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DEL ORO
E
Atravesar América del Sur navegando s un típico día amazónico. Una lluvia tenue cubre todo el
paisaje. Estamos viajando hacia Cachuela Esperanza, un
sus ríos, ése fue el objetivo con que pueblo perdido en la selva del norte de Bolivia a orillas del
dos amigos zarparon de Buenos Aires río Beni, cerca de la frontera con Brasil. Nuestro transpor-
la Navidad pasada. En el camino, se te es un taxi completamente destruido al que tengo que sostenerle la
puerta si no quiero terminar en la ruta. Mi compañero, Luis, se ríe de
encontraron con hombres que buscan la situación mientras me saca fotos. Tras cruzar en balsa un afluente
oro en las entrañas de la selva. del río Beni llegamos a nuestro destino.
Dinero, tierra devastada y fusiles en La lluvia nos impide ver lo que venimos buscando: las dragadoras
de oro. Estos barcos, que tienen entre dos y quince metros de eslora,
la crónica de un viaje hacia la codicia. están equipados con bombas de vacío que dragan el barro del lecho
fluvial y lo filtran para separar el oro que en él se esconde. En el puer-
Texto y fotos Ariel Savarese to nos indican que por el mal clima las dragas se adentraron en el río.
Después del obligado regateo, acordamos con un lanchero que por
60 bolivianos cada uno (unos nueve dólares) nos lleve hasta la draga
más cercana. A bordo de la lancha de madera pudimos sentir el rigor
del río. El motor hacía fuerza para ir en contra de la corriente, y por
momentos parecía que se partiría. Tres cuartos de hora más tarde nos
amarramos al “Don Héctor II”, una dragadora de 12 metros de eslora
por siete de manga y dos cubiertas de altura que estaba anclada en
medio del río. Una seña del lanchero alcanzó para que nos dejaran
abordar. Una vez en cubierta el ruido de sus motores nos sacaba com-
pletamente del paisaje selvático en el que estábamos inmersos.
Después de explicar que queríamos conocer el funcionamiento de
las dragas y sacar algunas fotos, nos llevan con Eder, el encargado,
un brasileño oriundo de Curitiba que nos cuenta que en esta parte
de Bolivia la actividad está reglamentada debido a las presiones de
Brasil. El orden, la limpieza y las medidas de seguridad (como cascos
y matafuegos) que encontramos a bordo nos sorprenden. Una carte-
lera que ocupa una pared luce los permisos necesarios para poder
dragar el río. En el puente vimos televisión satelital y camarotes muy
cómodos. El “Don Héctor II” está en perfectas condiciones, algo que
no veríamos más adelante. Eder explica que no fue siempre así. “Mi
hermano empezó con esta actividad hace 20 años, y en esa época no
era raro oír tiroteos y ver los cuerpos bajar por el río”, nos dice.
Después de convidarnos una feijoada, Eder nos muestra la sala
de máquinas, donde el ruido es ensordecedor. Ahí estaba el alma del
barco, un motor de 360 caballos de fuerza y una bomba de 12 pul-
gadas que draga el lecho fluvial. El barro pasa luego por un tamiz
donde quedan las piedras grandes y otras impurezas. El proceso con-
tinúa por unas alfombras donde una sustancia compuesta por mer-
curio retiene el oro, que está presente en el barro en forma de polvo.
Cuando le preguntamos si el mercurio no era contaminante, Eder
me responde que no: “No usamos mercurio directamente, sino una
solución que contiene mercurio y nada de éste termina en el río. El
que existe hace veinte. Todo empezó cuando unas señoras encontraron te, pero me frena. “Esas minas son la 40 y la 26, y están siendo dispu-
pepitas de oro mientras lavaban la ropa en el río Zaragoza, que pasa tadas por los «paracos» y la guerrilla. Yo con usted no me atrevo a ir,
cerca de allí. La noticia corrió como reguero de pólvora y enseguida hace dos días hubo un tiroteo en esa zona y murió gente. Si quiere,
se formó otro “pueblo cloaca” muy parecido a los que había visto en puede sacar algunas fotos desde el puente.”