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A despecho de la mayor parte de sus admiradores, quienes aún hoy sostienen la imagen unívoca del
Walsh guerrillero de sus últimos años, la relectura de su mejor obra (“Operación masacre”) muestra el
abismo entre el Walsh democrático y hasta liberal de los ’50 y el montonero de los ’70, echando luz
sobre la paulatina conversión de una generación de argentinos al sectarismo terrorista. Lejos de tratarse
de una polémica bibliográfica, el tema parece de especial importancia en momentos en que la más
espantosa década de la historia nacional, la del setenta, es irresponsablemente presentada como
modelo de virtudes cívicas.
Un saldo unilateralmente incompleto de lo sucedido en aquellos años parece haber abierto las puertas a
la rehabilitación del setentismo en nombre de cierta “juventud maravillosa” cuya actuación en la Historia
tuvo efectos desastrosos. Primero de los cuales fue la masacre de los “perejiles”, como los llamaban los
verdugos; es decir: de delegados sindicales y estudiantiles, de intelectuales y artistas, de simples
trabajadores poco dispuestos a vender su dignidad y de militantes políticos y barriales, todos ellos
arrasados y liquidados no ya por su hipotética adhesión a una revolución aún más hipotética sino por su
activa o potencial oposición a un régimen terrorista de estado.
En este sentido, no puedo olvidar que, hablando en el aniversario del Golpe de 2002 desde un palco que
daba a una plaza semivacía, Vicente Zito Lema sostuvo: “Quienes quieran hablar de nuestros muertos
deberán recordar que eran revolucionarios. Que si Rodolfo Walsh y los demás 30.000 fueron torturados
y desaparecidos fue porque eran revolucionarios”. Pero esta pretensión de Zito Lema (y la de Hebe de
Bonafini y quienes la acompañan) es infructuosa, como bien demuestra la frase del mismo Walsh del
epígrafe. Lo cierto es que la absoluta mayoría de las víctimas de la dictadura no era ni se consideraba
“revolucionaria” y que muchos estaban explícitamente en contra de la táctica terrorista adoptada por
organizaciones como el ERP, las FAR y los Montoneros, quienes comparten al menos una parte de la
responsabilidad política por sus muertes con la dictadura.
¿Una distinción “formal” o “secundaria”? Tampoco al Walsh que escribía “Operación masacre” le era
indiferente distinguir entre quienes estaban implicados en el alzamiento del General Valle (y eran por lo
tanto conscientes de los riesgos que corrían) y quienes eran meros “perejiles”, caídos en desgracia por
concurrir a una casa a jugar cartas y escuchar por la radio un match de boxeo: “Esta gente ha hablado
conmigo con total sinceridad y me ha dicho quiénes eran los que estaban comprometidos: Torres y
Gavino. Quiénes eran los que estaban simplemente enterados: Carranza y Lizaso. Quiénes eran los que
no sabían absolutamente nada: Brión, Giunta, Di Chiano, Livraga y Garibotti; quedando en la sombra, por
falta de datos concretos, la actitud mental de hombres como Rodríguez y Díaz”. Según la cuenta del
mismo Walsh, se trataba de dos “comprometidos”, dos “enterados”, cinco que “no sabían absolutamente
nada” (los “perejiles”) y dos “dudosos”; proporciones que se repetirían con abrumadora precisión en los
“maravillosos setenta”.
Es precisamente éste el saldo más horrendo del genocidio argentino: no ya los injustificables y terribles
crímenes cometidos contra quienes habían decidido jugarse la vida y aceptado -armas en mano, como el
Walsh de su última hora- un enfrentamiento en el terreno militar previsiblemente favorable a la
dictadura; sino la espantosa “Operación Masacre” desatada sobre quienes jamás habían empuñado un
arma y defendían por vías pacíficas las libertades democráticas y sus derechos sociales. No eran éstas
preocupaciones ajenas del Walsh que escribiera en la introducción a su libro: “Si algo justamente he
procurado suscitar en estas páginas es el horror a las revoluciones, cuyas primeras víctimas son siempre
personas inocentes... La pobre gente no muere gritando “Viva la Patria”, como en las novelas. Muere
vomitando de miedo ... o maldiciendo su abandono”.
En toda la obra, entre estos saltos instantáneos del paraíso al infierno (““Si todo sale bien esta noche...
Pero todo saldrá mal.”, pág 43), fluye ese juego entre la realidad y la irrealidad que más tarde y en otras
geografías será bautizada “Nuevo periodismo” y que en “Operación Masacre” hay que buscar
desgajando sucesivas capas de verdad y de mentira (“Ésa es la historia que le oigo repetir ante el juez,
una mañana en que soy el primo de Livraga...”, pág 19), desanudando la confusión generalizada que
crean los ridículos esbirros (“-¿Y los otros?- vociferó Fernández Suárez. –Se escaparon.”, pág 131) y las
patéticas declaraciones de las autoridades (“Se procedió al fusilamiento de los detenidos y al hacerlo,
mejor dicho al establecerse cuántas eran las personas fusiladas, advirtieron que eran solo cinco en vez
de doce o trece que se conducía”, declaración del subcomisario Cuello de la página 159), incapaces no
sólo de fusilar sino de saber con precisión cuántos eran los que iban a ser fusilados.
