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LUIS GABRIEL MATEO


MEJÍA

RESEÑA: “ HISTORIA
DEL SUICIDIO EN
OCCIDETE”
DE

RAMÓN ANDRÉS

POR LUIS GABRIEL


MATEO MEJÍA

Sin duda, esté es uno de los textos más complicado de referenciar si se considera que
tiene en su haber más de trescientas cincuenta página. Pero resulta más difícil aún
explicar las innumerables tesis que hacen de su cuerpo, un estudio obligado para
entender el pensamiento del suicidio en nuestra civilización. La muerte no puede ser
estudiada sin un horizonte filosófico, como tampoco se puede descartar la religiosidad
que cabe en ello. Sin embargo, más allá de esos aspectos, en occidente se ha dado el
fenómeno con una presencia que clama la misma historia como una mitología que parte
de la naturaleza mortal de cada alma que viene a depositar en estos largos años, su
hábitat. No sin un toque de poesía, la muerte viene a contemplar la paradoja de la
espada y la espiga, misma que demanda ser cortada en su madurez. El problema surge
cuando la espiga, acude a la caza de sí misma, como animal que busca al depredador
con el objeto de enfrentar la animalidad y salvajismo que existe en la naturaleza
humana. No muy alejada de la semejanza en la naturaleza salvaje. El universo de la
conciencia entonces contempla el asombro, pero sin inquietud, pues sabido de lo mortal
en la naturaleza, ya ha desdoblado el doble de sí mismo en su conciencia. La conciencia
se convierte así, en un espacio en donde los bosques ya han sido talados y solamente
queda el olvido, en ese momento suele llamarse suicidio a la muerte, que previamente
ha sido voluntaria.

En Mesopotamia y en Egipto, existió el sentido del cruce del rio, para llegar al edén,
donde la muerte no tiene efecto, la no-muerte aún en la muerte, es una clara semilla de
la razón por la voluntariedad de la misma. Es el caso de la muerte en Gilgamesh en

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donde el lamento explica las formas de miedo y la esperanza de escuchar la música del
transmundo, allá donde la vida sufre por el hambre, las guerras y la inhumanidad, para
entender como se llega a Osiris, por un camino de voluntad y deseo. En esa época la
serpiente en el pecho es más que un símbolo de realidad, es un elemento de esperanza.
Siglos después, el monoteísmo hizo notar que la frecuencia por el amor hacía la muerte
era un falso amor propio, sembrando con la religión las semillas de la culpa, el suicidio
en los textos sagrados acorto el poder que tenía el hombre antiguo para su propia
naturaleza, tanto humana como divina. Entonces la muerte retomó el vuelo de una
nueva emancipación al considerar a la fe como salida para conquistar lo eterno. Para los
primeros cristianos, el morir en pago de lo eterno era tan normal como el ejemplo del
Cristo que mostraba el devenir de la historia crucificado en la consumación del mundo.
Pero la pregunta en el por qué de una muerte voluntaria quedaba en el aire, aún
fraccionado por el polvo de la serpiente que simbolizaba una vida bañada en carencias,
sufrimiento y pobrezas. Con el pasar de los años Grecia y Roma encerraron en su
mitología la isla añorada y el espejo de la realidad. Fue entonces cuando la conciencia
de la filosofía vinculó en un rincón de desesperación a la noche y al sueño. El deseo se
convirtió en un verdadero acto de terror, el incesto y el desorden moral, terminaron por
acuñar en la muerte voluntaria, la única dicha de morir bien, morir por un cadáver. El
remordimiento surgió cual noche que llegaba en su momento a la amargura de la hora
sin luna, no dejaba lugar a otro espacio en el pensamiento que el deseo de venganza, que
mejor venganza que con la muerte propia.

Entonces el amor alcanzó la locura, y los grecolatinos auspiciaron la flama de su


incertidumbre, añorando los lugares que no existen, soñando sobre las lejanas tumbas,
haciendo del senado, un conjunto de estructuras vitales que correspondían a la cicuta y
a la bondad de los funerales. La mujer, en utilidad únicamente hacía la virtud, no
escapó a los filósofos de la muerte voluntaria, pues al perder su virtud, elegía su forma
de muerte: Triunfo monumental a los derechos de la sociedad.

