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E.I
Lo que se destruye a su mismo por sí propia naturaleza no puede ser fin en sí. Lo
que, como la vida, es esfuerzo de conquista que termina en el fracaso de toda
individualidad que lo intenta, lejos de poderse considerar como término ideal, lejos
de poderse erigir en final de la existencia, es la demostración de su propia inanidad
Conquistar, se dice; ¿para qué conquistar? Triunfar del medio del semejante, ¿para
qué tales triunfos efímeros? Reproducirse, crecer discontinuamente, ¿para qué crecer
de tal suerte, engendrando nuevos seres que, a su vez, habrán de crecer y
reproducirse? Morir..., ¿para qué tal desenlace funesto y precioso de un equilibrio
móvil que al fin termina en el aniquilamiento de la individualidad?...
Mas, en primer lugar, habrá que responder, la especie no es sino una colección de
individuos, nada más; la propia miseria muchas veces, y en muchos, miserables; la
propia avidez muchas veces ávida; el propio dolor, esto sobre todo, el propio dolor, y
la muerte. La humanidad siempre estará formada de hombres. Por ende, el cortejo de
necesidades, de funciones, de reproducciones y vicisitudes sin cuento ni sentido
renacerá perpetuamente. ¿Por qué entonces, si un dolor que cesa pronto es malo
como dolor, y se confiesa, se cree bueno un dolor que no termina, una lamentación
reiterada inmensamente, como el clamor bíblico de los trenos de Jeremías o el coro
monótono y terrible de una tragedia de Esquilo, capaz de llenar el infinito?
El progreso (pro, hacia adelante, y gressus, marcha), no puede afirmarse como ley
de la humanidad. Progresamos, si lo hacemos realmente, en los siguientes órdenes:
el físico, el moral, el intelectual y el estético. El progreso físico no existe. ¿Qué
hombre contemporáneo se equipara en la belleza de su forma a los nobles atletas de
los juegos seculares de Grecia? Nuestros sentidos son de indudable inferioridad
comparados con los acuciosos y perfecto del salvaje. No existe un progreso físico,
sino diverso estados progresivos, en diferentes tiempo y lugares de la historia.
Moralmente, somos tan inferiores como siempre. Progresan los sistemas, las
instituciones que pretenden vencer el mal con la violencia o la persuasión; pero el
sentido, la conciencia moral, no progresa. Hoy es tan mal y tan buen la humanidad
como el primer día. Somos más hábiles, quizás, para engañarnos, pero no más
buenos; y si algunas virtudes prosperan y algunos vicios declinan, otras virtudes se
ahuyentan y nuevos vicios medran.
Las tres clásicas virtudes del cristianismo son de obvia aceptación. La caridad no se
demuestra ni colige. Es la experiencia fundamental religiosa y moral. Consiste en
salir de uno mismo, en darse a los demás, en brindarse y prodigarse sin miedo de
sufrir agotamiento. Esto es en esencia lo cristiano.
Para ello hay que ser fuerte, personal, uno mismo, que diría Ibsen. El débil no
puede ser cristiano, sino en la media de su propósito de ser fuerte para ofrecerse
como centro de acción caritativa.
Tu siglo es egoísta y perverso. Ama, sin embargo, a los hombres de tu siglo que
parecen no saber ya amar, que sólo obra por hambre y por codicia. El que hace un
acto bueno sabe que existe lo sobrenatural. El que no lo hace no lo sabrá nunca.
Todas las filosofías de los hombres de ciencia no valen nada ante la acción
desinteresada de un hombre de bien. (*)
(*) Fuente: Antonio Caso, La existencia como economía, como desinterés y como
caridad, edición de la Universidad Autónoma de México, 1972.