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La vecina del piso inferior pensó que a Rolando se le había caído el televisor.
Un ruido seco, agudo, tenía que ser, si sonó horrible, casi como una bomba.
Así que subió para indagar si todo andaba bien, si podía ayudarlo en algo, pero
nadie abrió la puerta. De regreso creyó que a lo mejor se trataba de una fuga
de gas. Sí, porque había un olor extraño. Mujer, le dijo el marido, si fuese el
gas ya habríamos volado todos en el edificio. Por favor, deja de meterte en la
vida de los demás. A fin de cuentas, y a esas alturas, el único que volaba era
Rolando, con unas inmensas alas blancas de papel higiénico, primero sobre el
techo del baño, luego alrededor de la sala, vueltas y más vueltas, hasta
finalmente salir disparado hacia la calle en busca de una farmacia, unas
bolsitas de té, un corcho, más papel, algo, cualquier cosa que le aguantara
esas ganas incontrolables de seguir cagándose en su vida.
Tuvo que pasar un mes hasta que desapareciera la última muestra colectiva de
burla. Para entonces, ya Rolando había instalado su computadora en el baño.
Tenía que afrontarlo. Escribir era una obligación fisiológica, parte de su propio
cuerpo, debía de valer la pena, no importaba si fueron una o fueron dos, si
fueron tres o cuatrocientos, porque la vieja de abajo ya no volvería a llamar a
los bomberos, había sido cuestión de minutos, debiste hacerlo, mujer, dijo
luego el marido moviendo la cabeza de un lado al otro, debiste llamar, porque
entonces sí los hubieran evacuado a todos del edificio, los hubieran puesto a
buen recaudo antes que la explosión hiciera volar en pedazos el décimo piso y
Rolando acabara dando vueltas en el aire, una y otra vez, primero sobre el
baño, luego alrededor de la sala, para salir despedido finalmente por la
ventana con unas enormes alas blancas, demasiado frágiles para levantar
vuelo hasta la farmacia de turno más cercana.