En la edad media, las huellas de Caín acompañaron a los hombres. Puesto que el
patíbulo represento el nuevo árbol de la vida para la consecución de los derechos
humanos, esas extrañas garantías de la sociedad que demandaban quitar el hambre y el
sufrimiento, aunque con su presencia enfatizaban aún más la conciencia individual e
inútil de los hombres. La muerte vino a ser contemplación, a pesar de tener a los
hombres dentro de la infiel fortuna. No quedaba más veredicto que aquel antiguo
decreto: ‘no mataras’; el suicida se convirtió en barco sin timonel, aparentemente
perdido en la conciencia de su propia voluntad. Pero la muerte seguía su propia danza,
pues las encrucijadas sociales se enredaban entre el hambre, el decoro y la nobleza. Y
aunque ahora nadie era juez de sí mismo, la locura, la bilis negra y el mismo demonio,
hacían acto de presencia para justificar a los desdichados que buscaron la esperanza en

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su propia y voluntaria muerte. Fue así como crecieron las novelas de duelos entre
caballeros, la ambición y el amor, fueron sus marcos contextuales y teóricos para el
triunfo de su anhelo, liberarse de la pesada carga de su propio cuerpo.

Los siglos venideros, XVI y XVII, la muerte se vio obligada a tomar nuevos matices,
no para demostrarse, autodemostrarse en todo caso, sino para envolverse en el místico
deseo de morir en mí. Formulas teológicas que descubrieron a la realidad entre católico
y protestantes, divididas en partes iguales, como un demonio partido exactamente por
la mitad, las partes iguales y proporcionales, generaban la mirada con rencor que se
tenía por hacer factibles las mentiras de los mendicantes y de los hospitales que
anunciaban un nuevo cielo en la alquimia, que pasó a formar la química moderna de las
drogas.

Con el descubrimiento de los anillos de Saturno, tanto Tomás Moro, como Blaise Pascal,
reformularon la muerte con su concepto de morir a tiempo es vivir a tiempo. Ahora se
contemplaba la vanidad y la avaricia en las huestes más pudientes de la sociedad, por lo
que en mis manos, era justo tener las llaves de mi cárcel, al más puro estilo de John
Donne. Surge entonces el arte, el espectador y la escena, que como negros espejos de la
melancolía, comienzan a retumbar en los tambores del corazón aficionado. El tributo a
un muerto hace del artista un ser sui generis, acompañado del periodismo amarillista
que comienza a explotar las estadísticas bajo el concepto: primeras cifras. Mismas que
suelen ser contabilizadas entre 965 hasta 1345 en Europa.

Después de 1800 y 1900, los restos del vacío siguen haciendo sus estragos, ahora bajo las
luces del siglo de la razón, en donde el hombre ya es un autómata. Por lo que el olor del
pasado es hediondo, los derechos del hombre son primacía de la realidad y las nuevas
leyes permiten dar una mejor legalidad a la muerte voluntaria: basta ser homicida.
Parece que en el hombre moderno, el azotar las estatuas no doblega la historia de su
pasado, y aunque la medicina y el dolor moral se desencuentran en los hospitales, la
desesperación no desaparece. Los neurotransmisores no evitan contabilizar la fuga de la
realidad de quienes buscan la muerte como una transfiguración de la vida. La
frustración no deja de ser epidemia de contagio social, por lo que la pasión y el desafío,
implican también el ir más allá de la maquina filantropía del bien común para los
hombres que tienen el sueño de la tierra que emana leche y miel; solamente un detalle
novedoso e innovador, la fosa, ahora se sitúa en las nubes.

BIBLIOGRAFÍA:

ANDRÉS, Ramón. Historia del Suicidio en Occidente. Editorial Península Atalaya.


Barcelona. 2003. P. 368.

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