Como en 1.976, ya en la “Operación Masacre” de 1.956 está presente el robo de las pertenencias de los
detenidos (“Es entonces cuando empiezan a llamarlos de nuevo, de a uno. El primero que vuelve explica
que le han sacado todo lo que llevaba encima...”, pág 82), la complicidad de buena parte de la población
con la matanza (“No hizo más que entrar el aterrado fugitivo en el jardín, cuando se abrió una ventana y
apareció una mujer gritando. –¡Ni se atreva! ¡Ni se atreva! –y agregó, dando media vuelta y dirigiéndose,
al parecer, al dueño de la casa-: ¡Dale vos, ya que se salvó!”, pág 98), la oposición y solidaridad de otros
(“Las enfermeras, arriesgando sus puestos –y acaso más: aún regía la ley marcial-, protegen al herido en
todas las formas imaginables”, pág 107; “Son los presos comunes, que salen a dar el paseo
reglamentario, quienes lo salvan de la muerte por hambre. A través de la mirilla de la celda le tiran
mendrugos de pan...”, pág 121), la increíble desorganización que transforma una ejecución en “una
carnicería” (pág 147), los ocultamientos y la tortura indirecta a los parientes (“A los familiares de las
víctimas no se les ahorró molestia, vejación, ni incertidumbre alguna.” pág 113), su dramático peregrinar
en busca de informaciones por destacamentos y comisarías (“De la Unidad Regional los mandan a la
cárcel de Caseros, de Caseros al penal de Olmos, de Olmos a la Jefatura de La Plata, de La Plata a la
comisaría de Villa Ballester, de Villa Ballester a la Unidad Regional San Martín...”, pág 121), los infames
calabozos y cuchitriles (“Pero Juan Carlos no ha muerto. Sobrevive prodigiosamente a sus heridas
infectadas, a sus dolores atroces, al hambre, al frío, en la húmeda mazmorra de Moreno.” pág 119), la
“obediencia debida” y su crítica (“Es inútil que un hombre pretenda escudarse en ‘órdenes superiores’
cuando estas órdenes incluyen el asesinato lento de otro hombre inerme e inocente”, pág 119), los
abogados y sus infructuosos habeas corpus (“El doctor Máximo von Kotsch, abogado de 32 años...
dedicaba su notorio dinamismo a la defensa de presos gremiales. Entre ellos, los numerosos petroleros
torturados por la policía bonarerense”, pág 123), los fusilamientos disfrazados de “enfrentamientos” (“La
primera versión oficial... dice que Juan Carlos fue ‘herido durante un tiroteo’. Ya vimos en qué consistió
ese tiroteo.”, pág 139), las desapariciones (“En los libros... no figuraba la detención de Livraga o sus
compañeros... Toda la operación lleva, pues, el sello imborrable de la clandestinidad.”, pág 143), la
tortura -y el sarcasmo impune de los torturadores- (“Acude entonces al subjefe de Policía, capitán
Ambroggio, y le muestra las fotos de presos que, al parecer, han sido azotados con alambres. El subjefe
mira las fotos con aire crítico. –Eso no es alambre –comenta- Eso es goma.”, pág 133), el uso de las
fuerzas de seguridad en funciones de represión ilegal (“Agrega el declarante que la misión encomendada
era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía...”,
pág 152); la complicidad de la gran prensa (“A doce de años de distancia se pueden revisar las
colecciones de los diarios: esta historia no existió ni existe”, pág 20); en fin: el uso de las instituciones y
los símbolos nacionales para cometer, justificar y encubrir un espantoso crimen (“...en nombre de la
República Argentina, se cometió una atrocidad”, pág 221).
Todo este sistema invertido de valores, en el que la legalidad es una mera forma lista para ser desechada
en tanto el horror se constituye como contenido verdadero de la acción del estado, estaba allí ya en
1.956 y se repetiría veinte años más tarde con crueldad superior y aplicada en escala monumental, en
una inesperada repetición de la historia como la decsripta por Marx en “El 18 brumario...” pero que esta
vez iba de la tragedia al infierno. Rodolfo Walsh, su denunciante, sería una de las víctimas.
Pero no era premonición alguna la que guiaba a Walsh en 1.957 sino su acabada conciencia de las taras
autoritarias del país en el que vivía. Lo que lleva a una conclusión de perogrullo: si los rasgos del “vasto
asesinato” iniciado en 1.976 están enteramente contenidos en la “Operación Masacre” de 1.956, habrá
entonces que admitir que el genocidio consumado en los ’70 por los argentinísmos miembros de las
Fuerzas Armadas Argentinas, bajo las órdenes del Gobierno argentino, con la bandera nacional
flameando sobre ignominiosos campos de concentración como la ESMA, fue el producto acabado de una
cultura autoritaria, militarista y antidemocrática perfectamente en línea con las tradiciones nacionales y
no el fruto de un complot externo, como pretenden muchos de quienes de Walsh se proclaman
herederos.
