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dicado a la Eucaristía. En ella se recogen las orientaciones del concilio, y las proposiciones
sinodales, muy orientadas a la promoción de la celebración (ars celebrandi) y al culto eu-
carístico, en orden a que la participación de los fieles sea realmente fructosa. A los pocos
meses de la aparición de Sacramentum caritatis, Benedicto XVI publicó el m.pr. Summorum
pontificum (7-VII-2007) que ampliaba el permiso para utilizar el Misal Romano editado por
el beato Juan XXIII a los grupos y sacerdotes que lo solicitaran. Hay que lamentar que las
polémicas suscitadas por ese hecho –de menor relevancia práctica– menguara la aten-
ción debida a la Exh. Sacramentum caritatis.
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Pablo Blanco-Jose R. Villar
Introducción
La enseñanza conciliar sobre la «sacramentalidad» de la Iglesia hace aparecer a la
Iglesia histórica y concreta, a la Iglesia peregrina, en su intrínseca relación con la salvación
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tico: «Nadie llega a la recompensa de Cristo si sale de la Iglesia de Cristo […]. Nadie tiene
a Dios por Padre si no reconoce a la Iglesia como su madre. Si alguien ha escapado [al
diluvio] fuera del arca, entonces admitiremos que el que sale de la Iglesia puede escapar
[a la condenación]» (De unit. Eccl. 6: PL 4,503; Hartel III A,214). En otro momento tiene igual
severidad con los adúlteros que son excluidos de la comunidad: «Fuera de la Iglesia nadie
puede llegar a la salvación» (Epist. 62,4). Lactancio, hablando de los herejes obstinados en
el error, afirma: «La Iglesia es la fuente de la verdad, el ámbito de la fe, el santuario de Dios:
si alguien no entra en este templo de Dios, o se retira de él, ha perdido toda esperanza
de vida y de salvación» (Divinae Institutiones, IV,30: PL 6,542). San Agustín, en su polémica
contra el donatismo, dice: aunque los cismáticos «se han llevado» de la Iglesia los sacra-
mentos, no por eso se han llevado «la salvación», pues «en ninguna parte fuera de la Igle-
sia católica podrán lograr la salvación» (Sermo ad Caes. plenem, 6: PL 43,695). Fuera de este
cuerpo, a nadie da vida el Espíritu Santo.
Este patrimonio patrístico pone de manifiesto dos aspectos de la doctrina: primero,
que la Iglesia Católica es la única institución salvadora, pues sólo ella tiene la maternidad
espiritual que le ha conferido su Fundador y Cabeza, Jesucristo, el único Salvador. Segun-
do, que no pueden obtener la salvación los que desgarran la túnica de Cristo y salen de
la Iglesia, «arca de salvación», como es el caso de herejes y cismáticos, y los que rechazan
entrar en el arca por el Bautismo. Sólo hay salvación «por» la Iglesia y «en» la Iglesia.
Pero es importante notar que las afirmaciones de los Padres son siempre en contexto
antiherético y anticismático, nunca a propósito de una reflexión formal sobre la salvación
de los no bautizados. La cuestión de la ignorancia invencible y la buena fe aparecerá siglos
más tarde. No obstante, ya existe entre los Padres una consideración de las disposiciones
subjetivas de las personas. San Agustín conoce, por ej., la distinción que hará después el
magisterio eclesiástico: «El que defiende su opinión, aunque ésta sea errónea y perversa,
pero la defiende sin obstinación, sobre todo cuando no se trata del fruto de una audaz
presunción, sino de una herencia recibida de sus padres caídos en el error, quien busca
la verdad escrupulosamente, decidido a abrazarla una vez reconocida, ese tal no puede
contarse entre los herejes» (Epist. 43,31: PL 33,160). (Resuena en el concilio esta doctrina
cuando dice que «los que ahora nacen y se nutren de la fe de Jesucristo en esas comuni-
dades [heréticas o cismáticas] no pueden considerarse responsables del pecado de sepa-
ración», UR 3). San Gregorio Nacianceno, refiriéndose a su padre bautizado en la Iglesia en
edad ya muy avanzada, escribe: «Por sus disposiciones y virtudes era ya de los nuestros
antes de su Bautismo» (Orat. 18, 6; PG 35, 992). Es célebre el texto de la oración fúnebre
de san Ambrosio en la muerte del emperador Valentiniano II, catecúmeno muerto sin el
Bautismo: «En cuanto a mí, dice san Ambrosio, he perdido a aquel que iba a engendrar
para el Evangelio. Pero él no ha perdido la gracia que pidió […]. Porque decidme, ¿qué es
lo que tenemos en nuestro poder sino la voluntad y el deseo? Ahora bien él manifestó ese
deseo (votum) de hacerse iniciar antes de entrar en Italia y declaró su voluntad de hacerse
bautizar por mí […]. Entonces, ¿no obtuvo la gracia que había deseado y pedido? Cierto,
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la recibió porque la pidió» (De obitu Valentiniani consolatio, 29.51: PL 16,1364.1368). Estos
pasajes iluminan el pensamiento de los Padres respecto a la salvación: la buena voluntad
respecto a la Iglesia del todavía no bautizado supone una situación enteramente diferente
a la del bautizado hereje o cismático de mala voluntad.
