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Volando bajo- Alessia Di Paolo

Publicado el: 3 noviembre, 2015

(CUENTO) Una inoportuna coincidencia. No podía ser otra cosa. Sentado


frente a la computadora, mientras escribía el párrafo inicial de su primera
novela, un escalofrío intempestivo había retorcido el cuerpo de Rolando hasta
invadir la habitación, prolongado y silencioso.

Con las ventanas ya abiertas, creyó que literalmente se había descorchado,


que tanto tiempo tapado, sin botar siquiera una línea, había quedado atrás,
literalmente también. Quizá sería un buen argumento de novela, al menos de
un cuento, sí, algo más pequeño, más recatado. Incluso sin olor. Porque eso
de andar por ahí arrojando aires de genialidad en la cara de otros escritores no
sería muy noble de su parte. Tenía que ser humilde con aquellos que
confundían su creatividad con la anodina flatulencia de lo cotidiano.

Pero al terminar el segundo párrafo, Rolando volvió a ser un nudo sobre la


silla. Primero lo contuvo, cruzó fuertemente las piernas, aguantó la respiración,
sudó frío y cuando creyó dominar ya todas esas ínfulas que apenas unos
minutos antes le habían bajado de la cabeza, estalló algo inexplicable entre
sus piernas. ¡Mierda! Fue lo único que alcanzó a decir antes de zigzaguear
hacia el excusado.

La vecina del piso inferior pensó que a Rolando se le había caído el televisor.
Un ruido seco, agudo, tenía que ser, si sonó horrible, casi como una bomba.
Así que subió para indagar si todo andaba bien, si podía ayudarlo en algo, pero
nadie abrió la puerta. De regreso creyó que a lo mejor se trataba de una fuga
de gas. Sí, porque había un olor extraño. Mujer, le dijo el marido, si fuese el
gas ya habríamos volado todos en el edificio. Por favor, deja de meterte en la
vida de los demás. A fin de cuentas, y a esas alturas, el único que volaba era
Rolando, con unas inmensas alas blancas de papel higiénico, primero sobre el
techo del baño, luego alrededor de la sala, vueltas y más vueltas, hasta
finalmente salir disparado hacia la calle en busca de una farmacia, unas
bolsitas de té, un corcho, más papel, algo, cualquier cosa que le aguantara
esas ganas incontrolables de seguir cagándose en su vida.

Justo cuando empezaba a tomarse en serio la literatura. Cuando había


decidido concentrarse en la gran novela, la primera, aquella que lo llevaría
hasta Suecia, con smoking y todo, para codearse con los grandes. Sí, gracias,
no fue nada, sólo una explosión de creatividad, explicaría distraídamente. Pero
no fue una, ni dos.

Camino al médico pensó que quizá le entregarían el Nobel, pero de química, o


el de física, porque Rolando parecía cagarse en eso de Newton y la manzana.
El levitaba y la única gravedad era la de su estado. Al menos así le confirmó el
gastroenterólogo aquella tarde. Los análisis de laboratorio habían descartado
salmonela y cólera, también gastroenteritis. Su organismo aparenta estar
funcionando correctamente, pero creo que estamos frente a una enfermedad
psicosomática. Por qué no consulta un buen psiquiatra, vaya, vaya, lo
palmeaba el médico en la espalda mientras descubría un conveniente resfrío
que lo obligaba a taparse disimuladamente la nariz. Y es que toda esa pedorra
se le estaba impregnando en la ropa, en las manos y hasta en el rostro. Sí,
Rolando había perdido esa dulce expresión de imbécil que lo había ayudado
de mocoso a seducir a más de una hembrita allá en su barrio de Jesús María.
Ahora Rolando tenía una insoportable cara de cojudo triste bastante difícil de
disimular.
Definitivamente, se trataba de una cuestión de causa-efecto. No había otra
explicación. Todos esos malestares habían aparecido ni bien escribió el primer
párrafo de su novela, ahora inconclusa, inédita, tirada al mismo inodoro cuando
su imaginación siguió explotando por la noche y el papel higiénico se terminó.
Con resignación tuvo que echar mano a sus borradores. El gasfitero tardó
horas en desatorar las cañerías. Pero qué cochinada botó ahí adentro, le
preguntó intrigado con el desatorador empuñado como espada. Rolando sólo
asintió con la cabeza, mudo. Sí, trescientas palabras de mierda eran
suficientes para atorar a cualquiera. Tenía que afrontarlo, era un fracaso, peor
aún, un cagado.