Esta cultura militarista y nacionalista, de definido estilo prusiano, accedió al centro de la escena política
nacional con el golpe uriburista de 1.930 y continuó creciendo a lo largo de varias décadas: a través del
gobierno del GOU, primero, el del mismo Perón, después (significativamente, Walsh no duda en 1.957 en
responsabilizar al peronismo por sus “abusos de la represión policíaca”, pág 188), y siguió
desarrollándose y agudizándose con Onganía, Lanusse y Levingston hasta desembocar en la tríada del
terror Videla – Massera – Agosti.
¿Qué llevó a aquel hombre que jugaba ajedrez en un café de La Plata en el que “la única maniobra
militar que gozaba de algún renombre era el ataque a la bayoneta de Schlechter en la apertura siciliana”
(pág 17) a formar parte de la dirección de la organización terrorista Montoneros? ¿Qué proceso histórico
convirtió al nacionalismo argentino a quien había escrito: “El torturador que a la menor provocación se
convierte en fusilador es un problema actual, un claro objetivo para ser aniquilado por la conciencia civil.
Ignorábamos hasta ahora que tuviésemos esa fiera agazapada. Aún en la Alemania nazi, fueron
necesarios años de miseria, miedo y bombardeos para sacarla a la luz. En la República Argentina
bastaron seis horas de motín para que asomara su repugnante silueta”? ¿Qué condujo al peronismo a
quien una década antes decía: “Sé que bajo el peronismo no habría podido publicar un libro como este
[se refiere a Operación Masacre], ni los artículos periodísticos que lo precedieron, ni siquiera intentar la
investigación de crímenes policiales que también existieron entonces”, (pág 193)? ¿Qué transformó el
discurso civil y democrático del Walsh de la década del ’50 en el todo o nada guerrillero de los ’70; cuyo
resultado fue tan atroz para los pocos que habían elegido el camino de “Revolución o Muerte”, “Patria o
Muerte” o “Perón o Muerte”, como para los muchos que no lo había hecho?
¿Cuál es la trayectoria moral que va desde “... por muy equivocados que estén, son seres humanos y
debe tratárselos como tales” de la pág. 193 hasta las tres hojas y media (pág. 175-178) que en 1.971
glorifican la ejecución del General Aramburu? ¿Qué tortuosa ruta parte del “Reitero que esta obra no
persigue un objetivo político ni mucho menos pretende avivar odios completamente estériles” de 1.957
para llegar a la “larga guerra del pueblo” de 1.971? ¿Qué via crucis personal arranca de “La bomba que
mata a un inocente no se diferencia gran cosa de la descarga del pelotón que mata a otro inocente” (pág
210) pero acaba en la justificación del terrorismo “revolucionario”? No creo que exista posibilidad de
comprender lo sucedido en los setenta argentinos sin explorar las razones de esta deriva de la conciencia
civil y dar respuesta a estas preguntas.
Aún insistiendo en la distancia que separa los crímenes del terrorismo “revolucionario” de los crímenes
del terrorismo de estado, aún descartando las equivalencias forzadas del estilo de la “Teoría de los dos
demonios”, dar testimonio en momentos difíciles es recordar que entre las organizaciones armadas de la
década del ’70 y los militares que implantaron el terror genocida con la excusa de aniquilarlas existieron
fuertes puntos de acuerdo, a saber: el desprecio del sistema democrático y del Poder Judicial y el
Parlamento, el autoritarismo nacionalista, la retórica incendiaria, la militarización de la política y la
consecuente vocación por resolver las cuestiones en el terreno de las armas, la atribución a difusas
entidades extranjeras (el “imperialismo yanqui” o la “sinarquía internacional”, según el caso) de las
peores aberraciones de la sociedad argentina, la justificación de actos atroces en pretendidos fines
nobles, el militarismo, la verticalidad y la clandestinidad elevados a método, la fe en la violencia como
“partera de la historia”. Demasiados de estos valores permanecen vigentes -como un río subterráneo- en
la vida política argentina como para que nos sea dado el ignorarlos impunemente.
En la introducción a su libro de 1.957, Walsh intenta explicar los motivos que lo han llevado a escribirlo,
tan diferentes de las razones que esgrimiría en 1.971: “Creo en este libro, en sus efectos. Espero que no
se me critique el creer en un libro cuando son tantos más los que creen en las metralletas”. Y luego, en la
última página introductoria, aludiendo a su batalla civil por obtener reparación para las víctimas y castigo
para los culpables de la “Operación Masacre” desatada en los basurales de José León Suárez, Walsh
agrega: “Tengo la firme convicción de que el resultado último de esta lucha influirá durante años en la
índole de nuestros sistemas represivos; decidirá si hemos de vivir como personas civilizadas o como
hotentotes”. Premonitorias palabras.
Fernando A. Iglesias
Autor de “¿Qué significa hoy ser de izquierda?- Reflexiones sobre la Democracia en los tiempos de la
Globalización”.