c) La época medieval
El magisterio medieval, en continuidad con los Padres, tiene a la vista el separatismo
deliberado. Sacadas de ese contexto, algunas de las declaraciones serían hoy difíciles de
entender. Pelagio II, en el año 586, escribe sobre los cismáticos de Istria: «El que no se
conforma con el espíritu de unidad de la Iglesia no puede permanecer con Dios» (DS 469).
Inocencio III, en el año 1207, establece para los albigenses esta profesión de fe: «Creemos
en la única Iglesia, no la de los herejes, sino la Iglesia santa, romana, católica y apostóli-
ca, fuera de la cual nadie se salva» (DS 802). La misma doctrina aparece en la bula Unam
Sanctam de Bonifacio VIII, del año 1302 (DS 870); y en el magisterio de Clemente VI, año
1351 (DS 1051). La expresión más severa se encuentra en el decr. pro iacobitis del concilio
de Florencia (a.1439), tomada de Fulgencio de Ruspe: «Todos los que están fuera de la
Iglesia no sólo los paganos, sino los judíos, los herejes, los cismáticos no pueden tener
parte alguna en la vida eterna» (DS 1351). «Por respeto a la objetividad –comenta Philips–
no podemos perder de vista ni la fuente del texto ni la problemática general de la época.
Sígase la lectura y uno podrá darse cuenta de que el decreto no piensa sino en hombres
que desgarran conscientemente la túnica sin costura rehusando permanecer en la única
Iglesia Católica» (Philips t.I, 241).
d) La edad moderna
La convicción de que cabe la salvación de quienes no tienen vínculo visible (Bautis-
mo sacramental) con la Iglesia se hace creciente en la cristiandad a medida que se toma
conciencia de la dimensión planetaria de la humanidad, que tiene un momento decisivo
con los descubrimientos geográficos en el s. xvi. El encuentro con sectores de la humani-
dad que obviamente carecían de culpa por desconocer el Evangelio, estimuló la reflexión
sobre el principio de la voluntad salvifica universal de Dios: «Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2,4). En efecto,
hay hombres que, por su buena voluntad, es decir, por su caridad con Dios y con los hom-
bres, pueden obtener la salvación a pesar de no tener un vínculo visible con la Iglesia.
Contribuyó a esa toma de conciencia, en sentido contrario, el rigorismo jansenista, que
limitaba la voluntad salvífica universal de Dios y negaba la acción de la gracia divina extra
Ecclesiam: esa interpretación literalista de textos de san Agustín fue condenada por la Igle-
sia (cf. DS 2005.2429). Esta nueva situación empujaría a nuevas profundizaciones.
Concretamente, en la reflexión teológica y en el magisterio van a cobrar vigencia
la «buena fe» del sujeto y la «ignorancia inculpable» de la Revelación y de la Iglesia. El
papa Pío IX fue el primero en exponer estos criterios en sus declaraciones doctrinales.
