Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Arrancaba la secundaria. Tenía trece años y poseía muy poco tiempo para
escribir relatos; sin embargo, papá resultaría siendo determinante —sin
quererlo—, pues, muy a menudo, por no decir todos los días, él llegaba a casa
ebrio, enfadado, profiriendo groserías a voz en cuello. Por aquel entonces, mi
padre ya soñaba con llegar a ser coronel. «Hoy, en la Base, me preguntaron si
quisiera que tú fueras militar», me contó, llorando como un niño, y sin ese mal
genio que era tan característico en él. «¿Y qué dijiste, papá?», le pregunté
aguijoneado por la curiosidad, al fin y al cabo mis amigos del barrio me habían
inoculado esa fiebre por soñar con aquel rango: «Cuando ascienden a coronel
les dan un carrazo del año, ¿qué bacán, no?».
Mi padre, con varios tragos encima, seguía llorando. Lo cual no me
incomodaba mucho, pues prefería mil veces verlo así, indefenso y atribulado,
que vociferando insultos o buscando un pretexto para amargarnos la vida.
«¿Qué respondiste?», insistí. Su rostro lo delataba. No había respondido nada:
se quedó en silencio y agachó la cabeza como se suele hacer ante un superior,
pues los milicos no tienen libertades, sólo saben de una palabra:
subordinación, y papá quiso hacernos así. Exageró. Convirtió la casa en un
pequeño cuartel donde todas sus órdenes eran la única ley.
—¡Pingas! —me dijo y con las manos agarró imaginariamente dos enormes
cojones—. ¡Pingas! Tú no vas a ser militar. ¡No te lo voy a permitir!
Cuando retornó al asiento del conductor, yo, que iba como copiloto, me puse a
llorar y le rogué que descansara, al menos por unos minutos. No quise decirle
que estaba «borracho», porque él siempre tomaba esa palabra —que lo definía
casi a diario— peor que una mentada de madre.
—Estás muy cansado, papá —le decía, trémulo—. Descansa, por favor.
Duérmete un rato.
El que no se daba cuenta era él. «No importa, papá. Descansa, hazlo por
nosotros», y le señalé a mi hermano, quien también lloraba. Cuando se durmió,
me salí por la ventana para que no sonara la alarma y lo despertara. Le pedía
a Dios que pasara el patrullero de la policía de carreteras o, en todo caso, que
algún automóvil se detuviera para auxiliarnos. Ya no me importaba su vida —y
empezó a dejar de importarme… para siempre—, sólo quería volver a casa con
mi hermano.
Llegamos, por fin, a casa. Nos miró, bostezando, y tuvo cara para decirnos:
«Feliz año». Después se fue a seguir durmiendo. Mi madre nos bañó en
caricias y nos preparó chocolate caliente antes de llevarnos a la cama.
Varias horas después, casi al mediodía, cuando papá se dirigió al garaje, una
imagen terrible aguardaba por él. «Seguro ha sido el ladrón del otro día», era la
inverosímil teoría que inventaba mamá mientras trataba de apaciguarlo: «¿No
te acuerdas del ratero que vino con mis documentos y te pidió una
recompensa? Le dijiste que se mandara a cambiar, que tú eras militar y que lo
ibas a meter preso. ¡Ese maldito ha sido! ¡Se ha vengado!».
Las mudanzas hicieron que extravíe (y, poco a poco, olvide) todo lo que escribí
con mi primera máquina de escribir. Una cosa es cierta: no me olvidaré nunca
de la Olivetti ploma, pues aquel día, con una ira infinita, la lancé desde mi
ventana del segundo piso y destruí el parabrisas del novísimo coche del
flamante coronel, al que yo le había desactivado la alarma.
—Hijo, tienes que decir que ha sido el ratero —me conminó mi madre mientras
me abrazaba con un cariño a prueba de balas… y de papá—. No le digas a
nadie que tú lo hiciste, ¿me entiendes? ¡A nadie! Un hijo no hace eso. Ya
escondí la máquina de escribir en el cuarto de servicio… Todavía sirve, no te
preocupes…
Fue un cambio de vida. Solté las amarras y descubrí que, así como me lo
hacían a mí, yo también podía hacer daño a los demás: me convertí en otro y
jamás volví a escribir en esa máquina.
Qué triste ha sido mi existencia: creo que aquél fue el mejor año nuevo de mi
vida.