Los días transcurrieron sin sobresaltos ni escalofríos. Todos esos rollos de


papel higiénico comprados por precaución le alcanzarían ahora para tres años.
Definitivamente, era una cuestión de causa-efecto. El dejar de escribir lo había
vuelto a secar hasta el grado de estreñirlo. Ya no hacía falta rociar el
departamento con el nuevo aerosol de flores silvestres, ni colgar honguitos
aromatizados en las lámparas, detrás de los cuadros y en las manijas de las
puertas. Rolando apagó los palitos de incienso plantados en las macetas y
decidió finalmente quitar la funda de su computadora. Lograría con las
palabras aquello que ni el laxante más poderoso había conseguido en una
semana. Ya el psicólogo le había explicado eso de la relación anal entre dar y
recibir, un toma y daca (o caca) que se remontaba a sus primeras experiencias
de niño, cuando miraba el mundo girar alrededor de su pequeño bacín.

Aquella noche, Rolando se sintió tranquilo al confirmar que la novela


inconclusa aún permanecía en el disco duro de la máquina, aguardando ser
despertada de ese letargo, de ese profundo sueño con el solo chasquido de
sus dedos sobre el teclado, cual flautista de Hamelin, haciendo desfilar las
letras una por una, de izquierda a derecha y con paso firme, directo hacia
Estocolmo, sin escalas ni farmacias de por medio. Qué importa si fueron una o
fueron dos, si fueron tres o fueron cuatro, si fue tu tía o la vieja del otro día
quien llamó a los bomberos. ¡Auxilio! ¡Una explosión! ¡Una fuga de gas!
¡Derriben la puerta, por favor! ¡Vamos a volar todos! Rolando apenas si
alcanzó a subirse el pantalón cuando un hombre enmascarado y vestido de
rojo destrozó la puerta de su casa con un hacha en la mano y en la otra una
manguera más grande que las usadas para realizar enemas. No, no, no lo
necesito, por favor, fue lo que atinó a gritar Rolando en medio del delirio y
mientras lo llevaban cargado a la asistencia pública.
Después de aquel suceso, el nombre de Rolando quedó impreso más alto que
el del propio Valdelomar. Pero no en el corredor de la fama, sino en el de su
edificio. Exactamente, en las paredes del décimo piso. Estaba seguro que eran
los mocosos del primer nivel los que andaban haciendo esas estúpidas
pintas. Rolando come caca fue una de las más suaves escritas en su propia
puerta. Otras ya involucraban a la familia y a la madre. Pronto, el portero fue a
tocarle el timbre para pedirle más detergente y una esponjita, de las verdes,
esas que duran más, le explicó con media sonrisa escondida bajo el bigote.

Tuvo que pasar un mes hasta que desapareciera la última muestra colectiva de
burla. Para entonces, ya Rolando había instalado su computadora en el baño.
Tenía que afrontarlo. Escribir era una obligación fisiológica, parte de su propio
cuerpo, debía de valer la pena, no importaba si fueron una o fueron dos, si
fueron tres o cuatrocientos, porque la vieja de abajo ya no volvería a llamar a
los bomberos, había sido cuestión de minutos, debiste hacerlo, mujer, dijo
luego el marido moviendo la cabeza de un lado al otro, debiste llamar, porque
entonces sí los hubieran evacuado a todos del edificio, los hubieran puesto a
buen recaudo antes que la explosión hiciera volar en pedazos el décimo piso y
Rolando acabara dando vueltas en el aire, una y otra vez, primero sobre el
baño, luego alrededor de la sala, para salir despedido finalmente por la
ventana con unas enormes alas blancas, demasiado frágiles para levantar
vuelo hasta la farmacia de turno más cercana.

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