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Primero en la alocución Singulari quadam (a.1854): «En efecto, por la fe debe sostenerse
que, fuera de la Iglesia apostólica romana, nadie puede salvarse; que ésta es la única arca
de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo,
también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión,
si aquella es invencible, no son ante los ojos de Dios reos por ello de culpa alguna […] y en
modo alguno han de faltar los dones de la gracia celeste a aquellos que con animo sincero
quieran y pidan ser recreados por esta luz» (DS 1647-1648). Reitera y amplía esta doctrina
en su encíclica Quanto conficiamur (a.1863). El texto de esta última es una verdadera inter-
pretación de la doctrina de los Padres y del magisterio precedente: «Notoria cosa es a Nos
y a vosotros que aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima
religión, que cuidadosamente guardan la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios
en los corazones de todos, y estan dispuestos a obedecer a Dios y llevan vida honesta y
recta, pueden conseguir la vida eterna por la operación de la virtud de la luz divina y de
la gracia […]. Pero bien conocido es también el dogma católico; a saber, que nadie puede
salvarse fuera de la Iglesia católica, y que los contumaces contra la autoridad y definicio-
nes de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y
del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, a quien fue encomendada por el Salvador la guar-
da de la viña, no pueden alcanzar la eterna salvación» (DS 2865-2866). Como se ve, Pío
IX mantiene, a la vez, la vigencia del axioma extra Ecclesiam nulla salus y la consecuencia
de la voluntad salvífica universal de Dios en los que tienen ignorancia invencible, buena
voluntad y conducta, y se abren a la luz y a la gracia divina.
ese concilio la doctrina del votum. Así, por ej., Bellarmino escribe: «La afirmación de que
fuera de la Iglesia no cabe salvación hay que entenderla de quien no pertenece a la Iglesia
realmente (in re) ni por el deseo (in voto)» (De Controversiis cristiana fidei III,16). Y Suárez: «Es
evidente que nadie puede estar dentro de la Iglesia si no está bautizado, y, sin embargo,
puede salvarse porque el deseo de entrar en la Iglesia es suficiente, lo mismo que es sufi-
ciente el deseo de recibir el Bautismo» (Defensio fidei catholicae III,1).
En el proyecto de constitución de Ecclesia que se debatió en el Vaticano I en 1870 se
hacía ya una recepción de esa doctrina. De las discusiones se deduce que el votum Eccle-
siae no había de ser necesariamente explícito, sino que bastaba el implícito (lo cual parecía
deducirse de los textos de Pío IX antes citados). La cuestión se planteaba acerca de si este
voto ha de ser implicitum formale –deseo de usar el medio de salvación instituido por
Dios–, o bastaría que sea virtualiter implicitum, es decir, incluido en el deseo de cumplir la
voluntad de Dios. El desarrollo doctrinal que ofrecerá el magisterio de Pío XII inclina a esta
segunda solución, como veremos a continuación.
cia que la adhesión a la Iglesia sea necesaria con lo que suele llamarse «necesidad de pre-
cepto»: «por lo cual, nadie podrá salvarse si, sabiendo que la Iglesia ha sido instituida divi-
namente por Cristo, se resistiera a someterse a la Iglesia o al Romano Pontífice, su vicario»
(DS 3867). De modo que el rechazo culpable de la Iglesia excluye de la salvación. Este es el
primer sentido de la fórmula extra Ecclesiam nulla salus. Lo cual deja abierta la cuestión de
la salvación de los herejes o cismáticos de buena fe y de aquellos a los que no ha llegado
en sentido formal y material la predicación evangélica: la imposibilidad subjetiva de cum-
plir el precepto excusaría en este caso de su absoluta necesidad.
2. Pero la Iglesia es, además, la única «comunidad» de salvación. Sólo «en» ella está
la salvación: no hay otros caminos de salvación; su necesidad salvífica es la llamada «ne-
cesidad de medio»: «el Salvador no sólo dió el precepto de que todos entraran en la Igle-
sia, sino que estableció también a la Iglesia como medio de la salvación, sin el cual nadie
puede entrar en el reino de los cielos» (DS 3868). Lo que implica que las disposiciones
subjetivas de las personas –culpabilidad o inculpabilidad– carecen, en ese sentido, de sig-
nificación: extra Ecclesiam nulla salus es absoluto bajo este ángulo. El hecho de que hay
personas que se salvan sin haber cumplido el precepto de adhesión a la Iglesia no debilita
esta necesidad de medio de la Iglesia. Sucede que hay que entender la peculiar manera en
que pueden «adherirse» a este medio necesario que es la Iglesia Católica.
