimidad.
Las palabras de San Agustín podrían ser inspiradoras para todo educador: “No
quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside
la verdad”

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