3. En efecto, la carta afirma: «Quiso Dios, por su infinita misericordia, que, cuando los
auxilios de la salvación (auxilia salutis) se ordenan al fin último no por necesidad intrínseca
(intrinseca necessitas) sino sólo por institución divina (divina institutio), entonces, si se dan
determinadas circunstancias, los efectos necesarios para la salvación pueden también ob-
tenerse aunque solo se dé el votum o el desiderium [de esos auxilios]. Esto es lo que con
palabras claras enseñó el concilio de Trento a propósito de los sacramentos del Bautismo
y de la Penitencia. Lo mismo debe decirse a su manera (suo modo) de la Iglesia, en cuanto
que ella es el auxilio general de la salvación (generale auxilium salutis)» (DS 3869). La dis-
tinción entre necesidad intrínseca e institución divina no supone debilitar la necesidad
de medio de la Iglesia, sino explicitar las maneras diversas en que la providencia divina ha
dispuesto que pueda utilizarse el medio necesario que es la Iglesia: también por el votum
Ecclesiae, que puede ser implícito.
resucitando de entre los muertos (cf. Rom 6), envió a su Espíritu vivificador sobre sus discí-
pulos y por Él constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de sal-
vación (ut universale salutis sacramentum); estando sentado a la derecha del Padre, actúa
sin cesar (continuo operatur) en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y, por
Ella, unirlos consigo más estrechamente, y hacerlos partícipes de su vida gloriosa alimen-
tándolos con su Cuerpo y su Sangre. Así, pues, la restauración prometida, que esperamos,
comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu y, por Él, continúa en la Iglesia».
Para comprender el alcance de la expresión Ecclesia sacramentum universale salutis hay
que notar lo siguiente.
1. El centro hermenéutico del texto es la frase: «actúa sin cesar en el mundo» (conti-
nuo operatur), que se predica de Cristo. Se trata de su acción salvadora y restauradora de
la humanidad y de las personas concretas: «para conducir a los hombres a su Iglesia» (ut
homines…). El texto describe el modo de darse en la historia la salvación sensu stricto de
los hombres. Es una consideración de la Iglesia, no en el orden del ser, sino en el orden de
la operación. En esta perspectiva se sitúa la comprensión de la Iglesia como sacramentum
salutis.
2. Esa salvación la realiza Cristo, dice el concilio. Incluso desde un punto de vista
lingüístico esta exclusividad viene expresada en el texto de manera nítida al situar a Cristo
como sujeto gramatical de todo el párrafo: Él atrae a los hombres, Él envía a su Espíritu, Él
constituye a la Iglesia como sacramento, Él actúa sin cesar, Él une a sí a los que llama, Él
los hace participes de su vida gloriosa. En esa actuación la Iglesia es su sacramento; y lo es
porque «es» su cuerpo. Él es –por emplear una terminología habitual– el Protosacramen-
to (Ursakrament) de la salvación, y la Iglesia el «sacramento general». El texto presenta a
Cristo no en su ser, sino en su operación, en su misterio pascual que realiza la salvación; y,
surgiendo del misterio pascual de Cristo, aparece la Iglesia asociada a Él como sacramento
de la acción salvadora de Cristo.
3. Al decir el texto que la Iglesia es sacramento «universal» está explicitando algo
que ya se contiene en la idea misma de la Iglesia sacramento (por ser) Cuerpo de Cristo.
Este nuevo elemento subraya que «toda» la salvación que Cristo ofrece a los hombres pasa
por la acción de este radical sacramento, y que este sacramento de salvación se ofrece a
todos los hombres. De ahí que la idea de sacramento «universal» comporte necesariamen-
te la idea de sacramento «único» de salvación. Esta idea de universalidad y de unicidad
del sacramento de salvación, que es la Iglesia, es precisamente la que subraya el n.9 de la
constitución, al decir que: «Dios convocó la reunión de todos los que miran con fe a Jesús,
autor de la salvación y principio de unidad y de paz, constituyendo la Iglesia a fin de que
sea, para todos y cada uno de los hombres (universis et singulis) el sacramento visible de
esta unidad salvífica (sacramentum visibile huius salutiferae unitatis)». Es evidente el parale-
lismo con el n.48: también aquí Jesús es el autor de la salvación, no la Iglesia; pero ésta ha
sido constituida por Dios como el sacramento de la salvación alcanzada por Cristo; y es lo
que interesa retener: que lo es para todos y cada uno de los hombres.
extra ecclesiam nulla salus 439
4. Hay coherencia entre la doctrina de los n.9 y 48, y la antes citada del n.14: Ecclesia
necessaria ad salutem. Ambas, necesidad salvífica y sacramentalidad de la Iglesia, se funda-
mentan en que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo. La afirmación del n.14 sobre la necesidad
salvífica se mueve en el orden del ser. El nuevo paso que dan los n.9 y 48 está, como se ha
dicho, en el orden de la operación. Con una terminología que empleaban los relatores de
Lumen gentium para explicar el sentido de algunos pasajes de la constitución, cabe decir
que la fórmula Ecclesia sacramentum universale salutis se mueve en el orden del «medio
de la salvación» (medium salutis), y la fórmula Ecclesia necessaria ad salutem expresa, ante
todo, el orden del «fruto de la salvación» (fructus salutis) (cf. AS III/1, 177). Una fórmula
expresa la salvación «por» la Iglesia, la otra dice que sólo hay salvación «en» la Iglesia. Una
plantea la cuestión de la pertenencia a la Iglesia que salva; la otra señala la naturaleza de
la acción eclesial salvadora. En realidad, es la doctrina tradicional de que la salvación se
da «por» la Iglesia y «en» la Iglesia, formulada en los términos de la «Iglesia sacramento».
reúnen las condiciones subjetivas requeridas). La Iglesia es una «realidad compleja» (LG
8): concretamente, la asamblea visible y la comunidad espiritual «no han de ser conside-
radas ut duae res, como dos cosas distintas, sino que forman una sola realidad compleja,
constituida por un elemento humano y otro divino». Esa «asamblea visible», la Iglesia pe-
regrinante, es el sacramento de la salvación; es el Pueblo de Dios, que visibiliza los bienes
salvificos de la Alianza y, por medio de la predicación y de los sacramentos, anuncia y rea-
liza en la humanidad la salvación conseguida por Cristo. Pero el sacramentum lo es de una
res, de una realidad última: es «forma visible de la gracia invisible» (forma visibilis invisibilis
gratiae, decía el concilio de Trento, DS 1639). Esa res, en la consideración sacramental de la
Iglesia, es la «comunidad espiritual», la íntima unión de los hombres con Dios y, en conse-
cuencia, la unidad de todo el género humano (cf. LG 1). La Iglesia, pues, en cuanto visible
y estructurada por los sacramentos, es el sacramentum cuya res última es el misterio de
comunión. No se comportan ambas magnitudes como planos diferentes y yuxtapuestos:
el sacramentum Ecclesiae –a través de la predicación y de los sacramentos– es el camino
único hacia la comunión.
3. La convicción tradicional de que la realidad de comunión (res) puede darse tam-
bién fuera del ámbito visible determinado por el sacramentum que es la Iglesia visible, no
conduce a decir que la comunión es «independiente» del sacramentum, sino a profun-
dizar, desde el patrimonio teológico de la concepción sacramental de la economía de la
salvación, en la relación –misteriosa y difícil de conceptualizar– entre sacramentum y res,
sin olvidar en ningún momento que la Iglesia una y única de que habla el concilio es sa-
cramentum y a la vez res en unidad inescindible. Para comprender algo de esa misteriosa
relación hay que tener presente que si, en el designio salvífico de Dios, la Iglesia es sacra-
mento de salvación para la humanidad, esto lo es no sólo en la dirección que va de Dios
a los hombres, sino también a la inversa, es decir, en la dirección que va de los hombres a
Dios. Dicho de otra manera: si Cristo, por su misterio pascual, ha constituido a la Iglesia en
sacramento de la unión de los hombres con Dios y entre sí, todas las gracias de Cristo que,
por su misterio pascual, llegan a los hombres (en la forma solo de Dios conocida, cf. GS 22),
son gracias que impulsan, que encaminan a los hombres hacia el sacramento que lleva a
la res. Pues bien, interesa subrayar que la correspondencia a esas gracias puede darse en
situaciones en las que no se da la recepción «sacramental» del sacramento que es la Igle-
sia (incorporación), pero sí su recepción «espiritual» por medio del votum Ecclesiae, que
inserta misteriosamente al hombre en la comunión con Dios, que es la esencia profunda
de la Iglesia.
La profundización doctrinal ha llevado, en consecuencia, a comprender cada vez
mejor –permaneciendo inescrutable el misterio– la simultánea validez del principio de
voluntad salvífica universal de Dios y el principio extra Ecclesiam nulla salus, ambos de
carácter absoluto. En su sentido dogmático, y a pesar del tenor de algunas fórmulas –si se
sacan de su contexto–, el axioma extra Ecclesiam nulla salus no apunta a las personas mis-
mas, estableciendo como desde fuera «quién puede y quién no puede salvarse» (Congar,
extra ecclesiam nulla salus 441
378); «no estatuye quién se salva, sino cómo se salva» (Schmaus, 796). La creciente convic-
ción de que hay personas que se salvan sin conexión visible con la Iglesia no ha llevado a
establecer «diferentes vías» indistintas de salvación (ese es el error del indiferentismo), sino
a entender mejor el sentido del axioma extra Ecclesiam nulla salus: con él se dice que toda
salvación tiene un estatuto no sólo teológico y cristológico, sino también eclesiológico. La
salvación siempre se da por la Iglesia y en la Iglesia.
3. La problemática postconciliar
La necesidad salvífica de la Iglesia es una convicción que está vinculada de manera
lógica al anuncio de la fe, a la misión ad gentes, a la relación entre Iglesia y Reino de Dios, al
valor que se reconozca a las religiones no cristianas, etc. (vid. Voz: Religiones no cristianas).
En este ámbito ha emergido en los años del postconcilio una grave problemática –que
perdura en algunos sectores teológicos– propiciada por teorías relativistas acerca de la
unicidad y la universalidad salvífica de Cristo y de la Iglesia.
Sirva como síntesis descriptiva de esa situación la que ofrecía en el año 2000 la Cong.
para la Doctrina de la Fe, en la decl. Dominus Iesus, que se expresaba en los siguientes
términos: «El perenne anuncio misionero de la Iglesia es puesto hoy en peligro por teo-
rías de tipo relativista, que tratan de justificar el pluralismo religioso, no sólo de facto sino
también de iure (o de principio). En consecuencia, se retienen superadas, por ejemplo, ver-
dades tales como el carácter definitivo y completo de la revelación de Jesucristo, la natura-
leza de la fe cristiana con respecto a la creencia en las otra religiones, el carácter inspirado
de los libros de la Sagrada Escritura, la unidad personal entre el Verbo eterno y Jesús de
Nazaret, la unidad entre la economía del Verbo encarnado y del Espíritu Santo, la unicidad
y la universalidad salvífica del misterio de Jesucristo, la mediación salvífica universal de la
Iglesia, la inseparabilidad –aun en la distinción– entre el Reino de Dios, el Reino de Cristo y
la Iglesia, la subsistencia en la Iglesia católica de la única Iglesia de Cristo» (n.4).
Cada una de las cuestiones enumeradas en el texto merecería por sí misma un am-
plio desarrollo, entre otras cosas porque, como señala la Congregación, «las raíces de estas
afirmaciones hay que buscarlas en algunos presupuestos, ya sean de naturaleza filosófica
o teológica, que obstaculizan la inteligencia y la acogida de la verdad revelada. Se pueden
señalar algunos: la convicción de la inaferrablilidad y la inefabilidad de la verdad divina, ni
siquiera por parte de la revelación cristiana; la actitud relativista con relación a la verdad,
en virtud de lo cual aquello que es verdad para algunos no lo es para otros; la contrapo-
sición radical entre la mentalidad lógica atribuida a Occidente y la mentalidad simbólica
atribuida a Oriente; el subjetivismo de quien, considerando la razón como única fuente
de conocimiento, se hace “incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a al-
canzar la verdad del ser”; la dificultad de comprender y acoger en la historia la presencia
de eventos definitivos y escatológicos; el vaciamiento metafísico del evento de la encar-
nación histórica del Logos eterno, reducido a un mero “aparecer” de Dios en la historia;
el eclecticismo de quien, en la búsqueda teológica, asume ideas derivadas de diferentes
442 extra ecclesiam nulla salus
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Pedro Rodríguez-José R. Villar
Fe
Un análisis de las enseñanzas del concilio sobre la fe ha de tener en cuenta las pala-
bras que Pablo VI pronunció al poco tiempo de la clausura conciliar: «Si el concilio Vaticano
II no trata expresamente de la fe, habla de ella en cada una de sus páginas, reconoce su
carácter vital y sobrenatural, la supone íntegra y fuerte, y construye sobre ella sus doctri-
nas. Bastaría recordar las afirmaciones conciliares […] para darse cuenta de la importancia
esencial que el concilio, coherente con la tradición doctrinal de la Iglesia, atribuye a la fe,
a la verdadera fe, la que tiene como fuente a Cristo y por canal al magisterio de la Iglesia»
(Audiencia general, 8-III-1967: Insegnamenti V [1967] 705). En esta misma línea se ha expre-
sado el papa Francisco en la Enc. Lumen fidei, publicada en el 50 aniversario de la apertura
del concilio: «el Vaticano II ha sido un concilio sobre la fe, en cuanto que nos ha invitado